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Filosofía de la ambigüedad
Daniel Albarrán
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Autor: Daniel Albarrán
Título original: El Viaje (filosofía de la ambigüedad)
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Las mismas sensaciones invadían su ser cuando como
con desesperación casi rompía la carta al abrir el sobre para
leer su contenido. No era tanto lo que pudiera decir en él
sino para comprobar o verificar lo que no dijera y sufrir al
mismo tiempo alegría por lo que leía y decepción y
frustración por lo que se dejaba entreleer y no decía y que se
daba por supuesto. Y sentía, entonces, mucha rabia por la
incapacidad de la persona de expresar con claridad y sin
misterios lo que piensa o lo que siente o lo que espera.
Igualmente sentía alivio al leer cada carta de sus amigos
como una frustración interna al no comprobar lo que quería
leer, pero que ni él mismo sabía que era lo que quería leer.
Mas en el fondo sentía gran admiración por sus amigos que
le escribían porque entraban cada vez en el juego del «tal
vez» y del «depende» de la vida. Pero los odiaba igualmente
porque no se definían ni por el sí ni por el no. Y era el ciclo
del juego del misterio de la ambigüedad: es y no es... parece
y no parece... sobre la vida misma y su misterio. En cuanto a
lo del viaje y precisiones materiales, sin embargo, todo se
estaba definiendo por el sí. Pero no era ésto lo que a Juan
José le importaba realmente. Se trataba de algo más
profundo, de algo más interno, de algo más profundo de lo
profundo mismo.
Se estarán preguntando quién es Juan José. Como nos
gusta estar ubicados diremos que Juan José es el personaje
de la canción popular venezolana, que dice:
“Allá viene, allá viene, Juan José. Y viene de la gran
capital. Echándosela de gran señor. Y camina como
un no sé qué. Y con el cuello alzao. Dice que sabe
mucho. Que viene rico y recomendao.
¡Ay, Juan José! Ya no sabes montar ni siquiera
hacer caminar tu burro. ¡Ay, Juan José! Burro no se
monta, ni con sombrero ni zapato. Ni con sortija de
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mucho brillo, ni con pañuelo muy amarillo, ni con
bastón de puño de oro. ¡Ay, Juan José!
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Después de haber cumplido todos los requisitos
preliminares y obligatorios Juan José se hallaba ya en la cola
de los pasajeros que se disponían a viajar. Caminaban
lentamente empujando sus maletas y conversando y riendo
de las ocurrencias oportunas del momento, o comentando los
últimos acontecimientos familiares con satisfacción,
mientras se aproximaban a las instancias de la agencia de
viajes donde terminaban de llenar todos los trámites de
cualquier pasajero. Una vez realizadas todas estas
legalidades, sin las que se está ilegal, Juan José se hallaba
caminando ya en las instalaciones internas del aeropuerto.
En la parte externa de esa misma ubicación del edificio se
hallaba un avión dando el frente a las gigantescas ventanas
de vidrio del aeropuerto. Pareciera ser una ballena
gigantesca que descansaba en las arenas de la playa,
mientras algunos camiones se movían en la parte de acceso
al aparato, llevando equipajes, y un sin fin de movimientos
para acondicionarlo y garantizar la confortabilidad y la
seguridad de un viaje de cuatro horas y media a algunas
distancias considerables de la tierra firme y a algunos
muchos kilómetros de desplazamiento por minuto acortando
las distancias habidas entre la casa y el destino de llegada.
