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El inspector Cifuentes llegó a la escena diez minutos después de lo ocurrido.

Se
encontraba cerca, y era posible que en la tarde no hiciera más que tomar
gaseosa y ver algún canal de la televisión nacional.

Un hombre joven, de treinta años o menos estaba tirado en la mitad de la


avenida. Un bus urbano aún se encontraba estacionado a pocos metros del
lugar, y su conductor, un hombre grande con manos engrasadas hablaba con
algún policía de la zona.

-Le digo que, sinceramente, no vi al hombre cuando saltó a la avenida. yo iba


en mi ruta normal -decía el conductor, un poco nervioso y aún más pensativo- y
usted puede comprobar que tengo un buen historial en tránsito.

El inspector miraba consternado la escena. Aquel hombre en el piso se había


suicidado.

Cifuentes, como queriendo olvidar lo sucedido, camina sin ver el cuerpo inerte
hacia su auto. Dos enfermeros alzan el cadáver a una camilla, que trasladan a
la ambulancia que acaba de llegar. El conductor, quien también está
consternado por lo sucedido, sube a un auto que lo llevará a la estación de
policía.

La gente se arremolina alrededor de la zona. Personas de todas las calles


cercanas, y aun más en el centro de la ciudad, busca afanosamente un puesto
en esa vitrina de la desgracia. Los ruidos de los autos se mezclan con los
comentarios de los muchos testigos, que gritan encima del tumulto, tratando de
ayudar en un caso por el que, al parecer, ya no hay nada que hacer.

Incluso en este momento, y a pesar de todos sus años de trabajo, Cifuentes


nunca entendió el suicidio. Ni las largas conferencias acerca de la conducta
humana, ni la entrevista con la psicóloga que mataba a sus pacientes lo hizo
comprender porque el suicidio era tan común. Muchas veces en las noches,
cuando todo parecía terminar, se sentaba a pensar en personas extrañas, que
terminaban su existencia sin una razón aparente, con vidas perfectas y todo por
ganar.

La situación en el lugar se está volviendo agobiante. Los periodistas tratan de


tomar fotos, hacer preguntas, intentar revelar la verdad, pero solo hay un
hombre que puede entender la mente del suicida.

El principal problema es que, al parecer, el hombre que se lanzó a la calle es un


completo desconocido. Nadie sabe nada de él, no tiene documentos y todos los
testigos concuerdan en que su cara es especial, como de otro lugar.

Es ahí cuando Cifuentes nota que este no será un caso más. Este será el caso
que redefinirá su vida.
- - - -
La consola de sonido se enciende y, como si siempre hubiera estado ahí, una
voz anuncia que es hora de despertar.

En el reloj silencioso de la parte contraria se marcan ya las ocho de la mañana


y, automáticamente, se prende un computador que muestra la agenda del día.

- Buenos días a quienes están despertando, soy Sandra y esto es "Rockeando


la mañana". Los acompañaré hasta las doce del día con el mejor rock del siglo
pasado - dice la voz conocida por Camilo, su amiga desde hace muchos años.

-Y el tema del día de hoy en "Rockeando la mañana" es "Las razones para vivir
un poco más", pues estamos recordando al hombre que en el día de ayer se
suicidó en el centro de la ciudad.

En ese momento, y aún medio dormido, Camilo abre completamente los ojos y
piensa en lo que acaba de oír. Es extraño que algo así no lo haya notado,
piensa, y se da cuenta que, tal vez, no pone demasiado cuidado en las noticias
del día.

Pone un pie en el piso, luego el otro. Mira hacia la pantalla del computador, en
la que parpadea un mensaje de advertencia recordándole que su hermana
cumple años hoy.

Entra al baño, presiona un botón en la pared, y de la ducha sale agua a la


temperatura ideal, como le gusta, demasiado caliente para tomar un baño pero
especial para empezar el día. Está allí, debajo del agua que cae por demasiado
tiempo.

Ya habrán sonado al menos tres canciones.

Después que el jabón ha hecho lo suyo y se ha vuelto espuma bajo sus pies,
Camilo sale de la ducha, toma una toalla y levanta el teléfono.

- Adrián - dice, y el sistema marca el número de su cuñado. La persona al otro


lado levanta el teléfono y contesta de manera despreocupada.
-Hola Camilo, imaginé que llamarías

-Como sabes, mi hermana cumple años hoy. Pensaba si quisieras ir donde


mamá en la noche, y luego podríamos salir a algún lado.

- Si, me parece bien. Hablamos más tarde que tengo cosas que hacer.

Adrián cuelga. Camilo lanza el teléfono a la cama y se acerca al computador.


Aún parpadea el mensaje de advertencia, y presiona la pantalla para que
desaparezca.

Con los dedos toca el teclado, y en la pantalla solo queda la imagen de una
foto, dos personas, dos mujeres que él aún extraña.

Ángela y Amelia, alzando sus vasos, felicitándolo por su cumpleaños número


22. Eso fue hace mucho tiempo. De Ángela nunca supo nada más. Amelia está
muy lejos para verla de nuevo.

Hace ya tanto tiempo...


- - - -

La luz de la mañana entra por el ventanal sur del piso tercero de la estación, y
Cifuentes despierta. Recuerda que no fue a su casa, que trabajó hasta muy
tarde y que no encontró información acerca del suicida del día de ayer.

Estira la mano, toca la lámpara que automáticamente se apaga, e intenta hacer


lo mismo para encender la pantalla, pero esta no responde. - De nuevo - dice, y
mueve un cable hasta que vuelve la imagen. En ella aparece la foto de alguien
desaparecido hace algunos meses, pero nada parecido al hombre de este caso.

Se levanta, camina hacia la cafetera y presiona un botón. De la máquina


empieza a salir un olor a almendras, dulzón, suave, especial para comenzar un
día así. Espera algo menos de un minuto, acerca el recipiente y sirve café en un
pocillo que (extrañamente) no es el suyo.

Ese olor particular lo lleva a lugares especiales de su memoria. Caminaba


tardes enteras entre los matorrales de mora y café, acompañado de sus primos
y los hijos de los jornaleros, buscando insectos raros e imaginando historias
fabulosas de como sería la ciudad. Pero tiempo después, cuando se dio cuenta
que su futuro no estaba allí, viajó a la capital del país e ingresó como pudo a la
policía.
Cifuentes reacciona. Son las seis de la mañana. Toma las llaves, abre la puerta
de la oficina, baja hasta el parqueadero y sube al auto. Se dirige a su casa. Allí
toma una ducha fría, se viste, toma un pan de la alacena y vuelve al trabajo.

