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Lázaro Cárdenas y la Revolución mexicana, III: El cardenismo
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Lázaro Cárdenas y la Revolución mexicana, III: El cardenismo

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El gobierno de Cárdenas se distinguió por los graves problemas que lo afectaron y la manera brillante como los resolvió; entre los más arduos se encuentran la expropiación petrolera y la de los ferrocarriles, la reforma agraria y la socialización de la educación. Su política obrerista le ocasionó la enemistad de las clases altas del país.
LanguageEspañol
Release dateJul 16, 2015
ISBN9786071630650
Lázaro Cárdenas y la Revolución mexicana, III: El cardenismo

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    Lázaro Cárdenas y la Revolución mexicana, III - Fernando Benítez

    CASANOVA

    PRÓLOGO

    Desde 1913 en que se lanzó a la Revolución hasta 1970, año de su muerte, Lázaro Cárdenas no dejó un momento de servir a México. Estos 58 años se dividen en tres etapas claramente definidas: la del soldado y el funcionario, desde 1913 hasta 1934; la central, la más brillante, que comprende su sexenio en la presidencia, y los 30 años finales en que vuelve a las armas —segunda Guerra Mundial— e inicia, en condiciones dramáticas, el retorno al pueblo del que ha nacido.

    Cárdenas nos ha dejado su propio testimonio de una época de grandes y radicales cambios: a partir del mismo 1913 llevó un minucioso diario que registra el desarrollo de sus ideas. Fuera de los pequeños párrafos donde alude a su amor y su preocupación constantes por su mujer, la admirable Amalia, por su hijo Cuauhtémoc y su hija natural, Alicia, casi no hay ninguna alusión a su vida privada. Me hubiera sido fácil escribir un capítulo sobre la índole novelesca de sus relaciones con Amalia, mas, tratándose de un episodio aislado, habría acentuado el desequilibrio ya harto comprometido de este esbozo biográfico, y me abstuve de hacerlo para ocuparme sólo del hombre público, tal como fue la intención de Cárdenas: siempre quiso, por un pudor innato, mantener a su familia alejada de los rencores de la vida pública y, según me refirió el guardián de su casa de Pátzcuaro, muchas veces quemó cuidadosamente los papeles escritos la noche anterior, sin duda con el propósito de no legarle a su hijo los odios irracionales que provocaron sus medidas revolucionarias.

    El general Cárdenas trazó, pues, una línea de demarcación muy rígida entre su vida personal y su vida pública, y no seré yo el que se atreva a contrariar una de sus reglas invariables de conducta, tanto más que no hay, en todo lo escrito por él o por sus allegados, esas confesiones, desahogos e intimidades comunes en las grandes personalidades, lo cual permite la redacción de acabadas biografías. Nada sabemos tampoco de Carranza, de Obregón o de Calles, y debemos conformarnos con lo poco que nos dejaron los escritores contemporáneos, únicos capaces de penetrar en los caracteres personales, como es el caso de Martín Luis Guzmán en La sombra del caudillo y de José Vasconcelos en el Ulises criollo.

    Cárdenas era ante todo un hombre político. Por primera vez en nuestra historia no fue un liberal ni un populista, sino un presidente empeñado en borrar la desigualdad mexicana mediante una audaz reforma agraria y una política obrera que hizo de los trabajadores la punta de lanza de la Revolución triunfante. Se empeñó en devolverle a México sus riquezas naturales enajenadas, enfrentándose al imperialismo norteamericano y a la burguesía agraria e industrial dependiente de los mercados extranjeros.

    Creo que no se le ha hecho justicia. En su época se le acusó de comunista, y ahora los jóvenes historiadores lo acusan precisamente por no haberlo sido y le cuelgan las etiquetas de populista, de bonapartista e incluso de fascista.

    Cárdenas no logrará ser entendido fuera del marco de la Revolución mexicana. Ejecutor de la siempre diferida Constitución de 1917, demostró que era posible cambiar el curso de la historia ocupándose ante todo de la enorme masa marginada de los indios, de los campesinos y de los obreros, pero un país como el nuestro no puede cambiar radicalmente en seis años. Alejándose de los ejemplos de Carranza, de Obregón y de Calles, obsesos del poder, rehusó la nada remota posibilidad de reelegirse, y, cuando entregó el mando al general Manuel Ávila Camacho, prometió no intervenir nunca en la política activa, promesa a la que guardó fidelidad hasta su muerte.

