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La dimensión africana de la trata de negros

Por ELIKIA M’BOKOLO, Le Monde Diplomatique, ed. española, n° 30, abril de


1998.
* Director de Estudios, Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS),
Paris.

El historiador, aunque esté habituado al espectáculo de los crímenes que jalonan la


historia de la humanidad, no puede evitar sentir una mezcla de escalofrío, indignación y
desagrado, cuando remueve materiales relativos a la esclavitud de los africanos. ¿Cómo
fue posible? ¿Y durante tanto tiempo y a tan gran escala? De hecho, en ninguna otra
parte del mundo se ha registrado una tragedia de tal amplitud.
Por todas las salidas posibles -a través del Sahara, por el mar Rojo, por el océano
Indico, a través del Atlántico- el continente negro se vio sangrado de su capital humano.
Diez siglos al menos (del IX al XIX) de servidumbre en beneficio de los países
musulmanes. Más de cuatro siglos (de finales del XV al XIX) de comercio regular para
construir las Américas y para la prosperidad de los Estados cristianos de Europa.
Añádase a esto cifras -incluso muy controvertidas- que producen vértigo. Cuatro
millones de esclavos exportados por el mar Rojo, cuatro millones más por los puertos
swahilis del océano Indico, quizá nueve millones por las caravanas trans-saharianas, de
once a veinte millones, según los autores, a través del océano Atlántico (1).
No es una casualidad si entre todos esos tráficos es la "trata" absoluta, es decir la
trata europea y transatlántica, la que más llama la atención y suscita debates. Y no sólo
porque, hasta hoy, sea la menos mal documentada. Es también porque se ha centrado, de
manera exclusiva, en la esclavitud de los africanos, mientras que los países musulmanes
esclavizaron, indiferentemente, a blancos y a negros. Y es, en fin, la que, sin lugar a
dudas, puede dar cuenta mejor de la actual situación de África, en la medida en que de
ella han salido la fragilización profunda del continente, su colonización por el
imperialismo europeo del siglo XIX, el racismo y el desprecio que afecta a los
africanos.
Pues, más allá de las disputas recurrentes que dividen a los especialistas, las
cuestiones fundamentales que suscita la esclavitud de los africanos no han variado
apenas desde que, a partir del siglo XVIII, el debate salió a la plaza pública, tanto por
las ideas de los abolicionistas en los Estados esclavistas del Norte como por las
reivindicaciones de los pensadores negros, y por la lucha continua de los propios
esclavos. ¿Por qué los africanos en lugar de otros? ¿A quién hay que imputar,
precisamente, la responsabilidad de la trata? ¿Sólo a los europeos o también a los
propios africanos? ¿África ha sufrido realmente con la trata o no ha sido más que un
fenómeno marginal, que sólo habría afectado a algunas sociedades costeras?

El comercio o la muerte
Hay que remitirse quizá a los comerciantes, pues ellos aclaran los mecanismos
estables por los que el continente fue arrojado, y luego mantenido, a este ciclo infernal.

