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Mi problema victoriano

En pleno apogeo de la revolución “industrial”, cuando un tal Mendel presenta informes


sobre herencia genética y un inteligentísimo Robert Lee da explicaciones sobre el proceso
biológico del que las damas hablan en voz baja y los hombres ni comentan, ese fenómeno
llamado menstruación, la sociedad victoriana sigue padeciendo prejuicios y ausencia de
libertades, que nos afectan principalmente a nosotras: las mujeres. Ya desde siglos pasados se
ha creado el mito de la mujer prácticamente asexuada, abocada a la única célula necesaria
digna, es decir a su familia y debilitada por la instrucción , que las conduce, según el
protocolo vigente, a una excelencia femenina. Las sociedades reparten sus roles y siempre
le toca a la mujer la parte pasiva, una marginación disfrazada de hogareñas sumisiones.
Lamentaba por aquellos días el hecho de que las mujeres se deleitaran leyendo la “Pamela”
de Richardson . Yo me decantaba con Mary Wollstonecraft y su “Vindicación de los
derechos de la mujer”. Pocas mujeres parecían reaccionar a la reclusión como “ángeles del
hogar” y expulsadas respetuosamente de una digna vida laboral.
No obstante algo más, algo peor, empeoraba mis circunstancias en esta sociedad patriarcal
y mal adoctrinada. Yo había nacido con unos enormes genitales.
Haber nacido en esta época victoriana pudo haber sido casi destructivo para mí, como los
ginecólogos decían, la niña con una “rareza genital”. Para ellos, los facultativos, he sido un
novedoso experimento y una inexcusable causa de morbo feroz. El tamaño enorme de mis
genitales causaba admiración, horror, curiosidad, pero nadie hacía nada por mí porque eso
iría en detrimento de la familia. A mis padres, que me querían tanto, les espantaba la idea de
que esto saltase a la luz y fuéramos señalados por el resto de la sociedad moralista que ya los
asfixiaba.
¿Y si mi madre no fuera más invitada a las tertulias que ofrecía Mrs. Daisy o en la iglesia
anglicana fuésemos observados con recelo?
¿Y si mi padre, quien ocupaba un alto cargo directivo, se convertía en el hazme reír de los
banqueros y le perdían el respeto?
Yo había nacido el mismo año en que La Gran Exposición tuvo lugar. La partera que atendió
a mi madre, cuando me recibió en sus manos, dio un
grito de asombro. Allí comenzó mi desafío a la ciencia y el sinvivir de mis padres.
Mientras que el siglo parecía estar ávido de progresos y las fábricas y los ferrocarriles se
multiplicaban imparables, mis padres estaban abocados a esconder mi problema. Pero
fueron los dolores que me asaltaban cada vez que veía a los bañistas en las playas aquello
que comenzó a preocuparlos en demasía. Mi nacimiento marcó un resquicio en sus vidas.
Uno de los mayores objetivos de las familias con hijas mujeres era encontrarles un buen
partido, una futura solvencia económica, un lugar destacado en la sociedad. Nos educaban
con los conocimientos básicos, pero los “extras” eran en realidad donde hacían hincapié:
bordado, francés, piano, tonterías. La subordinación en la que nos sumergían era para mi
modo de ser devastadora y ,sumado a ello, la inmensidad de mis genitales, mi permanente
estado de excitación conforme al tamaño excesivo de mi aparato reproductor, conformaron
una situación de elevada gravedad.
Mis amigas, mis hermanas, yo misma, éramos encerradas en una jaula dorada, esperando al
hombre redentor, y aceptando con docilidad los roles socialmente aprobados y haciendo de
la actividad sexual una actividad meramente con funciones reproductivas. A nadie le
importaba si aquellos universos femeninos gozaban de su sexo, si llegaban a un orgasmo, si
en sus mentes alentaban otra clase de fantasía. La maternidad era la principal causa de
preocupación y se abocaban a ella con una diligencia inevitable.
El hombre victoriano había reducido a la mujer a una utilidad portadora de óvulos fértiles
que aseguraran la especie y el lugar apropiado en la sociedad que a pesar de su transición
notable, todavía no reaccionaba.
Desde muy joven y por estar expuesta a las idas y venidas de mis padres que buscaban con
vergüenza y silencio una solución para mi abundancia sexual, fui incorporando ideas ajenas,
ideas mías, y así sacando mis propias conclusiones.
