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La viuda de Éfeso
TEXTO:
Por lo demás, Eumolpo –abogado de los que estábamos en peligro y autor de la
concordia presente– no quiso que toda nuestra alegría se ahogara en el silencio por
falta de conversación. Comenzó, pues, a ironizar a costa de la frivolidad de las
mujeres: se enamoran muy fácilmente y se olvidan muy pronto hasta de los hijos.
Llegó a afirmar que no hay mujer tan honesta que, bajo cualquier pasión extraña,
no
cometa desvaríos. Y no lo digo –afirmó– recordando tragedias antiguas ni
personajes
célebres de siglos pasados, sino hechos que tengo en la memoria y que expondría si
estábamos dispuestos a escuchar.
Así pues, puestos nuestros ojos y oídos en él, comenzó de la siguiente manera:
–Vivía en Éfeso una matrona de tan reconocida virtud que era todo un espectáculo
para todas las vecinas de los alrededores. Cuando murió su marido no se contentó
con acompañar su cadáver –como todo el mundo–, con el pelo suelto y
golpeándose los pechos desnudos a vista del cortejo. Siguió al difunto hasta el lugar
del sepulcro y tras colocar el cuerpo en un hipogeo al estilo griego, comenzó a velar
el cadáver día y noche sin interrupción. Tan dispuesta estaba a morir de hambre
que
ni parientes ni amigos pudieron hacerla desistir de su propósito. También los
magistrados tuvieron que retirarse después de ser rechazados por ella. Todos se
condolían de un dechado tan singular de mujer que llevaba ya cinco días sin probar
alimento. Acompañaba en su duelo a la viuda una fiel criada que unía sus lágrimas
a
las de la apenada y que reavivaba la lámpara mortuoria cuando languidecía. En
toda
la ciudad no había más que un solo tema de conversación. Y los hombres de toda
condición se hacían lenguas del ejemplo más claro y auténtico de pudor y de amor.
Por aquellos días, el gobernador de la provincia mandó crucificar a ciertos ladrones
cerca de la tumba donde la matrona lloraba el cadáver de su difunto marido. La
noche siguiente, un soldado que vigilaba las cruces para que nadie llevase los
cuerpos a enterrar, vio una luz más resplandeciente entre los sepulcros y oyó los
gemidos de la doliente. Arrastrado por el vicio de la curiosidad humana, quiso saber
quién era y qué hacía. Bajó, pues, a la tumba, y al ver a aquella espléndida mujer,
quedó petrificado y perplejo, cual si se tratara de un monstruo o de fantasmas
abismales. Pronto, no obstante, pudo advertir lo que pasaba cuando vio el cadáver
y
las lágrimas y el rostro arañado de la mujer. Se trataba de una mujer que no se
resignaba a no poseer a su marido. En consecuencia, el soldado trajo su pobre cena
y empezó a exhortar a la afligida mujer.
–Debes acabar con ese dolor inútil –le dijo–. Has de aliviar tu pecho de esos
gemidos que no conducen a nada. Recuerda que todos tenemos el mismo fin y la
misma morada.
Y terminó recordando todo lo que se dice en esos casos para curar las almas
ulceradas.
Herida por un consuelo absurdo, la mujer se rasgaba con más vehemencia el pecho
y cubría el cuerpo del difunto con los mechones del pelo que se arrancaba. No
cedió el soldado, antes bien, con la misma exhortación de antes trató de que la
Unidad 7. La novela en Roma
pobre mujer probara el alimento. Seducida por el aroma del vino, la primera en
tender la mano desfallecida a la cortesía del que invitaba fue la criada. Refocilada
con la comida y la bebida, esta comenzó a socavar la resistencia de su ama.
–¿Te servirá de algo todo esto –le increpó– si te dejas morir de hambre, si te
entierras
viva y si antes de que se cumpla el destino entregas tu alma inocente? ¿Crees que
la
ceniza y los manes aquí sepultados se acuerdan de nosotros? ¿Quieres volver a
vivir?
¿Quieres disfrutar de las alegrías de la luz cuando te dé la gana y acabar con ese
perjuicio de mujer? El mismo cadáver aquí presente te debe enseñar a vivir.
A nadie disgusta oír que le invitan a comer y a vivir. Después de varios días de
abstinencia, la mujer, extenuada, consintió en romper su obstinación. Y se atracó
de comida tanto como su criada, que fue la primera en rendirse.
