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En l952, a los veinte años de edad, el primer libro de cuentos de Jorge

Edwards, El Patio, merecía del profesor y critico literario Hugo Montes el


siguiente comentario: "Jorge Edwards es un innovador, pues supo huir de la
tradicional evocación campesina". Ahora, nueve años más tarde, con la
madurez y soltura conseguidas mediante un trabajo continuo de creación
literaria, solo exteriorizado en ocasionales artículos, crónicas y traducciones,
Edwards nos presenta este nuevo volumen.
Relatos como El Funcionario nos obligan a recordar lo escrito por Alone a
propósito de El Patio. En crónica enviada desde Nápoles, donde pasaba unos
días con Gabriela Mistral, Alone relataba: "El rostro de Gabriela Mistral no
abandonaba su amargura. Y ella le venia directamente de la obra de Edwards;
la hallaba pesimista, triste, con un concepto desolador de la naturaleza
humana".
Sin duda el elemento dramático linda con el humorismo, pues al año
siguiente, 1953, Ricardo Latcham comentaba en El Nacional de Caracas que en
El Patio había "una admirable evocación humorística de los claustros jesuíticos
y, a la vez, un novedoso aporte a nuestra literatura".
Jorge Edwards, que después de formarse en el contacto con los clásicos
españoles, ha sido lector asiduo de los narradores europeos y, sobre todo,
americanos del norte y del sur, refleja en su obra, con un realismo
aparentemente impasible, las situaciones dramáticas o ridículas, los grandes y
pequeños conflictos que aquejan al habitante de la ciudad moderna. De ahí el
doble significado de este libro, como testimonio de la vida santiaguina y
expresión de la crisis del hombre actual.

2
Gente
de la
ciudad

3
GENTE
Jorge Edwards DE LA
CIUDAD
CUENTOS

Editorial Universitaria, S. A.

4
INDICE
El funcionario
6
El cielo de los domingos
15
Rosaura
18
A la deriva
24
El fin del verano
27
Fatiga
34
Apunte
37
El último día
39

5
EL FUNCIONARIO

FRANCISCO levanta la vista, dejando la redacción de un oficio a mitad de


camino. Es el silbido del viento, que lo hace recordar la pequeña casa
de madera, en la costa. Sin que se haya dado cuenta, ha transcurrido más de un
año. Era la segunda quincena de marzo del año anterior. Los veraneantes
habían desaparecido. El viento soplaba, en las tardes, y cubría el mar de crestas
espumosas. Una pareja de ancianos rezagados caminaba por la playa todos los
crepúsculos, de chal y bastón. Cada vez oscurecía un poco antes.
Bajaba una noche vasta, lúgubre, que acentuaba la sensación de haber roto con
el engranaje ciudadano. Una sensación que se mantuvo hasta las postrimerías
de un domingo en que debió preparar maletas apresuradamente. La última
fecha del feriado legal había sido tarjada en el calendario.
El verano recién terminado no pudo salir. Un tratamiento a los dientes
había comprometido su sueldo para muchos meses. Pasó los quince días hábiles
en Santiago, entrando a los cines y vagando, de noche, por las calles, con el
consuelo y el estímulo de una cerveza esporádica.
En el silencio de la oficina, el viento estremece los vidrios. Francisco piensa
que el viento, el viento huracanado de la costa, abre de golpe las ventanas y
arrasa con papeles, archivadores, carpetas, tinteros.
(En la oscuridad, los pinos tejen un muro alrededor de la pequeña casa.
Entre los pinos, un pedazo de mar. Estampido lejano de las olas. Los minutos
avanzan lentamente, marcados por el reloj pulsera, en medio del insomnio...).
Pero los archivadores permanecen en su sitio. Papeles sometidos al polvo, a
la escoria de los años.
Francisco sigue donde había quedado: "No escapará, en efecto, al elevado
criterio del Señor Director..." Cree sentir un golpe nítido en los vidrios. Ideas
suyas. Nada más que el bullicio de las tardes de invierno, apagado por las
gruesas paredes. En el edificio del frente, una mujer acerca la nariz a la ventana
iluminada y observa el cielo. Francisco descubre, contra el reflejo
de un farol, que caen gotas de lluvia. "En efecto..."
Suena el teléfono. Una voz gangosa de mujer, que pregunta por un tal José
María. Francisco imagina encuentros innumerables, hoteles dudosos cuyos
corredores empiezan a llenarse de pasos y murmullos. "Equivocada, señorita".
Un gruñido de respuesta.
Después de "elevado criterio del Señor Director’", pone una rúbrica
ostentosa e inútil, guarda los papeles y apaga las luces.
Afuera, el viento ha cesado y llueve débilmente. Las ruedas de los
automóviles se arrastran por el pavimento mojado. El se detiene bajo el alero de
un puesto de diarios y salta un poco para combatir el frío de los pies. Cuando se
sube al trolley, la lluvia ha comenzado a golpear con furia. Después, el vaivén y
la monotonía del viaje lo adormecen.

Entra a la casa medio entumecido, frotándose las manos. Como de


costumbre, Emelina se asoma al corredor. Junto a ella se detiene el perro, que
viene de la tierra húmeda del huerto, con las patas embarradas.

6
—¿Qué hay de comer?
—Comida, pues —dice Emelina, con un gesto despectivo.
—¿Pero qué comida?
Encogiéndose de hombros, la vieja vuelve a la cocina, seguida por el perro.
"¡Vieja de porquería!", murmura Francisco. Entra a su pieza y se tumba en
la cama. La imagen de su padre cruza por su memoria. De él heredó a Emelina,
además de un poco de dinero para comprar la casa y de una colección de
códigos. Ahí están los códigos, apolillados. El interior de la casa muestra
porosidades y resquebrajaduras. Como decía su padre: "dejarás que todo mi
trabajo se pierda... serás un matarratas... "
"Así fue", piensa Francisco, cambiando de postura. Los códigos evocan
trajes oscuros, dedos manchados de tabaco, una voz incesante, bajo una
lámpara, sobre unas páginas amarillas... En cada recodo de la conversación, un
hito conocido: la "segunda instancia", el "criterio jurídico", las "reglas de
hermeneútica"…
—¡Emelina!
La vieja no responde.
—¡¡Emelina!!
—Esperesé. ¿No ve que no le he puesto la mesa? Como una aquí tiene que
hacerlo todo...
Francisco observa una trizadura en el cielo raso. Es un río que se bifurca y
desaparece, tragado por un desierto. El perro, expulsado por Emelina, ladra
desde el huerto para que le abran la puerta. "¡Vieja de porquería!" Francisco sale
al huerto y mira las estrellas, que brillan en el cielo límpido.

A la mañana siguiente, encuentra en su mesa un papelito del Director.


Corre y se detiene en el umbral de la oficina, perdido el aliento. Empuja la
puerta. El Director hace anotaciones. No levanta la vista. La esmerada caligrafía
va invadiendo el espacio en blanco. Las frases deben de ser sinuosas y oscuras...
—Asiento —dice el Director, con una mueca que pretende ser amable.
Ahora examina un grueso expediente. Francisco clava los ojos en la calle.
Alcanza a divisar una mujer de pechos opulentos, cuya desaparición, detrás del
marco de la ventana, le produce una leve angustia.
—Bien —dice el Director, dejando los anteojos sobre la mesa.
El Director ha observado que Francisco, en los últimos meses, pone menos
empeño en su trabajo. Por ejemplo, el informe urgente, que le encargó hace dos
semanas...
Francisco se eriza y se pone rojo, como gallo desplumado:
—Anoche me quedé redactándolo hasta después de la hora de salida. No
había tenido un minuto...
—Bien—. Las manos hacen un gesto apaciguador. —Pero no es la primera
vez. Usted mismo estará de acuerdo conmigo, ¿verdad?
Francisco se echa para atrás en la silla, enarca las cejas y hunde una mano
en el bolsillo del pantalón. La sangre sube a su rostro violentamente.
—¿Verdad? —insiste el Director.
Un ademán de duda de Francisco. El Director se aclara estrepitosamente la
garganta. Cambia los anteojos de sitio.
—No es mi ánimo desmoralizarlo. Muy por el contrario.

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Se explaya sobre la responsabilidad y la dedicación en el desempeño del
cargo. Para terminar, declara que no ha tenido otro propósito que darle un
consejo útil. No se habría tomado esa molestia si considerase que Francisco
carece de "condiciones funcionarias".
—Muchas gracias —dice Francisco.
—Bien, mi amigo —dice el Director.
Suena el teléfono y Francisco queda sin saber si debe retirarse o no.
—¡Sí, don Nepomuceno!
La obsequiosidad inunda los rasgos del Director.
—Tengo el expediente a la vista, don Nepomuceno... Sí... Por supuesto... ¡Pierda
cuidado!... Sí, don Nepomuceno... ¡Encantado!... ¡Mucho gusto de saludarlo!...
Cuelga el fono y anota en la agenda el nombre completo de don
Nepomuceno. La sonrisa desaparece. Con inusitadas energías, toca el timbre.
Entra un tipo lívido, encorvado, de anteojos como saleros.
—¡Hay que darle un corte definitivo a este asunto! —Exclama el Director,
cogiendo el expediente.
En ese momento, repara en la presencia de Francisco.
—Puede retirarse.

Encuentra en un corredor a Matilde, que lo saluda con la sonrisa de


siempre, un poco solapada y burlona. Ella es baja, ligeramente corpulenta y
tiene pantorrillas redondas y fuertes. Francisco se acuerda de haber anotado su
número de teléfono en un rincón de la libreta. Ahí quedó sepultado. Entre
nombres que, durante un tiempo, perturbaron la imaginación, y que fueron
reemplazados por otras imágenes, otras ideas fijas. Actuaba el deseo, pero la
voluntad permanecía enclaustrada. No había manera de romper el círculo...
¿Para dónde va? El automatismo de la reflexión lo ha hecho seguir de largo.
Regresa a la oficina y contempla el cielo gris a través de los barrotes. Los
papeles de su escritorio le producen sueño y desánimo. Su corazón palpita con
rapidez. Un corazón prematuramente cansado, que podría detenerse en
cualquier instante. La fila de archivadores, inmóvil. Tardíamente, lo enardece el
resabio de la conversación con el Director. Cierra el puño y golpea iracundo la
cubierta del escritorio.
—¿Qué te pasa? —pregunta Varela, mirándolo por un lado del diario que le
oculta la cara.
Francisco alza los hombros. Por el rostro de Varela pasa una sombra de
perplejidad, pero vuelve a enfrascarse en la lectura. Al rato, Varela abandona el
diario y se le acerca.
_¿No irías a tomarte un vinito?
—…
—¡Vamos! —exclama Varela, súbitamente entusiasmado, y corre a
colocarse el abrigo.
Varela y Francisco salen a tranco largo, hablando con animación. Se dirigen
a los bares de la parte baja de la ciudad. ..

A la mañana siguiente, Varela, con una voz destemplada, que a Francisco le


da en los nervios, relata la tomatina de la noche anterior. Francisco recuerda el
griterío del bar, las puertas abiertas, por las que se colaba el aire frío, el tumulto
de los parroquianos reflejado en el espejo. El mozo corría entre los asientos,
bandeja en alto, sudando la gota gorda. Recuerda que Varela, con los ojos

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brillantes, se desgañitaba llamando al mozo, y que él hablaba en forma
incoherente. Una tristeza cada vez más pesada movía sus palabras.
La risa estruendosa de Varela y del jefe de la oficina interrumpen la
evocación.
Alguien asoma la cabeza por la puerta:
—Una persona quiere hablar con usted.
—¿Quién será? —pregunta el jefe, malhumorado.
—Un viejo zarrapastroso.
—¡Ah, ya! ¡Que se espere!
El jefe, dulcificado, se dirige a Varela:
—¿Y?...
Francisco se había puesto de pie y había caminado entre las mesas,
vacilando, hasta el teléfono. El número de Matilde, en un rincón de la libreta. Lo
había marcado lentamente, con miedo de equivocarse, con la sensación de que
esa caja mecánica no podía ponerlo en contacto con la voz de ella. Imposible. Y
su intuición se había confirmado a medida que el llamado se prolongaba, sin
contestación. Vuelta al asiento, lúcido a pesar de las tres botellas de vino.
Después, anduvieron una hora larga, entre brumas, por calles estrechas, en
busca de un prostíbulo que preocupaba a Varela. "Era más allá, estoy seguro. Al
fondo" decía Varela, empujando a Francisco.
"Pero si no tenemos plata."
"¡No importa!... Al fondo... Ya nos arreglaremos."
Los ojos de Varela tenían un fulgor de locura.
Llegaron a una plaza. Francisco recuerda, o cree recordar, el canto de un
gallo detrás de unas tapias. En la cordillera, se insinuaba el amanecer.
Repentinamente, la furia de Varela se había transformado en melancolía.
Francisco anhelaba el reposo de los arbustos, apenas agitados por la brisa, del
pasto, sumido todavía en la oscuridad. Con toques lentos, serenos, el
campanario de una iglesia anunciaba las seis de la mañana.
De nuevo asoma una cabeza por la puerta de la oficina:
—El viejo lo sigue esperando.
—Hágalo pasar —dice el jefe.
Varela y Francisco se retiran, mientras un viejo de pequeña estatura, mal
vestido, se desliza junto a ellos.
—El vino me da dolor de cabeza —dice Francisco.
Frente a su escritorio, se derrumba en la silla. Intenta decirle a Varela que le
duelen los huesos. Levanta la cara, pero no pronuncia palabra y queda con la
mirada fija en la pared. En su mente se ha hecho el vacío.

Diez minutos después, la puerta se abre muy despacio. Aparece el viejo que
había entrado al despacho del jefe. El viejo mira a Varela, detrás de unos
anteojos que brillan. Pero Varela se ha puesto a examinar un almanaque
concienzudamente y no le hace caso.
—¿Señor?
Arrastrando los pies, con el sombrero en la mano, el viejo se aproxima al
escritorio de Francisco. Ha presentado hace días una solicitud y viene a
preguntar por ella.
—¿Cómo se llama usted?
—Joaquin Helvetius —dice el viejo.

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—¡Ah, si! Ahora me acuerdo —dice Francisco, rascándose la cabeza y
mirando, descorazonado, un alto de papeles—. Su solicitud está para informe
de la Fiscalía.
—¿Puedo venir mañana, entonces?
Los ojillos azules del viejo se clavan en Francisco, aparentemente humildes,
pero con implacable obstinación.
—Tiene que esperarse una semana, por lo menos —dice Francisco.
—¡Ah!
El viejo mueve la cabeza y no se decide a partir. Francisco lo conduce a la
puerta...
—¿Una semana? ...
—Si, señor —dice Francisco.
El viejo le da la mano, inclinando la cabeza varias veces, y se aleja por el
corredor. Camina un poco encorvado. Su marcha es como un trote suave, en el
que las rodillas se disparan hacia afuera.
Francisco lo sigue con la mirada hasta verlo desaparecer. Piensa en el
destino, que une por un instante las vidas más dispares. Después sacude
la cabeza. Está pensando idioteces. Una voz femenina lo saca del
ensimismamiento.
—Se ha olvidado de traer el libro que me prometió...
—No, Matilde, no se me ha olvidado —dice Francisco, atolondradamente
—. Lo que pasa es que me lo tiene otra persona. Pero en la tarde se lo puedo ir a
dejar, si quiere. ¿No vive por aquí cerca, usted?
—Si —dice ella, sonriendo—. A cinco cuadras. Le doy la dirección…
¡Siempre que no sea una molestia!
—¡Ninguna molestia! Por el contrario…
Francisco apunta en su libreta y vuelve a la oficina, exaltado, con una
sonrisa que no puede aplacar por más esfuerzos que hace. Abre un cajón y
observa el libro que yace al fondo, a la espera de la ocasión más propicia. Varela
se acerca, leyendo el almanaque, con cara preocupada.
—¿Sabes cuánto aumenta cada año la población del mundo?
Francisco hace un gesto de indiferencia. Varela da una cifra y queda
meditabundo, seriamente alarmado.