Muchos facultativos aseguraban que el cerebelo de los hombres, por ser de tamaño mayor
que en las mujeres, los dotaba de deseos sexuales dominantes y aceptables mientras que las
mujeres sólo tenían ese deseo de posesión y dedicación para sus hijos.
Pues yo he roto las reglas. No describiré mis genitales porque en verdad no lo considero
pertinente.
Bien sabía desde muy niña que yo era diferente, pues al bañarme con mis hermanas
observaba con abstracción la armonía entre sus piernas mientras que mi anatomía asomaba
abundante como la pulpa de un melocotón. Pero mis hermanas y yo éramos sencillas de
corazón; creíamos que así como muchos nacían ciegos, cojos o con alguna malformación, yo
había nacido con esta abundancia genital. Y nada más.
Un día escuché a mis padres hablando en el Foyer y con mucho recato, sobre la inmensidad
de mis órganos. Estaban planeando una visita, una consulta secreta a un nuevo ginecólogo
que había llegado a Southampton.
Una mañana soleada, mi madre, envuelta en un foulard violáceo, cubriéndose el rostro,
temblorosa y con su rostro arrebolado de vergüenza, me llevó a una consulta. Ahora que ya
soy adulta, me doy cuenta de que además del asombro que conmocionó al especialista, lo
atrapó un morbo voraz, irremediable. Desde esa primera consulta, el hombre inducía a mi
madre , bajo el pretexto de una posible solución, a llevarme una vez por semana. Él
pensaría que yo era una adolescente precoz, pero lo que él tendría que haber sabido era que
mi deseo y mi carga hormonal iban de acuerdo con el tamaño de mis inmensos genitales.
Mientras mi madre se quedaba fuera con un rosario de cuentas de nácar entre sus manos con
guantes de seda y un pudor inimaginable, mi bellísima desnudez permanecía reflejada en
las gafas del médico por largo, largo rato.
Pasado un tiempo prudencial, él me rogaba que me acomodara las enaguas, y se colocaba
detrás de su escritorio haciendo entrar a mi madre , que pasivamente se sentaba en la
banqueta de pana roja del consultorio para escucharlo. El médico, mientras que con
disimulo secaba el sudor que le caía como cataratas por la frente, hacía mucho hincapié en
su deber como madre de traerme la semana entrante.
Pero mi salud era increíblemente buena. Yo crecía sana, exuberante y dichosa. “Cuando la
naturaleza agrava las dificultades, aumenta al mismo tiempo el ingenio”, decía Emerson,
hombre inteligente que defendía los derechos de la mujer.
El siglo urgía de nuevas voces y aun así muchos intelectuales seguían sosteniendo la
falacia de la menor capacidad de reflexión de la mujer.
Mucho me alegró cuando en una tertulia de los sábados por la tarde en la casa de Mrs. Daisy
supe que frenólogos americanos apoyaban ética y moralmente a las mujeres para que
obtuviesen formación médica profesional en la Central Medical de Siracusa. Yo no sabía
dónde quedaba aquello, pero sí que estaba en alguna parte de América. Ojala mi padre
hubiese querido saber sobre los logros y avances que iba obteniendo la mujer, pero se
negaba a ello.
La preocupación de mis padres se alivió cuando lograron casar a mis hermanas y se
aseguraron así su permanencia en una posición acomodada. En cambio, con solapado pudor
y cuidado, me fueron enclaustrando en mi propio hogar, en la sala de invierno, cercando la
amplitud de nuestros espaciosos jardines, donde nadie me pudiera ver ni preguntar por mí.
Además, yo era una mujer bellísima. Me parecía a las mujeres de Rubens, voluptuosas,
ideales, fuentes de un erotismo triunfal, en mi caso acentuado por la explosión hormonal
cotidiana, algo que escapaba a mi voluntad.
Mis padres temían que me enamorara o que alguien se enamorase de mí, hecho que parecía
inevitable, repito, por mi belleza y mi sensualidad. Temían que aquello ocurriese pues
tendrían que evitar el compromiso para ocultar mi problema de abundancia. La negativa ante
la posible pedida de mano se expandiría como un reguero de pólvora.
¿Cómo podrían explicar que yo , con este rostro níveo y esta cabellera que caía como un
torrente dorado, ocultaba entre mis piernas un tremendo órgano genital y que muy a pesar de
ellos, iba necesitando cada vez con mayor intensidad, su contrapartida masculina?
No se atrevían a darme una solución simplemente por no enfrentar a una sociedad de
hombres ciegos, adormecida e hipócrita. Preferían esconderme en la jaula dorada y rosa de
los cuartos de mi casa.