-- Pasajeros con destino a ... estarán embarcando por
la puerta número uno -- se oyó al cabo de unos veinte
minutos a través de los aparatos de comunicación del
aeropuerto. El anuncio se repitió dos veces más. Muchas
personas se levantaron de sus asientos y se dirigieron hacia
la puerta número uno que quedaba en uno de los extremos
de la sala de espera. La pequeña cola de personas iba
aumentando pero no había nadie todavía en la recepción de
la rampa movible que comunicaba con el avión. Juan José,
por el contrario, siguió sentado observando un par de niños
que jugaban cerca de él. De vez en cuando los niños se le
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dirigían para conversarle de manera que el mismo Juan José
se había hecho partícipe de sus juegos. Estaba entretenido
con las maravillosas inocencias de sus juegos infantiles y
gozaba de sus ocurrencias. Los niños, por su parte, se
sentían objeto de atención y sacaban partida de sus gracias
hasta que le fueron tomando confianza a Juan José y jugaban
directamente con él. Uno de ellos, más decidido, le estaba
tirando del cabello y Juan José hacía muecas de dolor y de
sufrimiento para hacerlos reír, cosa que lo hacían con
explosivas carcajadas. Después ya eran los dos niños que le
halaban del cabello para reír más a gusto y disfrute. Juan
José no hacía ningún escrúpulo, mas por el contrario se
sentía muy bien porque las mismas carcajadas de los niños
le daban un aire de libertad y de realización personal. A cada
explosiva y ruidosa carcajada experimentaba una tranquili-
zadora serenidad. Sabía, sin embargo, que muchos lo
estarían mirando y pensando al mismo tiempo que estaba
haciendo el ridículo. Y sentía repentinamente el deseo de
comportarse como gente grande y lo intentaba irguiéndose
en su asiento. Mas los niños veían en ese movimiento una
provocación más para sus risas pues consideraban que se
trataba de un número más a los que hacía en el juego.
Entonces Juan José en cierta manera experimentaba la
doble fuerza del juego de la ambigüedad: le gustaba jugar
con los niños porque le gustaba simplemente; no tenía
ninguna explicación racional para justificarse; y, por otra
parte, se recriminaba la falta de cordura de persona grande
que debe andar seria e imponer respeto en su contorno. Y
sentía asco por esas conveniencias de gente grande. De
hecho él mismo era un niño grande: muchas veces tenía
detalles de niño, su misma falta de malicia y de mala
intención eran características de niño. Su espontánea
carcajada y su brillo de los ojos parecieran mostrar la
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inocencia de su simplicidad humana. El mismo se sabía y
descubría así. Y le gustaba ser como era. Mas debía ser lo
que aparentaba: grande. Y aquí sufría porque cuando jugaba
en serio a ser grande siempre las cosas le salían mal. Cuando
quería imponerse el respeto con sus compañeros de trabajo o
sus amigos, sentía que hacía el ridículo, y sentía que se
burlaban.
Sus mismas relaciones le daban la razón. Sus
verdaderos amigos, o quienes le decían serlo, lo estimaban
por su simplicidad y sus ocurrencias, casi inocentes. Él
mismo descubría que esa era su clave en sus relaciones.
Mientras que nunca había tenido una relación firme cuando
optaba por la posición de ser grande y digno de respeto.
Esa doble fuerza la sentía en ese mismo momento
Juan José al jugar con los dos niños. Consciente de su
supuesto rechazo de quienes pudieran mirarlo siguió
jugando. Y en cierta manera miraba algunas caras que le
dedicaban atención. Y sentía ganas de decirles que se fueran
al diablo pero que lo dejaran «ser» y no «parecer». Tal vez
ninguno de los que lo miraban jugar pensarían
absolutamente nada de lo que él imaginaba, pero él se lo
imaginaba igual, y ese era su mundo al que amaba, por una
parte, y rechazaba al mismo tiempo, en la cadena sin fin del
juego de la ambigüedad.
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nuestras conveniencias. Mas importante que el compromiso
por el que se viaja pareciera el de viajar como tal.
Tal vez porque nos da conciencia de estar en
movimiento y de dar una justificación a nuestras propias
conciencias: estamos viajando, estamos haciendo algo. Por
eso no prometemos nada en concreto. No realizamos nada
de importancia porque las circunstancias no lo permiten.
Estamos simplemente de paso. Simplemente estamos de
viaje. Es decir, somos y no somos al mismo tiempo. Y ese
paso sutil entre el ser y no ser, ese estadio intermedio nos
place y en cierta manera nos realiza como seres que
dependemos y amamos la ambigüedad. Tal vez por eso el
hecho de viajar nos produzca tantas sensaciones febriles de
emoción, a pesar de los cansancios y fatigas que supone.
