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Autor: CABRERO, Ferran

Título: Diversidad, pluralismo e interculturalidad


Ubicación: 1 - 13
Extensión: 13 páginas
Año
Publicación: 2008
Editor: Escuela Virtual, PNUD
Link: www.escuelapnud.org
   

DIVERSIDAD, PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

Material de la Escuela Virtual PNUD/RBLAC


Pueblos Indígenas, Democracia y Derechos Humanos
Ferran Cabrero

Si en la Unidad I se hacía una aproximación general al Curso y en la Unidad II se adentraba en la


definición y en el concepto de Democracia, en esta Unidad, la III, se profundizará en conceptos
como diversidad cultural, multiculturalismo y, finalmente, interculturalidad o, mejor dicho, las
relaciones interculturales (aquellas que se dan entre culturas o pueblos diferentes); porque son estas
relaciones, sus diferencias y sus similitudes la clave para una comprensión más amplia de procesos
recurrentes de desigualdad social. En otras palabras, las distintas “interculturalidades”, las diferentes
maneras de aproximarse al “Otro” han definido nuestro mundo de una manera concreta que siempre
estamos a tiempo de reconducir; siempre y cuando tengamos consciencia de la oportunidad que nos
brindan otras maneras de vivir. En este caso, nuestro foco será América, desde la protomodernidad
hasta nuestros días, un libro abierto para aquellos quienes estén interesados en comprender las
dinámicas socio-culturales que han moldeado nuestro mundo.

El año de 1492 fue el cierre de un ciclo. Un ciclo de historia de la Humanidad que había empezado
centenares de miles de años antes, cuando un puñado de hombres, mujeres, y niños, buscando
nuevas tierras para la cacería, se habían aventurado más allá de las llanuras de África, de los
bosques de Europa, y de la tundra del Asia septentrional. El 12 de octubre de aquel año "del Señor",
cuando la mirada de Cristóbal Colon y de sus soldados de fortuna se cruzó con la de los indígenas
de las supuestas Indias Occidentales no se podían ni imaginar que tenían una madre y un padre
comunes, cuya existencia se perdía en la noche de los tiempos. Unos, provistos de armadura,
arcabuces, peludos y de piel blanca se interrogaban sobre la naturaleza humana o animal de
aquellos seres ante de sus ojos. Los otros, desnudos, con arcos y flechas, barbilampiños y de piel
parda, se cuestionaban en cambio sobre la naturaleza humana o divina de los "visitantes" llegados

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sobre aquellas naves imponentes. Esta visión diferente del mundo marcará la Conquista hasta
nuestros días.

Las "armas, los microbios, y el acero",1 enmarcados en unos valores, unas instituciones, y unas
prácticas específicas significó más que un "encuentro entre dos mundos" (cómo decía el lema de las
celebraciones del V Centenario del Descubrimiento). Fue un choque cultural, de dos poblaciones o
razas humanas (si nos atenemos a los fenotipos), de unas dimensiones inimaginables, antes nunca
vistas. Evidentemente, aquí no se trata ni de idealizar ni de "satanizar" ninguna de las partes. Desde
la arqueología y las ciencias sociales se sabe bastante bien que en el "Nuevo Mundo" convivían
tanto culturas pacíficas y muy bien adaptadas en el medio, auténticas "perlas culturales" como los
taínos (los que encontraron los españoles en "La Española"), como culturas guerreras, menos
equilibradas, como los caribes, cuyo nombre dio la palabra "caníbal". Pero es cierto que el choque
entre la cultura europea (entonces en las puertas de la "modernidad") y las culturas autóctonas
americanas fue brutal, apocalíptico: con escaramuzas, guerras, violaciones, pandemias... En
síntesis, la imposición de un mundo sobre el otro; de un mundo más o menos uniforme sobre otro
culturalmente muy diverso, exuberante, de acuerdo con la propia geografía del Continente y a los
valores de su gente.

América perdió gran parte de su población (el 90% según las últimas investigaciones; es decir, de 80
millones quedaron aproximadamente 10 para mediados del siglo XVI), desaparecieron casi sin dejar
rastro la mayoría de culturas y lenguas que había en 1492, y se dio el mestizaje, la castellanización,
la cristianización y, en definitiva, procesos de homogeneización cultural que hoy por hoy parecen
irreversibles. Ante este hecho, en principio negativo porque se dio con violencia y sufrimiento, sin
consentimiento, un verdadero apocalipsis en las puertas de la modernidad, las preguntas serían: ¿se
podría haber evitado? ¿Hubiera habido alguna circunstancia que hubiera evitado un choque de esas
características? Y, por otra parte, ¿acaso el mundo no se ha moldeado con base en guerras y
conquistas, a partir de perdedores y vencedores? Estas preguntas son especialmente útiles si no
sólo las aplicamos al siglo XV. Esto es, si también las planteamos para comprender y quizás poder
actuar en consecuencia en el presente. Hay que ir por partes.