Para calmar los dolores que me provocaban mis deseos, pasaba horas y horas en la biblioteca
de mi padre, admirando a Stuart Mills, a Jane Austen, a Emerson . Trataba así de gastar algo
de mis energías en la aventura de la lectura que me transportaba a mundos inteligentes,
lúcidos.
Pero…¿Cómo podía culparlos? El mismo Aristóteles, fuente inagotable de la cultura
occidental , había afirmado que el nacimiento de una niña era un error en el proceso de la
incubación y que la mujer era , por naturaleza, un ser defectuoso.
¿Pitágoras? ¿Y Tomás de Aquino? ¿Y San Agustín? Y encima Darwin con la teoría de la
evolución dejaba un hueco en la escala evolutiva. Eso dejaba a los hombres atónitos, en
dudosa posición. ¿Quién llenaba los huecos? Los salvajes y las mujeres, porque eran de
inferior condición.
No obstante, rumores de mujeres luchando por igualdad de condiciones, por respeto a la ley
de la complementariedad entre hombres y mujeres, se estaban haciendo oír. Yo quería hacer
algo también, por mí, por ellas pues sabíamos inteligentemente que en este mundo no hay
seres ni superiores ni inferiores, sólo diferentes. Y aun así esa diferencia era lo que mantenía
a la raza humana en un eterno devenir de frutales sensaciones sensuales. Claro, yo entendía
la razón antropológica del complejo masculino , pero no quería centrar mis energías en ello,
sino en los derechos merecidos de las mujeres que, como yo, caminábamos en contra de un
viento insensato de injusticias.
Con mis hermanas ausentes y el invierno pegado a las ventanas aplastándolo todo en una
quietud sepulcral, las conversaciones entre mis padres eran perfectamente audibles. Así supe
con horror que estaban pensando en enclaustrarme en una residencia para mujeres, una
suerte de convento para mujeres enfermas. Optaban por mi reclusión. No soportaban el
mundillo hablador e hipócrita, ese acartonado entorno social que los convertía en la
comidilla de sus habladurías.
Comencé a preocuparme, cada vez más. Temía por mi posible ostracismo.
Inesperadamente, para fines de Abril , llegó a mi hogar un joven , hermano del esposo de mi
hermana que, de viaje a Londres , se había sentido indispuesto y pensó en hospedarse en
nuestra casa hasta su recuperación. Sólo era una cuestión de días.
Mis padres lo recibieron cortésmente pero con un dejo de preocupación en sus rostros.
Obviamente al verme quedó obnubilado con mi belleza. También lo conmovió la agitación
de mi cuerpo, pero yo nada podía hacer. Él era mi posible proveedor, un calmante a mi
necesidad imperiosa y además era atractivo y buen lector. Y denostaba a Baudelaire por sus
ofensas a la raza femenina.
Al comienzo, su asedio fue subrepticio, después manifiesto. Primero me comporté como se
esperaba que una dama victoriana lo hiciera, con cierto recato, cierta delicadeza, dejándome
seducir con esforzada mojigatería. Sabía que no aguantaría mucho tiempo, por eso me sentía
en la obligación de contarle la verdad. Y lo debía hacer antes de consumar mi gran
revolución sexual. Era huésped en mi hogar y por ende se movía con mucha formalidad
cuando mis padres rondaban por los cuartos y con moderado respeto cuando estábamos
solos. Él ignoraba mi problema de abundancia genital y atribuía mi ligero rechazo a una
mayor intimidad, a una consecuencia de mi educación victoriana.
Pero en la biblioteca, en el jardín de invierno, en mi propio cuarto, cuando mi padre se
ausentaba en su despacho y mi madre asistía a las tertulias de Mrs. Daisy , nuestros
acercamientos se hicieron cada vez mas peligrosos. Sabía que enloquecía por mí. Y yo por
él. Pero mucho más aun, nos enamoramos. Nos mirábamos con admiración y deseo mientras
hablábamos de Rousseau , de Aphra Bhen, de Lope de Vega. Era perfecto.
Mis padres habían dispuesto mi traslado para fines de ese Abril enajenado. Nuestra
desesperación fue fatal, pues estábamos unidos por un amor bueno y puro, carnal e
intelectual, sumergidos en una comunión sincera y en esa maravillosa etapa de conocernos
un poco más cada día. Mi corazón estallaba de júbilo con su solo recuerdo, mi cuerpo se
impacientaba, mis suspiros competían con el viento y él, noble y arrobado, me hablaba de su
amor y su deseo, con honestidad y complicidad, y de una promesa de boda.