    En 1940, a causa de la segunda Guerra Mundial y del llamado a la unidad nacional, recomienza la etapa del populismo de la que no hemos salido. El gobierno, sin dejar su papel de rector de la vida económica, social y política de la nación, optó por el camino de la industrialización y el desarrollo capitalista. Se creyó, equivocadamente, que estos supuestos resolverían los eternos problemas de México. Ya en los años sesenta se advirtieron dos fenómenos inquietantes. El campo en manos de los neolatifundistas —alquiladores de tierras ejidales, falsos pequeños propietarios, monopolistas de insumos, de maquinaria, de mercados, y por supuesto las transnacionales— descuidó los alimentos básicos y se reveló incapaz de proporcionar el trabajo que debían generar los ejidos colectivos del general Cárdenas. Entre tanto, las masas campesinas crecieron desmesuradamente y emigraron a las ciudades en busca de empleo, pero tampoco aquí la industria de transformación logró absorberlas y surgieron millones de desempleados o de subempleados en el campo y en las ciudades mientras el 1% de la población usufructuaba el 40% del producto nacional bruto.

    Curiosas simetrías de la historia. En 1910, después de 30 años de porfirismo, estalló su fracaso, y en 1970, al cabo de otros 30 años, se hizo patente la ruina del modelo populista. Habíamos fracasado nuevamente en el orden político, en el orden social y en el orden económico. La necesidad de crear una infraestructura de la que se aprovechó la nueva clase industrial y neolatifundista nos obligó a endeudarnos y se acrecentó nuestra dependencia de los Estados Unidos.

    Cárdenas contempló impotente la destrucción de su obra, aunque no permaneció inactivo. Como vocal ejecutivo de las Comisiones del Tepalcatepec y del Balsas construyó presas y caminos, edificó hospitales, ciudades e industrias, trabajó por los más desvalidos, y a pesar de un esfuerzo agobiante, sostenido durante 30 años, vio con amargura que si bien enriqueció al país, los principales beneficiarios de esta enorme tarea fueron en última instancia los neolatifundistas herederos del hacendismo y los monopolistas extranjeros herederos de la Colonia.

    Se ha leído con poca atención su diario. Cárdenas se fue transformando en un escritor político y en un crítico del sistema. "Hemos sido capaces —dice en sus Apuntes— de hermosear ciudades, levantar estructuras monumentales; construir grandes obras de almacenamiento para irrigación y generación de energía; abrir vías de comunicación, centros de cultura, de salubridad, de asistencia pública, museos; verificar olimpiadas internacionales; anunciamos una economía nacional próspera; contamos con técnicos en todas las ramas; sin embargo, para justificar la revolución agraria carecemos de visión o voluntad para hacer de las unidades ejidales ejemplo de organización y de producción agrícola."

    La reforma agraria constituye nuestro talón de Aquiles. En 68 años de luchas no ha sido posible solucionar este problema básico, lo cual revela que no hemos logrado deshacernos de los patrones coloniales. La concentración de riqueza que se advierte en la industria y en las finanzas se da también en el campo. Treinta millones de mexicanos viven de peones, de parcelas minúsculas o concentrados en ejidos, privados de créditos, asesoría técnica y mercados. La pugna entre el ejido miserable y el rico neolatifundio, lejos de llegar a un equilibrio, empeoró, y las consecuencias revierten sobre el conjunto de la economía nacional.

    La clase campesina ha sido, por siglos, la más castigada. Se le ha despojado de sus mejores tierras, se le ha confinado al minifundio y ha llegado a tal deterioro que se ha visto obligada a dejar sus parcelas insuficientes y a emigrar a las ciudades y a los Estados Unidos, haciendo la vida imposible en los grandes centros urbanos e industriales.

    El neolatifundismo, en vez de satisfacer la demanda de cereales obliga a importarlos; la producción de fertilizantes, de alimentos animales, de huevos, de pollos, gallinas, cerdos, medicamentos, la retienen las transnacionales, no por falta de técnicos, sino por la estructura misma de un sistema que ha favorecido la penetración del capitalismo extranjero.

    Esta situación no va a mejorar pronto. Si el problema de la expropiación petrolera sólo pudo dominarse con la movilización de todas las fuerzas nacionales, el hondo y trágico problema que nos plantea una reforma agraria desvirtuada sólo también logrará resolverse con otra movilización general de nuestros recursos humanos, tecnológicos y científicos.

    Cárdenas se dio cabal cuenta de que muchos de los funcionarios encargados del campo ni amaban a los verdaderos campesinos ni entendían la significación del ejido. Se habían hecho ricos introduciendo la corrupción y merecían un castigo, lo mismo que lo merecían los comisarios ejidales traidores a los suyos.