Su vida se estaba volviendo monótona, demasiado seria, demasiado normal


para un Jefe de estación, pendiente de casos antiguos que nadie más había
querido resolver. Pero esa tarde en que el hombre saltó a la avenida , Cifuentes
sintió que era hora de actuar.

Llega de nuevo a la estación, donde algunos agentes lo saludan con respeto y


admiración. Sube a su oficina, donde aún la pantalla muestra la foto del hombre
desconocido, y decide empezar a ordenar los datos de aquel trágico suceso.

Como todas las mañanas, Cifuentes enciende el televisor para ver las noticias.
Unos agentes entran a la oficina, lo saludan efusivamente (aunque no son sus
amigos, pero lleva años con ellos) y la presentadora del noticiero habla de
nuevo sobre el hombre desconocido.

- Esto se saldrá de control – dice Cifuentes a un compañero – y lo peor es que


aún no tenemos nada.

- Señor, creo que alguien quiere hablar con usted – dice el agente que entra
con un hombre.

Cifuentes nunca lo había visto, pero esta entrevista será el siguiente paso para
encontrar a la culpable.

-Creo que sé algo de la persona que se suicidó ayer - respondió el hombre que
acababa de entrar a la mirada inquisidora de Cifuentes.

-Bueno, sea lo que me diga, será de gran ayuda - respondió Cifuentes a aquella
sorpresa necesaria.

Ya estaba perdiendo la esperanza luego de una noche de intentos fallidos por


encontrar información.

-Verá, yo vi una vez al hombre que murió - prosiguió, y sin que nadie se lo
dijera, tomó una silla y sacó una botella de agua del bolsillo. Se veía afanado,
como si no debiera estar allí.

-Lo escucho, pero dígame todo lo que recuerde sobre, al que llamaremos, el
"personaje"
-No será necesario, el "personaje", como usted le dice, se llamaba Carlos. No
tengo mucho que decir sobre ese hombre.

Soy un conductor de taxi. Vivo en el sur de la ciudad. Hace unas semanas salí
de mi casa , y a las pocas cuadras recogí al hombre. Parecía extranjero,
aunque no puedo decir de donde.

Me dijo que fuera hacia el norte, hacia esa zona de la ciudad conocida como "El
Remanso". Mientras íbamos hacia allá conversamos sobre algo que pasaba en
la calle. Un hombre llevaba un cuadro grandísimo de una mujer mirando el
horizonte, el opinó que el cuadro era malo, a lo que yo respondí que, aunque no
sabía mucho de arte, el cuadro me parecía interesante y me gustaba. Carlos
(como dijo que se llamaba), me contó que era un artista de otro país, que venía
a publicar una exposición, y que llevaba pocos días en la ciudad.

- ¿Y no dijo nada más acerca de él, tal vez el lugar donde estaba viviendo?

- Por lo que entendí, se estaba quedando en un hotel cerca a donde lo recogí,


pero en esa zona hay muchos hoteles.

Cifuentes anotó en un papel la dirección que le dio el taxista, su nombre y


teléfono. Lo dejó encima de la mesa y, al ver que el hombre se disponía a salir,
lo detuvo y preguntó:

- ¿No hay nada más que pueda decir de ese extranjero?

- Se veía un hombre muy triste y pensativo. En algún momento hizo una


llamada, seguramente a una mujer. Le decía que se encontrarían en el mismo
lugar de siempre a eso de las ocho, pero no sé más.

El Jefe de la estación despidió al taxista. Se sentó en el borde de la mesa,


como listo para salir, y el agente que a veces lo acompañaba comprendió que
había una pista más sobre el suicida del día anterior.

- Teniente Beltrán. Hoy será un día atareado. Hoy debemos saber quien era
Carlos, porqué se suicidó, y porqué no le dijo nada a nadie que lo iba a hacer. Y
algo más importante, necesitamos saber con quien se iba a encontrar.

Cifuentes aún no lo sabe, pero pasará bastante tiempo antes de conocer a la


culpable.
- - - -

Duda un momento. Enciende el computador, escribe un mensaje a alguien,


seguramente su jefe. Camina hacia la puerta y, señalando al teniente Beltrán,
le indica que tendrán un largo día.

Caminan hacia el parqueadero, y cuando Cifuentes sube al auto, suena su


teléfono. En la pantalla aparece el nombre "Marina", lo cual lo pone
notablemente feliz.

- Hola Marina, está temprano para llamar - dice Cifuentes, aunque no muy
decidido.

- ¿Hola como vas? Te llamo porque luego se me olvida, seguramente. Esta


noche tenía pensado salir a hacer algo, y creí que sería bueno invitarte.

- Ay niña, no sé. Parece que estaré muy ocupado hoy. Te llamo luego.

- Adiós.

La mirada de Cifuentes se dirigió hacia otra parte, donde Beltrán no podía notar
la expresión de alegría en su rostro. No sabía si era el hecho de que ella lo
hubiera vuelto a llamar, o que se conocían tan poco que podía esperar
cualquier cosa.

Cifuentes aceleró. El teniente Beltrán quería preguntar muchas cosas, pero


notó que Cifuentes demostraba estar en otro sitio. Ya había notado, otras
veces, que cuando su jefe hablaba de Marina era diferente. Su actitud recia y
cortante se volvía la de una persona común y corriente, como si no estuviera
acostumbrado a las diversas personalidades que asistían a la estación de
policía.

El auto giró en una calle desierta, algo especial para esa hora del día en el sur
de la ciudad. Un barrio poco residencial, frecuentado por los turistas que no
tenían mucho dinero, porque los hoteles eran baratos y sencillos. Alguna vez,
cuando Cifuentes recién llegaba a la ciudad, durmió varias noches en uno de
esos lugares, llenos de personas distintas, tanto amables como displicentes,
pero allí aprendió muchas cosas.

El semáforo se pone en rojo, y Beltrán saca una libreta gastada por los muchos
casos que ha vivido con Cifuentes. En esta se encuentran anotaciones del
caso del doctor que mataba a sus pacientes de tristeza, o la mujer que en un
día normal desapareció para convertirse en la amante de su propio esposo.

Beltrán anota algo, seguramente la dirección que había dado el taxista. Con
una seña Cifuentes le indica que estacionará el auto bajo un árbol, que,
extrañamente, hace parte del paisaje triste de la calle.

Después de bajar, Cifuentes le indica que empezará a buscar al sur de esa


dirección. El teniente Beltrán le dice que irá por el norte, y así, metódicamente
porque se conocen demasiado a la hora de buscar el siguiente paso, se van sin
más palabras.

- - - -

Debido al clima vacilante de la ciudad, el teniente Beltrán no se sorprende al


notar que empieza a llover. Desde hace unos años que se volvió normal que
llueva tan seguido, como si todo se transportara a las zonas selváticas e
inhabitadas del sur del país.

