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Varios Autores

NOVELISTAS

ESPAÑOLES DEL

SIGLO XX

Recopilación de ensayos publicados en pdf


Por la Fundación Juan March
Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

ÍNDICE

ÍNDICE _______________________________________________________________2
Wenceslao Fernández Flórez
(Fidel López Criado) __________________________________________________________4
Benjamín Jarnés
(Domingo Ródenas de Moya)___________________________________________________8
Los pasos contados y los libros_________________________________________________9
Las razones de la novela impura_______________________________________________10
Vicente Blasco Ibáñez
(Joan Oleza)________________________________________________________________12
Max Aub
(Manuel Aznar Soler)________________________________________________________17
Gabriel Miró
(Miguel Ángel Lozano Marco)_________________________________________________21
Singularidad. Anomalía______________________________________________________21
La verdad estética___________________________________________________________23
Un camino de perfección_____________________________________________________24
Ramón Pérez de Ayala
(María Dolores Albiac Blanco)_________________________________________________27
Miguel de Unamuno
(Ricardo Senabre)___________________________________________________________31
Ramón Gómez de la Serna
( César Nicolás )____________________________________________________________35
Asomados al escaparate______________________________________________________35
La novela greguerística______________________________________________________36
Novelismo y público: transformaciones y paradojas_______________________________37
Miguel Espinosa
( Cecilio Alonso )____________________________________________________________40
Camilo José Cela
( Darío Villanueva )__________________________________________________________44
Rafael Sánchez Ferlosio
( Jordi Gracia )_____________________________________________________________49
Juan García Hortelano
( Mauricio Jalón )___________________________________________________________53
Miguel Delibes
( Santos Sanz Villanueva )____________________________________________________57

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Luis Martín-Santos
( Alfonso Rey )______________________________________________________________62
«Tiempo de silencio»_________________________________________________________63
Ignacio Aldecoa
( Juan Rodríguez )___________________________________________________________67
Juan Marsé
( José-Carlos Mainer )________________________________________________________71
Eduardo Mendoza
( Joaquín Marco )___________________________________________________________75
Una forma de narrar o deleitar instruyendo_____________________________________76
Eduardo Mendoza: a la búsqueda de un espacio, un tiempo y un estilo_______________76

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Wenceslao Fernández Flórez

(Fidel López Criado)

Periodista accidental desde los quince años, Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964) alcanzó la
fama como comentarista parlamentario del ABC, en su columna «Acotaciones de un oyente», a través de la
cual logró refractar con finísima ironía las principales preocupaciones sociales y políticas del momento.
Asimismo, dotado de una gran capacidad expresiva, supo trasladar al plano literario toda una serie de tipos,
circunstancias, valores y actitudes –personales y colectivas– que le granjearon las simpatías de un amplio y
leal público lector que pronto le convirtió en uno de los pocos «clásicos vivos» de su tiempo. Sin embargo, a
pesar de su gran popularidad y éxito editorial, cual corresponde a la extensión y calidad de su obra,
Fernández Flórez es hoy uno de los grandes olvidados de nuestras letras.
A este respecto, dice muy bien Darío Villanueva cuando afirma que Fernández Flórez es un buen
ejemplo del escritor de amplia trayectoria y considerable éxito popular al que no acompañó un parejo interés
por parte de la crítica. No obstante, habría que matizar que ese desinterés procede de una crítica canónica,
elitista y conservadora, que defiende la inmanencia de la literatura y la universalidad de sus temas,
olvidándose de que la literatura no es un objeto (el texto), sino una actividad lingüística que no se realiza en
el ámbito de la experiencia individual (el de la expresión) sino social (el de la comunicación) y que dicha
comunicación no tiene lugar en el vacío de la realidad inmanente del texto, sino que presupone toda una
serie de referentes o contextos espacio-temporales significativos que modulan el significado o trascendencia
de la lectura y determinan su valor o función ético-estética.
De ahí que, si atendemos a la recepción crítica de sus contemporáneos, aquella que más se
aproxima a la sensibilidad e inquietudes del autor y del público lector entre 1914 y 1936 –período que
abarca la mejor y mayor parte de su narrativa–, la valoración de la obra literaria de Fernández Flórez es
radicalmente distinta. Así, por ejemplo, Antonio de la Villa le considera «uno de los pocos prestigios
literarios con cédula y solvencia», y Ramón Fernández Mato le declara «uno de los más firmes
temperamentos de la literatura española actual... penetrante e impávido ingenio». Asimismo, Mariano Zurita
le declara «Rey del humorismo», y F. González Rigabert insiste en el matiz: «es el gran humorista... el más
grande, el más legítimo de los humoristas». Y mientras Manuel Domingo dice de él que es «uno de esos
hombres a los que tanto debe el progreso periodístico en España», Arturo Álvarez lo presenta como
«modelo, a quienes piensen conquistarse un nombre en la profesión de las letras». De igual manera,
Andrenio reconoce en él al escritor nato, «dotado de gran plasticidad descriptiva, de suelto y jugoso estilo,
de gusto fino», y Antonio Gullón afirma, con errado tino en el pronóstico, que se trata de «uno de los más
grandes ingenios de la época actual y su nombre figurará en las antologías a la cabeza de los primeros».
Y aún podríamos seguir citando a Carrere, Azorín, Casares, García Mercadal, Alomar, González
Ruiz, Giménez Caballero, Blanco Belmonte y tantísimas otras voces como se alzaron, dentro y fuera de
España, en revistas y periódicos muy distintos, en alabanza de la obra de Fernández Flórez. Y tampoco
habría que olvidar las opiniones de aquellos otros estudiosos más contemporáneos nuestros, como S.
Bolaño, C. Fernández Santander, R. Echevarría Pazos, P. de Llano (Bocelo), F. López, J. C. Mainer, S.
Sánz Villanueva, D. Villanueva Prieto, M. P. Palomo, C. A. Molina o F. Díaz Plaja –por citar sólo algunas de
las voces críticas más autorizadas– que, desde ópticas distintas, coinciden en destacar la importancia
literaria de Fernández Flórez, situándole entre los mejores escritores españoles de la primera mitad del siglo
XX. Y aún cabría añadir que fue de los pocos que gozaron de gran predicamento fuera de nuestras
fronteras, traduciéndose sus obras al inglés, holandés, portugués, italiano, rumano e incluso al japonés.
Cierto es que Wenceslao Fernández Flórez no es un Gilbert Chesterton ni un Anatole France. Y
tampoco puede decirse que sea un Thomas Mann o un Hermann Hesse, ni un Gabriele D’Annunzio. Pero
no creo que molestase a nuestro autor el que se le comparase con los mejores escritores de Europa, ni la
calidad de su obra desmerece significativamente en la comparación. Por supuesto que hay diferencias de
ecuación personal, pero son las que corresponden al carácter del autor y a su peculiar circunstancia
históricosocial .
Así, pues, el escepticismo satírico de El secreto de Barba azul no tiene la misma amplitud crítica que
la fantasía política de El Napoleón de Notting Hill, donde Chesterton refleja su disgusto con un mundo
industrial moderno; ni el humorismo detectivesco del afable Padre Brown en El hombre que fue jueves se
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parece mucho al del inapetente Charles Ring en Los trabajos del Detective Ring. Y tampoco se va a dar en
el panorama social de Fernández Flórez un caso Dreyfus que despierte en él la convicción de una causa y
unos valores similares a los que informan la Historia contemporánea del francés. Por otro lado, sus novelas
más críticas con las exigencias de la condición humana, como Las siete columnas o El malvado Carabel no
alcanzan la trascendencia filosófica y social de Mann, en obras tan incisivas como Buddenbrook, traducida a
multitud de idiomas, o La muerte en Ve n e c i a, que inspiró la película de Lucchino Visconti, y la ópera de
Benjamin Britten, o La montaña mágica, quizás su obra más famosa y una de las novelas más
excepcionales del siglo XX. Y tampoco su viaje al subconsciente humano en Visiones de neurastenia ni su
tratamiento de la líbido y las pasiones en Relato inmoral alcanzan la complejidad psicológicosimbólica de los
personajes de Hesse en Demian, El lobo estepario o Viaje al Este. De igual manera, el decadentismo de
D’Annunzio en El Triunfo de la muerte y el sensualismo sin complejos de Francesca da Rimini o El fuego, en
las cuales se recuperan los ambientes de Canto nuovo –un volumen de poemas acerca de los ambientes
libertinos romanos y los goces que ofrece la vida–, superan en sensualidad y grandeza erótica a Unos
pasos de mujer, La casa de la lluvia o Relato inmoral
No cabe duda, pues, que la novelística de Fernández Flórez no tiene la misma amplitud de vuelo ni la
misma universalidad temático-argumental que la de estos escritores; pero tampoco es el legado histórico,
económico y político-social de la Reina Victoria el mismo que el de Alfonso XII, ni la Tercera República es la
Restauración, ni la realpolitik de Otto von Bismarck es el Pacto de El Pardo. De ahí que exista entre las
obras de estos grandes escritores la misma distancia y proporción histórico-literaria que existe entre sus
respectivas culturas. Pero aun así, cada uno en su sitio, el matiz diferencial no impide observar también
muchas coincidencias importantes.
Así, por ejemplo, Fernández Flórez demuestra la misma convulsa evolución ideológica –síntoma,
quizás, del nuevo mal du siècle–, la misma propensión polémica y el mismo estilo brillante, vigoroso y agudo
de Chesterton; y comparte con Anatole France la misma maestría en el uso del lenguaje y la misma veta
satírica con que el francés denuncia los abusos sociales, políticos y económicos de su tiempo.
Similarmente, las novelas de Fernández Flórez, como las de Mann, están imbuidas por la misma atención a
los detalles de la vida moderna y la misma intención crítica, asumida desde un punto de vista distanciado e
irónico, en la que subyace un fuerte sentido trágico de la vida. Y como el autodidacta Hesse, en cuya obra
podemos observar ese poso de irracionalismo místico que es el resultado de la desesperanza y la
desilusión que le produjeron la guerra y una serie de desgracias personales, también encontramos en la
narrativa del español la misma insatisfacción y búsqueda de lo utópico que inspira en casi todos sus
personajes un sentimiento de alienación y una radical displicencia con un mundo mal hecho.
En efecto, podríamos afirmar que, por encima de cualquier diferencia o matiz, existe entre las obras
de estos escritores un común denominador, que es ese singular acierto con que cada uno de ellos recoge
las preocupaciones más acuciantes de esa sociedad europea de la primera mitad del siglo XX a la que se
remiten literariamente. Y en esto estriba precisamente el mérito del novelista español. Sus personajes se
desenvuelven en un mundo de ficción hecho a imagen y semejanza del de su autor, un mundo atrapado en
el marasmo de una insatisfacción y en el que, como advierte José Carlos Mainer, se siente la quiebra de
valores, la inadaptación de las bases morales del capitalismo oligárquico decimonónico a las nuevas
exigencias de un capitalismo reformista moderno.
De ahí la respuesta personalísima del autor: la crisis de identidad del protagonista en La tristeza de la
paz, el cuestionamiento de los valores tradicionales en La procesión de los días, la visión de una existencia
totalmente degradada de las clases trabajadoras en La familia Gomar, el antimilitarismo que nace de la
sangría bélica en Marruecos y después en Europa con la guerra del 14 relajada en Al calor de la hoguera, el
escepticismo relativista y la quiebra moral que imbuye el espíritu de la época y que sirve de sustento
temático-argumental en El secreto de Barba Azul, Las siete columnas, Relato inmoral, Los que no fuimos a
la guerra o El malvado Carabel, respuestas literarias todas ellas que, en el éxito de su recepción, también
son buenos ejemplos de la sintonía circunstancial establecida entre el autor y sus lectores.
En este sentido, podríamos afirmar que la obra literaria de Fernández Flórez es el resultado de la
ficcionalización de su circunstancia histórica, pasada por el tamiz de su inadaptación y radical
individualismo, que le convierte en una especie de lobo solitario en el panorama de las letras españolas.
Así, aunque algunos estudiosos lo incluyen en la nómina de escritores realistas de la primera mitad de siglo,
no se trata de un escritor fácilmente encasillable dentro de ninguno de los registros ético-estéticos,
escuelas, períodos o movimientos literarios que van desde la Generación del 98 hasta el neorrealismo
social de los años 50.
Su narrativa arroja una expresividad lingüística y una riqueza imaginaria sólo comparables con su
habilidad para crear o sugerir ambientes, momentos, sensaciones y personajes de gran complejidad
psicológica, ya familiares o próximos al estereotipo, ya irreconocibles por la deformación esperpéntica del
humor y la ironía. Y su labor en el campo del relato breve o novela corta –muy en boga por aquel entonces
entre las clases medias profesionales e industriales, así como entre una parte del proletariado ya
alfabetizado– es particularmente importante. Así, podríamos encuadrar a Wenceslao perfectamente como
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partícipe (siempre por libre) en el quehacer literario de la promoción de «El Cuento Semanal», lo que nos
daría las coordenadas socio-psicológicas de ese público lector, heredero del «folletón», al que se dirigían
las colecciones de relato breve como El Cuento Semanal, Los Contemporáneos, La Novela Corta, La
Novela Semanal, La Novela de Hoy y La Novela Mundial.
En este sentido, atendiendo a su popularidad y trascendencia en el ámbito de lo social, su obra
podría situarse junto a la de una generación de intelectuales –historiadores, políticos, científicos, ensayistas
y escritores, como Gabriel Miró, Ramón Pérez de Ayala, Manuel Azaña, Juan Ramón Jiménez, Eugenio
D’Ors, Américo Castro, Salvador de Madariaga, Gregorio Marañón o Gómez de la Serna, por citar sólo
algunos de los más próximos en edad– que, desde distintas ópticas y sensibilidades, dan continuidad al
espíritu crítico de la Generación del 98 y proporcionan a la cultura española una notable altura. Sin
embargo, esta coincidencia generacional no es más que eso, una coincidencia, y por encima de cualquier
posible parecido están unas vivencias, unos estilos y unas maneras de entender el mundo muy distintas.
La dolorosa vivisección de la sociedad española que encontramos a lo largo de su obra podría
situarle en la estela de esa sensibilidad crítica que va desde el regeneracionismo de Joaquín Costa hasta el
intelectualismo progresista de José Ortega y Gasset, pero su weltanschauung es mucho más limitada,
carente del bagaje intelectual y la clara identificación con los valores y ambiciones de la gran burguesía con
la que estos pensadores se identifican. De ahí que, si bien Fernández Flórez coincide en sus denuncias con
el autor de Oligarquía y caciquismo –y sus seguidores en lo literario, como Manuel Ciges Aparicio, Ciro
Bayo, José López Pinillos y Eugenio Noel, entre otros–, no participa del optimismo de los intelectuales del
14 en su apuesta por la regeneración de España, como ocurre con Ramón Pérez de Ayala, Gabriel Miró,
Felipe Trigo o Manuel Azaña, por ejemplo.
Por otro lado, aunque en el fondo de cada una de sus obras late un abigarrado conservadurismo
pueblerino, mal avenido y peor disimulado por una profesión de fe intelectual y urbana, no hay en la obra de
Fernández Flórez una clara proyección ideológica, entendida ésta como materialización literaria. Pero
tampoco es de extrañar que nuestro escritor no se comprometa. Los intelectuales del 14, desafectos y
escarmentados por las limitaciones y fracasos socio-históricos de la Restauración, veían en la falta de ideas
madres la necesidad de una élite redentora, un cirujano de hierro que condujese a España hacia el futuro.
Pero se referían a una España y a un futuro en el que el proletariado y la pequeña burguesía –clase a la
que pertenece Fernández Flórez– no desempeñarían un papel relevante. Por eso no simpatiza nuestro
autor con el capitalismo republicano de Ortega; y de ahí, también, que sus inclinaciones reformistas
(«moderantistas») se diluyan en una amargura nihilista, que da paso a ese «agnosticismo social» disfrazado
de humorismo con el que Fernández Flórez tira la piedra y esconde la mano en sus críticas al establishment
religioso, político y militar
Esta displicencia o radical insatisfacción personal que subyace en toda su producción literaria bajo la
forma de un pesimismo crítico hacia todo y contra todos, más proclive a la destrucción que a la construcción
de una nueva realidad política –lo que ha servido para que algunos estudiosos, como Fernando Díaz Plaja,
le califiquen de «conservador subversivo»–, oculta en realidad un posicionamiento ideológico de talante
prefascista, típico de muchos escritores a los que, como es el caso de Fernández Flórez, sólo se les
reconoce retrospectivamente en el espejo de los hechos consumados. Así, a pesar de que, en su afán por
no dejar títere con cabeza, arremetiera casi por igual contra la izquierda que contra la derecha –eso sí, sólo
hasta 1931– toda su producción literaria está imbuida de una sensibilidad, valores y actitudes que, con el
pasar del tiempo, se convertirían en los tópicos panfletarios que ilustrarían los principales slogans del
fascismo: la decadencia y caducidad de los presupuestos sociales y morales, la denigración de los partidos
y la política parlamentaria, el pesimismo nihilista que conduce a un vacío ideológico desde el cual se
reclama la intervención de un jefe o cirujano de hierro (¡ejército al poder!), la misma esquizofrenia populista,
mezcla de alabanza y recelo del pueblo, etc. Pero tampoco en esto fue Fernández Flórez diferente a
muchos de sus coetáneos en la transición del 39 que, si no se identificaron siempre con el fascismo, lo
hicieron más en aras y loor de una independencia a ultranza que por falta de afinidades.
Así, aunque Fernández Flórez siempre se sintió más cómodo en la compañía de las derechas que en
la de las izquierdas, y a pesar de ciertas fobias y lamentables lapsos panfletarios en contra de la República
y a favor de los fascistas (Una isla en el Mar Rojo y La novela número 13), nunca se casó con nadie; y es
que, como diría Groucho Marx, nuestro autor jamás se haría miembro de un club que aceptase a gente
como él. Así, aunque su nombre y prestigio fue instrumentado por el franquismo para disimular el desierto
páramo literario de la inmediata posguerra, su condición de intelectual y el recuerdo de algunos pecadillos
personales y literarios –como la relajación de la moral católico-burguesa de algunos personajes de sus
novelas, su apología del divorcio o su posicionamiento a favor del aborto, un tenue si bien incierto
feminismo y un declarado antimilitarismo–, le convirtieron en huésped un tanto incómodo del Régimen hasta
su muerte. Y, con mayor motivo, tampoco fue su obra reclamada por la izquierda democrática post-
franquista. De ahí la ubicación de obra y escritor en esa «tierra de nadie» de la que nos habla Santos Sanz
Villanueva, y que es, según el estudioso y desde el punto de vista de la repercusión en las historias de la
literatura, la mayor calamidad que puede sucederle a un escritor. Y buen ejemplo de este desarraigo y
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soltería es su última novela de envergadura, El bosque animado, en la que, sin menoscabo de sus valores
narrativos, el autor busca y encuentra en la fábula de un espacio-tiempo imaginario, alejado del mundanal
ruido, esa barriga del buey donde no llueve ni nieva, que es la naturaleza idealizada (infantilizada y
falseada), que culmina un largo y doloroso proceso de evasión literaria.
De todos modos, si es cierto que el tiempo pone a cada uno en su sitio, cabe esperar que algún día
una nueva crítica, menos sumisa ante las sentencias de la magistratura canónica, vuelva sobre la obra de
Wenceslao Fernández Flórez, aunque sólo sea para situarle en prelación al final de una lista de grandes
escritores españoles (incluso europeos) del pasado siglo. Sin duda se lo merece.

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Benjamín Jarnés

(Domingo Ródenas de Moya)

El lugar de Benjamín Jarnés (Codo, Zaragoza, 1888- Madrid, 1949) en la historia de nuestra Edad de
Plata, su ascenso fulgurante en la cucaña literaria de los años veinte y su lento crepúsculo en los años
treinta para esfumarse en la consunción de los cuarenta, se encuentra cifrado, como en un camafeo, en la
dedicatoria del romance lorquiano Preciosa y el aire, «A Benjamín Jarnés», mudada en «A Dámaso
Alonso». Había escrito Lorca su poema el 28 de enero de 1926 y nueve meses después lo daría a la luz en
el número primero de la revista Litoral (noviembre), ya sin el envío a Jarnés. Del mismo modo, Jarnés pasó
de ser un escritor de primer rango a no ser más que un borrón en la historia literaria.
A comienzos de 1926 Jarnés constituía una revelación dentro del Arte Nuevo, un brillante prosista al
que había reclutado Ortega para Revista de Occidente tras haberlo leído en la efímera revista Plural. Jarnés
había entrado en Revista de Occidente por la puerta grande, publicando en mayo de 1925 la narración «El
río fiel» e inscribiéndose desde ese mes entre los críticos regulares (sus cinco primeros autores reseñados
configuran casi una topografía de su futuro quehacer crítico: dos hispanoamericanos, Oliverio Girondo y el
Jorge Luis Borges de Fervor en Buenos Aires, el antropólogo Leon Frobenius y los dos prebostes
vanguardistas Jean Cocteau y Ramón Gómez de la Serna). Tal vez se extendió por Madrid el rumor de que
la prestigiosa revista alemana Die Neue Rundschau había solicitado los derechos de traducción del cuento
de Jarnés, y ello pudo confirmar a Lorca la valía de aquel aragonés doce años mayor que él, amigo del
pintor uruguayo Barradas y colaborador de la revista Alfar, al que había conocido en la tertulia del café de
Oriente, en Atocha. Jarnés, pues, bien merecía una dedicatoria. Pero éste cometió un desliz por omisión,
pues cuando al fin publicó su primera novela, El profesor inútil (1926), adonde había ido a parar «El río fiel»,
no incluyó al poeta granadino en la lista de favor de quienes habían de recibir el libro, algo que Lorca no
dejó de notar, como prueba el reproche que incluye en una carta de febrero de 1927: «Mi querido Jarnés:
¡Qué malo has sido conmigo! Compré tu admirable libro. Pero me da cierta tristeza verlo sin tu firma. Estoy
algo disgustado. ¡Claro que mi admiración vence a mi pequeño rencorcillo!». Un rencorcillo que tal vez le
costó a Jarnés el precioso desaire de un relevo, el de su nombre por el de Dámaso Alonso. Su ostracismo,
menosprecio, rebajamiento o ninguneo en la historiografía literaria entre 1939 y 1975, de factura interior o
exiliada, con rúbrica filomarxista o con unción franquista, obedeció a algo más que a un rencorcillo. De un
lado, Jarnés sucumbió ante la defensa de los valores eternos de la raza (Dios, Patria, Caudillo), de otro fue
atropellado por la reclamación de un arte políticamente combativo.
La anécdota anterior, en cualquier caso, deja vislumbrar a un escritor que, a los treinta y dos años, en
1926, alcanza un puesto privilegiado en el sistema literario español y concita la atención de algunos vigías
culturales europeos. Ese año le escribe Fernando Vela, mano derecha de Ortega en Revista de Occidente:
«Ya sabe usted con qué entusiasmo hemos acogido sus cosas y esto nos confirma que hemos acertado en
presentarle a Vd. a los grandes públicos, al público internacional». He ahí el propósito de Ortega respecto al
narrador aragonés: enarbolarlo como un especimen español de la nueva generación de creadores
europeos. Y como tal fue recibido por críticos de renombre como el francés Marcel Brion o el inglés Richard
Aldington. En Alemania, por ejemplo, después de que Die Neue Rundschau presentase Der Getreue Strom
(El río fiel), la Europäische Revue publicó en 1929 Viviana und Merlin y en 1931 Im Bannkreis des Todes
(Escenas junto a la muerte). En noviembre de 1929, Pedro Salinas le hacía a Jorge Guillén, entonces
docente en Oxford, la crónica epistolar de la actualidad literaria, en la que se lee: «Jarnés en la cúspide: un
tomo por mes, colaboración en todos los diarios y revistas, conferencias por la radio, interviews, la gloria».
Jarnés era en 1929 el más prestigioso representante de la novela vanguardista, el narrador excelente
de la joven literatura, el más consumado ejemplo de la novela mestiza, lírica e intelectual, morosa en su
ritmo, de estructura fracturada, inorgánica, carente de argumento, con personajes difusos que apenas
disimulan ser trasuntos del propio autor, una novela escrita en una prosa empedrada de metáforas e
imágenes, engolosinada en sí misma, proclive a la autorreflexión teórica, a la parodia, al desafío ingenioso
del lector, a deambular por el lindero entre ficción y vida, entre poesía (es decir, creación) y realidad. Pero
conviene alertar de que, si todo eso es cierto, como lo es en los grandes renovadores internacionales,
también es cierto que para Jarnés la novela constituye un género trascendente, nunca una juguesca baladí,
pues, a su juicio, siempre rebasa la región de lo literario (lo que concierne a las letras) para hacer más

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profundo el conocimiento –y el goce– del mundo de la vida. Para él fue invariablemente la vida el valor
soberano, sustentado en la inteligencia y en la gracia, vale decir en la razón y la belleza.

Los pasos contados y los libros

Jarnés había estudiado ocho años en el Seminario de Zaragoza, del que salió veinteañero y
persuadido de que su vocación no era, como la de su hermano Pedro, sacerdotal. Hizo el servicio militar en
Barcelona y, puesto en la encrucijada de tener que elegir, como hijo de familia sin recursos, entre Iglesia y
Ejército, optó por permanecer en el segundo, aun sin rebosar ardor guerrero. En 1912, siendo sargento, se
matriculó como alumno libre en la Escuela Normal de Magisterio y el mismo año que fue graduado como
maestro nacional, en 1916, se casó con Gregoria Bergua. Fue entonces cuando empezó su dedicación a la
escritura, que se prolongó hasta que, en México, hacia 1948, la arteriosclerosis le impidió conjuntar las
palabras y regresó a Madrid para morir. Desde 1917 hasta 1922 publicó innumerables artículos en la prensa
aragonesa (La Crónica de Aragón, El Pirineo Aragonés) y en semanarios católicos como Rosas y espinas o,
sobre todo, El Pilar, así como en la prensa del Rif, donde estuvo destinado desde 1918 (La Unión Española,
Diario marroquí y La Unión). El purgatorio del escritor tocó a su fin cuando fue trasladado en 1920 a la
Intendencia General Militar de Madrid.
Los primeros tres años en un Madrid vibrante y bullicioso fueron de acomodo y lento cultivo de un
pequeño círculo de amigos artistas: los pintores Barradas, Garrán, Alberto, Sánchez Felipe, Paszkiewicz,
los poetas Garfias, De Torre, el polígrafo Rafael Cansinos-Asséns. Auspició una revistilla titulada
Cascabeles. Semanario indispensable y genial, de la que sólo salió un número el 17 de febrero de 1923. Se
trata de una publicación satírica salpimentada con dibujos sicalípticos que debió interesar a Gómez de la
Serna por la semblanza del caricaturista Bagaría que firmaba Jarnés con su nombre de pila. Ramón invitó a
su tertulia sabatina de Pombo al escritor y, con ello, le abrió la puerta al mundillo literario capitalino. Desde
1923 Jarnés colaboraría en las revistas juveniles de vanguardia (Alfar, Ronsel, Tobogán, Plural), al tiempo
que se consagraba a la confección de sus primeros libros: la novela biográfica Mosén Pedro (1924),
homenaje a un hermano que actuó de guía y protector pero que también coartó pasivamente, hasta su
muerte en 1927, la libre expresión de Benjamín, que no quiso ofenderlo con textos irreverentes; y la novela
Claraval, que el autor destruyó tras serle rechazada por la editorial edificante Biblioteca Patria.
El proyecto de una escritura narrativa puesta bajo la advocación de «lo nuevo» se fragua entre 1924 y
1925, cuando La deshumanización del arte de Ortega aparece como folletón en El Sol y se difunde el
Primer Manifiesto Surrealista, cuando se publica póstumamente El proceso de Kafka y todavía no se han
asimilado las audacias del Ulises de Joyce y La tierra baldía de T. S. Eliot, ambos de 1922, cuando anda en
curso de publicación la heptalogía de Marcel Proust En busca del tiempo perdido, cuando Thomas Mann
configura en La montaña mágica un espacio de alianza entre la muerte y el arte, cuando, en fin, se halla en
su máximo esplendor el Modernismo internacional.
En 1924 redacta Jarnés El convidado de papel (dado a la imprenta en 1928), una evocación de sus
dudas, temores y temblores juveniles como interno en el Seminario, y en 1925 inicia la escritura de El
profesor inútil (1926) y concluye la primera parte de Paula y Paulita (1929), dos títulos capitales de la novela
nueva que proclaman la fuerza enaltecedora de la vida que poseen el erotismo y la fantasía. En poco
tiempo concibe el embrión de sus restantes futuras novelas. En 1926 publica el relato «Andrómeda»,
médula de su primera novela del exilio, La novia del viento (1940); en 1927 ha pergeñado Locura y muerte
de Nadie (1929), su unamuniana novela sobre la disolución de la identidad en la sociedad de masas. En
1929 publica el cuento «Circe», que es el origen de Lo rojo y lo azul (1932), anticipa fragmentos de la
metanovela Teoría del zumbel (1930) y brinda la primera versión de Viviana y Merlín (1936). Por último, los
distintos capítulos de Escenas junto a la muerte (1931) habían ido viendo la luz en diversos lugares desde
1926.
Fue Jarnés un reincidente componedor de biografías y no sería descabellado emparentar con la
novela algunas de las que escribió antes de la guerra, en particular Sor Patrocinio (1929) y San Alejo
(1934), mientras que otras como Zumalacárregui. El caudillo romántico (1931), Castelar, hombre del Sinaí
(1935) o Doble agonía de Bécquer (1936) son más vecinas del ensayo.
Antes de perder la guerra y de padecer un trato humillante en el campo de concentración de Limoges,
antes de partir hacia México a bordo del Sinaia, Jarnés había publicado Libro de Esther (1935), diálogo
misceláneo entreverado de narración y ensayo entre un preceptor y su discípula, al que siguió una farsa
novelesca sobre la gloria literaria, Tántalo (1935), y la «nouvelle» Don Álvaro o la fuerza del tino (1936). En
1937, en plena sangría civil, redactó Su línea de fuego (inédita hasta 1980), novela de la retaguardia bélica,
insólita entre las suyas, a pesar de haber figurado él como uno de los traductores (en realidad actuó como

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corrector lingüístico de Eduardo Foertsch) del «best-seller» de Erich María Remarque Sin novedad en el
frente (1929).
En México, el escritor dio a la imprenta tres novelas: La novia del viento (1940), Venus dinámica
(1943) y Constelación de Friné (1944, atribuida a su personaje-heterónimo Julio Aznar) y en 1948, próximo
ya su regreso para morir, apareció Eufrosina o la Gracia (1948), un diálogo de género híbrido como Libro de
Esther, título éste que también se recuperó aquel año. De la bibliografía de la supervivencia mexicana
(enciclopedias, anecdotarios, conferencias, biografías de encargo) tan sólo recordaré Stefan Zweig, cumbre
apagada (1942) por su emocionada reflexión sobre el destino trágico del intelectual europeo, que por
momentos se transforma en un amargo autoexamen.
Paso aprisa sobre su meritoria producción ensayística, diseminada por diarios y revistas españolas e
hispanoamericanas y agavillada sólo en parte en Ejercicios (1927), Rúbricas (1931), Feria del libro (1934),
Cartas al Ebro (1940) y Ariel disperso (1946). Quiero destacar el volumen Fauna contemporánea (1933)
como un amenísimo catálogo de las especies que ha producido la sociedad moderna. En fin, quien desee
conocer a un crítico que penetra en la legislación estética del autor para mejor entender y juzgar la obra,
que ubica el libro en las coordenadas históricas que le son propias, que expresa su parecer suave y
elegantemente, que amonesta o censura con palabra irónica pero nunca cáustica, sabe que puede
curiosear por los cuatro primeros volúmenes citados sin quedar defraudado.

Las razones de la novela impura

Me refería antes a la fragua de una escritura narrativa nueva y es en ella donde hay que buscar la
indudable significación de Benjamín Jarnés en la novela española del siglo XX.
Pertenece a una generación, la del Arte Nuevo (en la que se incluye el grupo poético del 27), para la
que el homenaje a la tradición y el usufructo de las innovaciones vanguardistas se planteó como el único
camino posible hacia la construcción de un arte a la altura de los tiempos. Jarnés conoce, y muy bien, los
clásicos grecolatinos y la Biblia, pero también nuestros clásicos, desde Berceo o Juan Ruiz hasta
Espronceda, el Duque de Rivas o Bécquer, pasando por la picaresca y los grandes ingenios de la Edad de
Oro (consideró a Gracián su maestro). Los cita, parafrasea y glosa en sus novelas, les rinde tributo de
admiración y los parodia. Y otro tanto hace con algunos autores europeos, como Goethe o Stendhal. Entre
los contemporáneos españoles respeta a Unamuno, Valle-Inclán y Azorín, Juan Ramón, Pérez de Ayala y
Gabriel Miró (éste fue un fervor generacional) y, naturalmente, a Ramón. Entre los modernos extranjeros le
subyugaron los franceses Jean Giraudoux, Paul Morand, André Gide y Jean Cocteau, pero leyó toda la
mejor lieratura renovadora, desde Wilde o Pierre Louys, cuyo erotismo decadente le tentó en algún instante,
a Proust, Joyce, Pirandello, Huxley o Lawrence. La lista sería inacabable y, desde luego, inocua. Porque
estos nombres bastan para testimoniar que Jarnés fue un lector voraz, y no sólo por vocación sino también
por su oficio de crítico literario.
La fórmula novelística de Jarnés, por lo tanto, no fue el resultado de la ignorancia o la ineptitud para
la narración realista de argumento bien tramado y personajes modelados a imagen y semejanza psicológica
de los lectores, sino el producto de una meditada consideración sobre el género y su función individual y
social. Concibió la novela como un artefacto que proyecta iluminaciones fulgurantes sobre los rincones
oscuros de la vida, aquellos que no recogen los espejos del realismo convencional. La novela se convierte,
por ello, en acontecimiento cognoscitivo, en ensanchamiento de la vivencia del mundo. «La realidad
humana nunca fue peor comprendida que en los tiempos del llamado realismo», escribió. Ante la realidad
fragmentaria, turbulenta, múltiple e inabarcable que aprehende el hombre (en particular el de los años
veinte) sólo cabe un realismo artístico, el que registre el fragmentarismo, la turbulencia y la multiplicidad, el
que sea mimesis no del trivial acontecer sino de la percepción del mismo. Una percepción que, además,
había sido adiestrada en las nuevas perspectivas reveladas por el cine (los primeros planos, el ralentí, el
fundido) o por los medios de locomoción (el baile del paisaje alrededor del automóvil). «Realismo es
dispersión –advierte Jarnés–, multitud de cosas en torno a los hombres».
Su propósito nunca fue crear una novela deshumanizada, vaciada de inquietudes humanas o
refractaria a la experiencia diaria del vivir. Al contrario, en 1929 exhortó a los artistas jóvenes a que
superaran su inhibición, abandonaran su criptas y asaltaran el mundo, intimaran con él y lo trasladaran al
lienzo y al papel: «volvamos a pintar alguna cosa en el muro en blanco». Ello sin olvidar que su primera
responsabilidad social es la de artistas, no la de apóstoles de la revolución o cualquier otra advenediza.
Deploró, en consecuencia, la novela instrumentalizada por la pugna política, como abominó de la novela
humorística que es sólo caja de risas y de la novela blanca (o rosa) con que se embrutecía copiosamente el
público lector femenino. En una de sus certeras síntesis afirmó: «Las buenas novelas no suelen tener fin ni

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

fines». Ni el final aristotélico que corona el desarrollo argumental, ni los fines ilegítimos que trascienden los
meramente estéticos.
Esto no significa que Jarnés propugnara una novela de encastillada artisticidad, una versión
novelística del purismo poético representado por Valéry, Juan Ramón o Guillén. No fue así. Condenó la
pureza literaria como una «embozada invitación a la esterilidad», como el refugio del artista estéril, del
holgazán de obra escasa en extensión e intensidad. A la parvedad quintaesencialista, él opuso una
impureza (uno de sus muchos proyectos malogrados fue el ensayo Elogio de la impureza) que adquiriría su
denominación más ceñida en 1930: integralismo.
Disconforme, pues, con la chata representación de las apariencias y descontento con la vacilación de
los nuevos artistas ante la realidad, Jarnés abogó por una novela libre de ataduras dogmáticas, fundada en
dos pilares: la invención y el estilo. La invención jarnesiana no guarda parentesco con la sarta de peripecias
triviales o fantásticas de la novela tradicional, sino que es una función combinada de la memoria y el análisis
del entorno. La memoria opera en dos órdenes, el de la propia biografía del escritor (no hay relato suyo en
el que no abulte la osamenta autobiográfica) y el de la vasta cultura libresca. En el primer orden, Jarnés
espiga momentos de su recuerdo que, sometidos al segundo orden, se elevan a un plano mítico, adoptando
a menudo el patrón de un mito clásico (Perseo y Andrómeda en La novia del viento) o de un personaje
bíblico (San Pablo en Teoría del zumbel). El análisis del entorno le permite anclar la invención al espacio
físico, emocional e intelectual que es familiar a sus lectores (la ciudad moderna, el balneario, o las artes de
seducción, la insignificancia del individuo en la masa, la sospecha de que todo se desvanece en el aire...).
La novela se transforma así en un complejo mecanismo mediante el que se explora la atónita y poliédrica
condición humana en el horizonte de la era científico-técnica.
Queriendo reconducir el Arte Nuevo hacia el terreno de lo humano fue como Jarnés formuló, en 1930,
la doctrina del integralismo en el prólogo a Teoría del zumbel. En síntesis, el escritor, de la mano de Jung
(El yo y el inconsciente se había traducido en 1928), considera que el novelista debe tomar en
consideración, además del avatar diario de la consciencia, los dos estratos de la subconsciencia humana: el
de las reminiscencias individuales y el de la «historia general de la humanidad», esto es, el inconsciente
colectivo. En otros términos, el novelista debe encarar la vida, «nuestra vida: única realidad, única
verdadera primera premisa de todos los silogismos que puedan después urdir el filósofo y el artista», una
vida que comprende tres latitudes: la de la vigilia, la del ensueño (el vuelo del deseo) y la del sueño (las
zahúrdas del instinto). El ordinario trajín de la subsistencia (objeto del realismo) no debe soslayar el
poderoso motor que son los ideales y la imaginación (objeto del romanticismo) ni las fuerzas oscuras y
prerracionales que gobiernan la conducta (objeto del psicoanálisis y cantera del surrealismo). Ése es el
hombre integral que debe preocupar al novelista. Así lo estimó Jarnés y desde esta comprometida defensa
del equilibrio entre arte y vida, razón e instinto, tradición e innovación, deben ser hoy leídas sus obras.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Vicente Blasco Ibáñez

(Joan Oleza)

Ya bien doblada la esquina del siglo pasado, en el que ha transcurrido bastante más de la mitad de la
probable vida de uno, se percibe un poco por todas partes esa apremiante exigencia de rendir cuentas, de
volver a poner en orden las cosas, de registrar nuestra memoria y nuestra casa para desechar lo viejo e
inservible que el tiempo ha acumulado en los rincones, y para volver a sacar de esos mismos rincones
aquellos recuerdos u objetos que siguen jugando un papel en nuestra vida, o que estamos convencidos de
que deben seguir jugándolo, y recolocarlos a la vista, en lugar destacado, al alcance de la mano o de la
inteligencia.
Ocurre con las lecturas. En los últimos meses han llegado hasta mi mesa de despacho diversas
encuestas de diversa índole y signo, pero coincidentes en su objetivo último, que podría formularse de la
siguiente forma: ¿con qué nos quedamos de cuanto se ha escrito, estudiado, representado, filmado,
pensado, pintado, en el siglo XX?, ¿qué era lo más válido? De este interrogante puede nacer otro sobre
Vicente Blasco Ibáñez y su obra narrativa: ¿están las novelas de Blasco Ibáñez entre lo más válido del
siglo? Una de estas encuestas, en elaboración por una de las más conocidas revistas literarias de
actualidad, la barcelonesa Quimera, se interrogaba sin más preámbulos sobre cuáles podían ser las doce
mejores novelas del siglo XX español, y esta forma tan ineludible, tan directa y sin matices de perpetrar la
pregunta, es la que obliga al lector a definirse, a tomar partido, a responder inequívocamente sobre el lugar
de Blasco Ibáñez entre los narradores del XX.
Y uno no debería refugiarse en los cánones establecidos, en las jerarquías heredadas, en las listas
más o menos oficiales de lecturas obligatorias: precisamente porque uno ha vivido inmerso en la historia, ha
hecho suya la experiencia de que somos nosotros quienes hacemos la historia que, por otra parte, nos
hace. No hay manera de escapar a su envoltorio, de estar ausente de lo que es una presencia sin vacíos,
pues ni siquiera los escondrijos de la intimidad escapan a ella, a la historia.
Cuando uno comenzaba sus estudios literarios Valle Inclán era «el estilista» de una Generación del
98 cuyos pesos pesados lo eran por el contenido: Unamuno, Azorín, Baroja... Clarín era un crítico
incordiante y a La Regenta había que buscarla con lupa en la letra menuda de los pocos manuales en que
aparecía citada... Max Aub era un completo desconocido y en cuanto a Antonio Machado, a Luis Cernuda, a
Federico García Lorca, uno los ha visto subir y bajar sucesivamente de cotización en el mercado lector
según quién o quiénes dominaran con sus acciones y participaciones ese mercado. A nuevos lectores,
nuevas lecturas, es decir, nuevos textos, ya se sabe, y si cada generación está obligada, al insertarse en la
historia, a reescribirla, también nosotros tendremos que probar a rescribir o reinscribir a Blasco.
Y cuando digo «nosotros» señalo hacia dos horizontes de referencia, cuando menos. El de los
lectores llegados en diverso grado de formación –o de edad– a ese período privilegiado para el balance, la
ponderación, o el enjuiciamiento que es un final de siglo, por un lado, y por el otro el de los partícipes de
una circunstancia radicalmente nueva en la historia de nuestra tortuosa modernidad: una circunstancia de
paz civil estabilizada (al menos fuera del País Vasco), de un mayoritario consenso constitucional en el que
no se identifica cambio en el poder con cambio de las reglas de juego, de democracia arraigada y a cubierto
de intentonas militares o revolucionarias, de reintegración asimilada –por uno y otro lado– en una Europa
agrupada, bienestante y empeñada en un común diseño civilizatorio... Si uno vuelve la vista atrás sobre los
dos últimos siglos de la historia española es fácil constatar que una coyuntura de esta naturaleza resulta
escandalosamente inédita y, lo que es más, todavía muy breve en su duración, apenas un apéndice de
veintitantos años después de más de doscientos. Así es que tanto la coyuntura del final de siglo como la de
una España normalizada en coordenadas europeas y de modernidad propician la reescritura del canon, la
puesta en valor de un patrimonio literario seleccionado para ser adoptado como «nuestro».
Blasco ha doblado el siglo y su obra narrativa ha pasado por el tamiz de no menos de ocho
generaciones de lectores. Desde la de sus propios contemporáneos, la suya ha sido una cotización en
descenso, o mejor aún, a medida que ingresaba en un mercado internacional de lectores, perdía pie en el
selectivo canon fijado por la crítica española, y comenzado a establecer por los Azorín, Baroja, Ortega... Es
el canon bautizado como «moderno», y que no cesó de reforzarse hasta bien entrados los años setenta.
Cuando la obra de Blasco llega tras su travesía de un siglo a los ochenta, permanece en el recuerdo del
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

lector como el beneficiario de antiguos e importantes éxitos de mercado, resiste en el catálogo de editoriales
inactuales que producen para un público escasamente lector, atesora todavía la adhesión ideológica de un
sector nostálgico del republicanismo español o la lealtad de un núcleo regional y emocionalmente
valencianista, pero desde luego no forma parte del canon ni sus obras aparecen en los catálogos de las
editoriales que se disputan las preferencias del lector actuante y, menos aún, las del lector universitario.
Más allá de ciertas novelas «valencianas » –La barraca o Cañas y barro– o de alguna otra posterior –
Sangre y arena, Los cuatro jinetes del Apocalipsis...– que el cine y la televisión han repopularizado, el resto
de su obra parecía sumido en el olvido.
No se trata aquí de disputar si el olvido es más o menos injusto, más o menos merecido o inmerecido,
se trata de reconocer que esquivar la medida crítica de la obra de este novelista resultaría sectario. Jugó un
papel de indiscutible protagonista en la literatura española y en el panorama internacional de entreguerras –
eso aparte del que selló, con lacre perenne, en su ciudad de origen–, como para eludirlo con
desautorizaciones tan arbitrarias como las de Baroja o Torrente Ballester (Benet ni se debió entretener). Sus
novelas, sus relatos breves, sus campañas periodísticas, sus guiones, sus cartas, nos lo devolverían una y
otra vez envuelto entre sus páginas como la barca naufragada del tío Pascualo, convertida en flotante
mausoleo, devolvió un día a la playa de donde había salido sus despojos, en Flor de mayo.
El año 98, al cumplirse el centenario de la publicación de su novela quizás más famosa, La barraca,
así como los setenta años de su muerte, ofreció una bien palpable prueba de su resistencia al olvido. Una
selección variopinta del mundo de las letras se apresuró a manifestar su postura: periodistas, historiadores,
directores de cine, comentaristas de televisión, estudiosos de la literatura, familiares, políticos1, directores
de cine. Fue memorable, en este sentido, el rifi-rafe provocado por la serie para TV –que finalmente no lo
fue–, de Luis García Berlanga. Quizás el aspecto más llamativo de esta movilización conmemorativa fue el
esfuerzo editor, que en un período breve de tiempo (dos años), arriesgó a colocar en el mercado un número
sorprendente de títulos. Una editorial como Cátedra sacó a la calle ocho títulos, y no sólo de las novelas de
más segura lectura, como La barraca o Entre naranjos, o de una lectura probable, como La bodega, sino
que puso en circulación novelas completamente olvidadas, como La maja desnuda, Mare Nostrum y La
voluntad de vivir, o una recopilación de cuentos como El préstamo de la difunta y otros relatos. También
Alianza Editorial lanzó otros ocho títulos (al tiempo que anunciaba la progresiva publicación de la obra
novelística completa), entre los cuales sorprendían novelas como El Papa del Mar o Sónnica la cortesana, y
relatos como los Cuentos valencianos. Biblioteca Nueva se atrevía con las Novelas de la Costa Azul y con
El intruso, y el Círculo de lectores apostaba sobre seguro con Arroz y tartana o Flor de mayo. En una cultura
del fasto como la que vivimos, que se reproduce por conmemoraciones, las obras literarias son más objeto
de celebración (antes lo eran los santos) que de lectura, y a veces la cosecha es tan abundante que unas
tapan a otras, o las reducen a meros responsorios locales. Algo así ocurrió en el 98, pero por lo que pudo
verse pareció que reflotaban mejor, curiosamente, Lorca o Blasco, que el propio «espíritu del 98», un tanto
aletargado bajo la losa de plomo de aquella España que censuraron pero colaboraron a perpetuar.
Algunos de entre los más significados escritores en diversas lenguas –Jon Juaristi, Joan Francesc
Mira, Suso del Toro, Almudena Grandes, Miguel Herráez– fueron entonces convidados por quien suscribe
estas líneas a una confrontación con la obra de Blasco. Todos reconocieron haberlo leído. Uno de ellos,
además, estaba preparando por entonces una edición de El intruso, novela redescubierta al calor de la
polémica sobre el nacionalismo vasco; otra, Almudena Grandes, definió a Blasco como «un poderoso
narrador» y no tardó en cristalizar el consenso sobre esta caracterización. ¿Pero acaso ser un «poderoso
narrador» garantiza, de algún modo, ser un «gran escritor»? No hubo respuestas claras.
La relectura de Blasco tendría que acometerse teniendo en cuenta ciertas distinciones, de todas
formas. La primera es la de su evolución intelectual, que se extiende entre 1882 y 1928, atravesando los
acontecimientos decisivos que configuraron el umbral del siglo. Entre el momento en el que Blasco
comenzó a escribir y aquel otro en que la muerte le sorprendió todavía con la pluma en la mano, la ciencia
había pasado de C. Bernard a A. Einstein, España había dejado de ser un imperio, como Austria-Hungría o
Turquía, en Rusia había triunfado la revolución del proletariado, Europa había cambiado de mapa, el
capitalismo liberal daba sus últimas boqueadas antes del Crack del 29, Nietzsche y Freud habían subvertido