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No es seguro que en sus orígenes la trata europea se derive de la trata árabe. Esta
aparece durante mucho tiempo como el complemento de un comercio mucho más
fructífero, el del oro de Sudán y los productos preciosos, raros o curiosos, mientras que,
a pesar de algunas exportaciones de mercancías (oro, marfil, madera...), fue el comercio
de hombres el que movilizó toda la energía de los europeos en las costas de África.
Además, la trata árabe está orientada principalmente hacia la satisfacción de
necesidades domésticas; por el contrario, y después del éxito de las plantaciones
esclavistas creadas en las islas situadas a lo largo del continente (Santo Tomé, Príncipe,
Cabo Verde), los africanos exportados hacia el Nuevo Mundo proporcionaron la fuerza
de trabajo en las plantaciones coloniales, y más raramente en las minas, cuyos productos
-oro, plata y, sobre todo, azúcar, cacao, algodón, tabaco, café- alimentaron ampliamente
el negocio internacional.
Intentada en Irak, la esclavitud productiva de los africanos fue un desastre y
provocó gigantescas revueltas, la más importante de ellas duró varios años (del 869 al
883) y fue el campanillazo para la explotación masiva de la mano de obra negra en el
mundo árabe (2). Hubo que esperar hasta el siglo XIX para ver reaparecer, en un país
musulmán, la esclavitud productiva en las plantaciones de Zanzíbar, cuyos productos
(clavos, nuez, coco) salían, en parte, hacia los mercados occidentales (3). Sin embargo,
los dos sistemas esclavistas tienen en común la misma justificación de lo injustificable:
el racismo, más o menos explícito, y se apoyan de la misma manera en el registro
religioso. En los dos casos se encuentra, en efecto, la misma interpretación falaz del
Génesis, según la cual los negros de África, al ser pretendidamente los descendientes de
Cam, estarían malditos y condenados a ser esclavos.
Los europeos emprendieron -no sin dificultad- el comercio "del ébano". Al
principio, no se trataba de otra cosa que rapto: las fuertes imágenes de Raíces, de Alex
Hailey (4), se ven confirmadas por la Crónica de Guinea, escrita a mediados del siglo
XV por el portugués Gomes Eanes de Zurara. Pero la explotación de las minas y las
plantaciones exigía, sin cesar, más brazos: hubo que organizar un verdadero sistema
para asegurarles un aprovisionamiento regular. Los españoles instituyeron, desde
comienzos del siglo XVI, las "licencias" (a partir de 1513) y los asientos ("contratos", a
partir de 1528), que transferían a particulares el monopolio del Estado para la
importación de negros.
Las grandes compañías de trata se constituyeron en la segunda mitad del siglo
XVII paralelamente al reparto, entre las naciones europeas, de las Américas y del
mundo, que el Tratado de Tordesillas (1494), y varios textos pontificios, habían
reservado únicamente a los españoles y portugueses. Franceses, británicos y holandeses,
portugueses y españoles pero, también, daneses, suecos, brandemburgueses...: fue toda
Europa la que participó a continuación en la arrebatiña, multiplicando las compañías en
régimen de monopolio y los fuertes, sucursales y colonias que se fueron desgranando
desde Senegal hasta Mozambique. Sólo faltaron a la llamada la lejana Rusia y los países
balcánicos, que sin embargo recibieron su pequeño contingente de esclavos por
mediación del imperio otomano.
Sobre el terreno, en Africa, las razias y raptos organizados por los europeos
cedieron rápidamente el puesto a un comercio regular. Las sociedades africanas entraron
en el sistema negrero para defender su propia supervivencia, sin perjuicio, una vez en él,
de intentar sacar el máximo de ventajas. Véanse, entre otros ejemplos, las protestas del
rey del Congo Nzinga Mvemba: "convertido" al cristianismo en 1491, que consideraba

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al soberano de Portugal como su "hermano" y que, después de hacerse con el poder en
1506, no comprendía por qué los portugueses, súbditos de su "hermano", se permitían
efectuar razias en sus posesiones y llevarse a las gentes del Congo como esclavos. Fue
en vano: este adversario de la trata se dejó convencer poco a poco de la utilidad y la
necesidad de este comercio. En efecto, entre las mercancías propuestas a cambio de
hombres, los fusiles ocupaban un lugar privilegiado. Y sólo los Estados equipados con
estos fusiles, es decir los que participaban en la trata, podían a su vez oponerse a los
eventuales ataques de sus vecinos y desarrollar sus políticas expansionistas.
Por tanto, los Estados africanos se dejaron pillar -por así decirlo- por los negreros
europeos. El comercio o la muerte: en el corazón de todos los Estados costeros o
cercanos a las zonas de trata se encuentra la contradicción entre la razón de Estado, que
exige no despreciar ninguno de los recursos necesarios para la seguridad y la riqueza, y
las cartas fundadoras de los reinos que imponen a los soberanos preservar la vida, la
prosperidad y los derechos de sus súbditos. De ahí la voluntad, por parte de los Estados
comprometidos en la trata, de contenerla en límites estrictos. A los franceses que le
pedían autorización para levantar una factoría, el rey Tegifonte d'Allada dio en 1670
esta respuesta, cuya lucidez se apreciará: "Ustedes van a construir una casa en la que
ponen primero dos pequeñas piezas de cañón, al año siguiente pondrán cuatro y en poco
tiempo vuestra factoría se va a transformar en un fuerte que os convertirá en los jefes de
mis Estados y os hará capaces de imponer vuestra ley" (5). Desde Saint-Louis de
Senegal hasta la desembocadura del río Congo, casi todas las sociedades y Estados
locales consiguieron éxitos con esta política cuando menos ambigua, de colaboración,
de sospechas y de control.
Por el contrario, en algunas partes de Guinea, en Angola y Mozambique, los
europeos se implicaron directamente en las redes guerreras y mercantiles africanas, con
la complicidad de socios locales negros o mestizos, aliados con estos aventureros
blancos, con reputación poco envidiable, incluso en aquellos tiempos de gran crueldad:
así, a comienzos del siglo XVI, los lançados portugueses (los que osaron "lanzarse" al
interior, de las tierras) nos son descritos como "la semilla del infierno "todo lo que
existe de malo ", "asesinos, libertinos, ladrones". Con el tiempo, este grupo de
intermediarios se cansó hasta el punto de constituir, en varios puntos de la costa, esta
clase de "príncipes comerciantes" sobre la que reposó la trata.
¿Su beneficio? Los cargamentos de buques negreros, escrupulosamente
contabilizados en buena lógica mercantil, nos dan una perfecta idea: fusiles, barriles de
pólvora, aguardientes, tejidos, vidrios, quincallería, he aquí lo que sirvió para ser
intercambiado por millones de africanos. Intercambio desigual, sin duda. A los que
pudieran asombrarse de tales desigualdades se les debe hacer observar que la lógica se
mantiene ante nuestros ojos y que nuestro siglo no es mucho mejor, que se ha visto a
solicitantes llegados de los países del Norte convencer a los jefes de Estado africanos
para importar "elefantes blancos" a cambio de mediocres beneficios personales.
Se ve pues que el arsenal ideológico desplegado por los negreros para justificar la
trata no correspondía a las realidades ni a las dinámicas de la tierra africana. Los
africanos no experimentaban, como todos los pueblos, ningún placer particular con la
esclavitud y fue todo un sistema lo que generó y mantuvo a ésta. Aunque se conocen
bien las revueltas de los esclavos negros durante las travesías del Atlántico y en los
países que les recibían, se está muy lejos de imaginar la amplitud y la diversidad de
formas de resistencia en la propia África. Resistencia a la trata tanto como a la