La gente se había acostumbrado a las situación cambiante de las lluvias y los


asoladas picantes en cualquier extremo de la ciudad. Caminaban siempre con
una sombrilla, y no solo por la lluvia inclemente, sino también por el sol que los
amenazaba constantemente.

Él también se acostumbró a eso. De algún bolsillo saca una pequeña sombrilla,


que al presionar el botón parece desdoblarse hasta el infinito. Beltrán empieza
a caminar, repasando los pasos que pocos años atrás le había enseñado su
jefe, y que siempre era tan metódico, tan directo, tan puntual y decidido a
encontrar la verdad.

Tal vez Beltrán se había vuelto un poco así de sistemático. Entre ellos surgió
una comunicación simple pero inesperada el día que llegó a la estación recién
graduado de su cargo.

Ese día, Cifuentes estaba muy pensativo. Llevaba semanas definiendo el perfil
del hombre de los cigarrillos, tan vacilante en sus aficiones como en la manera
de terminar sus robos. Necesitaba algo más, algo que no había notado, pero el
hecho de que los robos eran tan impredecibles como de recio su carácter lo
desesperaba a cada momento.

El teniente Beltrán se presentó esa mañana a las ocho en punto. Un uniforme


impecable mostraba que él apenas empezaba en el trabajo, y su mirada seria
indicaba que tenía pocos amigos.
- Usted debe ser Álvaro Beltrán - dijo Cifuentes, quien solo miró un segundo a
la persona que acababa de llegar.

- Si mi Capitán, y estoy a su servicio desde el día de hoy.

- A mi servicio no, teniente. Al servicio de quien lo necesite - intentó decirlo sin


sonar común, y añadió - ¿sabe algo acerca del caso de los cigarrillos?

- Si señor, y con todo respeto, creo saber donde puede encontrar al criminal y
como atraparlo.

Cifuentes no esperaba que le dijera eso, ahí, una persona que ni siquiera había
entrado aún a su oficina. Pensó que era una broma, pero en la mirada seria del
teniente notó la expresión de quien no bromea.

-¿Cómo sabe eso, teniente?

- Mi capitán, lo sé porque ese hombre es mi mejor amigo.

Esa muestra de lealtad, del sentido del deber creó una unión sólida, capaz de
convertirlos en amigos a pesar de la diferencia de edades y gustos. Álvaro era
una persona de la calle, hijo de un ladrón profesional que desapareció un día y
volvió a aparecer en otro continente, acusado de intentar robar un tesoro
nacional más caro que su vida. Nunca tuvieron una prueba real, por lo que
salió libre, y, al parecer tuvo una vida cómoda en el occidente de Europa. En
cuanto a su madre, desde muy joven fue profesora de filosofía, y enseñó a
Beltrán los aspectos básicos de la justicia y el deber.

Beltrán camina bajo la lluvia. Se dirige hacia un restaurante con algunas


personas, donde mucha gente desayuna. Allí, un grupo de hombres de la mesa
de la entrada lo miran, pues se nota que es policía, pero él les hace un gesto
como de que no es con ellos.

Después de preguntar en algunas tiendas, el teniente Beltrán se dirige a un


restaurante e intuye que encuentra a la dueña, una mujer con un vestido triste y
que sirve chocolate a un hombre gordo. La mujer lo mira y voltea la cara hacia
otro lado, pero Beltrán la toma de un brazo y saca una dibujo del bolsillo.

- ¿Ha visto este hombre? - y señala el dibujo de un hombre que parece


extranjero.

- Si, pero no sé quien es.

La mujer deja el chocolate en la mesa de los hombres. Lo miran extrañados, y


al fondo alguien ríe de un chiste común. Beltrán no voltea a mirar, pero sonríe
también. La mujer se sienta en una butaca cercana.

- Lo vi una o dos veces acá. Tenía un acento extraño, se notaba que no era de
la ciudad, pero no sé si era del país. Las dos veces pidió algo de tomar, pero
no sabía que escoger y le di un jugo, que es lo que menos se vende acá -
Beltrán vuelve a sonreír - y le pregunté quien era.

- ¿Y que le dijo? - preguntó Beltrán, quien notó que se acercaba a algo


importante.

- No mucho. Se veía triste, pero solo dijo que se encontraría con alguien, que
era lo que tenía que hacer. Raro el tipo. Eso fue hace unas semanas. Nunca
antes lo había visto, pero hace como cinco o seis días vino y pidió una cerveza.
Esta vez si se veía mal. Tomó mucho, como pudo pago la cuenta y se marchó.

- ¿Hacia donde se marchó?

- Hacia abajo por la calle - señalando hacia la dirección donde iba Cifuentes -
iba bastante borracho. No puedo decirle más.

En una mesa del fondo, un niño llora pues no quiere lo que le da la mamá, pero
ella lo regaña y le da una cucharada más.

- Gracias, usted ha sido de gran ayuda. Una pregunta, ¿porqué no dijo nada a
la policía? se ha sabido en toda la ciudad sobre esto.

- Pues, no puedo salir mucho de aquí. Además, creo que lo que le he dicho no
sea de mucha ayuda.

- Créame, señora. Lo que usted me ha dicho ayudará mucho. Y aún más, ahí
viene mi jefe.

Cifuentes entra, señala a Beltrán y le dice:

- Por alguna razón, esto ha sido muy fácil. Encontré el lugar donde se
quedaba, pero tendremos que registrar la habitación. Hay algo que no me gusta
aquí. Esto ha sido demasiado fácil.

Beltrán mira a su jefe, y se da cuenta que piensa en una de sus hipótesis


curiosas. Sabe que las coincidencias no existen, que todo ocurre por algo, que
están en ese restaurante porque algo va a pasar ahí.

Caminan unas cuadras. Cifuentes señala un hotel en una esquina. Se ve


oscuro aún, y el silencio es solo interrumpido por los pasos de las botas de
Beltrán y sus zapatos.

- Allá sabremos quien era Carlos. Tengo un presentimiento malo sobre esto.

Mucho silencio. Cifuentes timbra y aparece un hombre viejo que pregunta:

- Buenos días, ¿en que les puedo ayudar?

- - - -

Un hombre alto, viejo aparece detrás de la puerta. Su cara indica varios años
de más, y una expresión aburrida que no espera nada anormal en su vida.
Cifuentes nota que los saluda sin ninguna expresión de sorpresa.

- Señor, ¿ha visto a este hombre?- dice el detective, señalando la imagen de


Carlos, y en la cara del hostelero se denota algo de sonrisa.

- Ah, Carlos Tremond, sí, ese hombre se está quedando en este hotel.