                                                            
1
Para citar la obra divulgativa del norteamericano Jared Diamond: Guns, Germs, and Steel (1997; W.W. Norton: New
York/London), donde se intenta explicar el destino de las sociedades humanas en base a estos tres elementos.

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Tinieblas

“¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros (los “indios”) más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos
al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el
nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo; de torpes y libidinosos, en probos y
honrados, de impíos y siervos de los demonios, en cristianos y adoradores del verdadero Dios?”

Fuente: Ginés de Sepúlveda, Democrates alter, citado en De Roux, R. (1993) Los laberintos de la esperanza (p. 56). Bogotá:
CINEP.

El “problema” del Otro

El “Otro” puede efectivamente ser o tornarse un “problema” especialmente si hay conflicto de


intereses; pero estos conflictos vienen determinados muchas veces por la forma en que “miramos” el
mundo; es decir, al “Otro”. Desde la filosofía del lenguaje, Todorov (1987) hace una aproximación
hoy ya clásica a lo que él sintetiza como el “problema” (no ciertamente la oportunidad) que
representa el “Otro”; esto es, el “Otro” visto como alius (el diferente e inferior a mí) y no como
realmente debería ser, el alter (mi otro Yo). Y lo hace con el ejemplo paradigmático de la “Conquista”
de América. De acuerdo al filósofo franco-búlgaro, desde aquella época Europa occidental
(moderna, añadiría) se ha esforzado en asimilar al “Otro”, en hacer desaparecer su diferencia, y en
gran medida lo ha logrado. Este éxito se debe, entre otros rasgos específicos de la civilización
occidental, a la capacidad (superior, entiendo) de los europeos de entender a los otros; si bien se
trata de un entendimiento estratégico a partir de una identidad que jamás se permite sea interpelada.
Otro rasgo que Todorov remarca es el igualitarismo como ideal cristiano, en principio positivo, pero
que puede tornarse en peligroso si pasa a su vertiente de asimilación como homogeneización. Y
aquí se dan los ejemplos como los de Cortés (haciéndose pasar por Quetzalcóatl ante Moctezuma) y
los frailes franciscanos, que adoptan las costumbres indígenas sólo para poder convertir más
fácilmente a los indígenas a la religión cristiana.

Todorov continúa su análisis constatando que hoy por hoy (según él) los representantes de la
civilización occidental ya no creen (“tan ingenuamente”) en su superioridad, y que se está dando una
valorización de una igualdad (que no implique negar la identidad) y una diferencia (que no degenere
en desigualdad); lo que apuntaría hacia un “vivir la diferencia en la igualdad” al comprender, según el
ya famoso lema de la UNESCO, que efectivamente somos: “iguales aunque diferentes”. No
obstante, en el análisis de textos para comprender las ventajas de que disponían los Conquistadores

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en los siglos XV y XVI antes los indígenas de lo que se vendría a llamar a América, parece que
Todorov no quiera acabar de clarificar lo que puede dar a entender en el último párrafo: ser
consciente de los rasgos culturales de uno puede ayudar a comprender mejor al “Otro”, puesto que
uno pasa a relativizarse. Es decir, habría que “iluminar” los mitos que condicionan nuestra manera
de ver y actuar; es decir, darse cuenta de aquello que creemos sin saber que creemos en ello, y el
ejemplo de Cortés no sólo es ejemplar al respecto, sino realmente paradigmático.

Cuando Hernán Cortés y Moctezuma se encuentran por primera vez no sólo dialogan con la razón.
Sus palabras y acciones vienen ya condicionadas por sus respectivos mitos. Durante la visita al
templo de México-Tenochtitlán, Cortés se horrorizó de sus consortes, e indignado se dirige a
Moctezuma de la siguiente manera: “Señor, no sé cómo tan gran señor y sabio varón como es
vuestra merced no haya colegiado en su pensamiento que estos vuestros ídolos dioses no son sino
cosas malas, llamadas diablos, y para que vuestra merced lo sepa y todos sus papas lo vean claro,
hacedme una merced: que hayáis por bien que en lo alto de esta torre pongamos una cruz y donde
está Huitzilopochtli una imagen de nuestra señora y veréis el temor de estos ídolos que os tienen
engañados”.2

Aquí la sinceridad del Conquistador es una fotografía en el tiempo invaluable. Dice más de los mitos
y prejuicios que acarrea el español que la mayoría de los estudios sobre el encuentro entre dos
mundos. Porque explicita con claridad lo que podría llamarse etnocentrismo moderno o asimilador.
Cortés no sólo se cree superior a Moctezuma; además, ve legítimo y necesario transformarlo hasta
hacerle como él mismo. No acepta la diferencia, ni siquiera lejos de su casa; porque su cultura, la
occidental, ya deja entrever uno de los aspectos que se reforzarán más adelante en la modernidad:
llevar la “Buena nueva” de la propia cultura, superior a cualquier otras, urbi et orbi, y quererla
imponer a los otros por todos los medios al alcance: económicos, políticos, religiosos, militares.

