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TESTIGO
Vi todo desde el primer día, desde mi rincón. La puerta que se abrió la tarde del viento,
cuando la Josefina y la Gladys no estaban. Entró, me miró y nos reconocimos. Comprendí que ella
era una de las nuestras. Enseguida percibí el tenue dulzor de la venganza. La vi sacar el paquete,
arrimar la silla y dejar aquel dibujo color vidrio. Con mis tres ojos distinguí el efluvio que manaba, el
que quedó reverberando amarillento en la penumbra de la pieza después que se hubo ido.
La primera en notarlo fue la Josefina. Escuchó a su hija quejarse mientras dormía. Se levantó
muchas veces aquella noche. Ponía su mano en la frente, la tapaba nuevamente y se iba a su cama
con su cara compungida. Al día siguiente la Gladys ya estaba atrapada. Pude ver su mareo al
levantarse, el temblor de su cuerpo, la postración. Así días y días. Por las noches el efluvio descendía
nuevamente igual que la niebla que humedece las calles y la tomaba un poco más. Yo descendía
también, intrigadísima de ver cómo ese poder tan parecido al nuestro opera entre ellos. Todas las
noches pendía tan cerca del cuerpo conquistado que casi podía tocar el calor que emitía, cada vez
más húmedo, frío y vacilante. A veces, igual que mis polillas, después de la sorpresa inicial, el
debate. Los llantos, el decaimiento, el olor a amoníaco, el ansia de la entrega final. Yo me estremecía
entonces de placer contemplando el drama de vida y muerte que se desarrollaba allá abajo, sobre el
colchón. Dejé escapar muchas oportunidades por no perderme el desarrollo de los acontecimientos.
Por las mañanas, bien temprano, subía a ocultarme en mi rincón.
La Gladys no se ocupaba de su cría desde hacía muchos días. La fuerza de mi hermana era
inconmensurable y al mismo tiempo intangible, sutil. Había tejido su red en torno a la Gladys y la
poseía. Desde su cueva manejaba los hilos de la vida sorbiendo el jugo vital.
Por fin la Josefina comenzó a sospecharlo. Lo notaba en su cara, cada vez más compungida,
en sus pasos cada vez más cortos y temerosos, en su pelo gris. Tomaba la húmeda mano de la Gladys
y pasaba largos minutos sumergida en un silencio revelador. La desesperación comenzó a pintarse en
su rostro. Sin embargo pronto sufrí mi desilusión.
Mi hija, que iba prendida en el pelo de la Josefina, cruzó con ella el pueblo. Entró en la
covacha escondida por rudas y cedrones y le mostró a la vieja desgraciada una blusa de la Gladys. La
vieja enseguida percibió el poder de nuestra hermana. Le dijo a la Josefina que buscara dentro del
mismo cuarto arriba de madera. Que la destinataria no era la Gladys sino ella misma, la Josefina (se
habían cambiado de cuarto). Que destruyera el signo. Que la Gladys lloraría mucho pero que
finalmente podría escapar.
La Josefina volvió hecha una loca. La vi buscar debajo de la cama, dentro de los cajones.
Escrutó los oscuros rincones del techo y casi me adivina con sus ojos de alucinación. Por fin arrimó
una silla, la misma que había usado nuestra hermana y encontró la cruz, que se había ido derritiendo
con la humedad. La destruyó llena de odio y congoja, pidiendo entre dientes ayuda a El Enemigo.
Después lavó con agua y jabón. Y sacudió tanto todo y empleó con tanta furia la escoba que casi
me desaloja de mi hundido rincón. La Gladys lloró hasta bien entrada la noche. A la mañana siguiente
se recostó, pidió algo de comer y le sonrió a su cría.
Observé la huida con cierta desapasionada decepción. A veces también a mi se me escapa una
mosca.