1
La Diputación de Valencia, con apoyos institucionales que iban desde el Ministerio de Cultura hasta
la UIMP, convocó un Congreso Internacional «Blasco Ibáñez. La vuelta al siglo de un novelista», celebrado
en noviembre del 98 y cuyas Actas, con una notable participación de estudiosos, pueden consultarse hoy
como la más completa puesta al día de los estudios sobre el autor. Vid. J. Oleza y J. Lluch, eds., Vicente
Blasco Ibáñez: 1898-1998. La vuelta al siglo de un novelista. Valencia. Biblioteca Valenciana. 2000. 2 vols.
Carácter más selectivo tuvo el encuentro de estudiosos, ese mismo año, propiciado desde la Academia de
España en Roma, cuyas Actas se han publicado a cargo de F. Tomás bajo el título: En el país del arte. 1er
Encuentro Internacional Vicente Blasco Ibáñez. Literatura y Arte en el Entresiglos hispánico. Valencia.
Biblioteca Valenciana. 2000.
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

profundamente la confianza en el sujeto, en la moral, e incluso en la civilización, mientras los lectores


pasaban de L’ Assommoir al Ulysses. El mundo, en suma, cambiaba de piel y también de edad.
La primera etapa de Blasco abarca desde sus inicios políticos y literarios –allá por los años 80– hasta
el corolario de sus años madrileños de diputado por Valencia (seis legislaturas, la última conseguida en
1907, aunque ya escasamente practicada). Son veintitantos años de una actividad frenética 2 en los que no
cambian los referentes éticos ni estéticos de Blasco, por más que sí cambia su implicación –menguante– en
la política valenciana. En esta etapa predominan los signos de identidad de un valenciano nacido de una
familia pequeño burguesa, de origen inmigrante. Él mismo escribió en Arroz y tartana la crónica novelesca
de la lucha por la vida de estos inmigrantes aragoneses que abandonaban a sus hijos en la plaza del
mercado, embobándolos en la contemplación del pardalot de Sant Joan, de los que sólo algunos, los más
aptos, lograban encaramarse con el tiempo a la condición de propietarios e insertarse en la trama civil de la
pequeña burguesía valenciana. Es éste un Blasco que asimila casi carnalmente los valores de la
Enciclopedia –el justicialismo y el sentimentalismo revolucionarios de Rousseau, el anticlericalismo de
Voltaire, la mitología ilustrada de la educación y el progreso– y de la Revolución francesa, que respira en
masón3 y que se forma vivencialmente en la añoranza de la Gloriosa (1868) y en la fe en los ideales de la
República Federal. Desde un punto de vista estético, su escuela literaria, poco sofisticada y todavía menos
diversificada (no daban para más ni su tradición familiar ni su abrumadora dedicación a la política, en esos
años), mezcla influencias antagónicas, las de un romanticismo sentimental y revolucionario a lo Víctor Hugo
y las del naturalismo antirromántico, pero también revolucionario, de Emile Zola –«Don Emilio», como le
llamaban los menestrales valencianos, acostumbrados a oír hablar de él y a leer su nombre en las páginas
de El pueblo, –«como si fuese un concejal republicano de por allá y hubiese nacido en Mislata», según
testimonio malicioso de Baroja, quien olvida comentar la ejemplar campaña de Blasco en apoyo de Zola con
motivo de «l’affaire Dreyfus» y del célebre manifiesto «J’accuse» (1898)– y su técnica se abastece en el
taller del más popular de los folletinistas españoles, Manuel Fernández y González, con el que colaboró en
sus años mozos. El tan reiterado populismo de Blasco no es sólo un carisma ideológico, lo es también
literario, y de clase, y condicionó toda su producción novelesca, desde los folletines más tarde repudiados,
como El conde Garci Fernández o La araña negra, hasta las novelas históricas de madurez, como El Papa
del mar o A los pies de Venus.
Del Blasco huracanado de estos años –documentado con fervor por J. L. León Roca 4– nos llegan
señales intensas: la beligerancia ideológica de El Pueblo5, verdadero organizador colectivo –en el sentido
que Lenin dio al periódico de partido– de la pequeña burguesía valenciana progresista; el blasquismo
político, conformador de una mentalidad anticlerical, republicana, de irrefrenables pulsiones emotivas6; el
proyecto de reforma urbana («La revolución en Valencia», 1901); la ingente tarea editorial, primero por
medio de Sempere y Cia, y después de Prometeo7, finalmente –en Madrid– de la editorial Hispano-
Americana, con su ambiciosísimo programa de traducciones destinado a divulgar una cultura europea
moderna; o las iniciativas convergentes de las Escuelas Laicas, de la Universidad Popular para adultos, de
la dotación de bibliotecas de barrio en las Casas del Pueblo, las Sociedades Obreras o los Casinos, todas
ellas concebidas con el objetivo de transformar la mentalidad de las capas populares, incorporándolas al
tren de esa modernidad mítica que arrancó, para Blasco, en París y en los gloriosos días de 1789.
El segundo momento no se deja explicar tan fácilmente como una etapa, es más bien una crisis
personal profunda finalmente evacuada con una fuga hacia adelante, que tendrá consecuencias definitivas.
Son bien conocidos los datos de esta crisis, que se prolonga desde el conflicto con Rodrigo Soriano (1903),
primer cuestionamiento de su figura política, hasta las primeras escaramuzas de su pasión por Elena
Ortúzar (1906-1907), que vendría a cambiar la dirección de su vida privada y no poco de la pública,
pasando por la irrupción de una nada menospreciable violencia, hostigamientos, atentados (como el del
2
Sobre la etapa valenciano-madrileña de Blasco, marcada por la actividad política, hay una reciente
revisión a cargo de V. R. Alós, Vicente Blasco Ibáñez, biografía política. Valencia. Institución Alfonso el
Magnánimo. 1999.
3
Sobre la masonería de Blasco vid. Pura Fernández, «Vicente Blasco Ibáñez y la literatura de
propaganda filomasónica», en J. Oleza y J. Lluch eds. (2000), vol. I, pp. 163-190 .
4
Vicente Blasco Ibáñez. Reimpresión en Valencia. Ajuntament de València. 1997.
5
Entre lo mucho lo que se ha publicado en los últimos años sobre El Pueblo destaca el reciente A.
Laguna, El Pueblo. Historia de un diario republicano, 1894-1939. Valencia, Inst. Alfonso el Magnánimo,
1999
6
Sobre el blasquismo como movimiento social y como corriente ideológica republicana más allá del
propio Blasco son de consulta obligada: A. Cucó, Sobre la ideología blasquista. Valencia. E. Climent, editor.
1979, y las dos obras de R. Reig, Obrers i ciutadans. Blasquisme i moviment obrer. València. Inst. Alfons el
Magnànim. 1982, y Blasquistas y clericales. Valencia. Inst. Alfons el Magnànim. 1986
7
M. Bas Carbonell: «Aproximación al catálogo de la editorial Prometeo», en VVAA, Blasco Ibáñez: y
el periodismo se hizo combativo. Valencia. Diputación. 1998
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Café Iborra, en Valencia), duelos (con Rodrigo Soriano, con el teniente Alestuei), o por la renuncia al Acta
de diputado, en 1906, o incluso por el propósito de renuncia definitiva a la política profesional (después de
un breve retorno en 1907), o por el cambio de proyección civil que provocaron las traducciones de sus
novelas, el éxito de ventas en el mercado internacional, los reconocimientos y homenajes que comenzaron
a multiplicarse por todo el mundo, y que irían sustituyendo una imagen prioritariamente política y valenciana
por otra prioritariamente literaria y cosmopolita.
La salida definitiva de este proceso de mutación se efectuó por medio de un gesto de aventurero muy
fin de siglo. Blasco, como Artaud, Rimbaud o Gauguin, huyó de la civilización europea, pero a diferencia de
estos especímenes de artista maudit, la huida de Blasco no es sobre todo de repudio. Si por un lado tuvo
mucho de respuesta nietzscheana a las pulsiones de la voluntad de dominio por medio de la acción, por el
otro comportaba un discurso iluminado, una nueva –aunque rancia– utopía americana: Blasco se hizo a la
mar guiado por un sueño colonizador, embriagado con los mitos del Nuevo Mundo, de una naturaleza
salvaje (Rousseau, Chateaubriand...), de una Frontera al Oeste por conquistar.
Esos años (1909-1914) que abarcan los viajes a Argentina –cuatro, como los de Cristóbal Colón– son
años de reconversión ideológica y personal. El Blasco panmediterráneo, que en La barraca había replicado
el mito castellanista de los escritores del 98 con el mito de la herencia árabe, y que bastantes años más
tarde, en 1918, volvería a tomar la lira para cantar –ahora con un dejo de nostalgia– la mitología
mediterránea en Mare Nostrum; el Blasco federalista, el Blasco crítico con el colonialismo español de unos
años atrás, deriva en portavoz de una hispanidad acrítica y entusiasta, impregnada, eso sí, de un aroma de
leyenda clásica, la de Los argonautas (1914). No sería justo olvidar, de todos modos, el antecedente de los
Cantos de vida y esperanza (1905) de Rubén Darío, ni tampoco que, como ha recordado Mónica Scarano,
también desde el lado de allá, la propia circunstancia histórica argentina alimentó la demanda de una
mitología de la hispanidad8. La aventura americana de Blasco no es una anécdota, es un corte profundo, el
paso de una frontera más allá de la cual Blasco no volverá a ser lo que era, ni a escribir como escribía.
Los años que se extienden entre 1914 y 1928 parecen años de síntesis. La nueva caracterización del
personaje, adquirida en la aventura americana, ha de ajustarse a las pulsiones de reencuentro con los
orígenes que imponen la Guerra Europea –con la amenaza contra Francia, patria ideológica del escritor– y
la Dictadura de Primo de Rivera –con las incitaciones que llegan desde Valencia y desde Madrid para que
se sume a la actividad conspirativa–, así como con las experiencias que más renuevan su biografía en esta
época: la entrada en contacto con la sociedad USA y el American Dream9, la interconexión de cine y
literatura en su obra10, su misma redefinición como escritor, ahora más internacional que español, afectado
por un mercado y un público lector que nada tienen que ver con los que determinaron sus novelas de 1898-
1905, sin cuya consideración resultaría bastante ingenuo cualquier análisis de su obra posterior a 1916.
Es esta última época, con el escritor asentado primero en París y después en Menton, estabilizado ya
su emparejamiento con Chita (Elena Ortúzar), la que más ha propiciado las descalificaciones de Blasco. Es
una buena muestra la reciente serie televisiva rodada por Berlanga sobre su vida, que proyecta una imagen
de escritor internacional de best sellers, advenedizo y hortera, autosatisfecho, histrión, declamatorio,
oportunista, sobre el conjunto de su trayectoria. Coincide curiosamente Berlanga con la imagen que
suministraron los escritores del 98, especialmente Baroja. A mí me sigue pareciendo injusta, cuando no
arbitraria, y en el fondo uno no puede dejar de sospechar que Berlanga se ha servido del novelista para
conjurar su propia trayectoria, la que conduce de El verdugo o Bienvenido Mr. Marshall, con su ácido y
agudísimo humorismo, a La vaquilla, Todos a la cárcel, o los reiterativos patrimonios nacionales, frutos del
humor grueso de un cineasta tan banalizado como laureado política y socialmente .
Hay otras cuestiones que valdría la pena tener en cuenta al releer a Blasco, como la del correcto
encuadramiento de su novelística en la evolución estética de esos años. Las historias literarias al uso la
encuadran, de pasada, sin cuestionarse demasiado los términos, en un naturalismo epigonal y tardío,
marginándola del eje de evolución del género que marcarían los novelistas del 98. Este diagnóstico explica
el curioso fenómeno de un Blasco excluido del canon por la crítica y las instituciones literarias (desde la
Real Academia a las Universidades españolas) y privado de influencia entre las nuevas promociones de
escritores, y que sin embargo continúa gozando de una considerable adhesión lectora.
Desde un punto de vista estrictamente cronológico Blasco, nacido en 1867, debería encontrar su sitio
en la generación del 98. Dejemos de momento de lado que esta denominación, «Generación del 98», ha
dejado de ser operativa en la crítica actual, que le niega un contenido específicamente literario, capaz de
delimitar generacionalmente a un grupo de escritores, y que prefiere hablar de esta época como del
8
8 «Desde la otra orilla del Atlántico: utopía y ficción en Vicente Blasco Ibáñez», en J. Oleza y J.
Lluch eds. (2000), vol. I, pp. 67-91. En esta obra de conjunto pueden encontrarse aportaciones de interés a
la aventura americana de Blasco considerada desde el lado «de allá» o desde el lado «de acá» en trabajos
de Enriqueta Morillas, José V. Peiró, o J. C. Rovira
9
Vid. Agustín Remesal, «Blasco y los yankees», en J. Oleza y J. Lluch eds. (2000), vol. I, pp.145-160
10
VVAA: Blasco Ibáñez, cineasta. Valencia. Diputación. 1998
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

«período modernista». Lo cierto es que un grupo bien delimitado de escritores «modernistas» se


apoderaron entre 1900 y 1910 de la Norma literaria y expulsaron de ella al realismo/naturalismo,
conformando un nuevo canon estético del que quedaron excluidos desde Galdós hasta Blasco Ibáñez.
Quizá en aquellos momentos Blasco encarnaba demasiadas antinomias para los noventa y ochistas, la
revolución frente a la regeneración, por ejemplo, el Mediterráneo frente a la Castilla eterna, el Naturalismo
frente al Modernismo, el populismo frente al sentimiento de élite y de minoría autodiferenciada, el
materialismo y la sensualidad frente al misticismo, la pasión por la narración frente al culto por el estilo...
Arrojado del 98, han resultado insuficientes los esfuerzos por reintroducirlo (C. Blanco Aguinaga) y hasta se
ha impuesto la idea de que Blasco sería un escritor extrañado del proceso de la modernidad literaria. En un
reciente estudio, el historiador inglés John Butt afirmaba que Blasco era casi11 el único escritor importante
de su época que no podría ser incluido en el amplio movimiento modernist.
Posturas como ésta parten de la identificación de la Modernidad, como proceso cultural, con el
Modernismo, como movimiento estético, y del Realismo con la tradición, así como de la consideración
dogmática de una única vía literaria para la Modernidad. Sin embargo, a las alturas de este fin de milenio, la
crisis de la Modernidad, ciertas corrientes del pensamiento postmoderno, la sensibilidad en suma de este fin
de siglo, han supuesto, entre otras cosas, una crítica rigurosa del Modernismo y un cambio en la
consideración del Realismo. Por otra parte es obvio, desde una mirada de historiador, que el Modernismo
no fue la única vía recorrida por la Modernidad literaria. Desde el último Tolstoi o el último Zola el
Naturalismo fue reconvirtiéndose en una poética de crítica social y a menudo de compromiso político
revolucionario que acabó por desembocar, treinta años después, en diversas formas de realismo
contemporáneo, tanto en la capitalista USA de los años 30 como en la Rusia soviética o en la Italia
postfascista. Fue el Zola de Germinal mucho más que el Zola de L’ assommoir el que influyó en el joven
Blasco, que ya había creído comprobar en Les misérables de Víctor Hugo el compromiso de la literatura con
la revolución.
Esta línea de desarrollo conduciría en la literatura española desde la última década del XIX a los años
30, desde novelas como las de Blasco Ibáñez (de La barraca a La horda o El intruso), o las de Pío Baroja,
(La busca o Aurora roja), o algunas de Felipe Trigo, como Jarrapellejos, e incluso El Ruedo Ibérico de R. del
Valle Inclán (aunque desde una poética diferente), pasando por las novelas de M. Ciges Aparicio (El vicario,
por ejemplo) o las de J. Mas (En la selvática briboniicia, El rebaño hambriento en tierra feraz...), hasta llegar
al «Nuevo romanticismo» (el manifiesto antimodernista de José Díaz Fernández) y al realismo social de los
años 30-40, representado por las novelas de R. J. Sender, J. Arderius, J. Zugazagoitia, C. M. Arconada, A.
Carranque de Ríos , J. Díaz Fernández, o el magno fresco del Laberinto mágico, de Max Aub.
En suma, una relevante línea de evolución realista, paralela y a la vez antagónica de la línea de
evolución modernista. No se trata, como es natural, de una evolución específicamente española, o
hispánica: puede detectarse una evolución paralela en la literatura occidental, que conduciría desde el
realismo pre o postrevolucionario hasta el neorrealismo y el existencialismo de postguerra, dejando
sembrado el camino con nombres tan relevantes para la Modernidad como los de A. Chejov, M. Gorki, el
primer Thomas Mann, E. Hemingway, U. Sinclair, D. Hammet, J. dos Passos, A. Döblin, M. Sholojov, A.
Camus, J. P. Sartre, S. de Beauvoir, o B. Pasternak. La vía modernista no fue, por consiguiente, la única vía
de despliegue de la Modernidad literaria, y hay mucho de interesada tergiversación de la historia en el afán
de negar, anular, o condenar otras vías, y muy especialmente la del realismo.
La encrucijada de las diversas líneas de desarrollo histórico –Naturalismo, Modernismo, Vanguardias,
Realismo Social– que conforman la Modernidad, en un contexto de literatura occidental, es el marco en el
que debe situarse lo mejor de la producción de Blasco Ibáñez, que a mi modo de ver habría que buscar en
algunas de las novelas valencianas (Arroz y tartana, Entre naranjos), de las sociales (La horda), o de las
psicológicas (Los muertos mandan), sin descuidar momentos antológicos en muchas otras novelas y relatos
(La barraca, Cañas y barro, El intruso, Mare nostrum, Los cuatro jinetes del Apocalipsis...). Tal vez entonces
podamos constatar, con un cierto conocimiento de causa, que Blasco fue un poderoso narrador y también,
en la medida en que supo dar expresión formal adecuada a los conflictos y a las actitudes representativos
de su época, un poderoso escritor.
Ni que decir tiene que, llevado de estas reflexiones, incluí su nombre y el título de una novela suya,
La horda, escrita ya dentro de los límites marcados por la encuesta de Quimera, entre las doce principales
novelas del siglo.

11
J. Butt. «Modernismo y M o d e r n i s m», en R. Cardwell y B. McGuirk, eds., ¿Qué es el
Modernismo? Nueva encuesta, nuevas lecturas. University of Colorado at Boulder. 1993, pp. 39-58
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Max Aub

(Manuel Aznar Soler)

Un joven de diecinueve años, Max Aub Mohrenwitz, nacido el 2 de junio de 1903 en París, de padre
alemán y madre francesa de ascendencia judía, entrega en Madrid a Enrique Díez-Canedo una tarjeta de
presentación firmada el año anterior en un hotel de Girona por el novelista francés Jules Romains. La
escena se desarrolla en 1922 y ese artista adolescente ejerce profesionalmente como viajante de comercio
en el negocio familiar de bisutería fina de caballero. El joven, convencido ya de que uno es de donde
estudia el bachillerato, se presenta ante Díez-Canedo como valenciano por obra y gracia de sus estudios en
el Instituto Luis Vives de aquella ciudad mediterránea, en la que vive desde el estallido de la primera guerra
mundial en 1914. Y además ese artista adolescente, aunque nacido francés y con dominio de las lenguas
francesa y alemana, le dice a Díez-Canedo que quiere ser escritor español porque ha decidido desde hace
tiempo que la lengua castellana sea su lengua literaria.
El nacimiento literario del escritor Max Aub tiene una fecha muy precisa: el 3 de marzo de 1923, día
en que, en aquel Madrid de las vanguardias artísticas, el prestigioso semanario España –fundado por
Ortega y Gasset y dirigido entonces por Manuel Azaña– publicó en el número 359 su poema «Momentos».
Dos meses antes, a través de Díez-Canedo y mediante los buenos oficios de Cipriano de Rivas Cherif, Max
Aub había leído sus versos en el Ateneo de Madrid, presentado por Luis Fernández Ardavín. Y en aquel
Ateneo madrileño iba a ir conociendo a escritores e intelectuales tan prestigiosos como, por ejemplo, Luis
Araquistain, Manuel Azaña, Juan José Domenchina, Jorge Guillén, Paulino Masip, Pedro Salinas o Valle-
Inclán. Desde entonces, colaboraciones suyas fueron apareciendo en algunas de las revistas vanguardistas
españolas más cualificadas de los años
veinte y treinta, como la coruñesa Alfar; la barcelonesa Azor; la santanderina Carmen; la gaditana
Isla; las madrileñas Diablo Mundo, L a Gaceta Literaria, Nueva España y Revista de Occidente; las
valencianas Hora de España, Murta, Nueva Cultura y Taula de Lletres Valencianes; o la murciana Verso y
prosa.
En aquel Madrid de las vanguardias «deshumanizadas», que el escritor reflejará en su novela La
calle de Valverde (1961), el ya poeta y dramaturgo publica en 1929 su relato Geografía. Lector voraz en
francés y en español de libros y revistas, admirador por igual de Víctor Hugo y de Baroja, de los clásicos y
contemporáneos franceses y españoles, de Galdós y Unamuno, su sensibilidad hacia la «pureza» literaria le
vincula entonces a la vanguardia «deshumanizada» de Ortega y Gasset y a su Revista de Occidente. Una
estética que años después, en su Discurso de la novela española contemporánea (1945), valorará muy
negativamente como generadora de la cagarrita literaria. Pero esa «deshumanización artística» no era en
absoluto incompatible entonces para Aub con su inquietud social y política. Prueba de ello es que en 1927,
según atestigua el propio escritor en sus Diarios, se afilió en Valencia al Partido Socialista Obrero Español y
que, en tanto que militante, el 5 de febrero de 1930 pronunció una conferencia en la madrileña Casa del
Pueblo sobre «La gran guerra y el socialismo». Partidario de una República federal –«federalismo que, por
amplio que sea, nunca me asustará», afirma en una carta a su amigo Juan Chabás fechada ese mismo año
1930–, la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931 va a ser saludada con júbilo por el
escritor. Una Segunda República a cuyos valores e ideales va a ser fiel y «leal» el escritor Max Aub a lo
largo de toda su vida. Una biografía dura y difícil que desde 1939 comprende su estancia como «refugiado»
en París, los campos de concentración en Francia y Argelia y un demasiado largo exilio mexicano de treinta
años, desde 1942 hasta su muerte en el Distrito Federal el 22 de julio de 1972.
Los años de la Segunda República los vive Max Aub con apasionada intensidad. Cultiva todos los
géneros literarios (ensayo, narrativa, poesía y teatro), viaja a la Unión Soviética en 1933, dirige El Búho –el
grupo teatral de los universitarios valencianos–, colabora en revistas de tanta calidad intelectual como
Nueva Cultura y, como militante socialista, apoya explícitamente al Frente Popular en las elecciones
democráticas de febrero de 1936. En aquellos convulsos años treinta Aub prosigue su aventura narrativa y
publica dos libros más: su novela corta Fábula verde (1932), que había sido rechazada anteriormente por la
editorial Revista de Occidente en su colección «Nova Novorum» y que aparece ahora en las prensas de la
Tipografía Moderna de Valencia, y la primera edición de su novela Luis Álvarez Petreña (1934), editada en
Barcelona. Y aunque en aquellos años escribe también Yo vivo, poema en prosa que constituye un

17
Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

guilleniano Cántico a la alegría de vivir, a la felicidad de un día gozado con intensidad, no publicará esta
prosa poética hasta 1955, ya en su exilio mexicano.
La guerra civil constituye para Max Aub, como para tantos otros españoles, el hecho histórico
decisivo en su trayectoria vital. Tras la sublevación militar fascista del 18 de julio de 1936, durante los tres
años de guerra se entrega por completo, con solidaria generosidad, al servicio de la causa popular,
representada por aquel gobierno legítimo del Frente Popular. Al inicio de la contienda codirige el periódico
valenciano Verdad, pero pasa pronto a asumir la responsabilidad de ser agregado cultural en la embajada
de España en París, cargo desde el que colabora activamente en la organización, en julio de 1937, del II
Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura (Valencia-Madrid-Barcelona-París).
Poco antes, en la primavera de ese mismo año 1937, ha pronunciado, en nombre del gobierno republicano,
el discurso de inauguración del Pabellón Español en la Exposición Universal de París. Nombrado en agosto
de 1937 secretario del Comité Central del Teatro, regresa a la España republicana (Madrid, Valencia,
Barcelona), escribe ocho obras que reúne bajo el epígrafe de «Teatro de circunstancias», colabora en
revistas como Hora de España –en donde publica en 1938 su relato «El cojo»– y trabaja junto a André
Malraux, como ayudante de dirección y traductor del guión de la película, en la filmación de Sierra de
Teruel, basada en la novela L’ espoir del escritor francés.
Las adversas condiciones del exilio, testimoniadas por el escritor en unos Diarios (1939-1972) que, a
excepción de Enero en Cuba (1969) y de La gallina ciega. Diario español (1971), permanecían hasta hace
poco inéditos, vinieron a frustrar definitivamente su firme y profunda vocación escénica. En este sentido,
resulta muy significativo que el propio Max Aub, cuando publique en 1971 su «discurso» ficticio de ingreso
en una Academia Española que no es Real, se presente aquel 12 de diciembre de 1956 (que no pudo ser)
como el sucesor de Valle-Inclán en el sillón académico «i», diserte sobre El teatro español sacado a luz de
las tinieblas de nuestro tiempo y aduzca como gran mérito su «empeño como director del Teatro Nacional
desde 1940». Es decir, que de no haber existido guerra civil, Federico García Lorca hubiera ocupado el
Sillón A, del que habría tomado posesión el 18 de enero de 1942, y él hubiera sido director del Teatro
Nacional durante la friolera de al menos dieciséis años. Pero estas alegrías de la imaginación se las iba a
prohibir Max Aub durante casi los mismos años. En cualquier caso, recordemos que el propio Max Aub
confesó que, a partir de 1939, la frustración del dramaturgo que siempre quiso ser abrió las puertas al
campo al novelista de los Campos y «campitos», nombre irónico con el que se refirió a sus relatos: primero
al novelista del «realismo testimonial» de El laberinto mágico y, años después, al novelista que, cumplido su
compromiso moral de testimoniar a su manera polifónica y dialógica la experiencia vivida, se permitió ya la
libertad de escribir lo que imaginaba.
Ahora bien, apresurémonos a aclarar que el «realismo testimonial» de Max Aub no implica en
absoluto el autobiografismo. Por el contrario, su técnica narrativa se funda en la polifonía y el dialogismo,
tan característicos de toda su obra literaria y expresión muy reveladora, a mi modo de ver, de su particular
imaginación escénica. Así, para evitar el peligro del autobiografismo aduce el escritor, con coherencia y
rigor, un hecho contundente: si el 18 de julio de 1936 estaba realmente en Madrid, en la ficción novelesca
de Campo cerrado decidió relatar los sucesos del 18 de julio en Barcelona. Por otra parte, sus profundas
convicciones en defensa de la polifonía y el dialogismo se evidencian al crear una amplia galería de
personajes que, a través de la técnica perspectivística y del diálogo, reflejan la pluralidad de sus puntos de
vista y revelan al lector la complejidad de la realidad, de las situaciones y actitudes.
«Realismo testimonial» maxaubiano que, como toda creación literaria, es por tanto «mentira»
artística, aunque, eso sí, muchas veces «mentira de verdades» históricas. De esta forma, en 1943 publicará
en México su novela Campo cerrado, escrita en París durante el año 1939 e inicio de la serie narrativa de El
laberinto mágico, en donde destacan personajes tan apasionantes como el comunista Vicente Dalmases y
Asunción Meliá –que acabará siendo la pasión «mágica» de su creador–; Rafael López Serrador y el
falangista Luis Salomar; el católico de izquierdas Paulino Cuartero y su mujer, Pilar Núñez; el socialista
Vicente Farnals y el doctor Riquelme; el comunista Gaspar Requena y el abogado radical-socialista Jorge
Mustieles; el joven intelectual Paco Ferrís y el falangista Claudio Luna; Julián Templado y el periodista
norteamericano Willy Hope; la espía Lola Cifuentes y el delator López Mardones; el gobernador republicano
Julio Guillén y el archivero Leandro Zamora; Juan Fajardo y Rosario Zamora. Una galería de personajes
que, sobre el laberinto histórico español, vive y muere a lo largo de esta saga narrativa que, tras Campo
cerrado, se irá completando sucesivamente con Campo de sangre (1945), narración de hechos históricos
que, a partir de la madrugada del 31 de diciembre de 1937, tienen como escenarios a Barcelona y Teruel;
Campo abierto (1951), relato de hechos históricos sucedidos en 1936 y situados en Valencia, Burgos y
Madrid; Campo del Moro (1963), los últimos días del Madrid republicano, con el enfrentamiento entre los
fieles al presidente Juan Negrín y los partidarios del golpe militar del coronel Casado; Campo francés
(1965), guión cinematográfico al que el escritor dio estructura dramática en Morir por cerrar los ojos (1944) y
que refleja la primera experiencia concentracionaria en 1939 de tantos republicanos españoles; y, por
último, Campo de los almendros (1968), relato que sigue cronológicamente a Campo del Moro y que se
localiza en Valencia y el puerto de Alicante en los últimos días de la guerra para regresar al final

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

circularmente al pueblo castellonense de Viver de las Aguas, inicio de Campo cerrado. Seis Campos
novelescos y treinta y nueve «campitos» narrativos, reunidos póstumamente con el título de Enero sin
nombre. Los relatos completos del Laberinto Mágico (1994), que componen un valioso testimonio literario,
polifónico y dialógico, sobre la experiencia colectiva de la Segunda República y del pueblo español en
aquellas circunstancias excepcionales de nuestra guerra civil.
Tal y como afirma el propio escritor en «Una carta» a Roy Temple House, fechada en México el 24 de
enero de 1949 y reproducida en su libro de ensayos Hablo como hombre (1967), el «realismo testimonial»
maxaubiano pretende ante todo «reflejar la época». Y, en ese sentido, Max Aub confiesa sentirse vinculado,
más que a una generación estrictamente española, a una internacional literaria en la que, en esa misma
carta de 1949, mencionaba a escritores como Ernest Hemingway, André Malraux, Ilya Ehrenburg, Arthur
Koestler, William Faulkner o Eugene O’Neill. En rigor, Max Aub manifestó una preocupación permanente por
caracterizar a su generación literaria y, por ejemplo, en una anotación de sus Diarios correspondiente al 26
de julio de 1967 afirmó sentirse cronológicamente situado entre André Malraux (1901) y Albert Camus
(1913). Por otra parte, durante su estancia en Cuba y a invitación de Nicolás Guillén, el escritor eligió como
tema de su conferencia en la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba precisamente el tema «De mi
generación». Y en el «guión para la charla» que pronunció aquel 13 de febrero de 1969 y que publicó en su
dietario Enero en Cuba (1969), además de confesar sus afinidades e influencias (Unamuno, Larra, Góngora,
Lope, Quevedo, Galdós, Marx, Freud, Proust, Balzac, Kafka, Tolstoi, Dostoievski, Faulkner, Hemingway,
Martin du Gard, Eliot), reflexionó sobre sus compañeros generacionales (desde José Bergamín y Ramón
Gómez de la Serna hasta Miguel Hernández o Segundo Serrano Poncela) y sobre los maestros de la
generación anterior (Valle-Inclán, Baroja, Azaña, Pérez de Ayala, Díez-Canedo) para concluir que la suya
era, sin duda, la generación de la guerra de España, es decir, la generación literaria de, por ejemplo, Rafael
Alberti, Luis Cernuda, Juan Chabás, José Gaos, Jorge Guillén, Federico García Lorca, José Medina
Echavarría, José Moreno Villa y Pedro Salinas. Una generación literaria de la guerra de España que para
Max Aub resulta perfectamente compatible con su vinculación a esa internacional literaria (Mann, Martin du
Gard, Malraux, Hemingway, Faulkner, Carpentier, Borges y Pasternak), a una «gran línea de en medio», a
escritores con los que «se puede escribir la historia de nuestro tiempo» y a los que, en una anotación de sus
Diarios correspondiente al 28 de diciembre de 1969, califica como «los míos». Literatura, pues, que refleja
«la historia de nuestro tiempo», época que para el escritor comprende, desde los años treinta y la lucha
contra el fascismo internacional durante la guerra civil española, la segunda guerra mundial y los años de la
llamada «guerra fría». Literatura de una época que, a su modo de ver, plantea «un falso dilema» histórico: la
necesidad de optar forzosamente entre Estados Unidos y la Unión Soviética, entre capitalismo y
comunismo, alternativa a la cual responde el escritor con un rotundo N o (1952), título de una obra
dramática de su Teatro Mayor. Porque, en un ensayo titulado precisamente «El falso dilema» (1949), Max
Aub afirma su utopía personal, su convicción de que «es posible suponer un futuro mundo socialista, con
economía socialista, que encuadre un Estado liberal donde la libertad no sea un eufemismo».
Pero la riqueza de la obra novelesca de Max Aub no se reduce únicamente a las ficciones del
«realismo testimonial». Las buenas intenciones (1954), novela dedicada muy significativamente a Pérez
Galdós, constituye un ejemplo de realismo «trascendente». Una novela protagonizada por Agustín Alfaro,
un viajante de comercio anodino y vulgar que carece de ambición y cuyo apoliticismo no es óbice para que,
víctima del laberinto español, muera asesinado en el puerto de Alicante durante los últimos días de marzo
de 1939 como si fuera un personaje más de Campo de los almendros. Porque está claro que, a partir de
Las buenas intenciones, el escritor se permite ya la libertad de «escribir lo que imagina». Y la imaginación
literaria de Aub es desbordante, una auténtica caja de sorpresas novelescas, como la biografía fabulosa del
pintor vanguardista Jusep Torres Campalans (1958), a quien el escritor dice haber conocido en 1955 en la
ciudad de Tuxtla Gutiérrez, que vive con los indios chamulas en aquel Estado mexicano de Chiapas y que
ha aprendido la lengua tzotzil. Un pintor catalán que fue amigo de Picasso y de Juan Gris en el París del
cubismo, estética que en Poesía española contemporánea (1969) define, por cierto, como «un nuevo afán
descriptivo. El cubismo es a la pintura lo que la relatividad a la concepción del universo; representa la
destrucción del punto de vista único». Una novela que se concibe a imagen y semejanza de las monografías
de arte publicadas por la prestigiosa editorial Skira y en la que Aub nos proporciona todos los materiales
que pueden conferirle verosimilitud al intento: biografía del artista, con ilustraciones fotográficas; cronología
histórica entre 1886 y 1914 (anales); reproducción de algunos de sus cuadros; catálogo de sus obras;
testimonios y juicios críticos sobre el pintor catalán; notas al final de cada capítulo de su presunta
monografía de investigación; entrevistas (las conversaciones de San Cristóbal) y textos (cuaderno verde)
del pintor. Inclusive Aub, para completar su genial «falsificación», llega –no olvidemos que es autor de su
«Autorretrato del espejo» en Cuentos ciertos (1955) y de su «Autorretrato de memoria» en Ciertos cuentos
(1955)– a pintar él mismos los cuadros y a exponerlos en una galería neoyorquina como obras del
«fabuloso» Torres Campalans. Por otra parte, con el telón de fondo del Madrid de 1926, en plena dictadura
de Primo de Rivera, Aub nos presenta en La calle de Valverde (1961), novela de técnica barojiana sobre
la vida literaria de la capital, a una serie de personajes (el cajista Fidel Muñoz, su hija Margarita, el

19
Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

opositor Joaquín Dabella, el pintor Miralles, Manuel Cantueso y José Molina), aunque será el escritor
Victoriano Terraza el que acabe por adquirir mayor protagonismo en aquel Madrid de las vanguardias
artísticas que Aub acierta a reflejar con pulso vivo y vigoroso. Tras esta novela el escritor reanuda, en la
línea de Jusep Torres Campalans, sus apasionantes ejercicios vanguardistas para ofrecernos Juego de
cartas (1964), baraja de ciento cuatro cartas impresas en una caja de cartón que se presentan a dos caras:
por una puede contemplarse un dibujo atribuido a Jusep Torres Campalans que representa un naipe de la
baraja; por la otra puede leerse un texto epistolar que se refiere al difunto Máximo Ballesteros. Las cartas se
barajan, cortan y reparten entre los jugadores según unas «reglas del juego» que concluyen con la
indicación de que «gana el que adivine quién fue Máximo Ballesteros». Esta novela epistolar es, por tanto,
no sólo un vanguardista ejercicio lúdico sino también un ejemplo de obra abierta, de inteligente ambigüedad
desde su propio título. Por último, la edición completa de Luis Álvarez Petreñ a (1965, 1971), cuya primera
edición se había publicado en 1934, nos enfrenta a la tragicomedia de un escritor mediocre, de un héroe
modernista en la línea del Alberto Díaz de Guzmán de Pérez de Ayala o acaso también del posterior (1944)
Hamlet García de Paulino Masip. Un personaje que, como Jusep Torres Campalans, acaba por huir de sí
mismo, por asumir su fracaso amoroso y literario, por quemar sus manuscritos y arrojarse al mar de
Mallorca. Sin embargo, en la edición barcelonesa de 1971 podemos constatar que Álvarez Petreña en
realidad no se ahogó, ya que Max Aub pudo conversar con él en un hospital de Londres. Y no podemos
dejar de mencionar, por último, su Luis Buñuel: novela, proyecto truncado por la muerte y perfecta coartada
para justificarse a sí mismo su viaje a la España de la dictadura franquista en 1969 («He venido, pero no he
vuelto»), tema principal de su magistral La gallina ciega. Un viaje con el pretexto de entrevistarse con los
amigos y conocidos del cineasta aragonés, grabar las conversaciones y poder reunir así diversos materiales
documentales en lo que quería que fuese, entre la historia y la ficción, la novela de su generación. Una
novela que iba a prolongar la huella vanguardista de Jusep Torres Campalans y de Luis Álvarez Petreña, un
proyecto narrativo del que, póstumamente, aparecieron en 1985 las Conversaciones con Buñuel. Seguidas
de 45 entrevistas con familiares, amigos y colaboradores del cineasta aragonés, con un prólogo de Federico
Álvarez.
El paso del tiempo está evidenciando que Max Aub es, sin duda, uno de los grandes escritores de
nuestro exilio republicano de 1939 y del siglo XX español. La publicación reciente de los dos primeros tomos
de sus Obras completas, dirigidas por Joan Oleza i Simó, volúmenes dedicados a la poesía y a las dos
primeras novelas de El laberinto mágico (Campo cerrado y Campo abierto), constituye un acontecimiento
editorial de primer orden. En Segorbe, sede de la Fundación Max Aub, se conserva el Archivo-Biblioteca del
escritor, que posibilita al investigador el conocimiento de materiales muy valiosos, en particular los
manuscritos de sus obras y un extenso epistolario.
Por otra parte, en este año 2003 se conmemora el centenario de su nacimiento y los diversos
Congresos que se anuncian con tal motivo, tanto en España (Barcelona, Madrid, Valencia) como en Francia
(París-Nanterre) y México, además de las numerosas ediciones y reediciones de sus obras, evidencian con
claridad el creciente interés que, entre la inmensa minoría de lectores españoles, ha ido suscitando en los
últimos años, por su vigencia y calidad, la vasta, valiosa y compleja obra literaria de Max Aub.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Gabriel Miró

(Miguel Ángel Lozano Marco)

Gabriel Miró fue en su tiempo (1879-1930), y lo sigue siendo en mayor medida, no un escritor «de
minorías» –el concepto puede tener un sentido elitista que no es adecuado–, sino un escritor para pocos
lectores. Su natural exigencia estética no casa con los gustos y demandas de la mayor parte de un público
lector que, como él decía, «aún considera el arte como un pasatiempo». A la altura de 1927, en plena
madurez creadora, confiesa a Benjamín Jarnés: «Cada día siento que es el primer día de mi vida de
escritor. Cada cuartilla me parece la primera que escribo». Si pensamos que pocos meses antes había
publicado El obispo leproso, que tenía casi acabado un libro tan pleno de belleza y verdad como Años y
leguas (el que ha de cerrar definitivamente su obra) y que él era autor de una suficiente cantidad de
admirables títulos, tal afirmación resulta conmovedora y delata la existencia de un creador comprometido en
firme, y hasta las últimas consecuencias, con su obra. Un escritor que, ateniéndose «a la ética de su
estética», no busca la fama encaramándose sobre sus cuartillas («yo aspiro a no llegar nunca», escribió en
una de sus cartas), ni utiliza su soberbia prosa con fines ajenos a los que exigía la pureza de su arte; más
bien rehuyó toda exposición pública para preservar la intimidad necesaria en la que ir perfeccionando su
escritura en una lenta destilación de lenguaje.
Es cierto que Miró pudo gozar del reconocimiento de los mejores, desde el de Pérez Galdós o Joan
Maragall hasta el de los jóvenes vanguardistas que, como Jarnés o Juan Chabás, iban cuajando su obra en
los años finales de la vida del alicantino, o el de quienes entonces estaban iniciando su labor literaria, como
Miguel Hernández o Juan Gil-Albert; y que entre los que entendieron bien su arte, y lo expresaron en
escritos memorables, se encuentran figuras como Miguel de Unamuno, Azorín, Pedro Salinas o Jorge
Guillén, entre otros. Pero siendo extensa y sobresaliente la nómina de quienes supieron apreciar la belleza
y el sentido de su prosa, lo que ha prevalecido en la crítica desde comienzos de 1927 ha sido, no tanto los
criterios, sino la «autoridad» de Ortega y Gasset desde que en su reseña sobre El obispo leproso rebajara
las cualidades de Miró como novelista para dejar el logro de su arte en un «magnífico lirismo descriptivo»
que potencia cada instante a costa de la continuidad: una «perfección estática, paralítica» que ha de ser
asimilada «a sorbos», y así quedó considerado de aquí en adelante.
La crítica de Ortega y Gasset, calificada por el profesor Edmund L. King de «frívola, arbitraria e
injusta», suscitó en Gabriel Miró una respuesta que no vio la luz en su momento; quedó inconclusa,
repartida en tres borradores que han permanecido inéditos hasta que en 1988 los editara el citado
hispanista estadounidense. En esos escritos, conocidos conjuntamente –en las tres versiones– como
Sigüenza y el Mirador Azul, encontramos las más iluminadoras formulaciones de las ideas estéticas del
novelista, que no era muy dado a teorizar sobre su obra (incluso aquí, un texto redactado para encauzar el
desarrollo de unas convicciones adquiere una forma artística similar a la que podemos encontrar en otros
textos que tienen a Sigüenza como protagonista); a esas ideas tendremos que aludir más adelante. Baste
apuntar ahora que Miró se lamentaba, con elegante laconismo y un punto de resignación, ante los tópicos
que fueron repitiéndose desde entonces –descripcionismo lírico, paisajismo, tendencia a la estampa...–, y
que tanto afectan al entendimiento de su obra: «lo malo de la crítica es que siempre repite hasta los mismos
adjetivos encallecidos en la pluma por desgana, por pereza, por prisa». Todo esto ha llegado hasta hoy, y
aunque contamos con un excelente conjunto de obra crítica sobre la creación mironiana, verdaderamente a
la altura de sus exigencias, es pertinaz el desconocimiento y sorprendente la desproporción que existe entre
el subido valor estético de sus libros y el reconocimiento, no de esa abstracción llamada «el público lector»
–lo que es impensable–, sino de buena parte del mundo académico, donde apenas se recuerda su nombre,
y donde su obra, exceptuando la doble novela sobre Oleza, suele estar ausente.

