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UNA GOTA DE SANGRE EN LA BLANCURA DE TU PIEL

(1ra parte de «La condesa Báthory»)


por Alberto S. Insúa

Pre: A finales del siglo XVI la Condesa Erzebet Bathory fue responsable de la muerte de
más de seiscientas muchachas jóvenes. La descripción de los métodos de torturar y matar que
empleaba es rigurosamente exacta, aunque algunos elementos fantásticos estén presentes en
este relato y los que le siguen. No obstante, en ésta como en cualquier otra historia, el terror
real supera con mucho a la ficción.
Mirando desde abajo, el cuerpo sin vida que pende de una soga y oscila, ligeramente
impulsado por el viento, eclipsa en parte la luna llena.
La vieja Dorko sonríe dejando al descubierto sus escasos dientes amarillos apenas
vestigios de una dentadura. Su boca descarnada se cierra. Tiene que darse prisa, no sea que
algún guardabosques del Conde Nadasdy la descubra.
El cadáver es reciente, pero ya los cuervos han dado comienzo a su tarea, y donde antes
había un par de ojos vidriosos, desorbitados por la agonía, hay ahora dos órbitas vacías.
Mañana devorarán la lengua, que pende negra, gigantesca, entre las mandíbulas apretadas.
Sólo el tosco sayal de arpillera, que apenas cubre una ínfima parte de las piernas desnudas, ha
impedido que picoteen el vientre, buscando las vísceras. Pero los buitres no serán tan
respetuosos.
Dorko baja la vista, y allí, en el suelo, a los pies del patíbulo, ve la flor negra de pétalos
carnosos y repulsivos de aroma enervante y ponzoñoso. El perro, también negro, sujeto con
una soga de esparto, gime y trata de escapar. Dorko le sujeta; sin oírlo a través de la cera que
tapona sus oídos. Nunca vio antes la flor de la carne pero la conoce muy bien. Sabe que su
nacimiento es casi un milagro, que depende de la conjugación de Saturno y de la Luna bajo el
signo de Capricornio. Y de que el cuerpo, que pende sin vida, haya fecundado la tierra con su
simiente.
Hay dos formas de ahorcar. La primera es rápida y hasta cierto punto humanitaria. Una
vez puesta la soga el cuello bruscamente se deja caer el cuerpo a plomo. Los pies no
encuentran el suelo y la tensión de la soga hace que el cuello se rompa. La muerte es
inmediata. No por crueldad, y sí por desconocimiento, los hombres del Conde Nadasdy jamás
emplean tan sabio procedimiento con los campesinos que se rebelan y queman las cosechas.
En su lugar los izan desde el suelo hasta que sus pies quedan a una vara de la tierra y los
abandonan a su suerte. De forma lenta y terrible el lazo se estrecha, corta la carne, y el aire
deja, poco a poco, de entrar en los pulmones. El pataleo inicial cesa, la boca se abre, la lengua
asoma y se alarga, lentamente, hasta límites inconcebibles, mientras su color, como el de los
labios y la cara, pasa del rojo al morado y finalmente al negro. La muerte tarda en llegar. Por
eso no es extraño que amigos o parientes tiren de sus piernas o se suban sobre sus hombros
para acelerar la agonía. Y mientras la muerte llega, un extraño fenómeno tiene lugar. Hay una
parte del cuerpo del ahorcado que se hincha y agranda. Así el momento final de la vida
coincide con una copiosa eyaculación. Es, tal vez, el placer de morir. La simiente cae al suelo o
empapa las ropas. Si se mezcla con la tierra ocurre el milagro. La mandrágora negra germina y
ve la blanca luz de la próxima luna llena. Y como para preparar el suelo y hacer que el vegetal
humano crezca poderoso, el cadáver, ya flojos los músculos, riega la tierra con su orina y la
abona con sus excrementos.
Dorko ha atado al perro e inclinada excava el suelo con las uñas alrededor de la flor,
tratando de dejar al descubierto la raíz. La ve pronto aparecer con la forma de un cuerpo
humano dotado de brazos y piernas con un mechón de pelo en su parte superior.
La bruja sabe que no debe tocarla mientras permanezca unida a la tierra y mucho menos
arrancarla con sus manos. Ata la raíz con la soga de esparto y rodea con ella el cuello del
perro. Luego ahuyenta al animal de una patada. Éste huye despavorido y un grito espantoso
traspasa la cera y taladra el cerebro de la vieja.
Dorko siente estallar su cabeza; pero corre hasta el cadáver del perro que yace con el
cráneo reventado manando sangre por el morro y las orejas. La mandrágora está ahí en el
extremo de la soga que ahora desata. La alza en son de triunfo y la guarda luego junto a su
pecho.
Su tarea no ha terminado. Tiene ahora que trepar por el patíbulo, cortar la soga y dejar
que el cadáver caiga al suelo. Inclinada sobre él corta mechones de sus cabellos y arranca
algunos dientes con sus tenazas. Tampoco el cadáver del perro se libra de su rapiña. Ha
abierto el vientre, todavía caliente, y extrae la hiel con todo cuidado. Luego mezclará todo para
preparar sus pócimas y sus ungüentos, añadiendo otros ingredientes que conserva celosa en
su cabaña; todos ellos tan repulsivos y difíciles de obtener como los que ahora guarda en su
saco. Tierra de cementerio, venenos de sapo y de serpiente, sangre menstrual de doncella,
sebo de macho cabrío negro, estramonio, adormidera, acónito... Con ellos conseguirá que sus
enemigos enfermen y meran, que sus cosechas se llenen de cornezuelo, que las bestias se
hinchen hasta reventar, que los ancianos recobren su vigor sexual, que hombres y mujeres se
entreguen al amor. O tal vez los mezcle con la manteca de un cadáver, con el extracto de
ciertos hongos venenosos y con aceites de mirto, valeriana y belladona para fabricar el
ungüento con que unge su cuerpo y lo prepara para el vuelo en las horas que preceden al
sabbath.
Pero es probable que no haga nada de eso. Sus oídos sellados no perciben el
entrechocar de los cascos de los caballos al galope ni los relinchos al detenerse. Es, al sentir el
látigo, que cruza su espalda y corta como un cuchillo sus harapos y el pergamino de su piel,
cuando Dorko se vuelve para encontrarse con la mirada cruel del Conde Nadasdy.
— ¡Pagarás con la vida tu osadía, bruja de mil demonios!
Dorko escarba frenéticamente en sus oídos, liberándolos de la cera. No ha alcanzado a
oír la frase del conde, pero comprende su significado.
La soga, manejada por uno de los soldados, ha ascendido silbante hasta el patíbulo, y
sus dos cabos penden como el frío cadáver de serpiente que la bruja utiliza en sus hechizos. El
más fiel de los criados del conde, que siempre le acompaña, un eunuco, enano y grasiento ríe
cruel con su voz atiplada.
Los ojos de Dorko están fijos en la condesa, blanca la luna, blanca la piel de su cara,
blanco el vestido bordado de perlas blancas, blanco el armiño de la blanca capa, mientras
aprieta contra su pecho la raíz mágica. El vegetal humano tiene que protegerla. Y,
efectivamente, la mandrágora pone en sus labios palabras de salvación.
— Señor, nada malo he hecho. Mis ungüentos sólo sirven para conservar la piel blanca y
el cuerpo joven.
El conde ríe. Basta mirar el cuerpo de la arpía para comprobar lo ridículo de su
afirmación.
Pero la condesa interviene.
— Dejadla probar lo que dice. Que venga mañana al castillo. Y si miente...
El conde mira con cariño a su esposa. Es un tosco guerrero y la ama, como se ama a
una niña. No en balde la desposó cuando sólo tenía quince años. Por eso lo perdona todo, lo
disculpa todo, como si de caprichos infantiles se tratara. Hasta que golpee a sus camareras en
sus frecuentes accesos frenéticos de furor. Y es que, aunque bella y delicada, corre por sus
venas la sangre de los Báthory, la misma que hace tres siglos animara a Andrés Briccius y le
valiera el apodo de «Bathor» — valiente. Éste y otros motivos contribuyen a la estima del conde
hacia su esposa. La estirpe de los Nadasdy figura entre la más alta nobleza húngara; pero
Erzebet es sobrina de Esteban, príncipe de Transilvania y rey de Polonia, y aunque este haya
fallecido recientemente, los Báthory conservan intactos sus poderes, riquezas e influencias.
Teniendo en cuenta, tal vez, todo esto, el conde asiente ante la demanda de su esposa.
Chasquea el látigo de nuevo sobre las espaldas de la bruja.
— Preséntate mañana en el castillo. Los buitres pueden esperar. Y ¡ay de ti si escapas!
Ha dado una orden, y las órdenes no esperan respuesta. Vuelve el caballo y lo lanza al
galope. Su esposa y sus criados le siguen.
Dorko se queda un momento quieta y sonríe. La mandrágora la ha salvado. Mañana irá
al castillo y es probable que la Condesa Báthory la tome a su servicio. Vuelve a reír y hasta
ejecuta unos ridículos pasos de danza.
Luego se inclina de nuevo sobre el cadáver. Saja el vientre con el cuchillo. Ahora tiene
tiempo y puede trabajar sin miedo. Busca la grasa que rodea al hígado. Más tarde amputará la
mano derecha. Piensa que ambas pueden serle en un futuro de utilidad.
***
Erzebet está sola, desnuda frente al espejo. Como cada mañana escruta, punto a punto,
la piel de su cara, buscando una arruga ínfima, un defecto de color en su palidez blanca y
uniforme con el solo contraste del negro de su pelo y de sus ojos. Cuando termine con su
rostro, comenzará el examen de su cuerpo, también de una blancura inmaculada sólo rota por
el rosa de sus pezones y la negrura de su pubis. Comprobará la dureza y colocación de sus
senos redondos y pequeños, la turgencia de su carne, la lisura de su vientre; todo ello
buscando el menor signo de envejecimiento que desde hace años es su miedo obsesivo. Como
cada día, mes tras mes, año tras año, no encuentra en su cara o en su cuerpo vestigio alguno
de destrucción, como si el tiempo se hubiera detenido. Ha nacido en el año de gracia de 1560.
Rebasa ahora, en el nuevo siglo que se inicia, los cuarenta años. Nadie lo diría. Su cuerpo es
suave, blanco y delicado como el de una adolescente, y ni una sola sombra blanca aclara sus
cabellos. Ahora su cuerpo es más blanco. La vieja Dorko hace bien su trabajo. Hace ya varios
años que la sorprendieron en el bosque. Desde entonces la bruja vive a su lado en el castillo de
Csjthe, en las tierras húngaras de su esposo, Ferenz Nadasdy. Noche tras noche sus doncellas
ungen su cuerpo con el ungüento que Dorko prepara para ella. La mejor de sus fórmulas. En su
cubil secreto, en un ala del castillo, entre redomas, retortas y alambiques, la bruja extrae los
aceites de plantas exóticas: arándanos, almendras dulces y amargas, bayas de enebro,
artemisa, genciana, macerándolas con espíritu de madera comprado a peso de oro al
alquimista de la corte imperial. Luego extrae también la grasa del hígado de un carnero joven y,
dejando que el espíritu escape, mezcla todo con polvo de placenta humana, con leche de
yegua y sangre de torcaz. Pero, una vez preparado su invento, son otras manos las que lo
extienden sobre el cuerpo desnudo de su dueña, porque la condesa Báthory no tolera el
contacto de las manos sarmentosas de la vieja sobre su piel.
Dorko hace bien su trabajo. El miedo es el mejor consejero. Las palabras de Erzebet
están siempre presentes en su afán.
— ¡Una sola arruga, Dorko, una sola imperfección, y la muerte más terrible que puedas
imaginar no será nada comparado con lo que te espera!
Erzebet ha terminado su examen ante el gigantesco espejo que ha hecho traer
especialmente desde Italia. La luz del sol penetra a raudales por el ventanal. A Erzebet le gusta
verse reflejada, pero abomina de sus rayos que podrían alterar su blancura total.
Un par de palmadas suaves, apenas audibles, y sus doncellas, que han estado aguardando
fuera, silenciosas, entran y comienzan a vestirla con uno de sus blancos vestidos bordados.
Tiene casi un centenar de trajes, todos bordados, casi todos blancos, algunos negros, jamás de
color. Vestidos que se cambia continuamente a veces hasta quince veces en un mismo día. Ya
vestida, la van cubriendo de joyas. Sus treinta sortijas — tres en cada dedo— , su collar de
rubíes, sus aretes, sus pulseras, su diadema de perlas...
***
Erzebet medita en el gran salón del castillo. Está sentada en un enorme sillón de
madera, cuero y terciopelo, casi un trono. A su espalda, formando dosel, un tapiz bordado
muestra el escudo de los Báthory con su corona ducal y una cabeza de lobo con las fauces
abiertas que campea los gules de un solo cuartel.
Mientras Erzebet medita, sola en la magnitud de su grandeza, frente a ella, a prudente
distancia, un grupo de doncellas borda en silencio. A su derecha, sentada en un escabel, Dorko
aguarda atenta el menor de sus deseos. A su izquierda, acurrucado en el suelo, mirando a un
lado y a otro con ojos maliciosos, está el eunuco. Él es el único hombre — si es que puede
llamársele así— en esta corte de mujeres. Esa distinción le hace, tal vez, sonreír con una
sonrisa socarrona y cruel. Tan cruel como aquella acción lejana que le privó de sus testículos
antes de alcanzar la pubertad, que los eliminó de un solo golpe de cuchilla, que luego, puesta
al rojo, cauterizaría la herida. Todo un arte oriental.
Súbitamente, el dolor llega. Un dolor que Erzebet conoce de antemano, que sufre con
frecuencia. Que taladra la cabeza desde delante y hacia atrás, desde los ojos al cerebro, que
es traspasado como si los rayos de luz estuvieran formados por minúsculas cuchillas de acero.