Ha esperado que se vayan los demás, que avance la noche. Lástima que en
la mañana no se puso el traje nuevo. Y la corbata es una hilacha. ¡No haber
sabido! El libro, fuera de su escondite, aguarda sobre la carpeta, exactamente en
el centro de la carpeta... Podría ir caminando despacio, mirar un poco las
vitrinas. Coge el libro, se contempla por última vez en los vidrios de la ventana,
echa una mirada a la oficina, como para cerciorarse de que no lo ha sorprendido
nadie, apaga y cierra la puerta.
Hay mucha gente en la calle. Los empujones y el ruido de las bocinas lo
aturden. Además, la imaginación anticipada del encuentro con Matilde le
produce palpitaciones. Como que las piernas no obedecen. Sin embargo,
camina, sale del centro a callejuelas olvidadas, pasa frente a un depósito de
artefactos sanitarios, que lo deprime. Unos metros más adelante se halla la
dirección buscada. Sube por un ascensor deteriorado, desemboca en un
vestíbulo oscuro y toca un timbre. Ya no hay manera de retroceder.

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¿Ella no habrá llegado todavía? El timbre resuena otra vez en el interior, sin
respuesta.
Lentamente baja la escala. Le parece una burla estar de nuevo en la calle,
junto al depósito de artefactos. En lugar de la inquietud sorda de
hace dos minutos, lo devora la impaciencia. Resuelve caminar un poco.
De regreso en el centro, divisa entre el gentío al viejo de la solicitud, que
lleva un paquetón deshecho debajo del brazo. ¿En que trajines andará? Algo
impulsa a Francisco a cruzar a la acera del frente, pero sigue al viejo con el
rabillo del ojo. Escucha un bocinazo, el crujido de unos frenos, y alcanza a
vislumbrar, confusamente, la mole de un bus que se precipita sobre él.

¡Pasó raspando! Francisco salta a la acera y camina de prisa. Sólo disminuye


la marcha cuando los latidos del corazón empiezan a normalizarse. Un sopor
tibio le hormiguea por los músculos, una modorra... El cielo, sobre las luces
artificiales, está negro. "Vamos a casa de Matilde. Vamos despacio. No hay por
qué agitarse... Despacio... La noche es larga."
Retrospectivamente, imagina un círculo de curiosos; el chofer, lívido,
pasándose un pañuelo por la cara; el carabinero que moja el lápiz con la lengua,
impávido, y escribe en su libreta; sirenas; revuelo indefinido; murmullo
creciente; el cadáver cubierto con papel de diario; un zapato asomado; en la
última fila, el viejo de la solicitud, que se empina, pero no logra ver nada...
Sacude la cabeza como en sus tiempos de seminarista, cuando desechaba
las ideas pecaminosas con arrebatos de voluntad. Arrebatos cada día más
débiles, compuertas carcomidas por la proliferación de las tentaciones...
¿Qué estoy pensando?" El depósito de artefactos sanitarios, sometido aún a
la luz fluorescente, tiene la inesperada propiedad de restituirlo a su propósito.
A escasos metros, la puerta del edificio, que la memoria ya había deformado.
El ascensor sube con lentitud, tiembla y demora demasiado en abrirse.
Sonido áspero y ronco del timbre, que desgarra el silencio...
—Estoy de nuevo en el convento. La oficina es un convento.
—¿De veras que fuiste seminarista?
—De veras. Recién me estaba acordando. Casi me atropellaron y me acorde.
Asociación de ideas.
—Te juro que no puedo creer.
La incredulidad de Matilde se transforma primero en sorpresa, después, en
una ligera y escondida desconfianza.
—Si —dice Francisco, enarcando las cejas tristemente. Repite que si,
meditabundo, y bebe de un golpe el vaso de aperitivo.
—¿Quieres más?
Un signo de afirmación. Matilde le llena el vaso y se instala frente a él. Una
sonrisa de ternura desplaza la desconfianza.
—La verdad es que no quiero hablar —dice Francisco.
Un pliegue despectivo de los labios.
—No quiero acordarme.
Vuelve a levantar el vaso. La cuarta copa desciende por el esófago con
perfecta facilidad. Apoya su mano en la de Matilde, en un extremo
de la falda escocesa.
—¿Dónde está tu marido? —pregunta.
Cae en la cuenta de que ha hecho una pregunta estúpida.

11
—En Buenos Aires —dice Matilde, sin alterarse.
—Mm...
Durante el silencio, Matilde no cesa de mirarlo y de sonreir. Francisco se
pasa un dedo por el cuello de la camisa. Observa los muebles. Tose. Al fin, debe
someterse de lleno a los ojos inquisitivos. La vista se le nubla. Coge por la nuca
a Matilde, la aproxima y aplasta sus labios contra los de ella.
—¡No seas brusco! —dice Matilde, con suavidad, cuando logra zafarse—.
Por poco me estrangulas.
Con ambas manos, Matilde se echa para atrás los cabellos que le estorban la
cara. Acerca la silla unos centímetros. Se acomoda bien y cruza los brazos por
detrás de los hombros de Francisco.
—Seminarista —dice, antes de avanzar los labios entreabiertos.
Después del segundo beso, la sangre afluye de golpe al rostro de él. Los
pulmones empiezan a expandirse y a respirar ansiosamente.
Ven a verme mañana.
—Te llamo por teléfono, mejor... Tengo que librarme de otro compromiso.
Con la frente pegada a los vidrios, contempla los techos grises, irregulares,
sumidos en la oscuridad. Adivina, a su espalda, la mirada de Matilde. Los besos
y el asalto amoroso han arrasado con la máscara del maquillaje. Pálida, con la
piel ajada, parece diez años mayor. Cierto que las pantorrillas guardan la
elasticidad juvenil. Pero alrededor de los ojos hay un mapa de arrugas finas que
el desgaste sexual ha marcado.
—¿Vas a llamarme sin falta?
Los ojos de ella continúan dilatados, anhelantes.
—Sin falta —dice él, cogiendo la chaqueta y arreglándose el nudo de la
corbata.
Se inclina sobre la cama para despedirse. Los brazos de Matilde forman un
nudo ciego, que lo ahoga.
El nudo, por fin, se deshace. Francisco sale a la calle y el aire frío le espanta
la somnolencia.

En la madrugada del domingo, Francisco, que ha tenido una noche de


insomnio, mira la calle desde su ventana. Emelina vuelve de misa, paso a paso,
envuelta en un abrigo negro. En las manos el misal deshojado que heredó de
misia Mercedes, la madre de Francisco. Sol de invierno. Unos muchachos
juegan en la calzada con una pelota de trapo. La pelota pasa silbando junto a la
cabeza de Emelina, que se encoge, cierra los ojos y sigue su marcha gruñendo.
—Chiquillos de moledora —comenta Emelina, al llegar a la casa. Cruza
hasta el huerto Y mira el horizonte, con los botines hundidos en el barro. Las
montañas bajas, de cumbre redondeada, dan la sensación de hallarse más cerca
que otras veces.
Francisco se pasea por la galería en mangas de camisa.
—¿Qué se pasea tanto? —grita Emelina—. ¿Por qué no sale a tomar un poco
de aire?
—¡Y vos! ¿Qué te metes?
Emelina, con los ojos chispeantes de furia:
—¡A usted lo tiene agarrado el demonio! ¡Ahí está! ¡Eso es lo que le pasa a
usted!
—Déjame tranquilo, ¿quieres? —dice Francisco, riendo con desgano.

12
—¡Eso es lo que le pasa a usted! —repite Emelina, cada instante más
desorbitada.
—¡Vieja de porquería!
Ella se retira al repostero, persignándose. Con expresión dolorida, como si
sufriera por los pecados de los hombres, saca las ollas y el resto de los
utensilios. Francisco regresa al dormitorio y se tiende en la cama. La trizadura
del techo es un río cada vez más profundo. Cierra los ojos, pero no logra
conciliar el sueño.

El lunes por la tarde encuentra a Matilde en la oficina del habilitado. Salen


juntos de la oficina y hablan del atraso en los pagos, de lo nada que cunde el
sueldo, de una orden de servicio que reitera la obligación de firmar el libro de
asistencia bajo amenaza de severas penalidades...
—No me llamaste por teléfono —dice ella, cuando se van a separar.
—Tenía un compromiso...
—¿Por qué no me vas a ver en la tarde?
—¿A qué hora?
—A la hora que quieras.
Francisco mira hacia arriba, como si revisara sus planes y dice finalmente
que bueno.
—Te espero a las siete.
—Siete y media —dice Francisco.
Quedan de acuerdo en las siete y media.

El martes, supuso que había llegado el marido de Matilde. En los días que
siguieron, evitó cuidadosamente encontrarla. Una tarde que la divisó al otro
extremo del corredor, caminando en dirección a él, entró a la oficina que se
hallaba más cerca.
Un cuarto angosto, con estantes que cubrían los muros y llegaban al techo,
cargados de Papeles. Para Francisco, las funciones de esa oficina eran un
misterio. Dos empleados, hundidos detrás de escritorios enormes, lo miraron
con indiferencia.
—¿No han visto a Varela por aquí?
—No —respondieron, a un tiempo.
—¿Y al jefe?
—Tampoco.
— ... ¿Podrían prestarme el teléfono?
—Úselo, no más.
Marcó el número de la oficina y estaba ocupado. Colgó. Su vista recorría los
papeles sucios, pasto probable de ratones. Volvió a marcar y seguía ocupado.
—Gracias —dijo, abandonando el teléfono
Le respondieron con un gesto abúlico.
Abrió la puerta y alcanzó a ver la espalda de Matilde, que se alejaba con
lentitud. El salió disparado, rumbo a su oficina.
Días más tarde, supo que Matilde se retiraba del puesto. Ella se lo había
dicho. A su marido no le gustaba que trabajara. Francisco fue a despedirse.
Como no la encontró, le dejó un mensaje. Ella no se dio por aludida. El fue a
despedirse por segunda vez y le dijeron que ya se había retirado del empleo.

13
Durante un tiempo, estuvo tentado de llamarla por teléfono, pero llegado el
momento no se decidía.

Han transcurrido los meses de invierno. Avanza el crepúsculo de un día de


sol, uno de los que inician la primavera. Francisco, que acaba de recibir del
Director una vaga promesa de aumento de sueldo, camina rápido por el pasillo
y entra a su oficina como un bólido. Varela está sacando las palabras cruzadas
del diario de la tarde.
—¿Que hay?
—Nada —dice Francisco, y se pone a pasear entre los cuatro rincones de la
pieza.
—Sabes —dice, al cabo de un minuto—. Me tomaría una botellita de vino.
¡Qué te parece!

—¡Vamos! —dice Várela, aplaudiendo y sobándose las manos.


Varela y Francisco salen casi al trote, refocilándose con la idea de la botella
que se van a echar al cuerpo. Con una inclinación de cabeza, se despiden del
Director, que sale también, pausada y dignamente.
Dos cuadras más allá divisan a Matilde, del brazo del marido,
—¿Te acuerdas de Matilde? —pregunta Francisco.
Várela hace una mueca desdeñosa. Su miedo a las mujeres se ha
transformado en resentimiento incurable, que fácilmente podría desembocar en
odio. Sólo se siente seguro frente a las prostitutas, y en esas ocasiones abusa de
su poder.
Meditando en esto, Francisco sonríe con pesadumbre.

14
EL CIELO DE LOS DOMINGOS

"VAYASE a almorzar uno de estos días" le dijo su yerno, la vez que lo encontró en
la calle. Iba muy apurado y a doña Celinda le pareció que no había querido
precisar la fecha. En todo caso, iría ese domingo. También era la casa de su hija,
al fin y al cabo.
Hecha la resolución, doña Celinda se sintió fortalecida. El sábado, compró
un paquetón de dulces para la nieta. El domingo se levantó temprano, fue a
misa y rezó por la hija, por la nieta, por el yerno —él sostenía ese hogar— y por
ella misma, por que sus negocios de ropa usada prosperaran y por la salvación
del alma.
—Hoy almuerzo fuera, señora Lucha. En casa de Raquelita.
—Que le vaya bien, doña Celinda.
Sale tranqueando por el patio, cartera y paquetón en mano. No consigue
acercarse sin temor a casa de su yerno, sobre todo a falta de invitación formal.
Temor a ser humillada, al contacto de una atmósfera que no logra asimilar
completamente. A veces, frente al humor expansivo de doña Celinda, el yerno
reacciona con una mirada de soslayo y un silencio impenetrable: "él es de buena
familia" dice doña Celinda.
Pese a la excitación, tiene que acortar el paso. El sol pica, y son diez cuadras
de camino. Llega sin aliento, deja la cartera en el suelo y toca el timbre.
Mirándose en los vidrios de la puerta, se arregla el pelo entrecano. En seguida,
los ojillos de pájaro se clavan en los vidrios, sin expresión. Detrás de los vidrios
viene a dibujarse una sombra.
Nota cierto desgano en la voz de Raquel y entra sin saludar, pisando fuerte
y haciendo alaraca por el calor de afuera. La conducen a una salita muy
arreglada, con cuadros y muebles de estilo.
—Voy a llamar a la niña.
"Me pasan a esta pieza, como si no fuera de la familia". Doña Celinda
suspira y se deja caer en un sillón. Saca un pañuelo y se limpia la frente. Sobre
la mesa, el paquetón de dulces. ¡No vayan a encontrarlo pobre! Pero ya no hay
nada que hacer.
—¡Te volviste loca! —exclama su hija—. ¡Que paquete más enorme!
La nieta, enclenque y paliducha, cruza y descruza las piernas, mirando a
doña Celinda con cara de susto.
—¿Y Roberto?
Raquel dice que está bien. De pasada, añade que espera para el almuerzo
una gente con quien tiene que hablar de negocios.
—¡Cómo se te ocurre! —exclama, ante el ademán de partir de doña Celinda
—. Te quedas a almorzar con nosotros.
Doña Celinda insiste ardorosamente, sin disuadir a Raquel. Como la
discusión no se resuelve, cambia de tema —negocios de compra venta de ropa
— y come un dulce. Raquel insinúa que hay mucho trabajo en la cocina —no
se puede confiar en la empleada. Sus escrúpulos ceden, ante el interés que
demuestra doña Celinda por quedarse en compañía de la nieta, y se
retira de la sala.