Singularidad. Anomalía

Es sintomático que cuando se trata sobre Miró, se suele hablar, en primer lugar, de su singularidad,
pero como queriendo dar a entender que nos encontramos ante un caso aislado, una especie de rareza, en

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

lugar de emplear el concepto en su sentido más adecuado –ya que de arte se trata–, aludiendo al carácter
«singular», único, irreductible, de cada autor, que sería lo esperado. La singularidad de Miró, como la de
Valle-Inclán o la de Azorín, estriba en haber logrado un estilo único, inconfundible: un estilo, que es lo que
da carta de naturaleza a una creación literaria; la forma única, precisa, de un complejo mundo que sin ella
no existiría. Pero ha sido habitual en la crítica mostrar cierta inseguridad, porque la obra del alicantino se
resistía a acomodarse a un esquema preconcebido. Francisco Márquez Villanueva apuntaba que para
muchos críticos, Miró ha sido «una especie de elefante blanco con el que no se sabe qué hacer ni donde
encontrarle su sitio». Roberta L. Johnson, al indagar en el sustrato filosófico que nutre su estilo maduro,
quiere arrojar luz sobre unos textos «que siempre se han visto como anomalías en la literatura española del
siglo XX». Una posible vía de explicación la encontramos en ciertas consideraciones de Edmund L. King,
cuando lo califica de escritor «excéntrico», por la falta del «problematismo nacional» en su obra. En este
sentido, la «anomalía» y la «excentricidad» lo sería con respecto a los criterios que durante tiempo han
imperado en la «construcción crítica» del período en el que surge Miró; porque el escritor levantino nada
tenía que ver con lo que se entiende como «generación del 98», ni se adecuaba del todo al «modernismo»,
y tampoco quedaba clara su situación en una poco definida «generación del 14». Lo escasamente operativo
de un concepto y una metodología de raigambre sociológica –ya en desuso–, con posibles aplicaciones en
los estudios históricos, pero inadecuada para resolver cuestiones de estética, y el carácter reduccionista,
insuficiente, secundario, con el que se concebía la estética modernista, ha hecho que esa manera de
entender una época tan compleja haya caído en descrédito hasta quedar obsoleta. El abandono de esos
criterios abre nuevas perspectivas desde las que es posible comprender mejor, entre otras cosas, la obra
del escritor que nos ocupa. Porque es evidente que quien en el contexto español era una especie de
anomalía, en el contexto europeo es perfectamente normal: a Miró no se le puede entender desde criterios
«extraestéticos» e «ideológicos», disuelto en el seno de una generación, sea del 98 o del 14, y tampoco
desde un modernismo que cifraba su arquetipo en la obra de Darío; pero sí es adecuado al tipo de literatura
que responde al concepto del «modernism», y coherente en un paisaje literario en el que destacan las
figuras de Marcel Proust, Vi rginia Woolf, James Joyce o Alain Fournier, entre otros.
Que la obra novelística de Gabriel Miró sintoniza con las creaciones europeas más representativas
del período en que vivió ha sido señalado en varias ocasiones. Pero todo lo apuntado hasta aquí crearía
una situación extraña, en apariencia: un escritor que produce una obra «anómala» en España y «normal»
en Europa. En realidad el problema no existe sino como derivado de esos inadecuados criterios de
metodología generacional. Azorín afirmaba en 1926 que «las épocas literarias las forman más la
transformación de los géneros, la modificación –si no transformación– de esos géneros, que las
individualidades o grupos de individualidades». Estudiemos, pues, a los escritores, atendiendo, no a las
generaciones, sino a los géneros. Si nos situamos en el terreno adecuado, prestando atención al género
literario que cultiva Gabriel Miró, es decir, la novela, el problema deja de serlo. Miró es uno de los
renovadores de la novela en una época en la que este género está experimentando una radical renovación.
Gabriel Miró, novelista, no es excéntrico ni anómalo entendido en su lugar, entre los escritores que en ese
momento cultivan y renuevan el arte de la novela en España, es decir: Unamuno, Azorín, Valle-Inclán,
Pérez de Ayala, y también Baroja, aunque éste parezca –sólo lo parece– un narrador más cercano a la
convención realista. Cada uno de estos escritores –y aludo a los seis más representativos de entre los
novelistas del primer tercio del siglo– desarrolla su personal trayectoria haciendo avanzar el género desde la
crisis del naturalismo, como crisis de la representación, en la búsqueda de la forma adecuada para
manifestar una nueva conciencia. La novela deja de ser un medio de reflejar la realidad para convertirse en
una creación «poética» donde se intenta expresar –o sorprender– los movimientos de la vida; un arte
literario que descarta lo representativo y referencial (itinerario desde el texto hacia el mundo de nuestra
experiencia) para indagar en una realidad lingüística en la que se contiene el sentido de la experiencia y las
inquietudes del escritor (itinerario del mundo al texto). Lo propio de la mejor novela del período en que
escribió Gabriel Miró es su carácter poético: a ello responden tanto los criterios como la creación de Miguel
de Unamuno, quien afirma que las mejores novelas son poemas, así como esa original novelística a la que
Ramón Pérez de Ayala denominó «novelas poemáticas»; también las obras de Azorín como Don Juan o
Doña Inés –y las que vendrán a continuación– quedan afincadas en ese terreno, y de manera eminente ese
triunfo estético logrado por Valle-Inclán a fuerza de sabiduría literaria y minuciosa labor sobre el lenguaje
desde las Sonatas –y aun antes– hasta que la muerte dejara inacabado el ciclo de novelas El ruedo ibérico.
Novelas poemáticas, líricas; indagaciones en la personalidad íntima; manifestaciones del mundo
interior; sentimiento del paisaje; utilización de mitos y recreación de textos y personajes literarios..., y todo
ello desde una escrupulosa conciencia: si son creadores, lo son por la palabra. En este contexto es donde la
figura de Gabriel Miró adquiere un protagonismo singular –ahora sí– por ser uno de los que llevaron a
mayor altura y perfección el logro de una novela poética; y esto lo vio la crítica muy pronto. En 1908
Bernardo G. de Candamo utilizó el calificativo de novela lírica para referirse a La novela de mi amigo, en
una de las más tempranas formulaciones de ese concepto, como otros hablaron entonces de «novela
poema» para aplicarlo a la citada obra, aunque el concepto alcanza la plenitud de su significado cuando se
aplica a su siguiente novela, Las cerezas del cementerio (1910).
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

La verdad estética

Para entender la estética de Miró en sus obras mayores es necesario acudir a las ideas que va
apuntando en los borradores de Sigüenza y el Mirador Azul. Destacaremos una frase que ya habíamos
leído en su conferencia de 1925 (la única que pronuncia en su vida) y que repite en tres ocasiones, prueba
de que es uno de sus criterios más firmes: «la realidad, con todas sus exactitudes, es la levadura que hace
crecer la verdad máxima, la verdad estética, motivo de la técnica de cada artista». Para reconocer esa
verdad no es necesario más que acudir a las páginas de Miró: es lo que allí logra cuando, por la virtud de la
forma, y sólo por ella, se suscitan sensaciones, sentimientos, emociones –de lugares, de personas, de
momentos...–, aspectos de la compleja experiencia del hombre en el tiempo y en el espacio, en sus
relaciones y en su intimidad.
Es obvio que para un escritor la realidad estética reside en las palabras, y de ellas depende. Entre las
fichas en las que Miró anotaba ideas que luego desarrollaría, encontré una con una escueta frase: «la
palabra no ha de decirlo todo, sino contenerlo todo». Es el germen de la que figura en el comienzo de El
humo dormido (1919) a partir de la cual podemos contemplar un empeño literario fundamentado en la
búsqueda de «la palabra creada para cada hervor de conceptos y emociones, la palabra que no lo dice
todo, sino que lo contiene todo». Es una manera eficaz de aludir a la entidad poética del lenguaje: su
capacidad para irradiar múltiples significados; pero esto afecta también a la totalidad de la obra. En la
respuesta que no dio a Ortega confiesa –viéndose en Sigüenza– que él no actúa con métodos de previsión,
sino que va viendo poco a poco «por la virtud de la forma [...] la forma que prorrumpe recién nacida
renovando creadoramente todas las realidades». Es esa palabra, hallada para dar forma a «cada hervor de
conceptos y emociones», la única guía válida en su itinerario de escritor, en el que va avanzando gracias a
su luz. Es la creación genesíaca por la palabra: «El autor del Génesis le aplica a Dios la emoción del
novelista, del novelista que no sabe enteramente su obra mientras la van cuajando sus dedos». La palabra
es, al mismo tiempo, materia y forma, guía y hallazgo.
Si todo confluye en la palabra creadora, y en la página donde, por virtud del lenguaje, surge un
mundo, deja de tener sentido hablar de «descripcionismo», esto es, la actividad encaminada a hacer
referencia a una realidad externa que se quiere representar. Miró hablaba de la búsqueda de la palabra
exacta para «evitar la realidad exacta» y suscitar «la sensación emocionada». Eso es lo que persigue: la
sensación, la emoción suscitada por una experiencia, pero no «su traslado». La emoción definitiva,
conseguida, no será previa a la escritura, sino un resultado de ella. El paisajismo de Miró, por ejemplo, no
responde a un intento de hacer ver con palabras un lugar elegido, no es una estrategia para «trasladar» a la
página una realidad concreta: «se engañarán los que cotejen la obra artística con el lugar, con el pedazo de
naturaleza que la inspiró», escribe. En ningún otro sitio, más que en sus páginas, podemos admirar un
paisaje como éste: «Un creciente de luna iba escondiéndose detrás de este collado, enfriándole de oro los
bordes; y cuando se apagaron las piedras, se apretó el silencio del atardecer. Todo desamparado, sin
nadie: los caminos, las laderas, los huertos. Todo inmóvil: los follajes, los humos, la brisa; y en la intimidad
del silencio, los nardos del jardín dieron su olor». La experiencia del autor da como resultado esta
«emoción» recordada de un momento del paisaje levantino, que sólo existe en virtud de estas palabras
escritas seguramente en una noche de invierno, a la luz de la lámpara de su gabinete de trabajo, en un piso
del Paseo del Prado, en Madrid.
No es fácil el estudio de la obra de Gabriel Miró, porque su concepción no responde a los métodos y
procedimientos más habituales. Sería insuficiente, por ejemplo, prestar atención a sus temas, pues no son
sino un elemento de la composición total. Más errado aún andaría quien, como es habitual, intentara
expresar –o apresar– el significado último, el sentido preciso de alguna de sus obras para encerrarlo en
unas definiciones, ya que esto significaría ir en contra de un arte que, como la palabra, no «dice», sino que
«contiene»; una obra que va abriendo nuevos horizontes a medida que vamos leyendo, que irradia en
sentido centrífugo (como nos enseña Víctor García de la Concha en un estudio sobre el que es preciso
meditar), no en sentido centrípeto, de búsqueda de una clave interpretativa nuclear. Leyendo las novelas de
Miró entendemos cómo las ideas, las intuiciones, las lecturas, las realidades geográficas, históricas,
sociales..., todo ello no son sino materiales para la construcción de la obra, levadura que hace crecer lo que
sólo se logra en la página: la verdad estética. Por eso las novelas de Miró han de carecer de argumento: si
lo hay no es como elemento previo, sobre el que se apoya el relato para avanzar, sino que viene a ser un
resultado de la actividad creadora. Lo vio con claridad Oscar Esplá cuando apuntó que en Miró «el asunto
no suele ser soporte ni siquiera premisa del tema, sino, más bien, su corolario, es decir, lo inverso de lo
corriente en la novela, donde el asunto sirve de falsilla al tema que se define en la trayectoria de aquél».

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Un camino de perfección

En 1927 escribió en una nota autobiográfica que ha sido bastante citada: «Creo que en El obispo
leproso se afirma más mi concepto de la novela: decir las cosas por insinuación». Este propósito es
solidario de su conciencia del lenguaje creador –la palabra «que contiene», no «que dice»–, y nos advierte
sobre lo inadecuado que resulta la búsqueda y definición de un sentido preciso. Ahora bien, para llegar a
esa cota de perfección alcanzada en 1926 ha tenido que recorrer un costoso camino desde que en 1901
escribiera su primer «Ensayo de novela» (así la subtituló): La mujer de Ojeda. No es fácil elaborar una
clasificación o fijar ciertas épocas; pero intentaremos articular su novelística atendiendo al desarrollo de las
obras en las que puso un mayor empeño, que parecen servir a modo de referencia para ver cómo a su
alrededor se forman una especie de ciclos. En cuanto a las épocas, sólo es posible establecer de manera
objetiva aquellas relacionadas con las tres ciudades en las que vivió: en Alicante, desde 1879 (año de su
nacimiento) hasta 1914; en Barcelona, desde este año hasta que en 1920 deja esta ciudad por Madrid,
donde fallece el 27 de mayo de 1930.
Sus inicios nos muestran un punto de partida muy ligado al tipo de narrativa que estaba entrando en
crisis, pero también revelan una inclinación a ciertos temas, situaciones y personajes que irá desarrollando y
perfeccionando cuando logre su estilo. Lo normal es que un joven con vocación de escritor quiera escribir
novelas que sean «como las novelas» que le han impresionado. Las dos que constituyen su aprendizaje
pronto serán repudiadas, lo que muestra su exigencia ya en la juventud. La mujer de Ojeda (1901) es una
novela epistolar en la que se evidencia cierta proclividad al romanticismo (su referente es Werther, de
Goethe, pero también Pepita Jiménez, de Valera), conjugado con elementos naturalistas. En la segunda
novela, Hilván de escenas (1903) predomina el naturalismo, y sus referentes ahora son Zola y Blasco
Ibáñez, pero apunta ya el gran tema de la «falta de amor» y la denuncia de la frustración de unas vidas que
podrían ser espléndidas y generosas, a causa de una moral mezquina, de resentimiento, en postura muy
acorde con el estímulo ético nietzscheano. Estas dos obras repudiadas muestran un interesante contraste
entre fuerzas que han de convivir a lo largo de su trayectoria: entre una tendencia romántica, idealista,
platónica, con elementos simbolistas, junto con una postura crítica ante una sociedad estrecha, mezquina,
que frustra los anhelos de quienes están en disposición de ser felices; en buena medida, es una visión
crítica de la vida provinciana que parece enlazar con Galdós y Clarín –también con Zola–, y que alcanza su
culminación en El obispo leproso. Los dos títulos primerizos vienen a ser también como los gérmenes, los
modelos superados, para los dos tipos esenciales de concepción novelesca que hallamos en Miró: las
novelas construidas en torno de un personaje, más intimistas y líricas, y las que hacen de la construcción de
un espacio (la vida de una ciudad) el centro de atención, con variedad de protagonistas.
Fundamental en el hallazgo de un estilo propio ha de ser Del vivir (1904), la primera obra que admite
como suya. El motivo fue un par de viajes que el joven Miró hizo a Parcent, lugar que era un foco leproso;
pero desde esa realidad construye otra cosa. Elemento decisivo es la creación de un personaje, Sigüenza,
una especie de «alter ego» del autor, pero visto con distancia crítica: una objetivación parcial de sí mismo
que literariamente se independiza. Desde una fundamentación naturalista, pero sin pretensiones
cientificistas, se tiende, no a referir un viaje, sino a construir por elevación –y en virtud del lenguaje– un
texto que, desde el dolor y la soledad de los leprosos, la indiferencia de los sanos, y la atenta visión de una
naturaleza que ofrece ejemplos de crueldad en medio de su belleza, conduce a una pesimista constatación
de la «falta de amor». En sus variadas modulaciones, este tema ha de aparecer a lo largo de sus obras.
Un estímulo importante para Miró fue el premio logrado en 1908 con la novela corta Nómada en el
concurso convocado por El Cuento Semanal. En ese mismo año publica en Alicante La novela de mi amigo,
prepara otros relatos para las colecciones de novelas cortas y recibe el impulso necesario para terminar Las
cerezas del cementerio (1910), novela en la que pone todas sus ilusiones de juventud.
Las cerezas tuvo una gestación de unos ocho años. Viene a ser el eje o columna central de una
época en la que los títulos que van apareciendo alrededor forman una especie de ciclo, caracterizado por
ser todas ellas novelas construidas en torno a sendos personajes centrales, sensibilidades hiperestésicas
que viven en un ambiente que ahoga sus impulsos ideales. En este ciclo predomina el Künstlerroman, o
novela del artista (lo son La novela de mi amigo, La palma rota y Dentro del cercado), junto con el
Bildungsroman, o novela del aprendizaje, categoría que parece convenir a Las cerezas, y también a
Amores de Antón Hernando (1909), novela corta que reaparecerá ampliada en 1922 con el título Niño y
grande. En todos los casos, las novelas no se definen por sus argumentos, sino por el carácter y los
sentimientos de sus personajes, y por sus relaciones con los demás y con el ambiente. Lo que acontece son
sucesos vitales de carácter triste: matrimonios fracasados, amores que no se logran, muertes de personas
queridas, deseos insatisfechos que se guardan como tesoros sentimentales..., y amor por la naturaleza. Las
cerezas del cementerio responde al tipo de novela lírica, centrada en un personaje, Félix Valdivia, cuyo
entusiasta impulso hacia la belleza suele chocar con una realidad vulgar, mezquina y represora. Las
cerezas es un buen ejemplo de lo que hemos venido apuntando: la novela no narra, contiene muchas
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

cosas, irradia sugerencias e insinuaciones, y se mantiene en un terreno poético donde es fácil identificar la
savia literaria que la nutre, las referencias que de un modo más o menos explícito resuenan en el texto: en
la novela –y en Félix– reconocemos a don Quijote, identificamos el estímulo de los místicos castellanos
(Santa Teresa, San Juan de la Cruz, y también Fray Luis de Granada); asimismo es importante la presencia
y la utilización de Lucrecio (referencias a De rerum natura), de Goethe, Lord Byron, el Obermann de
Senancour, Zola, Ibsen, Maeterlinck y Nietzsche, cuyo libro El nacimiento de la tragedia parece sostener
toda la novela; percibimos además que en Félix resuena el mito de Adonis, bien patente en la última página.
El poema encuentra su acomodo en una forma novelesca que preserva y potencia la verdad estética de la
composición total; algo que puede entenderse mejor si lo relacionamos con esa «interpretación y
justificación puramente estéticas del mundo» que Nietzsche quiere enseñar en el libro citado.
A partir de 1912 predomina la novela que podemos llamar «de espacio». Es entonces cuando
anuncia como próxima la publicación de El obispo leproso y la loca; pero en ese año aparece una novela
corta muy especial, La señora, los suyos y los otros, que a partir de 1927 cambiará su título por el de Los
pies y los zapatos de Enriqueta: una novelita que muestra un espacio (un pueblo llamado Boraida) en el que
diversos personajes van trenzando sus vidas. En 1915 publica El abuelo del rey, donde en escasas pero
intensas páginas se contiene la sucesión de tres generaciones en la vida de Serosca, ciudad en la que se
disuelve la familia Fernández Pons; el escritor alude a esta novela como «preparatoria para Nuestro Padre
San Daniel». La culminación de la novelística mironiana se cumple en la novela doble que, tras un largo
proceso de gestación, ve la luz en dos volúmenes algo distanciados en el tiempo: en 1921 aparece la que
acabamos de nombrar,cuya segunda parte, El obispo leproso, sale de la imprenta en 1926. El largo período
1912-1926 es fecundo en obras de subido valor estético, y la dedicación del escritor a estos textos fue
retrasando la realización de sus novelas. Recordemos que en estos años ven la luz sus Figuras de la
Pasión del Señor (1916-1917), Libro de Sigüenza (1917), El humo dormido (1919) y El ángel, el molino, el
caracol del faro (1921). Relatos, crónicas, estampas, ensayos líricos y filosóficos, poemas en prosa..., obras
que en alguna ocasión se encuentran en las cercanías de la novela: las Figuras pueden ser una
«novelización» del Drama Evangélico, y en El humo dormido se advierte una cierta continuidad entre
capítulos que se va disolviendo, tal vez como el humo al que se alude.
La novela doble, Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso, ha venido recibiendo una especial
atención. Es la más comentada y reeditada, y su misma calidad lo justifica; pero es también la novela más
«convencional», en apariencia, más cercana a las expectativas de quienes buscan tanto sucesos como
«ideologías». Ante todo porque el tiempo y el lugar la vinculan tanto con la historia como con lo leído en la
novela «realista»: Oleza, ciudad episcopal del levante español, en los últimos lustros del siglo XIX, con
referencia especial a las guerras carlistas; contiene además los tres grandes temas de la novela
decimonónica española: la ciudad levítica, el sacerdote enamorado y el adulterio; sólo que todo ello se
transforma: es el fin de la «ciudad levítica» (que permanecía como inalterable; recuérdese Orbajosa o
Vetusta), el más puro sentimiento de amor, y el resultado de un impulso inocente. Hay, por otro lado, un
debate tradición-progreso que se ha podido estudiar en clave de «ideología reformista», y un notable
anticlericalismo –y antijesuitismo– que tuvo desagradables consecuencias para Gabriel Miró. Pero en esta
novela doble, donde se afirma el criterio de «decir las cosas por insinuación», el escritor no modifica su más
firme designio: que la realidad es «la levadura que hace crecer la verdad máxima, la verdad estética».
Porque todo el acarreo y utilización de elementos de la realidad, sea literaria, histórica, social, ideológica,
etc., no es sino el acopio de materiales para la construcción de la novela, del mismo modo que Orihuela no
es Oleza, sino una ciudad de la que el novelista toma elementos para construir su propio espacio literario. El
profesor King vio cómo en esta novela doble podemos encontrar elementos propios de la novela de tesis, de
sátira social, psicológica, o de la novela del aprendizaje (Bildungsroman); pero todo este conjunto no explica
la peculiar creación mironiana, que se sitúa como heredera, pero en diferente plano. Hay, desde luego, un
protagonismo del espacio, de lo visual y de lo sinestésico en el propósito de crear una densa atmósfera de
sensualidad; pero esta novela, desde la visión crítica de la sociedad provinciana y de la moral de
resentimiento, remonta hacia lo poemático: desde los agobios, mezquindades y crueldades de la realidad,
hasta la vida de los espíritus sensibles que viven su grandeza en la miseria cotidiana. Las novelas diseñan
planos por elevación en intensidad, que es a la vez adentramiento en intimidades ardientes, donde se
acrisola el sentimiento de amor «al mundo como es», a una naturaleza que siempre permanece intacta, y la
experiencia de una felicidad desde la aceptación de una biografía en la que los deseos no realizados
embellecen el mundo interior de los personajes. El complejo de emociones, sensaciones y sentimientos que
palpita y bulle en estas páginas está contenido en la «ardiente tensión » (aquí acertó Ortega) de un lenguaje
en el que se disuelve la narración para armonizar en su forma los diversos materiales de la experiencia .
Años y leguas (1928), tercer libro de Sigüenza y último de Miró, no suele ser considerado novela;
pero tal vez ganaría si lo viéramos desde este punto de vista. La novela de un gozo y una congoja: la pasión
por la naturaleza y el sentimiento de la propia fugacidad; la experiencia del hombre que participa de las
mutaciones de la historia –vista siempre con ironía– y de la continuidad de la naturaleza. Es el libro más

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

personal e íntimo; y estaba llamado a ser culminación, despedida y epílogo. Un epílogo impuesto por la
muerte, que cerró la obra de Gabriel Miró en mayo de 1930.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Ramón Pérez de Ayala

(María Dolores Albiac Blanco)

En uno de los sonetos de Nuevas canciones describió Antonio Machado la personalidad de Ramón
Pérez de Ayala: «un sí es no es de mayorazgo en corte; / de bachelor en Oxford, o estudiante / en
Salamanca, señoril el porte». En efecto, Pérez de Ayala admiró la cultura y hasta el esnobismo inglés, vistió
siempre con británica elegancia, profesó la oxoniense devoción a los clásicos, que él compatibilizó con los
de la tradición española, y su imagen pública –entre irónica y arrogante, «el gesto petulante», Machado
dixit–, emanaba cierto aire aristocrático. El suyo fue un aristocraticismo cuyas veleidades «demóticas» ni
rozaron el majismo, porque el singular casticismo de Ayala fue de inteligente y amplio espectro; incluía la
pasión por los toros, la amistad con toreros, canzonetistas y bailarinas –de baile español o sicalípticas, de
«La Argentina» y «La Argentinita», a «La Fornarina» y Pastora Imperio–, el trato con artistas consagrados y
bohemios, las tertulias que reunían a intelectuales afamados, comadrones, conspiradores, o parientes del
hampa... y se afirmaba en la no menos castiza y culta tradición de la liturgia del castellano más puro y
académico y la del habla humilde de la aldea. Estuvo al día de las tradiciones literarias, estéticas y
filosóficas contemporáneas y estudió sus raíces. Lo mismo admiraba a Fra Angelico y Velázquez que a
Romero de Torres, y su defensa de la moralidad del buen sainete, el de Arniches, por ejemplo, corre pareja
a la que hace del teatro europeo de ideas. Colaboró en empresas editoriales como la «Biblioteca La
Corona», y acompañó a su amigo Ortega en misiones regeneracionistas, republicanas y antidinásticas, ya
escribiendo en revistas y periódicos, ya en mítines, firmando manifiestos («Al servicio de la República») y
repitiendo, siempre, que los enemigos de España eran «Pereza», «Ignorancia» y «Superstición».
El dueño de una personalidad tan múltiple nació un 9 de agosto de 1880 en Oviedo, hijo de un
abastado comerciante de textiles que, en su juventud, estuvo en Cuba; perdió a la madre en la primera
infancia y siempre se resintió de esa orfandad. La educación, interno en los colegios de la Compañía de
Jesús de Carrión de los Condes y «La Inmaculada» de Gijón, le procuró un poso intelectual y vital raro. De
una parte la ratio studiorum afinó su sentido cartesiano del discurso y lo dotó de un equipaje de
conocimientos humanísticos que completó con su maestro Cejador y Frauca, a la sazón incómodo huésped
de unos hermanos de orden que no tardaría en abandonar. De otra parte, al convivir con los jesuitas de los
años finiseculares, hubo de conocer a personalidades frustradas e insensibles, poco amantes de su oficio
educador; padeció soledad y carencias afectivas, y la filosofía que vivió en el colegio, basada, en gran
medida, en la doblez y el medro, y dirigida al control de las conciencias privadas y de los ritmos sociales,
lesionó su hipersensibilidad. De este período trató en A. M. D. G. Antijesuita convencido, intervino, como
tantos intelectuales comprometidos, en la polémica anticlerical en torno a la «ley del candado» y a la
educación en colegios religiosos.
Sus años de formación vital e intelectual coinciden con los de la crisis europea –y española– que
marcó la caída de imperios coloniales, la pérdida del poder económico de las potencias tradicionales, la
supremacía de Estados Unidos (país que le fascinó), el despertar de Japón, la guerra del Transvaal, la crisis
del positivismo filosófico, Nietzsche, Bergson, el sufragismo, los descubrimientos sobre la estructura
atómica, la teoría de los quanta, Freud, la relatividad, las ciencias sociales, la herejía modernista, el
misticismo y orientalismo, el naturalismo, simbolismo y decadentismo, el exotismo de los balnearios y los
viajes transatlánticos, Jules Verne, Kipling, la Internacional, el movimiento obrero, los asesinatos
anarquistas y el lock out patronal, las terribles utopías de Wells y las sociedades fabianas. Fue el período
que terminó en la Primera Guerra Mundial y con el Imperio Austrohúngaro. Los elementos de esta crisis
forman la estructura ética y estética de la obra de Pérez de Ayala.
Compatibilizó su temprana vocación artística con los estudios de Derecho en la Universidad de
Oviedo bajo la proteccción de Clarín, de quien aprendió los fundamentos de la técnica literaria al uso, y el
magisterio de los catedráticos krausopositivistas –Sela, Álvarez Buylla, Altamira, Posada–, comprometidos
con el solidario experimento de la Extensión Universitaria; ellos le proporcionaron el poso de laicismo
científico institucionista y la ética política liberal que siempre alentó sus escritos y las mejores decisiones de
su vida. Dispuso de la excelente biblioteca del marqués de Valero de Urría y conoció el zurriago de vivir en
una ciudad donde los chispazos liberales tropezaban, como en el resto de España, con el mayoritario y
radical levitismo. Su activa vida mundana en Oviedo lo relacionó con intelectuales y artistas mayores que él,
que apreciaron su gran cultura y agudeza intelectual, y sonrieron ante el estrafalario aspecto que adoptó en
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

su etapa de estudiante provocador: melenas, monóculo, gran corbata y chaleco de tela de mantón de
manila. El redactor del conservador El Carbayón lo zahirió llamándolo «El muy hermoso dama». Oviedo,
provinciana y asfixiante, que Clarín llamó «Vetusta» y Ayala, inicialmente muy apegado al surco del
maestro, «Pilares», es la que pasó a su obra novelesca, junto a su comarca y sus tipos: Noreña, es la
literaria Cenciella, el presidente de la Diputación, Corbera, fue Novillo en Belarmino y Apolonio, Natalia
Perotti, viuda de Martín Escalera, es Pía Octavia Ciorretti en La pata de la raposa... Y, así, literaturizó, con
nombre en clave, lugares y gentes que conoció.
María Martínez Sierra habla de su carácter voltario y, todos, de su fino humor, su liberalismo,
dilettantismo, y de que fuera tan racionalmente convencido de las ideas regeneracionistas de sus maestros,
como delicadamente tentado por el aura intelectual y decadente de la Europa de la preguerra de 1914.
Desde su juventud demostró capacidad para el ensayo y el periodismo, para el comentario, o la sátira, del
suceso social, intelectual y político. El ovetense Pedro González Blanco puso en contacto al aún estudiante
con el grupo de modernistas de Madrid, con quienes inició correspondencia y trato, en especial con
Benavente, Villaespesa, Martínez Sierra, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, José Martínez Ruiz, que aún
no se llamaba Azorín.
En el verano de 1902 El Progreso de Asturias, periódico republicano, sacó, por entregas, su primera
novela corta, Trece dioses. Fragmentos de las memorias de Florencio Flórez, muy en la órbita del Valle de
Sonata de Otoño, que acababa de leer. La pieza, de un modernismo simbolista acusado, plantea, ab nuce,
muchos de sus temas posteriores. Solapa lo blasfemo y lo místico, erotismo y religión, se burla de la
ortodoxia religiosa; juega con lo enfermizo y maneja con soltura las evocaciones mitológicas, la cultura
europea y la del Siglo de Oro español. El diseño de los personajes es aún lineal y plano, pero en ellos
atisbamos reflejos de futuros protagonistas: la novia virginal, María, pasará a ser Fina en La pata de la
raposa, el mundo feudalizante y valleinclanesco rebrota en Artemisa (1907), reeditada en Bajo el signo de
Artemisa, de 1924, obra en la que recopiló cuentos y «nouvelles», primerizos, como el citado, El otro padre
Francisco, Cruzado de amor, Éxodo, y el anticlerical y vitalista cuento de madurez El anticristo, de 1910,
sobre la Semana Trágica de Barcelona de 1909 (el protagonista, en clave, es Alejandro Lerroux, jefe del
Partido Radical, al que estaba afiliado Ayala).
Su primera entrega poética fue La paz del sendero, de 1903, una obra intimista y horaciana, de
innovador sentido de la introspección y notable musicalidad, que revela a un gran poeta modernista alejado
del modernismo grandilocuente y de receta. Los siguientes libros poéticos, El sendero innumerable, de
1915, y El sendero andante, de 1920, van completando una saga poética que debería haber dado un cuarto,
El sendero ardiente, que, dedicado al fuego, hubiera seguido la ronda de los elementos; porque el poemario
de 1903 está muy virgilianamente dedicado a la tierra, al mar el segundo, y al hálito del río pascaliano el
tercero. Las poesías, de abolengo humanista, ribetean la senda de las estancias de una existencia, y
reelaboran temas de la tradición áurea española, como el muy estoico de la barquilla sola y azacaneada por
la vida, o reflexionan sobre los problemas y eternos interrogantes del ser humano: la soberbia intelectual, la
voluntad de hallar el equilibrio de amor y paz entre los hombres, la de encontrarse a sí mismo, o una muy
helénica tensión de encuentro con la ataraxia sonriente y vital. Pérez de Ayala fue, ante todo, un excelente
poeta y un gran ensayista, por más que sus narraciones hayan sido las que más han contribuido a una fama
de novelista, que podríamos llamar «accidental», por el hondo poso ensayístico de sus creaciones.
A partir de 1904 colabora en El Imparcial y ABC, publica en colecciones de novelas y cuentos, y
comparte las ideas radicales de su amigo Azorín, al que sirvió de «negro», como López Pinillos, cuando
sufrió una crisis depresiva. Cuando en 1903 fundó con el matrimonio Martínez Sierra Helios, revista del
modernismo, declaró su compromiso con la literatura pura y su rechazo a convertirla en manifiesto político;
el testimonio de esta convicción, que nunca abandonó, queda en su polémica con Álvaro de Albornoz.
Tentó también las tablas: en 1905 presentó en Oviedo la comedia escrita con Antonio de Hoyos, Un
alto en la vida errante; en 1909 publicó, en El cuento semanal, Sentimental Club (Patraña burlesca),
hermosa antiutopía a caballo entre lo teatral y el cuento ideológico, y en 1928 se estrenó la adaptación de
Tigre Juan por Hoyos. De su interés crítico por el teatro dan cuenta las crónicas recopiladas en los
volúmenes de Las máscaras, en 1917 y 1919.
En 1907 publicó su primera novela larga, Tinieblas en las cumbres. Iniciada dos años antes, iba a
llamarse Eclipse de sol por su trama: el escándalo de la excursión real en tren al puerto, para observar un
eclipse de sol, de varios señoritos y las pupilas del más afamado burdel de Oviedo. La novela cuida tanto
los aspectos materiales de estructura, espacio y tiempo, como la urdimbre de ideas, conflictos y personajes,
en especial Alberto Díaz de Guzmán, protagonista de la tetralogía generacional y alter ego del propio autor,
que tomó el apellido de unos familiares de Logroño con quienes vivió unos meses. La obra reflexiona sobre
un tema muy de época: la crisis del artista que, desengañado de los dogmas, resentido contra la educación
castrante que ha recibido y herido por el insolidario mundo mercantilizado y supersticioso de sus mayores,
persigue el ideal de la pureza estética. Por el relato fluyen hebras de naturalismo, simbolismo decadentista y
la ambición de totalidad y unidad del arte. Alberto, por ahora escultor, es un híbrido de héroe individualista y
apóstol solidario, hipersensible, y con el carácter aún por conformar. El otro personaje llamado a reaparecer
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

en la saga es Rosina, obrerita de una fábrica aldeana seducida y embarazada por un saltimbanqui de circo
ambulante. La ciudad donde nace su hija, Pilares (Oviedo), es tan moralmente hipócrita como su pueblo; a
la mocita sólo el prostíbulo le ofrece lo que las personas decentes le niegan: trabajo para poder atender a su
niña. La oposición campo-ciudad no beneficia a ninguna parte. El punto de vista es bastante sutil,
resaltando la defensa de una sexualidad espontánea y gratificadora. Cierra la novela una crisis nihilista y
blasfema de Alberto que, ebrio y tras romper sus obras, cae yerto.
Pérez de Ayala, aún reciente el escándalo provinciano que levantó Tinieblas, marchó a Londres;
llevaba dinero paterno –apoyo que le permitía posponer la busca de un trabajo definitivo– y la
corresponsalía del trust de periódicos de Miguel Moya: El Liberal, El Imparcial, El Heraldo de Madrid, y una
colaboración de A B C y La Nación de Buenos Aires. En Londres se relacionó con Maeztu, Fernando de los
Ríos, con el príncipe Kropotkin y su círculo ácrata, con el embajador de España; conoció el liberalismo
inglés y el socialimo fabiano y allí, en 1908, recibió la noticia de la ruina y suicidio del padre. Esta doble
quiebra, afectiva y material, marca la nueva etapa de Ramón Pérez de Ayala que asume y planifica su
trabajo de escritor ético con la idea de trazar la biografía de un español de la burguesía liberal. El resultado
es el crítico retrato literario de su grupo social: una autobiografía generacional.
El drástico final de Tinieblas en las cumbre s justifica que, partiendo del lema jesuítico Ad Maiorem
Dei Gloriam, retroceda en la biografía de Díaz de Guzmán para analizar los orígenes del mal en A. M. D. G.,
de 1910. La obra solapa la biografía colegial del inteligente y desprotegido Alberto, «Bertuco», y ecos de la
nacional, con su carga de totalitarismo, injusticia social, las protestas por la guerra de África, el fusilamiento
de Ferrer Guardia. Acontecimientos y gentes del colegio que conoció Ayala, lo que supo por Cejador, y
sucesos de la Semana Trágica, se literaturizan, con nombre supuesto, en esta diatriba anticlerical. Por sus
páginas desfilan Pidal y Mon (Sol e Il), el banquero Herrero (Anárcasis Forjador), o Cejador (P. Atienza).
En 1912 aparece su novela más lograda, La pata de la raposa, acabada en Florencia, donde lucraba
una beca de la Junta para la Ampliación de Estudios. Incorpora la experiencia inglesa, incluidos tipos de la
pensión de Mrs Donkins en que vivió, y el poso de las reflexiones de su nueva vida, a través de un Alberto
Díaz de Guzmán que, lejos de morir al final de Tinieblas, sólo se desvaneció por la tensión de su crisis y el
exceso de alcohol. El desfalco del padre de Pérez de Ayala pasa a la novela como obra del esposo de la
hermana de Fina, novia de Alberto, que es el arruinado. Al ladrón, en línea costumbrista, y muy suya, le da
un nombre intencional: Telesforo Hurtado. Alberto, abrumado por las deudas, las traiciones domésticas, las
tentaciones de la carne, la inseguridad en sí mismo, lejos de autodestruirse, impone ahora la solución vital
como la raposa titular que, atrapada en el cepo, roe la pata presa para huir libre con las tres restantes. El
protagonista, en finta muy propia del modernismo regeneracionista, decide romper el cerco del sentido del
ridículo aprendido con los jesuitas, causante de su dilettantismo y su abulia, para trabajar, humilde y
solidario, como escritor, y ser «la conciencia de la humanidad». La obra se plantea retos interesantes como
la definitiva ruptura del ideal horaciano de alabanza de aldea, merced a la muerte de Fina, la novia aldeana
e insuficiente; el rechazo del decadentismo estéril; la aceptación de cierto franciscanismo moral; el
compromiso ético del escritor; la idea de crear una familia como horizonte personal y, de nuevo, la
presencia de un erotismo libre y gratificante.
Estructuralmente la trama se entrecruza con la de Troteras y danzaderas, cuya acción sucede en
Madrid entre la segunda y la tercera parte de La pata de la raposa. En la segunda parte Alberto se despide
de la virginal Fina para forjarse un porvenir en la capital como escritor y volver a la aldea a fundar juntos una
familia; pero en la tercera parte –han pasado tres años– Alberto sigue buscando su lugar personal y ese
equilibrio que nace de la confluencia de reflexión y autodominio, con pasión y sentimiento. Díaz de Guzmán,
momentáneamente tentado por el horacianismo de un poema de Whittier, regresa a la aldea pero Fina ha
muerto. Este final, posterior a los hechos de Troteras y danzaderas, cierra la saga, y es, desde supuestos
novelescos, feliz, pues libra al protagonista de su mala conciencia con Fina, de la tentación de huída, y le
facilita ser el creador comprometido y liberal que apunta en Troteras.
Troteras y danzaderas, de 1913, novela sucesos de 1910. Se ha leído como novela de clave (no lo es
más que el resto de su obra), por el relieve de sus alter ego literarios: Monte Valdés (Valle Inclán), Díaz
Torcaz (Pérez Galdós), Antón Tejero (Ortega y Gasset), Halconete (Azorín), Angelón Ríos (fusión de
Sebastián Miranda y Manuel Uría), Mármol (Manuel Uría), Arsenio Bériz (García Sanchiz)... Siguiendo la
estética del regeneracionismo finisecular la obra mezcla géneros, incorpora poemas, partes de
representación teatral, diálogos que son verdaderos ensayos, como los de Díaz de Guzmán y Tejero, u
ofrece curiosos ejemplos de monólogo interior. Esa silva de técnicas y personajes enmarcan unos ejes muy
claros: la defensa –frente al arte ruin y farisaico, hecho de plagio y repertorio– de un arte realista, nacido de
la convicción moral y trasunto de la naturaleza física y moral que rodea al artista; la idea de que España no
necesita educación política, sino una educación estética que le despierte los sentidos y la dote de simpatía
cordial para comprender al «otro» y evitar el absolutismo; la necesidad del compromiso ético de todos con la
realidad cívica y con el trabajo profesional: el escritor en la ciudad donde se deciden los ritmos de la vida
civil, la bailarina en el escenario creando nuevos estadios de belleza con su arte, el ingeniero allí donde lo
llame su trabajo, sea en la urbe o en el tajo aldeano. El objetivo es terminar con el mal arte, con la
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

corrupción del turno de partidos, con la monarquía totalitaria, con los oligarcas y caciques. La obra finaliza
ridiculizando los mostrencos denuestos antiespañoles de Muslera (García Morente), y defendiendo el
trabajo y la voluntad como remedio para que en España triunfe la tolerancia y el liberalismo. El paradigma
moral de la obra es la prostituta Verónica, la trotera, que merced a su trabajo llegó a excelente bailarina,
danzadera, y ejemplar ciudadana. Ese año firma con Ortega, Machado, De los Ríos, Navarro Tomás,
Castro, el manifiesto de la «Liga de educación política española». Para los intelectuales fue tiempo de
actuar y de creer en el futuro democrático.
En los años siguientes Pérez de Ayala se interesa más por la política activa: es corresponsal en el
frente aliado, publica Hermann encadenado , escribe en el semanario España, luego en El Sol, y en Política
y toros, de 1920, proclama sus quejas de ciudadano oprimido por la corrupción y el totalitarismo político. En
1916, cuando los objetivos de la burguesía y el naciente capitalismo español chocaron contra el sistema
caciquil, Ayala novelizó en Prometeo, Luz de domingo, La caída de los limones, «Tres novelas poemáticas
de la vida española», los amenes del cacique y, fiel a su exaltación de lo vital y de una naturaleza guiada
por la razón, satirizó las doctrinas librescas sobre la educación y el amor. Las tres obras trufan prosa y
verso con los hermosos poemas recapituladores que inician cada parte.
En 1921 el novelista, casado con una americana y padre, reflexiona sobre la existencia, sobre su
oficio, y plantea el problema del lenguaje, del nominalismo y la incomunicación (constante en su obra), a
través del conflicto individual de los zapateros Belarmino y Apolonio, eternos litigantes sobre la superioridad
de la filosofía o del drama. Belarmino está calcado del zapatero Camporro, de curiosa y peculiar
conversación; Apolonio recuerda a un comerciante francés de la plaza del Ayuntamiento. Martínez Vigil
inspira a don Guillén, y se narra el amor imposible de dos conocidos ovetenses, Corbera y su novia eterna,
que en la novela son Novillo y Consumida. El estilo, leído hoy, resulta un punto antañón, pero la técnica
literaria con que el novelista ensambla en las discusiones de los remendones conceptos y sus
contrapuestas visiones del mundo, es la de un escritor que ha logrado la madurez de sus registros. El ideal
de un lenguaje integrador y universal alegoriza en la obra la búsqueda de esa concordia de los extremos
que tanto gustó a Pérez de Ayala.
El fracaso de la educación tradicional y anti-natural halla en Luna de miel, luna de hiel, y en Los
trabajos de Urbano y Simona, de 1923, un campo de exploración fisiológico-literario que elogiará Marañón
en sus Tres ensayos sobre la vida sexual. La ignorancia de «los secretos de la vida», lleva al borde de la
infelicidad las ilusiones de dos enamorados, educados asépticamente para ángeles. Incapaces de
relacionarse conyugalmente tras su boda se salvan por el profundo amor que se profesan, y por la
capacidad de asumir sus impulsos con naturalidad; pero este aprendizaje, que no se logra sin rupturas y
dolor, recibe la mejor recompensa: un hijo.
En 1926 recibe el Premio Nacional de Literatura con la obra en dos partes Tigre Juan, El curandero
de su honra. Curiosa novela y tragicomedia, vista sub specie theatri; su estructura, dividida en partes
tituladas como los movimientos de una sinfonía –con su nota schopenhaueriana–, mantiene una apretada
simetría que simboliza la integración de las artes –música y literatura, en este caso– en ese movimiento de
armonía y simpatía cordial entre lo creado que es, para Pérez de Ayala, la raíz del liberalismo. La obra
aparece el mismo año que los estudios citados sobre la sexualidad y el donjuanismo español de Gregorio
Marañón, íntimo amigo de Ayala y, no por casualidad, Tigre Juan es la victoria racional del hombre nuevo
sobre las cenizas de la intolerancia y el absolutismo del viejo. Esta reflexión ilustrada sobre la voluntad y el
autodominio, sobre la fidelidad, el amor, la conciencia de culpa, el donjuanismo, la mentalidad dictatorial, la
tolerancia, la generosidad, y la felicidad personal y social, es la que cierra su quehacer de novelista.
A partir de ahí Ayala compaginó la política cultural con sus ensayos, conferencias y artículos en
prensa de pane lucrando. Fue bibliotecario del Ateneo, director del Museo del Prado y embajador de la
España republicana en Londres, hasta el triunfo del Frente Popular. La guerra civil quebrantó su apacible
vida familiar y los sueños de ser ciudadano de una patria tolerante y liberal: los hijos lucharon en el bando
sublevado, perdió a uno de ellos, y sufrió el dolor del exilio y las estrecheces. Hizo un primer intento por
regresar a España, abortado por bravucones falangistas; pudo volver en 1954. Ya no escribió más que
algún artículo suelto, hasta el 5 de agosto de 1962, en que falleció en Madrid.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Miguel de Unamuno

(Ricardo Senabre)