Y, justamente cuando va a llevarse las manos a los ojos, la risa sofocada de una de sus
costureras estalla en el interior de su cabeza como el proyectil de una bormarda. Pero la risa ha
desaparecido para dar paso al terror porque la condesa se ha levantado y avanza hacia ella
con los ojos desorbitados, chillando como una posesa, y comienza a golpearla con las manos,
a desgarrar su cara con las uñas, sin dejar de chillar de forma inarticulada, y luego,
arrebatándole el bastidor de las manos, la golpea con él una y otra vez en el rostro, con tal
violencia que la sangre salta, y una sola gota se proyecta hasta una de las mejillas de la
condesa, y se queda allí, inadvertida, como un lunar rojo interrumpiendo su blancura.
Erzebet lanza un gran grito y cae al suelo. Dorko, en seguida, se lanza en auxilio de su dueña.
Ya conoce sus ataques; la espuma en la boca, los temblores, el pataleo. Hay que evitar que se
golpee la cabeza, que se muerda la lengua. Varios siglos de matrimonios consanguíneos han
suministrado a los Báthory de una cierta propensión a la epilepsia.
***
En un ala extrema del castillo, en el aislamiento total de su cubículo, rodeada de sus
útiles mágicos, de sus instrumentos de alquimia, la vieja Dorko, se dispone a invocar a su único
dueño: el Señor de las Tinieblas.
Ha dejado a su ama terrenal sumida en el sueño profundo de uno de sus enjuagues.
Después del ataque vespertino la ha suministrado, mezclado con vino, polvo de adormidera
blanca. Lo ha hecho, como siempre, temblando de miedo. Teme que tras alguna de sus crisis
después de una noche de insomnio con la cabeza palpitando de dolor o, en el mejor de los
casos, tras un sopor agitado Erzebet despierte y al mirarse al espejo descubra bajo sus ojos un
pequeño pliegue violáceo, una pequeña arruga en uno de sus párpados o en una de las
comisuras de sus labios. Sabe que si eso sucede su fin habrá llegado.
Pero hay algo más. Noches pasadas, en su duermevela habitual, ha creído intuir la
llamada del Dios Negro reclamando su presencia ante él deseoso de transmitirle sus órdenes.
Por eso invoca al Diablo entre los cuatro muros espesos e inaccesibles de su celda recubiertos
de negras colgaduras, a la luz del candelabro de conco brazos que forma la mano reseca del
ahorcado con sus cinco dedos embadurnados de sebo que lo transforman en cinco candelas.
La mano — sangrada en un trozo de sudario, macerada en vasija de barro con sal, pimienta,
salitre y cardenillo, secada al sol y tostada al horno, entre hojas de helecho y de verbena,
hecha combustible con la propia grasa del difunto mezclada con cera y aceite de sésamo—
arde iluminando apenas el recinto. Dorko ha trazado en el suelo con carbón y creta el círculo
mágico que la protegerá, evitando que su amo y señor la acoja en su sena antes de tiempo.
Dentro del círculo, con los pies asentados sobre la piel de un cabrito virgen en la que se
marcan signos y tres nuevos círculos concéntricos, Dorko enciende el último de los pebeteros
en el que arderán azufre y un puñado de sus cabellos. Los otros cuatro hace tiempo que
aroman el ambiente de forma enervante con los cuatro perfumes: ámbar, mirra, incienso y la
flor del alcanfor. Mientras el humo se eleva, Dorko musita su letanía. Es miércoles, y, por tanto,
la potencia infernal convocada debe ser Astaroth. Las palabras se suceden monocordes:
Anhath Theop Siderhot Amankiel, en el nombre de Satán, en el nombre de Beelcebuth,
Astaroth yo te conjuro, solicitando tu amistad y tu protección. Así, como tú me sirvas ahora, te
serviré yo eternamente en lo sucesivo...
Dorko siente un frío intensísimo que hace castañetear sus dientes y en seguida un fuego
terrible en ele que su sangre hierve. Es su Señor que llega, inundando la estancia de
pestilencia, avivando la llama del azufre, iluminándolo todo con un espesor rojizo.
Lentamente, con movimientos de autómata, la bruja ha destapado un cesto y extrae un gato
negro que se debate entre maullidos en sus manos, cubriéndolas de arañazos. Dorko no siente
el castigo del animal, cuyo vientre desgarra ahora con un cuchillo embutido en un mando de
negro cuerno. Es ahora, sobre las vísceras humeantes que todavía palpitan cuando escucha la
respuesta a su invocación. Una sola palabra: sangre.
El cadáver del gato cae de las manos de Dorko. Ahora sabe que Satanás estará
permanentemente a su lado y al de la Condesa Báthory. Que no ha de abandonarlas nunca.
***
En la soledad de su cuarto, rodeada de la púrpura aterciopelada de tapices, doseles y
cortinajes que reducen la luz solar a lo imprescindible, la Condesa Báthory interroga de nuevo
su cuerpo ante el espejo. La pócima tomada el anochecer anterior ha dejado su cuerpo
descansado. De pronto una extraña sensación la invade: la de ser observada, la de que
alguien, situado a su espalda, comparte con ella la estancia. Va a volverse, pero la visión del
espejo la hace desistir. Allí está su imagen, la de las paredes, la de los muebles, y ninguna otra.
Erzebet da comienzo a su examen. Ninguna blancura en los cabellos, ninguna arruga en
la frente, ni en los párpados, ninguna bolsa bajo los ojos. Ninguna... Pero hay algo. Un pequeño
punto oscuro, casi negro en una de sus mejillas. Un punto que antes no existía, que jamás
estuvo ahí.
Sorprendida, preocupada, la condesa se pregunta interiormente sobre su origen.
La respuesta llega, inmediata, sin tiempo para conjeturas. Llega de una voz firme que resuena
a su espalda.
— Es sangre.
Erzebet se vuelve sobresaltada. Frente a ella, una mujer vieja, lata, terriblemente
delgada, vestida de negro, la observa impasible. Repite:
— Es sangre. Sangre ya seca. No tengas cuidado.
La condesa la observa entre la indignación y el asombro. Es tan vieja como Dorko, pero
mientras la bruja inspira repugnancia, la recién llegada genera miedo. Ese temor hace que las
palabras de Erzebet sean menos violentas de lo esperado.
— ¿Quién sois? ¿Cómo habéis entrado aquí?
La vieja no duda al contestar.
— Me llamo Dárvula y estoy a tu servicio. Para eso he sido llamada.
Es la condesa quien tartamudea confusa:
— ¿Dárvula? No os conozco ni os he llamado.
La vieja asiente:
— Tienes razón. Ha sido Dorko, tu sirvienta, quien me ha llamado. Si deseas que me
vaya...
Ahora Erzebet escucha sorprendida sus propias palabras.
— No, quédate aquí. Decías que esa mancha...
— Es sangre. De una de tus costureras. Puedes comprobarlo. Saltó a tu cara la tarde
pasada y te ha acompañado durante el sueño.
Dárvula empapa la punta de un pañuelo en el agua de rosas del aguamanil y frota con
ella la mejilla de la Báthory. Luego, le muestra la tela manchada de herrumbre.
Erzebet se vuelve hacia el espejo. La mancha ya no existe, pero en su lugar hay un pequeño
círculo más blanco aún que la piel que la rodea. Susurra:
— Mi piel...
La voz de Dárvula resuena de nuevo a su espalda.
— Es más blanca. También más joven. Es la sangre. Sangre de otros derramada por ti y
para ti. La sangre es la vida. Eso es algo que los hombres han sabido desde siempre. Es
también la juventud. Envejecer es empezar a morir.
La condesa trata de aclarar las ideas que bullen en su cerebro.
— Es posible. Pareces saber muchas cosas. Más que Dorko. Aunque ella emplea sangre
de animales y de personas en sus ungüentos.
Dárvula la interrumpe.
— No es esa sangre a la que me refiero. Es sangre humana, sólo humana. Sangre
derramada, sangre que fluye llevándose la vida consigo. Tienes muchas cosas que aprender.
Yo te enseñaré. A ver morir. A matar y lo que ello significa. Pero no debes despreciar a Dorko.
Ella nos sirve lealmente, y lo hará hasta que su ayuda deje de ser necesaria. Sí, yo sé muchas
cosas. Todas las cosas.
Erzebet medita en voz alta.
— Si lo que dices de la sangre es cierto, pienso que...
Dárvula la interrumpe de nuevo.
— Sé lo que has pensado. Se hará como deseas, pero antes es preciso que conozcas
ciertas cosas. Yo puedo sugerirte, aconsejarte, materializar tus deseos, pero tú, solamente tú
puedes decidir. Todo tiene un precio, condesa, ¿estás dispuesta a pagarlo?
— ¿Qué precio? — pregunta Erzebet.
— La vida y la juventud eterna tienen un precio — continúa la vieja—, vencer a la muerte
significa ser la Muerte misma. Eso obliga a renunciar a ciertas cosas. Como a la luz del sol.
Erzebet sonríe.
— ¿El sol? ¿Sólo eso? Concedido. Nunca me interesó.
— De momento sólo a eso. Más tarde... Pero, aún es pronto para hablar.
La condesa la mira entre curiosa y divertida. Luego, sólo hay una sorpresa al observar
que a los pies de Dárvula la luz de las antorchas no forma como a los suyos un halo de
penumbra, una silueta gris. Intranquila, pregunta:
— ¿Qué pasa con tu sombra?
La vieja, que nunca sonríe, entreabre la boca en una mueca desagradable.
— No pasa nada. Simplemente no existe.
— Eres una mujer extraña. Careces de sombra, y nunca vi tu imagen en el espejo.
Dárvula la mira con ojos fríos.
— Es posible que sea extraña, pero no soy una mujer. Déjalo, no lo entenderías.
¿Deseas algo más? El trabajo que tu quieres que lleve a cabo me espera.
— No te entiendo — exclama Erzebet—. Entonces, ¿seré siempre joven, siempre bella?
— Me entenderás — replica Dárvula—. Más tarde. Ahora sería imposible. Sí, los que hoy
existen , los que existirán mañana, y aún no han nacido, te verán siempre joven y bella. Igual
que ahora. ¿Es eso suficiente?
La condesa queda un momento en silencio. Las ideas bullen en su cerebro de forma
enloquecedora. Luego, replica:
— Sí, es suficiente. Pero, ¿y yo?, ¿me veré yo?
— Sólo durante un tiempo. Hasta que el tránsito se efectúe. Luego, tu espejo, o cualquier
otro, se negará a ser interrogado. La Muerte, condesa, carece de imagen y de sombra.
Aquellos que te miren suplirán su falta.
Erzebet ha comenzado a temblar. Balbucea:
— Entonces tú... que no tienes imagen ni sombra... eres la Muerte...
Dárvula estalla colérica:
— ¡Basta ya de preguntas! ¡Hay cosas más importantes que hacer! Soy quien soy. La
Muerte y mucho más. Tu muerte y tu eternidad. La de tu cuerpo y la de tu alma. Soy tu soledad,
condesa. Por toda la eternidad. No temas, no hay Infierno que te espere. Eres tú y ha
comenzado ya. A menos que renuncies a él. Entonces, cualquier ungüento, cualquier pócima
será inútil. Serás primero un montón de pieles arrugadas, y más tarde uan tea que nunca se
consume y un poco de polvo que se lleva el viento. Elige.
La Condesa Báthory no duda al contestar.
— Ya lo he hecho. Haz todo aquello que sea necesario. La condesa baja los ojos. Al
levantarlos, Dárvula ya no está.
***
Amanece. Erzebet ha pasado la noche en vela, reclinada en el lecho, en la oscuridad.
Los gruesos cortinajes corridos sobre el ventanal no dejan filtrarse un solo rayo de sol.
Bruscamente la puerta se abre. En el marco, Dárvula sostiene una antorcha en la mano.
Avanza.
La condesa se incorpora. La vieja grita:
— ¡Levántate! El baño está esperando.
Erzebet, desnuda, baja de la cama. Dárvula enciende con su antorcha los hachones y las
velas de los candelabros. Lanza una mirada a la pequeña bañera de mármol blanco, excavada
en un solo bloque que aparece en uno de los rincones del camarín de la condesa.
Dárvula ordena:
— Ese recipiente servirá. Túmbate dentro de él.
La Báthory entra en el baño. El frío contacto de la piedra la hace estremecer. Ve, ahora,
a Dorko y el eunuco que entran portando cada uno un gran cuenco de barro humeante. La
presencia del hombre menguado hace que Erzebet se sienta desnuda. Pero la mirada de
Dárvula la inmoviliza y la impide protestar.
El calor de la sangre que comienza a caer sobre ella la reconforta. Se queda quieta
mientras la siente correr por su piel, caer sobre el vientre, sobre los muslos, sobre el pecho.
Dárvula se dirige a Dorko:
— Mójale la cabeza y el pelo.
Erzebet se siente cegada por una nube de terciopelo rojo. Cierra los ojos. En silencio,
pasa mucho tiempo. Sólo cuando la sangre se ha enfriado y empieza a temblar, Erzebet se
decide de nuevo a abrirlos. Al intentarlo encuentra la resistencia de una pegajosidad viscosa.
Cuando finalmente lo consigue ve, ligeramente teñida de rojo a Dárvula, sola a su lado, de pie
junto al baño, en el que la sangre ha empezado a coagular. La vieja le imparte sus
instrucciones:
— Ya puedes levantarte.
La condesa se yergue. Está cubierta, de cabeza a pies, de un barro rojizo del que se
desprenden cuajarones oscuros.
Dárvula la envuelve en un blanco lienzo. Luego, la ayuda a salir del baño y la encamina
hacia la cama.
Erzebet se acuesta. Dárvula la cubre con una sábana, mientras le dice:
— Ya es de día y debes dormir.
La voz de la condesa llega apagada a través de las ropas que la cubren.
— ¿Cómo ha sido?
Dárvula contesta molesta:
— Una de tus doncellas. No te preocupes, era bastante inútil.
— La próxima vez — replica Erzebet— deseo verlo.
— Debes verlo — afirma la vieja—. La próxima vez y todas las veces.
Luego, sólo queda el silencio. La sangre, al secarse, hace que la piel se estire. La
condesa dormida, no advierte este pequeño detalle de indudable valor cosmético.
SUEÑOS DE AMOR Y DE SANGRE(II)
(2da parte de «La condesa Báthory»)
por Alberto S. Insúa