15
La niña, reclinada en la mesa, rumia un caramelo y se mira la punta de los
zapatos. Sus piernas son como palillos.
"Debieran llevársela al campo’’ piensa doña Celinda. "¿Para qué tienen
plata, entonces? En fin, mejor no me meto..."
—¿Por que no vas a jugar al jardín?
Un destello de vivacidad atraviesa los ojos de la muchacha.
—Anda al jardín, te digo.
La muchacha deja el paquete sobre la mesa y sale corriendo.
"Chiquilla tonta" piensa doña Celinda. Saca de su cartera un pequeño espejo
y se empolva la nariz gruesa, la sombra del bigote. Sonriendo con desdén,
recuerda su infancia en el campo. Es una evocación confusa de trabajos y
violencias, juegos y terrores primitivos. ¡Qué diferente! Guarda el espejo y se
pone de pie. ¿Para qué se va a despedir? En el corredor sombrío no hay nadie.
Abre la puerta, silenciosamente, y sale a la calle inundada por el sol.
Se va con paso firme, respirando fuerte. La gente conversa en las esquinas.
Gritos, automóviles y el zumbido del calor. Trata de penetrar los rostros, como
si eso sirviera para detener el torbellino de las ideas. Sin saber por qué, la altura
del cielo le produce alegría y tristeza. Allá lejos, unos árboles se yerguen sobre
unos muros grises. Pasa una carretela, cimbreándose y crujiendo que se
desarma.
Don Cayetano en el interior del almacén, detrás del mostrador. En la
semioscuridad, su chaqueta blanca, impecable. Doña Celinda no se atreve a
entrar. Imagina la caja de don Cayetano, repleta de billetes. Hoy día, las
muchachas jóvenes andan detrás de la plata; ella lo ha visto con sus propios
ojos. ¡Llegan con un descaro! Don Cayetano, con la hermosa cabellera
encanecida, que sobresale a los lados de la cabeza y enmarca una calva
reluciente, está inclinado sacando una cuenta. Doña Celinda sigue su camino.
—¡Quién se va a casar con una vieja sin chapa!
Lanza una carcajada sonora. Empujando con energía una puerta batiente,
entra al Club Nortino, situado a continuación del almacén. Un bistec con harto
jugo, y una ensaladita...
En el mesón, el ojo duro de un pescado, entre torrejas de limón y hojas de
perejil, la seduce.
—¿Señora?
—¿Está fresco el pescado?
—¡Fresquito!
Las manos del mesonero actúan con expedición asombrosa. Pronto el trozo
blanco, tierno, levemente dorado, cae al papel de mantequilla; es colocado en la
balanza, envuelto y entregado a través del mesón.
—Y una ensaladita, si me hace el favor.
La ensalada demora un poco más.
—¡Que calor, no!
—Así es —contesta el mesonero, con indiferencia.
En un santiamén, hace un nudo, corta el cordel sobrante y arroja el paquete
al mesón.
—Servida, señora.
Con la cartera y tanto bulto, doña Celinda se complica para pagar Se le
ocurre que don Cayetano acude en su ayuda Hasta siente su presencia por
encima del hombro. Minuciosa, separa los billetes y los va entregando.
Otra vez en la calle, rumbo a casa medio aburrida ya de tanto caminar. Los

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árboles, allá lejos. El cielo alto. Emana de todo una ligera tristeza.
En la pensión, recuerda haberle contado a la señora Lucha que almorzaría
con su hija. Cierra la puerta cuidadosamente —mejor que no sepa la señora
Lucha— y se dirige a la habitación en la punta de los pies. Encerrada en su
cuarto, al otro extremo del patio, debe de estar la señora. Rumiando sus
maldades.
Doña Celinda abre la ventana de par en par. Del fondo del ropero saca una
botella de vino. Aunque medio vacía, alcanza para pasar el pescado. Retira el
florero y coloca un plato encima de la mesa. Junto al plato, la botella, cuya
porción de líquido rojo es un consuelo. El pescado se deshace al sol. Los
tomates tienen un brillo de gloria.
"Comamos el pescado, pues..." Coge un tenedor, pero antes de atacar, la
deja absorta, con la vista fija en la calle, una súbita melancolía.
—¿No había ido a almorzar con su hija, doña Celinda?
Es la sonrisa turbia de la señora Lucha, que la examina desde la vereda.
—Resulta que habían partido al campo. Como no les avisé... Usted sabe, les
gusta salir en los feriados. En el auto de mi yerno van a Cartagena, a Viña del
Mar, a todas partes... Para eso tienen plata... Una que es pobre, obligada a
quedarse, ¿no le parece?
—¿Qué gracia le hallarán a moverse tanto?
—Toman aire, pues, y ven cosas distintas. Yo, si tuviera como, me pasaría
moviendo.
—Yo, no. ¿Para que tanto paseo?
—No pudiendo, mejor así —dice doña Celinda con una sonrisa burlona.
Coge con la punta del tenedor un enorme bocado y lo engulle
voluptuosamente. Botella en mano ofrece un vaso de vino a la señora Lucha.
—Gracias, doña Celinda. Usted sabe que no me gusta el trago
—¡A su salud, entonces!
La señora Lucha se retira y doña Celinda con la boca repleta, no alcanza a
despedirse.
—¡Que lo pase muy bien! —exclama, después de tragar, cuando la señora
desaparece tras la saliente del muro.
Bebe con fruición y se lame los bigotes. Después de limpiar el plato y de
acabar con el concho de la botella se queda mirando al cielo. Hay algo extraño y
perturbador en el cielo do los domingos. Algo que sin razón, produce nostalgia.
Sobre la superficie tersa, pasa una corriente invisible, llena de rumores agudos,
cargada de incitaciones.
¿Cuantos domingos ha vivido? ¿Cuantos le quedan por presenciar? No
puede apartar los ojos del cielo azul, y el asombro del tiempo que ha
transcurrido entreabre su boca ligeramente Una repentina frescura y un cambio
de luz, apenas perceptible, insinúan el atardecer. Doña Celinda apoya el rostro
en la mesa —así no la ven desde la calle— y cierra los ojos, tratando de dormir.
Las caras de la hija y de la nieta revoletean en la memoria, entre los pasos y las
voces entrecortadas que llegan de la calle. Al rato, los ronquidos imperan en la
habitación. En la casa del frente, los rayos del sol caen oblicuos. Pronto habrá
llegado la oscuridad.

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ROSAURA

EN ESOS días, almorzaba en casa de mi tía Gertrudis, una hermana de mi abuelo


materno que vivía cerca del colegio. Llegaba como a las doce y media, cuando
mi tía andaba afuera, y me instalaba en el escritorio, la pieza más fresca y
tranquila. Las pesadas cortinas permanecían cerradas después de la muerte de
mi tío Edmundo, y un muro de vegetación espesa, creado por los árboles de la
calle, aislaba el interior. Sobre el sillón de cuero, próximo a la ventana, caía un
hilo de sol suficiente para leer. Un refugio en medio de la sombra. El retrato de
mi tío Edmundo sonreía desde la oscuridad. Una acuarela, que alcanzaba a
recoger algo de luz, hacia fulgurar en la pieza las aguas de un canal veneciano.
El resto de las cosas guardaba un mutismo discreto, somnoliento.
Me había propuesto leer todos los libros del estante, por el orden en que
estaban alineados, aprovechando el tiempo que transcurría antes del almuerzo.
Comencé en el extremo inferior izquierdo, con un volumen de Pedro Antonio
de Alarcón, unos apuntes de viaje por las provincias de España. Cuando las
ramas asomadas a la ventana y los muebles del escritorio habían desaparecido
de la conciencia, una empleada vieja, desde la puerta entreabierta, me sacaba de
algún camino polvoriento, atravesado por recuas de mulas, o de alguna posada
de mala muerte, con el anuncio de que el almuerzo estaba listo. Sumiso ante la
realidad, devolvía el libro a su sitio. Almorzaba solo en el comedor espacioso,
entre objetos cuyo aspecto extravagante se iba volviendo familiar. A veces,
mientras oía los pasos de la empleada en la cocina, me levantaba sin ruido y me
acercaba al gong de cobre, imaginando cómo seria coger el mazo y golpear a
toda fuerza, en pleno centro; también observaba el jardín, extrañamente
olvidado a esa hora. Tragaba el postre de prisa, para volver al puesto de lectura
antes de que llegara mi tía. Pero ella, con absoluta precisión, irrumpía en el
comedor en el momento en que tragaba mi último bocado. La casa se llenaba de
agitación y de bullicio. Ni la más remota posibilidad de retirarse. Mi tía
Gertrudis estaba convencida de que la peor desgracia era la soledad. Si yo
hubiera insinuado lo contrario, se habría limitado a sonreir con escepticismo.
Ya con el segundo libro del estante quebranté mi propósito. Era un tomo de
poesías del siglo XIX: gruesos bloques rimados, que en lugar de sacarme de la
prosa cotidiana, me hicieron sentir más intensamente la aspereza del sillón de
cuero y el calor del verano próximo. Lo dejé en su lugar, pensando en el
profundo olvido en que yacían las efusiones líricas del autor, y pasé al tercer
volumen de la fila, una novela de José Maria de Pereda. Sentado en el mullido
asiento, me abría paso con dificultad a través de la descripción de un paisaje
montañoso, mientras un primer bostezo me quitaba el hambre, cuando se abrió
la puerta. Me demoré en levantar la cabeza, en espera de la voz cascada que
anunciaba el almuerzo. El silencio me hizo mirar. En vez de la empleada vieja,
me observaba una muchacha algo mayor que yo. Tenía un gesto que no sabría
describir —mucha desenvoltura, y un asomo de burla.
—El almuerzo está servido.
Incapaz de contestar, me puse de pie con lentitud, sin cerrar el libro, como
si continuara muy interesado. La joven dio media vuelta y alcancé a vislumbrar,

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a contraluz, unos pechos redondos y tensos, que inflaban el delantal de tela
blanca.
Apenas me senté a la mesa, la muchacha entró con un plato de sopa. Dejó el
plato en mi puesto, sonriendo indefinidamente, y se puso a ordenar las cosas
que había sobre un mueble arrimado a la pared. Yo, que estaba como
petrificado, tragué con precipitación —una enorme cucharada de sopa— y me
quemé hasta el esófago. Por suerte, la muchacha salió y pude levantarme de la
silla, abrir la boca de par en par y gesticular a gusto, paseando por la pieza.
Un rato más tarde, ella entraba de nuevo al comedor. Ahora el silencio se
prolongó insoportablemente. Hice acopio de tranquilidad y le pregunté si era
nueva en la casa.
—Si —dijo ella, con un tono despreocupado—. Entré a trabajar esta
mañana, no mas... Me llamo Rosaura —añadió, con una sonrisa.
Se aproximó a mi asiento:
—¿Le puedo retirar el plato?
—Sí, Rosaura.
La voz se me había adelgazado. Rosaura se inclinó y sus pechos casi me
rozaron la nariz. Salió con el plato vacío y regresó al minuto con uno de jalea
verde, que oscilaba y lanzaba reflejos cambiantes. Cuando volvió a salir, ataqué
la jalea con voracidad, como si la substancia fresca, que se deshacía en la boca,
participara misteriosamente de la naturaleza de la joven.
—¿Cómo está el postre? —preguntó ella, asomándose por detrás del
biombo.
—¡Rico! —exclamé, limpiándome los labios.
Con reposada satisfacción, contemplé las curvas de Rosaura, que había
salido del biombo y miraba el jardín, frente a la claridad de la ventana. La
puerta principal se abrió bruscamente, crujiendo y dando paso a mi tía
Gertrudis, que venia sofocada por el calor de la calle. Yo había olvidado por
completo la hora. Me levanté y besé a mi tía en una mejilla. Rosaura se retiraba
en la punta de los pies, con el plato de postre vacío.
—¿Has comido bien, hijito? —preguntó mi tía, mientras se dejaba caer,
suspirando, en la silla de la cabecera.
—Muy bien, tía.
Ella miró la puerta, extenuada. Otras voces resonaban en el vestíbulo. Se
puso de pie, con determinación, cambió de sitio dos platos chinos del aparador,
movió un milímetro, por razones de simetría, un cenicero de plata, limpió con
los dedos una mancha invisible de polvo y se volvió a sentar, fatigada pero
rígida. La puerta se abrió de nuevo —una señora pequeña, con cara de urraca,
vaciló un segundo antes de divisar a Gertrudis.
—¿Que haces aquí? —preguntó, sorprendida.
—Le hago compañía a este pobre niño, que se aburre solo —dijo mi tía
Gertrudis, con aire de resignación.
La señora pequeña me vio, en ese momento y saludó con una sonrisa de
simpatía protector; Prepare el ánimo, sabiendo que la decisión de sacrificio de
mi tía Gertrudis era irrevocable.

Mi proyecto de recorrer, como un gusano, los volúmenes polvorientos


alineados en el escritorio, fracasó con la llegada de Rosaura. Me paseaba ocioso
por las salas del primer piso, Contemplando los efectos de luz de la claraboya o
los dibujos de los muebles, donde una ronda de sátiros danzaba entre

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guirnaldas de flores. Postergaba para más tarde, para cuando cesara la
inquietud, el momento de encerrarme a leer pero la inquietud, en vez de
amainar, me roía los nervios. A veces, una carcajada de Rosaura, cristalina y
vigorosa, brotaba de la lejanía del repostero. Yo caminaba de una punta a otra
del salón, sintiéndome absurdamente solo. Durante el almuerzo, en presencia
de Rosaura, estos sentimientos descendían a un fondo neutro, caía sobre ellos
una especie de lápida.

—Parece que hay una mosca en el postre...


—A ver...
Rosaura, una mano apoyada en el respaldo de mi asiento y la otra en la
mesa, se inclinó sobre el plato:
—¿Quiere que se lo cambie?
Sonrió, muy próxima.
—No tengo ganas de comer más —dije, súbitamente ronco.
—¿De veras?
Una expresión de sorpresa. En seguida, volvió a sonreir, a pocos milímetros
de mi rostro. Se me oscureció la mente. Puse una mano sobre su antebrazo. Ella
se aproximó todavía más. Hice presión sobre el antebrazo, cerré los ojos y la
besé con torpeza en el cuello. Sonriendo en forma enigmática, Rosaura retiró el
plato y desapareció detrás del biombo.
El corazón todavía me palpitaba con violencia cuando apareció mi tía
Gertrudis. Creí advertir en su mirada una sombra de sospecha. Por su parte, al
regresar desde atrás del biombo, Rosaura tenía una perfecta impavidez.