    La importancia del ejido en la vida económica agrícola de México —escribió el 20 de noviembre de 1957— se podrá medir con sólo considerar que, en la actualidad, la mitad de las tierras de labor están en sus manos. Fueron brazos de ejidatarios los que hicieron producir en 1950 el 62% de la superficie cosechada de maíz en la República, el 56% de la de trigo, el 60% de la de frijol, el 77% de la de ajonjolí, el 30% de la de algodón, el 70% de la de garbanzo y el 58% de la caña de azúcar. El ejido tiene por tanto sobre sí la responsabilidad de dar de comer y de surtir de materias primas a las industrias. Un ejido raquítico, débil o miserable es la negación de la Revolución mexicana. Y, para que el ejido florezca y cumpla su función de aumentar la producción agrícola y de liberar económicamente al hombre del campo, hay que afrontar, con decisión e integridad, todos y cada uno de sus problemas.

    Lo que dijo el general Cárdenas sobre la reforma agraria cayó en el vacío. Los cinco presidentes posteriores a su mandato se guardaron mucho de darle un cargo que pudiera interferir con su modelo de beneficiar ante todo al agricultor privado y lo mantuvieron alejado de la toma de decisiones.

    Hoy el gobierno le teme al neolatifundismo, el verdadero usufructuario de la reforma agraria, y cuando a finales de 1976 le expropió algunos millares de hectáreas mal habidas, debió pagar una generosa indemnización. No fue ésta la lección de Cárdenas. Los barones de la tierra le hicieron ver que la producción, dejada a sus antiguos peones, se desplomaría sin remedio, y aun lo amenazaron con ofrecer resistencia. Cárdenas no se inmutó. Ante la rebeldía, armó a los campesinos, y los orgullosos hacendados —resto del feudalismo agrario— se resignaron a cultivar su parcela y a renunciar a su vida de absentistas. Andando el tiempo, los ejidos colectivos demostraron su eficiencia y fue necesario que una ofensiva constante del gobierno completara su lenta destrucción. Cosechamos lo que sembramos. La repartición cardenista, hecha bajo la presión de una lucha que no admitía dilaciones, registró errores, y se empleó mucho tiempo para corregirlos y afianzar la economía. Lejos de ello, esta vez sí, la política había dado un giro de 180 grados. El 85% de la inversión en el campo se dedicó al riego, las tres cuartas partes a beneficiar la producción del neolatifundismo, y el resultado fue que los 25 000 ejidos de la República dejaron de ser siquiera autosuficientes y cayeron en el minifundio, originándose el exceso poblacional, el éxodo a las ciudades y la carencia de la producción agrícola.

    Ahora el neolatifundio es mucho más poderoso que el ejido, siguiendo un patrón colonial invariable, y mientras nosotros no nos resolvamos a quebrantarlo, comenzando de nuevo por el campesino y reconstruyendo el ejido colectivo, nunca lograremos salir de la miseria y la desigualdad.

    Bien sabemos, y lo repetiremos siempre, que esta inmensa tarea ha de estar inserta en un proyecto nacional. Al caos del campo, a la marginación de 30 millones de campesinos miserables responde una estructura administrativa y burocrática carente de una visión redentora. Debemos llamar a nuestros jóvenes profesionistas, establecer cuadros técnicos, politizar a los campesinos en una campaña nacional de intensidad igual a la cardenista, recrear los ejidos colectivos en los distritos de riego pagados con el dinero del pueblo, levantar la economía de los ejidos pobres mediante acciones escalonadas, invertir lo necesario para que sean autosuficientes y tengan un acceso a los mercados, y acabar con la corrupción, una de las lacras nacionales, castigando a los ladrones y devolviéndole su espíritu agrario a la Revolución.

    No es el ejido colectivo la única forma posible de organización. Cárdenas hablaba de darles pastizales y bosques a los campesinos, a fin de formar ejidos ganaderos y forestales, y se ocupó de llevar industrias al campo y de diversificar la producción agrícola.

    Sobre cualquier consideración existe el deber de liberar al país científica y tecnológicamente, de no importar modelos tecnológicos extranjeros cuando no podemos siquiera, después de 40 años de industrialización, reparar un tractor. Es hora ya de construir nuestra propia maquinaria agrícola, de producir nuestros alimentos y fertilizantes, de no depender más de las transnacionales.

    Cárdenas luchó hasta el fin por alcanzar esta liberación. Como profeta armado —el presidente— se empeñó en dotar de una economía a los campesinos y a los obreros, demostrando que era posible realizar el sueño de un país en el que no prevaleciera la infame desigualdad de la Colonia, y como profeta desarmado —el ex presidente— volvió al pueblo y trabajó sin descanso por sus mismos ideales. Fue en realidad el último de los revolucionarios de 1910. México —escribía poco antes de morir—, sin duda, tiene grandes reservas morales para defender sus recursos humanos y naturales y es tiempo ya de emplearlas para cuidar en verdad que el país se desenvuelva con su propio esfuerzo.