Diversidad y etnocentrismo

En “Race et histoire”, conferencia ya clásica pronunciada en la UNESCO en el año 1951, el


antropólogo francés Claude Lévi-Strauss planteó una paradoja universal y profética: la humanidad
se enriquece y avanza en varios campos gracias la interacción entre las culturas; al mismo tiempo,

                                                            
2Cabrero, F. (2005) “Dinámicas culturales del levantamiento neozapatista” en Bustamante, G. y S. Salinas (eds.)
Conflictos de identidades y política internacional. Santiago de Chile: RIL Editores.

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sin embargo, la intensificación de esta colaboración (e imposición, añadiría), no hace sino
homogeneizar la diversidad que ha permitido su enriquecimiento. A mediados de los años setenta,
Pierre Clastres, discípulo de Lévi-Strauss, publicó un artículo que a la vez era un grito de alarma y
una visión. Denunciaba enérgicamente el etnocidio que estaba sufriendo el planeta a partir de la
extensión de dos formas de organización política y económica inseparables: el Estado moderno y el
mercado capitalista. A diferencia del “genocidio”, decía, el “etnocidio” no remite a la exterminación
física de las personas, sino a la destrucción sistemática de las formas de vivir y de pensar de
personas diferentes a aquellos que dirigen la empresa de la destrucción.

Clastres citaba otro término: “etnocentrismo”. Toda cultura es “etnocéntrica”, aseguraba, en tanto
que vive centrada en sí misma. Por ejemplo, el nombre de muchos pueblos indígenas es “la gente”,
“las personas”, “los que saben hablar”… en contraposición a los animales, pero también a las otras
culturas, cuyos individuos serían “bárbaros” o “salvajes”. En este sentido, entonces, la cultura
occidental no se distingue de las demás. Como tampoco se distingue de la mayoría de ellas en lo
relativo a su organización política: el Estado. En la Unidad V, ya veremos cómo el Estado se acaba
imponiendo como forma de organización política y cómo, a través de él, se intenta homogeneizar
culturalmente su interior, para luego salir al exterior, a la “colonización” del “Otro”. Esto se da a
menudo, en todos los Estados. Ahora bien, en los Estados del pasado, tradicionales, la capacidad
etnocidiaria se acaba cuando la fuerza del Estado ya no corre peligro. En cambio, la civilización
occidental moderna sería etnocidiaria sin límite. ¿Qué es lo que la hace ser así? Se trata, concluía
Clastres en el artículo, de su sistema de producción económica: el capitalismo.

Pueblos indígenas y ciudadanía

Aunque resulte manifiesto, esta situación es fundamental para comprender los rasgos distintivos y la trayectoria
del sistema político de América Latina que la distingue del Noroeste europeo. Por si hubiese necesidad de
recordarlo, la segunda ola de expansión colonial, conjuntamente con la redefinición “científica” de las
concepciones raciales y del subsistente tratamiento racista a los “indígenas” y “africanos” propició la asociación de
los “criollos” –blancos- con los intereses que representaban los agentes económicos y políticos del Noroeste;
asimismo, que aquellos se identificaran con la cultura oficial de los países metropolitanos, por lo que adoptaron
formalmente sus valores e instituciones que, paradójicamente, contradecían las subsistentes y fortalecidas
relaciones de signo patrimonial entre las jerarquías sociales que dieron lugar a la presencia de ciudadanos
imaginarios

Como es sabido, la consecuencia fue que se renovara y vitalizara el “dualismo” y la polarización social y cultural, lo
que se proyectó en el “colonialismo interno” de la población “indígena” y de origen africano que, muchas veces, se
justificaría en función de principios liberales; la fragmentación social y las dislocaciones que produjeran la ola de
expansión metropolitana propiciaron intermitentes conflictos sociales y constantes represiones impregnados con
una fuerte carga étnica, que correspondía a los latidos del “corazón de las tinieblas”.