En los días que siguieron, Rosaura actuó como si no hubiera sucedido nada.
Entraba con los platos, hacia alguna observación trivial sobre los guisos o sobre
el calor y lo poco que faltaba para el verano, y salía. Tanto que llegué a pensar
que lo del beso había sido un sueño. Sin embargo, un día cualquiera la encontré
más expansiva, con un brillo especial en la mirada. Me sirvió la sopa y dijo que
comiera —si no engordaba me iba a llevar el viento. Preguntó después por el
colegio y no me dio tiempo para responder. Ella opinaba que estudiar
demasiado hacía mal.
Cuando terminaba el postre, se plantó junto a mi:
—¿Estaba bueno?
—Si —dije, moviendo la cabeza vigorosamente.
Se inclinó para retirar el plato y sus ojos me miraron con fijeza, entre
risueños y tiernos. Tuve que hacer un esfuerzo para tragar el último bocado.
Las orejas me ardían. Los ojos de Rosaura se acercaron. Bajé la vista, encontré
unos labios que se ofrecían, entreabiertos y húmedos, y me adelanté a besarlos.
Tomé distancia, para comprobar que era ella, y la volví a besar, con la sensación
de haberme liberado de un peso infinito, de unas ataduras invisibles, que hasta
entonces me habían oprimido insoportablemente, sin que me diera cuenta.
La puerta del comedor se abrió con estrépito. Mi tía Gertrudis fue a hablar,
como de costumbre, y su boca permaneció abierta, en un gesto de
estupefacción. Rosaura salió rápidamente. Rígida, revestido el rostro por una
máscara de dignidad ultrajada, mi tía avanzó despacio y se puso a efectuar los
pequeños arreglos habituales. Traté de concentrar energías, pero mi cerebro
giraba, descontrolado, incapaz de encontrar un punto sólido. Felizmente, mi tía
se había decidido por el reproche mudo. Ocupó su sitio en la cabecera, se colocó

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la servilleta en la falda y agitó brevemente la campanilla, clavando la mirada en
un punto situado por encima de las flores del centro de mesa. Entró Rosaura
con la vista baja, trayendo el primer plato. Creí notar en ella un dejo de
hipocresía. Pero su aparente sumisión consiguió apaciguar a mi tía Gertrudis,
que lanzó un imperceptible suspiro.
Según el reloj del aparador, faltaban más de veinte minutos para la hora del
regreso al colegio, pero me descubrí sacando fuerzas de flaqueza y anunciando
que tenía que partir. Alcancé a arrepentirme, viendo los ojos acerados de mi tía
Gertrudis.
—Hasta mañana —dijo mi tía, después de un largo silencio, y puso la
mejilla, con siempre, para que le diera el beso de despedida.
Al salir del comedor, el vestíbulo me recibió con una fisonomía extraña e
inhóspita. La luz de la claraboya tenia una cruda lividez y los muebles, en la
penumbra de las salas, se habían reagrupado en formaciones hostiles. Cuando
divisé el escritorio, a través de la puerta entornada, entendí que las lecturas en
el sofá de cuero, a la sombra del retrato de don Edmundo pertenecían a un
pasado remoto. El golpe de la puerta de calle alejó esa atmósfera de encierro.
Me sumergí en las veredas polvorientas, bulliciosas, respirando con delicia el
aire de la primavera. Estaba sofocado, confuso, pero si descartaba como una
pesadilla, el recuerdo de mi tía Gertrudis, me quedaba la exaltación de un
mundo nuevo, lleno de promesas.

Al día siguiente, Rosaura no estaba en la casa. Sirvió el almuerzo una vieja


de anteojos y de caderas gruesas, que caminaba como un ganso.
—¿Y Rosaura?
—No sé —dijo la vieja, encogiéndose de hombros.
Mi tía Gertrudis llegó de buen humor. Contó su conversación con un
maestro medio pitancero, que le barnizaba una cómoda. Me preguntó si me
había gustado el almuerzo. Tuve que poner buena cara y decir que si, aunque
había comido con desgano. Al poco rato, el tono seguro de mi tía me hacia
sentir que lo de Rosaura había sido una locura, el producto de una fiebre.
Sin embargo, esa noche y las que siguieron anduve por calles apartadas,
con la esperanza vaga de un encuentro. Creía reconocer una silueta y apuraba el
paso, profundamente alterado. Siempre un rostro desconocido, que me
devolvía a la aridez, al desierto de la separación.
No la encontré entonces, sino algunos años después, empleada en el
departamento de un amigo mío, donde yo solía llegar en las tardes, a falta de
un destino mejor.
Mi amigo se llamaba Juan Gil. Era un tipo un poco adiposo, atrabiliario,
perpetuamente dominado por una nerviosidad excesiva, que lo llevaba de la
euforia a la tristeza con rápidas transiciones. Aficionado a la música y a las
bebidas alcohólicas. Yo no conocía bien su historia. En alguna forma, había
llegado a poseer ese departamento, cuyos muros se estaban descascarando, y
un dinero que, según el capricho del dueño, corría o era defendido con avaricia
extrema.
Solía irritarme con Juan, sobre todo después de verlo a menudo, de modo
que mis visitas seguían un ritmo intermitente. Una vez que me dejé caer al cabo
de semanas de ausencia, me abrió la puerta Rosaura. La encontré muy
cambiada. Sus rasgos se habían marcado y ajado ligeramente. Una palidez
malsana. Ahora usaba pintura en abundancia y los ojos, que al comienzo

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reflejaron la sorpresa del encuentro, me observaron en seguida sin la coquetería
de antes, más bien con desparpajo y una especie de reto cínico. Disimulando el
disgusto, respondí a su saludo con amabilidad.
El salón estaba lleno de humo. Juan, en mangas de camisa, sentado en el
suelo, clavaba la mirada brillante en una mesa baja. Junto a él, sobre la
alfombra, un vaso semivacío, empañado por el hielo, y un cenicero repleto de
colillas. Albumes de discos repartidos por toda la pieza. Un concierto para
violín de Vivaldi proporcionaba un fondo suave a las voces alborotadas. Tenía
la palabra un joven macizo y de mediana estatura, uno de esos chilenos que
aspiran a norteamericanos: corbata de mariposa, pelo corto, ausencia de
formalismos, giros yanquis salpicados en la conversación. Otro joven, sentado
en la orilla opuesta del mismo sofá y vagamente norteamericano también,
subrayaba la conversación del primero por medio de carcajadas estridentes.
—¿Desde cuándo que está Rosaura aquí? —pregunté a Juan Gil.
Juan levantó la cabeza, sorprendido. Los jóvenes del sofá rieron
estruendosamente, golpeándose las rodillas con las palmas de las manos.
—¡Cuidado! —exclamó el de la corbata de mariposa—. Que Juan está muy
enamorado.
Juan gruñó algo en contrario. El joven de la corbata de mariposa me miraba
con una sonrisa aprobadora, de complicidad varonil, de la que me esforcé por
desprenderme.
—Estuvo empleada en casa de una pariente mía —dije, sentándome en el
suelo, con los pies entrecruzados—. Eso es todo.
No obstante, el joven continuó mirándome con su sonrisa turbia, reacio a
admitir la inocencia de mi relación con Rosaura, como si le interesara establecer
conmigo una camaradería más o menos canallesca.
—¡Bueno! —exclamó, mirando de pronto para otra parte y retomando el
hilo de una conversación interrumpida. Se acomodó en el sofá y aclaró la voz:
—Como les iba diciendo...
Miró su vaso con atención, afectadamente.
—...Era una de las mujeres más macanudas que me han tocado... ¡Unos
pechos formidables!
Hizo un gesto para dar idea de la amplitud de esos pechos.
—...¡Y unas piernas!
Modeló las piernas en el aire.
—No sé cómo diablos averiguó mi nombre y mi teléfono.
—¿Ella te llamó?
El asombro del joven de la otra esquina del sofá no tenia límites.
—Ella —dijo el de la corbata de mariposa, contemplándose las uñas—. El
marido había tenido que partir por una semana al extranjero.
Plegó los labios y observó el hielo de su vaso. El otro no lograba salir de su
asombro. Sin darse por aludido de esa actitud, el de la corbata de mariposa
retiró una hilacha que había descubierto en su pantalón. No soltó la palabra
hasta el anochecer, y la verdad es que las historias eran entretenidas: una señora
que veraneaba sola en unas termas, la amante del padre del propio narrador,
una oficinista neurótica, una joven alemana aficionada al salto alto, de
temperamento muy ardiente, la mamá de un compañero de curso, que lo había
perseguido con descaro increíble... Solo hubo interrupción cuando Juan, en un
rapto de entusiasmo, mandó a Rosaura a comprar comida para todo el mundo.
Salió Rosaura y el joven de la corbata de mariposa, que había estado pasándose

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la lengua por los labios, reanudó el relato. La madeja de los recuerdos se
desenredaba lentamente.
Vino a cortar la narración el anuncio de Rosaura de que la comida
estaba lista. No era cosa de olvidar una buena comida. Cerré los ojos y tragué
un vaso entero de aguardiente. Había bebido varios durante el relato. Ahora,
en medio de la niebla que me invadía la conciencia, la voz de Rosaura me
produjo una punzada de nostalgia.
—¿Que te pasa? —dijo Juan, y me golpeó la espalda violentamente.
Avancé al comedor como sonámbulo. Con el alcohol, el relato donjuanesco
se había tornado incoherente. El segundo joven, en vez de prestar su atención
admirativa, seguía embobado las evoluciones de Rosaura. Yo estaba deprimido.
El dueño de casa, abrumado por la embriaguez, inclinaba la cabeza y los
párpados se le caían.
Terminada la comida, algo me hizo dirigirme, con pasos inseguros, al
repostero. Rosaura, sola en el repostero estrecho, de muros ennegrecidos,
lavaba un montón inmenso de platos sucios. Vasos desocupados, botellas
vacías, tazas con restos de café, ceniceros repletos de cigarrillos a medio fumar.
Volvió la cara y me miró con humildad y timidez, como si la desarmara
encontrarse rodeada por esas cosas, testigos de su trabajo diario. No supe que
decir. No puedo precisar hasta qué punto mis intenciones eran eróticas, pero
me sentí miserable; la estupidez del joven de la corbata de mariposa me golpeó
en forma retrospectiva. Divisaba, al fondo, lo que debía de ser la pieza de
Rosaura: un cuarto angosto, oscuro, resumen de toda una existencia sórdida.
—¿Cómo está usted, Rosaura? —pregunté, tratando de que el aguardiente
no me trabara la lengua.
—Muy bien, señor.
Hubo un silencio. Rosaura bajó la mirada y se puso a refregar las ollas con
más energías que antes. Di media vuelta y regresé al salón. Allí continué
bebiendo, sin ocuparme de la conversación excitada de los jóvenes. Me fui a
medianoche y no he aparecido de nuevo por el departamento de Juan. A veces,
el recuerdo de Rosaura me provoca una momentánea melancolía.

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A LA DERIVA

EN EL atardecer, don Alejandro se siente más liviano, más sereno, más en


armonía consigo mismo. Abre la ventana y mira el cielo sobre los techos. El sol
ha desaparecido hace un rato. La brisa fresca, entremezclada de rumores
confusos, le ahuyenta de la cabeza las ideas depresivas. Don Alejandro respira
con profundidad, absorto, intentando prolongar el instante agradable. Todo el
día lo ha sofocado un hormigueo de vacilaciones, de preocupaciones absurdas.
Los días anteriores ha sido igual. En verdad, a don Alejandro le cuesta recordar
una época diferente. ¿Veinte años atrás, cuando vivía su mujer y él conservaba
su dinero?... Lecturas apasionadas, viajes a Europa, discusiones interminables
en que se reordenaba el engranaje descompuesto del universo. Pero ese tiempo
se ha extinguido sin remedio. Don Alejandro cierra los ojos, angustiado por la
evocación. Después de un rato, siente frío y se retira de la ventana. Empieza a
vestirse lentamente para salir.
Le gusta el momento en que la oscuridad termina por vencer al día. La
agitación de la gente y del tráfico, a la salida del trabajo, y el juego de las luces
artificiales, que se destacan contra la sombra azulosa. Es una de las últimas
tardes de noviembre. Las luces se han encendido hace rato, pero la claridad,
arriba de los edificios, parece obstinada en permanecer. Un fulgor ceniciento
sobre las formas disparejas, grises.
Con esa hora crepuscular, la angustia se disuelve inexplicablemente. Como
si de pronto le quitaran un peso enorme de encima. El resto de la tarde es un
sueño; lo único real es ese instante de liberación, ese surgir de fuerzas frescas,
que antes han permanecido agazapadas y ahora desbordan hasta su última
fibra. Don Alejandro se siente joven una vez más.
Atraviesa una parte de la Alameda, con cautela, sin despegar la vista de los
automóviles detenidos en la esquina, frente a la luz roja. En la explanada
central, ya fuera de peligro, se abandona con delicia a su estado de ánimo.
Camina con energías inusitadas, haciendo que su bastón describa en el aire
figuras caprichosas. No hace frío ni calor. Todo, en el conjunto nocturno, es
estimulante: las luces de los edificios, los focos de los automóviles, los letreros
luminosos rojos y verdes, el bullicio... Una sonrisa pugna por asomar a los
labios de don Alejandro. Sin darse cuenta, agita su bastón con alocado
entusiasmo.
El rabillo de su ojo capta a tres muchachas que lo miran y aparentemente se
ríen de él. "¡Ríanse, no más!", piensa don Alejandro, complacido. Vuelve la
cabeza en dirección a las muchachas. Ellas siguen su camino, curvándose bajo el
efecto de la risa. Una le dirige, por encima del hombro, una mirada burlona.
"Debo de haber estado riéndome solo" se dice don Alejandro, sonriente,
mientras el bastón en su mano derecha adopta un movimiento más lento, más
indefinido. Don Alejandro se detiene, momentáneamente pensativo. Adelante,
la Alameda se extiende solitaria. Hay una fea casucha de madera, construida
con algún fin provisional y después olvidada. La imaginación de don Alejandro
ha retenido el rostro de la muchacha que lo miró por encima del hombro; don
Alejandro cree haber visto que tenía bonitas pantorrillas y bonitas caderas.

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Súbitamente, da media vuelta y camina en el rumbo de las muchachas. Sus
energías rebosantes se manifiestan, de nuevo, en el revoloteo del bastón y en el
rostro, que apenas contiene una franca explosión de risa. Va mirando las copas
de los árboles, débilmente iluminadas por la luna —cerca del tronco, los árboles
concentran la oscuridad—, y tararea despacio una canción de su juventud:

¡Y el tipitín,
Y el tipitón,
Y el piececito,
Qu'es tán coquetón!