¿Cuáles pueden ser los sueños de


una mujer que duerme cada día
empapada de la sangre de una
muchacha inocente?
Bajo el blanco sudario de la sábana que la cubre, empapada de sangre y en la oscuridad
de su cuarto, bajo las gruesas cortinas de su lecho, Erzebet, despierta o tal vez dormida,
piensa o sueña en unos grandes ojos amarillos que la observan; con las pupilas dilatadas unas
veces o alargadas hasta casi desaparecer en el momento siguiente. Son, como los ojos de un
gato. Pero nunca hubo gatos en el castillo.
Una brusca ascensión en la oscuridad, y los dos ojos la observan ahora desde los pies
de la cama. Erzebet no puede apartar su mirada, pero sus manos retiran las ropas que la
cubren. Sólo la oscuridad impide ver y distinguir el blanco cuerpo desnudo, la blanca piel que
se estremece, mientras patas suaves, garras suaves, pieles suaves, lengua suave la recorren,
fijándose en los muslos, en el vientre, en los senos.
En las escasas ocasiones en que las torpes y encallecidas manos del guerrero Nadasdy
han acariciado su cuerpo, Erzebet no sintió jamás ningún placer. Tampoco cuando la penetrara
después. Sólo cuando alguna de sus doncellas masajea su cuerpo desnudo con el ungüento de
la bruja, sólo cuando manos jóvenes la recorren, conoce la Condesa algo parecido al gozo,
algo similar al deseo. Pero nada comparado a lo que siente cuando golpea como la tarde
pasada, cuando lee en los ojos de otra mujer el dolor y el pánico. Entonces, como ahora, su
cuerpo se estremece, tiembla, y al final, el exceso de sensaciones la precipita en un tremendo
ataque convulsivo, o la hunde en la laxitud que precede al sueño.
Los ojos la observan ahora a caballo sobre su pecho. Luego desaparecen y Erzebet
siente en las puntas rosadas de sus senos la caricia de una piel suave, el dolor placentero de
unas uñas afiladas que se clavan y la humedad sonrosada de una lengua que pronto los
abandona para seguir acariciando el vientre, después los muslos, y finalmente se pierde en su
sexo abierto. Es entonces, cuando Erzebet gime, se agita, se ablanda, se derrama en una
oleada de intensidad que estalla en su interior. Luego llega la laxitud. Los ojos de Erzebet,
antes de cerrarse, todavía alcanzan a ver otros amarillos que la observan. Luego, el sueño
vuelve o desaparece.
***
El agua corre sobre el cuerpo de Erzebet. Ha eliminado hasta los más mínimos vestigios
de sangre, y la piel de la Condesa refulge luminosa, de una blancura inmaculada.
Rechazando la sábana que Dárvula sostiene entre sus manos sale de la pequeña bañera de
cobre que ha mandado introducir en su cuarto, toda vez que la de mármol cumple ahora
funciones bien distintas, y ansiosa se enfrente con el espejo. Sorprendida observa que su
imagen, si bien ha aumentado en blancura, ha perdido nitidez, y un halo suave y luminoso
circunda su imagen, difuminando los bordes. Es como un ligero empañamiento producido tal
vez por el exceso de luz y la frialdad del blanco de su piel. Desconfiando del espejo, Erzebet
dirige sus ojos a aquellas partes de su cuerpo a las que la vista alcanza, comprobando el
blanco refulgente y la tersura increíble de su piel. Al concluir a satisfacción su examen, sus ojos
se desvían para enfrentarse con la fría mirada de Dárvula.
La vieja pregunta:
— ¿Estás contenta? Todo ha sucedido como querías.
— Desde luego — replica la Condesa -. Cúbreme con la sábana. Tengo frío.
La tela cae sobre los hombros de Erzebet. Dárvula hace un gesto de retirada.
***
Sentada de nuevo en su trono, flanqueada por Dorko y el eunuco, dejando pasar el
tiempo en la contemplación ausente del quehacer de sus costureras, la condesa Báthory recibe
la noticia de la muerte de su esposo.
Ferenz Nadasdy ha muerto como ha vivido; guerreando contra los turcos.
Ni una sola lágrima surca las mejillas de Erzebet. Despide a los emisarios e imparte las
órdenes oportunas. Luego, se deja caer sobre el respaldo de su sitial, y cierra los ojos ante el
dolor que vuelve. Las costureras la miran sin atreverse a respirar, sin aventurar un solo
comentario ante la infausta noticia.
Sólo Dorko se atreve a acercarse solícita. Alcanza entonces a oír el susurro de su
señora:
— ¡Mi cabeza...!
La bruja se vuelve en demanda de ayuda y se encuentra con la mirada de Dárvula y
escucha las órdenes que le imparte:
— Hay que llevarla a su cuarto. Ocúpate de conseguir una paloma blanca.
Unas enérgicas palmadas de Dorko ponen en movimiento a las doncellas. Entre todas
llevan a la Condesa hasta su lecho.
Erzebet yace con los ojos abiertos. Tan abiertos como los del gato que la observa
aculado en un rincón de la estancia. A su lado, Dárvula sostiene con mano firme una paloma.
Con suavidad degüella al pequeño animal y coloca su cuerpo, todavía palpitante, sobre la
frente de la Condesa. El blanco de la piel y del plumaje se tiñen de rojo. Dárvula exclama:
— Esto ahuyentará tu dolor.
Hace luego una seña a Dorko para que las deje solas. El silencio dura hasta que el
cuerpo de la paloma queda inmóvil. Dárvula retira el pequeño cadáver de la frente de Erzebet.
— Ahora debes dormir. El dolor ya se ha ido.
Erzebet suspira.
Dárvula lanza el cuerpo del pequeño animal al gato que acecha en la sombra. Hay un
revuelo e pelaje negro, garras y plumas blancas teñidas de sangre. La Condesa se ha dormido.
Dárvula desaparece.
***
Ferenz Nadasdy cabalga ensangrentado en el sueño agitado de su viuda. Las fieras
facciones del Conde apenas son reconocibles bajo la espesa capa de barro que forman el
polvo de la batalla y su propia sangre. Cabalga, entre cadáveres que se apilan a su paso,
vasallos y enemigos mezclados, con las ropas de guerra desgarradas y rotas, cortando todavía
el aire con su espada. Cabalga de frente, ahora, sin moverse del sitio, y cada herida, de las
múltiples que cubren su cuerpo y su rostro, es un caño de sangre por el que la vida escapa.
Se ha detenido. Una figura femenina, en la que la durmiente se reconoce, le tiende los brazos.
El guerrero, enhiesta la espada, azuza su caballo. La punta del acero avanza amenazadora
hacia la Condesa. Pero no llega a ensartarla. Una forma negra salta sobre el conde Nadasdy.
Uñas afiladas le seccionan el cuello y lo que antes era un chorro, es ahora un torrente de
sangre que fluye anegando la tierra.
La espada, definitivamente vencida, cae el suelo, y tras ella el caballero. De pronto, no
es ya una forma negra la que ataca al hombre caído, sino decenas de formas pequeñas y
oscuras de agilidad felina que sajan la carne, beben la sangre y destrozan el cuerpo en un
maremagnum de mordiscos, zarpazos, de bocas que se abren y cierran, de ojos amarillos.
Pero, al momento, los gatos desaparecen, y con ellos lo que ya solo era un amasijo de jirones
rojos de carne y telas ensangrentadas. Erzebet ve ahora, frente a sí, a una joven bella y oscura
de ojos amarillos y felinos. La joven la toma de la mano.
Tumbada en su lecho, sin rompa alguna que cubra su desnudez, la condesa Báthory no
sabe si el sueño continúa o no, o si, por el contrario, continúa durmiendo, y se trata de otro
sueño, de otra pesadilla, la nueva visión a la que se enfrenta. Sólo sabe que la joven de piel
negra y ojos amarillos está allí, también desnuda, al pie del lecho.
Erzebet siente como sus labios, sus propios labios, se mueven formando una sola
palabra inaudible: Isten, mientras en sus oídos retumban una y otra vez las palabras de
Dárvula: — Tu esposo, el conde Nadasdy ha muerto. Ahora nada puede oponerse a nuestros
designios.
La Condesa extiende los brazos mientras la joven oscura avanza. El blanco y el negro de
ambos cuerpos se funden en un abrazo. Erzebet siente un calor terrible y, simultáneamente, un
frío helado que le abrasa las entrañas. Luego, todo es fuego de deseo que la joven oscura
excita, aplaca, vuelve a excitar, y hace que estalle una, otra, mil veces. Bajo la forma de mujer
la suavidad gatuna antes soñada reaparece para hacer revivir en el cuerpo de Erzebet las
sensaciones de la noche pasada.
Cuando la Condesa cae finalmente en el más profundo de los sopores hay dos ojos
amarillos, felinos, que descienden, retroceden y quedan un momento fijos. Al momento
siguiente, no son dos, sino un centenar de pares de ojos dorados, rayados verticalmente de
negro, los que se agrandan, disminuyen, se eclipsan y reaparecen, una vez tras otra, desde las
cuatro esquinas de la estancia.
***
En un hombre o mujer adultos, jóvenes, fuertes y sanos, la cantidad de sangre que corre
por sus venas y arterias es, aproximadamente, una treceava parte de su peso. Hemos dicho
que corre por sus venas y arterias. ¿Conocen acaso esa curiosa particularidad del fluido vital
Dorko y la Condesa? Probablemente no. Aunque años atrás un médico y teólogo venido de
España y errante por toda Europa ha explicado que la sangre pasa del corazón a los pulmones
en los que se enrojece y se renueva, y que para hacerlo marcha a través de unos tubos que el
llamó venas y arterias, sus ideas han encontrado poco eco. Máxime, cuando el propio Servet —
que así se llamaba— enemigo a la vez del Papa y de Calvino, ha ardido en la hoguera de leña
húmeda a manos de su correligionario protestante, unos años más tarde del nacimiento de
Erzebet. Es probable pues, que ni la Condesa ni su hechicera de cámara tengan la menor
noticia del asunto, y que el nombre de Servet esté para ellas vacío de significado. Y si no lo
saben, su ignorancia no les importa mucho, no les genera ninguna inquietud. Las ideas tardan
en difundirse y viajan con lentitud. En la medida que lucubraciones científico-filosóficas su
importancia práctica es muy relativa. A la bruja y a su dueña les basta con conocer aquello que
todo el mundo sabe: que cuando se degüella a un animal éste se vacía de sangre.
Este método, tan efectivo como ancestral, es el que emplean ahora. Como sujeto de la
experimentación, Erzebet ha seleccionado a otra de sus doncellas, una campesina robusta y
rubicunda. La muchacha, ajena a la suerte que le espera, se ha dejado conducir hasta una de
las mazmorras del castillo. Al trío de mujeres se ha unido el eunuco. Una vez en la celda han
desnudado a la muchacha. Tal acción imprescindible ha encontrado resistencia, pero las
amenazas de Erzebet, la visión del látigo presto a golpear, los consejos susurrados de Dorko, y
la sumisión habitual en los vasallos, ha vencido al pudor.
La muchacha está ahora desnuda, y tranquilizada por Dorko, deja que el eunuco ate
fuertemente sus piernas y sus brazos con una soga de esparto. Sólo empieza a chillar cuando
la bruja la hace caer al suelo de un golpe y ayudándose de una cadena unida a una polea, la
iza por los pies hasta que su cabeza queda a media vara del suelo. Tan sagaz preparativo es
idea de la propia Dorko, que ha intuido, muy acertadamente, que el mecanismo de suspensión
debe facilitar la efusión de sangre.
Incapaz de prever todavía lo que vendrá a continuación y sofocada por la sangre que
afluye a su cabeza, la doncella cambia los gritos por los lamentos. ¡Vano intento el de tratar de
conmover el corazón de la Condesa! Muy al contrario, la espectadora de excepción de esta
escena ha tomado asiento en un escabel y cada gemido de su víctima provoca en ella un
estremecimiento de placer.
Dorko sitúa bajo la cabeza colgante el cacharro de barro. Luego, de un tajo rápido dado
con la habilidad de un matarife, degüella a la muchacha, empleando el mismo cuchillo
engastado en un mando de asta de carbón negro que emplea en sus artes mágicas.
Hay un coro individual de gritos y gemidos, que la muchacha acompaña con movimientos
convulsivos y estertores, mientras la sangre borbotea llenando poco a poco el cacharro de
barro. A poco tiempo, los gritos y gemidos cesan, y un temblor generalizado del cuerpo de la
doncella presagia su rápida agonía. Otro temblor diferente, y un suspiro, dan cuenta del final
del gozo de la Condesa. Luego ambas, víctima y verdugo, quedan inmóviles.
La sangre ha cesado de manar y Erzebet aparta la vista. El casi centenar de gatos,
testigos mudos de la escena, se ponen en movimiento formando una pequeña procesión negra.
La condesa Báthory al contemplarlos, rememorando tal vez su sueño anterior, se estremece y
exclama con gesto de fastidio:
— Hay demasiados gatos en el castillo. Mejor sería acabar con ellos.
Dorko no contesta. Pero, el eunuco, que en ese momento tiene a uno de los animales