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Sin embargo, a pesar de los muchos y profundos cambios que los países de América Latina han experimentado al
compás de las mudanzas de sus relaciones con el Noroeste a lo largo del tiempo, es significativo el hecho de que,
cualquiera fuera el grado de desarrollo político y económico que alcanzaron, la incorporación nacional de la
mayoría de la población y la consolidación del Estado de Derecho siguen constituyendo una asignatura pendiente,
al tiempo que persiste el dualismo y la polarización socio-étnica en variados grados de intensidad, con raras
excepciones. Por ejemplo, en Perú y Brasil alrededor del 60% de los indígenas y los negros, respectivamente, se
encuentran debajo de la línea de pobreza, proporción que probablemente sea similar en otros casos
latinoamericanos que tienen una parecida participación étnica. En el mismo sentido, es igualmente significativo
que bajo cualquier régimen político, democrático o autoritario, las distintas políticas económicas, ortodoxas y
heterodoxas, han contribuido a mantener y, muchas veces, a fortalecer esta situación estructural.

Fuente: Julio Cotler, texto elaborado para el PRODDAL, 2002

Nuevos espacios interculturales

Desde la primera Unidad del Curso se han dado por supuestos una realidad y unos conceptos que
no siempre han sido aceptados en ciencias sociales, por lo menos no así por los evolucionistas, ya
sean liberales o marxistas. Me refiero al concepto de cultura y la existencia de culturas en tanto que
pueblos diferenciados unos de otros, más allá de una civilización humana con una única visión de
progreso y proceso de desarrollo. Durante muchos años, en los análisis sociales de América Latina
el indígena no ha existido sino en su categoría socio-económica: como campesino pobre. En
cambio, como ya se ha podido comprobar en este Curso, aquí se procura enriquecer esta visión de
análisis vertical (ricos y pobres, socio-económica) con un enfoque más horizontal (cultural,
antropológico), entendiendo que en el mundo la diversidad cultural es un hecho: existen diversas
culturas, cada una con sus propias prácticas, sus instituciones, y sus valores específicos. De ahí que
se pueda hablar, sobre todo desde los recientes procesos de globalización, de una creciente relación
entre realidades culturales diferenciadas, de una “interculturalidad” más que evidente, incluso más
que en el pasado.

El artículo de Rodrigo Alsina es especialmente valioso porque parte del supuesto de que todos
vemos y experimentamos la realidad desde nuestro contexto cultural histórico; una situación que ya
de por sí evidencia una multiplicidad de identidades, de sensibilidades, de realidades. Pero a veces
se da el caso cuando este contexto se pone en duda porque, ante cierta “testarudez” de las
dinámicas sociales, se puede sufrir una crisis estructural, de valores, de aquellos en que basábamos
nuestras certezas. Este es el caso, según el autor, de nuestra época y de nuestro contexto
incontestado en los últimos cuatro siglos, la “modernidad”. En el siglo XVII Europa occidental pasó
de la tradición y de una primera modernidad primigenia (“humanista”) a una modernidad
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básicamente “racionalista” que desatendió lo local y lo temporal para fundamentarse en una teoría
de conceptos abstractos supuestamente universales y atemporales. De manera similar a lo
interpretado por Todorov, Rodrigo Alsina (citando a Toulmin y Bauman) ve en el desarrollo de la
modernidad occidental, una tendencia a la universalidad y a la homogeneización (“un rey, una ley,
una fe”); o, si se quiere en un versión más actual, añado: la democracia liberal, el mercado
capitalista, el progreso en cuanto a creencia ciega en el crecimiento indefinido.

Con la globalización, esta modernidad entra en crisis: estamos viviendo su crisis, un proceso de
cambios del que no sabemos qué de nuevo va a surgir.3 Una consecuencia de esta crisis es la
incertidumbre, que nos ha de llevar a comprender la fragmentación del mundo y nuestras
limitaciones en interpretarlo. ¿Cómo manejarnos en esta complejidad creciente? Con una buena
comunicación intercultural. Siguiendo con Rodrigo Alsina, “la interculturalidad implica un cambio de
mirada del mundo en dos aspectos: la mirada endógena y la mirada exógena” (complementarias e
interconectadas): una mirada hacia nosotros mismos (autoconciencia, reflexividad), y otra que
implica una visión distinta de la alteridad y del contexto más alejado.

Según el comunicólogo barcelonés, en la línea de los filósofos clásicos, esta interculturalidad nos
puede permitir repensarnos a nosotros mismos (la mirada crítica introspectiva de que carecía Cortés,
para seguir con el ejemplo anterior), y con ello coadyuvar al cambio de concepción de la realidad
social que se apunta en la modernidad actual. Es decir, la globalización y la consiguiente crisis de la
modernidad puede ser un contexto abonado para comprender que cada uno habla desde un punto
de vista determinado y debería propendernos a estar abiertos a otras concepciones de la realidad y,
aunque parezca una contradicción, a buscar una mínima ética intercultural. A la vez, estaríamos
volviendo a una apreciación de lo local y lo temporal, a un regreso posiblemente cíclico a la primera
modernidad desarrollada por los humanistas del siglo XVI.