El lugar es una casa antigua que se ve descuidada, pero no sucia. La puerta


de madera parece recién pintada, y encima tiene un letrero de "se alquilan
habitaciones". Las paredes tienen una tonalidad verdosa y gris que no genera
confianza en Cifuentes.

- Me extraña que no lo sepa, pero este hombre es noticia en la ciudad. Ayer se


suicidó en el centro.

El hostelero levanta una ceja, y su señal de asombro tan vana demuestra que
no le sorprende.

- Bien, pues si había oído algo, pero nunca pensé que fuera él. Imagino que
querrán seguir.

El hostelero abre completamente la puerta. Adentro, una pequeña recepción


está oscura, y todo lo llena el minúsculo sonido de un radio viejo y muy
gastado. Se acerca a un cajón y saca un libro de cuentas, y aunque nadie se lo
ha preguntado, él, como lo hace cuando van tras un criminal, lo abre y empieza
a buscar.

- Bueno pues, al parecer Carlos Tremond llegó acá hace 3 semanas,


específicamente el 15 de febrero. Preguntó por el costo de una habitación, dijo
que quería una con buena luz, y que se quedaría un buen tiempo. No preguntó
nada más, y yo tampoco lo hice.

- Bien, muy bien - dice Cifuentes, mientras el teniente anota todo lo que parece
importante - pero dígame más, necesito algún dato de su familia.

- Eso está más difícil. Hablé muy pocas veces con él. Una vez me dijo que era
de México, pero su padre de alguna zona de Europa.

- Entiendo. Explica su raro aspecto extranjero. ¿Algo más que me pueda decir?

- Pues, se pasaba mucho tiempo en el cuarto, pintando. No les había dicho,


era pintor. Se la pasaba en esas. Un día le oí que iba a exponer en una
galería, que le iría muy bien seguramente, pero que no era la razón de su
estadía acá.

- ¿No era la razón? ¿Entonces?

- No sabría decirle. Con todo lo que he visto acá, diría que la culpable es una
mujer.

- ¿Una mujer? ¿Porqué dice eso, si nunca hablaba con él?

- Verá. Uno acá se da cuenta de todo. Él solo hablaba por teléfono con una
mujer, creo que se llama Sofía. Hablaban siempre acerca de encontrarse y
sobre el avance de la exposición, pero de eso, no más.

Cifuentes piensa un momento, y está a punto de preguntar algo cuando el


hostelero saca de un montón de llaves una con el número 23.

- Bien, vayamos al cuarto. Creo que ya no podrá decir nada si entro sin avisar -
dice el hombre, y a pesar de la situación sonríe un poco.

- ¿Porqué, acaso le dijo algo? ¿Usted, entró sin "su" permiso? - dice el policía, y
pone especial acento en la palabra "su".
- Es extraño que, siendo el dueño de este lugar yo tenga que pedir permiso
para entrar, pero si pasó algo hace unos días. Una tarde extrañamente este
Carlos había salido, y decidí entrar a arreglar un poco el cuarto - mientras dice
esto, el hostelero empieza a caminar hacia el fondo de un largo pasillo, oscuro.
En una de las últimas puertas, mete la llave en la cerradura 23, y empuja la
puerta.

El lugar también parece un poco muerto.

La habitación se ve mucho más clara que el resto del hotel, puesto que por un
ventanal ingresa la luz desde un patio central.

Una pequeña cama, arrinconada contra una pared azul se encuentra muy
desordenada. Cifuentes detiene al hostelero, quien iba a entrar, y empieza a
caminar por la habitación. El teniente Beltrán anota en su libreta la disposición
de las cosas, y el hostelero, que sigue con su cara aburrida, trata de ver lo que
escribe. El teniente lo mira, sonríe un poco y le muestra las notas:

Habitación muy desordenada, apropiada por la luz para el oficio de la persona.


Atril con una pintura a medias, paleta en el piso. Una flor muerta en la mesa de
noche, zapatos y ropa por todos lados. Sobre la cama, un pincel gastado,
billetera con muchos papeles. portaplanos en una esquina de la habitación,
cerrado.

- Ahora tendré que limpiar todo esto - dice el hostelero, señalando las manchas
de pintura en el piso, la pared y la cama.

- Sí, pero aún no- dice Cifuentes, y agrega sonriendo - por cierto, no nos hemos
presentado. Soy el capitán Óscar Cifuentes, él es el teniente Álvaro Beltrán.

El hostelero piensa en algo. Tal vez le suena conocido alguno de los nombres,
o piensa en que quitará las manchas de los óleos en la cobija.

-Yo soy Luis - añadió con un sencillo gesto de aburrimiento.

Cifuentes mete la mano en un bolsillo, saca dos pares de guantes de látex, y


lanza un par al teniente. Este deja la libreta sobre la vieja butaca en medio de
la escena y señala la billetera, a lo que Cifuentes asiente. El capitán se acerca
a la mesa de noche.

El teniente abre la billetera, un artículo sencillo que se nota de otro país.


Pacientemente empieza a sacar documentos, notas, billetes y fotos, y los
organiza en el piso para no tocar nada más.

- ¿No necesitan una orden ara esto?

- Claro Luis, pero solo si usted se niega.

- Pues no, no me interesa. el hombre ese ya me había pagado la semana.

Cifuentes abre un cajón de la mesa de noche. Un mueble sencillo con el color


natural de la madera, pero rayado en muchos lados, - es normal, muy gastado -
dice en voz baja, y mira dentro del cajón.

Lo primero que nota es el tiquete. Lo abre y nota que es a México, para el


siguiente día.

Pocos papeles importantes. Un recibo de algún restaurante del centro, fotos de


Carlos en un monumento conocido de la ciudad, un sobre con una carta
adentro, y un celular.

Cifuentes saca una bolsa de la gabardina. Allí guarda todo, dejando el cajón
vacío. Beltrán hace lo mismo con las cosas de la billetera, pero organizando
todo mucho mejor.

El hostelero, como quien no quiere interrumpir, hace sonar su garganta.


Cifuentes entiende. da la vuelta y lo mira:

- Haremos esto como debe ser. Beltrán y usted, salgamos por favor.

- Capitán, hay algo muy raro ahí - dice, señalando la pintura.

- Ya lo sé, pero pensaremos en eso más tarde.

Los tres salen. Cifuentes va hasta su auto y vuelve con una cinta perimetral,
"Por si acaso" dice, y cierra la puerta de la habitación. Pone una X grandísima
al frente con la cinta.

- Volveré en una hora, o menos. Teniente, quédese acá, iré a traer la orden.

Cifuentes sube a su auto y acelera. Por el retrovisor aún se ve la puerta del


hotel cerrándose. Pareciera que la que se aleja es la puerta, no él. Un poco
gracioso, dice, pero sigue atento en la vía y pasa el semáforo.
No sabe que está haciendo realmente, su trabajo se está volviendo monótono,
pero hay algo en todo el caso que lo vuelve diferente. La gente no se suicida
porque sí.

