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ENSAYO

JUAN JOSE OPPIZZI

LA SALVACION The diet © By Jehan Georges Vibert
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 LA SALVACION
LA SALVACION
POR
JUAN JOSE OPPIZZI
E-Mail: adncreadores@gmail.com
sta mañana llamó a la puerta un amable
señor vestido con pulcritud que me pidió unos
minutos de mi tiempo. Venía a hablarme de la
salvación.
Como el tema no me pareció menor, acepté y él,
apasionadamente, me informó que su deber era
advertirme que Dios estaba pensando en castigar
muchísimo a la humanidad por su conducta inicua y
que la única forma de evitar las consecuencias era
plegarse a las normas que había fijado en tiempos
remotos. Yo aduje que tales normas, si eran muy
antiguas, tal vez hubieran seguido el destino de
miles de otras normas: la pérdida. El señor, algo
escandalizado, me respondió que eso era lo que
pensaban los ignorantes, pero que Dios, en su
infinita bondad, había dejado escrito para los siglos
de los siglos un libro que, casualmente, mi visitante
llevaba en mano: la Biblia. Allí estaba indicado todo
lo que había que hacer para no terminar en un pozo
horrible, en donde los réprobos (el lenguaje del
amable señor tenía algunas palabras infrecuentes)
serían torturados por siempre. Pregunté cuánto
faltaba para que Dios tomase una medida tan
extrema, y él dijo que eso únicamente Dios lo sabía,
pero que las escrituras bíblicas aportaban signos
indicadores del fin, y que esos signos ya podían
verse, con lo cual la sencilla deducción era que el
gran acontecimiento estaba a la vuelta de la esquina.
Mi obvia siguiente pregunta fue sobre la índole de
estos signos de mal agüero. El señor atildado se
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mostró un poco sorprendido por mi ingenuidad y me
aclaró que podían verse en cualquier Noticiero que
uno escuchara o viera en los medios de
comunicación: guerras, enfermedades, terremotos,
huracanes, perversiones.
Me atreví a señalarle que eso, además de poder verse
en los medios de comunicación, también podía
apreciarse en los libros de historia, es decir que no
eran noticias nuevas ni fenómenos desconocidos. El
señor se aflojó un poco la corbata (¿Sería un elemento
para autoflagelarse?) y dijo que la escala de esos
hechos iba en aumento de una manera alarmante e
inédita. Le expresé mi acuerdo con el último punto:
tales acontecimientos se editaban ahora mucho más
que antes, por la velocidad de la información. Él, sin
oír, sostuvo que Dios le daba a la humanidad una
última chance para redimirse, y me preguntó si había
leído la Biblia. Le dije que sí, que tanto las antiguas
versiones de Cipriano de Valera y Diodoro de Sicilia
como la versión Latinoamericana. Agregué
tímidamente que me parecía un libro abigarrado (yo
también me permití alguna palabreja difícil), con
pasajes entretenidos, secciones crueles y capítulos
tediosos.
Abrió los ojos con espanto y declaró que la Biblia es
un libro escrito por orden divina y que todo lo que en
ella figura es una revelación. Achacó a mi falta de fe el
no haber descubierto la verdad en sus antiguas
páginas. A continuación vertió una abundancia de
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Iba a decirle que me parecía muy

extraño que un dios omnisciente
necesitara de pruebas para averiguar
algo, y que me parecía contradictorio
que él, el agradable señor predicante,
condenara el politeísmo, cuando
demostraba adscripción a un
evidente biteísmo (un Dios y un anti-
Dios de igual importancia),
pero callé.

pasajes de memoria, en donde fue señalando
supuestas comprobaciones que avalaban sus dichos.
Mientras él recitaba, lo observé y vi que su
convicción era real. El buen señor creía ser parte de
un grupo selecto que había comprendido el secreto
de la vida y que, generosamente, se dignaba a
extenderlo a los pobres estúpidos que no sabíamos
nada. Interrumpí su discurso para averiguarle sobre
cuál era el origen de su preparación en el tema.
Entonces el hombre declaró (o declamó) que Dios lo
dejaba actuar para probar a la humanidad en su
fortaleza. Iba a decirle que me parecía muy extraño
que un dios omnisciente necesitara de pruebas para
averiguar algo, y que me parecía contradictorio que
él, el agradable señor predicante, condenara el
politeísmo, cuando demostraba adscripción a un
evidente biteísmo (un Dios y un anti-Dios de igual
importancia), pero callé.

Con no disimulado orgullo, me explicó que Dios le
había puesto en el camino un encuentro con
miembros de la iglesia con la que actualmente
profesaba; ahí había hallado la luz para entender la
Biblia y la existencia. Como los antecedentes no me
parecieron muy sólidos, le deslicé una duda al
respecto. Él sonrió y dijo que la sabiduría de Dios
reemplaza con creces a la de los hombres.
Comprendí entonces que mi visitante había borrado
de su repertorio la noción de duda. También
comprendí, en uso de algún pobre conocimiento
histórico, que en el espacio dejado por la duda al
borrarse, echa raíces el fanatismo. Mi amable
interlocutor, por si algo no quedaba claro, hizo notar
que la duda es patrimonio de Satanás y que éste la
usa para destruir el camino recto de los hombres.
Antes de que yo pudiera agregar algo respecto del
demonio, él continuó diciendo que el malvado ente
infernal solía confundir a los seres humanos a través
del estímulo de la adoración de los ídolos (viera uno,
si no, el politeísmo en la antigüedad) y a través de la
existencia de otras iglesias, que, obviamente, eran
todas diabólicas y falsas. Logré intercalar una
pregunta acerca de la evidente impunidad de
Satanás en los asuntos mundiales.
El correcto visitante extrajo unos folletos de un
portafolios y me los entregó junto con la
recomendación de que los leyera, porque los tiempos
llegaban a su fin y Dios, como una locomotora en
plena carrera, vendría muy pronto a castigar a los
malos y premiar a los buenos. Ya en su despedida, me
susurró que el día anterior la puesta de sol había
tenido un color sangre y que eso bien podía ser otro
signo del inminente arribo judicial divino.
Cuando el señor iba alejando su camisa bien
planchada, su severo corte de pelo, su corbata
torturante y sus amenazas apocalípticas, pensé dos
cosas: primero, que lo único que le falta a la
humanidad, en medio de tantas penurias, es recibir la
gigantesca visita de un monstruo sediento de
venganza, reclamante por hechos cuya posibilidad él
mismo creó, y con criterios de bondad y maldad
propios de un catecúmeno infantil; y segundo, ¿qué
sucedería con el amable señor, exento de dudas y
lleno de fanatismo, que me había brindado
generosamente la advertencia para salvar mi alma, si
sus instructores en algún momento lo indujesen a
pensar que el asesinato de los no conversos es grato a
Dios?

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