entre sus brazos mientras lo acaricia, tomándole por la piel del cuello lo invierte hasta dejarlo
patas arriba. Con maneras de sexador levanta la cola del gato, y dirigiéndose a su señora
afirma:
— Son gatas. Son todas gatas.
Como para corroborar su aserto hunde su uña negra y afilada en la natura femenina del
felino. Un maullido y un zarpazo hacen que suelte bruscamente su presa. El animal escapa, y
el capón enano, ignorando la herida que acaba de recibir, lanza una carcajada atiplada. La
Condesa no le presta atención. Insiste:
— Acaba con ellos, Dorko. Alimentar a todos va a ser un problema y un gasto inútil.
Es entonces cuando la voz de Dárvula resuena a su espalda.
— Los gatos seguirán aquí. Todos ellos. Es Isten quien les envía. El problema del que
hablas no existe. Los gatos comen de todo. Carne, sobre todo. Y no ha de faltar la carne en el
castillo.
Erzebet se ha vuelto y sus ojos se enfrentan con los de la vieja. Luego ambas miradas se
desplazan y confluyen sobre el cadáver que pende del techo. Bajo su cabeza los gatos han
formado un círculo y mientras unos juguetean con los cabellos que rozan el suelo, otros
olfatean el cuenco de sangre.
La Condesa se levanta y se encara con la vieja. Está molesta por su intervención y se
niega a perder la iniciativa.
— Desde luego. Lo que acabas de decir me ha dado una idea. Vamos, se hace tarde.
Debo tomar el baño.
No hay respuesta. La corte fantasmal se pone en movimiento. El eunuco rescata a
tiempo el cuenco de barro de la voracidad mal contenida de los felinos que han comenzado a
lamer la sangre.
La puerta se abre y se cierra. La luminosidad de las antorchas se aleja. En la celda
oscura sólo queda el cadáver colgado. Rígido y cada vez más frío.
***
Isten ha vuelto, pero no sola. La señora de los gatos acude hoy a su cita diaria
acompañada de su corte felina.
Desde las profundidades del sueño, Erzebet experimenta sobre su cuerpo un ritual
diferente. Cientos de diminutas lenguas sonrosadas y suaves ablandan con su saliva la costra
de sangre que la envuelve. Ni un sólo ápice de su cuerpo se libra de la húmeda caricia, ni tan
siguiera su cara, sus labios, sus ojos o su pelo. Lenta, pero inexorablemente, la túnica roja que
cubre su carne desaparece, y su piel blanca queda al descubierto. Por poco tiempo. El primero
de los zarpazos deja cuatro surcos sanguinolentos en su pecho, luego son cuatro por cuatro,
cuarenta veces cuatro, cuatrocientas veces cuatro, hasta que todo su cuerpo es un puro surco,
hasta que la sangre, suya ahora, la cubre de nuevo desde la cabeza a los pies. El placer
enervante del centenar de lenguas que acarician, deja paso al dolor del millar de uñas que
desgarran, dolor que se convierte o se iguala a un nuevo placer mil veces más enervante. Un
placer que no acaba, que sigue creciendo al infinito, que no conoce tregua. Un placer si el final
que conduce a la laxitud.
Isten, que observa la escena desde los pies de la cama, sin intervenir, estalla en terribles
carcajadas.
Es entonces, cuando Erzebet siente horrorizada como uno de los gatos, instalado entre
sus piernas, progresa a través de su cuerpo, como la lengua felina se hunde profundamente en
su sexo, y tras la lengua el resto de la boca, y tras la boca el resto de la cabeza, y tras ella las
patas delanteras, la mitad del cuerpo, la otra mitad del cuerpo, y luego, las patas traseras que
entran arañando las paredes internas de su ser femenino, mientras el rabo queda fuera,
colgando como una verga negra, peluda, monstruosamente larga y delgada, ridículamente
fláccida, para al final replegarse también, introduciéndose dentro de su cuerpo en una absurda
e inconcebible cópula inversa.
La condesa Báthory contempla ahora horrorizada su vientre distendido como en un
embarazo insólito, mientras el feto gatuno salta y se mueve en el interior de su vientre.
En seguida sus ojos se desorbitan de horror. Un dolor terrible desgarra sus entrañas y siente
como golpes de zarpa y feroces dentelladas destrozan el interior de su cuerpo, mientras el
animal se abre paso sajando su carne y rompiendo sus vísceras.
De pronto, Erzebet siente que todo se desgarra y ve como su vientre se abre,
rasgándose verticalmente. Como en un parto monstruoso, la cabeza del gato asoma triunfante.
La boca, tinta en sangre, se abre, y una sinfonía de colmillos estalla en un maullido horrísono.
Junto a él, el terrible grito de agonía del despertar de la Condesa traspasa en todas direcciones
los espesos muros del castillo.
***
La puerta de la estancia se ha abierto de golpe, pasos apresurados corren hacia la
ventana y manos ansiosas descorren bruscamente los cortinajes. Súbitamente la habitación se
llena de luz. La joven doncella, responsable de la irrupción inesperada y del no menos
inesperado maremagnum luminoso, queda cegada por la repentina claridad. Es incapaz, por
tanto, de observar un espectáculo que sin duda la hubiera sobrecogido; el de la bañera en la
que la sangre coagulada forma una costra reseca. Como tampoco ve la imagen espectral de la
condesa que, tapada por la sábana que se adhiere a su cuerpo por efecto de la sangre, baja
del lecho y se lanza como una arpía contra ella. No la ve pero puede oírla, y el aullido de
Erzebet hiela la sangre en sus venas. Un aullido al que suceden imprecaciones y blasfemias. Y
es que, a pesar de la tela que la cubre, a pesar de la costra sanguinolenta que la protege, la luz
del sol ha hecho sentir a la Condesa el dolor terrible de dos agujas de aceite hirviente cayendo
bruscamente sobre la piel de todo su cuerpo. Enloquecida de dolor, Erzebet clava sus uñas en
el rostro de la doncella. Sus aullidos no cesan. Cegada por el sol, sus zarpazos desgarran la
carne que encuentran a su paso, sin que pueda conocer los efectos de su furia, ni planificar su
labor destructiva.
Dorko entra a la carrera y corre de nuevo los cortinajes. La Condesa siente que el dolor
cesa de forma brusca, totalmente. Pero no su ira.
¡Pobre doncella! Nadie le ha informado — ni seguramente pensaría jamás en hacerlo,
pues los criados deben enterarse de las cosas que les conciernen cuando éstas adquieren la
fuerza del uso continuo— de los nuevos hábitos nocturnos de la Condesa, ni de su heliofobia
reciente. Simplemente, ha oído el grito de su señora y ha acudido presurosa en su ayuda.
Ahora, su presteza y oficiosidad le han perdido, y su muerte inexorable, a manos de su señora
y de sus cómplices, previsible en un plazo más o menos lejano, se ha acercado en el tiempo.
Es más, la furia de la Condesa hace prever que no será ya una muerte tranquila con la cuchilla
de matarife seccionando sencillamente su cuello y el cacharro de barro presto a recoger su
sangre, sino algo mucho más terrible.
De momento, la condesa Báthory ordena a la bruja que la sujete. Luego, lentamente,
acerca los dedos engarfiados a sus ojos, y las uñas penetran, hundiendo, desgarrando los
globos oculares, cegándola para siempre. Antes de desmayarse, obnubilada de dolor, escucha
todavía las palabras de Erzebet:
— ¡Esto te enseñará que no soporto la luz del sol!
La doncella ha caído. La Condesa continúa:
— ¡Llévatela! ¡Que la encierren en una mazmorra! ¡Y que nadie se atreva a atenderla ni
a darle agua o comida! ¡Ya decidiré lo que quiero de ella!
Dorko asiente. A rastras saca a la doncella del cuarto.
***
Corrida por gruesas paredes de piedra, en una de las cuales se enmarca una pesada y
estrecha puerta de madera, la mazmorra — una de varias— situada en los sótanos del castillo
de Csejthe es doblemente impenetrable. Ninguna claridad llega hasta ella. Tampoco ningún
sonido. Teniendo en cuenta la naturaleza de su actual inquilina, la primera de sus ausencias —
la de la luz— carece de importancia, dado que sus ojos no volverán a ver jamás claridad
alguna. Simplemente, porque han dejado de existir, y en su lugar hay dos heridas cubiertas de
una costra de sangre y humores resecos. Esto impide también que la cuitada llore su
cautiverio. No son pues lágrimas lo que sus ojos destilan sino supuraciones enfermas,
productos acuosos de la destrucción. Pero, el que no pueda llorar no significa que carezca de
motivos. Lleva tantos días encerrada que ha perdido la cuenta. Tampoco hubiera sido fácil
calcular el paso del tiempo en una noche permanente en la que cada minuto se hace eterno.
Ha despertado de su desmayo y ha sentido un dolor enloquecedor. Luego, a pesar de la
oscuridad presentida ha descubierto que está ciega. Ha chillado hasta caer exhausta. Más
tarde, tanteando las paredes ha tomado conciencia de su encierro. Ha vuelto a chillar
inútilmente, pues la impenetrabilidad sonora de su celda es recíproca y ningún sonido sale de
ella. En silencio, después, ah sentido el miedo de la soledad y, seguidamente, el de estar
acompañada por pequeños seres hostiles, por ratas a las que no puede ver, pero cuya
presencia se siente y presiente. A la desesperación ha seguido el agotamiento, a éste el
hambre y sobre todo la sed. Pero ha pasado mucho tiempo hasta que se ha decidido a lamer la
piedra de las paredes y sus junturas en busca de frescor y de humedad. Hay que decir que ha
tenido un relativo aunque insuficiente éxito. Pero si la humedad que rezuman las paredes de su
cárcel ha aplacado en parte su sed, el hambre que atenaza su estómago y debilita su cuerpo
no ha encontrado satisfacción. Sólo su propia debilidad le ha permitido combatirla, hundiéndola
en el desfallecimiento y en el sopor.
Tal vez por eso no advierte que la pesada puerta, cerrada tantos días, se abre. Su falta
de visión impide que sea deslumbrada por el resplandor de una antorcha. No obstante, el
embotamiento de su cerebro le impide reaccionar ante una presencia inesperada y
previsiblemente hostil.
La voz cascada de Dorko resuena entre las paredes de la celda.
— La Condesa te manda comida y bebida. Que te sean de provecho.
La puerta se abre y se cierra. La prisionera queda de nuevo sola en la celda, ahora
iluminada por la antorcha fija en el muro. Abandonando su estatismo tantea febrilmente el suelo
de la mazmorra buscando los manjares prometidos. Gateando, tropieza con un cuenco de
barro. El azar ha querido que sea el de agua. Hociqueando, sorbiendo, derramando buena
parte de ella, bebe a grandes tragos hasta agotarla, mientras el resto cae al suelo y empapa la
mezcla de tierra, paja y basura que lo forman, perdiéndose para siempre, capaz ya sólo de
generar humedad helada. Su estómago vacío experimenta un latigazo de dolor. Pero la
doncella — saciada ya la demanda primaria e imperiosa de su sed— no piensa en otra cosa
que en seguir tanteando el suelo en busca de comida. Un segundo cuenco va a suministrarle
una sustancia viscosa y dulzona, ligeramente hedionda, pero que ella deglute ansiosa, ajena a
su sabor. Tampoco repara en el gusto levemente salobre y la suave textura del pedazo de
carne cruda y fría que devora a continuación.
Es posible que, de no estar privada del sentido de la vista, hubiera rechazado
horrorizada los manjares que ahora consume: el pedazo de carne inequívocamente humana
que perteneciera en vida a una de sus compañeras y los cuajarones de sangre coagulada
flotando en su propio suero. O tal vez no, si tenemos en cuenta que su terrible hambre
acumulada pudiera haberla hecho abandonar cualquier reparo. Pero en sus circunstancias tal
disquisición resulta ociosa. Ciega como está la decisión de comer no deviene angustiosa. La
carne ajena será pronto carne de su carne y la sangre su propia sangre que será pronto
derramada. Porque tal es el sentido del final de su martirio. Prepararla para un martirio futuro.
Engrosar para morir. Que, conjurada la anemia producida por el ayuno, nueva sangre roja,
sana y potente, corra de nuevo por sus venas y afluya, finalmente, hasta el cuenco de barro
destinado a recogerla.
Una presencia múltiple acompaña su comida. La de sus pequeñas compañeras de
prisión — las ratas— que han empezado a compartirla, y la de la Condesa, que atisba desde
fuera, con los ojos enmarcados por la angosta ventanuca que se abre en la pesada puerta de
madera. Ha ordenado a Dorko que deje la antorcha encendida en el interior de la mazmorra.
Quiere ver el espectáculo monstruoso de degradación humana que ella misma ha conseguido
crear. Con la autocomplacencia del artista sigue atentamente la puesta en escena y la
apasionante interpretación de los efectos de su maldad.