    Vencido una y otra vez, lo sostuvo su fe en los marginados y en su destino superior. En este sentido era también el último de los grandes utopistas mexicanos, sólo que su utopía se fundaba en las inmensas posibilidades de un pueblo desdeñado a lo largo de la historia. En él encontró su verdadera vocación y la fuerza para resistir el aniquilamiento de su obra. Al final, sobre la retórica oficial, él, que tanto amó al pueblo, se sintió rodeado de su amor recíproco. Especie de Quetzalcóatl, era el esperado, el que pudo haber devuelto a México su antigua grandeza. Su sueño de la igualdad, al afirmarse la desigualdad, pareció desvanecerse. Sin embargo, el pueblo creció, se ha hecho un gigante, está golpeando rudamente a nuestra puerta y debemos abrirle si no deseamos ser aplastados. Con él volverá Cárdenas y volverán los otros utopistas, los que nunca aceptaron la carga dolorosa de la desigualdad que ha pesado sobre nosotros y que hoy constituye nuestro mayor problema.

    F. B.

    PRIMEROS CONFLICTOS Y DESTRUCCIÓN

    DEL MAXIMATO

    EL PRESIDENTE abandonó el castillo de Chapultepec y continuó habitando su casa de Wagner 50 mientras se le construía una sencilla residencia en lo que entonces era la prolongación del bosque. Con el castillo, edificado desde la época virreinal, restaurado y amueblado por Maximiliano, el emperador aficionado a la botánica y a contemplar el vuelo de los colibríes sobre las flores del jardín, Cárdenas dejaba atrás un pasado de esplendores marchitos. Su atención se fijó en el viejo Palacio Nacional, que abarcaba significativamente la Secretaría de Hacienda, la Tesorería y la Secretaría de Guerra y que él consideraba como una parte del Poder Ejecutivo. Escenario de festines, asonadas y asesinatos, asaltado, abandonado y reconquistado muchas veces, era un compendio de la historia nacional. Cárdenas le añadió un nuevo capítulo. Prohibió que la guardia, formada en la puerta de honor, lo recibiera a trompetazos según la vieja etiqueta y abrió sus puertas a los obreros y sobre todo a los campesinos. Lo que ahí se trataba debía cumplirse rigurosamente y la gente del pueblo, acostumbrada a las jerarquías y a los rituales, sentía que por el solo hecho de ser recibida en la misma fuente de lo sagrado sus negociaciones debían alcanzar la solemnidad de un pacto irrevocable.

    El presidente no alteró sus hábitos de soldado a lo largo del sexenio. Cuando ese mismo año se cambió a Los Pinos, siguió levantándose al amanecer aunque se hubiera acostado muy tarde.

    Amaba los caballos, las plantas y el agua. Montaba sin alardes, cuidaba sus flores y casi a diario nadaba en la alberca helada de Los Pinos. Si estaba cerca del mar o de un manantial de aguas sulfurosas durante sus largos viajes, nunca dejaba pasar la ocasión de tomar un baño.

    Lo afeitaba un soldado —otro de sus hábitos castrenses— y desayunaba fruta, huevos tibios y café. A las nueve menos 20 de la mañana, después de leer los periódicos, tomaba su auto y se dirigía al Palacio.

    En punto de las nueve, antes de entrar al despacho, recorría las antesalas con su paso rápido y llamaba a su secretario particular:

    —Señor licenciado, vi en la antesala a un señor gordo, vestido de café, y a un güerito que fumaba un puro. ¿Quiénes son? ¿Qué es lo que desean?

    Se había impuesto la disciplina de saber quiénes eran las gentes que lo visitaban para hablarles por sus nombres y saber de ellos lo esencial a fin de no equivocarse, y una vez informado, nunca olvidaba los menores detalles. Le gustaba oír, sin dar muestras de fatiga o disgusto, y hablaba escasamente, casi en sordina, por lo que a veces era difícil entenderle. En Los Pinos hablaba y paseaba; en el Palacio permanecía sentado y sólo se levantaba para saludar o despedir a los visitantes. Comía en su casa con su mujer y a las cinco de la tarde volvía al Palacio. En la enorme plaza oscurecida sólo se destacaban, hasta muy tarde, sus balcones iluminados.