A pesar de este final que casi se podría interpretar como “etnocéntrico” (¿una primera modernidad
extendida a todo el mundo? Y luego, ¿no tienen nada que decir las otras culturas?), es un texto tan
ordenado y claro que puede ser una buena introducción global al primer capítulo del Informe de
Desarrollo Humano de Guatemala del 2004 (de especial interés aquí). Luego de definir el
concepto de “desarrollo humano” como el proceso de procurar la ampliación de las libertades
                                                            
3 Un buen resumen de las causas del fin de ls modernidad se puede encontrar en el prólogo de Lucrecia Lozano a

Villoro, L. (2003) De la libertad a la comunidad. México: Fondo de Cultura Económica/Cátedra Alfonso Reyes del
Tecnológico de Monterrey.

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individuales (de manera equitativa, participativa y sostenible); y analizar el IDH y las desigualdades
sociales, se pasa a la empresa de intentar definir el concepto de “etnicidad”. Este concepto hace
referencia a la clasificación de poblaciones y las relaciones entre grupos e, independientemente de
sus orígenes etimológicos (en parte claramente discriminativos, coloniales), es de uso creciente en
el análisis de la realidad, especialmente a partir de la academia norteamericana y de los procesos de
globalización actuales.

El texto apunta tres principales corrientes en el análisis de la “etnicidad”; aquellas que la entienden
como: (i) su negación (tanto liberales y marxistas); (ii) coexistencia con la modernidad (recurso
estratégico/utilitarista antes de su definitiva asimilación o remanencia/persistencia del pasado; esto
último especialmente en Latinoamérica); y (iii) normalidad dentro de un contexto diverso donde se
asumen las distintas identidades y donde estas se tienen en cuenta de manera creciente en la
política y en las relaciones de poder (sin obviar el relativismo posmoderno). Posteriormente se pasa
a diferenciar los conceptos de “identidad” y “cultura” (el texto se centra en sus dimensiones
dinámicas y relaciones, especialmente, sin apuntar a definiciones más comprehensivas o holísticas),
para continuar con una reseña histórica de las categorías étnicas en Guatemala (similares a la de
otros países de América Latina).4

¿Qué es la identidad?

La pregunta por la identidad, entonces, ha de ser corregida, ya que lo decisivo no es quién/qué soy, sino qué soy en
relación a los demás, quién y cómo llegamos a ser en/por/como consecuencia de nuestra relación. No hay nada
más colectivo (más social) que la construcción de la identidad (De Lucas, 2003). El nosotros es un frente a otros.
Este es un proceso que se lleva a cabo mediante una “operación” basada en el juego de las semejanzas y las
diferencias, un proceso continuo de formación, transformación y conservación. Como individuo soy en otros, como
nosotros ante los otros. No existen esencias identitarias totales, estáticas, excluyentes, esenciales, mediante la
identificación de atributos constantes, estables, constitutivos de entidades inmutables.

La identidad responde a las necesidades y deseos concretos, no a la fatalidad de la esencia cultural. Por eso son
dinámicas y múltiples.

Fuente: Juan Enrique Vega (2004) Diversidad, Igualdad y Exclusión. Multiculturalismo y democracia: Promesas y problemas.
PNUD, serie Cuadernos de Futuro: La Paz, Bolivia.

Estas categorías “étnicas” han sido promovidas a través del racismo, entendido como una ideología
que sustenta la dominación étnica (haciendo creer que las desigualdades entre los grupos son
“naturales”). Además, habría que tener presente el llamado “racismo estructural”, que está inserto en
                                                            
4 Para una visión más clara y comprehensiva de la identidad cultural véase Villoro, L. (1998) “Sobre la identidad de los

pueblos” en el libro del mismo autor Estado plural, pluralidad de culturas. México: Paidós/UNAM.

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la misma “estructura” de la sociedad y que, por ello, contribuye de manera implícita a la génesis y
perpetuación de las desigualdades sociales en un país. Así, en muchos casos la exclusión étnica
refuerza la desigualdad social (sin obviar, y hay que remarcarlo, que se puede seguir sufriendo
discriminación racista sin ser pobre).