SANGRE, DOLOR Y MUERTE (III)


(3ra parte de «La condesa Báthory»)
por Alberto S. Insúa
«Poco a poco, viendo morir a una
tras otra a las jóvenes muchachas
que habrían de bañarla con su
sangre, la Condesa Báthory
comprendió el sentido de matar y
ver morir. El Dolor era el Placer,
la Sangre, la Vida, y la Muerte
la única que no puede morir».

Contrariamente a la labor de los matarifes, acostumbrados a múltiples sacrificios diarios


de bestias generalmente pesadas y poderosas, el asesinato cotidiano de un ser humano no
constituye un afán excesivo. Inversamente, la eliminación del cadáver puede generar
problemas, incluso en aquellos casos en que las materias corruptibles, carne y vísceras, se
empleen como alimento de un centenar de gatas y hasta se disponga de otro tipo de
comensales ocasionales; pues es preciso eliminar los últimos restos inaprovechables del
cuerpo, tales como huesos, cabeza y residuos menores. Desde luego, cabría enterrarlos,
quemarlos o abandonarlos a la intemperie, pero, por razones diversas, tales soluciones tan
macabras como comprometedoras o fatigosas han sido desechadas por la Condesa Báthory y
sus cómplices. En su lugar, el eunuco — encargado por su señora de la tarea de eliminación de
residuos molestos— los precipita en un pozo profundo situado en los sótanos del castillo y
otrora utilizado como depósito de nieve que, acumulada en invierno, estaba destinada a
refrescar las bebidas en verano. Con ello el círculo queda cerrado y el único vestigio de la
muerte es el fuerte olor mefítico y putrefacto cuyas miasmas impregnan las mazmorras. Pero,
dado que se trata de un olor lejano y habitual — múltiples prisioneros han muerto en las celdas
y han sido allí mismo pasto de los gusanos sin que nadie piense en sepultarlos—, tal aspecto
pasa inadvertido a la servidumbre femenina del castillo que, por otra parte, tiene prohibido el
descenso a sus profundidades.
Otro detalle en cambio preocupa a las sirvientas. La disminución continua de su número.
Adelantándose a los acontecimientos y antes de que doncellas, costureras y servidoras, que ya
han reparado en la desaparición de sus compañeras, saquen conclusiones, Dorko, investida de
ama de llaves, les hace saber que algunas de ellas — completada su formación en el castillo—
serán devueltas a sus padres y familiares e incluso dotadas por la Condesa Báthory con vistas
a futuros matrimonios. Con ello quedan justificadas la desapariciones y las muchachas que
restan esperan sin miedo el momento de partir, desconociendo que su destino futuro es un
mundo indudablemente mejor, dada su condición de siervas. Lamentablemente, las
condiciones del tránsito han empeorado, pues la muerte por degollamiento de una mujer joven
cotidianamente repetida deviene, al poco tiempo, en una rutina tediosa, perdiendo como
espectáculo su carácter de novedad excitante.
***
Testigo atento y mudo de las ejecuciones, la Condesa Báthory ha pasado de la
excitación violenta y el éxtasis ante el espectáculo del dolor y de la muerte al aburrimiento.
Sentada en su escabel asiste silenciosa a los sacrificios sin experimentar sensación alguna.
Tan sólo el memento supremo y solemne en el que la cuchilla secciona el cuello de la víctima la
hace estremecer. En más de una ocasión, y antes de que el hecho se produzca, se ha
levantado de su asiento y arrebatando el instrumento mortífero de las manos de Dorko ha
degollado ella misma a la doncella. Esta acción le ha producido un violento placer que la
repetición del tiempo se han encargado de eliminar. Con todo, la Condesa, acostumbrada al
ensimismamiento y habituada al empleo de un gran número de horas nocturnas en la reflexión,
ha realizado dos descubrimientos. El primero de ellos, que el desencadenante de su placer no
es la muerte, sino el dolor que habitualmente la acompaña. El segundo, que el dolor ajeno, y
por tanto, el placer propio, comienza no con la violencia física sino simplemente con su
anuncio. La víctima empieza a sufrir mucho antes de que la cuchilla desgarre su cuello,
justamente cuando esta aparece en las manos de Dorko y la doncella comprende que va a ser
degollada. Por eso Erzebet insiste a la bruja, una vez tras otra, en que retrase el momento final.
Hasta ahora estas innovaciones han logrado salvarla del hastío. Ahora ambos
descubrimientos se concretan en una toma de decisión. Se han acabado las muertes sencillas
y rutinarias. Sacrificar una doncella con el solo fin de obtener unos cuantos azumbres de
sangre puede ser cosméticamente necesario, pero desde el punto de vista del placer es un
desperdicio inútil. La muerte no puede ser desaprovechada. De ahora en adelante será ella
quien decida cómo han de llevarse a cabo los sacrificios.
El látigo corta silbante el aire manejado por la mano de Dorko. Corta también la carne de
la muchacha dejando en su espalda un surco sanguinolento, uno más entre los muchos
canales violáceos y tumefactos que configuran el mapa de su tortura. Sentada en su escabel la
Condesa Báthory se agita. Siente que el placer sube, llenándola de ansiedad. Su grito se une al
de la doncella.
— ¡Sigue, sigue sin parar! ¡Más fuertes, más fuerte!
Dorko golpea frenética, sin ceder al cansancio. Pero el aumento en la ferocidad del
castigo tiene una respuesta negativa en los gritos de dolor de la muchacha, que disminuyen de
intensidad, hasta convertirse en tristes gemidos, mientras los aullidos terribles de la Condesa,
que exigen una vez tras otra que el castigo continúe, los hacen inaudibles. De pronto, cesan
totalmente y con ellos el placer de Erzebet se viene abajo. La joven torturada se ha
desmayado.
La Condesa se levanta, fuera de sí. Apostrofa a Dorko, tratándola de inútil. La bruja,
temblando, trata de reanimar a la muchacha. Un jarro de agua lanzado contra su rostro sólo
logra que ésta gimotee sin abrir los ojos.
Erzebet se impacienta. Quiere retomar el placer cuanto antes. Ordena:
— ¡Pronto, sus vestidos!
Ella misma toma de las manos de Dorko la túnica de la muchacha y la coloca en el suelo,
entre sus piernas abiertas. Luego, rocía la tela con el aceite hirviente del candil. Una llamarada
se eleva alcanzando el sexo de la doncella y convirtiendo el vello de su pubis en una antorcha.
La infeliz revive como por ensalmo, abriéndose de nuevo al dolor y la agonía. Un grito
espantoso retumba entre las cuatro paredes de piedra. La Condesa grita:
— ¡El látigo!
Las manos temblorosas de Dorko tienden el vergajo que Erzebet arrebata frenética. Y
golpea. Una vez tras otra, hasta que la espalda es una pura llaga, hasta que los chillidos de
dolor dejan paso a los gemidos de agonía, hasta que la sangre salta salpicando sus manos, su
cara, su vestido blanco bordado, el suelo, las paredes; y luego hasta que los gemidos cesan y
dejan paso al silencio cuando el corazón de la víctima se rompe, se para, incapaz de soportar
tanto dolor y tanto miedo, hasta que los músculos del cadáver se aflojan y el cuerpo sin vida se
torna fláccido. La Condesa, ajena a todo lo que no sea el placer que experimenta — un placer
que ha llegado al máximo y que no se acaba nunca — continúa golpeando sin descanso.
Súbitamente, la voz de Dárvula estalla imperiosa:
— ¡Basta!
La aparición inesperada de la vieja hace que Erzebet se detenga. El látigo cae de sus
manos. Se vuelve rabiosa.
— ¡No eres quien para darme órdenes, vieja del infierno!
Dárvula no contesta. Sus ojos fríos sostienen sin pestañear la mirada imperiosa e
iracunda de la Condesa.
Hay un largo silencio en que ambas mujeres luchan sin palabras. Es, finalmente, Erzebet
quien desvía la mirada.
Dárvula se dirige ahora a Dorko:
— Sángrala, antes de que se enfríe.
Vuelve de nuevo sus ojos hacia la señora del castillo.
— Nuestras previsiones se han cumplido. Condesa. Eres ya el Dolor y la Muerte. Ahora
tienes que prepararte para el baño. Mientras esperas puedes mirarte al espejo.
***
Desnuda, temblando de frío, Erzebet espera acodada frente al espejo. Ha mandado
instalar ante él un alto sitial cuyos brazos torneados la liberan del cansancio que produce el
pasar horas y horas contemplando la propia imagen. Una imagen cada vez más difuminada,
cada vez más borrosa. Una imagen que se aleja en el fondo del cristal.
La Condesa Báthroy piensa en este extraño fenómeno y en otros no menos extraños. Ha
observado que la sombra que proyecta su cuerpo se ha ido, poco a poco, acortando,
difuminándose también como su imagen. Y, momentos antes, al sonreír frente al espejo, con el
único fin de estudiar la perfección y blancura de su dentadura, ha creído intuir un alargamiento
y un afilamiento puntiagudo de sus dientes que anterior mente no existía, sobre todo de sus
colmillos que son ahora más parecidos a los del lobo tal como aparecen en el escudo de los
Báthory. Pero la turbación que producen estos descubrimientos no la hacen olvidar sus
obligaciones para con su belleza. Frota suavemente sus dientes, como cada día, con el negro
preparado que Dorko pone en sus manos para este fin y que fabrica con alumbre y polvo de
carbón de encina. Luego enjuaga repetidamente su boca con agua hasta que la última brizna
de negrura desaparece y admira de nuevo el blanco de su dentadura.
La puerta se abre. La Condesa, sin decir palabra, se aparta del espejo. Lentamente,
cruza la habitación y se introduce en la bañera de mármol. Comienza a tiritar al sentir en su piel
el frío contacto de la piedra. El rojo terciopelo líquido que comienza a caer sobre su cuerpo no
logra tonificarla. Hoy tiene frío, un frío terrible. Cierra sus ojos y su mente comienza a volar.
***
Hay un negro batir de alas en el es uno de Erzebet, mientras planea a gran altura sobre
los campos, sobre los bosques, sobre las aguas de los ríos que la noche ennegrece. Hay
también poblados dormidos, castillos apagados, montañas oscuras que remonta presurosa
para hundirse en valles silenciosos. Volar y volar, cada vez más lejos.
Otro batir de alas le anuncia que es perseguida. Erzebet se sabe cuero y huye,
estremecido el corazón, del negro gavilán. Huye hasta que las garras la aprisionan y, entonces,
se libera transformándose en otro batir de alas membranosas, de murciélago: pero ha de seguir
huyendo de la negra lechuza que la acosa. Y cuando, desfallecida, se siente de nuevo
apresada viene a caer al suelo y dejando de ser animal volador se transforma en un aullar de
loba negra que enseña amenazadora los colmillos mientras lucha con un águila negra que salta
sobre su cabeza, que hunde las garras en su cuello y picotea sus ojos tratando de cegarla,
mientras ella lanza dentelladas inútiles al aire. A punto de ser vencida en la pelea es ella misma
en forma humana que corre desesperada, blanca como la luna, enfundada en un negro vestido
bordado, pero no logra escapar de su enemiga transformada en una gigantesca gata negra que
le salta al cuello, que hunde definitivamente sus garras en los ojos, sumiéndola en la negrura
absoluta, y siente los colmillos perforando su cuello, siente correr la sangre, y en la angustia
infinita de los terrores sin forma se siente succionada, poseída, atormentada por el desgarrarse
de la carne, por el fluir incontrolado de su sangre que escapa. Se siente morir a chorros y
escucha los gemidos de placer de su enemiga y comprende que sufre, que muere, sólo para
dar placer. Finalmente, y mientras escucha la carcajada terrible de triunfo de su oponente, se
siente caer en un pozo sin fondo y en seguida se aniquila en la nada.
***
Fiel a sus ya habituales hábitos nocturnos Erzebet abre los ojos justamente cuando el sol
se hunde en el horizonte. Los abre a la oscuridad absoluta de su estancia herméticamente
cerrada al paso de la luz. Vívidas en su cerebro las imágenes de su pesadilla, bucea con terror
contenido en su memoria buscando un punto de referencia que le permita discernir si continúa
viva y que, por tanto, todo ha sido un sueño. Febril tantea la cama, pero el tacto mullido que
encuentra puede provenir tanto de los edredones del lecho como ser el acolchado de un
féretro. Toca la sábana que la envuelve y la halla similar a un sudario. Bajo la supuesta mortaja
siente la pegajosidad mezclada con dureza de la sangre reseca también confundible con el
acartonamiento y la viscosidad de un cadáver putrefacto. No, no hay nada que le indique si
está muerta o viva. Y entonces chilla, traspasando los muros de piedra, parte de terror, y otra
parte como forma de reclamar auxilio, de buscar una referencia externa capaz de resolver el
dilema de su angustia.
En la oscuridad absoluta la voz de Dárvula responde a su llamada.
— ¿Qué deseas, Condesa?
Si la puerta se hubiera abierto, filtrando a la estancia un vestigio de luz exterior, o si la
voz hubiera sido la de Dorko, la Condesa Báthory hubiera respirado satisfecha, resuelto el
enigma de su ser actual. La voz de Dárvula no hace sino incrementar su angustia, al enfrentarla
a un personaje que, a caballo entre la vida y la muerte, lo mismo puede responderle desde este
mundo que desde el otro.
Erzebet chilla enloquecida:
— ¡Una luz! ¡Trae una luz en seguida!