    Tenía un gran respeto de sí mismo y de su investidura. Hombre de una cortesía refinada, no dijo nunca una palabra ordinaria ni habló mal de nadie ni le gustaba levantar la voz o reprender a los que cometían faltas. Vestía con la mayor pulcritud. Aun en los trópicos andaba de saco y corbata sin dar señales de molestia.

    En el fondo era muy tímido. Su brazo izquierdo, un poco encogido a consecuencia de haberse caído de un caballo, acentuaba su aire de rigidez, que él trataba de suavizar esbozando una sonrisa amable. Resolvía los asuntos sobre la marcha, sin demoras y sin falsas promesas. Decía sí o no y la gente sabía que cumplía su asentimiento o su negación. Auxiliaba a los pobres extremando su delicadeza y en las peores crisis no se le vio nervioso o descompuesto. Si tuvo aventuras amorosas, las tuvo empleando una discreción total. Atraía a las mujeres y algunas le atribuyeron hijos, como es el caso de ciertos hombres notables.

    El 3 de diciembre, es decir, dos días después de tomar posesión de su cargo, clausuró los casinos de su amigo y antecesor el general Abelardo Rodríguez, y sin decir palabra proscribió el chaqué o el frac de las ceremonias públicas —aquel renovado carnaval en un pueblo harapiento—, los banquetes y los vinos.

    El presidente, aparte de estas costumbres —México fue y es hasta la fecha un país de rituales religiosos y civiles—, era abstemio, no fumaba, detestaba las corridas de toros —vestigio del barroco—, se había rebajado el sueldo a la mitad —hecho que pasó inadvertido—, y su joven mujer no jugaba al bridge con las esposas de los ministros. El periódico oficial del régimen dejó de publicar su gustada página de crímenes, lo cual disminuyó considerablemente su circulación; no más aquellas cabezas a ocho columnas impresas en tinta roja que decían: Mató a su mamacita sin causa justificada, Sacerdote muerto por comerse un taco de cabeza, Dio unos pasos atrás… y le faltó azotea, truculencias de moda, desde los tiempos de Posada, que con los toros, los milagros, la lotería, las trompetas y los tambores constituían el deleite del mexicano. La clausura de los casinos y del bar del Palacio de Bellas Artes no eran medidas que lo hicieran popular entre los ricos. Los banqueros o los industriales tampoco se sentían muy complacidos de compartir los sillones del Palacio Nacional con el México cafre, como José Yves Limantour llamaba a la gente pobre.

    El gabinete

    Se dio la Secretaría de Hacienda al licenciado Narciso Bassols, que había ocupado la de Educación en el interinato del general Rodríguez y tuvo que dejarla debido a su empeño de aplicar al pie de la letra la llamada educación socialista. Bassols, hombre pequeño y calvo, de ojos vivaces ocultos bajo los gruesos cristales de sus antiparras, vehemente, disputador, dotado de una mentalidad lógica extraordinaria, era famoso tanto por su radicalismo como por su probidad y sus hirientes sarcasmos. Un poco a semejanza de Luis Cabrera y de Vasconcelos, su cultura y su intransigencia hacían de él un detestable político. Siempre estaba dispuesto a renunciar y de hecho renunciaba, lo cual le impidió realizar la obra que podía esperarse de su talento.

    En la Secretaría de Comunicaciones figuraba Rodolfo Elías Calles, hijo del Jefe Máximo, a quien su padre había dado un gran poder político; en Relaciones, Emilio Portes Gil, convertido al naciente cardenismo; en Gobernación, Juan de Dios Bojórquez, hombre que pasaba como escritor de izquierda y gran amigo de Calles; en la Defensa, el mediocre general Pablo Quiroga; en Salubridad, el doctor Abraham Ayala González, esposo de Cholita González, la secretaria privada de Calles; en el Departamento Central, Aarón Sáenz, amigo del Jefe Máximo y más amigo de adquirir ingenios azucareros, y en la Secretaría de Agricultura, el gobernador de Tabasco, Tomás Garrido Canabal.

    Este Garrido Canabal era el personaje más extraño del gabinete. Hombre de rostro duro y anguloso, neurótico, suspicaz, había gobernado Tabasco por más de 10 años. En su espíritu no existían matices ni gradaciones, pues odiaba y amaba con la misma intensidad desorbitada. Desde luego, odiaba mucho más que Calles el fanatismo religioso. Había organizado una fuerza de 50 000 camisas rojas —vestían pantalón negro y blusas coloradas— que hablaban un lenguaje seudomarxista, despojado de sintaxis, y combatían la religión y el alcoholismo, destruyendo iglesias, quemando y decapitando santos, predicando contra el opio del pueblo, persiguiendo, torturando y expulsando a los sacerdotes y cerrando las tabernas. Sus métodos tenían una persuasión brutal y caricaturesca. Fue sustituido el santoral cristiano por un calendario de fiestas rurales, destinadas a ensalzar los productos agrícolas de cada región, y se inventaron oraciones para combatir la embriaguez y el catolicismo.