Entonces decidí decirle la verdad sobre mis enormes genitales. La verdad y el amor debían ir
de la mano.
Una vez que nos quedamos solos en la biblioteca, intenté, juro que intenté, declamar el
discurso repetidamente practicado con antelación, buscando las palabras más acertadas, más
gráficas para que él tuviese la acabada idea de lo que se encontraría entre mis piernas
porque supuse que debía estar preparado para semejante visión, para que no se asustase o
le causase locura o rechazo. Yo había repasado aquel discurso con palabras simples, con
palabras intrincadas, con gestos, sin gestos, pero llegado el momento todo se desvaneció en
una niebla febril, mi cerebro pareció romperse en pedazos en una anestesia consciente.
Entonces le pedí que mirara mi boca abierta en toda su extensión y que lo hiciera con
detenimiento. Y le dije que doblemente así de grande era lo que él tanto anhelaba de mí, y
que mi deseo era ya incontenible. Ante su asombro, corroboró lo expuesto y quedó allí
parado como indefenso. Un barullo de vísceras revueltas y calientes se dejó oír en un rumor
blando. Entonces sus pupilas se dilataron y emitió un grito sordo pero de tranquilidad.
Luchando con su pudor y su caballerosidad enardecida, me expuso entre rubores su también
problema victoriano: su bello miembro varonil era acorde en tamaño con el mío. Y me
aclaró tartamudeando levemente, que eso también lo inquietaba, lo ruborizaba, y le había
hecho temer mi rechazo.
Padecíamos o ostentábamos los dos una enormidad genital, una victoriana coincidencia, un
milagro, tal vez.
No hubo desde entonces mayor esplendor, mayor compatibilidad, mayor éxtasis en ningún
lugar de la tierra.
Desde entonces somos inseparables, los más felices del universo, los que hacemos de nuestro
amor una verdadera ofrenda, un homenaje recíproco.
Nuestras mejillas brillan permanentemente, nuestras sonrisas parecen uvas desgranándose en
besos, nuestros orgasmos son perfectos, múltiples, sonoros, audaces.
Todas las mañanas, todas las noches, todas las tardes hacemos el amor y nuestros inmensos
genitales se ríen a carcajadas de la sociedad victoriana. No podemos pedir más. Cuando
llegamos a lo más volcánico de nuestra entrega, él bebe de mí, la mágica ambrosia y me
abarca, me envuelve, me aprisiona me destroza, me adora, me arroba. Y luego comenzamos
otra vez.
No sé que d iría el moralista Carlyle de nosotros. No sé qué diría Mrs. Daisy . Nosotros
somos felices.
De más está aclarar que mis padres dieron el consentimiento para la boda con una
inmediatez escandalosa. La alegría de la casa fue hilarante.
Ahora ya nadie se asusta de nuestros aullidos de lobos, ya que son la respuesta a nuestra
felicidad. Hacemos del acto de amor, una comunión inefable, honesta y estridente. Y de
nuestros intelectos, una fusión lúcidamente útil y provechosa. Somos dos apasionados
inteligentes.
De regreso de América adonde fuimos en apoyo a las mujeres que peleaban por un día
laboral de diez horas, nos enteramos de mi embarazo y no hubo mayor gloria, mayor bondad
del destino, mayor corroboración de lo ideal que sería el mundo sin la tontería de la
dominación insustancial masculina. Aún luchamos juntos contra ello.
Y ahora que estoy esperando a mi primer hijo, estamos radiantes,
pletóricos, bellos, casi sublimes. Sabemos con certeza que el alumbramiento será sin
problemas, sólo esperamos que la partera llegue a tiempo, pues el médico (que ahora me
mira como si yo lo hubiese traicionado, como si extrañara un tesoro que alguna vez estuvo
a su disposición) teme que, como mi canal de parto es prodigiosamente propicio, todo se
produzca con descarada ligereza.
Y así, echándome al hombro los prejuicios y las reglas impuestas por esta acartonada
sociedad victoriana, mientras Mrs Daisy me mira con algo que puedo discernir como
envidia, sé que el pecado sólo existe en la mente de los que no saben vivir, que la naturaleza
es una lección de amor como una lección repetida de amor y locura orgiástica (¡Qué mejor
combinación!) es este hombre que me ama y al que amo, y que entre tantas cosas que
tenemos en común, tenemos - ya no me avergüenza decirlo- unos enormes , enormes y
felicísimos genitales.

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