La obra narrativa de Unamuno es amplia y variada: la componen cinco novelas largas, siete más
reducidas y varias docenas de cuentos, sin contar los relatos intercalados, al modo cervantino, en Niebla.
Más de ochenta narraciones de distinta naturaleza constituyen un bloque compacto y de gran complejidad,
que ha provocado múltiples acercamientos e interpretaciones dispares. Llama la atención la desnudez con
que se presentan las historias. Si exceptuamos Paz en la guerra –novela con ribetes aún galdosianos,
cercana en sus propósitos a un libro de recuerdos de la infancia– y San Manuel Bueno, mártir los relatos
unamunianos están desprovistos de elementos externos: paisajes, notas sobre el marco en que se sitúan
las acciones o descripciones físicas de los personajes desaparecen en beneficio de un tipo de narración que
cuenta rápidamente lo imprescindible y se sirve a menudo del diálogo para transmitir un contenido
altamente intelectual. La humorada de llamar «nivolas» a algunos de estos productos sólo sirve para
subrayar la voluntad deliberada, por parte del autor, de renunciar a las formas de la novela tradicional, a las
técnicas desarrolladas por el realismo literario, como más tarde harán algunas corrientes de la novela
europea. Para buscar un hilo conductor que explique, por encima de las diferencias externas, la radical
unidad de la obra unamuniana, podemos partir de las declaraciones del propio autor, que se dirigía a sí
mismo en sus Soliloquios y conversaciones (1911) con las siguientes palabras: «Sí, tus obras mismas, a
pesar de su aparente variedad, y que unas sean novelas, otras comentarios, otras ensayos sueltos, otras
poesías, no son, si bien te fijas, más que un solo y mismo pensamiento fundamental que va desarrollándose
en múltiples formas». Pocos años más tarde, en el prólogo antepuesto a sus Ensayos (1916), Unamuno
reiteraba: «Desde que empecé a escribir he venido desarrollando unos pocos y mismos pensamientos
fundamentales».
Ahora bien: en una obra de ficción, a diferencia de lo que ocurre en un ensayo, cualquier
«pensamiento fundamental» necesita encarnarse en unos personajes y filtrarse a través de una historia
cuya cohesión interna impone peculiares condiciones. La idea nos llega, en rigor, como metáfora. La ficción
se convierte en vehículo metafórico; es un signo que remite a un significado distinto del habitual. Cuando se
dice, por ejemplo, que en la novela Abel Sánchez el personaje de Joaquín Monegro representa la envidia,
se acepta implícitamente que tal personaje es una metáfora. Sin embargo, como personaje que es, posee
su propio entorno, actúa, habla, se relaciona con otros. La metáfora genera a su alrededor una constelación
de metáforas subsidiarias, y todas ellas acaban por integrarse tal vez en un arquetipo que les proporciona
sentido pleno.
Por otra parte, no es arriesgado conjeturar que el núcleo del «pensamiento fundamental» de
Unamuno tiene que ver con el ansia de perduración, idea repetidísima en las páginas del escritor, que no
sólo refiere esa aspiración a sí mismo, sino que la extiende a todos los seres humanos. Así escribe, por
ejemplo, en Del sentimiento trágico de la vida: «El instinto de conservación, el hambre, es el fundamento del
individuo humano; el instinto de perpetuación, el amor, en su forma más rudimentaria y fisiológica, es el
fundamento de la sociedad humana». Pero lo cierto es que la perpetuación por el amor «en su forma más
rudimentaria y fisiológica» conduce a la paternidad; el padre se prolonga y perdura en el hijo. Por eso,
cuando el desdichado Apolodoro de Amor y pedagogía, esfumadas ya sus esperanzas y fracasadas sus
pretensiones con respecto a Clarita –que acaso podría haberlo hecho padre–, piensa en el suicidio, acude a
exponer sus congojas al pintoresco filósofo don Fulgencio Entrambosmares, y éste, después de haber
afirmado que «vivir es anhelar la vida eterna», le aconseja: «Ten hijos, haz hijos, Apolodoro», porque «lo
más seguro es tener hijos..., tener hijos...». Y en el relato Dos madres (1920) la viuda Raquel, que mantiene
relaciones infecundas con don Juan, le insta: «Hazte padre, Juan, hazte padre, ya que no has podido
hacerme madre». En ocasiones, el padre acepta un hijo ajeno y se convierte en padre putativo, como
sucede con el protagonista del cuento El sencillo don Rafael (1912), o con el padrino Antonio en el relato del
mismo título (1915), porque a la postre, como escribe Unamuno en el artículo «Arabescos»,
cronológicamente próximo a estas narraciones, «un hombre es más hijo de quien le crió, educó y le puso en
su puesto en la vida, que no de quien le engendrara, tal vez al descuido». Esta misma idea preside el
cuento inacabado que, sin título definitivo –figuran dos: El otro hijo y El vicehijo– se conserva manuscrito en
los archivos de la Casa-museo Unamuno, de Salamanca. Y en Abel Sánchez afirma Joaquín Monegro:
«Padre no es el que engendra; es el que cría». Así, el padrino Antonio o don Rafael son padres tanto como
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

pueda serlo don Avito Carrascal de Apolodoro. Incluso más: el padrino Antonio comenta que el niño ajeno
de que se hace cargo «es algo más que un hijo como los otros; es una obra de espíritu. ¡Es mi hijo!» Y
conviene añadir que el ansia de perduración mediante la paternidad se extiende también a la mujer. La
Tomasa del cuento Abuelo y nieto (1902) «no pensaba [...] más que en los hijos que hubiera de tener. Ya
que no era hombre sería madre de hombres, nodriza de hombres, criadora de ellos». Paralelamente, si la
adopción puede suplir a la paternidad física, también la maternidad frustrada busca remedios, a veces
extremados. La viuda Raquel arroja a su amante don Juan en brazos de Berta hasta que ambos tienen una
hija de la que luego se apropiará Raquel. Con el fondo de la historia narrada en el capítulo 30 del Génesis y
conservando incluso el nombre de la heroína, Unamuno construye en su novela Dos madres la historia de
una terrible sustracción, en la que Raquel, impulsada por el espíritu de supervivencia, despoja a don Juan
de su paternidad –nada más lógico, pues, que el amante muera poco más tarde en un extraño accidente– a
fin de garantizarse ella misma su perduración. La lucha por la vida, motivo medular en la novelística del
último tercio del siglo XIX, se ha convertido aquí, gracias a un súbito e inesperado salto a la modernidad, en
lucha por la ultravida, por la continuidad tras la muerte. Al pobre Augusto Pérez de Niebla (1914), ¿qué le
queda sino morir a manos de su creador, pese a las protestas del personaje, una vez que ha fracasado su
tentativa con Eugenia?
A la luz de estos hechos puede examinarse el entramado que sustenta la novela La tía Tula (1921),
donde hallamos uno de los tipos femeninos más complejos de la narrativa unamuniana. Aunque, como
personaje, Tula es muy distinta de la Raquel de Dos madres, funcionalmente no difiere mucho de ella.
Desde el primer momento, Tula desvía hacia su hermana Rosa el interés que por ella siente Ramiro, hasta
que logra casarlos. Luego, Tula va despojando a su hermana y a su cuñado de sus hijos para cuidar de
ellos, haciéndolos así «hijos de espíritu», esto es, más que hijos propios. Muere Rosa, como otros
personajes privados de la posibilidad de perdurar, y Ramiro, rechazado por Tula, realiza un último intento al
casarse con la hospiciana Manuela. Pero también los dos hijos de este matrimonio pasarán a cargo de Tula,
absorbidos por ella, con lo que las muertes sucesivas de Ramiro y Manuela constituyen el resultado
inevitable exigido por la lógica interna del relato según los presupuestos unamunianos. Tula, llamada ya
indistintamente «madre» o «tía» por sus «hijos de espíritu», pervive como representación arquetípica, como
signo sincrético de paternidad y maternidad. En el prólogo al drama El hermano Juan –firmado en 1934–
recordará Unamuno que «tan hombre, tan persona es la mujer como el varón cuando dejan de ser macho y
hembra. [...] Y cabe decir que el verdadero hombre, el hombre acabado, cabalmente humano, es la pareja,
compuesta de padre y madre. Es la célula humana personal».
Desde esta perspectiva resultan nítidos algunos aspectos de Abel Sánchez (1917). El atormentado
Joaquín Monegro, obsesionado por vengarse de Abel, toma al hijo de éste, que ha terminado la carrera de
Medicina, como discípulo y ayudante, en un intento de sustraerlo a su padre biológico: «¡Éste, éste será mi
obra! Mío y no de su padre. [...] Y al cabo se lo quitaré, sí, se lo quitaré!» Y Abelín, en efecto, se acerca
cada vez más a Joaquín y acaba por casarse con la hija de éste y considerar padre a su maestro y suegro.
Pero el arquetipo de la paternidad como instrumento de perduración no se limita al hecho de la
paternidad física ni tampoco a la conseguida por prohijamiento o por usurpación. Ya en una carta a Juan
Arzadun, fechada el 18 de noviembre de 1890, habla Unamuno de su próxima boda y de los posibles hijos,
para añadir: «Si Dios no me los da, no importa, los tendré ideales». Naturalmente, no se refería el autor a
hijos adoptados, sino a creaciones del espíritu. El paralelismo entre creación biológica y espiritual es una
idea central de Unamuno. Se encontraba ya en unas páginas del Diario redactadas hacia 1897: «Así como
puso Dios deleite en la procreación para que hagamos de grado lo que por deber no haríamos, puso deleite
de vanagloria en los trabajos de arte y ciencia para que los llevemos a cabo». El creador es, por tanto,
padre y se vierte en su obra. Bastará recordar el poema «¡Id con Dios!» que encabeza el primer volumen
lírico del autor (Poesías, 1907); en él, el poeta-padre se despide de sus hijos-versos a los que lanza al
mundo con la inquietud de no saber qué suerte correrán. En este mundo de la creación –biológica o
artística– regido por el principio de la relación paternofilial hay, claro está, casos de paternidad frustrada,
como el del insigne don Fulgencio de Amor y pedagogía, siempre «meditando en la eternidad día y noche,
en la inasequible eternidad, y sin hijos...», rodeado de «proyectos de obras» que nunca verán la luz,
doblemente fracasado por falta de hijos naturales y de creaciones espirituales. Como doble es el fracaso de
Federico y Eulalia en el cuento Los hijos espirituales (1916), frustrada ella en su afán de maternidad y él en
su anhelo de gloria literaria. Mucho más sutil y complejo es el fracaso de Joaquín Monegro y de sus
esfuerzos por evitarlo en Abel Sánchez (1917). Joaquín no ha tenido un hijo que continuara sus
inclinaciones, y, además, sueña con recoger algún día su gran experiencia clínica en un libro que nunca
escribirá. Por eso se apropia del hijo de Abel y se convierte en su mentor y maestro (traducido a términos
unamunianos, en su padre). Por si esto fuera poco, consiente que el joven Abel vaya recopilando notas para
elaborar el libro que Joaquín no ha escrito y que será su otra vía de perpetuación, porque –reflexiona
Joaquín– «era mucho mejor que escribiese otro aquella obra, como fue Platón quien expuso la doctrina
socrática». Y no acaba ahí el proyecto de venganza de Joaquín Monegro. Una vez que le ha sustraído el
hijo a su odiado Abel, le quedan a éste sus otros hijos, los espirituales, sus cuadros y su renombre como

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

pintor. Por consiguiente, Joaquín planea escribir las Memorias de un médico viejo, donde «haría el retrato
que siempre habría de quedar de Abel y de Helena». Las palabras de Joaquín en su Confesión no dejan
lugar a dudas: «Y no serás Abel Sánchez, no, sino el nombre que yo te dé. Y cuando se hable de tí como
pintor de tus cuadros, dirán las gentes: “¡Ah, sí, el de Joaquín Monegro!” Porque serás de este modo mío,
mío, y vivirás lo que mi obra viva » .
El proyecto de Joaquín consiste, como es fácil advertir, en algo más que una voraz absorción de la
personalidad; es una anulación total de la persona odiada, despojada así de su carácter paterno y también
de toda posibilidad de perduración por su obra.
Pero, de igual modo que Joaquín se convierte en «padre» espiritual del hijo de Abel, éste, en el caso
de escribir el proyectado libro sobre la figura de su suegro y maestro, «creará» también un Joaquín, lo hará
hijo suyo. Paternidad y filialidad invierten sus papeles. Se trata de una idea permanente en Unamuno que
aquí ha revestido contextura narrativa. Si cada uno es hijo de sus obras, como escribió Cervantes y
Unamuno recuerda, el propio Cervantes es padre del Quijote y, a la vez, hijo suyo. En Abel Sánchez se
apunta un procedimiento que Unamuno explotará más tarde: la cesión de la palabra, por parte del padre-
escritor, a un hijo-personaje que puede «crear» a su vez la misma historia, acaso con un signo diferente. En
el caso de Abelín, el hijo espiritual de Joaquín Monegro, este recurso no pasa de ser mera posibilidad,
propósito que no llega a cumplirse dentro de los límites de la novela.
Pero el camino está ya iniciado, y se aprovechará con mayor decisión en La novela de don Sandalio,
jugador de ajedrez , compuesta en 1930. En ella, el anónimo autor de las cartas que constituyen el relato
llega a forjarse, basándose tan sólo en la observación externa, una imagen del silencioso y hermético don
Sandalio. El narrador crea así al personaje, lo inventa, lo hace suyo al atribuirle un carácter y hasta una
biografía. Sin embargo, el irreprochable don Sandalio del Casino va a parar a la cárcel, y por diversos
indicios intuimos que existe un don Sandalio muy diferente del que ha creado el narrador con sus cartas;
pero cuando, muerto ya el enigmático ajedrecista, su yerno intenta hablarle de él al narrador, éste lo
rechaza: «Le ruego que no insista en colocarme la historia de su don Sandalio, que la del mío me la sé yo
mejor que usted [...]. Me basta con lo que yo me invento». No se trata de rechazar la verdad en beneficio de
la imaginación, es decir, de preferir la novela a la historia. Es, para decirlo tajantemente, que un padre no
cambiaría a un hijo por otro, aunque este otro fuera más hermoso y saludable. Cuando el narrador dice «mi
don Sandalio» se expresa con toda propiedad. Este personaje delineado ante nosotros es hechura, creación
del narrador, hijo suyo, tan legítimo y real como ese otro don Sandalio familiar que sólo borrosamente
entrevemos. El problema de la personalidad acaba por transmutarse en un problema de paternidad.
Este planteamiento se simplifica extraordinariamente y alcanza su culminación en San Manuel
Bueno, mártir, novela publicada por vez primera en 1931 y para la que se ha señalado el precedente de Il
santo, de Fogazzaro, pero cuyo más lejano origen se halla en el cuento unamuniano El maestro de
Carrasqueda, de 1903. A don Casiano, el maestro, «Dios no le dio hijos de su mujer; pero tenía a
Ramonete, y en él al pueblo, a Carrasqueda todo», y en el campo, «rodeado de los chicuelos [...] le
brotaban las parábolas del corazón». Desde que conoce a los carrasquedeños, sus intenciones son claras:
«Lo primero enseñarles a que se lavaran; suciedad por dondequiera». También a don Manuel «le
preocupaba, sobre todo, que anduviesen todos limpios». Y si don Casiano no escribe, pero se propaga por
medio de sus discípulos –«¡Habla y enseña aunque no te oigan!»–, también don Manuel «escribía muy poco
para sí, de tal modo que apenas nos ha dejado escritos o notas», según consigna Ángela Carballino.
En San Manuel Bueno, mártir tropezamos de nuevo con un narrador –en este caso narradora– que
«crea» un personaje del que sabemos que existe otra imagen distinta que, además, llegamos a conocer en
parte, a diferencia de lo que sucedía con don Sandalio. Ángela Carballino, que se presenta como discípula
de don Manuel –«hija» la llama él afectuosamente–, confiesa al cabo de unos años de ayudar al párroco:
«Empezaba yo a sentir una especie de afecto maternal hacia mi padre espiritual». De nuevo, maternidad y
creación son aquí paralelas. En el relato, Ángela está «creando» a su don Manuel –cuya imagen «iba
creciendo en mí sin que yo de ello me diese cuenta»–, con sus dudas y su misteriosa y permanente tristeza,
y esto explica la transformación de sus sentimientos. Se ha consumado aquí lo que en La novela de don
Sandalio, jugador de ajedrez era tan sólo una intuición no desarrollada. El pueblo crea a san Manuel –y así
lo muestra la narradora–, pero Ángela Carballino descubre también los repliegues tras los que se oculta don
Manuel. La faz histórica y la intrahistórica del personaje se integran armoniosamente en la novela.
El arquetipo de la paternidad exige, sin embargo, el correlato de la maternidad, más firme y estable.
Para proyectarse como padre, el creador debe partir de su situación de hijo. En el escritor, por ejemplo, «las
ideas que en cierto modo traíamos virtualmente al nacer, las que encarnaron como vaga nebulosa en
nuestra primera visión [...] son las ideas madres, las únicas vivas, son el tema de la melodía continua que se
va desarrollando en la armoniosa sinfonía de nuestra memoria», como afirma Unamuno en Recuerdos de
niñez y mocedad. Por eso gusta el autor vasco de repetir la frase de Wordsworth según la cual el niño es el
padre del hombre. En la literatura unamuniana, los padres frustrados, los personajes en crisis o sin
perspectivas inmediatas de proyección, vuelven a la actitud infantil y buscan en la mujer la madre. «¡Quién
sabe!... Acaso casándome volveré a tener madre», medita Augusto Pérez en Niebla. En La tía Tula, el frágil
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

y pusilánime Ramiro «se sobrecogía al oírse llamar hijo por su cuñada». La impetuosa Raquel de Dos
madres, que trata de convencer a don Juan para que le dé un hijo de otra mujer, mantiene una posesiva
actitud maternal con su amante, a quien «le hizo sentarse sobre las firmes piernas de ella, se lo apechugó
como un niño»; o bien: «Volvió a cogerle Raquel como otras veces maternalmente, le sentó sobre sus
piernas, le abrazó, le apechugó a su seno estéril. [...] Y le decía: –¡Hijo mío, hijo mío, hijo mío!» En Abel
Sánchez, y en un momento de profunda aflicción de Joaquín Monegro, su esposa lo llama «hijo» y lo acoge
en su regazo «como a un niño enfermo, acariciándole». Ya mucho antes, en Amor y pedagogía, había
narrado Unamuno otra situación semejante: en medio de la consternación de don Avito y Marina por el
suicidio de su hijo Apolodoro, la esposa «coge de la cabeza» a don Avito, «se la aprieta entre las manos
convulsas, le besa en la ya ardorosa frente y le grita desde el corazón: “¡Hijo mío!” A lo cual el atribulado
pedagogo responde con un gemido: “¡Madre!”». Y en Niebla recuerda Augusto vagamente la muerte de su
padre: «Repercutía en su corazón, a tan larga distancia, aquel ¡hijo! de su madre, que desgarró la casa;
aquel ¡hijo! que no sabía si iba dirigido al padre moribundo o a él, a Augusto, empedernido de
incomprensión ante el misterio de la muerte». Hay que decir que todo este tratamiento literario, y lo que
supone en el pensamiento de Unamuno, procede de una experiencia personal que el propio autor relató
muchos años más tarde, en Cómo se hace una novela, pero que ya había contado privadamente y con
palabras muy parecidas en una carta dirigida a Pedro Corominas en 1901: «En un momento de suprema, de
abismática congoja, cuando me vio [mi mujer] en las garras del Ángel de la Nada llorar con un llanto
sobrehumano, me gritó desde el fondo de sus entrañas maternales, sobrehumanas, divinas, arrojándose en
mis brazos: ¡Hijo mío! Entonces descubrí todo lo que Dios hizo para mí en esta mujer, la madre de mis ocho
hijos, mi virgen madre...»
Pero no es esta coincidencia lo más interesante del asunto, salvo para destacar la posterior fusión
entre vida y literatura, que podría extenderse a otros aspectos. Así, el arquetipo de la paternidad, por
ejemplo, ¿no hace pensar en que Unamuno perdió muy pronto a su padre? Lo recuerda el autor en varias
ocasiones, desde Recuerdos de niñez y mocedad (1908) hasta Cómo se hace una novela (1927), donde
todavía leeremos: «Murió mi padre cuando yo apenas había cumplido los seis años y toda imagen suya se
me ha borrado de la memoria, sustituida –acaso borrada– por las imágenes artísticas o artificiales, las de
retratos». Pero, sobre todo, lo significativo es que Unamuno atribuye la misma circunstancia a muchos de
sus personajes: el Pachico Zabalbide de Paz en la guerra «apenas guardaba penumbrosa memoria de sus
padres»; el Gabriel del cuento El abejorro habla así de su padre: «Apenas lo recuerdo; su figura se me
presenta a la memoria esfumada, confinante con el ensueño»; del Augusto Pérez de Niebla se dice: «De su
padre apenas se acordaba; era una sombra mítica que se le perdía en lo más lejano». Y algo semejante
afirma la Ángela Carballino de San Manuel Bueno, mártir. Todos ellos, entre otros personajes, coinciden en
esto con su creador. A pesar de ello, lo decisivo no es esta correspondencia biográfica, sino la configuración
literaria del tema.
Los arquetipos cruzados e intercambiables de la paternidad, la maternidad y la filialidad entablan
relaciones que llegan hasta la formulación de ideas abstractas. «El amor es hermano, hijo y a la vez padre
de la muerte, que es su hermana, su madre y su hija», leemos, por ejemplo, en Del sentimiento trágico de la
vida. Este entramado de correspondencias lleva implícito un tipo que las subsume a todas: el de la familia
como célula social, «la verdadera célula social», según palabras de Augusto Pérez en Niebla. Dentro de él
figura un subarquetipo concerniente a las relaciones familiares: el cainismo, una forma de amputación y
ruptura del modelo ideal, como pueden serlo la paternidad frustrada o la obra que no pasa de proyecto. El
motivo de Caín es frecuente en la literatura unamuniana, y no sólo en la obra narrativa, donde, además de
la novela Abel Sánchez, contamos con relatos breves como El marqués de Lumbría, que narra cómo la
envidia entre dos hermanas se reproduce en sus respectivos hijos. Encontramos el motivo en las páginas
sobre La Flecha que abren el libro Paisajes (1902); en ensayos como La envidia hispánica (1900), Soledad
(1905) o Del sentimiento trágico de la vida, así como en un buen número de poemas o en el inquietante
drama El otro.
La densidad de la obra narrativa unamuniana radica tanto en su desnudez constructiva –que anticipa
muchas innovaciones técnicas de la novelística europea del siglo XX– como en su rigor conceptual y en la
extraordinaria coherencia que sustenta las diversas creaciones del escritor –también las de otros géneros,
como la poesía o el teatro–, independientemente de la distancia cronológica entre ellas o de que el
tratamiento de las historias se plasme unas veces en relatos breves y otras en entramados complejos. Esta
cohesión, esta solidaridad de las narraciones, brotes al fin de un mismo tronco, anula su apariencia
heterogénea, establece su unidad interna y proporciona a la obra de Unamuno su inconfundible y peculiar
fisonomía.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Ramón Gómez de la Serna

( César Nicolás )

Asomados al escaparate

¿Qué esperamos de una novela? Desde sus orígenes nos hallamos ante un versátil género de
consumo. Carro de trapero –se diría–, lleno como está de despojos, asimilaciones de otros géneros,
transformaciones de todo tipo, al tiempo que de cajas y cajitas de subgéneros propios, con unos códigos y
estereotipos que, con independencia de la calidad del producto, mantienen un público fiel. Al igual que el
cine modelado por ella, la novela es una industria de ficciones. Por imaginarios que sean sus mundos,
organiza su semántica sobre códigos marcadamente pragmáticos, ligados en cada momento a la visión y
realidades del público, pues depende lo suyo del mercado. Por ello, este elefante de casi dos mil años (que
en ciertas épocas parece que agoniza o que se nos transforma en jirafa) suele modificarse con mayor
lentitud que otros géneros cuando en las artes sobrevienen grandes innovaciones. Máxime si –como ocurre
en las vanguardias– tales cambios afectan a un realismo unido de antiguo a su forma de representación.
¿Cómo llevar a la novela, género de masas, esa radical modificación que ha sufrido la figuratividad?
Es elocuente el cronómetro: salvo aventuras aisladas (como la de Ramón), desde que irrumpe el cubismo
(1907) han de transcurrir casi dos décadas hasta que la nueva novela eclosione de forma masiva, bien
avanzados los 20.
Para apreciar y disfrutar lo que hace Ramón, ¿no habrá que cambiar de anteojos y situarse en otros
módulos narrativos? Módulos que se hallan en función de los anteriores e incluso los parasitan, pero
acarrean cierta ruptura. Y es que lo artístico es movedizo y sólo puede medirse históricamente. Como vieron
los formalistas rusos, entraña un proceso de automatizaciones y desautomatizaciones sucesivas que nos
provoca esa percepción inusitada de las formas y lo representado por la que se origina lo estético. La
desautomatización, como ruptura expresiva, afecta al género, y percute sobre algo tan decisivo como la
visión y representación anteriores, vistas como estereotipadas. Ello supone la transformación paralela de las
expectativas del público, que puede ser humorística y llegar a la provocación.
Educado por los medios de masas y unos géneros de consumo, ¿podrá el lector de hoy sonreír al
menos con las novelas de Ramón? Para entender esta literatura hemos de usar dos lentes, y hacer un
bucle con nuestra época. Situarnos de un lado en la poética de las vanguardias, que el autor de El Rastro
(1914), Greguerías (1917) o novelas como La viuda blanca y negra (1917) abre en nuestro país. De otro, en
los códigos narrativos de las dos primeras décadas del XX.
Cierto: por diversas vías (irónicas, estilísticas, autorreflexivas, haciendo nivolas o puntillismo), desde
finales del XIX la novela se ha empezado a transformar. En Conrad, James, Unamuno, los Goncourt, lo que
sea la realidad se vuelve problemático, y Dujardin ya ensaya el monólogo interior. Tanto lo real como su
simple reproducción comienzan a hacerse pacatos, cosa de estereotipos, y Henry James lo ilustra de perlas
en un metarrelato como The Real Thing (1893).
Así y todo, aun contando con Baroja y cierto 98, que empiezan a modificar nuestra novela (la de Valle
aún no ha arribado al esperpento), en la España de esas décadas (1900-1920) las expectativas de la
mayoría gravitan en torno a aquel realismo consagrado por la novela del XIX, que para los más exigentes se
ha saturado y no nombra en absoluto la realidad. Junto a él, y más popular, perdura un costumbrismo
plagado de clichés. De la zarzuela a la prensa, de Arniches a los Quintero, unido a lo castizo, vive una
segunda apoteosis.
Como nueva norma artística triunfa el Modernismo. Lirificando y estilizándolo todo, ese lenguaje
metafórico, curvo, asociativo (medular sen Ramón, que parte de los raros) se ha industrializado. Vuelto art
nouveau, alcanza ahora a las masas. Y se hace epigonal: de Juan Ramón a Gaudí, pasando por la novelas
de Hoyos y Vinent, ha acabado por desembocar en lo cursi, que inunda los escaparates.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

¿Escaparates? Si nos asomamos a los de las librerías de este Madrid provinciano de 1914
(septiembre anaranjado en el que ya se insinúan las luces delgadas del otoño: la prensa vocea la
contraofensiva del Marne), comprobaremos que la generación del 98 se consagra ahora mismo en el
mercado, y vendiendo por cierto novelones históricos; que naturalismo, costumbrismo y modernismo
coexisten y hasta forman pandilla. Y que la novela, vuelta mercancía, anda (pese a un Miró o un Pérez de
Ayala) todavía encorsetada, falta de atrevimiento. Puesta en trance disolutivo parece vivir un impasse,
dominada como la de ahora por unos géneros de consumo que, viniendo de lejos (folletín, novela social,
histórica, costumbrista, de aventuras, etc.), copan la mayoría de los relatos, justo los que gozan de más
espacio en las vitrinas: los mejores –Valle o Baroja– los tratan de dignificar.
Pero algo remueve tan plácido estanque, lleno de estereotipos y reflejos miméticos, dislocándolos
humorísticamente para mostrarnos que todo eso –empezando por el realismo– no es sino visión limitada,
grave e irresponsable distorsión de la vida, que en nada se parece a los códigos que nos imponen tales
novelas. Cierto: en este Madrid de porteras, pescantes y mantillas, ómnibus opalinos, barbas y chisteras,
literalmente excéntrico, ¿qué pinta un vanguardista? Pero ¡oh!, cruzando los cristales, onda entre patillas,
ojo de cachimba que emerge y se reflecta en esa gran pecera de los libros, cuerpo con algo de botijo,
vemos aparecer a Ramón.
Con cosas ya del capricho, ahí está El doctor inverosímil, que «La Novela de Bolsillo» acaba de
editar. Un racimo de historietas, de sorprendentes casos clínicos (atreviéndose a llamar a eso tan divertido,
descoyuntado y absurdo nada menos que «novela»: ha visto, de entrada, un género a parodiar). Y asoma
un Ramón multiplicado, reflexionando críticamente tanto en los espejos de Pombo y las riberas del Rastro
como en los vidrios de sus manifiestos, pedradas a la sociedad de la época, a los escaparates de estas
librerías.
En efecto, ¿qué hacer con toda esa literatura llena de argumentos y temas viejos y ominosos? A toda
esa novela (indigesta, pedante, falaz), lo mismo que a ciertos objetos desdichados –piensa Ramón–, urge
darla un golpe, cribarla o deshacerla para transfigurarla en otra cosa, librándola cuando menos de su
sufrimiento, de su tontuna, de su enajenación. Y sopesa para hacerlo el potencial de la greguería:
disolvente, martillo, berbiquí –pero también metáfora, aglutinador, transformador–.
En definitiva (pues asomados al escaparate avistamos una dialéctica): estamos, primero, ante la
novela realista, sentida como orden y coherencia falsos; luego, ante las rarefacciones del modernismo. Sale
un precipitado social y literario que Ramón ve listo para atomizar y transformar. Parasitando y cuarteando el
texto realista (garbancero, asfixiante y espeso), atomizando con cariño el modernista (ese corsé lírico y
sensitivo que propende a lo cursi) nos propone un texto ligero y agujereado, cuyo significado, al tiempo que
expresa lo insólito o lo indecible, se torna parodiante, humorístico, perverso e intertextual.

La novela greguerística

Consideremos su novelismo: una práctica y una poética que se nos entrega en diferentes escritos.
Sin ir más lejos, en El novelista (1923), juego de espejos, novela dentro de la novela que nos aloja en un
doble marco. Uno externo: el taller y figura del novelista Andrés Castilla. Otro interno, pues que dentro de él
se abre el mundo de sus relatos. Ambos planos espejean y convergen, rompiendo los límites entre realidad
y ficción. Se impone el poder de la fantasía y la fragmentación de la novela: prisma, puzzle, zona de
tangencias, vehículo de greguerías e injertos discursivos, de numerosos cuentos o nouvelles. El novelista
(cuyos relatos a su vez se entrecruzan) es máscara de Ramón, que nos refleja así su modo de novelar.
La novela ha de ser, pues, al igual que el cuento (Ramón no los distingue) representación de lo
nuevo, de lo no transitado. Hay que liberarla, descomponerla y volver a componer bajo la intuición y el
deseo, la metáfora y el inconsciente, abriéndola a la imaginación y al humor. Anclarla no en la superficie
histórica ni en unos ficticios esquemas argumentales, sino en el hilo de lo discontinuo y en esa realidad
inconsciente pero determinante que forman las cosas y el ello, lo reprimido e ignorado, que Freud acaba de
descubrir. Hay que constatar la vida: Ramón plantea una novela multifocal y polifónica (abierta, vitalista,
lúdica, autobiográfica). E inaugura lo fantástico nuevo, descubriéndonos, al tiempo que Kafka, lo insólito en
lo cotidiano, y todo lo inquietante en las entrañas de la realidad.
Consideremos lo que ocurre a su vez con la greguería. Comporta, de entrada, un focalizador que
capta lo latente y lateral, y modifica nuestra visión habitual de las cosas. Adherida a la imagen, supone una
sorprendente revelación. Comienza por estirarse, conformando paquetillos de prosa. Y la vemos mezclarse
a otros géneros, adoptar muchas formas y hasta desarrollar músculos con novedosas funciones
representativas. A partir de 1914 se convierte en núcleo de la prosa de Ramón. Puede ir aislada. Pero al
ponerse en contacto con los restantes géneros, y en concreto con los narrativos, pasa a convertirse en
herramienta de signo tanto constructor como deconstructor. Y es que lo mismo puede constituir por sí
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

misma un microrrelato o capricho que servir para la transformación y atomización de toda la narrativa
existente. ¿Atomización? A las ya vistas (novelas que invito a considerar como estrictamente atomísticas,
cuasi colecciones de «cuentos») hay que añadir Cinelandia (1923), llena de ramonismo: pura yuxtaposición
ya de fogonazos, de microrrelatos greguerísticos unidos sólo por el mundo del cine, por el correlato de
Hollywood, que se nos revela desde infinidad de ángulos.
Entre novela y greguería se produce una simbiosis con dos movimientos complementarios. En el
primero, hay una estética de ruptura, de fragmentación y desorden. Lo greguerístico se convierte en unidad
o bloque digresivo, y aun atomizador, provocando un efecto chocante. Rompe la estructura lineal de la
novela del XIX y puede llegar a disgregarla. Retarda (e incluso vampiriza) la acción. Y modifica nada menos
que la visión y representación convencionales, que se estilizan mediante metáforas y metonimias insólitas.
¿Metáforas? Al insinuar junto al desorden un plano asociativo (en la greguería y la novela) Gómez de la
Serna apela a un nuevo modo de lectura que culmine su diseño experimental.
Y es que en un segundo movimiento, de signo asociativo, vemos a esos núcleos de imágenes
fundirse con lo narrado. Al tiempo que intensifican la historia, crean coherencias y constelaciones propias,
lazos implícitos que organizan la trama y han de ser inferidos por el lector (cuya participación se torna
esencial: baste decir que la greguería modula los temas y los momentos de clímax del relato).
Para disfrutar y ver lo que digo, acérquese el lector a novelas tan estupendas como El incongruente
(1922), ¡Rebeca! (1936) y El hombre perdido (1947). Forman la serie «de la nebulosa» y participan tanto del
surrealismo (que la primera, divertidísima y corrosiva, adelanta) como del bildungsroman o novela de
aprendizaje que, por activa o pasiva, se ve parodiada y subvertida, mostrando, junto al caos y paradoja del
hombre, el absurdo de nuestra sociedad. Al menos las dos últimas, de signo íntimo y transcendente
(temática del deseo, búsqueda de la mujer o el sentido de la existencia en el laberinto de la gran ciudad),
implican a su vez la novela autobiográfica. Seguidas de lejos por La quinta de Palmyra (1923) y La Nardo
(1930) (pero sin olvidar El Gran Hotel, 1922), las tengo como las mejores de Ramón
Se produce una superposición de estrategias: la greguería plasma magníficamente marcos y
ambientes, y aun conduce las líneas de fuerza de la novela. Al tiempo, disloca o minimiza la acción y el
argumento convencionales. Acción y argumento que para colmo suelen verse –como los personajes–
parodiados o caricaturizados en sus relatos. Desde los tempranos (pasando por El incongruente) hasta los
tardíos, como Las tres gracias (1949), novela madrileña que trenza nueva y sutil palinodia de la crónica
negra y el folletín.
En cualquier caso, hay una dialéctica; lo digresivo asimila y es asimilado por los restantes materiales
y pasa a convertirse en forma de la novela, en rasgo que cruza toda nuestra narrativa de vanguardia, de la
que Gómez de la Serna se convierte en modelo. Su novelismo abre toda una modalidad greguerística: esa
novela que, unida a ciertas constantes temáticas (ludismo, cosmopolitismo, humor y erotismo estilizados;
representación desautomatizada y greguerística de los objetos; personajes planos y caricaturescos; crítica,
parodia, cosificación) se convierte en enseña del arte nuevo. El fenómeno alcanza al relato corto y aun
cortísimo, donde Ramón es espléndido (baste recordar sus caprichos): crea hasta géneros propios, uniendo
el humor y lo inquietante. Entre tantos ingredientes, ¿se produce siempre una buena simbiosis? No, pero
aun en el peor de los casos, lo greguerístico plastifica la novela y la dota de una riquísima atmósfera.
Surgen otras realidades, profundas y extrañantes, que pasan a protagonistas. La anécdota y la historia no
sólo se dislocan, sino que parecen al cabo superficie, pretexto para ir calando eso otro, que según se
encadena transfigura el conjunto: así de raro, de interesante es el arte de Ramón.
No hay que pasar por alto sus problemas como novelista (novelas desiguales, escritas muy deprisa;
ese estilo personalísimo que tan pronto las lleva a lo más artístico como las asfixia; personajes
esquemáticos que sueltan incluso greguerías y apenas disimulan ser mera proyección del autor, que habla
por su boca). Pero hasta en sus relatos más débiles surgen densidades de tiempo y espacio, relieves
léxicos, texturas inéditas, hallazgos a veces geniales, humor, apabullante originalidad. Además: estamos
ante una escritura del deseo; lejos de ser mimética, la novela debe realizar lo que nos falta en la vida, y aun
representar lo onírico y lo imposible. Y es que su novelismo es dialógico e intertextual. No sólo experimenta:
arranca de la parodia (aunque la crítica lo olvide). Busca la transformación –crítica, humorística y poética–
de toda la narrativa anterior y, con ella, la de nuestra sociedad.

Novelismo y público: transformaciones y paradojas

Ramón no es sólo el precursor de nuestra vanguardia; es literatura en estado puro y un auténtico


creador. Significa (en nuestra literatura y en las otras) todo un modo de visión y representación: tiene eso
tan difícil que llamamos un estilo y un mundo propios. ¿Y qué le pasa con el público? Pues una paradoja. Y
con esto vuelvo a lo del escaparate, porque en lo popular, en la calle (por la que él se pasea), mandan como
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

hoy unos géneros de consumo. Veamos esa literatura y lo que hace con ella, al percibirla como falsa,
redundante o automatizada.
Hay un público de masas. A ellas va lo castizo y fisgón del costumbrismo, que llega despiezado a la
prensa de primeros de siglo: rápidos apuntes (ráfagas, alfilerazos, volanderas) que distraen al lector y
reflejan la actualidad. En ellos se inspira la greguería. Hay mucho costumbrismo en el Madrid de la época,
pero rancio, acartonado: el Ramón paseante y vitalista (que mientras visualiza el Rastro, apunta retratillos
de chulapas y horteras) quiere dignificarlo, ha visto una cantera para sus dotes observadoras y gráficas:
puede transformarlo y convertirlo en avanzadilla. No sólo la greguería; por la vía de ese pintoresquismo
insólito discurren también su madrileñismo, gollerías y parte de su ramonismo y miscelánea.
Y con ellos, un amplio cúmulo de relatos, empezando por los madrileñistas. En rigor, cuentos o
novelas de ambiente, con la ciudad como protagonista (que se nos redescubre y vuelve asombrosa). Llegan
hasta Piso bajo (1961) y pasan por rarezas tan indefinibles como El torero Caracho (1926). Y es que de
unos tópicos de lo cotidiano y castizo (de un repertorio que le entusiasma al público), saca algo original y
artístico, pero sin duda perturbador.
Ya lo dije: en Ramón hay un cambio de óptica. Y un atentado al mercado; con ludismo e ironía, va a
intentar nada menos que disociar y transformar la vieja mercancía literaria. De entrada, eso tan
acostumbrado o castizo –que representa la normalidad o lo típico– se ve no sé si parodiado, pero sí
invertido en buena parte de su significación. Lleno de plasticidad, se torna insólito, inquietante o macabro –
cuando no grotesco o ridículo, registrando toda clase de anomalías–. Junto a un expresionismo que
comparte con Solana, Ramón lo hace ingresar en lo fantástico, como vemos en La viuda blanca y negra, en
cuentos como «La abandonada del Rastro» (1929) o en otros de La malicia de las acacias (1927).
Afloran ahora lo inconveniente y lo prohibido. Y lo que no era sino una temática conformista, una
identidad engañosa, meros estereotipos, se llena de significados críticos: el topicazo se rompe o transtorna,
transformado por nuevas formas de expresión. Repito: junto a la experimentación y mezcla con otros
géneros populares (folletín, crónica negra, mitos de masas, etc.), surge un humor vanguardista que va como
en sordina y desdobla o pone en solfa la historia que leemos (la lógica del relato, o esa fatalidad que
arrastra a los personajes), tomada a la postre de esos mismos géneros, de los que Gómez de la Serna se
burla, y de los que al tiempo se sirve para connotar. Para colmo, este costumbrismo de vanguardia se
empareja con un erotismo inédito, lúgubre y vitalista, sensual y mórbido, que viene de los decadentes y
unido al ambiente alcanza su apoteosis en La Nardo.
Del pasado siglo proceden también esas galerías de gestos o tipos anónimos. Ha nacido el
expresionismo: Ramón ve ya muñecos sin rostro, como los de Kafka, y los pinta de un solo rasgo, unidos a
un objeto, en instantánea. O esos personajes planos, que inundan sus novelas. Transformados por lo
humorístico, se convierten en caricatura del autómata urbano, con aire guiñolesco; Ramón aprecia el cine
mudo, y lo vierte a la literatura. Humorismo estilizado: el ocaso del individuo es patente en esos personajes
unidimensionales, ligados casi siempre a una manía, como el don Pablo de El secreto del acueducto (1922)
(víctima de su pasión por Segovia), el hastiado y angustiado Quevedo de El Gran Hotel (con su frenético
deambular buscando conquistas), o ese nuevo Landrú que representa el Roberto de El chalet de las rosas
(1923), novela también de crimen, y donde el humor negro de Ramón, que encara de muy otro modo el
asunto, tiene ocasión para brillar.
¿Recuerda el lector a aquellos detectives que aguzaban la vista, como el científico ante el
microscopio? Más o menos implícitos, pasan greguerizando por sus novelas, desde los «casos» de El
doctor inverosímil a El novelista, por no hablar de ese nuevo cíclope con monóculo, el prototipo del facha
que vemos parodiado en El caballero del hongo gris (1928). He dicho detective: además de remitirnos a la
novela de consumo (género policiaco), es también el trasunto de aquel omnímodo narrador realista, que
ahora subyace atomizado (y burlado) tanto en sus relatos como en sus monografías: ingente catálogo de
miradas, inspección con lupa de lo desatendido, donde una aguda percepción sinecdótica –asociada a la
imagen– disloca las ingenuidades del simple voyeur. Y es que Ramón, que ama la desintegración, adopta
también esas lentes del naturalismo que incluso antes, en un Quevedo, miran a lo bajo, haciendo puntillismo
(y que tienen en la pesada novela burguesa, y más en la de Blasco, un público apetecible, potencialmente
tránsfuga, si se le sabe dar lo descriptivo desde una nueva óptica).
¿Qué decir del sensual folletín modernista que dignifican Valle-Inclán, D’Annunzio, o el inefable
Hoyos y Vinent? Lo desarticula; concentra en píldoras su pegajoso lirismo, su estilización de escaparate, su
magnífica cursilería. Y mete lo absurdo y prosaico a rebanadas: lo desmonta y pasa por la lúcida criba de
Charlot (las citas serían aquí interminables: vaya el lector a los innumerables títulos femeninos de sus
novelas, de La viuda... a La Nard o, pasando por cuentos como «La hiperestésica» (1928).
Llenas de viajeros desasosegados, sus novelas cosmopolitas (El Gran Hotel, La quinta de Palmyra,
etc.) contrastan en ese inmenso baúl que forman géneros como la novela y los libros de viaje: su mironeo
por la urbe –interruptivo e insólito– es esencial; ocupa más espacio que el aparente designio de la historia.
Se suceden las ciudades, pero jamás se había visto mirar a tantas partes, ni haciendo greguerías, ni desde
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

tantos ángulos de visión. Las de la «nebulosa», ya reseñadas, convierten ese vagabundeo por la calle (tras
lo nuevo, la mujer o lo imaginativo) en una alegoría de la búsqueda (casi siempre infructuosa: un laberinto
de ausencia del que, con el deseo, brota la escritura). Y es que su novelismo se asoma a «ventanas» y
«viajes» diferentes, siguiendo, con el deseo, la ruta de lo inesperado.
Por lo demás: la vieja novela porno (que incluso Felipe Trigo cultiva, juntada al naturalismo) se ha
transmutado ahora en un erotismo insólito, que imita de inmediato nuestra vanguardia. Unido a los objetos,
se hace cosa connotativa y artística, y es un ingrediente entre otros. Pero otro tanto sucede con un género
tan lleno de público como la novela histórica; lejos de las de Valle o Baroja, sus Novelas Superhistóricas
(1944-1949) surgen como totales rarezas: a menudo, son leyendas greguerísticas, burla mágica del género,
fábulas extraviadas.
Lo apunto: Ramón experimenta con una ingente literatura de masas, y a través de la greguería, y en
clave vanguardista, nos la devuelve artísticamente desautomatizada. Transforma y vivifica todo objeto
industrial, sí; y con él, toda literatura estereotipada, de consumo. ¿Se da cuenta el lector de que, bajo su
apariencia frívola y deshumanizada, esta literatura delata al hombre masa, y subvierte las referencias (hoy
ya casi inconscientes) de una aberrante política de multitudes? ¿Cómo casar sus estrategias vanguardistas
con un público plano y manipulado (unidimensional, como diría Marcuse), que ama lo redundante?
Al igual que su poética, su obra (que camufla unas dificultades y una distancia estética bajo el fino
envoltorio de lo rápido y popular) explica esa fisura entre su fama de artista y lo minoritario de sus lectores.
Ramón es un autor marginal, popular por su figura, pero poco leído; sólo muy gota a gota (en casi un siglo)
se irán reeditando sus novelas; las más leídas no pasan de nueve o diez ediciones. No extrañe que sea
Jardiel Poncela (uno de sus grandes imitadores) quien, rebajando el producto, haciéndolo más obvio,
poniéndole anzuelos, erotismo picante, comicidad corriente, chistes y sal incluso gorda, y montando sus
relatos con un ritmo trepidante pero lleno de greguerías, conquiste el mercado. Novelas como Amor se
escribe sin hache (1929) o ¡Espérame en Siberia, vida mía! (1930)..., sí que arrasaron: fueron los
superventas de la época, al menos hasta la censura de Franco. Pese a salir en su busca, la obra de Ramón
no conquista al gran público. En cambio, tiene una recepción muy fértil en la generación del 27. Y más tras
el espaldarazo de Ortega, que en Ideas sobre la novela (1925) toma a Joyce, Proust y Gómez de la Serna
como paradigmas de una urgente renovación. A partir de entonces, y al menos hasta 1935, toda nuestra
narrativa de vanguardia (sea en la línea de los nova novorum, capitaneada por Jarnés y Espina; sea entre
los humoristas, con Jardiel, Ros, Neville y otros discípulos de Pombo; entre los independientes, con los muy
considerables Borrás o Verdaguer, o los comprometidos, como Arconada o Arderíus), toda esa novela de
los jóvenes, insisto (con Sender y Aub y Ayala), vendrá marcada por el sello de Ramón. Y es que pese a las
reticencias o juicios negativos de críticos como Nora, últimamente hemos asistido a una reevaluación de
toda esta literatura, a veces fascinante, y vuelta hoy a leer y editar.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Miguel Espinosa

( Cecilio Alonso )

La obra de Miguel Espinosa Gironés (Caravaca 1926 - Murcia 1982) ha sido un acontecimiento de
rara originalidad en la narrativa española de la segunda mitad del siglo XX. Su distanciamiento de la
sociedad literaria durante sus años de formación, la tardía aparición de la novela que lo dio a conocer,
Escuela de mandarines (1974), y su temprana muerte han acuñado la imagen de un escritor secreto, de
culto reservado y recepción póstuma, tan estimado por la crítica como distante del gran público. Hombre de
gran curiosidad, en contraste con su escasa vocación viajera, campó por la vida provinciana con aliento
universalizador. Largos años de trabajo recatado dieron cuerpo a una obra literaria de concepción filosófica
y clasicismo formal, marcada por su marginalidad editorial y por un selectivo reconocimiento en los años de
la transición democrática.
La pérdida del padre (1943), apenas traspuesta la adolescencia, trocó un «porvenir»
presumiblemente acomodado por un «destino» intelectual azaroso. Sus biógrafos no han precisado todavía
en qué momento de su formación y bajo qué influencias el joven Espinosa decidió profesar la firmeza ética
racionalista que lo define como escritor y como persona –rarezas del talento– hasta extremos
inconvenientes para sus intereses. El caso es que decidió ser fiel a su pensamiento y revelar las
asechanzas del Mundo (que en aquellos tiempos era decididamente franquista y significaba el Mal).
Su experiencia universitaria fue insatisfactoria y alentó su inconformismo. De su hostilidad crítica
contra la institución académica, donde sólo veía sumisión y privilegio, surgió la primera idea de Escuela de
Mandarines, que comenzó a componer bajo el título de Historia del Eremita, hacia 1954, poco antes de
conocer a Mercedes Rodríguez García, estudiante de química, cuya duradera amistad le inspiró fecundas
transfiguraciones literarias a lo largo de su obra. Años antes había contraído matrimonio, y el crecimiento de
las responsabilidades familiares agravó su penuria económica. Cuando, por fin, en 1956, obtuvo la
licenciatura en Derecho, se le rechazó un proyecto de tesis doctoral por su resistencia a someterse al
sistema científico de notas y referencias bibliográficas. Pensaba entonces Espinosa que teorizar era actitud
intelectual propia de la juventud, por lo que decidió ejercitarse pronto en el ensayo histórico-filosófico. Su
libro Reflexiones sobre Norte América –o Las grandes etapas de la historia americana, título de la 1ª edición
(Madrid, 1957)– representa en su bibliografía esta fase inicial de su obra donde desarrolla su idea de la
Historia como proceso de acontecimientos que da plena indeterminación al vacío del tiempo, generando una
creatividad no siempre prevista por la biología. Este concepto trascendente del acontecimiento como
categorización social de lo humano, abierto a todas las posibilidades, le permite identificar estética y
libertad. De ésta deriva una facultad misteriosa –llámese Espíritu, o voluntad moral– capaz de oponerse al
Mundo, al envanecimiento del poder y del dinero, sentidos como males. Tal principio idealista ordenador
prevalece a lo largo de toda su obra.
Aquel primer libro le permitió relacionarse amistosamente con personalidades académicas tan
dispares como Aranguren, Tierno Galván y Fraga Iribarne, quienes le brindaron apoyo en diversas
circunstancias de su vida. Tras un breve período de residencia en Madrid, a principios de los sesenta,
regresó a Murcia dedicándose a actividades de importación y exportación, que le permitieron entregarse a la
escritura con regularidad. Falleció repentinamente el 1 de abril de 1982.
Miguel Espinosa sólo llegó a publicar en vida dos libros narrativos: Los nuevos mandarines (1974) y
La Tríbada falsaria (1980). Después de su muerte aparecieron Asklepios. El último griego (1982); La tríbada
confusa (1984), publicada más tarde junto a su primera parte bajo el título de Tríbada (1987) y La fea
burguesía (1990). La aparición de estos libros no corresponde al orden de composición. Algunos de ellos
son fruto de sucesivas revisiones, y una decena de manuscritos permanecen todavía inéditos. En función de
aspectos formales y cronológicos cabría asociar a Asklepios –autobiografía intelectual de un griego exiliado
en el tiempo, que muestra la vocación helenística del autor– con Escuela de mandarines (compuestos entre
1954 y 1972 con carácter histórico-alegórico). Mientras que La fea burguesía y Tríbada (entre 1971 y 1982)
responderían a un modelo compositivo de referencia contemporánea. Ambas tendencias se someten a una
sustancial voluntad de extrañación en estructura y lenguaje. En cualquier caso, sin abandonar la poderosa
presencia del sujeto narrativo –con tendencia a respaldar la superioridad de sus valores filosóficos– se
observa a lo largo de su obra cierto desplazamiento estético desde lo simbólico a lo fenomenológico, a