Pero ya sabéis qué tipo de tentaciones suelen asaltar a los humanos una vez han
llenado su estómago. La misma seducción que el soldado había empleado para que
la matrona tomase gusto a la vida, la dirigió ahora al asalto de su pudor. Por lo
demás, el joven no pareció tan feo y falto de palabra a la casta viuda. Tanto más
que
la criada no cesaba de recomendar su belleza y de repetir a modo de estribillo:
¿Rechazarás ahora un amor que te solicita?
¿Y no piensas en qué campos acabas de aterrizar?
¿Para qué detenerse más? Tampoco la mujer fue capaz de mantener el ayuno en
esta
parte del cuerpo. Y el soldado salió victorioso al persuadirla de ambas cosas.
Durmieron juntos aquella noche, que fue la de la boda, y la noche siguiente y una
tercera. Es de suponer que bien cerradas las puertas del sepulcro, con el fin de que
si algún conocido o desconocido se acercara a él, creyera que la castísima esposa
había expirado sobre el cuerpo de su marido.
Nuestro soldado estaba encantado tanto de la belleza de la mujer como del secreto
de sus amores. Según sus posibilidades, compraba de lo mejor que había en el
mercado y en cuanto anochecía lo llevaba al sepulcro.
Sucedió, pues, que los padres de uno de los crucificados –aprovechando que la
guardia estaba desasistida– descolgaron el cadáver y le rindieron los últimos
honores
mientras el soldado de turno se divertía. Cuando al día siguiente vio la luz sin el
cadáver, temiendo el castigo que le esperaba, corrió a contárselo a la mujer.
–No esperaré la justicia del juez –le dijo–. Yo mismo con mi espada me haré justicia
por mi descuido. Solo te pido un lugar y que el sepulcro sirva para el amigo y para
el marido.
–No quieran los dioses –le contestó la mujer, tan piadosa como honesta– que tenga
que presenciar yo al mismo tiempo el funeral de los dos hombres para mí más
queridos. Prefiero colgar al muerto que matar al vivo.
Y de acuerdo con estas palabras mandó sacar del ataúd el cadáver de su marido y
clavarlo en la cruz que quedaba libre. El soldado puso en práctica la idea de aquella
mujer tan sagaz. Y al día siguiente, el pueblo se preguntaba maravillado cómo un
muerto se habría subido a la cruz.
Petronio, Satiricón, 110, 6 - 112, 8
4. Estructura y análisis
El Satiricón es la primera novela en el ámbito occidental, de la que se conservan
algunos libros y fragmentos. Es una obra de amor, de aventuras y de viaje, que incluye
relatos costumbristas, cuentos populares, crítica literaria, etc. El texto que comentamos
participa de los rasgos generales de la novela romana, que a diferencia de la novela
griega, se adentra en situaciones más propias de lo que hoy conocemos como realismo,
antes que en la clásica novela de aventura o de evasión.
Participando de las características de la novela romana en las que se retratan más
antihéroes que héroes, Petronio narra cómo la viuda finalmente cede a la tentación de la
comida y del trato carnal; y llega a más cuando, por evitar la muerte de su nuevo
amante, prefiere sacar del ataúd al marido muerto y colgarlo en el lugar en el que se
encontraba el ladrón; lo podemos encontrar en los últimos párrafo del texto, cuando
afirma “Prefiero colgar al muerto que matar al vivo”.
Los estereotipos relativos a la condición femenina, se hallan en el primer párrafo:
“Comenzó a ironizar a costa de la frivolidad de las mujeres: Se enamoran muy
fácilmente y se olvidan muy pronto hasta de los hijos. Llegó a afirmar que no hay mujer
tan honesta que, bajo cualquier pasión extraña, no cometa desvaríos”.
5. Comentario crítico
Dentro de la selección de textos de autores latinos para el presente comentario, me
llama la atención que tanto el de Petronio (La viuda de Éfeso), como los dos textos de
los libros de El Asno de oro, de Apuleyo (La adúltera, el amante, la alcahueta y el
burro, y La señora de Corinto), destacan por señalar a la mujer como portadora
exclusiva de los mayores vicios y los peores males. Resulta evidente que el incipiente
género de la época se encontraba dominado por hombres que reproducían la miope
visión de éstos acerca de la mujer, representada por estereotipos que dan por sentada su
falta de honestidad o decencia, así como su propensión a la lascivia. Hoy, Petronio o
Apuleyo no contarían con editorial donde publicar y, de encontrar alguna que se
arriesgase a la aventura, tendrían que salir de inmediato a disculparse ante la opinión
pública y aclarar que ofender a la mujer no estaba entre sus intenciones.
Hecha esta apreciación, al texto no puede negársele su capacidad de entretener al lector,
finalidad que en este caso es lo que perseguía y aún hoy persigue este género
literario que aparece de manera definida en el siglo I d.C. con la novela romana.
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