La voz de la vieja resuena de nuevo, opaca, en la oscuridad.
— ¿Una luz? ¿Qué falta hace una luz a la Señora de las Tinieblas? Pero, puesto que lo
quieres...
Los hachones y candelabros se encienden bruscamente. Los ojos de Erzebet, cegados
por la claridad súbita, se cierran deslumbrados. La Condesa conoce todavía unos momentos
más de angustia, de terror pánico, hasta que consigue de nuevo abrirlos y recorrer con ellos la
geografía conocida de su alcoba.
Erzebet respira ya satisfecha. Se incorpora. Su mirada se enfrenta a la de Dárvula.
La vieja, haciendo un ademán de retirada, dice:
— ¿Deseas algo más, Condesa?
— Quiero una explicación de mi sueño. He soñado...
Dárvula la interrumpe.
— Has soñado que morías. Que Isten te daba la muerte, cegando antes tus ojos. Que te
hundías en las Tinieblas. ¿Te sorprende acaso? Pues bien, Condesa, eso es precisamente lo
que está sucediendo. Pero puedes estar tranquila. Te repito, una vez más, que la Muerte no
puede morir, que el Dolor no puede sufrir, que las Tinieblas no pueden sentir la falta de luz.
Para un ser mortal el tránsito entre la vida y la muerte es sólo un instante. Tú has elegido otro
camino. La senda entre vivir y morir será para ti muy larga. Morirás un poco cada día,
conocerás todo el dolor y el miedo de que es capaz un corazón mortal. Será, Condesa, un
embarazo largo y un parto laborioso los que te abrirán a la nueva vida de la Muerte. Cuando el
tránsito haya concluido ya no podrás morir jamás, ya no podrás sufrir, y las Tinieblas serán tu
forma de ser...
La Condesa Báthory tiembla de miedo. Las palabras de Dárvula, que no acierta a
comprender, la llenan de inquietud. Expresa su protesta con vehemencia.
— ¡No entiendo lo que dices! ¡Quiero que cumplas tu promesa! ¡No quiero morir! ¡Quiero
seguir siendo como soy!
Dárvula contrae los labios en una mueca.
— Eso no es posible. Todo lo nacido tiene que morir. De una forma y otra. No hay poder
que pueda evitarlo. Tienes dos opciones: hundirte en la Noche, transfigurarte en el tiempo y
renacer como la Reina de las Tinieblas; o volver atrás, envejecer lentamente y morir de golpe.
Elige.
La Condesa suspira.
— Ya he elegido. Es tarde para volver atrás.
— Así será, si tú lo quieres. Deja entonces que Isten haga su trabajo, que pueble tus
sueños de placer, de dolor, de terror y de muerte. Cuando todo haya concluido para empezar
de nuevo, tú serás Isten.
La Condesa Báthory queda en silencio. Luego desciende del lecho envuelta en el blanco
sudario ensangrentado. Se enfrenta a Dárvula, recuperada su dignidad.
— Manda traer agua. Y que venga Dorko. Quiero limpiar mi cuerpo en seguida.
No aguarda ni recibe respuesta. Comienza a andar, y al hacerlo, la sábana cae al suelo.
Sucia de sangre entra en el baño de cobre. Se tumba y cierra los ojos. Permanece quieta,
ausente, ajena al ruido de la puerta que se abre, a los pasos quedos que se aproximan, y sólo
se estremece cuando el agua tibia comienza a deslizarse sobre su piel.
***
Erzebet avanza con paso lento hacia el espejo. Desde hace algunos días ha tomado
cuerpo en su mente y en su corazón el terrible presentimiento de que al asomarse un día a la
ventana de cristal el mundo de la imagen devuelva una visión horrible, un algo diferente a su
representación inversa. Concluido el baño que ha limpiado su carne de toda impureza, desnuda
y tiritando de frío en la habitación helada, ha mandado salir a Dorko, y se enfrenta sola a su
contemplación narcisista cotidiana que hace ya tiempo ha dejado de ser placentera para
convertirse en una obligación auto impuesta, temida y a la vez deseada, de resultados
imprevisible, pues cada día el espejo le devuelve una imagen distinta, ligeramente alterada.
La primera mirada la hace retroceder lanzando un grito sofocado. Ha visto, o ha creído ver, en
el espejo la imagen horrible de un cadáver reciente, lívido, tumefacto, con la piel manchada y
los primeros signos de la putrefacción, en el que se ha reconocido. Temblando mira de nuevo y
ya sólo encuentra su imagen habitual casi idéntica a la del día anterior. Tranquilizada en su
angustia decide que la otra imagen sólo fue una alucinación en la que es preferible no pensar.
Toma asiento en el sitial, y acodándose comienza su examen rutinario. Pero su mente está
ausente y las ideas se agolpan en su cerebro. Piensa en su extraño despertar y en las palabras
de Dárvula. Luego retrocede hasta su sueño tratando de comprender la magnitud de su terror.
Descubre que lo más angustioso de todo fue, sin duda, ese terror ciego, el desconocer la causa
de su suplicio, el prever algo tan terrible como inmediato sin conocerlo a ciencia cierta. Sufrir en
las tinieblas absolutas, sentir la angustia infinita de los terrores sin forma...
***
La doncella ciega, desnuda y atada por las muñecas a la cadena que pende del techo
abovedado de la mazmorra, tiembla de terror ante las palabras de Erzebet.
Punto por punto, la Condesa Báthory va narrando las circunstancias de su encierro y la suerte
que le espera. La muchacha conoce estremecida que ha comido la carne muerta de sus
compañeras, ha bebido su sangre, y que ahora es a ella a quien corresponde morir. Conoce
también que su muerte será lenta y que le esperan suplicios que no puede imaginar. Tormentos
cuyos preparativos, dada su ceguera, no podrá ver ni adivinar su desarrollo y que, por tanto,
será incapaz de preparar su mente para soportar el dolor.
La doncella gime, llora, suplica, inútilmente. No alcanza a comprender el por qué de las
amenazas y del horrible terror, que ha padecido y que aún le espera. ¿Qué ha hecho ella para
merecerlo? ¿Correr unas cortinas y dejar pasar el sol? ¿Haber descuidado sus obligaciones?
No, cualquier explicación es absurda, salvo una por demás evidente: ha nacido sierva y como
tal pertenece en cuerpo y alma a su señora que puede disponer de ella a su antojo, de acuerdo
con su interés. ¿Acaso el placer no es una forma de disfrute material similar a la del fruto del
trabajo? La Condesa podría haber decidido que trabajara de sol a sol, año tras año, hasta su
muerte y apropiarse del fruto de sus afanes. En su lugar ha decidido que muera ahora entre
sufrimientos atroces dilapidando así su potencial humano en el corto espacio de tiempo de su
agonía.
En silencio, pues la Condesa ha exigido a Dorko — con ella la única oficiante— que ni
una sola frase salga de sus labios capaz de orientar a su víctima sobre los horrores que le
esperan, da comienzo el ritual de la tortura. Súbitamente, mientras la mente de la muchacha se
tortura imaginando, desechando, volviendo a imaginar, cosas atroces, un insospechado chorro
de aceite hirviendo cae como una cortina sobre su espalda desnuda; y su dolor incontenible se
materializa en un grito que reverbera entre las paredes de la celda. Transida de sufrimiento la
martirizada es incapaz de imaginar nada; y menos aún el chorro de agua helada, de nieve
fundida, que cubre la anterior mancha oleosa. Esta segunda acción elimina el dolor primero, si
bien de forma pasajera, y hace renacer en la cuitada un hálito de esperanza, la absurda
creencia de que tal vez la Condesa se ha apiadado de ella y ha decidido poner fin a su
sufrimiento nada más iniciado. ¡Vaya ilusión! El dolor vuelve mientras su espalda se hincha, la
piel se separa de la carne y entre ambas se forma una pompa líquida de humores rojizos. La
doncella gime y su imaginar azorado trata de adivinar sin conseguirlo. Una nueva señal de la
Condesa y el cuchillo de Dorko traza una línea de hombro a hombro dejando escapar algunas
gotas de sangre mezclada con el agua procedente de la carne abrasada. Agua que cae en
cascada, vaciándose de golpe, cuando la bruja tira de la piel muerta desnudando la espalda,
arrancándola como si de un trozo de tela se tratara y dejando al descubierto la roja carne viva.
La doncella comprende que su esperanza ha sido absurda y que un nuevo horror está a punto
de materializarse sobre su carne torturada. Trata de adivinar sin conseguirlo pues su propia
angustia impide cualquier razonamiento lógico. Y sin embargo, la respuesta es evidente. De la
misma forma que la camisa de un reo es desgarrada y su espalda dejada al aire como ritual
previo a la flagelación, su espalda desollada es el preludio al feroz abatirse del látigo sobre su
carne desnuda. La doncella grita, y su ceguera le impide conocer que es la propia Condesa la
que empuñando el flagelo golpea y golpea entre jadeos originados por el placer y por el
esfuerzo. Misericordiosa, la propia fragilidad humana de la muchacha anula el dolor en el
desmayo. Pero aunque los músculos se aflojan, y el cuerpo inerme pende fláccido, la Condesa
sigue golpeando hasta que el látigo cae de sus manos mientras entre gritos, blasfemias y
estertores babea y se muerde la lengua y su sangre se mezcla con la saliva espesa,
amarillenta y espumosa que inunda su boca.
Dorko, aculada en su rincón, observa a su señora presta a intervenir si su ataque
habitual se reproduce. Pero lo que sucedes es algo bien distinto. Erzebet salta sobre la
doncella, y clavando uñas y dientes en su carne desmayada arranca pequeños pedazos que
mastica mientras todo su cuerpo se convulsiona. Un estremecimiento final precede al estallar
de su pecho y su garganta en un grito inhumano. La Condesa cae al suelo desfallecida y se
queda quieta, mientras su espalda se agita por los fuertes latidos de su corazón y los
movimientos que genera su respiración entrecortada.
Dorko, indecisa, duda en socorrer a su señora. Conociendo sus arrebatos de furia decide
por fin quedarse quieta. Apoyando su espalda en el muro de piedra afloja sus piernas y se deja
caer hasta que su trasero apergaminado roza el suelo. Acuclillada permanece inmóvil y en
silencio durante largo tiempo.
Caída en el suelo y todavía inmóvil Erzebet abre los ojos. Ve primero a la vieja Dorko
sentada en el suelo y luego los pies desnudos de la muchacha que se agitan, y escucha el
gemido suave que escapa de su pecho. Víctima y verdugo vuelven de su desmayo de forma
simultánea.
La Condesa se incorpora. Rechaza con un gesto la ayuda de Dorko y se pone en pie. Su
blanco vestido bordado aparece manchado de sangre, polvo y suciedad. Erzebet mira a la
doncella que se agita sin regresar del todo de su desmayo. Duda, y luego toma entres sus
manos uno de los cirios encendidos. Con la vela en la mano se acuclilla entre las piernas
abiertas de la muchacha. De golpe introduce el ardiente cilindro de cera en su sexo. Abrasada
en su interior, brutalmente desflorada por una llama ardiente que en nada se asemeja a la del
amor, la muchacha vuelve de su desmayo con un grito. Sus músculos se agitan, se tensan, y
su cerebro está de nuevo presto al sufrimiento, al imaginar angustioso y baldío del horror que
se reinicia, incapaz de prever primero que ahora Dorko, con unas tenazas enrojecidas por el
fuego, desgarra un pedazo de su carne, incapaz de adivinar cuál será el segundo pedazo
arrancado, ni dónde su carne va a ser de nuevo abrasada. Hay un nuevo desmayo que sigue al
sufrimiento y un nuevo despertar que se abre a un sufrimiento renovado. Sólo cuando las rojas
tenazas abrasan y desgarran su dos pechos, uno tras otro, el sufrimiento llega a su fin y ya
nada es capaz de hacerla revivir.
La Condesa se levanta de su asiento. Está cansada y su cuerpo anhela la laxitud de su
alcoba. Decididamente no asistirá hoy a la aburrida sangría de un cuerpo muerto.
Pero la experiencia de hoy no ha concluido. La gata negra, que antes no estaba allí, salta como
un relámpago al cuello inerte de la muchacha y una de sus garras, como un cuchillo diminuto,
secciona la arteria del cuello. El animal se deja caer al suelo y desaparece, mientras la sangre,
alentada por los último latidos del corazón moribundo, comienza a fluir en lentos borbotones.
Los ojos de Erzebet quedan un momento fijos en el cuello de la doncella y en el rojo fluido que
escapa. Impulsada por un anhelo desconocido e irresistible pega sus labios a la herida. Una
sed súbita la asalta y sorbe la sangre, tratando de calmarla.
Hay ya sólo un cuerpo muerto y lívido cuando la Condesa, pasado mucho tiempo, retira
sus labios del cuello de la muchacha. La herido ha dejado de sangrar.
Erzebet se dirige lentamente hacia la puerta. Rechaza con un gesto de Dorko, que se ha
adelantado. La Condesa sabe que en este día que comienza, y que será para ella una noche
más, no tomará su baño acostumbrado. Hoy su sueño será profundo y vacío. Isten no ha de
acompañarla.
Sucios de sangre la cara y el vestido de la Condesa Báthory recorre como un fantasma
los largos pasillos de piedra que conducen a su cuarto. Entra en la estancia tenuemente
alumbrada por dos candelabros. Desde su terrible experiencia del día o noche anterior ha
ordenado que esas luces estén permanentemente encendidas incluso durante el sueño. Al
cruzar frente al espejo hay una imagen de cuerpo putrefacto, de gusanos que se anillan y
desanillan saliendo y penetrando en la carne podrida y en las cuencas semivacías. La visión es
tan fugaz que la Condesa no la advierte. Vestida se deja caer sobre el lecho. Cierra los ojos.