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

contrapelo de lo ocurrido en la evolución de la narrativa española del medio siglo que fue del social-realismo
al experimentalismo subjetivo. Esta engañosa «involución» de Espinosa no significa merma de la riqueza
connotativa de un lenguaje literario concebido sin limitaciones temporales, entre claridades clásicas y
acumulaciones barrocas, como una aventura de efectos semánticos insospechados, que le gustaba
provocar porque los consideraba inseparables de la condición de escritor a sabiendas de que, a veces, sus
dichos iban más allá de la propia intención.
Espinosa vivió más atento al perfeccionamiento de su obra que a su suerte en el mercado editorial,
sin que por ello renunciara a la difusión de sus libros, ni a cultivar una cierta «mitificación de su vivir» (en
apreciación de Mercedes Rodríguez). No es difícil de suponer que si cualquiera de las versiones previas de
Escuela de mandarines –ultimada en 1972 y editada dos años después– se hubiera publicado a mediados
de los sesenta, entre Tiempo de silencio y Señas de identidad, cuando las expectativas tardofranquistas
discurrían aún en los entresótanos de la clandestinidad, Espinosa habría visto facilitada su carrera de
escritor o, al menos, habría llegado a los linderos democráticos con una fama cimentada y mayor crédito
entre los editores. No fue así. Desconocido en plena madurez, tuvo que peregrinar por diversos despachos
editoriales, con su manuscrito bajo el brazo, hasta encontrar al poeta José Batlló –otro raro de memoria
imprescindible– y a Amelia Romero, que le hicieron sitio en Los Libros de la Frontera.
Escuela de mandarines mereció una docena de reseñas en papeles periódicos con firmas de diverso
alcance ideológico: Tierno Galván, Aranguren, Antonio Tovar, Joaquín Marco, Juan Ramón Masoliver y
Rafael Conte –entre otros– movilizados para dar fe de un acontecimiento que parecía entre lo político y lo
literario. Sin embargo, ni siquiera la concesión del premio Ciudad de Barcelona en 1975 hizo posible una
segunda edición en vida del autor.
Escuela de mandarines relata el viaje iniciático, camino alegórico hacia el conocimiento, de un
eremita resuelto a combatir a cierta milenaria Feliz Gobernación plagada de mandarines, enmucetados,
legos, becarios, gente de estaca y toda suerte de colaboracionistas y participantes. Tres demiurgos
simbólicos excitan su curiosidad y le conceden sus dones: el Pueblo, la capacidad de intuir la injusticia y de
protestar, el Homínido, la capacidad de amar, y el Tullido la capacidad de avergonzarse. El largo itinerario
del Eremita es un arsenal literario de recursos clásicos actualizados: el predominio del diálogo humanístico
como mostración reflexiva de la realidad, el motivo del Homo viator como prueba de optimismo existencial,
humor de estirpe cervantina, incorporación de motivos quijotescos y odiseicos, parodias, gusto por el
aforismo, montaje retrospectivo de estructuras concéntricas, fusión de topoi orientales y helénicos,
hipérboles temporales extrañadoras, notas a pie de página para mantener vivo el artificio metanovelesco,
relato inconcluso que elude la confrontación del protagonista con el Poder... Esta alegoría novelesca, fruto
de veinte años en el vientre de la ballena totalitaria, más allá de su contexto originario conserva toda su
frescura en virtud de un estilo irrepetible y de la universalidad de su lenguaje, a cubierto de efectos
costumbristas envejecedores.
Tríbada es novela de motivación inopinada, compuesta en poco tiempo (1978-1981). En ella
Espinosa transfiguró un escabroso episodio autobiográfico de carácter pasional en una construcción literaria
donde un rico perspectivismo psicológico neutraliza el riesgo maniqueo de la polaridad ética entre el Bien
(orden racional) y el Mal (vacío del mero apego a las cosas). La cólera, perplejidad y deseo de venganza del
varón herido por el abandono de su amante, la superficial Damiana, para entregarse a una relación lésbica,
son neutralizadas epistolarmente por la amorosa Juana, cuya función es la de recuperar el espíritu de
Daniel mediante la palabra y el pensamiento. Una estructura asimétrica de tres breves capítulos que narran
el hecho desencadenante de la acción, se completa con otro extensísimo de sesenta y dos documentos
epistolares que lo comentan reiteradamente desde múltiples voces y puntos de vista. «Comento de
comentos», resumió Gonzalo Sobejano al sugerir el carácter quijotesco de la locura de Daniel. Sólo
Damiana adolece de voz propia, objetualizada y demonizada por los comentaristas como banalidad
«falsaria» en el vacío de su libertad trivial. Sin embargo, la confusión que sufre en la segunda parte, tras el
agotamiento de la relación homófila, suaviza el esquematismo restituyendo al personaje cierto grado de
comprensión humanizada.
Esta segunda novela publicada por Espinosa suscitó alguna perplejidad, y menor atención que la
anterior. No es extraño que el escritor, como si preparase un trámite testamentario, se preocupara en sus
últimos meses de conceder entrevistas y remitir extensas cartas explicativas de su concepción estética a
algunos comentaristas de su obra. Aunque había concluido La tríbada confusa y contaba con propuestas de
edición de otros dos libros anteriores recién revisados, Asklepios y La fea burguesía, su inesperada muerte
se produjo sin haber obtenido el reconocimiento crítico deseable. Como suele ocurrir, a partir de este
momento se desató el culto espinosista con el respaldo académico y periodístico (Gonzalo Sobejano, Sanz
Villanueva, García Posada...) que vino a reforzar el entusiasmo, apasionado y riguroso, de profesores
jóvenes como los salmantinos Luis García Jambrina y Fernando R. de la Flor. Monográficos de revistas
literarias, el primer estudio en libro de Carmen Escudero, cursos en El Escorial (1989) y en Salamanca
(1990), condujeron a la convocatoria del Congreso internacional celebrado en Murcia en noviembre de
1991, donde se debatieron más de cincuenta ponencias.
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

En aquellos momentos de máxima curiosidad por su obra se publicó La fea burguesía, conjunto de
cinco seductores relatos, divididos en dos partes –«Clase Media» y «Clase gozante»– donde se satiriza sin
concesiones los efectos metamórficos del enriquecimiento, otra cara del Mal, al que se sacrifican la ternura
y la solidaridad humanas. Estas crónicas detalladas de la ascensión social de varios matrimonios, bien por
adhesión al Poder, bien por su perfecta integración en la sociedad de mercado, son de raíz socialrealista
pero se expresan con el «decir intencionado» que perdura, no con el «hablar documentario» que se reduce
pronto a arqueología costumbrista. Particularmente «Clase gozante» es una insólita y desenfadada
experiencia de primitivismo narrativo, donde lo moderno del asunto se expresa con la técnica reiterativa de
los exempla medievales. Con ellas Espinosa alcanza un alto grado de simulación literaria, llena de claves,
cuya motivación explícita es la de resistir a las tentaciones del Poder. La escritura que salva moralmente,
justifica y determina...
La cuestión previa en toda aproximación crítica a la obra de Espinosa viene pasando
inexcusablemente por la dilucidación genérica. Los títulos mencionados ¿son o no verdaderas novelas? Su
obra propiamente literaria, que él no vacilaba en considerar novelesca porque entrañaba objetivaciones
alegóricas o concretas del mundo, podría definirse también como ensayo narrativo por ser en gran medida
literatura de confesión, con fuerte componente autobiográfico, donde lo doctrinal y filosófico se funden con
una firme voluntad de estilo. En realidad, esta cuestión de los géneros, aunque ineludible, resulta
secundaria en un autor abierto a la experiencia de la escritura con optimismo realista, que cree en el arte
como objetivación material del sentir estético. Esta objetivación en la primera fase de su obra responde a
una lógica socrático-platónica, o irónico-lírica (muy perceptible en Asklepios o en Escuela de Mandarines),
para desembocar después en las aludidas prácticas fenomenológicas reforzadas por el distanciamiento
satírico (La fea burguesía) o en procedimientos mixtos satírico-sublimadores (Tríbada).
Al adoptar formas literarias para superar las limitaciones simbolizadoras del discurso histórico de sus
inicios, Espinosa recurrió al «extrañamiento» que, a diferencia de la propuesta brechtiana apenas debatida
en España hacia 1960, tenía más de hostigamiento moral racionalista que de incitación a una acción política
concreta. Espinosa, que no presumía de revolucionario, condenaba desde dentro del sistema, con rigor
filosófico, la realidad negativa de la «Feliz Gobernación», trasunto alegórico de la propia sociedad española
a los ojos de un lector de 1974, pero se abstenía de arbitrar remedios que no se desprendieran por vía
artística de la disconformidad política de su discurso con el mundo testimoniado. El extrañamiento estético
en su grado máximo daría lugar al tipo de «novela teológica» cuyo objeto sería una visión global del Mundo,
o «última visión de las cosas». Ello explica el subtítulo de Tríbada –Theologiae Tractatus– en relación con
los grados del conocimiento.
Desde luego, el que estas representaciones «extrañadas» adopten formas narrativas no significa
acomodo a retóricas de ocasión. La proteica escritura de Espinosa, bajo su búsqueda de identidades
esenciales, tiene un componente experimental –posvanguardista, en el sentido de que sostiene principios
éticos y políticos, recuperando así su compromiso intelectual– que difumina límites de Géneros y, al mismo
tiempo, contiene formulaciones de todos ellos.
Difícil de encasillar en grupos o escuelas, no mantuvo relaciones de amistad con los novelistas de su
generación. Quizás, al cabo del tiempo, la evolución de Sánchez Ferlosio se aproximara a la suya en la
propensión a la literatura filosófica, el gusto por la imaginación parabólica y la reducción de la anécdota
narrativa. Pero Espinosa no se sintió atraído por el objetivismo conductista que despuntaba en la narrativa
de los años cincuenta. En un estudio reciente, J. I. Moraza –M. E., poder, marginalidad y lenguaje– ha
indicado coincidencias específicas en el gusto por lo alegórico con algunas obras de Pedro Sánchez
Paredes, Carlos Rojas e, incluso, ha sugerido puntos de contacto con el grupo de novelistas metafísicos
respaldado por La Estafeta Literaria en 1961 para neutralizar la boga social-realista. Sin embargo Espinosa,
a pesar de su voluntad universalizadora nada costumbrista, ni siquiera merece una mención del impulsor de
dicho movimiento, Manuel García Viñó, en su canónico estudio La novela española desde 1939. Historia de
una impostura (1994). Al margen de que el escritor murciano no se adhiriera nunca a estrategias
interesadas de la sociedad literaria, a mi parecer, nada más lejos de su motivación que un compromiso de
ambigua raíz religiosa. Su fe es la razón que ordena las conductas hacia el Bien. Su Dios es principio de
vida, orden racional y filantrópico. Lo divino es la inteligencia humana. Por ello el platónico Espinosa
transigía con el marxismo «excarcelante» de su amigo y personaje Antonio Abellán. El aquí y el allá se
integran en su obra sin desgarros trascendentes. La muerte se contempla desde esta ribera, como hecho
natural que sirve para medir el grado de piedad, ternura o conciencia moral de los supervivientes, como
ocurre en La Fea burguesía. Su esencialismo –la afirmación del Espíritu extrañado o desterrado en el
tiempo– se define en la materialidad del lenguaje literario. De ahí que descalificara ciertas técnicas
reductivas de la llamada novela social, como la caracterización del habla de los obreros al modo sainetesco
que ocultaba la verdadera realidad de los personajes. Espinosa evitaba modismos porque así creía
preservar mejor su obra para la posteridad. El resultado literario antes que metafísico es un estilo
sencillamente clásico, pero en ningún caso desviación del compromiso testimonial, indicador de las
imperfecciones morales, sociales y políticas que conforman su idea del Mal y del Mundo.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Establecidas las grandes líneas valorativas, durante el último decenio la obra de Espinosa se ha
consolidado en el canon narrativo de la segunda mitad del XX, ha visto aparecer un emotivo libro que
recoge el testimonio íntimo de su hijo Juan, y tres extensas monografías. Especialmente recomendable, el
libro de Luis García Jambrina La vuelta al Logos contiene las claves ideológicas, biográficas y literarias para
adentrarse en la lectura de Espinosa, así como un imprescindible apéndice de Mercedes Rodríguez, «Un
talante eludido», con su visión privilegiada del escritor. Por otro lado, acaso el culto espinosista esté
comenzando a secularizarse con la llegada de una nueva promoción crítica más distanciada, a juzgar por
los reproches de José Ignacio Moraza a los «comentadores tempranos» cuya excesiva admiración hacia la
persona del escritor habría oscurecido ciertas contradicciones y mecanismos narcisistas presentes en su
obra. Quizás no pudo ser de otra manera... Pero seguro que sin aquella admiración sostenida
incondicionalmente la recepción se hubiera podido malograr en el primer instante.
Hoy ya no es difícil vaticinar que la obra de Espinosa está llamada a ir ampliando su horizonte de
expectativas y a vivir por sí misma en virtud de su originalidad formal, sin desdeñar su capacidad de
implicación moral, por muy ajeno que esto resulte en un contexto cultural cada vez más habituado al arte de
entretener con frivolidad.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Camilo José Cela

( Darío Villanueva )

En una de las novelas cortas de Camilo José Cela, Café de artistas, que data de 1953, el editor don
Serafín, trasunto de Joaquín Calvo Sotelo, le explica al novelista Cirilo, alter ego del autor, que la novela no
puede atentar ni un adarme contra sus tres elementos tradicionales, clásicos, esenciales, a saber:
planteamiento, nudo y desenlace, e incluso le ofrece un regocijante argumento para rehacer su obra. El
propio Cela desveló en todos sus detalles la significativa anécdota real que recreó literariamente aquí, y
añadía que para cobrar los duros que le daban por su original arbitró «volver al buen camino, dejarme de
zarandajas y de modernismos y arreglar mi novela hasta los precisos límites de la ortodoxia» (O. C. , tomo
III, Destino. Barcelona, 1965, página 632). Buen camino que, por ventura para el género entre nosotros,
abandonó repetidas veces en su invariable afán por investigar nuevas fórmulas narrativas. Paradójicamente,
ello no le granjeó, en la mayoría de los casos, sino el juicio crítico de que era un excelente artífice de la
prosa, pero un mediocre novelista, ya que casi todas sus obras sacrificaban al humorismo tremendista, a los
«tipos» y a los primores de estilo elementos fundamentales de la novela como la estructura, el desarrollo de
los caracteres, la trama o la complejidad temática. En todo caso, que aquel desencuentro del joven novelista
iconoclasta con el editor de gustos tradicionales no quedó del todo olvidado nos lo viene a demostrar el
hecho de que en 1994 Camilo José Cela, ya Premio Nobel, dispusiese irónicamente una de sus novelas
posmodernas, La cruz de San Andrés, en sendos capítulos titulados «Dramatis personae», «Argumento»,
«Planteamiento», «Nudo» y «Desenlace, coda final y sepelio de los últimos títeres».
A raíz del fallecimiento del escritor, acaecido el 17 de enero de 2002, fueron innumerables las
páginas sobre su personalidad y sobre su obra que se publicaron tanto en la prensa diaria o semanal como
en revistas literarias. Así, Ínsula dedicaba un cuadernillo central de su número de marzo a la presencia de
Camilo José Cela en algunas de sus primeras entregas, y reproducía, entre otros, dos artículos suyos de
1947 y 1948, titulados justamente «A vueltas con la novela» y «Más sobre la novela», que hablan de la
temprana preocupación del autor de La familia de Pascual Duarte por las posibilidades y límites del género
literario al que contribuirá, después de ésta su primera obra y hasta Madera de boj, que es de 1999, con una
docena de títulos más (o trece, si consideramos novela Tobogán de hambrientos) .
El Cela de los años cuarenta, que había confirmado ya su vocación novelística con Pabellón de re p o
s o (1943) y Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes (1944), denunciaba en Ínsula dos
grandes errores a este respecto: proclamar, como se venía haciendo desde principios de siglo, la muerte de
este género literario, y «creer que Novela es tan sólo una manera determinada de novela». Desde entonces,
no dejaría nunca de afirmar una y otra vez lo mismo que defendía Baroja, uno de sus maestros
indiscutibles, al que el escritor gallego debe también la articulación marcadamente episódica y fragmentaria
de sus discursos narrativos, la proliferación de personajes en todos ellos y el tratamiento de los mismos con
la «técnica del improperio» de que hablaba Ortega y Gasset a propósito de don Pío. Me refiero en particular
a la tesis barojiana de que la novela es un oficio «sin metro», el reino de la libertad absoluta en la forma y en
el contenido.
Las declaraciones de Camilo José Cela en idéntico sentido se repiten a lo largo de su cumplida
carrera literaria, pero acaso el texto que mejor refleje su pensamiento en esta línea sea el prólogo a la
primera edición de Mrs. Caldwell habla con su hijo (1955): «Es posible que la única definición sensata que
sobre este género pudiera darse fuera la de decir que novela es todo aquello que, editado en forma de libro,
admite debajo del título, y entre paréntesis, la palabra novela».
Quizás por ello en los párrafos siguientes del mismo prólogo el autor se jacte de haber ensayado
hasta 1953 cinco variedades distintas, y de haber utilizado cinco técnicas diferentes de novela, entre ellas,
en 1951, el colectivismo simultáneo y unanimista de La colmena, sin duda una de sus obras más
trascendentales. En la misma convicción escribirá, en 1955, La catira según las pautas tradicionales y
ortodoxas de la novela con argumento, propondrá en 1962 que Tobogán de hambrientos es, mejor que una
sarta de cuentos, una «novela inusual», y romperá de nuevo los moldes gastados de su obrador en San
Camilo, 1936.
Esta novela de 1969 sobre las vísperas y el estallido de la guerra civil en Madrid fue la única que Cela
publicó en los años sesenta, si continuamos manteniendo en el limbo de la indefinición genérica a Tobogán
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

de hambrientos. El novelista parecía sumido en un período sabático que se prolongará a lo largo del
decenio siguiente. No fue, sin embargo, un interregno de inactividad creativa. Así, por caso, en abril de 1970
Cela estrenaba en el Carnegie Hall el oratorio María Sabina, con música de Leonardo Balada. Un mes más
tarde, el Teatro de la Zarzuela recibía con manifiesta hostilidad de crítica y público esta ópera inscrita en
una línea de ruptura que por aquellos tiempos alcanza otra significativa expresión novelística. En 1973, en
el acto de presentación de su desconcertante novela poética de estirpe surrealista, que traspasa las últimas
fronteras del experimentalismo formal, Oficio de tinieblas 5, Camilo José Cela afirmaba: «Les ofrezco a
ustedes el acta de defunción de mi maestría, de la que abdico. Me niego a convertirme en mi propia
caricatura y también en mi propia mascarilla mortuoria. Tuve todo y renuncio a todo; quiero seguir creciendo
y, para ello, me niego a construir». Sobre parecidas ideas, en especial la de que la literatura no es más que
una mantenida pelea contra la literatura, vuelve a manifestarse el escritor en su intervención en el ciclo
sobre la novela española actual celebrado en la Fundación Juan March en junio de 1975 bajo la dirección
de José María Martínez Cachero y con la presencia sucesiva de cinco novelistas y cinco críticos. Recuerdo
muy bien lo que aquel evento pudo significar, pues me correspondió intervenir en una de las jornadas junto
a Juan Benet, y cómo Cela quiso ratificar entonces su carácter de novelista experimental y en constante
renovación que le reconocen los especialistas más acreditados, desde Gonzalo Sobejano hasta Ignacio
Soldevila Durante. Carácter que no desdecirán las cuatro novelas que le quedaban por escribir hasta la ya
mencionada Madera de boj: Mazurca para dos muertos y Cristo versus Arizona, de 1983 y 1988,
respectivamente, y las dos publicadas el mismo año de 1994: El asesinato del perdedor y La cruz de San
Andrés.
Con la perspectiva completa que nos otorga revisar la novelística de Camilo José Cela el mismo año
de su muerte, y cuando se cumplen sesenta de la publicación de La familia de Pascual Duarte, no resulta
aventurado afirmar que, al margen de las valoraciones concretas de cada una de sus obras, el escritor de
Iria Flavia ha estado en la brecha en los tres o cuatro momentos decisivos (cuatro, si incluimos como tal la
más reciente desvertebración posmoderna) de nuestra novelística del siglo XX posterior a la guerra civil,
contribuyendo a romper con lo estereotipado y a abrir caminos que otros consolidarían después. Pero
también cabe contarlo entre los escritores españoles que mejor supieron emparentar con la tradición
narrativa precedente, siempre discontinua entre nosotros y gravemente perjudicada por la escisión
resultante de la guerra civil, actualizándola a la luz de los intentos renovadores del género producidos en
Europa y América desde principios de aquella centuria.
Ciertamente, la dispersión en el exilio republicano de la mayoría de los escritores consagrados o en
vías de serlo, junto con el aislamiento político y cultural, la utilización propagandística de la literatura
postbélica y el deseo de evasión de los lectores presagiaban un futuro desolador para la novela en la
España de los años cuarenta. Este estado de cosas se comienza a superar cuando Camilo José Cela –
escritor, entonces novel, perteneciente a la generación de la guerra– publica, en 1942, La familia de
Pascual Duart e, inaugurando una vigorosa forma de realismo existencial, más vitalista que filosófico,
estéticamente matizado por un expresionismo muy hispánico, que encuentra eco y apoyo en otras plumas
como las de Carmen Laforet o Miguel Delibes. Además, Cela, buen conocedor de toda la literatura clásica y
moderna española, persigue enlazar con ella en su integridad, desde la picaresca, Quevedo y Cervantes
hasta Galdós, Baroja y Valle-Inclán, Eugenio Noel, José Gutiérrez Solana y Ciro Bayo, a los que
oportunamente recuerda Alonso Zamora Vicente, su amigo desde los años juveniles de la Facultad de
Letras, en Camilo José Cela (Acercamiento a un escritor), que fue, en 1962, el primer libro de crítica que le
hacía justicia.
En los años cincuenta el rumbo de nuestra novela es el de un realismo abierto más hacia lo social
que hacia el individuo. Una nueva generación, la del medio siglo, se da a conocer, y en su deseo de
plasmar la situación del país, practica inicialmente un neorrealismo cercano al de los escritores y cineastas
italianos rigurosamente coetáneos, y se inclina luego por una modalidad de literatura comprometida,
políticamente militante, según pautas de una poética precisa: el realismo socialista.
Pues bien, es evidente la referencia que La colmena señaló para los Aldecoa, Fernández Santos,
López Pacheco, Ferres, Grosso, García Hortelano o Rafael Sánchez Ferlosio, a quien ya antes Nuevas
andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes le había abierto el camino para sus Industrias y andanzas
de Alfanhuí (1951).
Cela defendió desde un principio el carácter testimonial de La colmena. En una nota a la primera
edición afirmaba ya que no era «otra cosa que un pálido reflejo, que una humilde sombra de la cotidiana,
áspera, entrañable y dolorosa realidad. (...) Esta novela mía no aspira a ser más –ni menos ciertamente–
que un trozo de vida narrado paso a paso, sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida
discurre, exactamente como la vida discurre». Por su parte, el último número de Revista Española, vocero
de la nueva promoción neorrealista, declaraba en 1956 como propósito central del grupo «afrontar las
realidades que nos afectan y darles expresión artística». La colmena está, por supuesto, mucho más cerca
de estos postulados de saludable equilibrio entre el compromiso social y la exigencia artística que del
pretencioso e inane «engagement» ideológico posterior, que llegó a soñar en la literatura como eficaz
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

instrumento de destrucción de una sociedad injusta. Pero incluso algunos de los defensores a ultranza de
este último reconocieron en su día la deuda contraída con aquella novela de 1951. Así el crítico José María
Castellet, cuyo ensayo La hora del lector (1957) fue breviario de realismo socialista, valora
extraordinariamente el ejemplo de La colmena para los jóvenes novelistas en el libro Notas sobre literatura
española contemporánea (1955), su prólogo a la traducción francesa La Ruche (1958) y un artículo sobre la
narrativa celiana de la Revista Hispánica Moderna publicado en un monográfico de 1962, donde llega a
afirmar que la novela de denuncia social y los libros de viajes que entonces se escribían habían bebido de la
fuente de La colmena y Viaje a la Alcarria (1948), respectivamente. Pero no menos significativo es que el
neorrealista y realista social Juan Goytisolo equipare La colmena con dos obras arquetípicas de aquella
tendencia –Los bravos de Jesús Fernández-Santos y El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio– en su libro-
manifiesto Problemas de la novela (1959).
La integración de La colmena en el concepto «novela» o «literatura social» me parece obligada. Es
una obra comprometida o social por lo que cuenta, pero también por cómo lo cuenta. En mi libro Estructura
y tiempo reducido en la novela (1977, segunda edición ampliada de 1994), que pretende describir e historiar
la técnica de la novela española contemporánea y sus conexiones con los intentos renovadores del género
en la literatura europea y americana del siglo XX, se estudian como precedentes inmediatos de la poética
neorrealista y realsocialista dos obras de extraordinarias similitudes entre sí, aunque de desigual valor
artístico: Las últimas horas de José Suárez Carreño, nacido dos años antes que Cela, y La colmena.
Aunque aquélla apareció un año antes que ésta –que, por otra parte, estaba escrita desde 1946–, su
influencia fue, sin embargo, mucho menor.
En resumen, no iba desencaminado Camilo José Cela cuando en un artículo de 1962 titulado «Dos
tendencias de la nueva literatura española» y publicado en su revista «mallorquina y liberal» Papeles de
Son Armadans, reivindicaba su papel de inspirador del llamado «tremendismo» del decenio de los cuarenta,
y del «objetivismo» –otra de las denominaciones de la novela social– de los cincuenta. Pero su sentido
crítico le exigía asimismo mostrarse reticente ante los extremos a que había llegado este último, y denunciar
como «una de las más dolorosas culpas históricas del escritor español contemporáneo» su «grave falta de
interés por la aventura intelectual». Esto mismo pensaba Luis Martín Santos, que precisamente en ese año
de 1962 publica una deslumbrante novela contra la pobreza artística e intelectual de las de su generación
del medio siglo. Tiempo de silencio denuncia el presente de España –la acción transcurre en el Madrid de
hacia 1949, no muy distinto el de La colmena–, pero lo hace en un estilo suntuoso, barroquizante, y sin
limitarse a la mera presentación documental de una anécdota maniquea, sino transformándola en un
discurso donde los hechos están interpretados desde la historia y la filosofía. La obra conecta, por otra
parte, con la misma tradición latente en Cela –desde Quevedo a Valle–, e incorpora tanto como La colmena
las técnicas y los modos de la novelística europea de vanguardia, en especial de Ulysses de James Joyce.
Entre el individualismo existencialista de los años cuarenta y el colectivismo socialista de los cincuenta,
Martín Santos opta por armonizar al Sartre de L’Être et le Néant y a Karl Marx. Es el suyo un realismo
dialéctico que reconcilia la novela con el arte y refleja un decisivo cambio de sensibilidad.
La aparición de Tiempo de silencio produjo una fuerte conmoción y no poco desconcierto entre los
novelistas españoles más significativos del momento, que tardaron en reaccionar varios años. Un interregno
para la reflexión. Y para la retractación pública. En uno de los ensayos de su libro El furgón de cola,
aparecido en 1967, Juan Goytisolo hace una confidencia que trasciende los límites de lo personal:
«Supeditando el arte a la política rendíamos un flaco servicio a ambos: políticamente ineficaces, nuestras
obras eran, para colmo, literariamente mediocres; creyendo hacer literatura política, no hacíamos ni una
cosa ni otra». En el prólogo a la quinta edición de La colmena, de 1963, Cela había afirmado: «No hay más
escritor comprometido que aquel que se jura fidelidad a sí mismo, que aquel que se compromete consigo
mismo (...) Al escritor que se siente lazarillo de político, ¡qué ingenua soberbia!, seguirá el escritor que lo
despreciará».
Hacia 1966 comienzan a aflorar los frutos de la requisitoria de Luis Martín Santos, entonces ya
trágicamente desaparecido. Títulos como Cinco horas con Mario de Miguel Delibes, Últimas tardes con
Teresa de Juan Marsé, Señas de identidad del propio Juan Goytisolo, o Volverás a Región de Juan Benet
erigen el remozado edificio de una novela dialéctica, poética e intelectual, en la que se abordan a la vez
realidades problemáticas del individuo y la colectividad en que se integra. A la llamada de esta nueva
tendencia acude también Cela en 1969 con Vísperas, festividad y octava de San Camilo del año 1936 en
Madrid, escrita con gran libertad en forma de vasto monólogo en segunda persona –un tú reflejo subjetivo
del yo del narrador– sobre el gran drama colectivo de la guerra civil, que representa el decidido apoyo del
autor a la superación de un realismo mostrenco.
Más si en 1962 Tiempo de silencio denunciaba que la balanza del arte novelístico se había
peligrosamente escorado hacia el referente, aquel exceso da paso, diez años después, al contrario: la
novela abandona la historia y se hace sólo discurso. La palabra se convierte en el fin, no el medio de la obra
narrativa, y por este sendero el realismo dialéctico acaba diluyéndose en la experimentación formal.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

De ello es índice, asimismo, la novela de Camilo José Cela publicada en 1973 a la que me he referido
ya. Oficio de tinieblas 5 carece de cualquier vestigio de trama, y el único personaje identificable es el yo-tú,
cuya voz sustenta más de mil unidades textuales, distintas e indivisibles, pero trabadas entre sí, átomos
literarios a través de los cuales el autor ofrece una subjetiva interpretación del caos del mundo. Estos
párrafos, que toman su nombre de las mónadas de Leibniz, sirven a lo narrativo levemente; a lo intelectual y
a lo imaginativo con más decisión; pero en todo caso y, primordialmente, a lo lírico. Y desde su propio título,
esta obra hace suya la impronta litúrgica que ya asomaba en San Camilo, 1936 y que perdudarará de un
modo u otro en sus libros de los ochenta y noventa. Lo mismo cabe decir del extremado énfasis
experimental que reaparece quince años después con otra de las novelas más incomprendidas –junto a La
catira y Oficio de tinieblas 5– de Camilo José Cela, Cristo versus Arizona, si bien aquí el fragmentarismo de
1973 es reemplazado por la intensa trabazón de un discurso compuesto por un solo párrafo de doscientas
treinta páginas, carentes, además, de una trama claramente diseñada y de otra sustancia narrativa que no
sean los aspectos más broncos y elementales de la visión carpetovetónica de la naturaleza humana, esta
vez encarnados en un escenario no español, pero sí hispánico: las áridas tierras del sur de los Estados
Unidos.
Cristo versus Arizona resulta, por todo, una obra arquetípicamente celiana, por su libérrimo uso del
«oficio sin metro» que es la novela, por esa polaridad esencial de Eros y Tánatos que lo impregna todo en
ella y adquiere aquí –como antes en Oficio de tinieblas 5– profundas y difícilmente descifrables resonancias
autobiográficas; y, singularmente, por su escritura reiterativa, recurrencial, a modo de letanía, donde cada
palabra afirma su presencia literaria inexcusable.
Entre el experimentalismo exacerbado de Oficio de tinieblas 5 y su reafirmación en Cristo versus
Arizona, Cela vuelve en 1983, con Mazurca para dos muertos, a la órbita de una muy elaborada, pero al
tiempo sumamente gratificadora narratividad. Fabián Minguela, «Moucho, de los Carroupos», mata en
noviembre de 1936 a Baldomero Marvís Ventela, «Afouto, de los Gamuzos», en medio del vendaval bélico
recién iniciado. Tres años más tarde, en enero de 1940, el asesino es muerto por unos perros azuzados por
«Perello» –Tanis Marvís Ventela– en cumplimiento de una decisión tomada por el consejo familiar: «Es la
ley de la tierra (...) por estos montes no se puede matar de balde, por aquí el que mata muere, a veces tarda
un poco pero muere, ¡vaya si muere! Aún quedan hombres capaces de hacer cumplir la ley, en nuestras
familias se respeta la ley...». La guerra civil no ha sido, pues, sino un pretexto, y la novela ofrece en ella una
faz por completo desideologizada, y en este sentido posmoderna, desposeída de todo gran relato
legitimador. Una guerra que le presta al escritor un episodio concreto para que sea trascendido, por la vía
de la mitificación, hacia una constante ahistórica, la de las ancestrales venganzas del mundo rural gallego.
En este sentido, téngase en cuenta un dato que viene a confirmar la concepción global de toda su
obra que Cela tuvo al parecer desde el comienzo mismo de su carrera literaria. En 1947, con motivo de una
visita a su Galicia natal, declaraba al diario compostelano La noche lo siguiente: «Pienso escribir una trilogía
de novelas gallegas: la heroica novela del mar, la epicúrea novela del valle, la dura novela de la montaña. El
sitio elegido para la segunda es el Ullán y, naturalmente, su corazón, Iria Flavia».
Este último libro –ya que no novela propiamente dicha– está escrito desde 1959: es La rosa, primer
tomo de la serie autobiográfica que tuvo continuidad en Memorias, entendimientos y voluntades (1993). La
«dura novela de la montaña» tendría que esperar los treinta y seis años que van desde aquel 1947 hasta
1983, cuando aparece Mazurca para dos muertos. Y la primera de las obras prometidas, la novela del
Finisterre, tenía ya título y una primera página escrita, al menos, cuando en 1989 Camilo José Cela fue el
primer novelista español galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Madera de boj tardará, no
obstante, diez años en publicarse como última novela de su autor, que cumplía así aquel temprano
compromiso narrativo con Galicia finalmente incrementado con otro título, La cruz de San Andrés (1994), de
ambientación urbana en este caso, pues la acción transcurre en la ciudad coruñesa representada también
aquí, a su modo, como una colmena donde se trenza una historia de fanatismo, sexo y muerte
fragmentariamente narrada.
Ese fragmentarismo, que tanto tiene que ver con el sustrato poético de todas las novelas celianas,
conforma igualmente el texto de Madera de boj, y no deja de ser sino la exacerbación del procedimiento
narrativo secuencial que aparecía en La colmena, se reiteraba ya con mayor intensidad en San Camilo
1936 y alcanzaba su culminación en las mónadas de Oficio de tinieblas 5, uno de los títulos fundamentales
de su autor.
Gonzalo Sobejano, en un artículo reciente de El Extramundi y los Papeles de Iria Flavia (nº XXIX,
primavera de 2002), la revista que Cela creó y dirigió desde la Fundación que mantiene todo su ingente
legado literario, identifica el impulso del Cela novelista con tres modelos, la confesión, la crónica y la letanía.
Esta tercera variante vale tanto para Oficio de tinieblas 5 o Cristo versus Arizona como para El asesinato del
perdedor, La cruz de San Andrés o para Madera de boj. Pero hay en esta última un sincretismo de temas y
formas integradoras del complejo sistema novelístico de Camilo José Cela que la señalan como el broche
final de una cumplida aventura novelística que se había iniciado en 1942 con La familia de Pascual Duarte.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Cela aborda aquí, como había prometido ya en 1947, la «heroica novela de la mar», pues su letanía
de Madera de boj mana de la sucesión implacable de los naufragios que jalonan de tragedia y de mito la
llamada «Costa da Morte», en torno a un Finisterre que para el escritor es «la última sonrisa del caos del
hombre asomándose al infinito». Mas las microhistorias de Madera de boj, esos centenares de accidentes
verídicos que en ella se recuerdan, son narradas desde tierra por un escritor que ha sido vagabundo por
todos los vericuetos de las Españas, para quien «la mar no perdona pero la tierra tampoco, son dos
animales carniceros, dos bestias sanguinarias». Galicia es un país legendario, como Irlanda, Cornualles y
Bretaña, que actúa como un imán: por tierra atrae a los peregrinos del camino jacobeo y desde la mar a los
marineros que naufragan en sus costas. En Madera de boj, donde se lee que «el ruido de la mar va y viene
como el latido del corazón o el péndulo de los relojes», el énfasis litúrgico de lo que en La cruz de San
Andrés (Planeta, Barcelona, 1994, página 213) se denomina «monótona melopea», se compadece a la
perfección con la temática, la intencionalidad expresiva, la reiteración rítmica y lírica de un texto narrativo
que queda ya consagrado definitivamente como el colofón novelístico de Camilo José Cela.
Con todo ello, el escritor consigue realizar una ambición siempre alentada por él y ya percibida
tempranamente por el crítico y poeta Eugenio de Nora: la identificación de la novela, sin que ésta reniegue
de su irreductible esencia, con el poema. En 1963 manifestaba el escritor: «Una página se escribe en verso
o en prosa y en ella puede esconderse, o no, la poesía. (...) Prosa es un concepto puramente formal, como
lo es verso; poesía, en cambio, es un quehacer del espíritu, inaprensible por esencia y, a lo que hasta hoy
se va viendo, indefinible. Poesía, etimológicamente, significa creación (y poeta, creador). Prosa y verso, en
cambio, tienen un origen puramente adjetivo, administrativo, procesal» (O. C., t. II, 1964, página 21). Toda
la creación narrativa de Camilo José Cela tiene su norte en la novela lírica, desiderátum al que se accede
por la fragmentación y poematización del capítulo, el acendramiento de la prosa, la subjetividad en la
estructura modalizadora, y una especial tensión en la anécdota, las situaciones y los personajes.
Y no resultará arbitrario recordar ahora cómo el Camilo José de los años treinta era un aprendiz de
poeta que se traía entre manos un libro surrealista de título gongorino, Pisando la dudosa luz del día, cuyas
primicias aparecerán en revistas argentinas al filo de la guerra civil. Esta tragedia, en la que el escritor tomó
parte, alteró el rumbo de su pluma, e hizo de él un novelista singular, pero en cierto modo, y desde el
existencialismo de Pascual Duarte hasta la posmodernidad de Madera de boj, en él siguió siempre vivo el
poeta.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Rafael Sánchez Ferlosio

( Jordi Gracia )

Hace muchos años que Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927) dejó de ser el novelista que cuentan
los manuales de historia literaria, o incluso la memoria civil y ética de muchos lectores de alguna edad. El
Jarama (1956) puede ser la obra maestra que muchos todavía leemos, pero sin duda fue, desde el
momento mismo de su aparición, espejo y metáfora del estrangulamiento vital de la España del medio siglo;
también, el testimonio de la pulcritud, la solvencia y la disciplina con la que un escritor era capaz de imponer
a la novela una norma de escritura. En el ejercicio mismo de cumplirlas con una suerte de obediencia ciega,
mítica, fabulosa, quizá se halla el secreto de lo admirable de esa obra.
Esa misma obstinación, como forma de poética narrativa, puede servir para hallar la coherencia
literaria del mundo novelesco de Sánchez Ferlosio. Quizá es la que presta también el hilo para comprender
integralmente, como un todo, su obra novelesca y lo que desde hace muchos años es la prosa magistral de
un pensador atípico, indócil, a menudo irritable y fatalmente persuasivo casi siempre. La envergadura de su
obra de ensayista está detrás de esta relectura de su novela porque obliga retrospectivamente a encajar la
obra novelesca de hace cuatro décadas en el desarrollo posterior de su obra. Me gustaría creer que puede
ser fértil leer a Ferlosio al margen del impacto histórico de El Jarama o incluso al margen de lo que fue la
estética narrativa del medio siglo. La recreación de técnicas narrativas objetivistas pudo ser sólo la forma
pasajera, circunstancial, que halló un proyecto literario más hondo y más ambicioso.
Esta perspectiva debe vencer la evidencia histórica de haber sido El Jarama la primera novela que
ganó por unanimidad el muy prestigioso premio Nadal de entonces, de alguien que era, además, hijo de un
cofundador de Falange, Rafael Sánchez Mazas, y autor apenas cuatro años antes de una novela con
protagonista adolescente, La vida nueva de Pedrito de Andía (1951). Debió escribirse, por cierto, al mismo
tiempo que el propio Ferlosio terminaba su Alfanhuí –fechado en diciembre de 1950– y poco antes de que
participase en ese empeño heroico y frágil que fue la Revista Española de 1953-1954. La fundó el erudito
liberal Antonio Rodríguez-Moñino en su editorial Castalia –que es la primera que edita Los bravos de Jesús
Fernández Santos– y allí se emplazó lo mejor de la inteligencia literaria que apuntaba entonces, con
lecturas de norteamericanos e italianos muy bien digeridas: el propio Ferlosio fue compañero de aventura
de Aldecoa o Fernández Santos, de Alfonso Sastre, Juan Benet o Carmen Martín Gaite, con quien Ferlosio
iba a contraer matrimonio por entonces.
El desdén que Ferlosio ha mostrado desde casi el momento mismo de su aparición por El Jarama,
puede achacarse a la coquetería o al tedio por un libro que durante mucho tiempo pareció anular al escritor
(para dejar sólo al autor de una novela mítica de 1956). Pero prefiero encontrar una explicación en un lugar
menos contaminado de sociología aproximativa. Ferlosio es el menos profesional de los escritores, según
suele gustarle señalar, pero sólo porque es también el más independiente y anómalo biográficamente, o
incluso laboralmente. Pocos escritores han sido tan obedientes a una restrictiva, excluyente y arrogante
noción de la literatura como afición recreativa y poco menos que pasional. Es en la contraportada y solapas
de sus tres libros de 1986 –entre ellos, la novela El testimonio de Yarfoz– donde redactó unas líneas
autobiográficas que después ha reproducido en otros libros. Allí reivindica, más que explica, haberlo
«emprendido todo por su sola afición, libre interés o propia y espontánea curiosidad». Su idea de la
literatura ni está parcelada ni es respetuosa con nada ni con nadie fuera de su propio instinto de lector y
autor que deambula por dentro, a quien ni impulsa ni desanima el crédito de la novela como género ni la
idea que su propio tiempo pueda tener de la literatura. Mira y admira lo literario como forma y objeto, como
construcción verbal, lingüística, del mundo, con unas condiciones que nunca han sido dadas ni nadie ha
dictado para siempre o de una vez por todas (porque eso son espejismos de la pereza o de la soberbia) que
se dan de bruces con la razón analítica.
Por el contrario, la literatura y, en particular la narración, es el territorio libérrimo de una imaginación
desbocadamente fértil, insaciable y desconcertante como pudo verse la primera vez que escribió una
novela, Industrias y andanzas de Alfanhuí (1952), y volvimos a saber treinta años después con su tercera y
última novela publicada, El testamento de Yarfoz (1986). Las tres, con El Jarama, son flagrantes
exhibiciones de invención creadora y libertad literaria, por mucho que en todas ellas sea posible reconocer
la sombra de la tradición y algunos modelos (se llamen literatura caballeresca o se llamen Heródoto).

