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Octubre 208 me obsequia una tarde iluminada por un refulgente cielo gris
plomo, tras una corta y repentina lluvia fuera de temporada. Me dirijo hacia el centro
de la capital guatemalteca, viajando en la burbuja personal que representa mi pequeño
auto y recorro toda la Avenida Bolívar, una frontera invisible de las populares zonas 3 y
8. Paso frente a la iglesia de Don Bosco y la majestosa escultura de Jesucristo, me
guiña el ojo, levantando su mano mágica que ofrenda amor y paz, extendiendo
bendiciones con una leve sonrisa franca…y el signo de la cruz culmina con un beso
-en la lejanía- como en una escena surrealista, tomada de una vieja película en blanco
y negro… buñuelista imagen que me impresiona por su tamaño, forma, ubicación.
Aquí, en la dualidad de esta capital, convivimos una clase media que sufre un
drástico proceso de enflaquecimiento de sus finanzas, y la clase baja, que padece un
proceso de transformación hacia un nuevo nivel de mayor pobreza, por esos procesos
de desindustrialización. Y pasamos cerca, muy cerca de ciertas elites (aunque no
revueltas) que viven segregadas urbanamente en zonas altamente calificadas, pero
conviviendo con otras donde impera una decadencia física sin precedentes (colonias
valoradas en millones de dólares, al lado de las barriadas más marginales).
Expresión visual patética de ese fenómeno citadino dual lacerante, que ocupa
este análisis semiótico y que refleja la falta de compromiso social que tienen nuestras
autoridades municipales capitalinas, porque además de demostrar incapacidad por
más de dos décadas, nadie está dispuesto a contarle las costillas a una
administración que sigue pintando de verde “chinto” cuanta pared pública encuentre…
para hacerse presente a cada instante en nuestro transitar por calles y avenidas.
Travesías diarias que representan, a cada paso, una ciudad hojaldre, pero más
que eso, dual: terriblemente contrastada. Fiel reflejo de nuestra realidad social y
económica.
Y termino por dar una “vuelta en u”, exactamente en la 18 calle… sin alcanzar
mi destino: el centro de la capital. Una saturación interminable de automóviles,
camionetas de colores despintados, camiones de todos los tamaños, motos y más
motos… y ahora taxistas imprudentes, me lo impiden. Retorno, entonces, por la misma
Avenida Bolívar de mis recuerdos de niño, buscando el Trébol, que se me esconde
entre los hombros de un volcán de Agua que siempre vigila de nuestros anhelos.
Ahora la tarde tiene ese sabor a gris plomo opaco, nebuloso… después que la
lluvia lava toda la atmósfera brillante, para esconder esa luz natural que lograba el
contraste hasta hace pocos minutos, de una extraordinaria fotografía de medios tonos,
que tornaron hacia un color púrpura. Creo que en la penumbra es más fácil
comprender esta sociedad, esta ciudad triste… porque es cuando todos parecemos
iguales, tal vez porque se esconden más fácilmente las diferencias.
Una vieja alarma acústica que suena todos los días a las 18 horas, como si
fueran a bombardear esta ciudad perdida en un valle quebrado, hace salir apresuradas
a las jóvenes que trabajan en los almacenes, en las oficinas. Van en búsqueda de un
transporte colectivo barato, pero de pésimo servicio. Con todo y que ahora hay
modernos vagones de Transmetro, pintados de ese verde chinto, color obsesivo del
alcalde Arzú, todos los días peligra su vida hasta llegar a casa, a la que arriban tras
varias horas de camino, abriéndose paso como puede cada quien, sin seguridad de
nada y mucho menos garantías. Solo queda encoger los hombros y persignarse… una
y otra vez. Una y otra vez.