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Gregorio Cabello Porras - Universidad de Almería

GREGORIO CABELLO PORRAS: «Prólogo» a


CARMEN DEL ÁGUILA CASTRO, MARÍA ISABEL DEL ÁGUILA CASTRO,
VICENTE MEGÍA ESPA, La labor investigadora de Florentino Castro
Guisasola. Un almeriense de adopción, Almería, Departamento de Arte y
Literatura / Instituto de Estudios Almerienses de la Diputación de Almería,
1991 [Cuadernos Monográficos, 17], pp. 5-8.

Parafraseando a un significativo novelista inglés de este siglo, las biografías


suelen denominarse trabajos de amor, y este trabajo sobre Florentino Castro Guisasola
puede ser considerado como biografía si nos atenemos a esa acepción: un escritor o un
artista escribe sobre otro con cariño, para que pueda ser reconocido y recordado, y toda
esta labor, gratis et amore, que así declaraba Ramón Gómez de la Serna sobre las
biografías que acostumbraba a perfilar como siluetas o efigies. La primera pulsión, el
primer diseño de un gesto, de una voluntad de biografía por parte de Carmen del Águila,
María Isabel del Águila y Vicente Megía ya respondía con creces a esos trabajos de
amor, de demanda de reconocimiento, de fijación de un recuerdo, si acaso aún puede
denominarse a esa bruma informe y desdibujada, refugio de colectáneas de anécdotas
cuya procedencia es mejor sellar bajo el lacre de «inclasificable», en la que la memoria
colectiva de un pueblo y de una ciudad, Almería, ha permitido que se anegue y
desaparezca la figura de un hombre, la entidad de una obra, o si se prefiere, la integridad
de un corpus.
Sobre Florentino Castro Guisasola y los lazos con los que procura vincularse a
Almería evitaré desplegar una capa no uniforme de pinceladas impresionistas que
complementarían, a modo de de proemio, la panorámica que los autores ofrecen de su
vida y de su obra, sin que ello me aboque a abstenerme de ese carácter emotivo, atento
al rigor y la erudición, que ha presidido la elaboración de este trabajo. Y aquí creo
conveniente realizar alguna precisión para que mis palabras no sean causa de un
entendimiento equívoco del trabajo que sigue: desde el día en que sus autores tuvieron
expresaron su voluntad de solicitar mi asesoramiento para cuestiones muy concretas y
perfectamente acotadas (gesto que en ningún momento debe relacionarse con la retórica
de los comportamientos académicos que presiden y facilitan mediante la corrección y la
relectura nuestras relaciones rutinarias), tuve la oportunidad de contemplar algo a lo que
no estamos demasiado acostumbrados en nuestra Universidad, tanto en general, como
específicamente en la de Almería. Me refiero a ese mal endémico, y a veces creo que
irreversible, cuya trama es el haber desplazado el amor al conocimiento, la adquisición
de la sabiduría desde el ámbito de lo privado, de la intimidad, nivel en el que leer
siempre significó disfrutar al mismo tiempo, en la misma proporción y medida en la que
nuestros conocimientos se incrementaban. Y, todo ello, en detrimento de un «dominio
público», de alharacas y ficticios abanicos de pavos reales, en el que la relación con el
conocimiento, el diálogo libro-lector, van desapareciendo para dar paso a un utilitarismo
que deshumaniza, a cada año que pasa, al alumnado universitario.
Tras la lectura de los materiales de este concienzudo trabajo, he tenido ocasión
de ver cómo tomaban cuerpo las observaciones que el gran maestro, Valbuena Prat,
realizara sobre Menéndez Pidal y la labor de aquéllos que bajo su dirección, como es el
caso de Florentino Castro-Guisasola, trabajaron en el Centro de Estudios Históricos,
publicaron en la Revista de Filología Española, llevaron a terrenos apenas no intuidos o
no explorados por su maestro las teorías o las hipótesis que éste avanzara (o no),
incluso, como es el caso de quien nos ocupa, se adentrara en parcelas no muy acordes
con la ladera o vertiente previamente «acotada».