Del resto de la canción no se acuerda, pero le basta repetir esa parte y la


atmósfera peculiar de su juventud, conjurada por un sinnúmero de
asociaciones, lo cala hasta los huesos. Sensaciones contrarias —arrebato,
inspiración, desesperación, melancolía— luchan en su pecho durante algunos
segundos.
Don Alejandro se detiene antes de atravesar una calle. Las muchachas, que
acaban de atravesar, se han distanciado un poco. Las pantorrillas de la que
había mirado son, efectivamente, blancas y redondas, blancas y redondas... Don
Alejandro, conmovido, alza su bastón y casi golpea la ventanilla de un
automóvil que pasa. La calle, después, se despeja, vuelve a quedar sumida en el
silencio, y don Alejandro atraviesa con dignidad, echando atrás la cabeza. Las
muchachas, ahora, van lejos. No son más que tres bultos, que emergen de la
sombra al pasar bajo un farol. Don Alejandro cree ver que tuercen hacia la
izquierda y desaparecen tras de los árboles, como si fueran a cruzar la Alameda.
—¡Buenas noches, don Alejandro, muy buenas noches!
Mira de soslayo y lucha torpemente por sacarse el sombrero, esbozando un
saludo. Un hombre menudo, pulcro, hace venias y sonríe melosamente, con
aspecto de querer iniciar una conversación. Don Alejandro apura el paso. El
tipo es un tonto que ha conocido en un club político, años atrás; de esos que
andan eternamente tratando de colocarse... De modo insensible, don Alejandro
se desvía hacia la senda que han seguido las muchachas. Apura el paso,
esperando que el señor no insista en hablarle, y al transcurrir un rato respira
con alivio.
Se encuentra en una calle tranquila, bordeada por árboles polvorientos,
fantasmales. Los tacones de las tres muchachas resuenan con nitidez en la
vereda, a media cuadra de distancia. Han caído en la cuenta de que él camina
detrás de ellas y conversan con indiferencia, sin darse por aludidas de su
proximidad. A don Alejandro lo comienza a dominar cierta conciencia del
ridículo. Un impulso mecánico le impide cambiar de rumbo, así que acorta el
paso y adopta una expresión ausente, desprevenida. Sus ojos pardos siguen
clavados, inertes, en las pantorrillas blancas. En ese momento, las muchachas
cruzan el umbral de la puerta de una casa.
Don Alejandro pasa despacio junto al umbral y descubre que las muchachas
ya entraron. Sigue caminando, extrañamente desorientado. El impulso
voluntario continúa empujándolo, pese a que sus piernas, agotadas, se resisten
a obedecer. Trata de apoyar el cuerpo en el bastón, pero ahora el bastón, en vez
de revolotear eufóricamente, pesa y constituye un estorbo. Don Alejandro
escucha entonces un movimiento de pies ágiles, cerca del balcón de la casa,
unas risas sofocadas, y un breve chaparrón de agua rebota con fuerza contra su

25
sombrero, salpicándole el traje. Don Alejandro, torciendo con dificultad el
cuello, observa el balcón. Una figura de mujer corpulenta sale con lentitud de la
penumbra, apoya dos poderosos brazos morenos en la baranda y fija en él unos
ojos que lanzan destellos desafiantes. Don Alejandro, enderezando el cuello, se
coloca otra vez el sombrero y reanuda su camino, paso a paso.
En la esquina se divisa una fuente de soda abierta. La calle está más
animada en ese sector. Una radio chillona distribuye su música a los cuatro
vientos. Don Alejandro entra a la fuente de soda y un reloj, en lo alto de un
aparador desvencijado, le advierte que se ha hecho tarde. "¡Qué le vamos a
hacer!", piensa, suspirando y tomando asiento junto al mesón. Se saca el
sombrero y vuelve a suspirar, mientras observa el fieltro amarillento y mojado.
"Mejor será que descansemos un poco". Pide un sandwich de queso en pan de
molde y mira con aprensión las manos grasientas del mesonero, que
manipulean un queso duro, sepultado en un extremo del mostrador. Don
Alejandro se palpa el estómago, sintiendo de antemano los efectos del queso. A
su lado hay un joven pálido, provisto de varios libros desencuadernados e
inusitadamente sucios. Súbitamente poseído por una necesidad imperiosa de
conversar con alguien, don Alejandro le pregunta al joven que estudia.
—Leyes —contesta el joven, con desconfianza.
—¡Leyes!—. Don Alejandro mueve la cabeza. —¡Muy bien! ¡Muy
interesante! ¿Y qué le ha llamado más la atención en sus estudios?
El joven, rígido y huraño, no contesta. Don Alejandro sondea, entonces, las
opiniones del joven sobre política y éste, tras un corto titubeo, se acomoda en el
asiento y manifiesta su adhesión al socialismo y su desprecio absoluto por la
clase burguesa. El joven acompaña estas palabras con una mirada de ostensible
desdén. Alzando las cejas, don Alejandro guarda silencio. El vidrio del
mostrador refleja la blancura impecable de su camisa. Don Alejandro no sabe
qué decir sobre los burgueses. El joven ha llevado la conversación a un terreno
impracticable. Cuando el joven sale, don Alejandro se despide, inclinando la
cabeza y sonriendo con amabilidad.
En la casa, su hermana Inés ha comido y lo espera sentada severamente en
el salón, bajo una lámpara.
—Se me hizo tarde —dice don Alejandro, que camina con vacilación y lleva
la mano derecha sobre el vientre. El avance accidentado del queso por el
estómago marca una mueca en su rostro.
Inés mueve la cabeza, sin decir palabra y se dirige a su habitación. "Buena
cosa" murmura don Alejandro. Al entrar a su pieza, don Alejandro tararea una
canción en voz baja. Está inmensamente cansado y siente en la boca el gusto
rancio del sandwich. Debe hacer un esfuerzo supremo para sacarse los zapatos.
"¡Buena cosa!" Se hunde en las sábanas frescas, apaga la luz y queda con la vista
fija en el cuadrado de la ventana, bañado por la luna. El cansancio relega los
sucesos del día a un olvido profundo. Un día como cualquier otro, un día entre
los días, inútil a la vez que irreemplazable. Pero el vacío es mejor que el tráfago
de las contrariedades cotidianas; las células adoloridas del cerebro de don
Alejandro, ahora despejadas de toda idea, salvo la del cuadrado de luz lunar, se
van relajando poco a poco.

26
EL FIN DEL VERANO

DESPUES de peinarse y de ponerse una camisa limpia, se ha sentado para leer


la carta de una hermana. La carta habla del campo, de una excursión a un río,
de un niño mordido por una araña venenosa y que lograron salvar en el
policlínico del pueblo. Al final, su hermana dice que lo echa de menos y se
despide con "un beso cariñoso". Francisco guarda la carta en el bolsillo de la
camisa, porque su texto lo consuela y le hace bien.
Nota, de pronto, que los demás han partido. Salvo unos pasos aislados, a
dos o tres dormitorios de distancia, la casa ha quedado en silencio. Se asoma al
jardín y ve que la casa del lado también está silenciosa. Un farol ilumina la
puerta, haciendo presentir el regreso en la mitad de la noche.
Una palpitación traicionera, semejante al miedo, posterga la partida suya.
Se instala en un parapeto de piedra, situado en el límite del jardín. Desde ahí
divisa el mar. Algunas nubes tapan la luna, y el mar, en la oscuridad, se
muestra hostil y arremolinado.
Recuerda su partida de Santiago. El despertador que lo sacó del sueño a
una pieza en penumbra. La luz lívida de la ventana. En la estación, los primeros
rayos del sol alcanzaban los hierros del techo. Prisa, y la palpitación bien
conocida. A mediodía, viajaba adormecido en un tren de trocha angosta, a
través de lomajes áridos. Uno que otro grupo de eucaliptos. Caballos y ovejas.
Repentinamente, un movimiento y un rumor dentro del coche. Había dejado en
el asiento el libro de Garcia Lorca y se había inclinado sobre la ventanilla del
frente. El mar, como entre dos colinas, resplandecía gloriosamente,
El mismo día de su llegada, conoció a Margarita, en una de las gradas
adyacentes a la terraza del hotel. Estaba sentada junto al muro, con el mentón
hundido entre las manos. Lo había mirado de soslayo, de alto a bajo, en una
forma que lo petrificó, y había vuelto a sumirse en su contemplación abúlica...
La topó varias veces, en los primeros días, pero Francisco no logra precisar
esos instantes. No sabe cómo la veía entonces. La evocación se hace nítida a
partir de la semana siguiente, a partir de una mañana en que se encontraron
mientras bajaban a la playa. Empezaron a conversar y en vez de seguir a la
playa, torcieron rumba hacia las rocas.
Una mañana de sol, con gaviotas y mar tranquilo. Durante largo rato,
vieron un barco que se diluía en la línea del horizonte. Francisco hablaba de
Rainer Maria Rilke y ella escuchaba atentamente. Desarrolló su tema con
fruición y parsimonia. Al terminar, no le importó permanecer callado,
escuchando el oleaje monótono.
Desde esa vez, estuvo obsesionado por Margarita. Emocionado y adolorido,
porque el rostro de ella no se le apartaba de la imaginación. Pero el momento
perfecto no se repitió. Margarita se escurría siempre. Clotilde, una muchacha de
baja estatura, movediza, de cuerpo musculoso, hacia las veces de guardián, de
compañera infatigable...
Se levanta una brisa helada. Francisco baja del parapeto y resuelve dirigirse
a la fiesta. Entra al dormitorio y saca de la cómoda su mejor chaleco. Al salir,
divisa una puerta entreabierta. La luz del interior alumbra el piso de la galería.

27
—Buenas noches, joven.
Parado en el umbral, un hombre grueso, moreno, de patillas negras, se
abrocha los botones de una camisa impecable. El rostro parece escapado de una
fotografía de comienzos de siglo. Como contraste, la pieza está sembrada de
objetos ultramodernos: una máquina de afeitar eléctrica, escobillas de material
sintético, una pequeña grabadora, frascos de indefinida y múltiple aplicación.
Sobre la cómoda, un sombrero de copa y unos naipes usados.
Mientras se anuda la corbata de seda, que brilla ostentosamente, el tipo
explica que ha llegado esa tarde y que no ha tenido un minuto para descansar.
—¡Pero ni un minuto!
Los amigos lo han llevado de una parte a otra, lo han tapado de atenciones.
Lo que sucede es que conoce a todo el mundo en el balneario, desde siempre.
Observa en el espejo, satisfecho, el efecto del nudo de la corbata Un vaso de
agua y un par de mejorales.
—Si, pues. Conozco a todo el mundo. Y la verdad es que me quieren
mucho.
Coge los naipes y los baraja en el aire, con increíble rapidez.
—¿Usted es el mago? —pregunta Francisco.
El tipo lo mira fijamente:
—¿Había oído hablar de mí?
—Sí —dice Francisco.
El tipo mueve la cabeza, con un gesto resignado.
—Estoy fuera de práctica. Aparte de que no tengo los elementos
indispensables.
Se coloca una chaqueta azul oscura, de paño veraniego. Introduce en el
bolsillo superior un pañuelo de hilo, que sobresale como un repollo. Dos toques
al pañuelo, un examen final a la corbata, a los zapatos, a la línea de los pan-
talones.
—¡Listo, joven!
Salen a paso de marcha, muy orondos, y enfilan por una calle solitaria. Las
casas se ven desocupadas. Los rincones, densos de arbustos, acumulan la
oscuridad. Contra el cielo, las sombras desgarbadas de los eucaliptos.
A mitad de camino, el mago disminuye la marcha y se pone a conversar de
las muchachas de la nueva generación. Esa tarde, en la playa, ha tenido la
oportunidad de observarlas. Una de ojos verdes, pelo rubio castaño, cuerpo
espigado y grácil, lo entusiasmó especialmente.
—¿Tenía un traje de baño azul marino?
—¡Exactamente! —exclama el mago, y agrega, besándose la punta de los
dedos—. ¡Es una primicia!
"Primicia", piensa Francisco. El corazón se le encoge, como si hubieran
exprimido sobre él unas gotas de limón amargo.
El mago sigue hablando de las muchachas y de las madres de las
muchachas, que fueron, algunas, "todavía mejor que la hija". Menos mal que se
empieza a escuchar el bullicio de la fiesta y que el mago, para atender a su
pañuelo y a su corbata, guarda silencio.
Francisco experimenta un ligero temblor. Imagina la llegada, desde la noche
protectora, al resplandor y al griterío del recinto. Margarita, supone, estará
acompañada por el tal Esteban, un joven que ella solía mencionar en las
conversaciones con Clotilde; uno de los nombres que se rumoreaba, entre los
posibles asistentes de fuera del balneario.

28
Es una carpa enorme, iluminada y repleta de gente. Llegan cuando se apaga
una salva de aplausos. Rasgueo de guitarras. Una señora con aspecto de laucha
acude en la punta de los pies a recibir al mago. Es una de las organizadoras y
está tremendamente nerviosa, porque al mago le toca el próximo número.
—¡Por suerte llegó a tiempo!
La señora cruza los brazos y lanza un hondo suspiro. Empinándose,
contempla a la guitarrista, allá lejos en el escenario. En la cara aguzada de la
señora se dibuja una sonrisa beatifica.
Francisco, entretanto, se ha quedado solo, cerca de la salida. No consigue
divisar a Margarita. Pone cara de indiferencia, por si ella lo ha visto, pero siente
que hace papel de tonto. Debe de estar sentada con Esteban y Clotilde, en
alguno de los sitios centrales. Radiante y segura. Mientras él no halla cómo estar
de pie con prestancia. Le tocan un brazo y da un salto, electrizado. Pero es un
señor de bigotes blanquecinos, pequeño y obsequioso, que le cede lugar en un
banco. Al agradecimiento de Francisco, el señor responde con una sonrisa llena
de condescendencia.
¡Allá está Margarita! En un costado de la carpa, encima del escenario, entre
Clotilde y un joven de apariencia vulgar. Esteban, seguramente. A poca
distancia del cura, que vigila, inquieto, el desarrollo de los números, realizados
en beneficio de su parroquia.
Finalizada la canción, el señor se vuelve hacia Francisco, en medio de los
aplausos.
—Muy bonita voz, ¿no le parece?
Francisco hace una señal afirmativa.
—Bonita voz —repite el señor, uniéndose a los aplausos con inusitadas
energías.
—¡Bravo! —grita el señor, contagiado con el entusiasmo del público.
Francisco, que no cesaba de mirar a Margarita, se agacha y mira al suelo.
No vayan a creer que es él el de los gritos. El señor se coloca las manos en la
boca, a modo de bocina:
—¡¡Bravo!!
Francisco se ata los cordones de un zapato, con dedos torpes, y siente el
ardor de miradas que le resbalan por la nuca. Miradas de gente que no tiene el
hábito de las demostraciones excesivas. Algunos vecinos se ponen de pie y ello
le permite ir levantando cabeza. Allá en el costado, Margarita cambia unas
palabras con el cura. Clotilde está parada encima del banco, mirando,
boquiabierta, al cielo de la carpa. El joven fuma, abstraído.
—¡Seguirán los números? —pregunta el señor.
No le gusta mucho, después de los aplausos descomunales, que lo vean
conversando con el señor, pero no puede resistirse a decir que viene el número
de un mago amigo suyo.
—Supongo —aclara, por las dudas.
El señor sonríe, con ligero desdén. Le ha tocado ver magos muy buenos, en
Europa, durante los años en que fue diplomático. El anuncio de uno nacional le
provoca cierto escepticismo.
En ese momento, se escuchan aplausos dispersos. El mago, con gran
desenvoltura, avanza desde el fondo del escenario. Saluda a dos conocidos de la
primera fila, guiña un ojo a una mujer joven y se inclina profundamente ante
una señora de edad. Coloca los naipes sobre una mesa instalada en el centro y
rectifica la posición de su pañuelo. Antes de comenzar, enfrenta a los

29
espectadores con mirada desafiante, sobándose las manos. Los murmullos
decaen. Se produce un silencio casi completo.
El mago hace surgir y desaparecer naipes, de los huecos de las manos, de
todos los resquicios de su chaqueta, de los pliegues del pañuelo, con agilidad
absoluta. Viene un aplauso cerrado y a Francisco se le distienden las facciones,
como si a él le correspondiera una parte.
—¿Qué le parece? —pregunta al señor.
¡Notable! —dice el ex diplomático, olvidado de las maravillas que vio
en Europa—, Realmente notable.
Francisco se cruza de brazos, satisfecho, y espera que el mago
desarrolle el número siguiente. Divisa a Margarita inclinada hacia
adelante, con todas las energías mentales concentradas en la prueba.