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esclavitud interior, producida o agravada por el comercio negrero.
Una fuente ignorada durante mucho tiempo, la Lloyd's List, proyecta una luz
inesperada sobre el rechazo de este comercio en las sociedades costeras africanas. Los
detalles que proporciona la célebre firma de Londres sobre los siniestros acaecidos a los
navíos asegurados, a partir de su fundación en 1689, muestran que en un número
significativo de .casos conocidos (más del 17%) el siniestro se debió a una insurrección,
a una revuelta o a pillajes en África. Los autores de estos actos de rebelión eran los
esclavos, pero también gentes de la costa. Todo ocurría como si se estuviera frente a dos
lógicas: la de los Estados instalados, de buen o mal grado, en el sistema negrero y la de
los pueblos libres, amenazados permanentemente con la esclavitud, que manifestaban su
solidaridad con las personas reducidas a ella.
En cuanto a la esclavitud interna todo parece indicar que se ha ampliado y
endurecido, a la vez, paralelamente al crecimiento de la trata, y provocando múltiples
formas de resistencia: fuga, rebelión abierta, apelación a los recursos de la religión, de
lo que hay ejemplos que lo atestiguan tanto en tierras del islam como en países
cristianos. Así, en el valle del río Senegal, la tentación de algunos soberanos de
esclavizar y vender a sus propios súbditos provocó, desde finales del siglo XVII, la
"guerra de los marabús" o el movimiento tubenan (de tuub, convertirse al islam). Su
iniciador, Nasir al-Din, proclamaba precisamente que "Dios no permite a los reyes
robar, matar ni hacer cautivos a sus pueblos, que, por el contrario, los ha puesto para
mantenerlos y custodiarlos de sus enemigos, los pueblos no están hechos para los reyes,
sino los reyes para los pueblos ". Más al sur, en lo que hoy es Angola, los pueblos
congos utilizaron el cristianismo de la misma manera, a la vez, contra los misioneros,
comprometidos en la trata, y contra los poderes locales. A comienzos del siglo XVIII,
una profetisa de veinte años, Kimpa Vita (conocida también como Doña Beatriz), dio la
vuelta a los argumentos racistas de los negreros y se puso a predicar un mensaje
igualitario, según el cual "en el cielo no hay ni blancos ni negros" y "Jesucristo y otros
santos son originarios del Congo, de raza negra”.
Se sabe que, hasta nuestros días, este recurso a lo religioso no ha cesado de
acompañar en varias regiones de África las reivindicaciones en favor de la libertad y la
igualdad. Tales hechos demuestran que, lejos de ser un fenómeno marginal, la trata se
inscribe en el centro de la historia moderna de África y que la resistencia a la trata ha
inducido actitudes y prácticas todavía observables hoy día.