Minutos después, Cifuentes llega a un edificio enorme donde personas de todos


los estratos y características entran y salen. Algunos esposados, seguidos de
policías que a veces lo saludan. Conoce a muchos, y piensa en los que saben
hacer su trabajo y los que podrían estar haciendo muchas otras cosas.

Baja del auto sin mucho afán, sin el ahínco que le ponía a los casos cuando
comenzaba como inspector en esa extraña estación, donde pasaban días
enteros sin que llegara algo realmente interesante, algo que pusiera a prueba
su capacidad para atrapar al criminal. Era frustrante estar pendiente de las
nimiedades básicas de su trabajo, sabiendo que afuera había alguien
esperando no ser atrapado.

En la entrada de la oficina, una bonita recepcionista lo saluda de manera


cordial. Reconoce en Cifuentes aquel joven que llegó hace años a preguntar
por el juez, y en esos días su vestido era el corriente para alguien recién
ascendido. Pero hoy no, hoy entra con su gabardina tan oscura, tan especial
para esa personalidad rígida.

Cifuentes hace un ademán de saludo, pero sigue su camino y entra en la oficina


del juez. El ambiente es tenso como siempre, con teléfonos sonando como
desde el primer día, con esa atmósfera que respira problemas. Un hombre
duerme en una silla al lado del policía, que lo vigila casi sin respirar. En el
fondo, una mujer camina de un lado para otro, seguramente esperando la
sentencia de alguien desconocido, pero especial para aquella mujer tan común.

El edificio es seguro, piensa. Y no lo dice por tantas personas distintas, tan


sospechosas, tan diferentes del perfil de la persona correcta que tiene
Cifuentes. Las paredes son macizas, las puertas de madera antigua, el piso
está recubierto de baldosas que forman figuras al azar. Recuerda una noche
que quiso quedarse por alguna razón hablando con aquella recepcionista, y
cuando ella le sonreía el lugar empezó a sacudirse.

Fueron momentos angustiantes para Cifuentes. La gente corría por todo lado,
intentando resguardarse de la lluvia de escombros que caía sin cesar. Ese día
él llegó por error al juzgado, pero quedó paralizado al ver en las calle los carros
chocando, las personas angustiadas, el árbol que destruyó una casa como si
fuera un cuchillo en el queso de la noche anterior.
Pero ahora todo eso son recuerdos, de los cuales quedaron marcas casi
imborrables en su mente y en la ciudad. Ahora camina hacia la oficina de su
viejo amigo juez.

- Ya te estaba esperando. Imaginé que vendrías desde que oí la noticia del


centro.

- En ese caso, necesito una orden para las cosas de la víctima. He encontrado
donde vivía, y lo mejor será hacer las cosas legalmente.

El juez piensa un poco, luego se levanta y saca una gran carpeta con el título
"Especiales".

- Debo tener algo similar acá. Estas cosas no pasan muy a menudo, pero creo
que no tendré problema. Mientras tanto, cuéntame que ha pasado con esa
"Marina" que me decías la otra vez.

Cifuentes sonríe un poco. Esto demuestra que Gabriel es el mismo de siempre,


pendiente de esas pequeñas cosas que nada tienen que ver con el trabajo
tedioso de un juez y un inspector de policía.

- Bueno, pues no ha pasado mucho en realidad.... Hemos hablado algunas


veces, y me cuenta cosas de como va en su trabajo, pero no hay mucho que
contar.

- ¿Has vuelto a salir con ella?

- No, aunque creo que esta noche será. ¿Has encontrado algo?

El juez duda un momento, pues recuerda la sentencia de un caso que le trajo


problemas.

- Este servirá. Otro caso en que no se sabía nada del suicida.

Extiende una carta algo amarillenta en las esquinas, con esa firma tan
característica del juez que tiene al frente. Cifuentes parece recordar algo del
caso, pero sabe que en ese momento él ni siquiera era policía, y la lee varias
veces cerciorándose que el contenido se ajuste a el caso.

- Bien, solo habrá que cambiar la dirección y el nombre de la persona. Pero


hay algo más: ¿recuerdas algún caso en este juzgado sobre "inducción al
suicidio"?

- Es gracioso que lo preguntes. Justamente esta mañana, mientras buscaba un


libro de anotaciones del año pasado, entre los archivos encontré algo que me
llamó la atención. Esos casos no son muy frecuentes - y abriendo un cajón,
saca lo que parece ser un veredicto.

Cifuentes, esperanzado en encontrar la primera pista real de un caso que no


entiende, ha preguntado al juez creyendo no obtener respuesta. Y ahora está
ahí, sentado con un caso real en las manos, como si él debiera escoger entre
imaginar o seguir siendo ese metódico personaje del que los demás jefes
hablan.

A pesar del lenguaje estricto de los juzgados, Cifuentes imagina el aspecto de


las personas en la sesión que describe el documento. Muchas personas,
atentas, a la expectativa de lo que ocurre en la sala, dispuestos a declarar si
fuese necesario. Seguramente algún periodista tomando notas, una mujer (de
cualquier relación, hermana, madre o amante) llorando porque no sabe que
ocurrirá. Los abogados, atentos al despiste del otro para caer ahí, como garzas
en caza de un pobre pescadito. Y entre todos, un hombre solitario, con la cara
triste pero con el corazón cerrado, impenetrable a pesar de las preguntas,
pesquisas y rodeos del caso.

El policía, sentado, imagina:

- Señor Juez, es importante recordar que mi defendido es, como ustedes


pueden ver, una persona normal. Nada hay en su semblante ni en su manera
de actuar que indique esa personalidad maquiavélica que quiere mostrar la
fiscalía. Miembros del jurado, ¿creen que alguien como este hombre, querido
por muchos y estimado por quienes lo conocen, sería capaz de incitar a alguien
al suicidio? En mi opinión más objetiva, no lo creo ni lo considero.

El policía lee, todo está ahí, tan claro, pero como siempre en esos casos, la
verdad no se sabe hasta el final.

Cifuentes mira al juez de forma extraña. Ha notado que, en muchos de sus


casos, el juez que se convirtió en su amigo se le adelanta, siempre tiene una
respuesta más allá de la perspicacia y las corazonadas del policía, sabe como
ocurrirán las cosas.
- ¿Es posible, acaso?

- Sí, es posible. Sabemos que últimamente no ocurren muchos suicidios por


acá, y aunque nunca se terminen siempre estará esa posibilidad. Ya ve, la
persona que aparece ahí fue acusado, y aún está en la cárcel.