Más tarde, Francisco le preguntó a Margarita qué le había parecido el


mago. Habían terminado los números y la gente bailaba al son de unos
altoparlantes chillones.
—Bien —dijo Margarita.
—Nos vinimos juntos desde la casa —dijo Francisco.
Una expresión de ironía asomó al rostro de Margarita.
—¿Bailamos? —preguntó Francisco, tragando saliva.
La respuesta fue imprecisa. El trató de llevarla a la pista de baile, pero
callaron los altoparlantes y las parejas empezaron a disolverse.
—Disculpa —dijo Margarita—. Tengo que ir a buscar a Clotilde.
Desapareció rápidamente. Francisco, a un lado de la pista solitaria, no
supo a dónde ir. El mago peroraba en una mesa cercana, rodeado de gente.
Francisco pasó junto a él, pero el mago no hizo ademán de reconocerlo. Siguió
entonces hacia el mesón, palpando los billetes que llevaba en un bolsillo.
—¿Cuánto cuesta el gin con gin?
Por suerte que le alcanzaba para dos vasos. Saboreaba el primero, buscando
con la mirada, disimuladamente, a Margarita, cuando una voz gutural y un
palmotazo en la espalda lo sacaron del ensimismamiento.
Era Ignacio Rueda, un joven corpulento, lleno de manchas rojas en el cutis.
Los ojos le brillaban con intensa inquietud, perdidos en la pista, donde el baile
acababa de reanudarse. De pronto, con expresión de angustia, se clavaron en
Francisco.
—Oye... ¿Me podís convidar un trago?
—Si —dijo Francisco—. ¿Que querís?
—Cualquier cosa—. Y volvió a mirar la pista, como queriendo
desentenderse de la petición.
Despacharon los gin con gin e Ignacio partió a pedirle dinero a un amigo de
su padre, para poder seguir bebiendo. Mientras aguardaba, Francisco divisó al
ex diplomático, que le sonrió con extremada cortesía. Tuvo que mirar hacia otra
parte, para evitar que el ex diplomático se acercara a conversar con él. Vio, en
ese momento, que Ignacio venia agitando un grueso billete, con toda la euforia
del triunfo.
—-¡Dos gin con gin! —gritó Ignacio.
Francisco pudo comprobar, aliviado, que el ex diplomático había
desaparecido. Atacó el vaso, helado y repleto hasta el tope. Ignacio se lamía los
bigotes y hablaba de las "cabritas", pero sin la sensualidad ceremoniosa del
mago, con un tono procaz, algo turbio, cargado de un resentimiento extraño.

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Todo consistía en humillarlas, destruirles la inocencia, ejercitar en ellas los
instintos más groseros. Francisco apuraba el vaso y se reía sin ganas. Recordó a
una señora que, con una sonrisa chocha, hablaba del "chico de la Inesita",
refiriéndose a Ignacio y su madre. El ex diplomático se acercaba nuevamente,
en compañía de una dama flaca y desteñida como él.
—¡Toma! —dijo Ignacio, poniéndole en la mano otro vaso de gin con gin.
—No puedo más —dijo Francisco.
—¡Nada de cuentos!
Ignacio pegó un manotazo en el mesón, que causó al ex diplomático un
sobresalto y una leve sonrisa de disculpa. El ex diplomático se alejó de prisa,
cogiendo a su dama de la punta del codo.
Francisco bebió su tercer vaso, a duras penas, y se despidió con un gesto
vago, emprendiendo camino hacia la pista. Sentía una exaltación repentina, un
coraje que lo lanzaba en busca de Margarita, resuelto a abordarla sin
vacilaciones. Tuvo que luchar contra cuerpos que se desplazaban lentamente,
inertes y ajenos. Los vio a un metro de distancia, ella y su compañero en
estrecho abrazo, mecidos apenas por la música. Pálido y con el ánimo por los
suelos, Francisco se apresuró en desaparecer. Clotilde estaba sentada sobre una
mesa, contemplando la pista distraídamente.
—¿Con quién está bailando Margarita?
—Con Esteban.
—¡Ah!... Ese tipo de que hablaban tanto ustedes...
—Sí.
—Me imaginaba.
—Buenmozo, ¿no?
Francisco se encogió de hombros.
—¿Bailamos?
Sin hacerse de rogar, Clotilde saltó de la mesa y se abrió paso en dirección a
la pista. Tenía movimientos exagerados y rígidos, y bailaba mirando para todos
lados, con ansias de no perder detalle. Su compañero no era más que un
pretexto, un punto de apoyo que permitía mirar las cosas de más cerca. Junto a
ellos, el ex diplomático bailaba con la señora menuda que organizó la fiesta y le
hablaba sin parar. Se oían gritos, carcajadas, voces, copas que se rompían.
—Tengo ganas de tomar un trago —dijo Francisco.
—Vamos —respondió Clotilde.
—Es que se me acabó la plata.
—Yo te consigo gratis —dijo Clotilde, con ojos plenos de significación—.
Pero no lo repitas.
Lo llevó de la mano a un rincón semioculto por cajones de bebidas
gaseosas. De pasada, a pesar del misterio con que había rodeado el asunto,
sopló el dato al oído de varios de sus amigos. Todos acudieron al llamado y
salieron a relucir unas botellas de cherry brandy. Un licor espeso y dulce, que le
devolvió a Francisco su exaltación. Ahora, una exaltación gratuita, desprovista
de ligadura con cualquier realidad tangible. Deseos de vociferar, de arremeter
contra el gentío compacto, contra las paredes de lona de la carpa. En medio de
esto, vio venir a Ignacio Rueda, tambaleándose y sonriendo de oreja a oreja. Vio
que Clotilde aferraba una de las botellas, echando chispas por los ojos, clavados
en Ignacio, y que los demás la llamaban pacientemente a la moderación y
lograban que lo aceptara en el grupo. Vio, también, que Ignacio alzaba la botella
y sorbía las últimas gotas de licor, con vicioso regocijo.

31
Después, Ignacio se desprendió del grupo y avanzó, inseguro, hacia una
mujer que guardaba unos cubiertos, con los brazos robustos arremangados.
—Va sacar a bailar a la empleada —dijo alguien, entre asustado y risueño.
—¡Que imbécil! —exclamó Clotilde, furibunda.
La empleada, con desconfianza, miró a Ignacio que le dirigía requiebros
estropajosos, mientras oscilaba peligrosamente, y optó por reanudar su tarea,
un poco intranquila.
Golpeándose contra las mesas que se interponían en su camino, la sonrisa,
en el rostro sanguinolento, transformada en mueca, Ignacio Rueda inició el
regreso. Una silla lo detuvo. Se apoyó en el respaldo e inclinó la cabeza en casi
noventa grados. Hubiera podido estremecerlo una arcada y Francisco dio un
grito de alerta, porque él se habría contagiado. Pero nada sucedió Rueda
permaneció largo rato en equilibrio inestable, con los cabellos caídos sobre la
frente, hasta que dos de los amigos de Clotilde lo convencieron de que se fuera
a sentar en una silla lejana.
Francisco, que acababa de terminar su tercer cherry brandy, se empinó para
buscar en la pista a Margarita. Las parejas habían raleado. Divisó a Margarita
con Esteban, saliendo de la carpa al hueco negro de la noche. Quedó
anonadado, sumido en una melancolía sin fondo. Alzó las cejas y así estuvo un
tiempo, con las cejas en alto, estático, mudo.
Los demás se reían de su borrachera. Movió el índice, con actitud de
recriminación, y quiso decir unas palabras lúcidas, definitivas. Pero su lengua
no fue capaz de articularlas. Resolvió murmurar sordamente y hacer gestos de
ira. Más risa de los otros.
—¿De qué se ríen? —preguntó, trabajosamente.
Clotilde se ponía una mano en el abdomen, llorando de risa. Francisco
empezó a caminar, rumbo a la pista semidesierta.
—¿Te sientes mal? —le preguntaron.
—¡No! —gritó él, a voz en cuello, sin volverse a mirar quién le hablaba.
En el centro de la carpa, el mago conversaba excitadamente, vaso en mano.
Estaba despeinado y la corbata se le había corrido de su sitio. solo el pañuelo se
mantenía enhiesto. Francisco masculló un saludo, que fue recibido por el mago
con impavidez. Pretendía iniciar una frase cualquiera, pero antes de que
hubiera pronunciado la primera palabra, el mago le había vuelto la espalda.
Francisco se encaminó, lentamente, a la salida.
La noche se había puesto fría. Cielo encapotado. En la distancia, el
estruendo de las olas. Recorrió calles, bajó senderos empinados, hasta
encontrarse junto al mar, que penetraba con furia por los desfiladeros de las
rocas y que, al retirarse, producía un ruido de espuma en violenta ebullición. La
llovizna salobre le despejó el cerebro. Largo rato estuvo inmóvil, el mentón
hundido en las rodillas, sin ansiedad, sin propósito ni pensamiento alguno.
Como si la espuma penetrara también los intersticios de su cerebro y, al
retirarse, arrasara con los fragmentos de imágenes, con el bullicio reciente, con
la exaltación y el agotamiento. Sólo el cansancio de los músculos le advirtió que
debía irse.
En el corredor de la casa, lo recibió la respiración pausada de los dormidos,
apenas perceptible a través de las paredes. Sus dos compañeros de pieza
dormían, sumergidos entre sábanas revueltas. Al sentarse al borde de la cama
para desvestirse, los ojos irónicos de Margarita le clavaron en el pecho un
aguijón doloroso. Era una espina que se ensañaba en una herida fresca.

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Pensó en otras cosas, en su regreso a la ciudad, en la carta de su hermana,
en la vastedad del invierno, que ya se anunciaba en la brisa helada y en la
violencia del mar que barría la playa cada noche. Las vibraciones del dolor se
fueron espaciando y se desvanecieron. Cuando se estiró en la cama, sus
músculos experimentaron un alivio inmenso, que no había imaginado antes.
Luego se aplacó su respiración, sumándose a la del resto de los que dormían.

33
FATIGA

BAJA las escalas despacio, alicaído, con las manos en los bolsillos. En la calle, lo
reanima el impacto del aire fresco. Sobre los edificios, el cielo continúa claro. Un
hombre rechoncho y musculoso le da un empujón al pasar. El entreabre la boca,
para murmurar no sabe qué...
Mira hacia la acera del frente y avanza. Se detiene justo a tiempo, a un
milímetro de la exhalación azulina de un automóvil... ¿A dónde ir? Resuelve
caminar rumbo al poniente. Tiene la sensación de haberse olvidado de algo.
Entre los papeles de su escritorio, los telefonazos, la lista con la letra del
gerente... Arruga el rostro, angustiado.
Le parece que su nombre se desprende del bullicio.
—¿Estás sordo? Hacia rato que te llamaba.
Sonrisa forzada. El pariente lo toma del brazo y reanuda el monólogo que
ha interrumpido unos días antes.
—Ese libro es lo más entretenido que se ha escrito en Chile. ¡Seriamente! Y
está muy bien documentado. A muchos personajes de la época los deja como
figurones. ¿Te acuerdas de esa parte...?
—No lo he leído.
—¡Ah, verdad! ¡Verdad que no lees más que latas! Como te digo...
En ese instante, pasa un taxi desocupado y su pariente corre a detenerlo.
—¡Te llevo! —grita.
El dice que prefiere seguir a pie. Va muy cerca.
—¿De veras?
La bocina poderosa de un bus, desde atrás del taxi, obliga al pariente a
deponer su insistencia. Pasa el bus interminable, lentamente, y la esquina queda
despejada. Una mujer vestida de blanco, de pechos enormes, cruza con
majestuosa serenidad...
¿No se le ha olvidado algo importante, en medio de los papeles? Cierra los
ojos y mueve la cabeza con brusquedad, para espantar la idea. Siempre la
misma idea, que roe poco a poco su cerebro, que lo interrumpe en plena lectura
o cuando se esfuerza denodadamente por conciliar el sueño...
—¡Tonterías! —dice, y mira a una señora vieja que camina a su lado, por si
lo ha oído hablar solo. Pero la señora, con la vista perdida, rumia algo propio.
Más allá, la mujer de pecho voluminoso comienza a desaparecer en la marea de
los transeúntes...
Un escaparate de libros atrae su atención. Observa un buen rato el
escaparate y entra. "No debo comprar más libros". ¿Qué tiene que hacer
mañana, a primera hora? En ese preciso momento cree ver, a través de la
vidriera, la mandíbula agresiva del gerente, que husmea y sigue de largo.
"Prepare inmediatamente este informe. Cinco puntos. Conciso y claro." Le
entregaba el papel, y el papel quedaba encima del papelerío del escritorio, con
prioridad. Punto uno. Escribía el número al comienzo de la página. Le dibujaba
una base, otra, un paréntesis. Repasaba el número. ¿Qué decían las
instrucciones? La letra desorbitada del gerente le causaba malestar. Empezaban
a salir las palabras, por fin. Se atascaba, daba vueltas y vueltas a una frase... De

34
pronto, estaba en la tercera página, temiendo que la ansiedad lo paralizara
antes de llegar a la meta.
El gerente giraba en la silla, se echaba para atrás y leía en silencio. En la
mitad de la lectura, mirándolo por arriba de los anteojos:
—Déjelo, no más. Ya lo llamaré.

Lo entusiasma una edición de una crónica de la conquista, con


reproducciones de antiguos grabados. Algún país de America Central.
Indígenas desnudos, pero con rico atuendo de plumas. Templos de piedra
escalonada. Un guacamayo sobre la curva de una rama.
—¿Cuánto vale?
La señorita examina el libro:
—Doce mil pesos.
—¡Muy caro!
—Puede pagarlo a plazo, si desea...
—No...
Se despide de la señorita, cohibido. Al llegar a la puerta, echa pie atrás.
—Creo que voy a llevarlo...
—¿Desea cancelar a plazo, señor?
Mira al techo y se restriega los ojos y las mejillas, con expresión de agobio.
—Al contado, mejor.
La cartera queda vacía. ¡En fin! El peso del libro le da la satisfacción del
dinero bien empleado. Anda rápido, resuelto, saboreando la certeza de calmar,
dentro de breves minutos, la curiosidad.

El ritual de cada tarde. Entrar a la cocina, sacar un agua mineral del


refrigerador y beberla parsimoniosamente. Una cucaracha huye por la orilla del
lavaplatos. ¿Cuándo les va a poner veneno? Sentarse junto a la ventana, arrimar
un cenicero, abrir el libro. Ayer ha sido una novela inglesa del siglo XVIII. Una
alusión, no recuerda dónde ni de quién, lo llevó a ese territorio. Veinte páginas,
y cuando el protagonista, al vaivén de una diligencia, llegaba recién a una
posada, en la mitad de su trayecto, había sonado el teléfono. Por ahí quedó la
novela. Fue un alivio que la llamada telefónica le diera pretexto para ponerse
ropa limpia y salir. Una comida sin ton ni son. Hablaron del costo de la vida en
Chile, comparado con otros países. Conclusión: ¡hasta Paris era más barato que
Santiago! Llegó Marcela, con un tipo mal agestado. Entre nerviosa y sobradora.
El tipo resultó ser psiquiatra.
"¿Qué te has hecho?" El se había encogido de hombros. Nada especial.
Discutió con el tipo sobre la psicología de los chilenos, con la mayor
amabilidad, casi cordialmente. Les dieron una carne dura y una salsa indigesta.
El vino estaba bueno, pero se acabó y hubo que resignarse al aguardiente.
Cuando la conversación se animaba, él se puso de pie. Al dar la mano a
Marcela, advirtió en sus ojos un fulgor de odio. Continuó impasible la rueda de
las despedidas, deteniéndose para decir una broma, exaltado por su dominio de
la situación. "Mucho gusto de conocerlo" dijo el tipo, solícito, y él correspondió
con discreta efusión.
En el ascensor, la soledad, que se había recogido, regresó con furia y
estruendo. ¿Por qué no volver al departamento, junto a Marcela, si dominaba
realmente la situación? ... Pero las puertas automáticas se abrieron, implacables,
y lo arrojaron a la noche. En su casa, no tuvo valor para reanudar el viaje con el