A partir de los cambios que han comportado los procesos de globalización actuales, para procurar
“gestionar” o resolver la diversidad cultural constitutiva de Guatemala se han planteado dos vías
(extensibles a otros países de la región): (i) el asimilacionismo (para el caso guatemalteco conocido
como “ladinización”, ninguna novedad); y (ii) el multiculturalismo (con la “interculturalidad” como
variante de éste, según en el texto). En el primer caso, hay que remarcar que si bien se procura la
asimilación a unos parámetros establecidos por el poder (lengua castellana, religión católica,
derecho romano, economía de mercado capitalista), esta se compagina, curiosamente, con uno de
sus posibles contrarios: una segregación de lo que supuestamente es la nación (blanca, europea,
occidental moderna).

Etnia viene del griego ethnos: “pueblo”. Lo étnico es, por tanto y en su sentido más original, lo propio de cada
pueblo, identificado por su cultura; y etnicidad es la identificación de los pueblos según sus rasgos culturales. Pero
a veces en el habla común e incluso en las ciencias sociales se ha dado un sentido excesivamente reduccionista
al vocablo y se reserva este nombre sólo a grupos minoritarios indígenas. En países que reciben inmigrantes de
muchos orígenes culturales suele llamarse grupo étnico sólo a ciertos subgrupos dentro de una sociedad mayor
que los engloba a todos, dejando la impresión de que los grupos culturales hegemónicos de esta sociedad
englobante ya no son tales. Nos parece mucho más rico su sentido original más amplio y cultural: tan étnico es el
modo de ser andino o guaraní como el hispano criollo.

Fuente: Albó, X. y F. Barrios (2007) Por una Bolivia plurinacional e intercultural con autonomías. Bolivia: PNUD/Cuaderno de
futuro 20.

Si esta vía (la asimilación) no representa ninguna novedad, sí que lo es una doctrina política que
tiene sus orígenes en los años 60 en Estados Unidos y Canadá (y que se ampliaron a Europa en los
70 y 80), buscando hallar una salida política a la creciente diversidad cultural de sus sociedades.
Pero en los últimos años, como una solución a los “callejones sin salida” que plantean las políticas
multiculturales, se ha ido difundiendo una nueva forma de entender la “gestión” de la diferencia que
busca conducir las relaciones entre estos grupos hacia la convivencia armoniosa. Es lo que se llama
de manera difusa como “interculturalidad” o, de manera más comprensible, utilizada como adjetivo:
políticas interculturales (educación y salud intercultural, etc.).

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“Cuando hablamos de interculturalidad, cuando hablamos de la construcción de la plurinacionalidad, estamos
diciendo que debemos pensar en dos ejes fundamentales. Primero, en una lucha política; segundo, en una lucha
desde la epistemología. Es decir: ¿cómo es que ahora, cuando el mundo es mucho más difícil siquiera de
comprender en su complejidad, podemos construir otros conocimientos? Desde otros aportes, desde otras
existencias, desde otros pueblos”.

Luis Macas, fundador de la CONAIE

Fuente: Macas (2005) “La necesidad política de una reconstrucción epistémica de los saberes ancestrales”, en Dávalos (ed.)
Pueblos indígenas, Estado y democracia. Buenos Aires: CLACSO.

Esta cita de Luis Macas es importante para no limitarnos a ciertos discursos sobre la
“interculturalidad” que pueden servir de excusa (en nombre de la tolerancia y la armonía) para no
enfrentar abiertamente el racismo y las desigualdades sociales. Finalmente, apuntar que en este
capítulo del IDH de Guatemala se aborda el concepto de “libertad cultural”, interesante pero
igualmente con sus limitaciones (empezando por su cariz liberal y ahistórico, centrado en el
concepto abstracto de “individuo”). Llegados a este punto es del todo recomendable ampliar
horizontes teóricos.

Las distinciones de Sartori: multiculturalismo versus pluralismo

Para el politólogo italiano Giovanni Sartori (2001), multiculturalismo es “una política que promueve las diferencias
étnicas y culturales”, es decir, una acción pública que no sólo acepta las distinciones entre los grupos humanos, sino
que además las ensalza.

Planteado así, es entonces lo contrario de una sociedad plural o abierta, a la que el autor define como aquella que
“acoge incluso a quienes la rechazan”, que pese a ello, pelea por su integración y, en tal sentido, no renuncia nunca a
conformar una sola comunidad entre diferentes.

En ese sentido, una sociedad plural no es simplemente tolerante, sino mucho más que eso. Para el autor, la tolerancia
se limita al mero respeto de los valores ajenos. Tolerar es pues “aguantar” al diferente, dejarlo estar, pero sin compartir
nada con él; algo mínimo y reducido. En cambio, una sociedad plural no se limita a tolerar, va más allá, afirma como su
valor propio que la diversidad y el disenso la enriquecen. En esa medida, no sólo admite en su seno a los distintos,
sino que reconoce que lo diverso le es valioso y que el disenso es la base de una democracia digna de tal nombre.

