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San Gregorio Nacianceno (330-390) obispo y doctor de la Iglesia

Sermón 39; PG 36, 359-363

“Así debemos cumplir lo que es justo.”

Cristo resplandece. ¡Participemos en su luz brillante! Cristo es


bautizado, descendamos con él a las aguas para poder subir con él...

Juan bautiza, Jesús se acerca. Él mismo viene a santificar a aquel


por quien es bautizado. Viene a sumergir en las aguas al viejo Adán, y
por esto y antes que esto, consagra las aguas del Jordán. Él que es
Espíritu y carne quiere perfeccionar al hombre por el agua y el Espíritu.
(Jn 3,4) Juan Bautista rehúsa bautizar a Jesús y éste insiste. “Soy yo
quien tengo que ser bautizado por ti” dice la lámpara al sol (Jn 5,35), el
amigo al Esposo (Jn 3,29), el más grande entre los nacidos de mujer al
Primogénito de toda la creación. (Mt 11,11; Col 1,15)

Jesús sube de las aguas llevando consigo en esta subida al universo


entero. Ve los cielos abiertos, estos cielos que en otro tiempo Adán cerró
para él y los suyos, este paraíso que estaba como barrado por la espada
de fuego. (Gn 3,24) El Espíritu da testimonio de la divinidad de Cristo. Y
una voz se oye desde el cielo, ya que viene del cielo aquel del que da
testimonio la voz. Y aparece una paloma ante los ojos de carne para
honrar nuestra carne divinizada.

San Gregorio de Nacianzo (330-390) obispo, doctor de la Iglesia


Del amor a los pobres, 27, 28, 39-40; PG 35, 891-894, 910

“...conmigo lo hicisteis.” (Mt 25, 40)

¿Te imaginas que la caridad no es obligatoria sino libre, que no fuera


una ley sino simplemente un consejo? También lo quisiera yo y lo
pensaría con gusto. Pero la mano izquierda de Dios me espanta, allí
donde ha colocado los cabritos para dirigirles sus reproches, no porque
hayan robado, extorsionado, cometido adulterio o perpetrado otros
delitos de este orden, sino porque no han honrado a Cristo en la persona
de sus pobres.

Si me queréis creer, vosotros, siervos de Cristo, hermanos suyos y


coherederos con él, mientras no sea tarde, ¡visitemos a Cristo, sirvamos
a Cristo, alimentemos a Cristo, honremos a Cristo, no tanto ofreciéndole
una comida como hacen algunos, o el perfume como María Magdalena, o
una sepultura como José de Arimatea, o Nicodemo, u oro, incienso y
mirra, como los Magos.

“Misericordia quiero y no sacrificios.” (Mt 9,13) Esto es lo que quiere


el Señor del universo, la compasión antes que miles de corderos
cebados. Presentémosle la misericordia por manos de los abatidos por la
miseria, y el día de nuestra muerte nos “recibirán en las moradas
eternas” (Lc 16,9), en Cristo mismo, Nuestro Señor, a quien sea dada la
gloria por los siglos de los siglos.

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