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protagonista inglés. No supo a qué libro recurrir. Permaneció mirando las
estrellas, recordando vagamente la última vez que Marcela había estado en esa
habitación. Algo le había dicho ella de su psicoanalista. El no imaginó a ese tipo
pequeño, cuya expresión arisca era desmentida por la voz y los modales
engolados. Había sentido lástima por Marcela, un dejo de vergiienza y tristeza...
Desata el paquete y mira las láminas, que no son tantas como había creído.
Difícil hincar el diente a ese estilo arcaico, lleno de rodeos e indicaciones
superfluas. Anteayer, una historia del Mediterráneo. En el segundo capitulo se
le habían cerrado los ojos. "¿Qué me pasa? ... ¿Llamaré a Marcela?" Antes era
capaz de leer entero a un autor y de releerlo. Ahora, la máquina mental se
obstruye; un resorte se ha vencido.
Camina por la pieza, observando de reojo las hileras de libros. ¿No es bueno,
algunas veces, tomar resoluciones drásticas, suprimir hábitos inveterados? Saca
un volumen descuadernado, con un horrible dibujo en la portada. "¡A la ba-
sura!... ¡Este también! ... ¡Y este también!" Algo, en el umbral de la conciencia, le
señala la posibilidad de venderlos a una librería de segunda mano, previa
selección. Pero lo ha dominado, en forma súbita, un ímpetu destructivo que no
hay modo de contener. Se atesta el canasto de basura, lo mismo que unas cajas
de cartón que descubre en el cuarto de guardar, y los libros, partidos en dos,
empiezan a volar al suelo del repostero. Un ímpetu febril, que sólo perdona
algunos autores muy venerados: cuero sólido, bloques de papel noble. Después
de una hora de actividad, el repostero es un cementerio de ensayos sutiles, cuyo
título es ya un alarde de originalidad, de poemas amanerados, de novelas
inútiles. Cierra la puerta para aislar esos promontorios de papel, cuya sola
presencia amenaza con envenenarle todavía más el cerebro, y respira tranquilo,
contemplando los tomos que han quedado tendidos en los anaqueles
semidesiertos. Los ordena y ocupan sólo un mínimo rincón, pero un rincón que
infunde confianza...
Descansar, después de la tempestad, fumando un cigarrillo. Apenas se da
cuenta de que ha descolgado el fono y de que marca un número. No contestan.
Bien. Abre la ventana y aspira el frescor de la brisa. Los ruidos y las luces, abajo,
en una lejanía inalcanzable... Se aproxima al estante. Un libro verde, pesado, lo
acompaña hasta el sillón y descansa, abierto, sobre sus rodillas. Da vuelta una
página y otra, reposadamente. Se detiene y lee, con una sonrisa indefinida, el
diálogo clásico del amor:

Yo soy la rosa de Sarón,


Y el lirio de los valles.
Como el lirio entre las espinas,
Así es mi amiga entre las doncellas.
Como el manzano entre los árboles silvestres,
Así es mi amado entre los mancebos:
Bajo la sombra del deseado me senté,
Y su fruto fue dulce a mi paladar...

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APUNTE

—¿POR QUÉ te demoraste tanto?— preguntó Diego.


Estaba tendido en la cama. Flaco, desorbitado y con grandes ojeras.
—No pude llegar antes —dijo Ricardo, con tranquilidad. Caminó a la
ventana y miró la calle, abstraído—. ¿Qué me querías contar?
—Si te atrasas tanto, será porque no te interesa.
Tratando de controlar su resentimiento, Diego miró las ramas de un árbol,
que se empinaban hasta la ventana. Era un muchacho pecoso, de color cetrino,
que no parecía haber cumplido los dieciocho años. El rostro de Ricardo
demostraba mayor madurez, cierto pesimismo prematuro y una vanidad
excesiva.
—¿Cómo quieres que sepa si me interesa o no?
Diego bajó la vista, golpeando el mentón contra las rodillas:
—¿Sabes?... El sábado me encontré con Teresa.
—¿Sí?
Ricardo se había retirado de la ventana y contemplaba los libros de un
estante.
Diego sonrió ensimismadamente.
—¿Cómo te fue? —preguntó Ricardo, sin dejar de examinar el estante.
—¡Muy bien!
—¿Ah, si? ...
Ricardo, en cuclillas, sacaba un volumen, lo miraba con ceño
displicente y lo restituía a su lugar.
—Era una fiesta —dijo Diego—, y pasamos toda la noche juntos...
Tragó saliva antes de proseguir.
—... No sé... Teresa estaba muy distinta. Apenas nos encontramos, me
dijo que la gente de esa fiesta la aburría muchísimo. Me pidió que no la
fuera a dejar sola. Estaba muy cambiada, quiero decir...
—Ella es así, a veces.
Diego miró a Ricardo, pero Ricardo continuaba su inspección,
despreocupadamente. —¡Te aseguro que estaba muy cambiada! Yo nunca
la había visto así, al menos...
Ricardo le dirigió una mirada rápida. No hizo comentarios.
—¡Déjame contarte! —continuó Diego—. Un tipo la sacó a bailar y
Teresa me dijo al oído que la esperara. Como seguía bailando con otros, me fui
al comedor a tomar unos tragos. Y de repente aparece ella, me lleva para un
lado y me arma un escándalo por haberla dejado sola.
—Típico —dijo Ricardo. Se había sentado en un sillón y fumaba, lanzando
columnas de humo al techo.
Diego se alcanzó a desconcertar, pero recobró sus ínfulas en seguida:
—Yo nunca la había visto así. Además, eso no es nada. Después me dijo que
tenía mucho calor y salimos al jardín.
—Hm...

37
—Estuvimos conversando un buen rato al final del jardín. Cosas sin interés,
pero Teresa, mientras conversábamos, como que se acercaba mucho,
¿entiendes?... Me tomaba del brazo, ¿entiendes?...
Diego se interrumpió, molesto consigo mismo. Ricardo seguía con
exagerada atención el humo de su cigarrillo.
—A mi —dijo Diego, volviendo a la carga heroicamente—, los tragos del
comedor me habían mareado un poco. Me sentía como flotando.
—¿Y?...
—Llegué y le di un beso en la boca.
Como si previera ese desenlace, Ricardo movió la cabeza en señal
afirmativa. Se acomodó en el asiento, aplastando el cigarrillo contra un
cenicero:
—Y ella, ¿cómo reaccionó?
Pareció que las preguntas de Ricardo hubieran acorralado a Diego.
—Le di varios besos más —dijo Diego, con una expresión de angustia—.
Hasta que ella se quejó del frío y entramos a la casa.
—¿No la has vuelto a ver?
—No. La he llamado varias veces, pero no está nunca.
Ricardo sonrió con escepticismo.
—¿Qué opinas tú? —preguntó Diego.
Ricardo hizo un gesto de incertidumbre:
—Las mujeres son muy raras. No las entiende nadie.
—¿Por qué tan raras?
Ricardo encendió un nuevo cigarrillo, lanzó una larga columna de humo y
cruzó las piernas, arrellanándose en el sofá.
—¿Por qué dices que son raras? —insistió Diego.
—El otro día me encontré en la calle con Teresa —dijo Ricardo, con
estudiada parsimonia—. La acompañé hasta su casa y me convidó a comer.
Después de comida, la familia se fue a dormir y nosotros quedamos solos en el
salón. Bueno... Estuvimos en lo mismo que tú en el jardín, con la única
diferencia de que esto siguió hasta pasado las dos de la mañana...
Diego enrojeció intensamente. Ricardo, de piernas cruzadas, golpeaba el
cigarrillo con la yema del dedo índice y la ceniza caía sobre el cenicero.
—¿Cómo no me habías dicho? —preguntó Diego, haciendo un supremo
esfuerzo para demostrar indiferencia.
—No había tenido tiempo... Lo curioso es que Teresa me dio a entender que
está enamorada de mí.
—¿Tú estás enamorado de ella?
—No creo —dijo Ricardo, mirándose las uñas de la mano izquierda.
Guardaron un prolongado silencio.
—Son raras las mujeres, en realidad —dijo Diego.

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EL ULTIMO DIA

FEDERICO despierta en la madrugada y cae de nuevo en sueños febriles,


donde las imágenes de la víspera adquieren, imperceptiblemente, un matiz
absurdo. Vuelve a despertar, y luego se encuentra, no sabe desde cuándo, en la
pesadilla. A las siete de la mañana, con las campanadas de la iglesia y los
primeros ruidos de la calle, no consigue seguir durmiendo, a pesar de haberse
acostado a las cuatro.
Recuerda vagamente el boliche denso de humo, la confusión, la ira
irracional que se descargó en improperios amargos contra sus amigos, contra
las mujeres, contra el país entero. Un estallido que lo sorprendió a él mismo,
habituado, por tradición de familia, a reprimir los arrebatos. Y todo porque un
periodista adiposo, con anteojos de miope y tono petulante, acaparaba la
conversación.
Temblando, se levanta y refuerza las coberturas de la cama con kilos de
ropa, que saca a tirones del ropero. Nada. El frío anida en el centro del cuerpo,
fuera de alcance. Queda un abrigo en el suelo y el ropero abierto, pero el
cansancio es superior a él, aunque lo angustie el desorden...La cara le arde
intensamente. Los ojos son círculos de fuego, cuyo nexo con la realidad se ha
desvanecido...
Además del frío, a las cinco de la mañana, con una picazón leve, insidiosa,
transformada pronto en aguijón que remece los huesos incansablemente, ha
comenzado la tos. Piensa que se va a morir, ahora si, pero la fiebre le impide
retener y contemplar la idea. Mira el follaje de los naranjos, en el patio. Un
verde níspero, denso, inmóvil bajo el sol esplendoroso, que se levanta sobre el
muro. El cielo está limpio y azul...
El ritmo de unos versos de la juventud, en los laberintos de la memoria.
Irguiéndose, trata de tomar el hilo. Escribir, en las horas finales, el poema que
había esperado. Pero el ritmo, desprovisto de palabras, se disuelve. Entonces,
contempla el cielo, sonriendo con dignidad. No hay más que una mañana de
sol. El resto es silencio...
Trae a la memoria, con un esfuerzo, la casa de sus padres. Una casa de un
piso, con galerías de vidrio, claraboyas, un salón atestado de muebles, oscuro
desde la época del fallecimiento del jefe de familia, comedor fresco y sombrío.
Las galerías daban a un patio ocupado por tres o cuatro gallinas, que
picoteaban entre los resortes salidos de un sofá, entre botellas polvorientas y
vitrales rotos. Era, después de los interiores de estilo francés, el desquite de la
naturaleza.
Su madre, por consejo del tío Ricardo, hermano de ella, había vendido el
fundo y comprado acciones y unos inmuebles destartalados, en un barrio
venido a menos, próximo a la Estación Mapocho. La señora no paraba de hablar
de la renta escasa y de la carestía de la vida. Según el tío Ricardo, el libre
cambio solucionaría todos los males. "Pero el gobierno carece de principios"
exclamaba, con una melancolía irremediable. Entretanto, en los almuerzos de
los domingos, la fuente daba vuelta a la mesa y llegaba al sitio de Federico cada
vez más escuálida. El vino se ponía rancio y ya no quedaba servilleta libre de

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roturas. Sólo el cristal verdoso de las copas evocaba la opulencia de antaño.
En esos almuerzos, él llegaba atrasado al comedor, después de haberse
distraído, con uno que otro amigo, en la contemplación y el comentario
inacabable de las muchachas que paseaban por la Alameda, a la salida de misa.
Cuando ya no quedaba un alma, emprendía el regreso. Atravesaba las piezas
desocupadas. Frente a la puerta del comedor, que apagaba voces simultáneas,
enronquecidas en el esfuerzo por dominar a las demás, se detenía unos
segundos...
"¿Qué dices tú, poeta?" exclamaba alguno de los comensales, al verlo entrar.
Otro lanzaba una frase alusiva a su melena. Otro, a propósito de poetas, decía
que su poema favorito era El Vértigo, de Núñez de Arce. Y empezaba a recitarlo,
accionando con el índice derecho, la mirada puesta en Federico.
"Extraordinario, ¿no es verdad?"
"No me gusta."
"¡No te gusta! ¿Y quién te gusta, entonces?"
"Verlaine y Rubén Darío."
El admirador de Núñez de Arce volvía la cara, con un gesto desdeñoso, y
aprovechaba para inmiscuirse en la conversación de la cabecera, donde se
hablaba de política y de impuestos. El tema de la poesía no daba para más.
Federico desmenuzaba el pan y bebía el vino, observando a la concurrencia: los
hombres, sofocados por la discusión, las mujeres, serias y compungidas, porque
la situación parecía grave.
Al amainar el griterío, alguien, por amabilidad o falta de tema, le
preguntaba por sus estudios y hacía conjeturas sobre su porvenir. Particiones,
tribunales, códigos, archivos...
"¡Qué interesante!"
Federico asentía con la cabeza y explicaba que, despuésde recibir el título,
pensaba viajar a Europa.
"¡Bien pensado!", exclamaba su interlocutor. "No hay nada que instruya más
que un viaje."
"Le voyage forme la jeunesse" apuntaba otro, sentenciosamente.
Federico, de nuevo, asentía, pensando en las callejuelas de París, en
Verlaine viejo, abúlico, sentado ante su copa de absintio, en las mujeres
enigmáticas y ardientes de las novelas de fin de siglo, que recién se leían en
Santiago.
Obtuvo el diploma de abogado y lo guardó en un cajón, entre cartas
olvidadas y retratos de una muchacha que ya esperaba su segundo hijo,
casada con otro. A la vuelta de Europa, donde la herencia de su padre, muy
disminuida, le iba a permitir trasladarse, sacaría el diploma a
relucir.
Desde allá, envió algunas crónicas a los diarios santiaguinos. Sintió después
que escribir destruía el placer de mirar. Detrás de la mirada acechaba el
propósito literario, como fuente de toda perversión. Mejor era instalarse en un
café de Venecia, debajo de un quitasol y contemplar con plena gratuidad las
palomas, el ajetreo de los canales, olvidado del tiempo y de las ocupaciones
humanas, disuelta la conciencia en el cielo y el viento.
Una noche se le ocurrió sentarse frente a unas cuartillas, sin una idea
preconcebida, obedeciendo al impulso difuso de poner palabras en el papel.
Escribió sobre un río en el sur de Chile. El poeta lo veía desde una colina y
hablaba de los álamos que se reflejaban en el agua, en el atardecer, mientras la

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oscuridad se iba extendiendo por los cerros. El río, abajo, guardaba un
resplandor gris, cuya permanencia infundía en el poeta la sensación de que el
tiempo se había detenido.
Después del bullicio, de los trenes, de las piezas de hotel, de las carreras por
plazas y museos, la evocación del sur le trajo una nostalgia extraña. La agitación
del viaje se transformó en desapego y ritmo apacible. Empezó a rumiar escenas
sumergidas en el pasado. Si se dirigían a él, le costaba sacar el habla. La
reminiscencia era un vicio nuevo, envolvente, prolongado en infinitas y sutiles
ramificaciones, un vicio que lo apartaba del mundo, como la virtud más
rigurosa.
Al llegar a otra ciudad, revisó las cuartillas, colocadas en lugar privilegiado
de la maleta, y el ánimo se le fue a los pies. No recordaba, desde luego, por
complacencia consigo mismo, que había dejado el poema sin terminar. Además,
lejos de la emoción del primer momento, las palabras resultaban desprovistas
de vida, rebuscadas y sin objeto. Abrió un libro de Verlaine y la musicalidad
natural de los versos lo hizo sentirse impotente y frustrado. Sin meditarlo un
segundo, rompió las cuartillas en mil pedazos.