En su libro “La Sociedad multiétnica” (2001), Satori quiso poner los conceptos en su sitio. Por ello escribe que el
pluralismo cultural, a diferencia del multiculturalismo, no fabrica ni promueve las diferencias, al contrario, tiene por
meta lograr la paz intercultural y por eso rehúye la hostilidad entre distintos. De modo que las distinciones son muy
finas. Una cosa es aceptar que lo diverso es bueno y otra muy diferente, atizar las diferencias hasta hacerlas
irreconciliables. En ese sentido, el pluralismo trabaja con los disensos, pero nunca fomenta los conflictos. Y es que en
democracia, dice Sartori, no debería haber ni consenso pleno ni conflicto abierto, sólo disensos. El autor aclara que el
conflicto, es decir, el enfrentamiento irreducible entre dos identidades sólo es aceptable para la democracia cuando
ambas partes en litigio se ponen de acuerdo en las reglas a ser usadas para resolver sus diferencias.

En el mismo sentido, no es lo mismo plural que pluralista. Lo primero simplemente indica la existencia de variedad,

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mientras lo segundo es la afirmación de que la variedad es un bien común a ser preservado. Así, todas las
sociedades, hasta las más excluyentes, son plurales, pero no todas son pluralistas.

En esta línea de distinciones, Sartori también aclara las aguas al distinguir entre política de reconocimiento y acción
afirmativa. La meta de la primera es producir y acrecentar las diferencias. En esa ruta, genera privilegios para los
miembros de un grupo étnico, alienta la discriminación y, al hacerlo, acrecienta los conflictos sociales. No ocurre lo
mismo con la llamada “acción afirmativa”. Con ella, se establece un trato desigual, pero con el fin de igualar a los
ciudadanos, es decir, de integrarlos eficazmente a una comunidad.

Fuente: “La Nación necesaria: en la ruta hacia el interculturalismo”, capítulo 3 de Interculturalismo y globalización, Informe Nacional
sobre Desarrollo Humano en Bolivia 2004.

Pluralismo multicultural

Desde una perspectiva latinoamericana, el filósofo mexicano León Olivé plantea lo que él viene a
llamar un “pluralismo multicultural”: una tercera vía práctica para salir del callejón sin salida que
pueden significar tanto el “absolutismo” (que se puede dar en las visiones liberales) como el
“relativismo” (como un particularismo que impide una relación efectiva con el “Otro”). Una tercera vía
para que las distintas culturas dentro de un Estado se puedan desarrollar en “armonía” y
“cooperación” siempre, según Olivé, bajo ciertas obligaciones para los líderes de las distintas
culturas y para los representantes del Estado.

Así, una política multicultural desde el modelo pluralista que se propone para los países
latinoamericanos con población indígena (se habla en concreto de México) debería satisfacer al
menos las siguientes condiciones: (i) Garantizar el reconocimiento de las culturas como entidades
colectivas con ciertos derechos de grupos (derechos colectivos); (ii) No se pueden dar por sentados
ni principios éticos de validez absoluta ni conceptos (“dignidad”, “necesidad básica”) con significado
absoluto; (iii) Debe evitarse el relativismo del tipo de “todo está permitido”; (iv) Se debe garantizar los
derechos fundamentales de los individuos (tanto para el Estado como para las diversas culturas); (v)
El Estado tiene la responsabilidad de promover el desarrollo de todas las culturas, propiciar su
cooperación y evitar los conflictos; y (vi) Los miembros de todas las culturas (sobre todo los líderes)
tienen el deber de promover los cambios que sean necesarios para vivir armoniosamente con las
demás culturas dentro de un Estado de derecho, y para respetar los derechos humanos
fundamentales.

De acuerdo a Olivé, la propuesta del “pluralismo multicultural” no se basa en normas morales fijas,
sino que establece un marco de relación, las condiciones que se deberían cumplir en vistas a una

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convivencia armoniosa entre pueblos diferentes dentro de un mismo Estado. Lo valioso de la
propuesta es que hay un reconocimiento del valor por igual de todas las culturas y que ve en sus
miembros sujetos racionales capaces de llegar a acuerdos, “por lo menos los mínimos
indispensables para llegar a una interacción intercultural”. Igualmente es valioso el énfasis en
concretar al máximo los contextos de interacción clarificando de antemano los distintos conceptos
(“dignidad” y “necesidad básica”) alrededor de cualquier controversia. Y es que la preocupación de
Olivé reside en cómo salvaguardar la identidad de las culturas minorizadas por el Estado y los
procesos de globalización sin que aquellas queden en “frascos de formol” (como curiosidad de
museo). No es una empresa fácil. En resumen: ¿Cómo manejar o poder controlar cambios que se
avizoran inexorables ante unos procesos globalizadores cada vez más incisivos? Con la interacción
“dialógica” y “racional” del pluralismo que aquí se plantea (a diferencia del absolutismo o el
relativismo).