Mas el suponer que seguimos siendo lo que somos, pero que
a la vez no somos. En ese juego de la ambigüedad del
misterio y del misterio de la ambigüedad, nos da la
comprensión de la vida misma. El viajar es como un estar
allí pero no estar al mismo tiempo. Es como comprender que
vamos porque tenemos un sitio de partida y otro de llegada.
Pero no son como tales, lo que realmente nos interesa, sino
tal vez, el hecho mismo del «mientras» vamos. Quizás,
porque el hecho del viaje supone el movimiento como
patrón. Tal vez, sea un estímulo. Una ilusión. Un sueño.
Juan José era plenamente conocedor de esos
sentimientos. Era consciente que nada iba a realizar al sitio
donde iba, pero igualmente iba. Nada dejaba de hacer o
mucho haría en el sitio de donde partía, pero igualmente
partía de él. Era el hecho mismo del viaje lo que le llenaba
de experiencias indecibles: no sabía qué de bueno sentía, y
qué de placentero experimentaba al saberse a muchos metros
sobre la tierra y en movimiento sin que se diera cuenta de
ello aunque sabía que se movía. Era el sentirse que seguía
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viviendo y existiendo sin que nadie le exigiera dar muestras
de ello. Era la prueba misma de que era, pues ocupaba un
puesto, un número en el avión y un espacio en la lista de los
pasajeros y sus maletas, igualmente, ocupaban un número y
una clasificación en el compartimiento del equipaje. No se
preocupaba de que tenía que funcionar para sentirse útil. Ya
lo era. La prueba era que era objeto de atenciones de los
tripulantes del viaje en el servicio de las comidas, en el café
y en otros muchos detalles. Era continuar existiendo sin que
el existir como tal le exigiera a sí mismo razón de existir.
Era sentirse ocupado sin que realmente lo estuviera, aunque
realmente lo estuviera, porque viajaba. Por eso no podía
prometer nada ni hacer nada. Estaba ocupado viajando y en
su viajar se ocupaba. Era simplemente el eterno ciclo del
juego de la ambigüedad.
Tal vez por eso es que se ama ser turista pues se va y
no se va a la vez. No tanto por el conocer, aunque no se
niega que también es el móvil principal aparente, sino más
bien por la experiencia intermedia entre el ir y el llegar, que
se siente, que se experimenta, que se vive, pero que es difícil
de explicar con palabras. Tal vez es la sensación concreta del
ser y no ser al mismo tiempo, del estar pero no, del sentir sin
compromisos. Tal vez sea el conocer lugares, o el turismo, el
pretexto para experimentar ese gozo indecible entre el ser y
el estar al mismo tiempo y entre el ser y el no estar en un
lugar que es indiferente pues lo importante es que sea uno de
los muchos de los cualquiera que tiene el mundo. Lo
importante es la sensación del movimiento, del ser en
movimiento, que es y no, que está y que tampoco. Tal vez
tenga razón Carlos Vallés, cuando cita a Lin-Yutang, al decir
que “el buen viajero es el que no sabe a dónde va; el viajero
perfecto no sabe de dónde viene”, pues “la virtud del camino
no está en la meta, sino en el camino mismo”, y en donde “el
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caminar es válido en sí mismo, y cobra toda su belleza
cuando se le libera de la ansiedad de llegar”. O lo que sería
lo mismo a decir que el camino es la meta y el caminar es
llegar, ya que al caminar nos movemos, mientras que al
llegar descansamos, para volver al mismo autor en otra de
sus obras.
Quizás en ese sentido habría que definir la vida como
un eterno misterio en eterno movimiento. De hecho cuando
queremos clasificar que algo está muerto decimos que no se
mueve. Quizás por eso el hombre ha querido siempre
adaptarse a ese eterno misterio del movimiento al intentar
moverse con más rapidez: cada día inventa nuevos motores
para moverse más rápido y nuevas máquinas para ganar
tiempo, como nuevos instrumentos para que el cuerpo
humano se mantenga más en movimiento, en ciertas edades
de la vida, en que el cuerpo prefiere estancarse.