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Castro Guisasola supo dejar de lado la dedicación casi exclusiva, como empresa
de recuperación de un «nacionalismo castellano» que alborotaba tanto a los seguidores
de Sánchez Albornoz como a los de Américo Castro (nuestros exiliados), para acometer
una minuciosa investigación de las fuentes tanto clásicas como «vulgares» («gratas» o
«non gratas» para el pidalismo de la doctrina única) de obras no demasiado gratas para
un régimen franquista, cuyos próceres académicos jamás miraron de frente y con
buenos ojos libros tan contraproducentes para una estricta moral apostólico-romana-
fascista como los del Arcipreste de Hita y sus escarceos eróticos con moras y monjas, o
esos lascivos placeres encarecidamente sexuales de la noche y la alborada que se traían
entre manos Calisto y Melibea (dejando aparte la pecaminosa lascivia, censurada en
ediciones al uso, que se trían entre manos mancebos y putas en casa de la alcahueta).
Estas fueron las primeras señales, como farolillos polifémicos de salvaguarda de trenes
en un túnel, que me impresionaron de su labor, aún hoy no reconocida [y esto lo digo en
2009].
Me asombró su aprendizaje cosmopolita, fruto de su estancia en Alemania,
donde tuvo contacto sin duda alguno con una ciencia filológica que se estaba gestando a
manos de maestros que nada tendrían que ver con el nazismo y sus indescriptibles (¿se
pueden llamar así?) consecuencias. En sus páginas asomarán la aquilatada sabiduría de
Burckhardt hasta llegar a Auerbach y Curtius. No debe quedar en menoscabo del
insigne Menéndez Pidal el que deseara para su discípulo una formación filológica
prusiana, ya que la obtuvo, en puede que en la dirección no deseada.
Los resultados vendrán marcados por una serie de factores: la atención
minuciosa a los más diversos aspectos. No quedan fuera de campo aquellos de marcado
carácter local, que versan sobre acontecimientos u objetos, «realidades», que delatan al
hombre que supo hacer suya una tierra en la que no nació. Dejaba la marca indeleble de
un hombre que, en un proceso de adopción recíproca, iba desentrañándose a cada nuevo
impulso de arraigo, nostalgia y permanencia. Un nuevo hombre que ya sentía, que
gozaba, en esta ciudad, del derecho a opinar, a escribir y a investigar sobre lo que
muchos de forma muy equivocada calificarán de erudición provinciana teñida de
mixturas decimonónicas.
No cejan desde Madrid voces como las de Dámaso Alonso que lo reclaman para
la nueva universidad de la patria; invitaciones cejijuntas para que abandone esa perdida
lejanía del Sur que no tiene nombre, Almería. Se le reclama , invoca o exige, según
quien firme el escrito, que se reincorpore a la comunidad de hombres privilegiados que
los adláteres de Franco forjaron a torno y a martillo.
Quizás en su sabiduría de buen hombre de derechas, liberal y demócrata, intuyó
desde nuestras tierras de desierto y mar que en Madrid se estafan oficiando
ceremoniales en los que los intelectuales «afines» se estaban convirtiendo en víctimas
propiciatorias de una «ciencia» que se quería latiendo en sintonía con las cadencias del
yugo cuando las flechas no pueden encontrar un objetivo en el que arrecimarse. Estoy
seguro de que la imagen que le sobrevenía era la de un Centro de Estudios Históricos
republicano, que ya sólo era centro, definitivo, de una posada acrónica. El radio de la
circunferencia que certificaba su identidad intuía el valor máximo, el que define y
substancia a la Historia: me temo que le tocó vivir esos «malos tiempos» en que la
historia sólo admitía una vivisección en tanto que tiempo de nuestro pasado remoto y
épico. Siempre como un tiempo cumplido, cerrado, en el que el historiador puede
enquistarse sin angustias para sí y su familia entre paredes que hacen opaco un
presente, porque allá, lejos, donde los vivos, se sigue percibiendo, como regüeldos de
un volcán con resaca la intrahistoria unamuniana. Y, para Don Miguel, las reglas de
medir el tiempo, la historia, la adhesión política, ya habían dejado de ser, como para