No obstante, este modelo pluralista requiere un cambio en la concepción del Estado (y aquí Olivé
sigue la tesis clásica de Juan Villoro): de un Estado europeo de corte liberal ilustrado, contrario a la
pluralidad de naciones en su seno, hay que pasar a un Estado que surja como un pacto de las
distintas culturas que efectivamente lo componen. Así, las obligaciones del Estado serían: (i)
dialogar con los representantes de los “grupos étnicos” (sic) tradicionales; (ii) llegar a acuerdos con
ellos sobre los derechos de grupo que deberá reconocer; y (iii) ayudar a que el grupo los ejerza.
Porque usualmente, añadiría para remarcar, hace todo lo contrario (véase en la Unidad V sobre
“autonomía” el caso de los Acuerdos de San Andrés, firmados por el gobierno mexicano pero jamás
cumplidos). Para finalizar, Olivé añade dos principios valiosos para la interacción pacífica y la
cooperación constructiva entre las diversas culturas de un Estado: el “principio de homogeneización”
de la sociedad (el Estado tiene la obligación de garantizar que todos sus miembros estén en
condiciones de satisfacer sus necesidades básicas); y el “principio de dinamización” como el
imperativo de cambiar de manera responsable (“obligación de los líderes de los grupos tradicionales
de conducir a sus comunidades por el camino de la cooperación y el diálogo”).

Quizás este último principio que apunta Olivé (citando a Garzón Valdés) sea el menos comprensible.
¿Acaso el aislamiento de una cultura obedece a un acto consciente de sus miembros, o más bien
una causa y una actitud natural de salvaguarda ante su minorización histórica? ¿Cómo abrirse a los
otros cuando los otros no han significado más que sufrimiento y muerte para uno? Esto nos lleva a
un último apartado (en este caso en la esfera filosófica) a partir de lo que aquí se ha venido

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discutiendo: la ética intercultural. Es decir, sobre cómo construir un umbral mínimo de convivencia,
de vivencia con el “Otro” con base en unos valores.

Hacia una ética intercultural

Una ética intercultural seria una ética que se basa en un diálogo permanente a partir del
reconocimiento del “Otro”. Es decir, sería una ética sui generis no tanto como fundamento de
costumbres, sino como fundamento o proceso de fines a perseguir, una ética para poder establecer
un mínimo compromiso con ciertos principios para legislar (en vistas a ciertos fines humanos).5 Si se
entiende que este diálogo ha de estar basado en algunos valores comunes, compartidos (como el
esencial reconocimiento del “Otro”), podríamos preguntarnos si realmente estos valores existen.
Puede haber consenso en respetar la vida de las personas, por ejemplo, parece un valor universal,
una “invariante cultural”; pero a partir de ahí los valores se diversifican (y sobre todo se amplía la
manera de aproximarse a ellos: la moral y las costumbres). Aquí hay un desafío, que puede ser un
buen punto final para este punteo de Unidad.

Para poder alcanzar una “ética intercultural” se precisa, sobre todo, reconocer al “Otro” y valorar el
diálogo. Ahora bien, en el marco de la globalización neoliberal, occidental y moderna ¿por qué
nuestras relaciones sociales y culturales distan tanto de estos valores en principio universales? ¿Y si
realmente se estiman estos valores pero no se practican? ¿Qué está fallando? ¿Por qué la guerra
(Afganistán, Irak, Colombia, Chiapas) se impone a menudo en detrimento de estos valores?... Una
posible respuesta la tiene el filósofo catalano-hindú de la interculturalidad Raimon Panikkar: se
precisa tener abierta la puerta al “Misterio”, reconociendo nuestras limitaciones, nuestra relatividad
(no relativismo).6 En pocas palabras: si nos creemos completamente soberanos (nosotros, la cultura
propia, el pueblo, el partido, el rey) podrá haber tolerancia, pero nunca pluralismo. De ahí que
tengamos que tener esa apertura de corazón a lo desconocido. Porque si no se acepta un punto
trascendente incomprensible, entonces, es evidente que si uno tiene razón el otro no la tiene.

                                                            
5 Alcalá Campos, R. (2004) “Globalización, modernización, ética y diálogo intercultural” en Olivé, L. (comp.) Ética y
diversidad cultural. México: Fondo de Cultura Económica.
6 De entre su ingente producción intelectual véase, por ejemplo: Panikkar, R. (2006) Paz e interculturalidad. Una reflexión

filosófica. Barcelona: Herder.

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