    Cuando el general Cárdenas visitó Tabasco, una persona de su séquito le preguntó a una niña:

    —¿Sabes tú rezar?

    La niña respondió desafiante:

    —En mi casa le cortamos la cabeza a los santos.

    —Luego, ¿tú no crees en los santos?

    —No, ni en el coco, ni en las brujas; me gustan más los cuentos de pastorcitos.

    En las exposiciones donde los ganaderos mostraban sus mejores animales, ganaban siempre primeros premios un toro llamado Dios Padre, un asno bautizado como Jesucristo y un cerdo al que denominaban el Papa.

    Este odio iba acompañado de un amor igualmente furibundo por la educación, la producción agropecuaria y el sindicalismo oficial. Garrido destinaba una tercera parte de su presupuesto a escuelas, brigadas culturales, orquestas, deportes intensivos y planteles racionalistas que funcionaban en las iglesias desmanteladas.

    Había organizado congresos antirreligiosos, celebrados en el teatro al aire libre bautizado —¿reminiscencia hitlerista?— El Nido de Águilas y presididos por la niña Nereyda Pedrero. Infantes de ocho a 10 años —tal vez su precocidad se debía al calor húmedo de Tabasco, que lo mismo transformaba los helechos en árboles que a los niños en genios— disertaban durante largas horas sobre temas tan poco banales como Los males que han ocasionado las religiones a la humanidad, El Universo sin Dios, El origen de las religiones, De los medios de que se ha valido el clero para explotar a la humanidad, o presentaban propuestas, como la destinada a suprimir las cruces de los cementerios, que levantaban tempestades de aplausos y gozosas lágrimas de sus orgullosos progenitores.

    Sus maestros eran los mejor pagados de la República, y gracias a su campaña, los robos y los asesinatos habían descendido en forma impresionante.

    Organizó 37 sindicatos bajo la dirección de una Liga de Resistencia, dependiente del Partido Socialista Radical, y una serie de cooperativas que obtenían ganancias importantes.

    En materia de tierras Garrido era partidario de la pequeña propiedad y no de la agricultura colectivizada. Las cuatro quintas partes de los campesinos poseían el 13.9% de las tierras mientras que el 1.2% usufructuaba el 45 por ciento.¹

    Garrido no se mantuvo al margen de ciertas seducciones. Si bien la administración procedía honestamente, imperaba el nepotismo y el dictador era un rico propietario cuya generosidad alcanzaba a sus concubinas.

    Cárdenas se quedó asombrado ante aquel laboratorio de la revolución, como lo llamó Calles, y en las elecciones a la presidencia votó por Garrido y luego lo nombró secretario de Agricultura, mas no de Gobernación como temía la gente.

    Garrido Canabal se trajo a sus camisas rojas favoritos y transformó la Secretaría en una fortaleza de la propaganda antirreligiosa. Aquello se inició como una gran farsa, pero una farsa peligrosa e irritante. Los pacíficos empleados, conocedores de plantas y gallinas, debieron transformarse en cruzados del anticatolicismo, bajo la guía de los tropicales camisas rojas, que organizaban mítines provocativos ante las iglesias y sábados rojos en Bellas Artes, desplazando las óperas y los conciertos de otras épocas. Un orador retó a Dios para que demostrara su poder —si alguno le quedaba— enviando un rayo sobre el teatro, y si bien el Altísimo desdeñó el desafío de su enemigo personal, algunos asistentes forzados abandonaron la sala por si acaso. El único signo de circunspección consistió en que de las exposiciones ganaderas desaparecieron Dios Padre y su hijo Jesucristo y sólo mostraban un magnífico toro y un enorme asno semental, encabezados por una banda de música y un heraldo que gritaba: Quítense los sombreros al pasar ‘el Papa’ y ‘el Obispo’.

    El conflicto parecía agravarse cada vez más. En la mitad menos uno de los estados las iglesias estaban cerradas. Los sacerdotes gemían en sus escondites, se refugiaban en San Luis Potosí, donde el temible Saturnino Cedillo los protegía, o bien azuzaban a los Caballeros de Colón y a los obispos norteamericanos a fin de que su senado protestara contra la salvaje persecución de sus martirizados hermanos los católicos de México. Cárdenas a su vez prohibió el envío de literatura religiosa por correo. Sin dar señales de amaine la escalada de la violencia y mientras una venerada estatua de la virgen de Guadalupe desaparecía de Cuernavaca —el hecho no fue atribuido a un milagro sino a los camisas rojas—, el anticristo Calles abandonaba en Los Ángeles el Hospital de San Vicente entre los adioses y las oraciones de las monjas católicas que lo asistieron durante una de las muchas reparaciones a que sometía su estropeada maquinaria.