SANGRE Y TRANSFIGURACION (IV)


(4ta y última parte de «La condesa Báthory»)
por Alberto S. Insúa

Nota del webmaster: muchas gracias a todos los lectores que han colaborado para que
la aparición de este cuento fuera posible. Dado que no dispongo del número 38, me hubiese
sido imposible terminar esta selección como corresponde. Pero siempre está la gente que le
gusta ayudar. Miguel Durán y José Luis... ¿cómo agradecerles? Sé que el haber ayudado con
una colección que ustedes disfrutan ha sido más que suficiente, pero para mí, fue un gesto
único y muy apreciado. Si hubiesen otras palabras que superasen a Muchas gracias, sin duda
las usaría. Son los responsables de que esta selección haya llegado a buen puerto. Bueno, me
despido, no sin antes recordarles que lean las NOTAS del 11 de octubre. A disfrutar del relato...

«La Condesa Erzebet Báthory


murió — es de esperar que total y
y definitivamente— en 1614,
pero es posible que aquel que ha
bebido la sangre de los otros siga
viviendo eternamente...»
En la medida en que odia el paso inexorable del tiempo, Erzebet Báthory odia también
los relojes. De hecho, no tolera la presencia de ninguno de ellos en su castillo. Pero, esos
mecanismos, llamados de relojería, pueden utilizarse con fines diferentes que marcar el
monótono sucederse de las horas. Cual modernos Prometeos, los artesanos relojeros han
aplicado sus conocimientos en la emulación divina, creando extraños seres mecánicos que
remedan algunos aspectos humanos: máquinas que ríen, que juegan la batalla incruenta y mil
veces renovada del ajedrez, que danzan, que giran a un lado y otro de su cabeza vacía, que
abren y cierran los ojos, que mueven los brazos.
El saber culto los ha bautizado con el nombre de autómatas, aludiendo al carácter fatal y
estereotipado de sus movimientos. El saber popular los mira con recelo, atribuyéndoles
propiedades y orígenes diabólicos.
La ciudad de Nuremberg compite con la de Estrasburgo en la fama de sus relojes. En
aquella, un hábil artesano ha creado un autómata famoso. Se trata de un humanoide danzarín
con formas y rostro de mujer, que guarda entre sus mecanismos uno, secreto y terrible,
destinado a dar la muerte. Es muy posible que su constructor artesanal tomara como referencia
y motivo de inspiración un viejo artilugio de tortura inquisitorial dotado de filosas e
incisopunzantes propiedades, conocido con el sobrenombre de moza o novia española,
añadiéndole, con sus conocimientos y fantasía creadora, el mecanismo de relojería. Este
motivo de inspiración consistía en una especie de pelele o maniquí de paja revestido de ropas
femeninas, que escondía entre su relleno, profusamente repartidos, hojas y pinchos de acero
capaces de cortar y traspasar a todo aquel que, muy a su pesar, era obligado a abrazarlo. Ni
que decir tiene, que el suplicio estaba destinado a todos aquellos que, con razón o sin ella,
eran acusados de delitos sexuales.
La fantasía, esta vez literaria, de su constructor ha bautizado al autómata con el nombre
de Virgen de Hierro, aludiendo a la inviolada condición y formas femeninas y a la materia de
que fue construido. A pesar de su falta de originalidad el autómata ha adquirido una cierta fama,
y la transmisión oral de su nombre ha sufrido diversos cambios, tal vez, porque entre los
expertos aparecen claros otros antecedentes del mismo que, de forma inconsciente, han
podido influir en su constructor. Así, algunos al nombrarlo suprimen la referencia a su
naturaleza metálica y la sustituyen por el toponímico de su lugar de origen. Pero Virgen de
Nuremberg es un nombre que induce a confusión. Hay otro aparato, de características terribles,
que responde a dicha denominación, utilizado como instrumento de muerte y tortura. Se trata
de un ataúd metálico, de forma vagamente femenina, cuya tapa — interiormente tachonada de
grandes clavos afilados — perfora de forma múltiple el cuerpo de la víctima. Hábilmente
calculada la disposición de los mismos es posible conseguir que, una vez cerrada la tapa, el
torturado agonice lentamente, o bien, en tratamientos más benignos, se produzca la muerte
instantánea por despedazamiento. Pero, tampoco este ataúd de hierro — utilizado en prácticas
inquisitoriales— es un invento original. En realidad se trata de una versión amplia de la vieja
máscara del demonio, instrumento con el que la misma inquisición premiaba a las brujas en
tiempos no muy remotos; máscara metálica de caracteres diabólicos por fuera, como otros
sambenitos infamantes, pero, ¡genial innovación!, cubierta de clavos por dentro. Situada sobre
la cara de la víctima e impelida por la fuerza del golpe seco de una tremenda maza de madera,
perfora simultáneamente los ojos, la nariz, la boca, los pómulos y el cerebro, provocando la
muerte instantánea. Suele emplearse momentos antes de que el cuerpo muerto de la supuesta
hechicera se convierta en una pavesa humana.
La Condesa Báthory desconocía hasta ahora tales refinamientos. Hace tiempo, en vida
de su esposo, cuando los autómatas estaban de moda entre la nobleza, encargó a un artesano
una réplica de la famosa Virgen de Hierro. Un simple capricho. Hoy, pasados dos años, recibe
noticias de que está concluida y que su constructor solicita permiso para llevarla hasta el
castillo. La Condesa despide al mensajero, aceptando las condiciones, y la posterior
conversación con Dorko le revelan los detalles de los instrumentos inquisitoriales de tortura.
Una charla instructiva, pues en su mente el diseño y funcionamiento del ataúd de clavos hace
germinar la semilla de la invención. Hablará más tarde de ello con el herrero de Cesthe.
***
Hay una gata negra que ronronea en el regazo de Erzebet. Rítmicamente, la mano de la
Condesa acaricia el pelaje del animal, y sus uñas se hunden rascando su piel. El resto de sus
compañeras felinas, menos afortunadas, juguetean rodeando el trono, o bien reposan,
repartidas por las cuatro esquinas del salón.
Pero, este gesto monótono y acariciatorio es puramente mecánico y accidental. La
atención de la Condesa se centra en el espectáculo que está a punto de comenzar.
Inmóvil, con su estúpida sonrisa congelada, el autómata femenino espera en el centro
del salón el momento en que la mano sarmentosa de Dorko lo ponga en marcha. La elegancia
del ser mecánico, ataviado con uno de los trajes de la Condesa, contrasta con el sucio sayal de
Dorko, la zafiedad del eunuco embutido en un jubón desteñido y la simple túnica blanca de la
joven a la que este último sujeta con fuerza.
La muchacha es una de las recién llegadas. Ha sido separada del resto de sus
compañeras, — entre las que se encuentra su hermana, detalle este que Dorko ignora o ha
olvidado— y llevada a presencia de la Condesa. Previamente, se le ha explicado que se trata
de participar en una pequeña fiesta y en un divertido juego. En un proceso de acumulación de
errores por parte de Dorko, y en un momento de descuido, la joven ha tenido tiempo de
informar a sus compañeras de la deferencia de su señora para con ella con el sano afán de
provocar su envidia. Luego ha partido hacia el salón , orgullosa por la distinción de que ha sido
objeto y deseosa de conocer de cerca de la Condesa. Pero no ha partido sola. Su hermana, un
año menor que ella, se ha adelantado y ha llegado corriendo hasta la sala. Ansiosa de no
perder detalle del sarao en el que su hermana es invitada de honor, se ha escondido tras los
cortinajes, y desde allí ha contemplado admirada los preparativos: el desembalaje del
autómata, llevado a cabo por Dorko y el eunuco, y el acto de vestirle y darle cuerda; seguidos
por la entrada solemne de Erzebet rodeada de su múltiple y pequeña corte felina, y
posteriormente la de su hermana, que atiende ahora temerosa las explicaciones de Dorko. La
fría mirada de la Condesa, el aspecto inquietante de la bruja y el eunuco y, sobre todo, el a su
juicio personaje diabólico encarnado en el autómata han hecho nacer el miedo en el ingenuo
corazón campesino de la muchacha.
Dorko trata de poner en sus palabras toda la bondad y melosidad posibles para vencer el
recelo de la chiquilla.
— Vamos, no tengas miedo. Se trata tan sólo de un muñeco. Tienes que abrazarlo y
bailar con él, dando vueltas. Seguro que has bailado en las fiestas muchas veces.
La muchacha protesta tímidamente.
— Me da miedo...
Dorko finge sorpresa, burla e indignación:
— ¡Miedo! ¡Qué tontería! ¿Cómo puede darte miedo un simple monigote? Vamos, ya no
eres una niña. Mira, si no bailas, la Condesa se va a enfadar...
La doncella trata inútilmente de protestar.
— Pero...
Dorko, furiosa, la empuja contra el autómata.
— ¡Abrázalo!
No hubiera sido necesaria tal orden. El empujón ha hecho que la muchacha pierda el
equilibrio; y sus brazos se cierran sobre la cintura del ser mecánico.
La presión libera un resorte, el resorte pone en marcha una rueda, los brazos del
autómata se elevan y los antebrazos giran sobre sus articulaciones mecánicas aprisionando en
su cerco de hierro la cintura de la muchacha. Esta trata de liberarse sin conseguirlo.
La bruja lanza una carcajada y el eunuco se hace eco con una sonrisa sofocada. Dorko
exclama:
— Ahora ya no podrás escaparte. ¡Baila pequeña, baila! ¡Vamos, empieza a dar vueltas!
Tampoco en este caso hubiera sido precisa la orden. El autómata, una vez puesto en
marcha, reproduce una serie programada de movimientos. Bajo las plantas de sus pies,
pequeñas ruedas y rodillos se ponen en marcha y arrastran a la muchacha en un girar
monótono de circuitos repetidos, un girar que se hace cada vez más rápido, hasta que los pies
de la muchacha abandonan el suelo y giran en el aire rozando el piso de madera, mientras
siente que su cabeza también da vueltas y comienza un mareo que amenaza con hacerle
perder la conciencia. Entonces, la cabeza del monigote entreabre su boca vacía en una
estúpida y...
... bruscamente, al igual que la boca, el pecho del autómata se abre y sus dos senos
metálicos liberan dos cuchillas que rompen el brocado del traje blanco bordado, la tosca túnica
blanca de la muchacha, sus dos pechos incipientes, su corazón y sus pulmones y desgarran su
espalda, traspasándola de parte a parte y haciendo florecer rosas de sangre roja en su cuerpo
taladrado, que suben hasta su boca y se deshojan en borbotones que tiñen de rojo el blanco de
ambos vestidos; y la sangre va poco a poco encharcando el suelo, mientras el muñeco
continúa girando cada vez más lentamente, y su sonrisa estúpida desaparece, sus cuchillas se
repliegan, sus brazos se abren , y el cadáver cae al suelo como un guiñapo, y queda allí,
inmóvil como un trofeo abatido, a los pies de su asesino metálico.
Desde su punto de mira, con los ojos desencajados por el horror, incapaz de lanzar un
grito, no por temor a delatarse sino por puro anonadamiento, la hermana de la víctima no
puede creer lo que sus ojos han visto, ni que la que hasta hace unos pocos instantes era la
compañera fraterna de sus juegos infantiles, se haya convertido ahora en un montón informe
de carne muerta, que flota en un gran charco de sangre que el medio centenar de gatas ha
comenzado a lamer con ansia, acostumbradas como están al rojo alimento.
La Condesa se levanta y bosteza con fastidio.
— Aburrido. Un aburrido mecanismo inútil. Apenas un momento de emoción y luego
nada. Demasiada sangre derramada inútilmente. Sólo ellas la aprovecharán. Guárdala. Es
posible que algún día nos sea de utilidad.
Erzebet sale lentamente. Dorko y el eunuco proceden a guardar el autómata en su caja.
Desde su escondrijo la joven, hermana de la víctima, paladea el sabor salobre de sus
lágrimas y en su mente atormentada trata desesperadamente de encontrar la forma de
escapar.
***
Amparada en las sombras de la noche, dejando entre los salientes de los muros de
piedra del castillo fragmentos de la delgada túnica que la cubre y de su propia piel, la
muchacha ha lograda descender y corre, desesperada y jadeante, tratando de alejarse del
horror que acaba de presenciar. Sus pies semidescalzos se hunden en la nieve y sólo el
esfuerzo de la carrera le impide tomar conciencia del frío terrible que traspasa su exigua
vestidura. Corre y corre mientras que su respiración jadeante se condensa en blancas nubes
de vapor, y aunque comprendiera la inutilidad de se esfuerzo, seguiría corriendo hasta caer
reventada, muy lejos todavía de su hogar.
***
La Condesa Báthory, aburrida, ha deambulado por los pasillos, y al llegar ante la puerta
de su cuarto ha dudado en entrar. Faltan todavía algunas horas hasta el amanecer. Pasarlas en
su estancia puede aumentar más su tedio. Decide pues volver al salón. Es posible que la vieja
Dorko sea capaz de entretenerla.
Desde el alargado marcho hexagonal de la puerta Erzebet contempla la habitación vacía.
Un único maullido la saluda. La Condesa cruza un momento sus ojos negros con los ojos
amarillos de la gata, que aculada junto a la estufa de porcelana la contempla con fijeza y lanza
una maldición. Dorko, esa bruja del infierno, nunca está cuando la busca. Se vuelve para
reemprender el camino que lleva a su cuarto, y en ese momento la voz de Dárvula resuena a
su espalda.
— ¿Aburrida, Condesa? No es extraño, después del ridículo espectáculo de esta velada.
La Condesa se vuelve.
— ¡Ah, estás ahí! No te oí entrar.
— Vamos, parece como si la estupidez te hubiera contagiado. No es necesario que
emplees conmigo frases convencionales. Yo ni entro ni salgo. Deberías saberlo. Aunque entrar
y salir del castillo no parece difícil.
Sorprendida, Erzebet balbucea:
— No te entiendo...
— Pues está bien claro, Condesa. Mientras tú juegas con tu muñeco, una de tus
palomas levanta el vuelo. Y como ha visto el espectáculo es posible que tenga muchas cosas
que contar... si es que logra llegar hasta los suyos. Aunque, tal vez, un paseo a caballo, bajo la
luz de la luna, pueda acabar con su indiscreción...
La Condesa asiente nerviosa. La huida de la muchacha le preocupa, pero presiente que
salir en su persecución puede alejar del todo el aburrimiento. Exclama:
— Está bien. Saldremos ahora mismo. ¿Nos acompañarás?
Dárvula tuerce el gesto.
— De una forma u otra yo siempre estoy presente. Apresúrate. Fuera hace un frío
terrible. No olvides llevar un recipiente para recoger agua helada.
Erzebet ha vuelto la espalda y sale del salón. Sabe que Dárvula ya no está con ella.
***
Los tres caballos galopan presurosos por los caminos de nieve exhalando por sus belfos
enormes nubes de vapor. Abre marcha la Condesa y tras ella van Dorko y el eunuco. Este
último porta una antorcha, y en el arzón de su cabalgadura golpea con ruido sordo una gran
jarra de plata. Hay también un lebrel negro, surgido no saben de dónde que les acompaña en
su carrera. Han seguido fielmente el rastro dejado por la muchacha en su huida: las huellas de
sus pisadas en la nieve; y al divisarla se abren en abanico para cortarle el paso.
Tú también los has visto, muchacha, has visto el resplandor de la antorcha, has oído el
sordo golpear de los cascos de los caballos, su relinchar entrecortado, mezclado con los
ladridos del perro, y sacando fuerzas de flaqueza corres desesperada, jadeante, en dirección al
río helado que te corta el paso. Sabes que es inútil, que el final de tu huida ha llegado y sin
embargo corres, caes al suelo, te levantas y vuelves a caer, mientras el eunuco, repulsivo y
medio enano, baja del caballo, te da alcance y te atrapa con sus brazos cortos y nervudos.
Entonces chillas, y tu chillido se mezcla con la carcajada de la Condesa, la risa sofocada de
Dorko y un enervante coro de ladridos. Gritas, pataleas, intentas defenderte y...
La larga aguja de oro que sostiene el peinado de la Condesa se hunde en el pecho de la
muchacha, en el vientre, en un brazo, en la cara. Firmemente sujeta por el eunuco, la joven
sólo puede gritar su dolor. Esto enardece aún más a Erzebet. Deja caer la aguja, y son ahora
sus dientes los que se clavan en los hombros, en los brazos, en el cuello, traspasando la carne
y haciendo saltar sangre. Deja de morder para gritar a Dorko:
— Trae agua, en seguida.
La bruja, nerviosa, mira en derredor. Luego corre hasta el caballo y toma del arzón la
jarra de plata y un hacha pequeña.
Acuclillada junto a la orilla rompe con golpes rápidos la superficie helada y hunde la jarra
en el agua, que corre presurosa bajo la costra de hielo. Derramándola en parte, llega jadeante
hasta su dueña.
La Condesa arrebata la jarra de manos de la bruja. Lentamente, con delectación, Erzebet
vierte el agua sobre la cabeza de la muchacha, empapando su sus cabellos, y la túnica
manchada de sangre. Lanza a gritos sus órdenes al eunuco:
— ¡Suéltala!
La muchacha se encuentra de pronto libre. Un estremecimiento tembloroso recorre su
cuerpo. Da unos pasos y cae arrodillada. El agua se ha transformado en una costra de hielo
que pone rígida como el pergamino la tela de la túnica, y en pequeños carámbanos que penden