Y ese mismo movimiento se aplica igualmente al
plano espiritual o intelectual. A más movimiento en la
apertura de nuevos conceptos e ideas nuevas, mayor
flexibilidad mental, para adaptarse a los avatares históricos
de la vida. Igualmente, en las emociones diversas de las
sensaciones mentales. Porque las cosas son y no son,
parecen y no son, al mismo tiempo. Es decir, simplemente,
entran en el eterno ciclo del misterio de la ambigüedad o de
la ambigüedad del misterio... precisamente porque la vida y
todo lo que ella supone es un eterno misterio en movimiento
o un movimiento en el misterio... en la ambigüedad...
Precisamente, porque el verdadero intelectual está en
la eterna apertura. Nada sabe y de todo aprende y de cada
cosa o detalle se admira en la simplicidad de cada cosa. No
le interesa tanto los conceptos o repetirlos. No es su
memoria lo que cuenta. Es su capacidad de saber descubrir
la ambigüedad de cada momento o circunstancia o situación.
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Es no optar ni por un sí absoluto, como tampoco por un no
definitivo, sino por el tal vez. Igualmente en el plano
espiritual, pues, no hay diferencia entre un verdadero
místico y un verdadero intelectual. Ambos buscan y no se
detienen. Mas no es el buscar por buscar que sería de
científicos sino de apertura existencial. Del vivir la maravi-
llosa experiencia del sentir y no sentir a la vez, del intuir
pero del no dejarse atrapar por lo intuido porque ya se
dejaría de experienciar las bondades y los misterios mismos
de la ambigüedad de las cosas, que dicen y manifiestan
expresamente algo concreto, pero que dicen una otra cosa,
implícitamente. No se trata, sin embargo, de un pesimismo
existencial, pues sería equivalente a decir que nada tiene
sentido. Todo lo contrario. Es la apertura al todo en donde
hasta la nada aparente tiene sentido porque aun lo negativo
es ya positivo, en esa maravillosa fuerza dialéctica de la
ambigüedad.
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SEGUNDA PARTE
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A cada intento fallido mas suficiente para aumentar
las dudas solían hacerle una nueva atención. Le fueron
colocando, así, dinero en el armario de vidrio del baño de
manera que pudiera tener acceso fácil a él. Después de cada
visita de Juan José corrían inmediatamente a contar el dinero
que habían dejado. Juan José, por su parte, ni se había
percatado de aquel aparente descuido porque de hacerlo
hubiese comunicado el desliz o después de haberlo hecho
hubiese entrado en un mínimo de malicia, cosa que le faltaba
el más mínimo del mínimo mismo.
Cada vez iban aumentando la cantidad. La colocaban
enrollada en un paquete de manera que fuera fácil de
acomodar en cualquier bolsillo de los pantalones sin
mayores dificultades.
Y era lógico que Juan José tuviera que ir al servicio
sanitario después de dos horas de visita y de tomar cualquier
líquido en la conversación. Así cada tres días durante las tres
semanas que estuvo entre ellos.
Los «fulanos» para sondear al implicado le
conversaban en sentido general de economía como en
concreto de la situación de su país. Juan José daba sus
opiniones sobre la carestía de la vida y otras muchas
generalidades de su tierra. Estos elementos daban pie para
que sospecharan con más ahínco sobre él. Y pensaban: éste
está pensando que haya una buena cantidad para
embolsillárzela. De eso no hay duda. Y la aumentaban cada
vez más.
Había transcurrido tres semanas. No había pasado
nada de lamentar. Juan José tenía que ir a visitar a otros
amigos, por unos tres días más. Había partido como tenía en
el programa. Todo fue despedidas y puestas a la orden para
cuando regresara. Y aquí fue donde estuvo el error de su
ingenuidad. Ya que a la vuelta aceptó la invitación de los
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«fulanos» de hospedarse con ellos durante la noche anterior
de su viaje de regreso a Caracas. Y aquí estuvo el ejecútese
del plan de los «fulanos».