    El domingo 30 de diciembre la situación cambió del rojo al rojo blanco. Cuando los devotos salían de su misa de 10 en la parroquia de Coyoacán, un grupo de camisas rojas se hallaba entregado a impartir blasfemias y admoniciones antialcohólicas. Se encendieron los ánimos. Primero salieron las injurias, a las injurias se contestó con piedras y a las piedras los cruzados respondieron con tiros —iban siempre armados de pistolas y lugares comunes—, asesinando a seis personas en su retirada hacia la delegación de Coyoacán donde los protegió el delegado tabasqueño Homero Margalli. En ese momento llegaba retrasado un pobre muchacho de la ciudad llamado Ernesto Malda, vestido con su uniforme, y al ver la muchedumbre enardecida trató de abordar un tranvía pero fue alcanzado y piadosamente reducido a un pingajo sangriento.

    El 1º de enero, primer año del débil gobierno, 20 000 católicos siguieron el ataúd de sus muertos. En el mismo sepelio se organizó una Junta Especial Pro Justicia de los Asesinados, que recogió dinero, alhajas, chales y sombreros. Ese mismo día Malda fue sepultado bajo un pesado sudario de retórica oficial. El presidente, si bien es cierto que mandó una corona, ordenó a su procurador que encarcelara a 40 camisas rojas culpables de los hechos y se les siguiera un proceso, lo cual provocó el disgusto de Garrido Canabal.

    El conflicto laboral

    Cárdenas, aparte del religioso, tenía otros muchos problemas que resolver. Los obreros estaban divididos. Una agresiva minoría militaba en la CROM manejada por Morones y una mayoría muy activa en la Confederación General de Obreros y Campesinos de México (CGOCM), fundada en 1933 por el joven líder Vicente Lombardo Toledano. En 1928, último año de Calles, se registraron siete huelgas y el maximato no mostró simpatías hacia los trabajadores. Abelardo Rodríguez sostuvo el criterio de que las huelgas eran inaceptables en periodos de crisis, y como su mandato transcurrió bajo el impacto de la crisis mundial, la situación de los trabajadores al iniciarse 1935 era sumamente precaria.

    Al ocupar Cárdenas la presidencia el tabú se rompió. Los salarios y el poder de compra eran muy bajos y los obreros vieron en el cambio la oportunidad de mejorar su situación radicalmente. Sabiéndose respaldados por las autoridades del trabajo, las huelgas se multiplicaron a lo largo de 1935 hasta alcanzar la inusitada suma de 642.

    Podría decirse que el país, al salir del Maximato, transformaba la crisis interna en una crisis laboral de intensidad antes desconocida. El 10 de enero los obreros de la Huasteca, por solidaridad con sus camaradas de El Águila, decretaron la huelga; el 11 pararon los electricistas de Veracruz y los textiles de San Luis Potosí, y el mes concluyó al declararse una huelga general de 20 000 trabajadores petroleros en Tampico.

    En Puebla, Lombardo declaró ante millares de trabajadores que sus huestes no apoyarían el jacobinismo y el falso socialismo del presidente Cárdenas; el 3 de febrero se recrudeció la huelga de El Águila en diversas instalaciones y pararon 9 000 choferes de taxi en el Distrito Federal. El 13 de marzo los trabajadores textiles poblanos decretaron otra huelga general, en la que se registraron choques sangrientos, y ese mismo día Morones declaró el paro total en Orizaba como un desafío a la organización rival de Lombardo. El 28, los tranvías no prestaron servicio en la ciudad de México, y en el importante centro textil de Atlixco ocurrió una matanza a causa de las mismas disputas intergremiales, lo cual suscitó una nueva huelga general en Puebla.

    Al contagio no escaparon Mérida, Celaya, León, Uruapan y otras ciudades importantes. Por un lado, Morones trataba de retener su antiguo poder, recurriendo a su arma favorita de la violencia, y por otro, la actitud favorable de los tribunales estimulaba a los obreros y el desorden parecía total. La lucha centrada en la industria petrolera y en la textil alarmaba tanto a los empresarios mexicanos como a los extranjeros, creándose un malestar del que se hacían eco los periódicos.