La sed lo devora y la tos, en vez de calmarse, adquiere un ritmo infernal. Un


escalofrío sigue a otro, sin tregua. ¿Habrán alcanzado a saber que está enfermo?
Las horas anteriores a su llegada son un caos, una sucesión de sonidos y
sombras. ¿No comenzaron en un bar del centro? ¿Quiénes? ¿Hacia dónde
salieron? A trastabillones por una calle desierta, helada, con neblina. Reconocía
casas de otro tiempo, decaídas, y en su monólogo incoherente intervenían los
nombres de los antiguos dueños.
Una escalera angosta, maloliente, que conducía a una sala entibiada por
estufas de parafina y a un mesón en el que lograba apoyarse, por fin, en medio
del mareo sin término. Pero el mesón retrocedía y le azotaba la frente con las
aristas de madera. Caras aglomeradas, en semicírculo...
El sol, ahora, cae de lleno sobre los naranjos. Carretelas, pasos apresurados.
Pareciera que alguien se va a detener, pero sigue su camino...
A las dos de la tarde, el frío se ha establecido en sus huesos. Los naranjos
están pesadamente inmóviles. Un avión lejano resplandece un momento en el
cielo azul, entre las ramas. Federico quiere llamar y no le sale la voz. ¿A quién
llamar? Abre la boca, pero la voz permanece sumergida. Murmura entonces
una lamentación prolongada y obscena. Se tranquiliza y duerme cinco minutos.
Cuando despierta, la fiebre se ha convertido en sudor frío. Sábanas de hielo. La
tos vuelve al ataque.

La noticia de la enfermedad de su madre lo había hecho regresar de


Europa. Llegó a un Santiago provinciano, sumido en la penumbra y la
humedad del invierno; a una casa llena de piezas deshabitadas, donde su
madre había dejado de existir. El tío Ricardo lo acompañó hasta la galería y le
dijo que había que aceptar las cosas con resignación. Agregó que le tenía
reservado un puesto en su oficina. Suponía que deseaba descansar del viaje, de
modo que lo esperaba al día subsiguiente, a las nueve de la mañana. Federico
agradeció y quedó solo, dedicado a reconocer poco a poco los objetos que
habían poblado el universo de sus primeros años.
El día subsiguiente, llegó a la oficina veinte minutos pasado las nueve, muy
ufano de hallarse en pie a esa hora. Le dijeron que don Ricardo, como a las

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nueve, había preguntado por él; que después se había encerrado a trabajar en su
despacho, con orden estricta de que no lo interrumpieran. Por instrucciones de
don Ricardo, los empleados indicaron a Federico un escritorio junto a la
ventana.
Desde su sitio divisaba techos grises, una cúpula negruzca, boquetes
enrejados, un alero donde las palomas revoloteaban y fornicaban
infatigablemente. Uno de los recuerdos más precisos que conservaría, con los
años, sería ese alero y el gorjeo persistente de las palomas. Otro recuerdo: las
salas frías y lúgubres de los tribunales, en las tardes de invierno. Ahí gastaba su
energía, en el roce con procuradores, actuarios y tinterillos, hasta quedar
extenuado. Si es que no encontraba algún muerto de hambre conocido con
quien entablar conversación, irse a beber y olvidar la lista de trámites urgentes.
A los dos meses de estada en la oficina, el tío Ricardo cesó de dirigirle la
palabra, salvo en lo estrictamente indispensable. Una vez llamó a Federico a su
despacho. Federico estaba en un momento de euforia y entró dispuesto a
romper lanzas.
"Ya que te gusta escribir" dijo el tío Ricardo, con una mueca de calculada
hostilidad, "escribe". Y le pasó una serie de documentos y anotaciones, con el
encargo de que preparara un escrito judicial. Agregó que había decidido
relevarlo de la obligación de asistir a los tribunales.
"Supongo que estarás conforme."
No le había quedado más alternativa que mostrarse conforme y regresar a
su escritorio. Un sol de primavera arrancaba resplandores a la cúpula de vidrio.
Aleteo vigoroso de las palomas. Federico mordió largo rato el mango de la
pluma, sin entrar en materia. Hizo un dibujo diminuto en el rincón de uno de
los papeles. Bajó al boliche de la esquina a tomar té con galletas. De regreso,
aprovechó la ausencia del tío Ricardo para conversar de comida y de mujeres
con un empleado.
A las seis de la tarde, cuando el sol empezaba a rozar los techos, guardó los
papeles y se fue. Lo rodeaba una coraza de ensimismamiento, que mantenía a
raya las angustias de conciencia.
Esa misma coraza le permitió, al día siguiente, olvidarse de los papeles, que
permanecieron sepultados en un cajón. ¿Quién los iba a desenterrar, viendo el
ímpetu con que avanzaba la primavera? Caminó a grandes zancadas, de un
extremo a otro de la sala, mirando el sol en los tejados y sobándose las manos.
"Salgo a una diligencia", dijo.
Y sin darse cuenta se encontró en el Parque Forestal, aspirando a pleno
pulmón el perfume de los arbustos. Marchaba por los senderos a toda
velocidad, con un gesto de alegría risueña que llamaba la atención de los
transeúntes. Sus piernas se cansaron, pero los nervios no le permitieron
detenerse hasta pasado el mediodía, cuando una sensación de miedo,
producida por el abandono de la oficina, ocupó el vacío que dejaba la exaltación
en receso.
En la tarde cumplió el horario e incluso pasó a máquina unos escritos que le
endosaron otros empleados. Pero al día siguiente una fuerza irracional,
suscitada por el brillo del sol en la ventana, lo hizo levantarse de la silla, pasear
un rato de lado a lado y salir. De nuevo se encontró en medio del césped y de
los arbustos, caminando sin rumbo, con el gesto abstraído y alegre de la
mañana anterior.

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Al cabo de una semana, el tío Ricardo lo llamó, con aire circunspecto, a su
despacho privado. Federico recordó los documentos que había abandonado en
el cajón. Pero, a juzgar por la solemnidad de la actitud, los propósitos del tío
Ricardo iban más lejos. En efecto, se aclaró la garganta y dijo, mientras
jugueteaba con un cortapapeles, que en honor a la memoria de su hermana, la
madre de Federico, había hecho un esfuerzo por mantenerlo en la oficina. Por
él, y si sólo se tratara de su persona, lo seguiría manteniendo; lo grave era el
mal ejemplo que daba a los demás empleados.
"En estas condiciones, tú me comprenderás... "
Federico movía la cabeza en señal afirmativa, para ayudar al tío Ricardo a
salir del entuerto.
"¡Bien!" exclamó el tío Ricardo, lanzando un profundo suspiro. Golpeó el
cortapapeles contra el escritorio.
"Ahora queda por determinar que se hace con tu plata. Como tú sabes, las
acciones han estado bajando y se ha gastado un dineral en reparar las
propiedades."
El tío Ricardo se ofrecía para continuar la administración de los bienes de
Federico. Le aseguraba, además, lo necesario para vivir con modestia el resto de
sus días. Puntualizó que asumía este compromiso a riesgo de su propio bolsillo.
"Creo, sinceramente, que es la solución que más te conviene."
Para Federico, las palabras del tío Ricardo se habían transformado en una
nebulosa. Algo en él se resistía a delimitarles su sentido. Cuando cesaron, se
puso de pie silenciosamente. Fue a su escritorio y hurgó en los cajones, pero no
había nada que valiera la pena rescatar. Una última mirada por la ventana, y
salió sin despedirse.
Durante horas, no pudo pensar. Las palabras del tío Ricardo emergían un
instante, fragmentarias, y regresaban a la nada. A medianoche, bebiendo una
botella de vino, sintió que la sangre recuperaba su ritmo.
"¡Que se vaya al diablo!" dijo, dando un puñetazo en la mesa.
Sus amigos lo miraron extrañados.
"¡Salud!" dijo después, con súbita vivacidad. Alzó la copa de vino y la bebió
de un trago. En seguida, aproximando la silla, participó tranquilamente en la
conversación. Nunca había estado más sereno, nunca el porvenir le había
producido tanta indiferencia. Pensó que los demás no advertían el cambio, pero
eso tampoco le importó. La conversación se animaba y los amigos, como si
presintieran que la ocasión era excepcional, pidieron una segunda botella, del
vino más caro.

La imagen del tío Ricardo empieza a penetrar en su conciencia. El no la


resiste. ¿Para que? La deja, no más. El mundo es de él, de ellos. Y toma
distancia, para contemplar su conciencia invadida. Ya no le resulta duro admitir
la verdad. El mundo retrocede, y Federico no pretende disputárselo a nadie.
Deja que la imagen del tío Ricardo ocupe la totalidad de su vida consciente,
como una advertencia tardía y un símbolo.
En los días que siguieron, escribió dos artículos, que se publicaron en la
página dominical de un diario. Los artículos le valieron una invitación a casa
del tío Ricardo, algunas frases amables de una señora que no conocía, unas
palmaditas en el hombro al pasar al comedor...
"Bueno tener un escritor en la familia."

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Empezaba a explayarse sobre sus proyectos, embrionarios, abultados por el
calor de la improvisación misma, y advirtió en la concurrencia signos de
aburrimiento. Su silencio fue aprovechado de inmediato por el tío Ricardo, que
trajo a colación el tema de la baja de la Bolsa. Federico no tuvo oportunidad de
volver a tomar la palabra.
Después de aquellos artículos, una que otra crónica en un rincón de los
diarios. Pero esquivaba el periodismo para dedicarse, decía él, a un largo
poema sobre la naturaleza. Era el poema iniciado en Europa, escrito de nuevo,
más unos apuntos que llevó en el bolsillo durante varios meses, hasta que
desaparecieron.
Lo que ocurría es que la casa de su madre se había vendido y que su nueva
residencia, un departamento estrecho y oscuro, en un edificio de mala muerte,
no invitaba a concentrarse. Más bien impulsaba a salir a toda hora, aunque no
hubiera otra ocupación que vagar por la ciudad. La penumbra y el frío, y sobre
todo los gritos de las mujeres, asomadas a un patio con ropa colgada, destruían
de raíz cualquier idea de trabajo. Había que dormir lo más posible, y en seguida
escapar. Necesitaba una casa, de adobe que fuera, ojalá con algunos metros de
huerto. Entonces podría empezar de nuevo.
Solía pasar en las mañanas a la oficina, a pedir un adelanto sobre la renta
del mes siguiente. El tío Ricardo sacaba un archivador de la caja de fondos,
examinaba los papeles y terminaba por decir que el estado de la cuenta de
Federico era desastroso. Seguía un silencio incómodo, en que los ojos del tío
Ricardo se clavaban en él, con un brillo de mal agiiero. Federico, por
experiencia, permanecía impávido. Al fin, el tío Ricardo redactaba un recibo y
hacia entrega de una pequeña suma, con el gesto de quien se ha cansado de
luchar.
Al despedirse, Federico sentía que flaqueaba su impasibilidad. Se iba con
lentitud, mirando a un punto indefinido. En la calle, los transeúntes, que
corrían detrás de un destino exacto, chocaban con él. El reflejo defensivo de dar
paso a los automóviles luchaba, en las esquinas, con la tendencia inerte a seguir,
a entrar en esa masa de metales lustrosos, torpemente atascados.
Descubría, en esos momentos, que tenia sed, y entraba al boliche más
próximo. Una cerveza helada bastaba para trasladarlo a una existencia mejor. Se
ponía a contemplar los muslos de la mesonera y a sonreir sin motivo. El espejo
del boliche le devolvía el movimiento callejero. Otra cerveza, un último atisbo a
los muslos y a salir, a dar brazadas en busca del bullicio. Lo que no soportaba,
en ningún caso, eran los gritos aislados que rasgaban el aire, alrededor de su
departamento, y menos el silencio de las horas más profundas, en el insomnio.
Versos de circunstancias, escritos en servilletas de papel, entre manchas de
vino. Por fin se había trasladado a la casa que buscaba, calle San Isidro adentro.
Pero el poema seguía sepultado debajo de un cerro de papeles. Esperaba
instalarse bien, acostumbrarse al huerto pequeño y húmedo, al barrio popular,
a las carretelas y a los corrillos de las esquinas, antes de iniciar el trabajo.
Porque seria un trabajo intenso y metódico, y previamente había que darse un
respiro.
Además, dormir bien una noche. El poema exigía cerebro despejado y
nervios tranquilos. Ya se hastiaba de los cafés nocturnos, del vino cada vez más
áspero, del veneno que afloraba en las conversaciones, de las poetisas
resentidas, susceptibles, aventajadas por la histeria.

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Luego cortaría con todo eso. A excepción de unos minutos de calma
voluptuosa, en que el vino circulaba apaciblemente por la sangre, minutos de
participación animal en el movimiento y el ruido, esas trasnochadas habían
cesado de interesarle.
Pondría término a eso, luego, y el poema, con su incitación semiolvidada,
surgiría de su sitio debajo de los papeles.

Los recuerdos han sido deshechos por un sueño denso, que unos golpes en
la puerta de calle interrumpen. Tiritando, Federico se levanta y tantea los
muros. Abre la puerta y aparece en el umbral, circundado por el sol
resplandeciente, un hombre obeso, abúlico, de una palidez cetrina.
—Felipe...
Cerca de la acera, un carretón empieza a oscilar. El pavimento y el
campanario de la iglesia se ponen oblicuos y oscilan. La carretela gira
vertiginosamente. Federico alcanza a sentir una mano que le aferra un brazo...
En el atardecer, aparte de Felipe, que se mantiene sentado en un rincón,
inmóvil, hay otra persona en la pieza. A Federico le desabrochan la camisa y le
colocan en el pecho un objeto de metal helado. Más gente entra a la pieza. Le
desnudan un brazo y le clavan una aguja en la vena.
¿No es Maria, su hermana, de pie junto a la cabecera, con los ojos fijos en él,
tranquilos y sombríos? Ella sonríe y Federico quiere decir algo, pero lo asalta
una tos violenta.
Se debate largo tiempo entre sombras, entre voces y objetos distorsionados
por la fiebre. Como si emergiera de un túnel, sale por un instante a la lucidez.
Todo se aquieta, se recoge en su inercia acostumbrada.
—Quiero tomar aloja —murmura, pensando en un río del sur, en unos
álamos, en la sonrisa de su hermana.
Percibe un rumor. Alguien se desplaza en la penumbra. Una mano delicada
pasa por detrás de su nuca, levanta su cabeza y le acerca un vaso a los labios.
Después de beber, Federico mira, interrogante, a su hermana. No es aloja, es
agua insípida. Cierra los ojos, y se presentan unos álamos, y un río que avanza
lentamente, chocando en pequeñas olas contra el barro de la orilla.
Junto a un enfermero de blanco, asomado al dormitorio, ondea y se
aproxima, describiendo círculos, una sotana negra.
—Denme aloja —dice Federico, sin fuerzas, pero con acento enrabiado.
Advierte que Felipe sonríe desde su rincón y le hace una vaga seña. Piensa
que debieran ofrecerle vino a Felipe.
De nuevo los álamos y el río. En el patio, cuya luz se ha tornado cenicienta,
las ramas de los naranjos tiemblan, agitadas ligeramente por la brisa del
anochecer. Maria avanza en la punta de los pies, seguida por la sotana negra.
Felipe abandona el rincón y retrocede hacia el umbral. Federico alcanza a mirar
a Maria, con una expresión de protesta y de súplica, y a levantar una mano. La
imagen de Maria, y la del río y los álamos, comienzan a empañarse, a entrar en
un remolino sin formas, cada instante más oscuro.

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