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Zatoichi

Carlos Bonfil

Tomado de: La Jornada, 24 de abril de 2005

Zatoichi, masajista ciego, espadachín imperturbable de precisión


milimétrica en las embestidas a sus adversarios, es originalmente un
personaje popular, casi de tira cómica, que aparece en más de 20
películas de una saga picaresca y trágica dirigida por el cineasta
japonés Katsu Shintaro entre 1960 y 1989.

A partir de esta figura, Takeshi Kitano, director de Hana-Bi,


Sonatina, Brother y Muñecas, y actor popular conocido también como
Beat Takeshi, construye un relato ambientado en el siglo diecinueve.
Kitano encarna a Zatoichi, a la manera de un yakusa crepuscular,
fatigado y sereno, privado de la vista, aunque privilegiado con una
agudeza excepcional en el oído y en los reflejos. Al ladrón imprudente
que intenta sorprenderlo o humillarlo en el camino, Zatoichi responde
de modo implacable, desenvainando de su bastón rojo una espada,
hiriendo la piel del atacante con un profundo diseño artista, o
cercenándole de un tajo alguna extremidad o el cuello. La sangre brota
a chorros, o en un chisguete cómico, acaba estampada en algún muro,
para formar una extraña caligrafía escarlata, suerte de rúbrica,
leyenda o advertencia. Es la pintura tétrica que deja a su paso el
masajista ciego.

Como en Los siete samuráis, de Akira Kurosawa, una banda de


delincuentes aterroriza en varias poblaciones en la montaña, a
familias enteras dedicadas al pequeño comercio, a las que obliga a
pagar protección y entregar puntualmente un diezmo. Sin proponérselo
del todo, Zatoichi se convierte en el improbable justiciero de la
comarca.

Paralelamente, dos jóvenes geishas recorren garitos y burdeles en


busca de Kuchinawa, jefe de la banda y asesino de sus padres. Las dos
geishas tienen lazos de hermandad, una de ellas es hombre, y baila
vestido de mujer mientras la otra joven se prostituye.

Con astucia narrativa, Kitano evoca la infancia de ambas, el intento


de seducción de un viejo pedófilo, la huída a las calles y el inicio
de la experiencia prostibularia. Poco antes había narrado la llegada
de Hattori, un asesino a sueldo que procura empleo como
guardaespaldas, y la referencia en flash-back a su vieja rivalidad con
un matón de otra banda y al ajuste de cuentas pendiente. Así en una
estupenda alternancia de tiempos, Kitano elabora un mosaico de
historias de revancha, con Zatoichi como personaje catalizador, de
sensibilidad extrema, encargado de desenmascarar y derribar a los
villanos.

Las historias fluyen y se entremezclan con una ligereza asombrosa. No


hay aquí efectos prolongados del cine de acción, estilo honkongués,
tampoco artes marciales ni las virtuosas acrobacias de guerreros
ninja. Los enfrentamientos son secos, muy cortos, y obedecen al ritmo
sincopado que imprime la formidable música de Keichi Suzuki, misma que
acompaña las faenas agrícolas, la unión de la madera y el metal en la
construcción de una cabaña, o la delirante coreografía stomp con la
que el reparto entero cierra el relato, combinando a Brecht y a Busby
Berkeley.
Quienes conocen la filmografía anterior de Kitano, la melancolía de
Sonatina -retrato de un yakusa derrotado-, el lirismo pictórico de
Hana-Bi, o el lenguaje alegórico de Muñecas, estará también
familiarizado con el genio humorístico del director, particularmente
con su empeño por sacudir los géneros tradicionales, rindiendo culto a
viejas tradiciones y a la noción del honor guerrero, al tiempo que
maneja el lenguaje paródico y desenfadado de una comedia popular. ¿Qué
decir de esa graciosa subversión de género en la que un hombre de
familia, bastante tosco, sucumbe al encanto de la geisha-hombre, e
intenta emular su belleza embadurnándose el rostro de maquillaje, para
espanto y diversión de esposa y amigos?

Kitano, gran iconoclasta del cine japonés, talento multifacético


(novelista, poeta, cineasta, actor), combina en Zatoichi la fórmula
épica y la feliz ocurrencia humorística. Todo aquí es sujeto de
recelo, desde los desmembramientos múltiples y las ráfagas de sangre,
hasta la venganza pasional que conduce a masacres en cadena, o las
identidades soterradas, como el afable anciano que oculta a un yakusa
sanguinario, o la propia ceguera del protagonista, Edipo oriental,
experto en la simulación y en el ataque sorpresa. Todo es verdad y
todo es artificio en esta historia de guerreros nómadas, como es
artificio el rostro de esa geisha de quien Zatoichi intuye el sexo
verdadero, por una inclinación en la voz, o una vacilación en el paso,
que sólo él percibe. Takeshi Kitano en su mejor momento.

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