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tantos otros, las mismas que para don Ramón, Menéndez Pidal de nuestras torturas de
gramática histórica, aquélla que exigía a sus discípulos subalternos y aún hay
promociones que deben memorizarla en nuestras universidades. La regla no tenía
excepciones: disciplinar al alumno escogido para que se instalase en una preocupación
hiperespecializada sin connotación ideológica; estar atento a que la Fortuna le deparase
la sumisa obediencia carmelitana para excavar un currículum; y en el horizonte, un valle
feliz, como huerta frondosa luisiana, en el que los sabios sólo se dedican a la poda de
alejandrinos entre la enramada del jardín, para que les cuadre el tempus per spatium con
el tempus per opportunitatem.
Vuelvo al presente en clave de prólogo, que es lo que se me ha encargado, y me
encuentro con una investigación que pretendía esconderse bajo la advocación del
sustantivo «Memoria». Es una excusable invocación a la tópica de la humilitas, pero no
logra esconderse tras esa máscara, en el sentido de estar concebido teóricamente como
una clasificación y valoración de los materiales necesarios para emprender la fase de
una hermenéutica interpretativa, tras una atenta lectura de los mismos. Lo que se nos
ofrece es en realidad uno de los estudios más sólidos, fundados, con una documentación
adjunta ante la que sólo me cabe expresar mi asombro y admiración, dado que conozco
los objetivos que en pasado constituyeron las premisas de partida y dado que puedo
ponderarlos a la vista de lo que son logros, preciadas conquistas por los senderos de una
investigación que en todo momento ha intentado esquivar las Scila y Caribdis de una
perspectiva estética en la que habitualmente encallaba Dámaso Alonso. Sin embargo, no
lo han llevado a cabo desde un espíritu escéptico como el de C. S. Lewis («Sigo siendo
escéptico, no acerca de la legitimidad o la sabrosura, sino acerca de la necesidad o de la
utilidad de la crítica valorativa»). Al contrario, han encontrado en las argumentaciones
de M. Praz («La crítica valorativa es de todos modos una documentación sumamente
iluminadora sobre la historia del gusto del periodo en el que fue escrita, sobre los
variados aspectos que la idea de la belleza humana ha asumido a través de los siglos
(...), es en sí y por sí un espectáculo de no menor interés que la interpretación de una
obra de arte») un basamento metodológico que les posibilita abordar desde sus
personales ópticas del saber una materia que, en su variedad, roza los límites de lo
incompatible y que extiende, en el sentido más amplio del término, la «audacia de sus
planteamientos».
Castro Guisasola inicia su labor desde el ejercicio de la crítica textual, entendida
desde la perspectiva de la historiografía de la literatura como la perspectiva que podía
albergar y fomentar la Revista de Filología Española en 1923, en momentos en los que
estaba configurada como medio de expresión y divulgación de las orientaciones y de los
horizontes que desde el Centro de Estudios Históricos de Madrid podían abrirse para
todo aquel que se situara bajo la presidencia de Menéndez Pidal. Corresponde a la etapa
en la que los discípulos de su promoción más antigua ya habían alcanzado el grado de
colaboradores y, con ello, una posibilidad de alcanzar esferas diferentes. Ahí
encontramos a Américo Castro, Antonio G. Solalinde, Federico de Onís, Vicente García
de Diego, Tomás Navarro Tomás y los hispanoamericanos Alfonso Reyes y Pedro
Henríquez Ureña.
Esta parcela de la trayectoria vivencial de Castro Guisasola corre a cargo de
Carmen del Águila Castro, reciclada a la Filología Hispánica desde su licenciatura con
grado en Filología Inglesa, con una memoria de licenciatura sobre Marianne Moore en
la que tuvo que suplir la penuria bibliográfica con una brillante interpretación, plena de
ímpetu sinfrónico, fantasías de interior, versos propiciatorios de sentimientos cuyas
diferencias de matiz requieren unos instrumentos de precisión, entre miniaturista y
orfebre, que van equilibrándose sobre un hermoso ejercicio de crítica que no duda en