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Incluso la segunda de ellas, El Jarama, pudo llegar a ser el modelo novelesco para un tiempo, y experiencia
decisiva de tantos lectores que hallaron la vulgaridad que vivían en cada línea de un libro hecho con la pura
banalidad como herramienta de iluminación.
Las tres nacen del empeño quimérico –absoluto por abstraído de la historia– de construir objetos
verbales cuyo fin es cumplirse a sí mismos sin ninguna razón superior o anterior de ser. El Jarama no se
escribe para denunciar la mediocridad de su tiempo –aunque la exponga admirablemente–. Cada una de
sus tres novelas aspiran a una perfección intrínseca, y quizá por eso son novelas con una aptitud inatacable
para desafiar el espacio y el tiempo, es decir, para medirse en coordenadas literarias sin historicidad, quizá
porque están excluidas del tiempo histórico y, pese a las apariencias, las dos primeras novelas podrían vivir
tan fuera de la historia como lo hace la fábula integral, y rotunda obra maestra, que es El testimonio de
Yarfoz. La perfección de esas obras nace de estar acabadas como los mejores poemas, de acuerdo con
normas o reglas de una poética novelesca segregada por la experiencia visceralmente autónoma, asocial,
por decirlo así, de su autor. Nacen de un manadero esencialista al que no afectan ni las circunstancias
históricas, ni la conveniencia, ni la oportunidad de escribir esto o aquello: su desdén de hoy por El Jarama
es enteramente coherente con ese perfil de escritor, por mucho que la evidente trascendencia histórica de
su obra haya podido hacernos deducir una intención coyuntural en la escritura de Ferlosio (que, de haberla,
y la hay, no dejará de ser subsidiaria de un horizonte mayor de creación). Es Ferlosio, en este sentido, un
escritor teórico, de estirpe teórica y, por lo tanto, sólo y radicalmente experimental: no mide la obra en
función del tiempo de la historia sino en función del cumplimiento o la materialización de una teoría o una
idea de la novela.
En cierto modo, y pese la meticulosa y fidedigna reconstrucción histórica que es El Jarama, el
significado que ha puesto el autor tiene que ver con el cumplimiento endógeno, interior, de su propia
perfección, tiene que ver con la solución técnica de los problemas de lenguaje y escritura que le interesaban
entonces. Lo cual deja perfectamente libre el terreno de lo que quiso decir o dijo su obra porque la novela
no quiso decir sino ser: sus obras novelescas se rigen por el mismo patrón de escritura que podría regir la
pintura del siglo XX y, por lo tanto, desde la voluntad de construir un objeto que es pero no dice, que se
cumple en su misma ejecución, aun cuando esa misma existencia lo dote en manos de los lectores de
muchos significados y nunca, en el caso de Ferlosio, de calado superficial.
La fatiga de Ferlosio con El Jarama, por lo tanto, tiene mucho más que ver con el efecto causado en
los lectores, y la multiplicación de interpretaciones simbólicas y de sentidos implícitos que los demás hemos
ido leyendo ahí. No forman propiamente parte de la obra que escribió Ferlosio sino del uso, inteligente y
legítimo, que hemos hecho nosotros para subrayar la rara perspicacia, o la mágica aptitud para nombrar
cosas verdaderas de nuestra vida colectiva y privada a partir de un proyecto literario que no las había
previsto expresamente, o en cuyas líneas maestras no estaba la finalidad de expresar una protesta o nada
parecido sino justamente la continuidad fatal de la vida y los destellos que incluye (y que sólo cobran
sentido cuando los dispone el novelista bajo la técnica de un naturalismo radical).
Detrás de este novelista, también el de Alfanhuí y el de Yarfoz, hay desde el principio un escéptico
irreductible y una suerte de monje ascético no del arte sino de los artefactos, de los objetos complejos y
enrevesados pero llamados a una forma de plenitud que no es la de su significado sino la de su ejecución
como objetos. El escéptico racional que es Ferlosio se redime en el cumplimiento pleno de la forma hasta el
final porque no hay razón suficiente para desviar el objetivo o la meta del objeto: si la vergüenza o la
iluminación de nosotros mismos es tantas veces el resultado final de la lectura de sus ensayos de ética y
política, la crueldad y la muerte es lo que late detrás de la fantasía imaginativa y la exasperante belleza que
inventa el narrador en Alfanhuí. Toda esa fábula está tocada de la misericordia por la presencia de la
muerte y el mal, la crueldad y la mezquindad. Ese muchacho que se llama Alfanhuí porque así lo nombra su
maestro pudiera muy bien ser el primer nombre que tuvo Yarfoz, porque en ambos la vida se ha ajustado
expresamente a hacer bien y conocer mejor lo que hacen, lo que tienen entre manos, antes que a buscarle
razones de legitimación o de consuelo, antes que averiguar lo que sus actos mismos tienen de mejores o
peores según la razón de la conveniencia. Lo que desde siempre ha marcado la biografía de Ferlosio no es
la razón de la conveniencia sino la razón kantiana del deber, como el propio Ferlosio escribió en un artículo
de 1949 dirigido desde la revista Alférez a sus compañeros de aventura intelectual: frente a la mística
retórica y nebulosa de la posguerra, la ascética castellana de la mortificación y el deber puro, sin finalidad
más allá de la razón misma del deber ser así.
Posiblemente, algo de eso sabía ya Manuel Sacristán cuando escribió a propósito del Alfanhuí (y lo
hizo mucho antes de que Ferlosio emprendiese su monumental obra de ensayista) que «el camino
descubridor del artista no es un camino directo hacia una naturaleza inconquistable y heterogénea con su
hacer, sino un avanzar laborioso, pisando sólo las concretas y conocidas cualidades que son para él mismo
él y sus instrumentos: ese camino es lo que el artista del ‘Alfanhuí’ llama ‘industrias’». Por eso he sugerido
que Alfanhuí puede ser el primer nombre de Yarfoz: ¿No hay detrás de aquel escrúpulo de exactitud
metódica en las medidas y los planos, y los procedimientos hidráulicos y las previsiones materiales y
empíricas de El testimonio de Yarfoz, esa misma intuición que Sacristán apunta a propósito del modo de
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

obrar de Alfanhuí y sus industrias? La lección que obtuvo Sacristán de ese primer libro me parece que está
en la raíz de la obra entera de Ferlosio: «Todo lo que el hombre puede hacer, y el hombre mismo que en lo
hecho se conoce, como cima de su obra, es artificio o, si se prefiere, artefacto. Por tanto es máximamente
natural lo máximamente construido, lo sublimemente artificioso. La naturaleza del arte es el artificio»
(Lecturas. Panfletos y materiales IV, Icaria, 1985, p. 86).
Pero es verdad que la obstinación de Ferlosio es más compleja porque vuelve y vuelve siempre a los
mismos asuntos de fondo, empezando por el incumplimiento o la parcialidad de algo, de lo que está mal
hecho, de aquello que es falso porque es deficiente como manufactura (aunque se trate de una idea). Ésa
es la pantalla de fondo que explica la aventura de saber que son sus tres novelas, la aventura de saber
mejor y más perfectamente cada cosa concreta, real y material: en Alfanhuí el muchacho explora al mundo
para saber de la contingencia de todo y de la muerte como amenaza diaria; en El Jarama la vida vive en
niveles distintos –el pasado arriba, el futuro abajo– y ambos van anudados a la muerte también, la guerra en
el primer caso y el accidente de Lucita en el segundo; y quizá sea la restitución obsesiva de lo verdadero –
las razones que justifican los actos, frente al embuste, la apariencia o la desidia de saber– lo que más
conmueve al lector de El testimonio de Yarfoz. Tres novelas sobre el comportamiento y las razones del
comportamiento, tres novelas de un obstinado meditador sobre las coartadas morales y quizá, en el fondo,
tres novelas nacidas de un escritor que aprende primero el oficio de narrar y sólo después despliega el
oficio de pensar por escrito las ideas, anudándolas a una prosa de intriga que vale como la trama de una
novela, que se hace guiar por un argumento que no es una sucesión de hechos sino una sucesión de
causas y razones desveladoras de lo que se conoce, de lo que se cree que se conoce y de lo que es.
Déjenme mantener este tono, un punto descabellado, pero me parece que hay un eje epistemológico
detrás de este novelista, que es el mismo que desarrolla y explora en su obra ensayística. El primer libro de
Ferlosio llevaba una bellísima dedicatoria que dice: «escrita para ti esta historia castellana y llena de
mentiras verdaderas». Y si el asunto es la verdad que se alude con la mentira, el objetivo de El testimonio
de Yarfoz es justamente restablecer la verdad de los hechos sucedidos más allá del interés particular y de
acuerdo sólo con el conocimiento como saber objetivable, fuera de la presión del tiempo o la mezquindad
humana, incluso involuntaria. Por eso los testimonios, se lee en la novela, tienen el efecto de «producir
como verdad ante los demás una versión de los hechos ignorada o, más a menudo, no creída en su día» (p.
14).
El lector menos familiarizado con la prosa ensayística de Ferlosio ha de reconocer en esa finalidad la
naturaleza misma de su prosa de ideas, es decir, el combate militante contra verdades comúnmente
aceptadas, o versiones de los hechos de raíz mediática u oficial (son la misma cosa), en favor de otras
versiones que desenmascaran los defectos de fabricación de las ideas y juicios concebidos para proteger y
legitimar los actos mismos. La lectura que Ferlosio ha hecho de los fastos de la Expo de Sevilla, en Las
cajas vacías, de la guerra del Golfo, de la ocupación española de las Indias o de la política armamentista de
los Estados Unidos está concebida por la misma vocación de conocimiento antes que de denuncia. Lo
sublevante no es la barbarie como ley fundacional de la historia (porque es la única que tiene) sino la
pretensión de disimularla, disfrazarla o anegarla con razones inventadas a propósito o móviles que
involucran intereses distintos de los más determinantes. O por decirlo así, también en su obra ensayística
es prioritario antes ese antiguo prurito suyo de entender, de conocer, que el fin subsidiario, y en el fondo
subalterno, de denunciar. El conocimiento carece de finalidad y termina en sí mismo, en forma de novela o
en forma de ensayo, porque son las ideas, los conceptos y los embaucamientos lo que se erige en auténtica
motivación de la escritura. El lector ha de reconocer en este principio una raíz axiomática del modo de
pensar de Ferlosio, cuando, por ejemplo, escribe en su último libro de ensayos sobre la desconsolada
certeza de la hegemonía de la razón instrumental frente a la razón racional, la primera para obtener un
resultado práctico y la segunda destinada a conocer sin más las causas, los efectos y la posible naturaleza
esencial de un asunto dado. «El dogma es una idea puesta a callar, su última palabra, sin duda para evitar
que siga hablando, por la flaqueza mental de querer alcanzar la certidumbre incluso a costa del
conocimiento» (La hija de la guerra y la madre de la patria, Destino, p. 145). La lamentable flaqueza de
convertir a la verdad en estatua de piedra (y no de sal, como es) es otra imagen de su último libro, aunque
la idea anduvo en este escritor desde tan antiguo como 1949 y su protesta abrupta contra el estilo, la
postura, «el gesto retórico, aparencial», en lugar de una «ascética si no fuerte, a lo menos ordenada,
metódica e intransigente»: la que hay detrás de la prosa de Ferlosio de acuerdo con cada poética novelesca
que ha ensayado.
«La muerte trabaja agrietando las almas y los nombres», se lee en la página 162 del Alfanhuí, que va,
como Ferlosio mismo, de melancolía en melancolía y la combate con sus dones. Asiste a la muerte de su
maestro, a quien entierra, y regresa al final al lugar de origen llamado por la memoria de la muerte del
maestro, que es quien le dio el nombre de Alfanhuí porque el muchacho tiene los ojos amarillos, como los
alcaravanes y Alfanhuí es el nombre con que se gritan los alcaravanes. La cautivadora belleza de la prosa
de Alfanhuí ya no volvió a probarla, fuera de algún fragmento aislado de sus libros de ensayo. La estrenó
para ese excepcional libro, terminado en 1950, y luego despojó a la prosa de casi todo en El Jarama, como

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

luego la llenó de meditaciones, preguntas con respuesta, razones justas y perplejidades en El testimonio de
Yarfoz para deshacer el mal nombre y los equívocos que la historia engendra en torno a los hechos del
pasado. No ha de asombrar la reivindicación reciente de Ferlosio a propósito de que la historia debe
describir antes que contar. Es lo que hizo con la técnica narrativa empleada para armar El Jarama con
descripciones y el simulacro de lo fotográfica y fonográficamente reproducido. Casi todos los grandes
autores acaban haciéndose auténticos dueños de lo que al principio fueron las larvas de su propio sentido
más hondo, sea en la novela o sea en el ensayo.
Con El Jarama se construye la ilusión de la cotidianidad y, por tanto, también su falta de sentido, su
discurrir tenue, apagado: se describen los momentos turbios, las nimiedades de las conversaciones, se
pasa por encima de momentos tensos, o se sobreponen todos a los dramas porque el narrador los hace
suceder con la mezcla de excepcionalidad y rutina de la vida ordinaria, sin cortes que enfaticen la voz
patética ni nada que tampoco condene lo que es su materia, porque se trata de describir eso, la vida vana.
Naturalmente es el hecho mismo de escribirlo lo que dota de sentido a la vida como río que no se detiene (y
aludo al exergo de Leonardo da Vinci que encabeza el libro): lo adquiere cuando se fija; por eso la novela es
novela y no historia ni vida, porque la novela ha magnificado un domingo cualquiera... que sólo existe en el
libro. La creación escrita de un domingo –no el hecho mismo de vivirlo por los protagonistas– lo dota de
sentido como espacio de reflexión, le otorga el sentido del que la vida como curso y simultaneidad por sí
misma carece.
Contra esta estrategia novelesca, El testimonio de Yarfoz opera exactamente al revés: en lugar de
buscar la fiabilidad en el simulacro de la cotidianeidad vulgar, reproduce la versión oculta, callada,
postergada, sobre la vida de un personaje que es íntegramente de ficción, y lo hace para corregir el sentido
que un presunto tiempo pasado (que ignoramos) y sus historiadores (de quienes nada absolutamente
sabemos porque son ficticios) han inventado sobre él, faltándoles la información crucial y de primera mano
que puede aportar el testimonio de Yarfoz: las razones verdaderas pero mal comprendidas o mal
transmitidas o deliberadamente malinterpretadas de su vida. Pero son una vida y un mundo enteramente
ficticios para que sea sólo el conocimiento el que mande en ese libro, y no la pulsión documental o
registradora del historiador. Ferlosio ha puesto en marcha un engranaje fabulado para explorar los actos y
las razones de los hombres y hacerlo sin deudas con ninguna historia escrita anterior (porque toda ella es
invención suya).
Si Yarfoz es el nombre de madurez de Alfanhuí, también es con respecto a El Jarama la otra cara de
un mismo ejercicio epistemológico, o casi, porque incumbe al lector conocer mejor la realidad histórica
(puramente ficticia) de acuerdo con ese testimonio inventado para hablar de lo que importa a Ferlosio: los
universales humanos desde el simulacro novelesco de la experiencia real. El comportamiento humano se
examina en ese ámbito absoluto de la ficción para hacerse precisamente conocimiento objetivado y no
sujeto a los espejismos de la actualidad, de la historia perturbadora (y perturbada) o de las conveniencias
enmascaradoras de los hombres cuando ponen en juego algo distinto del instinto puro de conocer y
razonar: el único lugar para hacer ese ejercicio libre de ataduras es la ficción, la fábula, una historia que
inventa un espacio geográfico y un tiempo donde actúen los hombres que son, sin embargo, como somos
nosotros.
No sé si habrá o no algún otro título narrativo de Ferlosio en los próximos años, pero desde luego
cada uno de los tres que ha dado hasta hoy ha sido escrito, por decirlo así, como creación novelesca
crecida de un tronco mayor, o como demostración de facto, materializada, de la naturaleza del conocimiento
como operación gratuita e irrenunciable, sin finalidad, y cuyo más alto formato es la asbtracción objetiva
frente a la permisiva e indulgente conveniencia del saber utilitario (que, sin embargo, es la única base
humanamente posible para acceder a una forma fiable de conocimiento).
De esa bárbara contrariedad nacen las tres formas novelescas, es decir, los tres narradores
genuinamente distintos, sin el menor parecido y, sin embargo, obra del mismo autor por gracia de esa
antigua pasión, segura y obstinada, que es conocer sin odiar.

52
Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Juan García Hortelano

( Mauricio Jalón )

«El mío es un caso clásico de muchacho de la burguesía española educado dentro de la cultura
francesa, porque no hemos sabido recuperar, ni conectar, con Cervantes y la picaresca, no sabemos llenar
la solución de continuidad.» El gran narrador, Juan García Hortelano (1928-1992), recordaba así su
trasfondo educativo –el francés–, enmarcado en la nostalgia de un paraíso literario, perdido ya, y tan
irrecuperable como el que precedió a esa otra ruptura, más reciente y catastrófica, producida por la guerra
civil. Sus secuelas sofocantes en esa posguerra de «ignorancia dirigida» –la desaparición de figuras,
autores e ideas, la ausencia de intercambios libres y hasta de bibliotecas–, las padeció este ávido lector,
como toda la sociedad, durante una parte sustancial de su vida.
Un índice de las energías compensadoras de quienes huyeron de tal encierro fue el gusto, casi
compulsivo, por la traducción: amigos de su generación literaria lo hicieron del italiano, del alemán o del
inglés. Hortelano, que lo hizo del francés, aprendido a fondo en la infancia, se definía como uno de esos
«escritores metidos a traductores por devoción, espeleología lingüística y ganas de mejorar». Y logró
provechosas versiones de Céline, de Vian y, en colaboración, de Walser, reveladoras de sus afinidades,
pues es indudable su simpatía por la violencia jocosa y la ferocidad indiferente de Vian o por las fracturas de
la lengua inventadas por el incendiario y desaforado Céline; por no hablar de la serena traslucidez de
Robert Walser en la cual «percibimos la transparencia de las llamas del infierno, somos transportados
desde las temibles (y acogedoras) sombras a la luz implacable de la existencia cotidiana».
Estos literatos también fueron pretexto para reconocerse en Sartre y Camus o en Queneau, para
elogiar a gigantes como Joyce y sobre todo Beckett, o para pensar sobre las anotaciones diarias de Kafka.
Y tal admiración nos permite constatar el desasosiego de la mayoría de las páginas de Hortelano (donde se
cuenta más de lo mucho que él cuenta), sustrato de un moralismo soterrado. Ya decía Baudelaire que la
comicidad de Rabelais –un referente del maduro Hortelano, aunque nada español– ofrecía siempre la
transparencia de un apólogo.
Hortelano trabajó, pues, identificado con corrientes de la cultura de la segunda mitad del siglo XX,
especialmente de los decisivos años sesenta. En su obra estará presente, a veces en mayor medida que en
otros coetáneos, una inspiración cosmopolita, de matriz sobre todo europea, pese a ese lenguaje suyo tan
hispánico, sembrado de ironías vernáculas –se protegía tras un madrileñismo socarrón–, que revela a la par
gran oído y muchas lecturas del Siglo de Oro, en el que se había adentrado del mejor modo: con la memoria
de los poetas.
Ahora bien, el escenario en el que su obra fue conformándose, el entramado de modelos y apoyos
verbales, se vio revolucionado entre 1955 y 1965. En este primer año (cuando aparece El Jarama) había
escrito bastante para sí mismo, por ejemplo una novela que mantendrá inédita; de inmediato además (en
1956) se produjo en Europa una eclosión cultural y política que alcanzó a la amordazada España y, de
paso, a su propia vida. El cine, para el que trabajó, y la pintura, que le atrajo, así como la crítica y las demás
humanidades estaban virando decisivamente, siendo París el polo de tal mutación. Todo resultó ser crucial
para Hortelano.
En esa época escribe, y se difunden internacionalmente, sus novelas Nuevas amistades y Tormenta
de verano, las cuales obtienen los premios Biblioteca Breve, en 1959, y Formentor, en 1961. Además,
Hortelano viaja: a la más habitable Barcelona, de continuo; a París, por motivos civiles (pues se anticipó a
reflexionar «sin permiso»); y, desde 1961, como autor reconocido, a la bullente Turín, su ciudad de Italia por
siempre preferida, donde conoce bien a Einaudi y a Italo Calvino. Es ya cercano amigo de Gil de Biedma, de
Barral (algo más tarde lo será de Benet) –los tres desaparecieron también antes de cerrarse el siglo XX;
ellos, tan próximos y tan distintos literariamente–; y era asimismo amigo de Ángel González, o del más
joven Marsé, del industrioso Salinas. Suponía el mejor panorama de personas ilustradas, con las que
compartía una exigencia estética: nadar bien, y contra corriente.
Si el buen literato, como decía Pavese, uno de sus admirados turineses, sólo puede fundar su trabajo
más concienzudo en la armazón de hábitos mentales y de sensaciones primeras, en Hortelano ese humus
de decisiones y de impulsos –que traduce los esfuerzos de su adolescencia– se mantuvo vigorosamente
activo. Había nacido en Madrid, pocos años antes del inicio de la determinante guerra civil: al concluirse
53
Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

ésta, acababa de rebasar los diez años. Su padre, médico y químico por el que confesó sentir un cortés
respeto, fallece en 1941; al tiempo, mueren sus dos abuelos maternos: Sofía, cuya inteligencia admira, y
Gabriel. Su madre era originaria de Cuenca, ciudad mítica para él, y vinculada posiblemente al mundo de
las mujeres, ámbito fundamental éste en el «territorio narrativo» que irá construyendo.
Toda la libertad cruel y vivísima del Madrid en guerra, con sus sobresaltos –partos y otras sangres–,
se transformó desde 1939 en ocultación, vulgaridad y silencios. Como le sucedió a su generación, a la
siguiente incluso, el recuerdo traumático de esa contienda y su vivencia de los años de plomo –con un
medio reformatorio, en su caso, añadido al oscurantismo cotidiano–, estimularon su pasión por la lectura (en
francés mucho, en castellano también), así como su temprana vocación narradora: a los catorce años, el
aprendiz de novelista arma un largo relato de corte policíaco. Para Hortelano, lo más auténtico de su
literatura serán siempre sus narraciones acerca de esa infancia que, con el brillo y los meandros de un
tiempo perdido y recobrado, sigue destacando en sus textos más memoriales (no en vano, sus dioses
fueron Cervantes y Proust). Así se revela en dos relatos autobiográficos de Gente de Madrid (1967), libro
que se ampara en los Dublineses y en una cita inicial de Joyce.
Al lado de este afán, le gustaba decir que su biografía era breve. Abarca el inicio de los estudios
jurídicos en 1945, finalizados en 1951; la repetida fundación con Ferres de un personal «partido comunista»;
las lecturas mil en el Ateneo de Madrid; algunas instantáneas del pasado –al vislumbrar a Azorín, a un
Baroja poco tratable, a un Manuel Machado, algo espectro de su hermano–; su plaza en el Ministerio de
Obras Públicas; su contacto real con el Partido opositor, abandonado en 1965, y su contienda antifranquista
por libre; su familia, fundada en 1964, ampliada pronto con su hija; sus actividades en varias tertulias y
editoriales. Desde 1975, escribe con mayor soltura, y constata cómo la realidad camina a su real grado.
Con una cita de Camus –«ese día comprendí que había dos verdades, de las cuales una nunca debía
decirse»–, empieza Nuevas amistades, impresa en 1961. Como en otras novelas suyas, la presencia de un
grupo adinerado y bastante impersonal le permite hablar de esa doble verdad. Aquí son unos jóvenes los
que intercambian frenéticamente simples palabras; chocan entre sí, se agobian sobre todo. Las
descripciones de Hortelano son externas, rápidas, eficaces («el traje azul era una mancha indistinta», es
todo un párrafo). El motivo de su intriga –un posible aborto–, mueve a los personajes por Madrid, que rozan
en sus recorridos los estratos sociales más humildes. Con sus frases, bastante neutras, implacables en su
inmediatez, unas figuras de escasa interiorización poco parecen saber ni de sus trampas ni de su entorno.
Aparecida en 1962, Tormenta de verano tiene unas formas más depuradas. La primera persona es un
egocéntrico de mediana edad, un veraneante que va narrando su entramado de relaciones y ocultamientos
–familia y amigos–, tras aparecer una chica muerta, anónima, en la playa de su colonia. «Quise desnudar, a
partir de la imagen del cuerpo muerto, a las criaturas vivas; quise presentar al brillante bando de las familias
que ganaron la guerra», señaló Hortelano. Y esta anatomía de diálogos secos –que aborda pequeñas
desavenencias, vidas en suspenso, continuos tiempos muertos–, revela la dificultad de que brote una crisis
moral, ni siquiera tras la nuda presencia de lo inerte. Con sus mínimos movimientos, el encerrado narrador
parece poco dispuesto a reaccionar aun sintiéndose culpable de no ver a los demás.
En ambas novelas, las inercias –sociales e íntimas– están analizadas con la mirada de un forense,
usando un esquema casi óptico, preciso hasta la asepsia. Hortelano está lejos del realismo social o crítico
que le antecedió, pues defiende una escritura objetual, objetivista –en coincidencia con los mejores, Ferlosio
o Aldecoa (Martín Santos publicó, en ese año, Tiempo de silencio)–, cuidada y desnuda de comentarios.
Reconoce tener cortadas las alas de la fantasía, y sus páginas, como las de nuestra tradición literaria, lo
ponen de manifiesto; así se acercaría de nuevo a la narrativa francesa, prosaica en comparación con la
anglosajona.
Con todo, logra un efecto doble, más moderno que sus coetáneos. Por la técnica del diálogo, tan
nerviosa, sus lejanos inspiradores vendrían a ser los americanos –Dos Passos, Hammett y Caldwell, con
esos aires tan de la ciudad–, o desde luego los de sus discípulos italianos de los cuarenta, si bien los
renovadores del nouveau roman –mucho menos cálidos, como Sarraute (Entre la vida y la muerte), Robbe-
Grillet (El mirón)–, le proponen, en cambio, otras distancias. Por ejemplo, la de los silencios de Días enteros
en las ramas de Duras, la de La modificación de Butor. En todos se presagia una indiferente sociedad en
ciernes, pero la sensibilidad de Hortelano es muy distinta; su arte de contar es obstinadamente propio, su
literatura es menos omnisciente, así como más encendida o carnosa.
Por su tratamiento de la desazón y el tedio, esos infiernos de Hortelano eran más bien domésticos.
Rebasados ya los cuarenta años, cuando suele aumentar la incertidumbre, veía la literatura como una
cuestión de malas intenciones, además de revelar una obsesión por el tiempo. Entendía con ello que un
libro no debe ser benigno, no debe suscitar aquiesciencia alguna; y, en efecto, su desvelamiento parcial de
la «realidad» seleccionada resulta implacable, pese a la irrupción paulatina del humor en su obra madura.
Su falta de halagos se expresa en el sinsentido de cada microcosmos en el que irrumpe y en la presencia
física –cada vez más tortuosamente física– de las figuras que sus novelas fueron exponiendo, con una
intención perturbadora, bastante poco reconfortante.

54
Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Su citada preocupación temporal se traduce en la voluntad de «iluminar el caos, las confusiones que
son el eje principal de la vida». Lo cual es evidente, sobre todo, en una obra gigantesca y proteica, El gran
momento de Mary Tribune, que se separa del orden narrativo convencional y propone un mundo sin causas.
Escrita entre 1964 y 1972, y con una obertura de Mme. de Sévigné, esta novela injerta tipográficamente,
como señales de auxilio, 54 citas, desde Cicerón, Horacio y Catulo hasta sus grandes modelos literarios y
todos sus amigos. Con una forma sinuosa y sin anécdota, narrada también en primera persona, el
protagonista es un seductor que disfraza su desdén ante el entorno –«¿se puede pasar de los treinta y no
mentir?»– y, sobre todo, ante el despliegue de tipos femeninos (Mary es tonta, bella y buena). El mundo
desencajado del narrador –a la vez pulsional y fantasmagórico – está expresado con la conducta más
trivialmente cotidiana; pero tal realidad se desliza al poco, por insistente, hacia la pesadilla, allí donde esté.
Cada recorrido por habitaciones o por calles supone pérdidas de identidad, continua cosificación,
encuentros diferidos. Sus días, estirados como años; sus vasos de alcohol, como ríos «oliendo a desdicha»;
sus entradas y salidas, a modo de hachazos: todo resulta mero desgaste, semivela alquitranada y brumoso
desorden. En la revulsiva parte final que culmina en la sierra –una especie de ascesis fuera de Madrid–, su
explícito cuarteamiento («me encajé el corazón en las costillas») se superpone a la desorientación abismal
del personaje en medio de una tormenta de nieve, dibujando una de las escenas más inquietantes de
nuestra literatura contemporánea.
La libertad creadora de Hortelano se vio del todo acrecida con esta cima literaria, especialmente
ensalzada por la nueva generación; de modo que no dejará de ensayar otros ángulos narrativos, logrando
obras de extraña calidad, cada vez más alejadas de las «maneras» de su juventud. Hortelano defendía la
primacía de los recursos verbales, si bien –como estudioso de los grandes lingüistas de su siglo– prefirió
ahondar en el cultivo del lenguaje antes de intentar romperlo. Estuvo muy atento a la metamorfosis artística
que supuso la fabulación latinoamericana: escribió sobre la grandeza de Onetti y conoció a casi todos sus
impulsores. Aunque innovador, fue poco experimentalista (sus grandes clásicos fueron Stendhal, Flaubert,
Chéjov, Clarín). Y ni siquiera su continua lectura de ensayos críticos (por ejemplo, de la especialista
kafkiana Marthe Robert) alteró sus raíces novelescas.
A partir de entonces, eso sí, Hortelano parece prescindir –y hasta rechazar– la realidad. Uno de sus
rasgos estilísticos consiste en unir una secuencia de palabras homogéneas con otra opuesta, que la sacude
como un látigo, y tal estrategia del deshablar supone cierta anulación de lo más inmediato. Así ocurre en
sus Apólogos y milesios, de 1975 –los cuentos fueron siempre su laboratorio–, y desde luego en su cuarta
novela Los vaqueros en el pozo (1979). Aunque de modesta extensión (y escasos lectores) es uno de sus
mejores relatos, por escueto, tenso y cruel («invéntate un alma», se oye decir una vez). Un despojado
objetualismo, renovador de su poética cosista, aparece al describir los movimientos y ritmos del día en una
casa campestre; pero se ve enriquecido enseguida por su personal sarcasmo: el que transmite a los
diálogos –casi monólogos– descomedidos entre la dueña, la sirvienta y unos invitados fantasmales que
atraviesan ese escenario ajardinado.
Con este libro sutil, Hortelano refuerza expresamente el choque de sentimientos, la desconexión
entre ideas, esa incongruencia humorística que linda con el disparate. La vaciedad se hace cada vez más
rara, dada la irrealidad de los visitantes. Asimismo ese recurso suyo, en su lado más técnico, puede verse
crudamente en su divertimento publicado sin firma en 1990, Muñeca y macho, donde rebulle un curioso
Casanova felliniano que remeda a Sade.
Pero ya en su Gramática parda, de 1982, el exceso verbal se armonizaba con un humor más tenue,
incluso afectivo. Era y es un libro incomparable, que fue premiado por la crítica (tuvo un gran lanzamiento,
inusual, dada su naturaleza). Transcurre en París, a menudo en francés, y atesora decenas de referencias
culturales, mediante guiños. A la vez parodia, novela y ensayo, está lleno de agudeza y melancolía, pues
Hortelano quiere captar lo que la existencia es –o parece ser–, en un alborotado juego de máscaras, con
cambiantes flujos narrativos, sencillos unas veces, torrenciales otras. En medio de aventuras desaforadas
(la banda terrorista de la Horda, el ridículo delator Teobaldo), surge el latido de la mejor literatura
–«vocación difícil y un poco desjuiciada»–, a través de una niña protagonista que pretende ser Flaubert, y
quiere serlo ya a los cuatro años. Algunos capítulos o lecciones (unos «ejercicios de estilo» más allá de
Queneau) resultan a veces esquizoides, dementes o absurdos, como dijo su autor, pero son ante todo una
construcción vitalista, en pugna con el ingrato mundo, la decadencia y la muerte.
Hortelano afirmó no saber bien dónde estaba la frontera entre literatura y vida; por eso pudo captar,
sin «clasificarlo», el estado de conciencia de su época. En sus últimos años se propuso redactar una
autobiografía, para lo cual repasó a los grandes ensayistas y memorialistas –Montaigne, Retz, Saint-
Simon–, que cultivaron géneros tan ricos como mal deslindados. Y, al menos, llegó a publicar en 1987
Mucho cuento, recopilación variada y paradójica, con densos, rigurosos relatos que revisan jirones de su
pasado. Pero asimismo se percibe ahí, a ráfagas, otra aspiración silenciosa, declarada años antes por él
literariamente: «tardó en serenarse del placer de haberse sentido importante por la sola razón de haber
hablado mucho, en recuperar las caricias de la soledad, sus desordenados flujos mentales, la complacencia
física del silencio».
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

¿Qué jardín de los cerezos se oye abatir en sus libros?, ¿de qué jardines se despide la literatura de
Juan García Hortelano? Del paraíso irrepetible de nuestras letras y del mito de la libertad que atisbó (y
palpitó) en su infancia. O acaso también del siglo de las Luces, que constituye la abierta referencia de sus
ensayos más largos e intensos, y cuya ensoñación daría pie a sus escenografías, extrañas, alejadas de la
naturaleza. Por sus libros pasa, sí, una brisa ilustrada, que deja en su obra el aliento de una aguda
sensibilidad incrédula, el desdén por la mezquindad moral o la hipocresía, así como el persistente
reconocimiento del cuerpo y de sus decisivos instantes de placer.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Miguel Delibes

( Santos Sanz Villanueva )

La larga y fecunda trayectoria de Miguel Delibes (1920), desde hace unos años casi retirado de toda
actividad en su Valladolid natal por una grave quiebra de la salud, puede someterse ya a una descripción
generalizadora definitiva. Aunque, superado el desánimo de los últimos tiempos, alumbrase nuevos títulos,
es difícil que éstos modificaran lo más mínimo ni el mérito, ni la valoración, ni el sentido globales de una
amplia obra creada a un ritmo constante. Algo semejante podría haberse afirmado incluso uno o dos lustros
atrás, a pesar de que en este periodo publique un libro en apariencia atípico, El hereje (1998), y con él logre
una de las cimas de su escritura. También en esta magistral novela última, y aquí por excepción mediante
un desplazamiento de la anécdota al pasado, aborda el cogollo de sus preocupaciones y les pone como el
broche final.
La novelística delibesana responde a unas inquietudes y se afronta con unos planteamientos literarios
que en esencia se hallan en el escritor joven y primerizo, y perduran en el maduro y consagrado. No quiere
esto decir, ni por asomo, que la rutina le haya incitado a repetir asuntos y técnicas. Al contrario, su figura
muestra un perfil ejemplar, en lo humano, intelectual y artístico, por la flexibilidad con que ha ido
desarrollando, en un proceso continuo de depuración, sin sobresaltos ni casi titubeos, con naturalidad y
lógica interna, un núcleo fundamental de creencias o principios, tanto éticos como estéticos. Sus sólidas
posturas, sin ceder en firmeza, han ido evolucionando o modificándose dentro de un empeño global de
recrear determinados problemas e incertidumbres de los seres humanos de nuestra época y nuestro país,
en su vivencia individual o colectiva. El ámbito muy concreto de sus desvelos, la Castilla contemporánea, no
constituye, además, un obstáculo para que sus escritos sobrepasen los límites de este tiempo y den el salto
de lo local a lo universal.
La narrativa de Delibes se fundamenta en una concepción comunicativa de la literatura: la novela, tal
como él la entiende, expone artísticamente un conflicto humano. Eso es lo fundamental en su voluntad. El
cómo se presente el problema nunca será por sí mismo un objetivo; sólo el medio, el instrumento. Cuanto
menos llame la atención la forma y más discreta sea su presencia, mejor. No hará falta, sin embargo,
precisar que esta actitud opuesta al formalismo intrínseco no supone ignorancia, desatención o
menosprecio de la forma, tanto de la construcción como del estilo. Por el contrario, su largo recorrido como
forjador de ficciones muestra una vigilancia sostenida y un ascendente proceso de mejora y enriquecimiento
de los modos de contar.
Una novela habla de algo, en el ideario de nuestro autor, y a ello se subordina cómo lo haga, aunque
sin olvidar nunca que la verdad se revela mediante la forma. Las novelas de Delibes, todas, cuentan una
historia. Es, en este sentido, un narrador tradicional. Hasta parece, en sus primeros pasos, un novelista algo
adánico que da rienda suelta al impulso de contar una historia sin mucha malicia, con cierto espontaneísmo
que deja fluir una instintiva afición a referir sucesos representativos. En un principio, dispone de unas armas
escasas y precarias. Apenas se sirve de algo más que del control de la anécdota que el nuevo narrador,
poco ducho en literatura, habría asimilado como espectador de cine (por las fechas de sus comienzos
literarios hacía caricaturas, dibujos y crítica de películas en El Norte de Castilla, el periódico de su ciudad
del que más tarde fue director). A ello añade a veces una tendencia a literaturizar hechos y vivencias que le
inclina a una especie de engolamiento (el término es suyo) expresivo. Este énfasis o gusto por la retórica y
la artificiosidad están curiosamente en las antípodas del tono natural y sencillo –un escribir como se habla–
que domina sus escritos desde que se sabe dueño de un registro propio, de una voz personal.
Delibes se desprende sin mucho tardar de esas limitaciones iniciales. La idea básica de lo que debe
ofrecer una novela, que tiene clara en sus comienzos, la resume en su madurez con una fórmula certera.
Una novela, sostiene, consta de tres ingredientes: «un Hombre, un Paisaje y una Pasión». En efecto, todas
las de Delibes desarrollan un conflicto de un ser humano en un marco geográfico preciso.
Acotaremos un poco estos componentes. Un Hombre, o, mejor, mujeres y hombres, castellanos,
labriegos, clase media de la ciudad, contemporáneos, menos alguna salvedad, sobre todo los protestantes
renacentistas de El hereje. Un Paisaje por excelencia, el de Castilla, tanto la rural como la urbana. Contadas
veces se ha salido de ese escenario, y ello por motivos excepcionales y obligados: porque el bedel Lorenzo
emigre a Chile o porque el primitivismo medieval de Los santos inocentes se entienda mejor en la raya de
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Portugal. En fin, una Pasión, y, a rastras o alrededor de ella, un sucinto número de conflictos que al cabo del
tiempo se han concentrado en un puñado no muy amplio de motivos. El propio autor ha advertido en su
obra estos cuatro asuntos principales: «muerte, infancia, naturaleza y prójimo»; a tales preocupaciones
habría que añadir algunas cuestiones recurrentes: la fe, el catolicismo, el amor, la búsqueda de un destino,
la mentalidad burguesa...
Delibes debuta con La sombra del ciprés es alargada (1948), una novela confesional, de ideación y
desarrollo un poco confusos, donde presenta el angustioso sentimiento de la muerte que aflige a un
muchacho. El propio autor la ha juzgado con mucha severidad, pero, aunque esté lastrada por digresiones
filosóficas pegadizas, también hay en ella un intenso relato de maduración. A ritmo regular se encadenan en
un decenio largo posterior nuevos títulos que se inclinan, primero, hacia un fuerte subjetivismo, y se
decantan, después, por una mirada más objetivista o distanciada de la realidad, siempre ese mundo
castellano tan suyo. Por eso algunos estudiosos12 como Gonzalo Sobejano o Ramón Buckley han
distinguido dos fases en esa etapa inicial en la que se suceden Aún es de día (1949), Mi idolatrado hijo Sisí
(1953), Diario de un cazador (1955), Diario de un emigrante (1958) y La hoja roja (1959).
Como sea, y puesto que no debo entrar aquí en detalles, Delibes termina por adquirir una perspectiva
analítica de la realidad. Entonces la presenta mediante tipos solitarios y desvalidos, entre quienes no faltan
seres entrañables, situados en un marco social duro, frustrante. En conjunto, esos libros hablan de una
voluntad de hallar un sentido al absurdo de la existencia y confiesan una desesperanza antropológica. A la
vez que responden a las más íntimas preocupaciones morales y religiosas del autor, y a su propio carácter
siempre propenso al pesimismo, comparten también esa visión negativa de la naturaleza humana común en
el existencialismo europeo de la postguerra mundial. Aparte de este fondo moral, resalta en ellos un escueto
testimonio potenciado por un leve simbolismo. Este último enfoque se impone en las dos obras más
logradas que completan esa lista, ya perfectas dentro de la estética del autor, una temprana, El camino
(1950), y otra que cierra esta fase de reconocimiento del mundo próximo, Las ratas (1962).
La aportación del escritor en este conjunto novelístico no radica sólo en sus aspectos externos más
llamativos, su valor documental o el análisis de algunos dilemas psicológicos agudos. Tampoco en el interés
que, sin duda, poseen por sí mismas las historias expuestas en esos títulos: la imposible aspiración a un
amor ideal de un muchacho traumatizado por su físico deforme (Aún es de día), la necesidad de
autoafirmarse de un padre egoísta a través de un descendiente (Sisí), las tribulaciones de un bedel para
mejorar su vida (el doble Diario), el desamparo de un anciano ante la muerte no lejana (La hoja roja), la
oposición de un niño a los propósitos paternos de enviarle a la ciudad por fidelidad al pueblo (El camino) y la
cruda vida en el campo de un cazador de ratas y su hijo (Las ratas).
Por notables que sean esos aspectos, el mérito fundamental de Delibes está en el hallazgo de un
modo propio de referir las anécdotas. Su arte de contar consiste en la conjunción afortunada de unos
cuantos procedimientos. Primero, se atiene a la descripción escueta del medio, sobre todo del paisaje, de
un realismo fotográfico, aunque nimbado de lirismo. Al lado, logra la convivencia de un testimonio áspero y
un sentimiento elegíaco. Además, prefiere unas anécdotas de aparente simplicidad, en su superficie nada
aparatosas, reflejo de una realidad en la que parece no ocurrir nada llamativo, pero trágicas en su fondo. En
fin, capta con precisión los detalles de la vida cotidiana. El secreto del arte novelesco del vallisoletano
reside, aparte de en esos rasgos, también en un aspecto del tratamiento literario que ha subrayado otro
estudioso, Alfonso Rey, en la originalidad y el acierto para interiorizar el punto de vista narrativo en los
personajes. Éstos expresan desde su particular perspectiva no tanto la realidad cuanto su vivencia de ella
por medio de la lengua que les es propia.
La postura del escritor respecto del mundo en estos libros despertó reservas porque podía verse en
sus retratos una actitud bastante conservadora. Lo sugerían, sin ir más lejos, el insociable individualismo de
bastantes personajes o la tesis antimaltusiana que alguna crítica detectó en Sisí. Y, sobre todo, el
enfrentamiento entre lo rural y lo urbano explícito en alguno de estos títulos parece desembocar en el
clásico menosprecio de corte y alabanza de aldea, patente en la visión nostálgica de lo rural de El camino y
en la negativa del joven protagonista de Las ratas a integrarse en la vida urbana. El mencionado Buckley ha
sintetizado bien la posición del autor: Delibes participa a la vez del idilio y de la elegía, y deplora la situación
presente porque alberga aspiraciones arcádicas.

12
La obra de Delibes ha merecido un número amplísimo de estudios. Aquí sólo menciono los libros
aludidos en el texto. César Alonso de los Ríos, Conversaciones con Miguel Delibes (1971), Barcelona,
Destino, 2ª ed., 1993. Ramón Buckley, Problemas formales en la novela española contemporánea,
Barcelona, Península, 1968 (2ª ed., ibidem, 1973); idem, Raíces tradicionales de la novela española
contemporánea, Barcelona, Península, 1982. Alfonso Rey, La originalidad novelística de Miguel Delibes,
Santiago de Compostela, Universidad, 1975. Gonzalo Sobejano, Novela española de nuestro tiempo (en
busca del pueblo perdido), Madrid, Prensa Española, 1975 (1ª ed., 1970).