Intenta decir algo, explicar que no hay ningún indicio de tal crimen, pero
recuerda que muchas veces el juez ha tenido razón. Ese mismo juez, aquel
que ahora rehace la carta con los datos suministrados por Cifuentes, ha sido el
mejor aliado en tantos de sus éxitos.

- Bueno, creo que es todo - toma una orden de registro de evidencias de la


impresora, saca un sello gigantesco, y mientras lo hace sonar contra la hoja,
añade - es posible, sin embargo, que necesites más de estas.

Cifuentes no entiende, pero en el rostro perspicaz del juez nota una ligera
sonrisa.

Sale de aquel lugar tan lleno de recuerdos, dispuesto a hacer lo posible para
desentrañar el misterio de Carlos. Pero el juez le ha dado muchas pistas, sus
corazonadas a veces son la base de sus largas investigaciones.

En el cielo ya se nota el sol del mediodía, y a lo lejos una nube un poco oscura
anuncia que lloverá como siempre. El policía a quien tantos colegas saludan
sube a su auto con la esperanza de una tarde provechosa. Como tantas veces
ya sabe como procederá, pero nunca está seguro de los resultados de su
investigación.

- - - -

- ¿Algo ha pasado mientras volvía?

- Pues, dos hombres salieron de la habitación del lado. He hablado con ellos y
me contaron que no sabían mucho del hombre. Son hermanos, llegaron acá
hace una semana y trabajan en el centro, pero ayer estaban en el norte y no
sabían nada de lo ocurrido. También interrogué a las demás personas del lugar.
Un hombre llegó ayer, no sabía nada de un pintor, aunque sí había sentido el
olor a trementina. Una mujer de dudosa reputación lo había visto varias veces,
pero solo pudo decir que era calmado, y que solo una vez lo oyó gritar.

- ¿Gritar? ¿Cuando, porqué razón?


- Parece que ese día no estaba realmente inspirado, gritó algo en francés que
no pudo entender pero se relacionaba con la pintura seguramente.

- Hace cuanto sucedió eso?

- Hace como una semana. Otras personas están acá hace una semana o
menos, y solo sabían que allí vivía alguien, pero nada más. ¡Ah, y algo
importante! Por las noches hablaba en francés y cantaba algo seguramente de
amor pero muy bajo, me dijo el hostelero.

Cifuentes piensa un momento, pero decide continuar. Entrega la orden al


hostelero, quien la lee por encima (seguramente ha visto muchas) y los deja
pasar. Adentro todo sigue así, tan quieto, tan calmado, tan imposible de
evolucionar.

- Bien, llevémonos todo y vayámonos de aquí.

Con el cuidado que el momento requiere, Beltrán y Cifuentes recogen los libros,
los papeles, el trapo en el piso con muchos colores de óleos, el atril con la
pintura sin terminar y muchos pinceles. Un portaplanos también tiene otras
obras del muerto. En un armario negro encuentran pocas prendas de vestir,
todas del mismo estilo y en colores pálidos, sin el trozo de vida que
normalmente tiene la ropa que se ha puesto alguien.

Después de tomar algunas cosas más y meterlas en una bolsa, el inspector se


acerca a Luis, quien lo mira como reprochándole no preguntar nada sobre las
cosas.

- Bien, estaremos hablando, seguramente. Le avisaré si encuentro algo más


sobre la muerte del señor Tremond.

- No me podría importar menos, pero si quiere llámeme. Ya tiene mi número.

Los policías se suben al auto, y piensan casi al unísono que las posibilidades
de ver una sonrisa en el rostro del hostelero son nulas.

- ¿Alguna novedad?

- Nada importante. Han traído a un par de borrachos de anoche, una mujer


quería hacer un denuncio porque su esposo ha desaparecido, pero solo desde
anoche, y el juez de siempre llamó. Dijo que cuando supiera algo le dijera.

- Bien. Beltrán, encárguese de averiguar acerca de los documentos que


encontramos en la pieza. Yo revisaré sus demás pertenencias y las pinturas,
no creo que nos digan mucho, pero no puedo desechar una posibilidad.

El tiempo en la estación pasaba de modo diferente a la calle. Allí Cifuentes y


sus subalternos trabajaban solo pensando en las posibilidades de sus casos, en
las derivaciones de una pista que los llevara al criminal, a sacar conclusiones
cuando los datos no eran relevantes. Nada tenía que ver el tiempo. La
estación se encargaba de esos archivos que a nadie le gustan, esos embrollos
especiales, dignos de un segundo vistazo y que terminaban muchas veces
inconclusos por falta de pruebas.

Pero eso no era lo más especial de la estación. Cada persona, cada policía
desde que llegaba allí notaba algo distinto. Tal vez fuera el toque misterioso
que le ponía Cifuentes al lugar, mezcla de una película en blanco y negro (con
sus silencios repentinos y extrañamente largos) y un poco de agitación derivada
de los líos mentales que se armaban los detectives.

Cifuentes se sienta en una silla, mira su computador y nota que las nimiedades
administrativas llenaran su agenda del día siguiente. Eso no le preocupa. Es
más importante para él el hecho de un pintor extranjero muriendo en el centro
de la ciudad sin ninguna explicación, sin un grito de desesperación como
alguien que no quiere vivir un segundo más.

Abre el atril, aún con los guantes puestos, y extiende una a una las pinturas
encontradas en la habitación. Todas son expresiones sencillas de alguien
solitario, sin más esperanza que la de mostrar su interior a través de los colores
y las formas de sus cuadros.

Solo una llama la atención de Cifuentes. La pintura incompleta que aún


permanecía en el bastidor cuando entraron a la habitación.

El policía trata de analizarla un momento, sin procurar una palabra. Beltrán, en


el escritorio de al lado, también la ve mientras hace las llamadas de los
documentos, pero cada vez que intenta decirle algo él le replica:

Ahora, estoy tratando de pensar.

Y vuelve a su análisis.
Llega a la conclusión de que no sacará nada más de ahí. Empieza a sacar de
las bolsas las pertenencias de Tremond, y las pone una por una en una mesa
vacía que ha arrastrado hasta allí para tal fin. Levanta el teléfono y llama a un
forense, quien en pocos minutos está allí tomando fotos, haciendo mediciones,
verificando cualquier dato posible.

- Me tendré que llevar estas cosas, para hacer averiguaciones.

- ¿Usted me asegura que todas esas pertenencias son del suicida de ayer?

- Estoy casi seguro, pero como le digo, tendría que examinar más a fondo.

- Bien, están a su disposición.

El forense vuelve a poner las cosas en las bolsas, guiña un ojo al inspector que
le hace una señal de “adiós” y se va.

- Bueno, creo que tendré que llamarla.