de sus cabellos. Un frío intenso recorre su cuerpo y un sueño horrible la invade. Hay un
momento de placidez, y luego nada. Cierra los ojos y ni tan siquiera se siente caer sobre la
nieve.
Un nuevo chorro de agua cae sobre la gélida estatua yacente e inmóvil. Un momento
después, sólo se escucha el rumor sordo y apagado de los cascos de los caballos que se
alejan; mientras el perro negro olisquea el cuerpo de la muchacha, y aúlla a la luna antes de
desaparecer; y el minúsculo punto se luz de una antorcha se pierde en el horizonte.
A la luz de la luna, en su urna de cristal acuoso, el cadáver de la muchacha parece
sonreír...
***
Los tres caballos penetran a galope en el castillo, haciendo vibrar con estruendo las
maderas de puente levadizo, que un instante después se cierra a sus espaldas.
La Condesa Báthory ha visto con temor un relámpago rosado en el horizonte. Conmina
con fiereza a sus acompañantes:
— ¡De prisa! El sol está a punto de salir...
Pero las sombras de la noche, a punto de romperse, están todavía presentes cuando
abandona el patio de armas y se pierde en los pasillos y escaleras que conducen a su estancia.
Hace un gesto de impaciencia a Dorko para indicarle que quiere estar a solas y continúa el
camino hacia su cuarto. Se detiene ante la puerta, y antes de entrar humedece sus labios
resecos. Al hacerlo, percibe el sabor dulce salado de la sangre. Un sabor que la complace.
Descubre que tiene sed. Tomará un poco de vino para calmarla y conjurar el frío profundo que
la invade. Sus vapores han de prepararla para el sueño.
La estancia está alumbrada y caliente. La diferencia de temperatura hace que Erzebet
sienta un estremecimiento y sus dientes castañetean. No repara que, a la luz de los hachones,
la sombra que proyecta su cuerpo es apenas un punto oscuro junto a sus pies. Un miedo
consciente o inconsciente, o tal vez un terrible presentimiento hacen que evite el espejo. Busca,
en el rincón opuesto de la estancia, la botella de cristal que encierra el tinto vino espeso traído
de Italia. Llena con él el cáliz dorado y lo lleva a sus labios, degustando, en un trago profundo
que apura la mitad de su contenido, su sabor acre y dulzón. Siente que un nuevo
estremecimiento, esta vez de calor, recorre su piel y sus entrañas.
Mira su copa, dispuesta a levantarla de nuevo, y al hacerlo, sus ojos quedan fijos en la
cristalina superficie del agua perfumada, que aguarda encerrada en su jofaina de plata el
momento de sus abluciones. Hay, dentro del líquido, una visión horrible de muerte vieja, de piel
apergaminada rota en los pómulos por los extremos puntiagudos de los huesos, que asoman
blancoamarillentos; de cráneo mondo del que cuelgan mechones aislados de cabellos, de
órbitas vacías, de dientes amarillos que asoman entre labios inexistentes, de lengua
desaparecida...
La Condesa lanza un grito; el cáliz dorado cae de sus manos. El vino rojo ensucia la
superficie del agua, extendiéndose como una gran mancha de sangre. Es después de esta
visión terrible en el líquido espejo, que su terror ha vuelto inservible, cuando Erzebet se
precipita en busca de su habitual reflejo de cristal, y esta vez, el fondo azogado le devuelve su
bella imagen, nimbada de una aureola difusa. Tranquilizada, sonríe. Al hacerlo, descubre con
sorpresa el progresivo alargamiento de su dentadura y la filosidad creciente de sus colmillos.
***
La copa de vino roza los labios de la Condesa y vuelve a ser depositada sobre el níveo
mantel casi intacta, apenas degustado su contenido. Dorko, de pie junto a su dueña, observa
los alimentos intocados y la mirada ausente de su ama.
— ¿No deseáis comer, señora?
Erzebet no contesta. Piensa en un nuevo descubrimiento. Desde hace tiempo, apenas
come ni bebe. Verdad es que desde siempre está acostumbrada a una dieta tan frugal como
sustanciosa. Carnes rojas, frutas y vinos generosos constituyen sus alimentos habituales.
Ahora, desde hace pocos meses, picotea apenas los platos que vuelven casi intocados a las
cocinas. Incluso el vino, otrora presente de forma cotidiana, es degustada raras veces. Y, sin
embargo, su cuerpo no enflaquece, sin su carne pierde su turgencia. Un misterio más que
añadir a la larga serie de ellos entre los que se encuentra sus escasas necesidades visitas al
excusado. Parecería como si sus necesidades vitales hubieran desaparecido, y tan sólo
existiera el deseo de sangre, de verla, de degustarla, de hacerla fluir. Musita:
— Tengo sed, Dorko. Mucha sed. Trae a una de las costureras. Cualquiera servirá. Todas
cosen de forma detestable.
Dorko asiente. Silenciosamente, sale del salón. La Condesa se queda allí, con los ojos
cerrados, esperando.
***
La joven costurera, fuertemente atada de pies y brazos al sillón donde se sienta,
contempla con ojos desorbitados de horror a su señora. Incapaz de prever la suerte que el
aguarda, pero intuyendo un feroz castigo, rompe al fin su silencio. Hay una avalancha de
ruegos, disculpas, peticiones de clemencia, lloros entrecortados y, por fin, de chillidos histéricos
que reverberan en las paredes y artesonados del salón.
Erzebet se lleva las manos a la cabeza. Es el dolor que vuelve.
— No puedo soportar sus gritos, Dorko. Hazla callar.
Hay un último chillido antes de que la bruja, armada de aguja y bramante, selle la boca
de la muchacha con largas puntadas, uniendo sus labios. Pero el martirio sólo acaba de
comenzar. El doble filo de unas tijeras plateadas se cierra, seccionando el dedo meñique de la
mano derecha, y hay un chorro de sangre que fluye hasta el cáliz dorado. La Condesa grita:
— ¡De prisa, más de prisa, bruja del infierno! ¡No puedo esperar!
Uno tras otro van siendo amputados los otros cuatro dedos; al final, hay una fuente de
cinco caños que llena la copa con el licor rojizo que fluye por cinco heridas.
Erzebet lleva la copa hasta sus labios y bebe con delectación. Siente que su sed se
apaga y un chorro de vida inunda su cuerpo. Sin mirar a su víctima, que yace desmayada, se
levanta y sale del salón.
***
El herrero de Cesthe ha hecho bien su trabajo. La estrecha jaula metálica, tapizada
interiormente de cuchillas, en la que un cuerpo humano no puede moverse sin que su carne se
saje y se desgarre, es izada del suelo por la acción combinada de un torno y una polea;
llevando en su interior, desnuda, a una de las camareras de la Condesa. Cuando el suelo de la
jaula — que tiene una ligera forma de embudo y está dotado de un orificio central— dista vara
y media del suelo, el eunuco detiene el ascenso, y el recipiente metálico queda fijo en el aire
sin tan siquiera un ligero bamboleo.
Pausadamente, la Condesa, vestida como siempre de blanco, toma asiento debajo en un
pequeño escabel. En ese momento, Dorko, armada de una antorcha, pega fuego al líquido
inflamable que, situado en un canjilón que rodea las cuatro paredes de la jaula, arde con llamas
que caldean la superficie del metal.
Un grito y un movimiento anuncian el éxito de la operación. La muchacha, enloquecida
por el calor, ha comenzado a rebullirse; y una gota de sangre cae por el orificio central, y luego
otra, y otra, hasta casi formar un chorro. Poco a poco, el pelo, el rostro y el blanco traje de
Erzebet se van tiñendo de rojo. Pasa casi media hora antes de que el fluir de la sangre cese y
la Condesa Báthory, como un espectro, se levante y, chapoteando en el charco de sangre, se
aleje en dirección a su cuarto.
***
Hay una nube de polvo muerto que se dispersa, como arrastrado por el viento, en el
cristal del espejo; pero Erzebet no lo advierte. Sí en cambio, observa con sorpresa que su
imagen es tan vaga que apenas puede reconocerse. Este hecho le impide descubrir un nuevo
crecimiento de sus colmillos. Abstraída, tampoco nota la práctica ausencia de su sombra. La
voz de Dárvula que, como siempre, resuena a su espalda, le hace salir de su ensimismamiento.
— Todo está a punto de acabar, Condesa. Sólo falta la prueba final. ¿Estás dispuesta?
Erzebet asiente.
Dárvula le tiende un pequeño pergamino.
— ¡Lee!
Lentamente, los ojos de la Condesa van recorriendo las palabras escritas en extraños
caracteres: "Isten, suprema reina de los gatos, y también vosotros, Lucifer, Satanás, Belzebut,
Leviathan, Elimi y Astaror, protegedme a mí, Erzebet Báthory y dadme vida eterna. Yo os
reconozco como mis únicos señores y me entrego a vosotros para siempre".
Dárvula mira fijamente a la Condesa.
— Sólo falta que lo firmes con tu sangre. Luego debes llevarlo siempre junto a tu pecho.
Si así lo haces, yo estaré eternamente a tu lado para servirte y ayudarte.
Erzebet no contesta, pero toma entre sus manos la larga aguja de oro que sujeta sus
cabellos. Su extremo aguzado se introduce en una de las venas de su muñeca. Un momento
después, la larga pluma de ganso dibuja con tinta viva su nombre al pie del pergamino.
***
Desnuda sobre el lecho, la Condesa Báthroy deja que, por vez primera, las manos
sarmentosas de la bruja extiendan sobre sus muslos abiertos la ardiente pomada en la que se
mezclan la grasa humana y el estramonio. Poco a poco sus vapores ascienden; y un calor
abrasador inunda su carne, excita su sexo y hace que su cabeza se agite en un revolotear de
los sentidos en el que los colores se escuchan, los sonidos toman forma, el tacto se degusta y
todo parece girar, elevándose.
Volar, volar y volar. En rápida sucesión pasan los ríos, los bosques, los montes, las
laderas, los poblados. A caballo sobre un palo que aflora de su sexo como una verga inmensa,
Erzebet circunda con sus brazos la cintura sarmentosa de Dorko; siente en sus manos los
pingajos de sus senos, que penden como dos odres vacíos y resecos, y en sus muslos el
contacto apergaminado de sus nalgas desnudas.
Ahora Dorko está de pie junto a ella en el claro de un bosque lejano, iluminado por la
luna. Dócil al mandato de la bruja, la Condesa se inclina ante el trasero del gran cabrón negro y
sus labios besan, una vez tras otra, el orificio inmundo.
Dárvula la llama. Está de pie, junto a un árbol y con un gran cuchillo negro desgarra el
pecho de una doncella desnuda. Erzebet hunde las manos en la herida y arranca el corazón
que continúa latiendo una vez separado del cuerpo. Escucha un nuevo mandato.
— ¡Ofrécelo a El!
Temblando se acerca hasta la Bestia, que ha cambiado de forma, y es ahora un ser
extraño y gigantesco, de formas humanas, dotado de garras y unos enormes ojos amarillos.
Contempla cómo el presente le es arrebatado y deglutido. Luego es precipitada al suelo.
Bocabajo, a cuatro patas, siente un dolor desgarrador cuando el miembro bífido de la Bestia la
penetra doblemente: sodomizaba y poseyéndola a la vez, mientras ella se debate en un
maremagnum de espumarajos, gritos de dolor y de placer, imprecaciones y blasfemias. Son
dos barras de metal helado que abrasan sus entrañas, y luego un doble chorro de plomo
fundido que inunda su interior y...
***
La Condesa despierta sobresaltada, incorporándose en el lecho. A su lado, Dorko
retuerce las manos con desesperación.
— ¡Despertad, señora, despertad! ¡Los hombres del Emperador han rodeado el castillo y
están entrando en el patio de armas!
Sin esperar respuesta, sale corriendo, buscando tal vez un lugar donde ocultarse o la
forma de escapar. La Condesa, lentamente, desciende del lecho. La noticia no ha hecho nacer
el temor en su pecho, aunque sabe que la aguardan acontecimientos importantes. La voz de
Dárvula, que acaba de aparecer, resuena en sus oídos.
— No temas. Todo ha de suceder como es necesario y estaba previsto.
Desnuda, Erzebet se apresta a tomar su baño acuoso habitual. Luego se pondrá sus
mejores galas. La circunstancia así lo requiere.
***
Al mando del Thruzó, el palatino y hombre de confianza del Emperador y del Rey, los
soldados registran el castillo. Cada puerta esconde un horror nuevo, un hallazgo macabro. El
autómata, la jaula de cuchillas, los cuencos de sangre reseca, el pozo con restos de cadáveres,
las jóvenes que pueblan las mazmorras: mutiladas, desangradas y muertas con carne de sus
compañeras, los garfios e instrumentos de tortura; todo es descubierto y censado. Dorko y el
eunuco han sido apresados en el subterráneo, y confinados en dos celdas, esperan el
momento de ser interrogados. A ellos, y por propia voluntad, se a unido Dárvula.
Thruzó no pierde el tiempo. Ha ordenado que la Condesa permanezca recluida en sus
habitaciones, custodiada por dos guardias, y ha comenzado el interrogatorio de las dos mujeres
y del enano.
Después de hacerlos "sudar" sujetos por el cepo en una pocilga en la que la temperatura
se ha vuelto sofocante por la acción de varias estufas, ambas brujas son colgadas de los
brazos — sujetos a la espalda— , con los pies cargados de plomo, y dejadas caer bruscamente
hasta que sus huesos se descoyuntan. El potro completará esta labor de destrozo y
desgarramiento. Luego han machacado los huesos de sus pies y de sus manos, arrancado sus
uñas, han reventado su vientre y sus intestinos obligándolas a ingerir enormes cantidades de
agua, y han abrasado su carne con garfios al rojo, que desgarran girones palpitantes de
materia requemada. Tamaña crueldad hubiera sido innecesaria, pues aunque Dárvula no ha
abierto la boca ni exhalado un gemido, Dorko ha confesado enseguida, punto por punto, todas
y cada una de las atrocidades cometidas. Pero debe quedar en claro que la violencia, el dolor y
la muerte son patrimonio exclusivo del poder; y que nada ni nadie, ni siquiera la Condesa
Báthory, puede usurparlos ni mucho menos superarlos.
Thruzó se enfrenta ahora a la Condesa. Altivo, no responde a su saludo. Tan sólo le
comunica su decisión.
— Vuestros cómplices han confesado, señora. ¿Tenéis algo que decir?
Erzebet le mira de arriba abajo, altivez frente altivez.
— No. No he hecho nada a lo que mi rango y mis prerrogativas no me dieran derecho.
Decidlo así al emperador.
— Vuestros crímenes son demasiado conocidos para que él los ignore. Yo le represento
y asumo sus poderes. Quedaréis confinada en este castillo hasta el fin de vuestros días. En
cuanto a vuestros cómplices...
***
Todavía vivos y conscientes, los cuerpos destrozados de Dorko y Dárvula son izados a
sendas piras de leña verde. El enano capón merece mejor suerte. Un doble tajo separa su
mano derecha y más tarde su cabeza. Mientras, las brujas arden. Hay una llamarada azulada y
un olor a azufre que consume en un segundo el cuerpo de Dárvula. El verdugo, más tarde,
asegurará haber oído una risotada. Dorko, en cambio, se retuerce en la hoguera y aúlla,
mientras su piel se ampolla, sus ojos se tornan blancos y revientan por efecto del calor y el
humo abrasa y sofoca sus pulmones. La carne, ya muerta, continúa mucho tiempo ardiendo
como una tea, hasta que los huesos calcinados se deshacen y sólo queda un montón de
ceniza.
***
Esquinado por cuatro horcas, el castillo de Cesthe guarda a la última condenada. Ha sido
confinada en una celda subterránea a la que se ha tapiado la puerta. Tan sólo un orificio
cuadrangular permite su ventilación y la entrada de los alimentos. La Condesa ha conseguido
conservar en su prisión el espejo, que apenas refleja su silueta, y algunos de sus vestidos.
Día tras día, en la noche eterna de su cárcel, Erzebet duerme largas horas tendida en su
tosco lecho. A veces, entre sueños, escucha la voz de Dárvula.
— Duerme, Condesa, duerme ¡Yo vendré a despertarte!...
Tal vez por eso, rechaza los alimentos, y sus sueños se prolongan hasta que decide no
despertar y el espejo se desploma con estrépito, haciéndose añicos.
Conscientes de su muerte, los soldados del Emperador tapian el ventanuco y abandonan
el castillo para siempre. Antes de marchar, convierten sus paredes de piedra en un montón de
ruinas.
***
La joven y la anciana pasean entre las ruinas iluminadas por la luna que acaba de
aparecer en el cielo. Al pie de la escalera, junto al camino, espera la diligencia con los faroles
encendidos. La joven pregunta:
— Entonces, ¿la Condesa Báthroy está enterrada bajo estas ruinas?
No hay respuesta. Al volverse, la muchacha descubre que la anciana ha desaparecido.
Un gato o gata negro y gigantesco, de ojos amarillos, la contempla. No ha conseguido salir de
su asombro cuando el felino le salta a la cara y hundiendo las uñas en su cuello, secciona una
de sus arterias.
La joven cae al suelo. Lentamente, la sangre fluye de la herida y comienza a filtrarse
entre las baldosas de piedra...
Hay un aura que emerge de las profundidades, y la Condesa Báthory está allí, en pie
frente a Dárvula.
— Acabo de despertar. ¿He dormido mucho tiempo?
— Para los hombres doscientos años. Para ti, tan sólo un minuto. Vamos, la noche no
durará siempre y nos espera un largo viaje.
Dárvula cubre a Erzebet con su gran capa negra. Ambas se elevan del suelo, en un batir
de alas membranosas, que desplegadas, eclipsan un moento la luna llena.

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