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

No hay duda de que para Delibes la Naturaleza es un valor capital de la vida, pero, para afinar en su
interpretación, tal motivo no debe considerarse aislado, al margen de otros aspectos de su personalidad y
de su obra, ni de unas circunstancias que le impiden manifestar con total libertad su postura e intereses. Ni
por un momento debe olvidarse el contexto en que escribe Delibes, la dictadura franquista. La idealización
rural, dando por supuesto que algo de ello hay, no implica ni evasión ni conformismo absolutos. Para
desmentir un presunto escapismo basta con recordar que Delibes da pruebas abundantes a lo largo del
medio siglo de su talante liberal, de su cristianismo progresista, de su rechazo del autoritarismo político
vigente, de su lucha a favor de la libertad y contra la censura, de su compromiso con la deteriorada
situación económica y social de Castilla...
Además, la idealización tampoco sería nunca tanta. Sus escritos están llenos de noticias que
documentan la pobreza, la marginación social, los modos de vida elementales, el deterioro material del
campo, la emigración obligada, el desaliento de las personas, la ruindad moral del labriego, la anodina
existencia provinciana, el egoísmo de la gente de la ciudad... Lo que pasa es que ese testimonio está
amortiguado por el amor del autor a su tierra y por una ternura frecuente. Las novelas de Delibes asumen,
en las anormales circunstancias públicas de entonces, un alcance testimonial. Son literatura pero también
algo más. Él mismo lo ha precisado, sin medias tintas, en las muy interesantes conversaciones con Alonso
de los Ríos. Algunos de sus libros, dice, «en cierto modo (...) son la consecuencia inmediata de mi
amordazamiento como periodista (...) cuando no me dejan hablar en los periódicos, hablo en las novelas».
Sin romper con el sistema, el Delibes escritor y periodista (ocupaciones que simultanea con la más inocua
de profesor mercantil) lo bordea, y practica un posibilismo consciente, táctico y algo astuto.
El sueño de la Arcadia va cediendo cada vez mayor terreno a una visión crítica y política de una
realidad que Delibes ve día a día de un modo más negativo. Aunque ya había censurado a la mesocracia
provinciana, un paso adelante le lleva a profundizar en sus comportamientos y a descubrir sus raíces,
hundidas en la intolerancia, la hipocresía y el rencor. La lucidez del análisis desemboca en la ruptura
absoluta. Mediados los sesenta, nos encontramos en una segunda fase de la trayectoria del escritor. Ahora,
la literatura antes de mesurado e indirecto testimonio, más elusivo que explícito, se formula con una
voluntad social clara y expresa. Esto sucede en Cinco horas con Mario (1966), uno de los alegatos más
contundentes de nuestras letras contra el conservadurismo de las clases medias crecidas en el humus del
nacionalcatolicismo. La novela las deja en evidencia enfrentando dos mentalidades, la ultraconservadora de
Carmen y la aperturista de Mario. La mujer achaca toda clase de desgracias y agravios a la rectitud del
marido. La denuncia apunta a Carmen, pero tampoco Mario sale bien parado por completo, y en su
honestidad bastante insufrible se representa algo no muy positivo, la intransigencia de la virtud. Hoy,
cuando ha perdido casi toda fuerza la censura concreta, Mario gana en una dimensión superior: nos parece
un canto a otro de los ideales del vallisoletano, la tolerancia. Cinco horas con Mario significa una inflexión
acusadísima por lo que respecta a la ideología del autor, pero asimismo por el giro que supone en la forma.
También en este terreno, se abre con ella una nueva etapa en el narrador. Ya he destacado la concepción
tradicional del relato preferida por Delibes, quien siempre da prioridad al tema sobre la construcción y se
muestra muy reacio a las innovaciones, con un firme rechazo del «modernismo» narrativo y secos
reproches al «nouveau roman» francés. Según su parecer, y parafraseo palabras suyas, el prurito de
originalidad lleva a la novela demasiado lejos y las ansias de renovación pueden matar lo que tratan de
renovar, la propia novela.
Esta postura no impide, sin embargo, la alerta del escritor sobre la misma escritura, la búsqueda de
medios expresivos singulares que logren la siempre misteriosa unidad de fondo y forma. A partir de este
momento, se toma algunas licencias y se permite ciertas osadías. La denuncia del despotismo del poder y
de la alienación contemporánea las lleva a cabo en la kafkiana Parábola del náufrago (1969) mediante
extremadas técnicas vanguardistas que juegan incluso con los signos de puntuación. Este tratamiento
insólito lo justificó en su día aduciendo un propósito paródico, pero, aunque ello sea cierto, también lo es
que el tradicional Delibes no rehuye el reto de investigar procedimientos innovadores, y aun ocasionalmente
le tientan y los pone en práctica. Lo comprobamos en la historia de Mario, encabezada con una esquela y
reconstruida desde la perspectiva de Carmen mediante una evocación de recuerdos derramada en el cauce
de un difícil monodiálogo, largo, atormentado y meándrico. Y, sobre todo, Delibes muestra cómo la tensión
creadora, estilística y constructiva constituyen para él una exigencia en Los santos inocentes (1981). Aquí el
testimonio, un implacable drama rural que contrapone señores feudales y siervos, opresores y oprimidos,
alcanza una cumbre de emocionante y conmovedora grandeza por medio de recursos nada convencionales:
una extraordinaria intensidad emotiva, una rigurosa ascesis de elementos descriptivos, una deriva
poemática de lo narrativo, una presentación gráfica que aproxima la línea de página al versículo de la lírica,
una enunciación a la manera de salmodia... ¿No es acaso todo esto vanguardia?
Estas construcciones de mayor énfasis innovador resultan, para ser justos, piezas un algo solitarias
en un amplio retablo narrativo de configuración tradicional. Este retablo incluye también bastantes cuentos
(género que cultiva con el acierto sobresaliente de, por ejemplo, La mortaja) y se ensancha con la periódica
salida de nuevos títulos: El príncipe destronado (1973), Las guerras de nuestros antepasados (1975), El

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

disputado voto del señor Cayo (1978), Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983) o El tesoro
(1985). Aunque el propio autor coloque entre sus historias preferidas algunas de éstas (así, la primera
citada), nos parece que deben considerarse en consonancia con su sencillo planteamiento (y a pesar de
una variedad formal que incluye la transcripción magnetofónica y el relato epistolar) como obras de menos
empeño y de limitado valor. Estos libros vienen a sumarse al acervo de la narrativa delibesana, donde
tienen su cabal sentido más que cada uno por sí solo al lado de los restantes del autor, junto a los cuales
nutren una visión del mundo que pide su contemplación dentro de un conjunto panorámico. Por lo demás,
las novelas de este bloque insisten en sus ya sabidos temas: el mundo de la primera infancia, la violencia y
la integración social, el desolado abandono de los pueblos, la desculturización, la codicia, la pérdida de las
raíces, las precarias relaciones sociales, la soledad, la vida como búsqueda de un camino de rumbo
siempre insatisfactorio...
A finales de los ochenta, Delibes aborda, por fin, un asunto inevitable en los autores de su
generación, la guerra civil, en la cual luchó al lado de los sublevados. Hasta ahora no la había tratado de
forma directa por creer que requería este largo distanciamiento temporal, y cuando le llega el turno, en
377A, madera de héroe (1987), pone el acento en un aspecto marginado en la inacabable nómina de
novelizaciones de nuestra contienda y para él fundamental: el peso de la cimentación religiosa de los
conservadores españoles y del catolicismo tridentino de las clases medias en el estallido de una lucha
cainita. El vallisoletano destaca que la guerra la propiciaron en buena medida el fanatismo y la intolerancia
religiosos. Esta novela tiene un componente autobiográfico explícito (377A fue el número asignado al futuro
escritor cuando se incorporó al ejército como marino voluntario) y ese partir de las propias experiencias
marca no poca de la prosa delibesana posterior. Los noventa se abren con una elegía por la esposa muerta,
Señora de rojo sobre fondo gris(1991). Lo directamente biográfico no falta desde antes en su obra y, de
hecho, las memorias que, como tales, se ha negado a escribir se compensan con un buen número de títulos
que parten de hechos de la experiencia del autor. Entre otros, pueden recordarse varios reportajes, crónicas
viajeras, recopilaciones de ensayos y recuerdos o dietarios: Por esos mundos (1961), Europa: parada y
fonda (1963), USA y yo (1966), La primavera de Praga (1968), Vivir al día (1968), Un año de mi vida (1972),
Dos viajes en automóvil (1982), La censura de prensa en los años 40 (1985), Mi vida al aire libre. (Memorias
deportivas de un hombre sedentario) (1989) o Pegar la hebra (1990). Mención especial merecen dentro de
los libros que recogen vivencias reales los dedicados a esa gran pasión suya por la cual ha llegado a
definirse como «un cazador que escribe»: La caza de la perdiz roja (1963), El libro de la caza menor (1964),
Con la escopeta al hombro (1970), Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo (1977), Mis
amigas las truchas (1977) o Las perdices del domingo (1981).
A la importancia de lo confesional en la trayectoria de Delibes, esta fase última añade un cierto aire
recapitulatorio que los propios títulos se encargan de encarecer: El último coto (1992) o He dicho (1996).
Muchas de sus páginas penúltimas están impregnadas de un aire terminal, y trasmiten la impresión de un
mundo declinante, que se acaba. En suma, ahora corroboran una antigua visión desesperanzada de la vida
y suponen como un retorno acentuado a la tristeza de sus orígenes. Tanto los temas como la actitud de
estos escritos enlazan con esa inquietud por la Naturaleza que viene de antiguo en el escritor, según
dijimos. Da fe Delibes de la destrucción del campo, que ejemplifica real y simbólicamente con la
desaparición de una de las aves emblemáticas de Castilla, la perdiz patirroja. La Naturaleza sigue un
proceso de degradación irreparable porque nuestra especie se ha dedicado a adorar al becerro de oro sin
tener en cuenta las consecuencias. La explotación salvaje de los recursos naturales y el monetarismo están
produciendo un deterioro irreversible. Delibes pone mucho énfasis en subrayar que él cultiva la caza con un
propósito conservacionista, y un criterio de este tipo es el que querría para el campo.
Hay que hablar del vallisoletano como de un avanzado del ecologismo y, dicho con fórmula actual, del
desarrollo sostenible. A la luz de esta militancia adquiere un sentido más claro la presentación del medio
desde sus primeras novelas, aunque en ellas, justo es reconocerlo, no resulte tan nítida su postura y no se
libre ésta de un poso de tradicionalismo. En perspectiva histórica, Delibes da la espalda a la metrópolis
como símbolo prometedor y a la vez inquietante de la modernidad (el de las novelas Manhattan Transfer, de
John Dos Passos, Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin, o más modestamente La colmena, de Cela; de la
película Metrópolis, de Fritz Lang, o del poemario lorquiano Poeta en Nueva York) y su actitud sugiere un
entronque con el regionalismo decimonónico.
Pero me parece inexacto poner todo el énfasis en el rechazo de la modernidad por parte de nuestro
autor. Otra cosa debe subrayarse en su obra: la plasmación de un mundo propio centrado en el presente y
el porvenir del campo que, cuando las alarmas sobre el medio ambiente han sonado en todo el planeta,
cobra por desgracia un sentido pleno y en cierto modo profético. Aunque pudiera parecerlo, Delibes no sólo
ve virtud en el campo y vicio en la urbe. Lo suyo es oponerse a la deshumanización y la falsedad urbanas,
al progreso sin control que ha perjudicado al mundo rural, ha incitado a su abandono y ha asentado sus
ideales en el esplendor material de la civilización urbana. No quiere volver a un pasado caduco, miserable e
injusto. Advierte de los riesgos del avance tecnológico, un leitmotiv tan capital de su escritura y su
pensamiento que le dedicó su discurso de ingreso en la Real Academia Española, S.O.S. (El sentido del

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

progreso desde mi obra) (1975). Denuncia el desarrollismo capitalista, economicista, el monetarismo y el


consumismo sin corazón. Con tono lapidario sostiene: «hemos matado la cultura campesina pero no la
hemos sustituido por nada, al menos por nada noble».
Esta inquietud no puede disociarse de la preocupación castellanista. Naturaleza y Castilla se funden
en una única realidad que planea a lo largo y ancho de toda la obra de nuestro autor. Casi ninguno de sus
escritos se explica sin un trasfondo castellano, mucho más que un decorado y que en ocasiones salta hasta
la propia tapa del libro, debajo de la cual tenemos desde un casi reportaje (Castilla habla) hasta una
novelización más o menos fuerte (Viejas historias de Castilla la Vieja). Castilla, preocupación recurrente de
las letras españolas del siglo XX, adquiere con Delibes un sentido singular y en buena medida inédito. Lejos
queda su Castilla del recio solar donde se forjó la épica nacional y donde se fundó la nación española, y
lejos también de la emoción paisajista que suscitaba en la generación del 98. La Castilla de Delibes brota
como una pura constatación de una realidad empobrecida y de un paisaje esquilmado por donde circulan
unas gentes de duro presente e incierto futuro. El vallisoletano se ciñe a la crónica actual de un estado de
cosas y de unos afanes corrientes; es esa inmediatez la que le interesa y no entran en su cabeza proclamas
por una Castilla de la rabia y de la idea, por decirlo a la manera machadiana.
Llegados aquí resulta inevitable anotar el otro rasgo común a toda la obra delibesana, su recreación –
por no hablar de recuperación– de un castellano rico, exacto, coloquial y jugoso. También muy sobrio,
aunque a veces se le note una amorosa complacencia en el decir: «sobre una base de fino césped, un tapiz
floral inusitado: chiribitas, ardiviejas, cantuesos, lenguas de buey, ¡hasta amapolas!». La palabra nombra el
mundo y lo recrea. Pero es una palabra de una limpieza y sencillez muy expresivas, contraria a ese
constante capital de nuestras letras, el barroquismo. Se trata de una lengua enraizada en el depósito común
popular que el escritor rescata sin propósitos arqueológicos ni pruritos casticistas. El ideal estilístico de la
plenitud de Delibes se halla en una naturalidad sin afectación que tiene como meta designar la realidad con
el término riguroso que la distingue.
En qué medida la palabra resulta solidaria del mundo que menciona ha de destacarse en nuestro
autor con todo el relieve posible. El idioma corre el mismo camino de deterioro que la realidad castellana
designada. La elegía abarca lo mismo los sabrosos cangrejos ya desaparecidos que las numerosas voces
olvidadas. Los escritos de Delibes tienen por eso un valor idiomático conservacionista indisoluble de la
cosmovisión que ofrecen.
En Castilla se ponen de relieve las obsesiones del autor y todo, novelas, libros novelescos y no
novelescos, narraciones, testimonios, terminan por soldarse en uno de los proyectos más homogéneos de
las letras españolas contemporáneas. El conjunto de las obras de Delibes contribuye a perfilar y enriquecer
una visión de la vida coherente que insiste en unos cuantos, pocos, motivos, sin que ello lo convierta en un
escritor monótono ni reiterativo. Delibes es un observador de la realidad circunstante, un testigo –intérprete–
de su tiempo, un moralista desencantado y entristecido que quisiera un mundo mejor y más humano. El
mundo suyo, el imaginario, construido con amor a la palabra, con historias penosas y cálidas, con un
sentimiento de la naturaleza entre amargo, exultante y poético, vale como obra de arte que recrea en un
gran mosaico los modos de vida y la mentalidad de una extensa parcela de la centuria pasada.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Luis Martín-Santos

( Alfonso Rey )

Luis Martín-Santos Ribera, hijo de Leandro Martín-Santos y de Mercedes Ribera Egea, nació en
Larache, Marruecos, en noviembre de 1924. Cinco años más tarde su padre (médico militar, que publicaría
en 1941 un Manual de cirugía de guerra) se trasladó a San Sebastián, en cuyo colegio de los marianistas el
escritor hizo el bachillerato, finalizado en 1940. Posteriormente, éste estudió Medicina en Salamanca
(Premio Extraordinario en 1946) y realizó sus cursos de doctorado en Madrid, así como prácticas
quirúrgicas en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (1946-49). En 1949 dirigió durante un
breve período de tiempo el Dispensario de Higiene Mental de Ciudad Real. Durante esos años de estancia
en Madrid tuvo la oportunidad de frecuentar algunas tertulias literarias y trabar relación con diversos
escritores, como Juan Benet, Alfonso Sastre, Ignacio Aldecoa, Sánchez Ferlosio y Martín Gaite. En 1950
Martín-Santos acudió a Alemania para ampliar sus estudios de psiquiatría y trabajar en el Instituto
Psicoanalítico de Mistcherlichs. En 1951 obtuvo la plaza de director del Sanatorio Psiquiátrico de San
Sebastián. En 1953 contrajo matrimonio con Rocío Laffon, con quien tuvo cuatro hijos. En 1956 opositó a
cátedras, en la especialidad de psiquiatría. El 19 de marzo de ese año Martín-Santos fue detenido en
Pamplona, juntamente con Juan Benet, por «desórdenes estudiantiles». Volvió a ser detenido el 13 de
noviembre de 1958 bajo la acusación de «propaganda ilegal», en compañía de otros miembros del Partido
Socialista Obrero Español; en esta ocasión permaneció catorce días en la Dirección General de Seguridad y
cuatro meses en la prisión de Carabanchel. Fue encarcelado nuevamente entre mayo y agosto de 1959,
momento en el cual opositó a la cátedra de Psiquiatría de la Universidad de Salamanca, debiendo ser
trasladado diariamente desde la prisión al lugar de celebración de los ejercicios. Todavía padeció una cuarta
detención por motivos políticos en agosto de 1962. Martín-Santos falleció el 21 de enero de 1964, a
consecuencia de un accidente de circulación sufrido el día anterior en las cercanías de Vitoria.
La obra de Martín-Santos se puede agrupar en tres apartados: estudios médicos, ensayos y creación
literaria.
Martín-Santos dejó cerca de medio centenar de publicaciones sobre medicina, que versan, salvo dos
estudios tempranos de tema quirúrgico, sobre problemas de psiquiatría. Cabe destacar, entre esos trabajos,
dos libros con proyección filosófica: el primero, Dilthey,
Jaspers y la comprensión del enfermo mental (1955), es un intento por explicar la enfermedad mental
en el marco psicológico y ontológico de la realidad existencial; el segundo, Libertad, temporalidad y
transferencia en el psicoanálisis existencial (1964), constituye una adaptación al ámbito psiquiátrico de la
filosofía de Jean-Paul Sartre. El existencialismo constituyó el principal núcleo de la ideología de Martín-
Santos, y Sartre fue su autor predilecto, siendo visible su huella en varias obras, tanto de pensamiento
como de ficción.
Los ensayos de Martín-Santos versan preferentemente sobre antropología, literatura y política. A la
primera de esas tres categorías pertenece uno de sus artículos más elaborados, el titulado «El plus sexual
del hombre, el amor y el erotismo», donde analiza su creciente papel en la sociedad moderna. De entre los
artículos literarios merece destacarse «Baroja-Unamuno», crítica a la generación del 98 por su falta de
visión política y económica al analizar los problemas de España. También merecen atención sus dispersas
notas de carácter político, donde expresa un pensamiento socialista y reformista. En conjunto, sus ensayos
ofrecen la imagen de un escritor preocupado por la función social de la literatura, un psiquiatra con ambición
filosófica, un vasco no nacionalista y un castellano hostil al centralismo español. Su lectura es necesaria
para la mejor comprensión de Tiempo de silencio y Tiempo de destrucción, dos novelas nacidas de un
talante, política y culturalmente crítico.
Poesía, relato breve y novela son los tres géneros literarios cultivados por Martín-Santos. El más
temprano parece haber sido la lírica, representada por el libro de poemas Grana gris, impreso por el padre
del autor a espaldas de éste, que no se sentía satisfecho con sus versos. Grana gris contiene ochenta y
seis poemas, donde predominan las silvas, los sextetos, los cuartetos y los sonetos, siendo los versos más
frecuentes el endecasílabo, el alejandrino y el octosílabo. La versificación es hábil y el ritmo eficaz en
muchos momentos, a diferencia de la rima, casi siempre pobre. Grana gris ofrece una lírica introspectiva,
frecuentemente ambientada en lugares deshabitados o paisajes nocturnos, cuyos temas predilectos son la
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

soledad, el amor, el sexo, la angustia y la muerte. En los poemas que hoy podemos leer no faltan rasgos
petrarquistas (metáforas del cuerpo femenino, estructuras correlativas) y modernistas (exotismo,
suntuosidad, versos alejandrinos). Los adjetivos y las metáforas, unas veces convencionales, otras veces
ampulosos, aún no anuncian los logros de Tiempo de silencio. Grana gris pone de relieve el temprano
interés de Martín-Santos por todos los aspectos que rodean a la expresión literaria.
No existe un inventario definitivo de sus relatos cortos, pues se sospecha que varios permanecen
inéditos o se han perdido. Salvador Clotas reunió en 1970, bajo el título de Apólogos y otras prosas inéditas,
treinta y siete cuentos, algunos de una sola página, cuya cronología es desconocida. Lejos del carácter
didáctico de los apólogos medievales y renacentistas, los de Martín-Santos no proponen una lección, sino
que concluyen con un rasgo humorístico o un desenlace desconcertante, mostrando irónicamente el
misterio de las reacciones humanas. Su técnica narrativa parece cercana al objetivismo del nouveau roman;
su lenguaje, preciso pero sencillo, no tiene ningún parecido con la complejidad léxica y sintáctica de Tiempo
de silencio. De entre los cuentos publicados en revistas conviene recordar uno, sin título, que comienza con
las palabras «Alex cuenta las losas del aula» y termina con la indicación «Salamanca 1946», posible fecha
de redacción. Es un ejemplo de prosa poética, con metricismos, imágenes propias de la lírica moderna y un
desarrollo narrativo basado en un esquema paralelístico. Grana gris y Alex cuenta sugieren que Martín-
Santos se interesó inicialmente por la literatura intimista, el verso, la metáfora y el ritmo, para orientarse más
tarde hacia la novela, en cuanto vehículo de preocupaciones sociales y filosóficas.
Antes de hablar de las dos novelas de Martín-Santos que conocemos es preciso decir unas palabras
de otra, hoy perdida, escrita hacia 1953, cuyo título parece haber sido Vientre hinchado. Tuvieron ocasión
de leerla Leandro Martín-Santos, hermano del novelista, y José Vidal Beneyto, amigo de Luis. Según me
refirió el primero, el relato cuenta la historia de una criada de una pensión que ha quedado embarazada sin
que se sepa de quién; según el segundo, Vientre hinchado era un ejemplo claro de la estética bajorrealista
puesta en circulación por Martín-Santos y otros contertulios del café Gijón, que se demoraba en aspectos
vulgares y sórdidos. Pese a las muchas gestiones realizadas, no he podido encontrar este inédito.
Escrita entre 1962 y 1963, Tiempo de destrucción constituye el último, e inconcluso, proyecto
novelístico de Martín-Santos. A través de la narración de la vida de Agustín desde su infancia en un pueblo
de Salamanca hasta su madurez como juez instructor, el autor parece haber intentado explorar lo
merecedor de destrucción (mitos, convenciones sociales, creencias religiosas) como paso previo a una
nueva etapa de búsqueda y afirmación. Aunque los fragmentos rescatados no permiten hacerse una idea
cabal de lo proyectado por Martín-Santos, se pueden conjeturar algunas conclusiones. Tiempo de
destrucción parece haber sido proyectada como una novela más introspectiva que Tiempo de silencio, con
más atención a la psicología, el pasado personal, y los sentimientos, con nuevos ambientes y temas, tales
como el mundo rural salmantino, la burguesía vasca, la infancia y la religión. En el aspecto formal se
distingue de ésta por los poemas intercalados, algunas páginas de experimentación lingüística y la
presencia de voces corales, novedades éstas que parecen responder al deseo de explorar lo irracional y
subconsciente.
Pero las dos novelas también poseen interesantes coincidencias. En primer lugar, trasfondo
autobiográfico, pues si Tiempo de silencio refleja los años madrileños de Martín-Santos, etapa intermedia de
su vida, Tiempo de destrucción hace lo propio con experiencias procedentes de su infancia salmantina y su
madurez donostiarra. En segundo lugar, motivos y ambientes comunes: la visión negativa de Castilla, la
exaltación de Cataluña, el recuerdo de Joaquín Costa, la prostitución, el recuerdo de los aquelarres, la
precisa descripción de las diferencias de clase social y su repercursión en la psicología individual. También
se asemejan las dos novelas en diversos aspectos constructivos, tales como la inserción de digresiones
teóricas, la variedad de perspectivas narrativas, la diversidad de hablas y los cambios de estilo.

«Tiempo de silencio»

Esta famosa novela ha tenido una historia editorial algo accidentada. Concluida en 1960, fue enviada
al premio Pío Baroja con el título de Tiempo frustrado, bajo el seudónimo de Luis Sepúlveda, el mismo que
Martín-Santos utilizaba en la clandestinidad. Presiones gubernativas impidieron que Tiempo frustrado
obtuviese el premio, declarado desierto en abril de 1961. A comienzos de 1962 José Luis Munoa Roiz llevó
a Barcelona el original de la novela, que se publicó ese mismo año en la editorial Seix-Barral. A causa de la
censura, la primera edición apareció severamente mutilada, carente de casi todas las descripciones del
burdel y de otros fragmentos más breves. En 1965, muerto ya Martín-Santos, se publicó la segunda edición,
en la cual se restituyó la mayor parte de lo omitido en 1962, aunque también se censuraron algunos pasajes
que no lo habían sido antes. Además, una impresión no del todo rigurosa propició la aparición de lecturas
erróneas, que se mantuvieron en las ediciones siguientes. Estas nuevas deficiencias no se solucionaron en
la llamada edición definitiva de 1980, cuyo mérito estriba en haber añadido unos leves fragmentos no
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

recuperados en 1965. Como parece haberse perdido el original de la novela (del que nada saben Rocío
Martín-Santos Laffon, Munoa Roiz, Carlos Castilla del Pino, o los responsables de la editorial Seix Barral) ha
sido necesario realizar una edición crítica basada en el cotejo de las ediciones existentes.
Una novela suele consistir en una síntesis de vivencias personales y de modelos artísticos, de vida y
de literatura. En la plasmación final de Tiempo de silencio jugó un papel más destacado el segundo de esos
componentes, pero en su génesis fue importante la proyección autobiográfica, no sólo porque Martín-Santos
recogió experiencias fundamentales de su vida, sino también porque se complació en reflejar pequeñas
anécdotas, probablemente para regocijo de sus amigos.
Tiempo de silencio describe varios ambientes madrileños frecuentados por Martín-Santos entre 1946
y 1949, tales como su pensión de la calle Barquillo 22, el Instituto de experimentación biológica de la
Facultad de Medicina, el café Gijón y el edificio del cine Barceló (donde Ortega había impartido un ciclo de
conferencias). La estancia de Pedro en los calabozos de la Dirección General de Seguridad se corresponde
con la detención de Martín-Santos en 1958, antes de ser trasladado a la cárcel de Carabanchel. Otros
episodios de la novela, como la correría nocturna tan pormenorizadamente relatada, reproducen de manera
más o menos directa hechos análogos de la vida real, lo mismo que ocurre con algunos personajes
secundarios, tales como el pintor alemán o Amador. Puede decirse, pues, que Martín-Santos vertió en
Tiempo de silencio una parte de su vida, la de sus experiencias madrileñas, sobre cuya evocación (primer
estrato del relato) superpuso un rico caudal de lecturas (segundo estrato), que no constituyó un fin en sí,
sino un medio para exponer su visión del hombre y de España, causa final de su novela.
El horizonte narrativo más cercano a Martín-Santos estaba constituido por la llamada novela
neorrealista (también conocida como «generación del medio siglo»), cuya aparición se sitúa en torno a
1954, año en el que se publican Los bravos, de Jesús Fernández Santos; Juegos de manos, de Juan
Goytisolo; El fulgor y la sangre, de Ignacio Aldecoa; y Pequeño teatro, de Ana María Matute. Afines a los
mencionados son Luis Romero, Suárez Carreño, Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite, Luis Goytisolo,
García Hortelano, Caballero Bonald, López Salinas, Alfonso Grosso, López Pacheco, Antonio Ferres o
Daniel Sueiro, algunos de los cuales suelen ser considerados, más propiamente, como representantes de la
novela social. Casi todos esos autores habían optado por los siguientes rasgos en la construcción de sus
novelas: 1) un narrador impersonal, que no se adentra en los personajes, ni hace comentarios; 2)
predomino del diálogo; 3) predilección por el protagonismo colectivo; 4) desinterés por el análisis
psicológico; 5) reducción espacial y temporal; y 6) adelgazamiento de la trama.
El inicio de los años sesenta coincide en España con un gusto marcadamente realista en la poesía,
en el teatro, en la novela y en el cuento. Pero ese realismo, demasiado impregnado de conversaciones y
escenas cotidianas, ofrecía un reflejo superficial del hombre y la sociedad. Frente a esa corriente, Martín-
Santos buscó una nueva forma de narración que llevase implícito el comentario crítico, una nueva estética,
que él bautizó como «realismo dialéctico», cuyo objetivo era poner a la vista los problemas ocultos y las
contradicciones profundas, iluminando la realidad por medio del arte. A tal fin, Martín-Santos elaboró una
novela diferente, en lo ideológico, lo técnico y lo estilístico, alcanzando ese resultado tras una personal
síntesis de diversas tradiciones literarias.
Tiempo de silencio es una novela neobarojiana, con situaciones, ambientes, personajes o
preocupaciones propios de Baroja. Así, narra la derrota de un intelectual de clase media, poco firme ante un
ambiente desfavorable, como en El árbol de la ciencia; refiere el quimérico propósito de un descubrimiento
sensacional por parte de quien carece de preparación adecuada, como en Aventuras, inventos y
mixtificaciones de Silvestre Paradox; ofrece una visión poco favorable de Madrid, como en La busca o El
árbol de la ciencia; describe chabolas y arrabales (como en La lucha por la vida), critica a las clases
superiores (como en Las noches del Buen Retiro), y narra inquietudes científicas y filosóficas (como en El
árbol de la ciencia o Camino de perfección). Esas reminiscencias de Baroja se entremezclan con las de
otros escritores españoles de principios de siglo. En obras como La horda, Luces de bohemia y La voluntad
existen panoramas críticos de una ciudad, y, en las dos últimas, también disertaciones sobre historia,
política y literatura. Diversos ambientes de la novela de Martín-Santos podrían tener algún antecedente en
creaciones de esa época: por ejemplo, la fonda (La voluntad, Aventuras [...] Silvestre Paradox, El árbol de la
ciencia, La busca, Troteras y danzaderas), el cementerio (La voluntad, Luces de bohemia), los burdeles
(Tinieblas en las cumbres), las verbenas, los calabozos y oficinas del Ministerio de la Gobernación (Luces
de bohemia), el hospital de San Carlos y la sala de disección de cadáveres (La horda). Otro tanto se puede
decir de algunos personajes y episodios: los lances de navaja (La busca), el sórdido trío formado por una
abuela, una madre y una hija (La busca), la evocación de Hamlet (Luces de bohemia), la disertación en
torno a un cuadro famoso (Troteras y danzaderas), las divagaciones sobre los judíos (El árbol de la ciencia),
el melancólico adiós del protagonista que contempla el paisaje desde el tren (La voluntad). Todas estas
semejanzas obligan a postular una influencia de la literatura previa a la guerra civil en Martín-Santos, que
quiso superar la narrativa de su momento (es decir, la neorrealista y la social) acudiendo a una tradición
anterior, más rica literaria e intelectualmente, repitiendo así un fenómeno habitual en la historia del arte:
buscar en el pasado elementos renovadores del presente.
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Pero esa recuperación de la literatura española de principios de siglo la efectuó desde otros
presupuestos estéticos. En concreto, desde la fórmula narrativa de Joyce, segunda influencia a reseñar
dentro del orden ideal que voy trazando. En Ulysses pudo encontrar Martín-Santos un tratamiento narrativo
original de episodios como los que él había vivido o leído: periplo urbano, discusión literaria, noche en el
burdel, descripción de un cementerio, itinerarios entrelazados de varios personajes, etc. A semejanza de
Joyce, introdujo parodias diversas, alternó diferentes procedimientos técnicos (soliloquios, diálogos
sincopados, diferentes tipos de estilo indirecto) y estilísticos (argot, lenguaje coloquial, léxico científico,
metáforas cultas, sintaxis latinizante), alejándose así de la uniformidad formal de la novela española.
Además, sembró su relato de citas y alusiones cultas, mejor fundidas en la narración de lo que solía ocurrir
en Baroja o Pérez de Ayala. La sugerencia más rica proporcionada por el escritor irlandés fue, junto al
monólogo interior, su flexible noción de realidad, donde las ideas tienen tanta entidad narrativa como las
calles, y el pasado histórico tanta actualidad como el presente.
Una vez asimilada esa maleable fórmula novelística, Martín-Santos la enriqueció con diversas fuentes
(la Biblia, la tragedia griega, la literatura latina, Shakespeare, el Quijote, el Siglo de Oro español, Dickens, la
poesía del XX, Sartre, Ortega, etc.), la convirtió en instrumento de crítica social y le dio una dimensión moral
y filosófica personal, alejada por igual de Joyce y de los novelistas españoles de comienzos de siglo.
Al final de ese recorrido, después de una compleja imitación de autores diversos, tras varias
aceptaciones y revisiones de lo aceptado, tras haber rescatado recursos caídos en desuso y haber
explorado novedades, Martín-Santos volvía a conectar con las preocupaciones sociales de sus colegas y
contertulios, pero con una fórmula narrativa completamente diferente, que ha convertido a Tiempo de
silencio en la más eminente novela social española.
Tiempo de silencio tiene una estructura y algunos rasgos técnicos que se podrían describir como
tradicionales, entendiendo por tales los propios de muchas novelas de los siglos XVIII y XIX. Esos
elementos tradicionales tuvieron un efecto innovador en 1962 porque rescataron procedimientos expresivos
casi olvidados, susceptibles de nuevo y original aprovechamiento. Así, Tiempo de silencio cuenta una
historia lineal, con algunas acciones secundarias que convergen en la principal, con una nítida
concatenación temporal y causal de todos los episodios, con un desarrollo psicológico vinculado a los
sucesos. A diferencia de otros neorrealistas, Martín-Santos recuperó el aprecio de Baroja por la historia
amena. Pese a ello, el centro de interés de Tiempo de silencio no está tanto en los sucesos como en los
ambientes, pues es una novela que abarca un amplio y peculiar espacio, mostrando, en lo humano, las
clases sociales de Madrid; en lo histórico, los problemas que arrastra España desde la Edad Media; en lo
ideológico, las diferentes actitudes de quienes teorizaron sobre la decadencia española. De esta manera, la
corta peripecia madrileña de Pedro se extiende hacia el pasado histórico, mientras las calles de Madrid
encierran una visión de España.
Martín-Santos criticó en Tiempo de silencio el régimen de Franco, aunque, a diferencia de los
novelistas de su momento, buscó en el pasado una explicación de los males del presente, compartiendo así
la inquietud regeneracionista de Costa, del 98, de la generación del 14 y de Ortega. Pero, a diferencia de
éstos, concedió más atención a la estructura económica y a las superestructuras derivadas de la misma
(siguiendo en esto las enseñanzas del materialismo histórico), dando otro enfoque a sus preocupaciones y
temas, como ocurre con las reflexiones en torno a la Edad Media, Castilla, el Quijote, la corrida de toros, el
teatro y la ciencia. Este aspecto del pensamiento de Martín-Santos es especialmente perceptible en su
actitud hacia Ortega, cuyo razonamiento histórico trata de enriquecer y revisar, tal como pone de relieve la
famosa descripción del cuadro de Goya, donde reprocha al autor de España invertebrada su idealismo
histórico, insensible al fenómeno de la división de clases. A grandes rasgos, pues, se podría decir que
Tiempo de silencio contiene una refrenada denuncia del franquismo, una vívida descripción de la miseria de
España en los años cuarenta, una visión crítica de la historia peninsular desde la Edad Media y una
condena de aquellas actitudes o teorías que no combatían ese pasado. Completa esa crítica de tipo social y
colectivo una llamada a la responsabilidad personal, pues Martín-Santos, de acuerdo con los postulados
existencialistas, también opinaba que no se puede entender la vida humana de un modo totalmente
coactivo, sin tomar en consideración el reducto de libertad que existe en cada individuo.
El novedoso estilo de Tiempo de silencio es la inevitable consecuencia de sus reminiscencias cultas,
sus temas intelectuales y su extrañamiento de la realidad cotidiana, que no hubieran sido posibles con el
lenguaje de la novela del medio siglo, acomodado a otro tipo de narración. Por lo tanto, ese estilo responde
a una función ideológica y narrativa. Pero también constituye una deliberada desviación de la norma
estilística vigente hacia 1962. Buscando otro tipo de prosa, Martín-Santos persiguió la dificultad culta frente
a la llaneza, el artificio verbal frente a la expresión habitual, rechazando un lenguaje narrativo a medio
camino entre lo periodístico y lo coloquial, en beneficio de otro, abiertamente artístico, hermético a veces.
Como en Ulysses, no existe un solo estilo en Tiempo de silencio, sino varios. A veces, esa pluralidad
estilística guarda relación con la condición del personaje o la naturaleza del ambiente. Así, respetando el
decoro, Martín-Santos empleó el argot del hampa para los soliloquios de Cartucho, el habla coloquial para
los diálogos de Amador, la terminología técnica, científica y literaria para los personajes cultos, el estilo
65
Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

artificioso para muchas descripciones del narrador. Pero otras veces, en las antípodas de ese monumento
al lenguaje coloquial que fue El Jarama, buscó una abierta inadecuación, otorgando a personajes incultos y
de baja condición social un léxico exquisito y una sintaxis muy elaborada, como ocurre en el soliloquio de la
dueña de la pensión y en las conversaciones de Muecas con Pedro.
Si esa estridente falta de decoro lingüístico constituyó una sorpresa, no lo fue menos la repetida
presencia de un lenguaje inédito en la narrativa española del siglo XX, que suele calificarse de «barroco» o
«retórico» pero que debería denominarse latinizante. Martín-Santos acudió a modelos clásicos para latinizar
su lengua, de manera análoga a lo que hicieron creadores de otras épocas (Juan de Mena, Villena, fray Luis
de León, Góngora, Quevedo) cuando se vieron ante la tarea de renovar la lengua literaria. La latinización de
Tiempo de silencio se percibe en sus extensos períodos, construcciones cíclicas formadas por una sucesión
de prótasis y apódosis, donde la oscuridad provocada por la proliferación de incisos e hipérbatos se ve
atenuada por la simetría y claridad de la anáfora y el isocolon, tal como solía ocurrir en los prosistas latinos
y barrocos que cultivaron ese modo de escribir. Así ocurre en la conocida descripción inicial de Madrid
(«Hay ciudades [...] que no tienen catedral»), y en la del burdel («Cuando la grata y envolvedora tiniebla...»).
El lenguaje de Tiempo de silencio también resulta inédito en el aspecto léxico y fraseológico, debido a
los numerosos vocablos procedentes de la Biblia, la literatura griega, la latina y la renacentista española,
que propician toda suerte de asociaciones de conceptos. Son igualmente frecuentes los términos filosóficos,
científicos y técnicos, que unas veces responden a un propósito de rigor conceptual y otras veces,
simplemente, esquivan el término usual en un alarde ingenioso. El afán de Martín-Santos por enriquecer el
vocabulario y evitar la designación habitual se refleja también en los extranjerismos (del inglés, francés,
alemán, italiano, griego, latín y latín macarrónico), en los neologismos (por composición y por derivación) y
en la abundancia de tropos, especialmente metáforas, sinécdoques, metonimias y comparaciones, recursos
todos ellos debidos a una voluntad de elusión de lo común. El sostenido propósito de sorprender, evitar el
lenguaje esperable en cada situación y mostrar las cosas a nueva luz hacen de Tiempo de silencio una de
las obras lingüísticamente más complejas del siglo XX español.
En 1962, además de Tiempo de silencio, la editorial Seix Barral publicó La ciudad y los perros, de
Vargas Llosa, que había obtenido el premio Biblioteca Breve e iba a propiciar la irrupción de la novela
hispanoamericana en el mercado editorial español. Los historiadores de la novela española no se ponen de
acuerdo sobre el impacto en nuestras letras tanto de la narrativa hispanoamericana como de Tiempo de
silencio, pero todos concuerdan en que hubo un cambio de rumbo después de 1962, como pone de relieve
el hecho de que a lo largo de los años sesenta introdujeron novedades apreciables todos los narradores que
se habían dado a conocer antes. No es posible señalar una novela que reproduzca la fórmula narrativa de
Tiempo de silencio, aunque sí muchas donde aparecen algunos de sus rasgos: digresiones, preocupaciones
intelectuales, citas literarias, metaliteratura, lenguaje artificioso, etc. Probablemente no se equivocará quien
atribuya al recuerdo de Martín-Santos la especulación histórica en Juan Goytisolo, la reflexión sobre la
ciudad en su hermano Luis, el gusto por la subordinación difícil en Alfonso Grosso, la artificiosidad y el
intelectualismo de Vázquez Azpiri... y así sucesivamente.
La llamada narrativa experimental, que creció y se complicó a lo largo de los años setenta, sólo es
vinculable a Tiempo de silencio en aspectos menores, entre otros motivos porque, bajo su apariencia
filosófica o sus innovaciones formales, muchas veces sólo encubre ausencia de ideas. Pronto surgió como
reacción a ese experimentalismo una novela centrada en torno a una trama claramente desarrollada y
exenta de afán vanguardista, que en buena parte domina el panorama actual. Cuarenta años después de la
publicación de Tiempo de silencio se puede decir que nadie acertó a repetir la fórmula narrativa de Martín-
Santos: una estructura tradicional, con un equilibrado desarrollo de acción, personajes, narrador,
descripciones, tiempo y espacio; un buen conocimiento de la literatura anterior; una concepción de la novela
como vehículo de reflexión, al servicio de un proyecto intelectual muy claro, enriquecido por novedades
formales muy brillantes. Disponemos de suficiente perspectiva para considerar a Tiempo de silencio como
una obra singular, que se alza solitaria en el siglo XX español, donde tantas veces se ha intentado la
renovación novelística y tan pocas se ha conseguido.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Ignacio Aldecoa

( Juan Rodríguez )

En la primera mitad de los años cincuenta, de modo casi simultáneo en Madrid, Barcelona y otras
ciudades de la Península, un grupo de jóvenes escritores hizo su irrupción en el controlado panorama de las
letras españolas. Les unía, más allá de las diferencias personales y las distancias geográficas, una misma
actitud inconformista y una edad aproximada, lo que ha servido para amontonarlos bajo cualquier marbete
generacional. Eran los «niños de la guerra», se ha dicho, que asistieron asombrados a la contienda civil, y
de esa perplejidad algunos han querido deducir su conciencia crítica, sin tener en cuenta que la mínima
diferencia de edad, de formación, de clase social o, principalmente, de proximidad al frente, niega
fundamento a tales determinismos, a esa –como dirá el propio Aldecoa al respecto– «escolástica de
baratillo».
Sí hay, de lo dicho, una circunstancia generacional que conviene destacar: su juventud los convertía
en hombres y mujeres no determinados por las consecuencias de la derrota en aquella guerra –la cárcel, la
muerte, el exilio–, hombres y mujeres nuevos que aspiraban a mostrar, muchas veces con una conciencia
casi adánica, su disconformidad con la dictadura militar que gobernaba el país. Lo determinante, como ya
dijo Joan-Lluís Marfany hace algunos años13, no reside, pues, en la percepción infantil de aquella guerra; lo
fundamental es que un grupo de aquellos jóvenes politizados intentó levantar, desde la literatura y la cultura,
las primeras barricadas contra el franquismo.
Ignacio Aldecoa (Vitoria, 1925 - Madrid, 1969) formó parte de ese grupo. Nacido en una familia de la
burguesía vitoriana próxima al nacionalismo vasco, el joven Aldecoa, a quien sus frecuentes visitas a la
costa cantábrica han despertado el sueño de ser marino, mostrará muy temprano su inconformismo y su
rebeldía en las aulas y pasillos del Colegio de los Maristas donde estudiará hasta terminar el bachillerato.
En 1942 Aldecoa inicia sus estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Salamanca. Quienes le
conocieron entonces comentan sus frecuentes ausencias y asocian su recuerdo a la fiesta y a la vida. En
aquellos años universitarios en la ciudad del Tormes, más que las aulas Aldecoa frecuenta las tabernas y
garitos donde la clase trabajadora, junto a una confusa mezcla de bohemios y aventureros, ahoga en
alcohol sus ocios. Esa experiencia, que aparece con frecuencia en sus relatos y, de modo primordial, en
Con el viento solano, es muy frecuente en casi todos los escritores próximos en edad y sensiblidad social al
vitoriano y constituye uno de los primeros y más sinceros intentos de conocer de primera mano los estragos
que el encarnizamiento de la lucha de clases provocado por la guerra había ocasionado entre los vencidos y
los excluidos.
A pesar de ello, Aldecoa aprueba los primeros años de comunes de la carrera y se traslada a Madrid
en 1945 para continuar sus estudios. Ni que decir tiene que en la capital del reino, instalado en una pensión
barata muy cerca del Café Gijón, profundiza en su conocimiento directo de la vida y los bajos fondos.
Aunque sigue sin frecuentar demasiado las aulas, en ellas coincidirá con otros jóvenes inquietos –Jesús
Fernández Santos, Rafael Sánchez Ferlosio, Alfonso Sastre, José María de Quinto o Josefina Rodríguez,
con la que contraerá matrimonio en 1952– que intentan aprovechar las grietas que las muchas
contradicciones abren en el sistema universitario franquista. Como ha estudiado Jordi Gracia14, una buena
parte de aquellos futuros escritores y resistentes hicieron sus pinitos literarios y políticos en las
publicaciones del sindicato vertical (SEU), entonces de afiliación obligatoria entre los estudiantes, y fuera del
cual todo tipo de iniciativa cultural era obstaculizado o directamente reprimido.
Después de una tentativa en el terreno de la poesía –de esos primeros años madrileños son sus dos
únicos libros de versos: Todavía la vida (1947) y El libro de las algas (1949)–, los primeros relatos de

13
Joan-Lluís Marafany, «Notes sobre la novella espanyola de posguerra», Els Marges, 6 (1976),
págs. 19-57; 11 (1977), págs. 3-29; 12 (1978), págs. 3-22.

14
Jordi Gracia, Estado y cultura. El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo (1940-
1962), Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 1996.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Aldecoa aparecerán en revistas como La Hora, Juventud –en 1953 obtendría el premio de la revista por el
cuento «Seguir de pobres»–, Haz o Alcalá; y el fruto de esa vigorosa capacidad productiva será recogido en
dos libros de relatos que aparecerán casi simultáneamente en 1955: Espera de tercera clase y Vísperas del
silencio.
En aquellos mismos años que bordean el medio siglo en los que se empieza a gestar la primera
rebelión estudiantil contra la dictadura, Aldecoa frecuenta algunas de las tertulias más inquietas de Madrid y
va estableciendo contacto con esa marejada de jóvenes inconformistas que se inician en la escritura, la
pintura o el cine. De aquel caldo de cultivo, de aquella puesta en común de lecturas y experiencias surgirá el
movimiento neorrealista. En una de sus primeras aventuras está también comprometido Aldecoa. Se trata
de la creación de Revista Española, una publicación respaldada por Antonio Rodríguez Moñino, quien había
sido expulsado de su cátedra por sus simpatías republicanas y había hallado refugio en la editorial Castalia,
en cuya imprenta se fabricará la revista. En su consejo de redacción coinciden algunos de los jóvenes que
frecuentan la tertulia del profesor en el café Lyon: Alfonso Sastre, Rafael Sánchez Ferlosio e Ignacio
Aldecoa. En su efímera vida –seis números aparecidos entre mayo de 1953 y abril de 1954–, Revista
Española se convirtió no sólo en plataforma de esa joven generación de narradores, poetas y dramaturgos,
sino en vocero de las tendencias estéticas en boga, desde la todavía incipiente obra de Truman Capote al
neorrealismo italiano –representado por Zavattini–, que, como ha estudiado Luis Miguel Fernández 15, les
ofrecía un cauce estético especialmente apropiado para expresar su desazón existencial y política.
Vástagos, en su mayoría, de la burguesía vencedora en el conflicto civil, aquellos jóvenes inquietos
descubrieron que la España real no se correspondía con la imagen que del país proporcionaban los medios
de comunicación controlados y censurados por la dictadura; recorrieron las barriadas de chabolas en
Barcelona, Bilbao o Madrid, bebieron en sus tabernas el vino amargo de la miseria y sintieron la punzante
revelación de las condiciones de vida de las clases trabajadoras, también de su cultura y sus mitos.
Mucho se ha debatido acerca de la oportunidad e intencionalidad del llamado «realismo social» del
medio siglo, su politización y su presunto fracaso. Pero, más allá de la militancia política de algunos y de las
inevitables diferencias de estilo y calidad, se olvida con frecuencia que la única intención de aquellos
escritores movidos por su responsabilidad social fue intentar transmitir aquella revelación, construir una
imagen de la realidad española que, aunque ficticia, fuese más fiel a la vida que la ofrecida por la prensa o
las crónicas del NO-DO. Se convirtieron en fotógrafos y, lejos de imponer su ideología, pidieron al lector su
colaboración, su momento de libertad para extraer las conclusiones derivadas de esa foto. Así fue, en
buena medida, porque la falta de libertad de expresión no les dejaba muchas más opciones; pero también
porque su atención hacia las corrientes estéticas más en boga así lo respaldaba.
De ese modo, al mismo tiempo que se convertían en espejos de la realidad española, buscaron, entre
las rendijas de la autarquía cultural impuesta por el Régimen, los modos de expresión que circulaban por
aquel occidente convulso y crearon su propio cóctel de recursos que, a pesar de lo que se ha dicho, no
imitaba el realismo decimonónico sino que, por el contrario, los convertía en vanguardia literaria: l’école du
regard, que empezaba a desarrollar en Francia el Nouveau Roman, les proporcionaba las técnicas del punto
de vista que tanto sintonizaban con su aversión hacia el autor-dios, como lo denominara Castellet en La
hora del lector16; del unanimismo y la adaptación norteamericana que de él hiciera Dos Passos, adoptaron el
estudio del comportamiento de las colectividades y la concentración temporal inherente a detallismo del
mismo; de Baroja, de Hemingway, de Pavese, la economía de medios y la síntesis expresiva de la prosa.
Algunas de estas técnicas habían sido ya anticipadas por Camilo J. Cela en La colmena –a la que, durante
un tiempo, se consideró pionera de ese movimiento neorrealista–, pero estos jóvenes añadieron la
conciencia, la voluntad de denuncia que no se hallaba en la novela de Cela.
Las cuatro novelas de Aldecoa se ajustan bastante bien a estos parámetros. La primera de ellas, El
fulgor y la sangre (1954) aparece en el momento de eclosión del movimiento y ha sido considerada, junto a
Los bravos (1954) de Jesús Fernández Santos, Juegos de manos (1954) de Juan Goytisolo o El Jarama
(1955) de Sánchez Ferlosio, una de las novelas fundacionales del mismo. Paradójicamente, el tema elegido
por Aldecoa resultó en aquel momento algo conflictivo, pues el escritor nos ofrece el retrato minucioso de un
día en la vida del colectivo formado por los guardias civiles y sus familias en la casa cuartel de un pueblo
castellano. El motor de la historia es la noticia de que uno de los agentes ha resultado muerto en una feria
próxima; la desazón que provoca y la impaciencia por conocer su identidad se van contagiando conforme
corre dicha noticia y adensan las horas en ese microcosmos predominantemente femenino. En ese tiempo
condensado, Aldecoa abre a través de su relato las puertas de la memoria por donde el lector puede

15
Luis Miguel Fernández, El neorrealismo en la narración española de los años cincuenta, Santiago
de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 1992.

José María Castellet, La hora del lector (1957); hay una edición reciente realizada
16

por Laureano Bonet (Barcelona, Península, 2001).