- Ya me lo imaginaba Jefe – y sonriendo, Beltrán le dice – tendrá que llamar a


esa, ¿cómo se llama? Sara. Hace rato no sabemos nada de ella.
Seguramente le ayudará.

- Lo sé, pero ya sabe usted como se pondrá cuando le diga que necesito de su
ayuda.

Hablan de Sara Perdomo, la pintora y crítica de arte envuelta en el escándalo


de las pinturas de Estados Unidos. Esa vez Cifuentes llevaba días sin un caso
real, cuando la noticia de el robo de unas pinturas extranjeras llenó su agenda
por varias semanas.

- Estoy llamando a Sara Perdomo.

- Con ella habla.

- Sara, habla con Cifuentes, el de la policía.

- Tanto tiempo, señor Cifuentes. No hablaba con un policía desde que me


despedí de usted en la galería. ¿Acaso pretende inculparme en otro caso de
seducción y rateros?
- No, señorita Perdomo – haciéndole una mueca a Beltrán, como queriendo
decir “no ha cambiado” - necesito de su ayuda en un caso de suicidio y pocas
pistas...

- Suicidio, interesante... Si está en su oficina, llegaré allá en quince minutos.

- Bien, aquí la esperaré.

- - - -

Como era de esperarse, la señorita entra transcurridos menos de veinte


minutos. En su rostro Cifuentes ve aún esa mirada maliciosa que se burla de
todo lo que ve, sus labios provocativos como queriendo sonreír, y la actitud
alegre de quien sabe que tiene la razón. No ha cambiado nada en estos cinco
años, piensa.

Es como si siguiera atraído de la misma forma, con el sentido de que nunca


ocurrirá nada ahí. Son tan diferentes. El policía es una persona analítica,
seguro de si mismo, vacilante solo en los momentos donde los indicios son muy
pocos. Nunca se predispone, nunca crea ideas sin saber realidades. Sara
Perdomo es muy distinta. Vive con el deseo latente de burlarse de la sociedad,
de los pintores, de la señora de la tienda, de toda persona que entable una
relación mínima. Pero sabe cuando esconderlo.

Muchos años atrás, cuando era una señorita y empezaba a destacarse en las
manualidades, un profesor le preguntó:

- Eso que haces, ¿crees realmente que es arte?

- No sé si es arte, pero sé que usted nunca lo consideraría así.

- ¿Porqué lo dices?

- Porque para ver el arte, hay que ser artista en algún aspecto. Usted solo es
un profesor.

La situación conllevó muchas risas en el salón, y una suspensión de una


semana por burlarse supuestamente. Pero desde ese día Sara se burlaría de
sus compañeros, de sus papás, de los policías, de la sociedad.

- Un momento, tengo que ver esto - dice antes de que hable Cifuentes, y pone
el dedo en la boca como señal de silencio.

Ningún agente en esa oficina había visto alguna vez que callaran a su jefe, pero
todos hacían silencio. Sara permanece ahí, quieta, mirando la pintura
demasiado tiempo. Tal vez pasen cinco minutos o un poco menos, y después
de eso quita el dedo.

- ¿Donde ha conseguido esta pintura?

- Todo parece indicar que el que se suicidó la pintó.

- ¿Cómo se llamaba? - y notando la cara de Cifuentes que la mira con


extrañeza, añade - normalmente usted es el que hace las preguntas, pero esta
vez no hago parte del caso.

- Tiene razón. El pintor se llamaba Carlos Tremond.

- ¿Seudónimo?

- Por lo que sé, ninguno. Tenemos otras pinturas, y todas firmadas con su
nombre.

- Que extraño, no había visto una obra así. Tal vez hayan notado que la pintura
está sin terminar, pero lo hizo a propósito.

- ¿A propósito? ¿Porqué dice algo así?

- Sé que ustedes no entienden de esto - señalando el cuadro - como lo


demostró la otra vez. Pero quien hizo esto quiere decir algo. Para que
entiendan, es como si alguien escribe un libro pero el mensaje no es el libro,
sino la razón de hacerlo.

- Entonces, ¿que puede concluir de la pintura?

- Varias cosas, pero empecemos por que usted saque una hoja y anote lo que
le voy a decir.

Los agentes más jóvenes, que no estaban cuando el caso de las pinturas, los
miran con un poco de estupefacción. Ella lo trata como si fuera su jefe, y él no
dice nada. Beltrán se da cuenta de aquello, y les hace un gesto como de "luego
les explicaré".

- Bien, escriba esto:

La pintura presenta rasgos distintivos de una personalidad aburrida, pero nada


vacilante a la hora de tomar decisiones. Sus trazos son lentos, calmados,
bastante pensados porque todo color es importante para él. Muestra la escena
de una mujer solitaria, sentada de espaldas en una silla de madera muy común.
La silla se encuentra en una tarima de un teatro conocido de la ciudad, pero en
el público solo hay un hombre, que la mira como esperando que algo ocurra.

La mujer lleva un vestido largo color beige. Tiene la cabeza baja, como
mirando el piso o pensando en lo arrepentida que está. No hay escenografía
adicional. Puede ocurrir cualquier cosa en el siguiente momento, pero ella
sigue así, quieta, esperando el momento para voltear y realizar su actuación.

Detrás del telón derecho, un poco escondido parece estar el pintor, haciendo
parte de la escena.

- Un momento Sara. ¿Dice usted que el pintor está en la escena? Usted no ha


visto la foto del hombre, es posible que nunca lo haya visto.

- Siempre tan metódico, tan sistemático, tan cuadriculado... Anote lo que le


digo, luego le explicaré porque el pintor está en la escena.

En las manos tiene una hoja, puede ser una carta, un recorte de papel, un
pedazo de un libro. No lo sé.

- Eso es todo.

- ¿Eso es todo? Eso no me dice nada, señorita Perdomo.

- Claro que no le dice nada. Usted es como esos computadores nuevos, que
resuelven conflictos laborales con darles los datos de la situación, pero no dan
una opinión, no razonan con el corazón, con los sentimientos. Dese cuenta que
todo lo que nos dice esta pintura está ahí, y usted no lo ha querido ver.

- ¡Un momento, Sara! - se da cuenta como le ha dicho, y baja el tono - señorita


Perdomo, recuerde donde está y con quien está hablando. No puede venir aquí
a decirme que soy un tonto.
- Es gracioso. Primero que todo, fue usted el que me citó acá. Además, solo le
estoy dando mi opinión sobre una obra que me parece esplendida. Este cuadro
no está terminado. Si gusta anotar, le diré más cosas que se pueden ver.

- Está bien, pero tenga cuidado, señorita.

En la base de la pintura se ven unos puestos vacíos, pero la pintura no está


terminada. Sus espacios aún están en blanco, y se nota que planeaba llenarlos
con más personas, por el tamaño del vacío. El pintor sigue expectante.