El "salvajismo" del continente


Por tanto, hay que desconfiar de las impresiones heredadas de la propaganda
abolicionista y que pueden conducir a ciertas maneras de conmemorar la abolición de la
esclavitud. El deseo de libertad y la propia libertad no les llegaron a los africanos desde
el exterior, de los filósofos de las Luces, de los agitadores abolicionistas o del
humanitarismo republicano; les llegaron del propio impulso de las sociedades africanas.
Además, desde finales del siglo XVIII se ha visto, en los países ribereños del golfo de
Guinea, a negociantes enriquecidos a menudo por la trata, distanciarse respecto de este
tráfico y enviar a niños a Gran Bretaña para que se formaran en las ciencias y oficios
útiles al desarrollo del comercio. Por eso, a todo lo largo del siglo XIX, las sociedades
africanas no vieron mal responder positivamente a las nuevas solicitudes de la Europa
industrial, convertida al "comercio legítimo" de los productos del suelo y ahora hostil, a

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la trata convertida al "tráfico ilícito" y "comercio vergonzoso". Pero esta África de
entonces era muy diferente de la que los europeos encontraron a finales del siglo XV.
Como ha intentado demostrar el historiador de Trinidad Walter Rodney, había estado
comprometida, a causa de la trata, en una vía peligrosa y se encontraba muy
subdesarrollada (6). El racismo salido del período negrero encuentra en estas
circunstancias la ocasión de renovarse. En efecto, el discurso de los europeos sobre
África se hacía, ahora, sobre el "arcaísmo ", el "retraso ", el "salvajismo" del continente.
Cargado de juicios de valor, ponía a Occidente como modelo. Las convulsiones y la
regresión de África no se ponían en la cuenta de los desarrollos históricos reales, en los
que Europa había tenido su parte, sino que eran atribuidos a la "naturaleza" innata de los
africanos. El colonialismo y el imperialismo nacientes podían así adornarse con los
logros del humanitarismo y los pretendidos "deberes" de las "civilizaciones superiores"
y las "razas superiores". Los Estados anteriormente negreros no hablaban más que de
liberar África de los "árabes" esclavistas y de los potentados negros, también
esclavistas.
Pero una vez repartido el pastel africano entre las potencias coloniales, éstas, con
el pretexto de no cortar el curso de las cosas y de respetar las costumbres "indígenas", se
cuidaron mucho de abolir efectivamente las estructuras esclavistas que habían
encontrado. La esclavitud persistió, pues, en el interior del sistema colonial, como lo
demuestran las investigaciones realizadas por iniciativa de la Sociedad de Naciones
(SDN) entre las dos guerras mundiales (7). Peor aún, para hacer andar la maquinaria
económica, crearon una nueva esclavitud, bajo la forma del trabajo forzado: "De
cualquier manera que se enmascare el trabajo forzado, no se puede impedir que sea de
hecho y de derecho esclavitud restablecida y estimulada" (8). También en esto, por
atenemos al caso francés, fue en el interior de África donde nació el deseo de libertad.
¿No se debe, acaso, la abolición del trabajo forzado, en 1946, y no antes de 1946, a los
diputados africanos con Félix Hufuet-Boigny y Léopold Sédar Senghor a la cabeza?

(1) Ralph Austen, African Economic History, James Curey, Londres 1987; Elikia
M'Bokolo, Afrique noire. Histoire el civilisations, tomo 1, Hatier-Aupelf, Paris, 1995;
Joseph E. lnikoii (bajo la dirección de), Forced Migration. The lmpact of the EX,OQTI
Slave Trade on African Societies, Hutchinson, Londres, 1982; Philip D. Curtin, The
Atlantic Slave Trade. A Census, The University of Wisconsin Press, Madison, 1969.
(2) Alexandre Popovic, La Révolte des esclaves en Irak au IIIeIXe siécle,
Geuthner, Paris, 1976.
(3) Abdul Sheriff, Slaves, Spices and Ivory. Integration of an African Commercial
Empire into the World Economy, James Curey, Londres, 1988.
(4) Alex Hailey, Racines, Lattés, Paris, 1993.
(5) Akinjogbin, Dahomey and its Neighbours, 1708-1818, Canbridge University
Press, Cambridge, 1967.
(6) Walter Rodney, How Europe Underdeveloped Africa, BogleLOuverture,
Londres, 1972.
(7) Claude Meillassoux, LEsclavage en Afrique précolonial, François Maspero,
Paris, 1975.

5
(8) Carta de los diputados franceses al ministro de Colonias, 22 de febrero de
1946.

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