De hecho Juan José se había levantado varias veces
durante la noche al baño. En una de esas abrió el armario de
vidrio para buscar alguna aspirina o algo que le sirviera para
el leve dolor de cabeza, cosa que casi nunca sucedía en él,
pero ese día había sido la excepción. Al abrir pudo notar un
paquetico. Lo tomó y lo revisó. Se trataba de un envoltorio
de 5. 000 monedas. No pudo disimular su turbamiento por
tanto dinero junto y lo devolvió al sitio de donde lo había
tomado. Y continuó en sus faenas sanitarias y de salud.
Después se volvió a su habitación para pasar el resto
de la noche sin poder conciliar el sueño. En parte, el saber
que tenía que viajar y volver a su realidad concreta de todos
los días le creaba cierta tensión. Ya las vacaciones habían
llegado irremediablemente a su final.
Al día siguiente se le notaban ojeras por el trasnocho
y se mostraba un poco distraído. El vuelo estaba programado
para las cuatro de la tarde, así, que tenía todavía un poco de
tiempo para derrocharlo en cualquiera de las muchas calles
de la ciudad, mirando las vidrieras de las tiendas lujosas.
Se despidió de los «fulanos». Dejó saludos a sus
antiguos anfitriones y partió con destino al aeropuerto con el
paseo intermedio por una de las muchas calles de una de las
muchas ciudades de uno de los muchos países del mundo.
Ya todo estaba consumado. De hecho el dinero había
desaparecido del armario del baño y las pruebas eran más
que suficientes. Sólo faltaba enfrentarlo y ponerlo al
descubierto.
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V
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que esperaban que estuviera disfrutando del dinero y que le
hiciera provecho.
Su cabeza no daba con la causa. Por una parte, él no
tenía conciencia de ningún robo o por lo menos perpetrado o
tramado por él mismo. Pensando sobre esa posibilidad de
robo, se imaginaba de qué clase de robo y de qué dinero se
podría tratar. Como en una película trató de recapitular todos
sus movimientos en la casa de los «fulanos» la noche que se
hospedó allí. -- Me levanté varias veces al baño; no podía
dormir... pero en la habitación no había ningún dinero, por lo
menos que yo hubiera visto... dinero... dinero... Oh, sí, creo
haber visto un dinero en un paquete... pero no fue en la
habitación... fue en la sala... no... no... fue en la película de
la televisión que estaban dando esa noche... Bien, entonces,
pero si como que recuerdo haber visto un dinero... Total,
dinero o no, yo no tomé nada, que es lo importante...
¿Tomar?... Pero tengo una vaga idea de que yo tuve en mis
manos ese dinero que vi... lo que significa que si yo tuve el
dinero en las manos, no fue entonces en la película de la
televisión...
Y en estos pensamientos se distrajo bastante tiempo
esa tarde Juan José. Pero por más que intentaba dar con
ideas claras; no lograba, ni ideas, ni tranquilidad, ya que
sabía que él no había robado nada. Pero recordaba, al mismo
tiempo, haber visto un dinero, sobre el que posiblemente lo
acusaban. Si hubiese tenido que dar algunas declaraciones
para defenderse, se hubiese hundido más, pues hubiese
confesado el no haber robado nada, pero el tener un vago
recuerdo de haber visto y tenido una cantidad considerable
de dinero en sus manos esa misma noche. Pero, que no sabía
con precisión, si se trataba de una realidad, o de una pura
imaginación. Posiblemente, le hubiesen indagado para que
diera más detalles y él hubiese alegado que no recordaba
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bien porque en esa noche tenía un leve dolor de cabeza, y no
sabe si fue real lo del dinero o fue fruto de su mismo dolor
de cabeza que lo incomodaba. ¿Te duele a menudo la
cabeza? -- Nunca -- hubiese sido la respuesta. -- Si nunca te
duele la cabeza, ¿cómo se explica que ese día te dolía?. -- Ni
yo lo sé, tampoco, pero me dolía igualmente... no mucho...
pero me dolía --. Y las preguntas hubiesen atascado más y
más a nuestro personaje quien a su vez hubiese caído más y
más en una red sin ninguna posibilidad de salida.
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