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adentrase por los cauces más «canónicos» de cierta vanguardia norteamericana, la que
ha sabido sortear sus escollos particulares, el «new criticism» y la «deconstrucción».
Carmen del Águila, en ese reciclaje al espíritu de la Filología Hispánica, ha
sabido, desde el primer momento, que Castro Guisasola tenía unos referentes clave e
inevitables en su aprendizaje: los que representaban Menéndez Pidal y el áura que dejó
traspasar inevitablemente al Centro de Estudios Históricos. Eso le ha permitido hacerse
con una imagen nítida, casi arquetípica, la de un maestro, por una parte, y la de un
discípulo, por otro, que desbordaba la organización espacial del maestro, desde un
ámbito personal y una decisión más que arriesgada por las que se adentró en los huecos
y rendijas del Libro de buen amor y de La Celestina.
Y aquí tienen cabida el estudio de la evolución del concepto de
«tradicionalismo» en Menéndez Pidal, su «primordial atención al encadenamiento de
los eslabones que unen el pasado al presente»; la interpretación de esa continuidad
como herencia determinante (el «momento conservador del pidalismo», siguiendo a D.
Catalán) o como tradición viva en tanto que «tradición abierta al cambio, sujeta a la
revolucionaria adaptación al tiempo y medios actuales», sin dejar de lado la sujeción a
la perspectiva arqueológica de la filología como medio de reconstrucción del pasado.
Todo este proceso ha cimentado la base sobre la que la autora ha encauzado su examen
detenido de la toma de posición del discípulo, Castro Guisasola, tan distanciada de su
maestro en consideraciones tan fundamentales como las que subsumen problemas
«filológicos» como el de los eslabones-fuentes, en tanto en cuanto determinados autores
optaron por unas relaciones intertextuales de carácter «culto» y «libresco», dejando de
lado una lírica de transmisión oral. Todo esto conlleva un factor al que hay que atender
con certera precisión: el seguimiento a pies juntillas de un «criterio de autoridad», que
la autora tiene muy en cuenta, y en una justa medida, ya que sabe ponderar cómo una
serie de propuestas teóricas o de ejercicios críticos pierden su validez por prescindir de
una previa y necesaria erudición que va más lejos de los límites de la escritura en
romance vulgar castellano, conocimiento del que no puede prescindir el acercamiento
filológico a una literatura medieval si se tienen en cuenta acercamientos como los de E.
R. Curtius. E. Auerbach, G. Highet o M.ª R. Lida de Malkiel.
María Isabel del Águila Castro, desde su vocación y oficio de filóloga clásica, ha
sabido trasladar sus conocimientos aspectos que trascienden los límites temporales de
dicha dedicación desde una estricta periodización «académica». Actualmente está
preparando su tesis doctoral sobre u texto medieval, el Poema de Almería, y, desde su
perspectiva, podría considerarse que es la mejor «entendedora» de uno de los horizontes
pedagógicos que marcaron las actividades de Castro Guisasola: en concreto, la
comprensión y valoración de los métodos a los que acudió el investigados que nos
ocupa para hacer extensible la cultura clásica a través de la enseñanza y de su puesta en
contacto, a través de actos institucionales, con el público almeriense de su época. No se
trata del latín como una lengua muerta ni como una literatura referencial, sino de una
lengua que aglutina en nuestra Edad Media una tradición cultural, en los ámbitos de la
épica y de la crónica histórica, que extenderá sus dominios desde el Carmen
Campidoctoris y el Poema de Almería hasta los primeros esbozos de una lírica
hispánica. La tesis doctoral de Isabel del Águila seguramente nos va a deparar más de
una sorpresa a que nos limitamos, por razones de «espacio y tiempo», a atender en
exclusiva a la épica escrita en lengua romance, léase el Cantar de Mio Cid y poco más,
dejando de lado de forma consciente las más que necesarias aportaciones que puedan
sobrellegarnos desde el ámbito de los estudios sobre una épica cuya «lengua», en una
estéril autosuficiencia, no se sabe a qué departamento académico le cabe explicar dentro

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de una programación académica tal como la que ha venido funcionando por inercia
hasta tiempos más que recientes.
Vicente Megía Espa, que ha cumplido las tareas de documentalista en el trabajo
que nos ocupa, proporciona a su labor una calidad y una pericia que, en muchos casos,
se echa de menos. Ya puedo destacar como factor distintivo y relevante el hecho de que
considere los materiales primeros de su labor y la catalogación de los mismos como el
paso previo e insoslayable para acotar el campo sobre el que vendrá a aposentarse la
interpretación de los mismos. En su disciplinada y rigurosa tarea ha sabido aunar el
rastreo (tarea nada fácil) en los archivos personales de Castro Guisasola, en los fondos
en los que se conservan las publicaciones periódicas de la ciudad y la provincia de
Almería, con una transposición sistemática de los datos obtenidos a sistemas
informáticos, y siempre bajo una óptica que en sus manos adquiere carácter imperativo:
nada de lo que aquí se dice o afirma ha sido dado por «verdad» si previamente no se ha
podido corroborar en las distintas fuentes que ha manejado. De Vicente Megía ha
dependido ha dependido, en suma, la calidad de la información y la fiabilidad de la
misma al tratar los originales de Castro Guisasola de los que en este volumen se da
cumplida cuenta. Su exhaustiva comprobación de datos, de corrección y comparación
de los mismos, de compilación de nuevas informaciones, sin duda van a abrir nuevas
vías de investigación en el futuro, aunque lo que aquí importa es su aportación
fundamental para devolvernos a un Castro Guisasola ajustado a la documentación
histórica.
Los autores de esta monografía no necesitan ningún tipo de alabanza, porque no
la necesitan. Su mismo texto reclama y hace patente el valor de su trabajo, que abre
vetas y filones de una mina aún sin explorar dentro de la historia cultural de Almería. La
hondura que Castro Guisasola supo ir cavando en su propia persona y en la sociedad a
la que hizo partícipe de su sabiduría y de su pensamiento nos proporciona un legado con
el que podemos transformar cada momento de nuestro presente cultural a partir de la
fruición de su herencia.

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