    En realidad, un problema estaba ligado a otro y todos convergían en la ambigua intromisión del Jefe Máximo. El presidente se hallaba atado de manos. No pudiendo dominar el conflicto religioso avivado por los callistas ni unificar a los obreros mientras Morones controlara la CROM, en esos primeros meses de su gobierno dejó que las huelgas tomaran su propio impulso y que Garrido terminara de desprestigiarse, y trató de robustecer el ala izquierda de las cámaras, introducir cambios en el ejército y acelerar el reparto de tierras a través del recién creado Departamento Agrario.

    Calles sondea al presidente

    El 12 y el 13 de abril el senador Ezequiel Padilla le hizo a Cárdenas una entrevista de prensa. No sabemos si formaba parte de una estrategia más amplia de Calles para iniciar la destrucción del cardenismo, pero lo que sí resulta indudable es que todas las preguntas de Padilla transparentaban el pensamiento y las intenciones del hombre fuerte. A Calles ya no le preocupaba la propaganda antirreligiosa que él había manejado, sino la propaganda extremista y la agitación incesante de las organizaciones obreras cuya consecuencia ha sido la más grande zozobra en todos los intereses creados. En México reinaba la paz y el orden, mientras en Europa y en Asia sólo se oye el ruido de las bayonetas; el comercio, la minería y el turismo registraban un auge creciente, centenares de millones en los bancos esperaban su aplicación si el gobierno quisiera alentar con su política el entusiasmo por la producción y el trabajo. Hay un hondo anhelo de confianza y en un país presidencial como México —añadía Padilla a sabiendas que la intromisión de Calles anulaba el régimen presidencialista— nadie puede satisfacerlo con más autoridad que el presidente de la República.

    Cárdenas respondió:

    —Tengo conciencia de la oportunidad de engrandecimiento que representa para México esta época excepcional y estoy resuelto a que la nación se aproveche de tan favorables condiciones.

    —Todo el arte de un hombre de Estado —interrumpió Padilla— consiste en saber combinarse con la fortuna. El periodo presidencial de usted puede pasar a la historia como el constructor de nuestra grandeza económica.

    —No vivimos en los tiempos en que basta fundar una prosperidad a secas. Correríamos el peligro del porfirismo: creyó que estaba afianzando la prosperidad y sólo estaba preparando la Revolución. No podemos entrar al franco periodo de seguridades sin destruir los viejos moldes de una injusta organización económica.

    —Nadie discute la justicia social. El dilema ya no se plantea entre el laissez-faire y el comunismo, sino entre la economía bien dirigida y el caos.

    —Y una economía bien dirigida —argumentó Cárdenas— reclama como base fundamental hacer justicia a las clases trabajadoras.

    Padilla decidió atacar más a fondo el problema que tanto preocupaba a los capitalistas —y por supuesto a Calles—, respondiendo vivamente:

    —Lo que realmente siembra la inquietud es la lucha que muchos miran como indecisa en nuestra política, entre el comunismo por una parte como sistema activo de gobierno y por la otra el sistema de ideas socialistas que sustenta la Revolución mexicana.

    Cárdenas comprendió inmediatamente la intención de esta reflexión típica del último Calles y se apresuró a contestarla de un modo inequívoco:

    —Yo considero como una fortuna de mi administración el que estos movimientos reivindicatorios de los derechos esenciales de los obreros se hayan producido al principio de mi gobierno. Todos hemos propagado, defendido o sustentado, en la tribuna y en la prensa, y en todas las formas de la lucha social, el derecho de los obreros y campesinos a elevar sus normas de vida con mejores salarios, tierras propias y condiciones de trabajo más justas, y cuando de las palabras pasamos a los hechos, los espíritus timoratos se asustan. A menos de haber hablado con gran insinceridad, no es posible hacer otra cosa que cumplir las justas promesas. En cuanto a mí, todos deben saber que no es mi manera la propia para ser instrumento de una prosperidad fundada en la explotación injusta de las clases trabajadoras.

    Calles creía haber llegado al momento de iniciar una prosperidad económica nacional facilitando por todos los medios las inversiones de capital privado y le interesaba que Cárdenas siguiera su política de equilibrio y de compromiso característica del Maximato. Padilla volvía a la carga:

    —¿Usted cree que la empresa particular podrá contar con las seguridades y garantías necesarias para sus inversiones y legítimas ganancias?

    Cárdenas eludió la red que se le tendía y contestó:

    —Tengo motivos para afirmar que estamos pasando el punto culminante de las reclamaciones obreras. Desde luego, en todas las empresas donde se ha logrado ya un reajuste, sería inexcusable que volviera a perturbarse el equilibrio establecido. Dada nuestra industria tan limitada, podemos prever que

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