- Yo creo que eso es lo que hay que decir de la pintura. Lo demás es cuestión
de imaginar algunas cosas: El hombre, el pintor de esta obra, era una persona
solitaria, aburrida, pendiente solo del día de mañana. No necesito ver las otras
obras para saber esto, Cifuentes. Los colores, los matices, la disposición de las
personas en el escenario, todo lo indica. Pero aún hay algo más.

- ¿Algo más? ¿Y que podría ser, según usted?

- Si no estoy equivocada, Carlos Tremond es de esos pintores que deja su firma


en su cuadro. Y, claro está, me refiero a la forma de pintar. Pero hay algo que
no va en este cuadro. Permítame ver otra pintura.

Camina hacia el portaplanos, a lo cual Cifuentes se le adelanta.

- No puede tocarlas, es una evidencia - y le ayuda, aún con los guantes, a abrir
el portaplanos y sacar una de las pinturas, que pone en el bastidor.

- Si, es como yo pensaba. Note usted que en esta pintura todo se describe,
todo tiene su propio significado. Es su misma actitud, metódico, dicente, va
siempre al punto y no da tantos rodeos. Pero en la pintura de la mujer sentada
hay cosas escondidas. Por ejemplo, la hoja que sostiene la mujer tal vez diga
algo, pero a simple vista no se ve. El pintor supo algo que cambió su manera
de pintar, pero a último momento, por eso la pintura está incompleta.

- ¿Cree usted que sea necesario saber eso?

- Claro que sí Cifuentes. Es la clave de este suicidio.

El silencio, que es algo tan normal en esta oficina, poco a poco hace que las
caras de los agentes giren hacia donde está Sara. Incluso un policía que acaba
de entrar voltea a mirarla, esa mirada burlona, ese gesto de satisfacción al
saber que sabe algo más, esa sonrisa un poco fingida y un poco buscada.

Sara mira a Cifuentes. Está pensando al parecer, pero no lo demuestra a


simple vista, solo está atento al cuadro, expectante a encontrar algo más.

- Bueno, no lo puedo ayudar más por ahora. Si me necesita, estaré en mi


galería.

Y diciendo esto, voltea y empieza a salir de la estación. Cifuentes quiere decirle


que no se vaya, que le diga algo más de lo que sabe (está seguro de ello) pero
su orgullo no se lo permite.

- Bueno, Beltrán, ¿que ha encontrado en los papeles?

- - - -

Desde ese momento pasaron días aburridos en el caso de Carlos. Beltrán


había encontrado que todos los papeles de inmigración e identificación estaban
correctos, que había llegado aproximadamente tres semanas atrás, y que había
comprado el tiquete de vuelta, un tiquete que nunca usaría.

Nunca se supo de un familiar que pidiera el cuerpo del pintor, ni siquiera


encontraron un pariente real en México. Por los registros que se encontraron
en el Distrito Federal era hijo único, descendiente de una familia franco -
mexicana. Los apellidos europeos de su padre se perdían en un pueblo al
norte de Francia, y los latinos de su madre pertenecían a una mujer granjera en
el estado de Tamaulipas.

Siempre recibieron la mayor ayuda del consulado, y aunque hubo intentos por
parte del cónsul para trasladar el cadáver nadie lo recibiría en México. Carlos
era una persona con pocos amigos, y quienes lograron relacionarse con él lo
recordaban como alguien aislado, distante y un poco aburrido.

Después de tres días de agotar los recursos posibles, Cifuentes se decidió por
hacer un muy modesto entierro en el cementerio de la policía, autorizado por
sus superiores y con muchos "problemas presupuestales", solucionados por él
mismo y la visión triste que tenía del suicida.

Una semana después de que el cuerpo fuera enterrado, y siendo ya tarde, el


teléfono de la comisaría suena.

- Comisaría de Policía Central, habla Cifuentes.


- Buenas noches señor Policía. Disculpará que vaya a mi punto, pero lo llamo
desde México.

La voz suena definitivamente mexicana. Cifuentes nota en el identificador un


número muy largo. Es extraño para él, porque esperaba esa llamada desde el
día del entierro. El cónsul le dijo que había encontrado a alguien cercano a
Carlos, quien ya había puesto un denuncio por desaparición y quien al parecer
se llamaba Elena.

- ¿Se llama usted Elena?

- Sí, y no me sorprende que sepa de mí. Acabo de hablar con el señor Cónsul
allá en Colombia. Fue difícil encontrarme, pues hace poco cambié de
residencia, incluso de ciudad, y mi mamá fue la que supo.

- ¿Tiene algo que contarme sobre Carlos?

Cifuentes siente las lágrimas corriendo por las mejillas de Elena.

- Pues, no mucho realmente. Era una persona solitaria, de muy pocos amigos.
Sé que se hablaba con un primo lejano de Francia, y lo conocí como pintor en
una galería. No le iba muy bien con la profesión, pero le encantaba pasarse
horas recreando imágenes. Mi cuate era gracioso cuando realmente lo quería,
pero vivía con lo básico y se la pasaba haciendo encargos de pinturas y arreglo
de interiores.

- ¿Sabe usted porqué, estando en una situación regular, decidió venir a


Colombia?

- Pues, no lo podría jurar, pero por lo poco que me contó conoció a alguien de
allá hace algunos años. Creo que se llamaba Sofía. Hace unos meses se
encontró por casualidad en la calle con ella. Le contó de un proyecto en
Colombia, y desde esos días no supe más de él.

- Comprendo. ¿No tiene más datos sobre esa tal Sofía?

- Podría decir que era bonita, se notaba en los ojos de Carlos. Había algo que
no me gustaba en lo que me contó, y era que siempre parecían coincidencias
las veces que se encontraban, pero ya sabe usted como son esas cosas. A
pesar de que las ciudades sean tan pequeñas, uno termina encontrarse con
alguien cuando le toca.
- Entiendo. ¿Ese es su número de teléfono?

- Sí. Le parecerá raro que, aún en estos días me quede difícil llamarlo desde mi
casa, pero no estoy en la mejor situación. Me dedico también al arte, pero en
otros aspectos.

- Una última pregunta. ¿Sabe algo acerca de una pintura de Carlos, en que
aparece una mujer de espaldas al público?

Elena vacila uno o dos segundos.

- No, no lo creo. El estilo de Carlos era muy simplista, trataba de explicar todo
en sus pinturas, y sin embargo lo consideraba único.

- Bien, no es necesario nada más. No le quito más tiempo Elena, y de nuevo


muchas gracias.

- No, muchas gracias. Llámeme si sabe algo más, pero no creo que lo
encuentre. La vida de Carlos era tan simple...

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