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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

entrever la historia y la circunstancia de aquellas mujeres enclaustradas y de aquellos hombres convertidos


por el miedo y la miseria en instrumentos de la opresión. Son ese mismo miedo y esa misma miseria los que
hacen de Sebastián Vázquez, el gitano que ha disparado sobre el cabo Francisco Santos, un criminal
acorralado.
Las últimas páginas de El fulgor y la sangre, que cierran la magistral elipsis al relatar el incidente
acontecido por la mañana y nos muestran al agresor huyendo por los campos, anticipan la historia de Con
el viento solano (1956); en esta segunda novela Aldecoa nos ofrece lo acontecido al otro lado del espejo, la
perspectiva de ese agresor, su existencia atenazada por el miedo y los seis días de fuga, durante los cuales
Sebastián conocerá por primera vez la solidaridad de la mano de algunos de los personajes que encuentra
en su camino. Si el retrato de los bajos fondos evoca los personajes de La lucha por la vida de Baroja, la
obsesiva presencia del viento solano y el determinismo casi telúrico de su aliento caliente en la nuca de
Sebastián sugieren una lectura de El extranjero de Camus, al tiempo que algunos recursos expresivos
utilizados por el narrador parecen anticipar el jugueteo de Martín Santos en Tiempo de silencio.
Con Gran Sol (1957) –probablemente, por el uso del personaje colectivo y de la simultaneidad
temporal, la más compleja y ambiciosa de sus novelas– Aldecoa da un giro al objetivo de su pluma para
situarlo frente a un grupo de trabajadores embarcados en un pesquero de altura. Respalda con ella el
escritor una temática obrerista que tendrá un cierto eco en la narrativa española inmediatamente posterior –
presente en algunas de las mejores novelas del medio siglo, como Central eléctrica (1958), de Jesús López
Pacheco– y que es bastante frecuente en sus relatos, en textos como «El aprendiz de cobrador» (Espera de
tercera clase) o «En el Km. 400» (El corazón y otros frutos amargos, 1959). La mirada de Aldecoa nos lleva
ahora a convivir con los marineros y pescadores que buscan en las aguas del Atlántico norte un modo de
supervivencia, nos muestra su vida y su muerte –una presencia constante en todas las novelas del escritor
y en muchos de sus relatos– en alta mar y sus condiciones de trabajo encerrados en un espacio reducido y
agitados por un tiempo inestable. Si una de las ambiciones de aquellos jóvenes narradores fue aproximar la
novela al documento, pocas veces esa aspiración cristalizó de manera tan perfecta desde un punto de vista
artístico como en Gran Sol.
Pero esa perfección llevaba también consigo la simiente de su propia crisis. Si la novela busca el
testimonio del reportaje, ¿dónde establecer la frontera entre literatura y periodismo? En su etapa de
madurez y consolidación, en el contexto de la España del desarrollismo durante los años sesenta, el
neorrealismo encontrará también sus propias limitaciones. Esa crisis provocará un replanteamiento por
parte de estos escritores de su función como meros intermediarios de la realidad, función que, por otra tarte,
en la segunda mitad de la década de los sesenta empieza a cumplir una prensa que va poco a poco
desembarazándose de la mordaza. El primer síntoma de esa crisis va a ser el silencio: el silencio de
Sánchez Ferlosio, el silencio de Fernández Santos (o su inclinación predominante hacia el cine). Aldecoa
también calla parcialmente durante algún tiempo; parcialmente porque, aunque tardará diez años en volver
a publicar una novela, se refugia durante ese lapso en los géneros de mayor brevedad donde, entre el
cuento y la novela corta, va dando rienda suelta a esa peculiar fusión de lo vivido y lo imaginado y que
recopila en diferentes libros: El corazón y otros frutos amargos (1959), Caballo de pica (1961), Arqueología
(1961), Neutral Corner (1962), Pájaros y espantapájaro s (1963) y Los pájaros de Baden-Baden (1965).
A partir de 1964 –y, principalmente, durante la segunda mitad de la década–, la mayor parte de
aquellos narradores que se habían dado a conocer en el marco del neorrealismo realizan su personal y
radical apostasía de aquella estética y empiezan a inventar relatos que, en la estela de la novela de Luis
Martín Santos (Tiempo de silencio, 1962), proponen exactamente lo contrario a lo que postulaba el
objetivismo: esto es, la reivindicación de los derechos de un narrador omnipresente para combinar e
interpretar, libremente y a voluntad, los materiales que le ofrece la realidad, para experimentar verbal y
estructuralmente con ellos. Aldecoa, sin embargo, se mantendrá hasta el final de sus días fiel a aquel
realismo; todavía en 1968, en una entrevista publicada en Índice de Artes y Letras, reafirmaba su vocación
de escritor social –«toda la literatura es social», sostiene– y alertaba contra quienes desdeñan esa función
de testimonio y denuncia, al tiempo que pretenden «rebajar la literatura social al nivel de una consigna»17.
Si esas declaraciones atestiguan la fidelidad al testimonio de la realidad, la última de sus novelas,
Parte de una historia (1967), viene a corroborarlo. Presenta ésta un ingrediente narrativo que no estaba en
las anteriores: por primera vez cede Aldecoa la voz a un joven de procedencia urbana y burguesa, claro
alter ego del autor, para que cuente, casi en forma de dietario, la experiencia vivida en contacto con los
pescadores que habitan una isla del Atlántico donde el narrador y protagonista pasará algunos días. Tiene
ese personaje, como tantos otros jóvenes inconformistas que aparecen en las novelas del medio siglo, un
misterio a sus espaldas, un secreto –la parte oculta de la historia a que alude el título– que le facilita la
integración en la vida cotidiana de aquella comunidad y asistir como testigo a la alteración provocada en esa
cotidianeidad por la presencia de un grupo de turistas extranjeros. De ese modo, Parte de una historia se

Miguel Fernández Braso, «Ignacio Aldecoa levanta acta de los años de crisálida» ,
17

Índice de Artes y Letras, 236 (octubre 1968), pp. 41-43.


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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

convierte también en metáfora de las transformaciones que se estaban produciendo en el país a raíz de su
apertura al mundo.
El 15 de noviembre de 1969, mientras se disponía para salir a una tienta en la finca del torero
Dominguín, le alcanzó repentinamente esa muerte que tanto había perseguido el escritor en sus relatos y
que ahora truncaba una de las carreras literarias más prometedoras de este medio siglo. No podemos saber
el destino que hubiera seguido su obra, aunque probablemente –era el signo de los tiempos– hubiera
acabado asumiendo y practicando, con más o menos convencimiento, algunos de los rasgos de ese
experimentalismo que alcanzaría su punto álgido en el cambio de década, sin que ello implicara,
probablemente, una renuncia a mostrar su desacuerdo acerca del estado de una nación gobernada por una
dictadura que estaba durando más de lo que aquélla se merecía. En aquella entrevista de 1968 a la que
aludía más arriba, el escritor anticipaba un juicio que parece dirigido a los críticos del porvenir y que bien
puede servir para mejor entender el conjunto de su obra: «Se ataca, se desprecia por parte de unos cuantos
la novela realista y su coletilla social. Los pretextos son muchos. El más ingenuo de todos es el querer estar
a la par de las literaturas europeas. Nuestra literatura estará a la par, cuando todo el país esté a la par»18.

18
Íd. Para un mayor conocimiento de la obra de Ignacio Aldecoa el lector puede acudir a los
siguientes trabajos: Pablo Borau, El existencialismo en la novela de Ignacio Aldecoa, Zaragoza, La Editorial,
1974; Charles Richard Carlisle, Ecos del viento, silencios del mar. La novelística de Ignacio Aldecoa,
Madrid, Playor, 1976; Jesús Mª Lasagabaster, La novela de Ignacio Aldecoa. De la mímesis al símbolo,
Madrid, SGEL, 1978; Robin Fiddian, Ignacio Aldecoa, Boston, Twayne Publishers, 1979; Drosoula Lytra
(ed.), Aproximación crítica a Ignacio Aldecoa, Madrid, Espasa-Calpe, 1984; José Luis Martín Nogales, Los
cuentos de Ignacio Aldecoa, Madrid, Cátedra, 1984; Irene Andrés-Suárez, Los cuentos de Ignacio Aldecoa.
Consideraciones teóricas en torno al cuento literario, Madrid, Gredos, 1986; y José Manuel Marrero
Henríquez, Documentación y lirismo en la narrativa de Ignacio Aldecoa, Las Palmas de Gran Canaria,
Universidad de Las Palmas, 1997.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Juan Marsé

( José-Carlos Mainer )

Los versos de Jaime Gil de Biedma fueron pocos pero todos inolvidables. Entre los últimos que
escribió bajo el título de Poemas póstumos, hay uno –«Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma»–
que nos conmueve particularmente. Se evoca una jornada veraniega en la piscina de la residencia familiar a
la hora del mediodía (se trata, sin duda, de aquella casona segoviana de La Nava, donde el poeta niño
había pasado los días de la guerra civil) y los vasos de vino blanco sobre la hierba, los chapuzones, las
risotadas, nos hablan de unas horas felices pobladas de nombres propios: «...Ángel / Juan, María Rosa,
Marcelino, Joaquina...». Días después, el poeta, egoísta y elegíaco (¿se puede ser elegíaco sin ser
egoísta?), confirmará que aquél «fue un verano feliz, / ...El último verano de nuestra juventud, dijiste a
Juan / en Barcelona al regresar / nostálgicos».
Este Juan es –sigue siendo– Juan Marsé (Barcelona, 1933), y haber sido testigo de esa confidencia
de Jaime Gil de Biedma dice mucho de su estatura moral, aunque, en principio, pocos seres humanos
parecen tener tan poco en común como uno y otro. Jaime Gil pertenecía a una familia refinada y
altoburguesa, había cursado estudios universitarios y, al margen de sus disipaciones y descontentos,
ganaba su vida como puntual ejecutivo de la empresa familiar, la Compañía de Tabacos de Filipinas. Juan
Marsé era un huérfano, adoptado por la modesta familia catalana que le dio el apellido, no había seguido
estudios regulares, trabajó hasta 1959 en un taller de joyería y, tras esa fecha y por poco tiempo, como
auxiliar de laboratorio en París. Pertenecían a dos Barcelonas diferentes: Jaime Gil, a la que, en otro poema
memorable, había llamado la edad «de la pérgola y el tenis», vencedora luego de la guerra civil, aunque
hubiera puesto un mohín de asco ante la tosquedad de los triunfadores; Juan Marsé estaba vinculado a la
Barcelona menestral y laboriosa, la Barcelona de barrio, un poco tocada de anarquismo pero mucho más de
sentido común, que había sido derrotada en 1939. Los dos, sin embargo, se admiraron sinceramente y se
debían mucho: Gil de Biedma, poeta a rachas dispersas, lector muy selectivo de poesía británica y francesa,
encontraba en Marsé el contrapeso vital para una inteligencia como la suya que tendía más a la inhibición
lúcida que al compromiso; Juan Marsé, escritor más laborioso, halló en su amigo las referencias culturales
que le faltaban y, a la vez, aprendió a refugiar en la ironía sarcástica su tendencia natural a lo cómico, y
revistió de rigor histórico su personal querella sentimental. Sin duda alguna, Gil de Biedma ha escrito el
puñado de poemas más importante que un lírico hizo en España entre 1960 y 1970; tampoco debería haber
reserva alguna en reconocer que Juan Marsé es, desde ese mismo 1960 a la fecha, nuestro mejor narrador.
Uno y otro han escrito fundamentalmente sobre lo mismo: el paso del tiempo y, como consecuencia, el peso
de la memoria, una facultad que es, a la vez, privilegio y castigo. Para ambos, el punto de partida es la
realidad y, en tal sentido, son realistas, si es que el término quiere decir algo sin la prevención de unas
comillas o sin el añadido de algún adjetivo: digamos «realismo crítico» o, mejor aún, «realismo moral». Y
Marsé es, además, un escritor profundamente visual. No sólo le gusta el cine (sobre el que escribe a
menudo), sino que parece querer que su prosa compita con la impresión de simultaneidad, la fuerza del
subrayado gestual, la capacidad de intuición relampagueante que tiene el plano fílmico: los arranques de
muchas de sus novelas, la descripción física de sus personajes, la composición de las escenas, el uso de la
elipsis y el montaje, la elaboración de ambientes abigarrados en los que quiere resumir la intención del
relato y, desde luego, su peculiar sentido de la épica del perdedor deben mucho a la lección del cinema. Y
particularmente a la filmografía clásica norteamericana (en un relato breve justamente famoso, «El fantasma
del cine Roxy», ha presentado la acción como un guión cinematográfico que comentan y discuten un
escritor y un director de cine: por supuesto, Marsé está por igual detrás de ambos).
Marsé escribió su primera novela, Encerrados con un solo juguete (1960), con poco más de veinte
años y la entregó a una empleada en la portería de la editorial Seix-Barral con destino al premio «Biblioteca
Breve». No lo ganó por poco (quedó desierto) pero conquistó amigos y, sobre todo, confianza en sí mismo.
La novela es la narración de unas vidas inútiles, frustradas, marcadas por el pasado e inermes ante el
porvenir. La postura natural de los personajes parece ser el decúbito supino a media luz y la situación
general, el fracaso y la autocompasión. Y el único lenitivo es el ejercicio de un erotismo, tan escasamente
franco, tan turbiamente sustitutorio y confuso como lo son los datos del pasado inmediato: no sabemos cuál
es la razón por la que el padre de Tina está fuera de España, ni por qué murió el padre de Andrés («murió
por sus cosas», dice la madre viuda), ni cuál es el malestar que atormenta a Martín, el otro novio de la
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

chica. Pero sabemos que todo tiene que ver con el período 1936-1939, del que nos separan diez años en el
tiempo de la novela. También es ambiguo el final: Andrés y Tina se piden ayuda, lo que siempre será mucho
más que manosearse mutuamente en calles, bares, playas o en aquella casa de los Climent donde siempre
se oye la radio y se acumulan desordenadamente las revistas de cine, las medias usadas, las polveras y las
barras de carmín.
La novela siguiente, Esta cara de la luna (1962), no supuso un progreso literario apreciable.
Nuevamente, un protagonista frustrado se levanta de una cama. Pero Miguel Dot no es Andrés Ferrán:
pertenece a la burguesía universitaria y cultivada («cuando quiera una conferencia sobre la agonía de la
juventud de la oposición, la daré yo») y no al mundo de la menestralía urbana. Por eso, todo en este relato
es más violentamente satírico (Soto dice: «He cometido el error de emplear la palabra “auténtico”. Lo siento.
No tiene validez absoluta porque ha sido ya demasiado empleada por los paranoicos»), pero también
mucho menos sincero. Los pasos de este periodista, hijo de familia y fracasado profesionalmente, en una
revista del corazón y sus andanzas en camas ajenas y bares de mala nota interesan sólo a medias y
además se trascendentalizan demasiado. El Marsé posterior jamás haría decir a una cínica adúltera,
Lavinia, una frase como ésta: «–Díme, Miguel, ¿no te sientes como un crío al que le quitaron demasiado
pronto los juguetes?». Y tacharía de inmediato esta otra de Miguel a Julia: «–Con talento o sin él, uno es un
intelectual de mierda. Y yo no quiero vivir contra la historia».
Pero en un verdadero escritor no hay borrador que se pierda del todo. En Encerrados con un solo
juguete aparece por vez primera el barrio clave del resto de su obra: «la plaza en herradura abollada» y «al
fondo, la ciudad junto a Montjuic. El mar siempre gris», que son la plaza de Sanllehí y el dédalo de calles
que descienden hacia Gracia y el Ensanche. Volveremos a encontrarlo. En Esta cara de la luna comparece
la descripción de una burguesía parasitaria e insegura pero, a la vez, despiadada y fuerte. Y Marsé, que
tiene la intuición natural de la historia (mucho más que el pobre Miguel Dot, claro), ha sabido reconocer
siempre al enemigo, sea bajo las especies de la burguesía especuladora del franquismo o bajo las untuosas
formas del pujolismo posterior, que ha venido a sucederle en el poder.
En 1966, Últimas tardes con Teresa reanudó el hilo de Esta cara de la luna. Mario Vargas Llosa
saludó al relato como «una explosión sarcástica en la novela española»; a José Corrales Egea, vestal de las
esencias del realismo, no le gustó nada. No entendió, sin duda, esta novela tan pesimista sobre la «alianza
entre las fuerzas del Trabajo y de la Cultura», que se vertebra en torno a una suerte de fabula morata (de
cómo un chorizo callejero puede pasar por líder obrero ante una estudiante de izquierdas) y que está llena
de alusiones a la mitología romántica (el exergo inicial es un cita de «L’Albatros», de Baudelaire, y pronto
comparece otra cita de El diablo mundo, de Espronceda, siempre en torno a un protagonista presentado
como «el melancólico embustero, el tenebroso hijo del barrio»). Y la burla no acaba ahí... Invade el estilo
todo (Marsé ha aprendido mucho de la lectura de Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos) y lo abraza
como una hiedra: si Reyes, el «Pijoaparte», es presentado como un héroe del romanticismo, la incauta
Teresa Serrat se transforma en Teresa Moreau o en Teresa de Beauvoir... aunque, en realidad, alterne sus
lecturas de Sartre y Blas de Otero con la consulta del horóscopo de Elle. Y aunque se conmueva vivamente
viendo Viva Zapata , de Elia Kazan, y sueñe en ser la amante y la maestra de su amado charnego, el papel
de Jean Peters.
Dos años después de la historia que cuenta la novela, Manolo ha salido de la cárcel y Teresa es una
burguesa más, como su amigo y pretendiente Luis Trías de Giralt. Pero Marsé seguía teniendo una deuda
pendiente y su siguiente relato, La oscura historia de la prima Montse (1970), fue una nueva vuelta de
tuerca a idénticas historia e intención. Ocurre ahora que el Pijoaparte ha segregado dos personajes: Paco
Bodegas, el narrador, es un mestizo que es hijo de una alocada burguesa de Barcelona y de un alférez
andaluz que llegó en febrero de 1939 con las tropas franquistas; Manuel Reyes es un delincuente de poca
monta a quien Montse Claramunt, la prima de Paco, conoce en la cárcel donde acude con el cristianísimo
propósito de ayudar a los presos. Pero también la Teresa Serrat de la novela de 1966 se ha bifurcado en la
propia Montse –que repite su historia de inocencia y amor, aunque sin lugar alguno a la burla– y en su
hermana Nuria, amante de Paco y encarnación de la frivolidad de la nueva generación burguesa de los
sesenta.
Aunque el relato tiene momentos inolvidables (la narración de los Cursillos de Cristiandad a los que
asiste Manolo) y caricaturas espléndidas (Salvador Vilella, el marido de Nuria, que pasó de activista
diocesano a antifranquista del Opus), la novela no tiene la fuerza de Últimas tardes con Teresa. Pero, a
cambio, descubre otra cosa: la posibilidad de escribir algo desde el interior de la memoria, el lugar donde
confluyen la furia sarcástica pero también la piedad (que quizá es piedad por uno mismo). Paco Bodegas
(cuyo lema es «la memoria lo es todo para mí. Tanto recuerdas, tanto vales») advierte, al organizar sus
recuerdos de Montse, que éstos se presentan como una «materia compleja», donde «es difícil deslindar las
especies de las variedades; semejantes a ciertos minerales sometidos a largas estancias marinas, el paso
del tiempo, el esplendor y muerte de oscuras primaveras les ha ido pegando musgos, arenillas y costras de
remota y olvidada procedencia».

72
Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

¿Será casual que la novela siguiente, Si te dicen que caí (1973), arranque con un memorable attacco
en el que se suscita la «cenagosa profundidad de pantano de los ojos abiertos» del muerto que vamos
enseguida a conocer vivo? (La idea de un recuerdo inmerso en el agua se reitera en la imagen que abre y
cierra la novela: el automóvil en que han perecido Daniel Javaloyes, el Java, y su familia, se ha despeñado
hasta el fondo del mar en las curvas de la carretera de Garraf). Pero Si te dicen que caí fue y es mucho más
que una oportuna novela sobre la inmediata postguerra y el punto de partida de las posteriores narraciones
del escritor. Puede que siga siendo su mejor novela (puesto que debatiría con Un día volveré y Rabos de
lagartija) y cada vez que la releemos nos gana la fuerza poética de sus páginas: una sucesión de imágenes
conmovedoras, tan nítidas en el recuerdo como desvaídas en sus perfiles reales; un desfile de personajes a
los que hace inolvidables un nombre –Java, Sarnita, la Fueguiña, el Tetas...– o un gesto; un febril barajarse
de los tiempos del relato y, al ritmo de su música, una sensación de fuga total que recorre la novela de cabo
a rabo. Todo es ambiguo como las aventis que se cuentan los muchachos del barrio. Todo es remoto y tan
próximo, como si efectivamente fuera surgiendo de las pupilas muertas de aquel hombre con dinero que, sin
embargo, fue trapero en su juventud y representó orgías sexuales para un alférez inválido, en un mundo
donde los últimos pistoleros anarquistas aún cometían asaltos y atentados.
Un día volveré (1983) surge del mismo magma de recuerdos y comparte elementos de Si te dicen
que caí, pero significativamente modificados: el alférez inválido se ha transformado en Klein, la fugitiva
Ramona en Balbina, los adolescentes del barrio (sujeto colectivo que aquí propicia fragmentos que se
narran en primera persona del plural) son, sin duda, los que surgieron entonces. Y el exergo de Flaubert al
frente de la cuarta parte, pudo estar también en Si te dicen que caí pero sólo aquí se hace profunda verdad:
«Todas las banderas han sido tan bañadas de sangre y de mierda que ya es hora de acabar con ellas».
Quizá el tema fundamental que ilumina de principio a fin la novela es la convivencia del bien y el mal, de la
pureza y la miseria. Jan Julivert, el viejo anarquista que juró matar al juez Klein, se convierte en el fiel
guardaespaldas de un Klein sobreviviente, enfermo, homosexual y borracho. Y muere en su defensa. Pero
los anarquistas de 1940 ya no son los mismos a finales de los años cincuenta, tiempo en que se desarrolla
el relato, ni las demás gentes son lo que fueron: el «Mandalay» se ha convertido en un gangster, Balbina en
una prostituta, el policía Polo es un canceroso terminal y Suau, el pintor de carteles de cine, es el último
cronista de un tiempo lejano y confuso. Los únicos ungidos de inocencia son Paquita, la muchacha coja, y
Néstor, el chico cuya relación con Jan Julivert recuerda poderosamente la del niño de los granjeros y el
antiguo pistolero Shane, en Raíces profundas, el filme de George Stevens. En Si te dicen que caí el relato
alcanzaba su fuerza en función de que los lectores y sus actores habían sobrevivido al otro lado de la
historia: Sarnita y la monja contemplaban atónitos el despliegue del pasado. Aquí, un epílogo de 1975
transforma el «nosotros» de buena parte de la narración en un «yo»: un hombre que en 1975 pasea con su
hijo por los solares calcinados donde Julivert enterró su pistola. Y, en un acto que Marsé ha repetido en
sustanciosas variantes, el niño se orina en el lugar del recuerdo.
El mismo equilibrio de la complicidad entre vencedores cansados y vencidos que se limitan a
sobrevivir hizo posibles otros dos relatos: Ronda del Guinardó (1984) y El embrujo de Shanghai (1993). El
primero es una novela corta que juega a las mil maravillas con la concentración de efectos. Como un
preceptista clásico hubiera requerido, se desarrolla en una sola jornada –el 8 de septiembre de 1945,
cuando todo el mundo sabe (y nadie dice) que los aliados han ganado la guerra–, en torno a una sola
acción –un policía acompaña a una muchacha huérfana para que reconozca el cadáver del hombre que la
violó– y en un solo lugar, los desmontes del barrio del Guinardó, en Barcelona. Todo lo demás es una
suerte de explosión controlada en torno a ese esquema narrativo. Rosita, la niña violada, ve en un momento
de su aventura un cartel de cine que anuncia El embrujo de Shanghai. . .
Y como si respondiera a su eco, éste fue el título de la novela de 1993. Una vez más, sus páginas se
sustentan en torno a lo que Cesare Pavese hubiera llamado una imagen- relato, una intuición de la trama
que, en nuestro caso, parece proceder de la que en Un día volveré ligaba a Néstor y Paquita; un muchacho
–Daniel– atiende a una adolescente –Susana– gravemente enferma de tisis. A partir de ese núcleo, la trama
prolifera entreverada más que nunca de verdades y mentiras, de autoengaños y fantasías. Pero, en aquella
postguerra, ¿quién no era un «somiatruites» (sueñatortillas)? ¿Quién no percibía, en el fondo, «la magnitud
de la nada que nos envuelve», como dice el pintor Josep Maria de Sucre al capitán Blay? Por eso tampoco
importa saber si la historia oriental de lealtades y venganzas que se trenza en torno a Kim, el padre
anarquista de la muchacha enferma, es cierta, o si, antes bien, lo único verdadero es un turbio asunto de
adulterio y abandono.
Marsé ha tenido más presente que nunca la incertidumbre entre lo real y lo falso a la hora de
componer Rabos de lagartija (2000). En la peculiar entropía del mundo del autor nada se pierde del todo,
como sabemos, y por eso la nueva novela tiene mucho de rapsodia de temas conocidos. Nunca había
llevado tan lejos la relación ambigua entre enemigos potenciales como en ese prodigioso idilio entre la
madre pelirroja de David y el policía Galván. Nunca la historia del padre perdido (que viene de El embrujo
de Shanghai pero, en rigor, también de Encerrados con un solo juguete) había dado tanto juego como en la
invención de Víctor Bartra, una figura que se construye a partir de la equivocidad entre el ridículo y el

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

heroísmo. Ni el sufrimiento injusto había revestido la patética fuerza con que lo representa el pobre Paulino
Bardolet, hermano de tantos gorditos despreciados en la galería de adolescentes del autor, y el perro
Chispa, pariente cercano de otros chuchos. Ni una aventi redentora había cobrado el significado que
alcanza a tener la historia del piloto de la RAF que se va enriqueciendo por sedimentos sucesivos al hilo de
los desengaños de David Bartra. También, muy a menudo, Marsé había jugado con la polifonía interna del
relato, como si a la estructura poliédrica de la ficción hubiera de corresponder un paralelo juego de voces
narradoras. Pero nunca este recurso había logrado la turbadora eficacia de las perspectivas superpuestas y
alternadas de David y su hermano, el feto que vive en las entrañas de la pelirroja.
Al lado de estos relatos de la memoria, ha persistido, sin embargo, el narrador sarcástico de Últimas
tardes con Teresa y su afición a concebir una especie de ficciones que, como aquélla, tienen más de la
estructura aleccionadora de la fábula que de la lógica borrosa de sus novelas extensas. La muchacha de
las bragas de oro (1978) se escribió a partir de la lectura de Descargo de conciencia, de Pedro Laín
Entralgo. A Marsé le indignó profundamente la compunción tardía del anciano intelectual falangista y
concibió la historia de otro, Luys Forest, que en su vejez escribe unas memorias absolutamente mendaces
donde reconstruye y amaña su biografía de político fracasado y de escritor pasado de moda. Pero, como si
esa obstinada voluntad de ocultación se apoderara de todo, su vida personal se transforma también en un
intrincado laberinto, propiciado por la turbadora presencia de su sobrina Mariana, una hippy muy de época:
reaparecen objetos que creyó perdidos, se ve obligado a confrontarse con la verdad que había llegado a
olvidar y, a la postre, la confusión se venga y el incesto –el castigo de Edipo– culmina la impostura. Pero
hasta el suicidio con que pretende alcanzar la dignidad final le es negado porque la pistola se encasquilla.
El amante bilingüe (1990) es, a primera vista, un relato muy distinto por su objetivo y su tono, pero
guarda muchas relaciones con el anterior y con otros que ya conocemos. Escrito al filo del primer decenio
de gobierno de Jordi Pujol, es una sátira feroz de la hipocresía y las megalomanías patrióticas del régimen.
Y, a la vez, es un auténtico carnaval, basado –como la novela anterior– en el vertiginoso trueque de las
identidades. Es indudable que Norma es la última encarnación de la Teresa de 1966: celosa vigilante de la
pureza de la lengua (¡por eso se llama «Norma»!) pero, a la vez, irremediablemente fascinada por el
atractivo sexual de los charnegos. Pero el protagonista, que se encarna en Juan Marés y en Juanito
Faneca, es, a su vez, un heredero de aquel Paco Bodegas que nos contó la historia de Montse y una nueva
versión del chorizo Pijoaparte que logró conquistar a Teresa Serrat. Y puede que lo más cruel y
aleccionador del relato sea, precisamente, que Faneca –el charnego desenvuelto y directo– acabe por
fagocitar a Marés que, en rigor, es el mestizo, lleno de mala conciencia y destinado al fracaso. Si La
muchacha de las bragas de oro es una novela poco lograda, El amante bilingüe es casi perfecta en su
género de sátira carnavalesca. Como Rabos de lagartija lo es en su ambición de relato totalizador de una
memoria donde dialogan la inocencia y la culpabilidad, el dolor y la vida. No sabemos por dónde caminará la
imaginación de Marsé en su próxima etapa. Pero, en cualquier caso, hay horizonte y temas por delante,
como hay en su corazón la capacidad de indignación y la piedad que vienen siendo sus musas.

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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

Eduardo Mendoza

( Joaquín Marco )

Tengo sobre mi mesa la octava edición de la novela más reciente de Eduardo Mendoza, La aventura
del tocador de señoras, que según la editorial Seix Barral corresponde a julio de 2001. La primera se publicó
en febrero del mismo año. Y, si hemos de creer en los datos que se anuncian en la faja que rodea el libro,
se habrían vendido ya 175.000 ejemplares. A su lado, la primera edición de La verdad sobre el caso
Savolta, cuyo título original Los soldados de Cataluña suscitó recelos en la tardocensura franquista de la
época y fue publicada en abril de 1975 (cabe hacer notar el hecho de que los editores habrían depositado
ya una buena dosis de confianza para que la primera novela de un autor prácticamente desconocido
apareciera en el Día del Libro barcelonés, festividad de San Jorge y la rosa, una de las más bellas
costumbres arraigada en la Cataluña reciente). El éxito respondió a las expectativas, porque en octubre del
mismo año se anunciaba ya una reimpresión. Y poco después se le concedería el Premio de la Crítica. Un
rostro serio, de profunda mirada (vestido con una espectacular chaqueta de amplias rayas y camisa a
cuadros), el de un hombre joven de cabello negro y generoso bigote decimonónico figura en la
contraportada que ocupa un amplio cuarto de página. En su tercera novela el rostro aparece cubierto por
una tupida barba y el autor nos ofrece su perfil. El aire resulta totalmente diferente. Residía todavía en
Nueva York. En su última obra19, el rostro, marcado ya por la edad y surcado por algunas arrugas, nos
ofrece un aspecto sonriente, de ojos apenas perceptibles, cabello cano y bigote más recortado y
convencional. Su tamaño, en la solapa es muy reducido. La estética de la edición se ha transformado. Ha
transcurrido más de un cuarto de siglo. Su novela ve la luz ya en el problemático y confuso siglo XXI.
Eduardo Mendoza nació en Barcelona en 1943, hijo de un fiscal, estudió en el colegio de los Hermanos
Maristas y, entre 1960 y 1965, cursó la carrera de Derecho en la entonces conflictiva universidad
barcelonesa. Al finalizar sus estudios viajó por Europa y obtuvo una beca (1966-67) para cursar Sociología
en la Universidad de Londres. Regresó a Barcelona, trabajando como abogado en el caso «Barcelona
Traction» y en la asesoría jurídica del Banco Condal, lo que le familiarizó con la terminología jurídica, el
embrollo y el legalismo, que alejan el lenguaje de la realidad y le permitieron advertir un mundo paralelo que
se alimenta de la realidad, aunque sin pretender reproducirla. En diciembre de 1973 se trasladó a Nueva
York, donde trabajó como traductor de la ONU. Confesará más tarde que llegó «casi por error» y allí pudo
contemplar cómo «pasó de ser la escoria de las ciudades a ser la ciudad por antonomasia, la ciudad de
moda. Yo tuve oportunidad de ser testigo de esta metamorfosis». Tal experiencia se volverá a producir en
Barcelona, a su regreso, en 1978, y constituirá uno de sus principales temas: el análisis y transformación de
una urbe como ser vivo: decadencia y recuperación. Su primera novela no fue la de un escritor salido de la
adolescencia, sino la de un experimentado narrador que se servía de la novela de género, inscrita en un
tiempo interno comprimido, con la intencionalidad de configurar un sujeto colectivo histórico: la Barcelona de
1917 a 1919. Su ciudad, como en buena parte de su producción, se convirtió en protagonista. Sin embargo,
¿qué aportaba Eduardo Mendoza por aquellos años a la novela en castellano? ¿de qué misteriosos
ingredientes se ha servido, a lo largo de su producción, hasta convertirle en uno de los autores más
vendidos y populares sin abusar de los medios de comunicación, recluido, por lo general, en su labor?
Porque tampoco puede asegurarse que Eduardo Mendoza sea autor minoritario o de culto, ni favorecido
particularmente por los mass media. Sus relaciones con el cine han sido excelentes. Su primera novela fue
llevada a la pantalla en 1979 y la que le llevó a su mayor popularidad, La ciudad de los prodigios, fue
adaptada también a la pantalla por Mario Camus. Con esta novela logró numerosos galardones: el Ciudad
de Barcelona, el Grinzane Cavour y fue nominado libro del año en Francia. Cabe apuntar el hecho de que la
narrativa de Mendoza ha encontrado «su» público, incluso más allá de nuestras fronteras. El novelista
barcelonés fue considerado desde sus inicios como el que mejor ejemplificaba lo que se calificaría como
«transición» y que habría de afectar no sólo a la política, a la vida cotidiana de los españoles y al papel de
España en el contexto internacional, sino a la literatura y a las artes, planteadas ya en el ámbito de la

19
Tras la redacción de estas páginas ha publicado (2002) El último trayecto de Horacio Dos (dirección
del autor cuando residía en Nueva York), fábula y farsa, como Sin noticias de Gurb, inspirada en el género
de la ciencia-ficción y, como ésta, aparecida como folletín en agosto de 2001 en el periódico «El País».
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

normalización europea, aunque mucho de ello podía apreciarse en el tardofranquismo anterior. Desde la
perspectiva actual observamos que tales cambios no supusieron una brusca ruptura.

Una forma de narrar o deleitar instruyendo

La verdad sobre el caso Savolta viene a definir la consciente fórmula narrativa del escritor: a) estilo
folletinesco; b) ambientación histórica documentada; d) sentido del humor; e) personajes verosímiles,
aunque caricaturizados y deformados; f) parodia de los géneros populares y de su lenguaje; g) utilización
preferente del contrapunto y de la intertextualidad; h) aprovechamiento de la figura del pícaro clásico,
aunque actualizado; i) recuperación de la aventura y del placer de leer gracias a la claridad expositiva. M.
Mar Langa Pizarro considera que su primera novela «agrupa la novela propiamente policíaca y la que utiliza
el suspense o la investigación como elemento fundamental del relato», considerándola como iniciadora del
género, aunque ya Manuel Vázquez Montalbán había publicado en 1972 Yo maté a Kennedy y cabe
considerarlo como padre consciente de una corriente narrativa decisiva, aunque discutida, en el
postfranquismo. En la mitad de la década de los setenta los narradores españoles, desde Camilo José Cela,
con su obra más audaz, Oficio de tinieblas 5, al más joven –salvo excepciones– pretendían llevar a la
práctica el relato basado en la renovación técnica y el experimentalismo. Germán Sánchez Espeso había
publicado De entre los números en 1972; Vicente Molina Foix, Busto, en 1973; Juan José Millás, Cerbero
son las sombras, en 1975 y Visión del ahogado dos años más tarde; Javier Marías andaba en su segunda
novela por la Travesía del horizonte, en 1972; José María Guelbenzu en 1976 publicaba ya su tercera
novela, El pasajero de ultramar; Luis Goytisolo ofrecía su segunda y más importante creación, Recuento
(1975), cuya protagonista era también, en buena medida, la capital catalana; mientras su hermano Juan
publicaba, en 1975, su Juan sin Tierra; Juan García Hortelano había conseguido, en 1972, El gran
momento de Mary Tribune, su mejor novela; Jesús Fernández Santos, El hombre de los santos, ya en 1970;
Miguel Delibes había intentado y superado cierto experimentalismo y en 1975 daba a la imprenta La guerra
de nuestros antepasados; José Manuel Caballero Bonald, Ágata, ojo de gato, en 1974, y Juan Benet, Un
viaje de invierno en 1972 y La otra casa de Mazón al año siguiente; eran los Años de penitencia, de Carlos
Barral, también de 1975; Si te dicen que caí, de Juan Marsé, había sido publicada en 1973, en México, y
sólo autorizada en España en 1979; Rafael Sánchez Ferlosio había retornado con sus extraños Las
semanas del jardín. Semana primera: Liber scriptus y Las semanas del jardín. Semana Segunda: Splendet
dum frangitur, en 1974; Jorge Semprún empezaba a publicar su obra anteriormente editada en Francia y
Gonzalo Torrente Ballester había ofrecido, ya en 1972, Saga/Fuga de J. B.; Francisco Umbral daría Las
ninfas en 1976 y José María Vaz de Soto, Diálogos del anochecer en 1972 y El precursor tres años más
tarde y Manuel Vázquez Montalbán andaba por La soledad del manager en 1977. La lista no es ni mucho
menos exhaustiva; pero algunos de los nombres, de promociones distintas, y la naturaleza de la novela a
mitad de los setenta del siglo XX constituye no sólo un rico y sugerente muestrario de varias formas de
narrar, sino una intencionalidad formal, una audacia ajena a los mecanismos de la comercialización que
impondrán su ley a buena parte de la narrativa española posterior, más atenta a los éxitos de venta que a
las intenciones estéticas. Corrían años de excelente cosecha en la novela, bien acompañada por la
irrupción en nuestras editoriales de la nueva o no tan nueva narrativa latinoamericana.

Eduardo Mendoza: a la búsqueda de un espacio, un tiempo y un estilo

La aparición de La verdad sobre el caso Savolta significa aire fresco en la narrativa española. No sólo
supone la revalorización de la intriga, sino la búsqueda de un perfil distinto y progresivamente paródico de
novela histórica que se corresponde con el reencuentro de la trama. Mendoza es un novelista catalán que
se sirve con eficacia y naturalidad del castellano para describir ambientes catalanes y barceloneses. Sigue,
pues, la estela que forjaron narradores tan dispares, en la postguerra, como Ignacio Agustí, Luis Romero,
Francisco Candel, Antonio Rabinad, Ana Mª Matute, Juan y Luis Goytisolo o Manuel Vázquez Montalbán. El
postfranquismo le permitirá liberarse de las preocupaciones de la censura. Su obra se desarrollará y
alcanzará su verdadera dimensión durante la etapa convulsa de la transición, durante la que, en sus
primeros años, Barcelona jugará un papel decisivo que irá disminuyendo progresivamente. La primera
novela de Mendoza se basa en la imagen nostálgica de otra Barcelona más convulsa todavía, azotada por
terrorismos de signo contrario: el anarcosindicalista y el financiado por la patronal, amparada por el
Gobierno. En una nota preliminar, el autor indica alguna de las fuentes históricas utilizadas que constituirán
su telón de fondo. Pero el concepto de «lo histórico», ya en crisis, permite definir la novela de Mendoza
desde otra perspectiva a la utilizada por los narradores realistas y naturalistas o cuantos se habían servido
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

del ensamblaje entre historia y ficción hasta los años sesenta del siglo XX20. Resulta fácil calificar el conjunto
de su obra en los parámetros de la «postmodernidad», término al que nos resistimos (como su mismo autor,
que prefiere en su ensayo «La novela se queda sin épica» el término «posvanguardia») por su vaguedad y
equívoco significado. De este modo manifiesta, sin embargo, conciencia de no haber participado en la
novela «neovanguardista» a la que aludimos anteriormente, aunque no desdeñará algunas de sus técnicas.
Tampoco resultaría difícil para el lector de la época establecer fáciles paralelismos con los acontecimientos
que se desarrollaban a su alrededor. Los elementos narrativos utilizados son múltiples, aunque simples.
Mendoza se sirve con soltura del diálogo; pero también del relato en primera o tercera persona, descripción
objetiva, interrogatorio policial, cartas, artículos periodísticos: un amplio abanico de recursos que diversifica
las formas, multiplicándolas, atenta a la aventura, alejándose al tiempo del realismo y del experimentalismo.
La segunda novela del autor propone, desde su título, el atractivo de la literatura popular, El misterio de la
cripta embrujada. También en este caso, la primera edición aparece en el mes de abril de 1979. Pero si la
anterior era una novela de perspectivas que conformaban un paisaje social histórico, no exento de humor,
aquí el autor emprendía una labor más difícil. Situaba el relato en la contemporaneidad y la sugestión de lo
mágico. El capítulo tercero, el personaje que sale del manicomio y aterriza sin saber dónde en una ciudad
inhóspita, salvado el tiempo y el tratamiento narrativo y estilístico, coincidirá con el protagonista de su
tercera novela y con el de El tocador de señoras (de no menos intencionado y equívoco título). Pero, en
esta segunda novela, tampoco abandonó la estructura del relato policíaco, al que añade rasgos folletinescos
y hasta góticos. La locura constituirá, paradójicamente, el signo de la absurda lucidez en un mundo confuso.
Se trata, en realidad, de una narración paródica y, como en su novela anterior, no sólo de formas, sino de
géneros. El protagonista salta a un patio, tras haber descubierto el cadáver de un sueco, amigo de su
hermana: «Durante el trayecto, mientras efectuaba involuntariamente volatines en el aire que trajeron a mi
recuerdo los que en su tiempo hiciera el malogrado príncipe Cantacuceno, y por no tener nada más que
hacer, di en pensar que me rompería la crisma como colofón del vuelo. Pero no fue así, o no estaría usted
saboreando estas páginas deleitosas, porque aterricé sobre un legamoso y profundo montón de detritus,
que, a juzgar por su olor y consistencia, debía de estar integrado a partes iguales por restos de pescado,
verdura, frutas, hortalizas, huevos, mondongos y otros despojos, en estado todo ello de avanzada
descomposición, por lo que salí a flote cubierto de la cabeza a los pies de un tegumento pegajoso y fétido,
pero ileso y contento». Este modelo descriptivo, de estilo arcaizante, irá tornándose más paródico hasta
culminar en el «disparate», la inverosimilitud como recurso fundamental de su producción más reciente.
Tras El laberinto de las aceitunas (1982), que hemos de situar, asimismo, en el ámbito de la novela
policíaca de humor negro, en 1986 publicó La ciudad de los prodigios, considerada hasta hoy como su obra
más representativa. También aquí, la ciudad de Barcelona es la auténtica protagonista. En esta ocasión, el
marco histórico elegido es más dilatado: el intervalo entre dos Exposiciones Universales, la de 1898 y la de
1929. Cabe recordar al respecto que la ciudad mediterránea estaba construyendo entonces el «modelo» de
ciudad olímpica, ya que los Juegos se realizaron en 1992. La mezcla de vida cotidiana y ficción, el
costumbrismo, el desengaño –tema generalizado en la producción del narrador–, su escepticismo
ideológico, que le han convertido en crítico a cualquier política, pero en especial al entusiasmo que despertó
el nacionalismo catalán en ciertos sectores de la burguesía catalana y su aproximación a determinados
puntos de vista socialistas se reflejan en el relato. Su protagonista, Onofre Bouvila, coincide con el despertar
urbanístico de la ciudad, alcanza su cénit y acaba desapareciendo entre las ruinas de las ilusiones
frustradas. Responde, yendo más allá de las circunstancias, al sentimiento del desengaño político, del
escepticismo político y social que se intensifica durante y después de la transición democrática. La
normalización política había despertado el interés en Europa hacia las manifestaciones artístico-literarias
hispánicas. Las expectativas irán disminuyendo con el tiempo. De ahí que su obra posterior, La isla inaudita
(1989), constituya un paréntesis que se califica en su contraportada, con justicia, como «un “viaje
sentimental”, un interludio romántico, una novela de amor y de humor». La ciudad elegida no será aquí la
capital catalana, sino Venecia. Y en ella y sobre ella fabula Mendoza, desgrana su fantástica capacidad de
contador de historias, de las que, sin embargo, pueden extraerse conclusiones éticas. El novelista no
renuncia ni a lo simbólico, ni en este caso, a la mítica de una ciudad convertida en eje de la civilización
europea. Los diálogos, en los que muestra siempre su destreza, pueden ir de lo trivial a lo trascendente. El
médico Scamarlán, al que su interlocutor llama Pimpom, narra la historia de Charlie y de su mujer,
aludiendo a la naturaleza del amor: «...Además, permítame discrepar, como hombre de ciencia, de eso que
usted llama amor./ – Dicen que hay quien se muere de eso– apuntó Fábregas./ Más bien hay quien se
aferra a esa quimera cuando se siente morir de otras causas más crudas –replicó el médico–; pero dejemos
esto también: es algo abstracto, un asunto académico que podría conducirnos a una discusión eterna y sin
objeto. Yo le cuento lo que hubo, y luego usted lo adereza como mejor le plazca, ¿qué?». Podría realizarse
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Al respecto puede consultarse: Miguel Herráez, «Lo histórico como signo de una ficción y la ficción
como manifestación de lo histórico. El caso de Eduardo Mendoza». En José Romera Castillo, Francisco
Gutiérrez Carbajo y Mario García-Page (Eds.), La novela histórica a finales del siglo XX. Visor Libros.
Madrid, 1996; pp. 75-79.
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Varios autores Novelistas españoles del siglo XX

un estudio paródico de los nombres utilizados para definir a los personajes, como ya advertimos en obras
de Pérez Galdós, Valle-Inclán o C. J. Cela. Aferrado a los hechos, el protagonista, como el narrador, nos
permite extraer las oportunas consecuencias. Las historias, algunas producto de tópicos (como el de las
mujeres envenenadoras o los mitos lacustres) nos alejan de un pretendido «romanticismo». Ciertos
recursos barojianos parecen evidentes. El autor ha mostrado su fidelidad al novelista vasco en su estudio,
publicado en la colección «Vidas Literarias», en 2001. El humor destruye cualquier idealismo. Su trabajo con
la forma dialogal había de conducirle al teatro. En 1990 estrenó una pieza teatral en catalán, Restauració,
que sería vertida al español por su autor y publicada en 1991. Ambientada en el marco histórico del reinado
de Alfonso XII, se inscribe en lo que se ha venido calificando como «teatro poético» al que pretendieron dar
carta de naturaleza, al tiempo, algunos poetas españoles de la «generación de los años veinte», T. S. Eliot
en el ámbito inglés y hasta Paul Claudel, en el francés: unos en verso y otros en prosa, aunque
diferenciándolo del llamado teatro en verso (en ocasiones escasamente poético). Que el tema teatral no
habría de resultarle ajeno lo comprobamos, asimismo, en su novela Una comedia ligera (1996) que tiene
como protagonista un autor de comedias en la Barcelona de la postguerra. Dos años más tarde con este
libro alcanzaría en Francia el Premio al Mejor Libro Extranjero. En 1991 publicó Sin noticias de Gurb,
aparecido anteriormente en forma de folletín veraniego en un periódico. Se trata de una narración paródica
siguiendo las pautas de la ciencia-ficción, situada en la Barcelona post-olímpica mediante un sistema
perspectivista propio de la narratividad dieciochesca. Al año siguiente aparecería El año del diluvio. En esta
ocasión el marco urbano ha sido sustituido por el rural, aunque la historia pretende ser narrada con
sencillez. Se mezcla la anécdota amorosa de los protagonistas, con la pertinaz sequía de la postguerra y las
inundaciones que permitirán caracterizar el relato como drama colectivo, en años en los que actúan todavía
algunos focos del maquis. El inicio mismo de la novela viene a definirnos su pretendida oralidad expositiva:
«En los años cincuenta de nuestro siglo vivía en la localidad de San Ubaldo de Basora (provincia de
Barcelona) un hombre muy rico llamado Augusto Aixelà de Collbató». Pero, sin duda, con La aventura del
tocador de señoras (2001), Mendoza ha dado un paso más en su estilo paródico, en la utilización del
lenguaje popular, en la inverosimilitud como recurso narrativo, en la configuración de personajes
caricaturescos, expresionistas, siempre sirviéndose del relato policíaco, de un anecdotario abundante, de un
costumbrismo deformado. El tiempo elegido es el presente y su espacio sigue siendo la ciudad de
Barcelona. Es, sin duda, la más barroca de sus producciones. La aceptación popular de su obra, desde sus
inicios, no puede justificarse tan sólo por la adaptación de algunas de sus novelas al cine. Eduardo
Mendoza ha permanecido fiel a un mundo elaborado, inspirado en una realidad que decidió transmitir
siguiendo pautas y recursos que la alejan de la verosimilitud y la convierten casi en onírica, a un estilo que
le identifica y que le sitúa entre los narradores españoles de mayor proyección internacional.

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