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Ángel Zapata Ceballos

Cuentos Colombianos

Julio 2007
Cuentos Colombianos
Carátula:
Primera edición: julio de 2007
Impresión y Diagramación: Todográficas Ltda.
Impreso en Colombia

Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente sin


autorización escrita del autor.
Contenido

TATIANA .............................................................. 7
EL PEZ NEGRO ................................................. 83
TATIANA

De todos los pretendientes que tuvo Lucía Agudelo


Aguilar, el que más le agradó a ella y a sus padres
fue Ernesto Cisneros. Un hombre alto, fornido, algo
desgarbado, pero bien educado, de trato agradable,
hijo de don Marco Cisneros, ya muerto, y Domitila
Cifuentes. Dueños de una finca pequeña pero orga-
nizada de la que derivaban, con poco trabajo, un buen
vivir. Lucía Agudelo era hija única del juez de San
Juan del Puente, don Miguel y de la profesora, direc-
tora de primaria, señora Mercedes Aguilar.

El amor entre Lucía y Ernesto avanzó hasta el


punto de que el ocho de agosto de 1983, a las dos de
la tarde, después de compartir un almuerzo, en casa
del juez y su esposa, fue aceptada por las dos fami-
lias la boda entre Lucía y Ernesto.

Nadie sabía, entre tanta gente, cuál estaba más


alegre, regocijada y feliz con ese noviazgo. Había que
ver los regalos que doña Domitila les enviaba a Mer-

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Cuentos Colombianos

cedes y a don Miguel. Todos los sábados llegaban de


la finca, traídos por un peón, flores exóticas que se
cultivaban en la finca; uno o dos pollos gordos y
crestones; verduras; mazorcas de maíz, que le en-
cantaban asadas al juez. Tanta amabilidad, genero-
sidad y muestras de cariño tuvieron el efecto de ace-
lerar la boda. No por interés, sino porque el amor se
imponía. Terminaron casándose pronto. Fue una
ceremonia sencilla que por poco pasa inadvertida en
el pueblo, si un insignificante incidente no hubiera
perturbado el acto religioso: las familias solamente
habían advertido al cura de la hora de la boda; ese
día, al entrar al templo la pareja en la forma acos-
tumbrada, se encontraron con una iglesia cubierta
de flores blancas, pasacalles en la nave principal,
una aroma exquisito en el ambiente y cada silla per-
fumada y adornada de flores blancas. Lucía creyó
que era una sorpresa de Ernesto y procedió a agra-
decerle. Pero se topó con que él nada sabía del he-
cho. Ni el juez, ni doña Domitila sabían, ni estaban
advertidos. El cura menos. Juró poniendo su iglesia
por testigo que nada sabía de las tales flores.

Sin embargo, la que más dudas pensó, fue Domitila


la madre de Ernesto. ¿Que nadie sabe quién puso
las rosas de un día para otro? ¿Qué pasado tenía esa
novia, ahora esposa de su hijo? No lo expresó pero
quiso averiguarlo. Domitila era taimada, maliciosa,
desconfiada. Sabía que Ernesto era ingenuo, Lucía
era su primera novia. Tal vez su belleza y su aparen-
te ingenuidad, ocultaban otra cosa.

Viajó al pueblo a donde su hermana Teresa: casa-


da, con varios hijos casados y le refirió en secreto lo
sucedido. Todos los informes y referencias que reci-
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Tatiana

bió de gentes que conocían a Lucía coincidieron en


que era una muchacha virtuosa, hija de unos pa-
dres irreprochables. El Juez y Mercedes eran honra
del pueblo. Le refirieron que había suspendido un
noviazgo con el hijo mayor del señor Ramírez antes
de ir éste al ejército, precisamente porque Mercedes,
su madre, le había dicho que no le convenía esa re-
lación. Ella lo hizo inmediatamente, aunque el señor
Ramírez era el hombre más rico del pueblo.

Poco a poco Domitila fue olvidando el cuento de


las flores blancas. Se encantó con el genio, las cos-
tumbres y educación de Lucía. La hizo como su hija
hasta su muerte, que fue de agonía corta y dolores
intensos a causa de un cáncer que la mató en seis
meses, antes de nacer Tatiana.

Tatiana entró precipitadamente a la casa. Estaba


mojada, descalza, los pies embarrados y los cabellos
le chorreaban agua en la espalda. Serían las ocho y
media de la mañana. Afuera llovía sin compasión.
Su abuelo la vio entrar y la siguió con los ojos hasta
que entró en silencio a su cuarto. Lejos, los pomales
se veían nublados. El único limonero del patio, ocul-
taba sus frutos tras la lluvia, confundiendo sus ga-
jos de limones verdes y pintones con las hojas bri-
llantes y húmedas.

-¿Dónde estabas, hija?- preguntó en voz alta don


Miguel, su abuelo, mientras ella salía seca y calzada
del cuarto.

-Me cogió el chubasco, papá, mientras buscaba


huevos de codorniz detrás de los pomales.

-¡Ideas de Mercedes! ¿Verdad?-


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Cuentos Colombianos

-Si abuelo, pero cuando ella me lo dijo no estaba


lloviendo. Son chubascos de octubre, que vienen de
repente, mojan y se van.-

Al salir de su cuarto, seca, calzada y peinada, don


Miguel la miró en detalle y le pareció bella. Alta, ele-
gante como Lucía, su madre. Intentó recordar la his-
toria, pero desechó su pensamiento y guardó silen-
cio. Encendió su pipa, buscó un sillón viejo y se aco-
modó a ver llover. Tenía 68 años. Disfrutaba de su
jubilación. Su único hijo, Ernesto, llevaba diez años
de muerto. De modo que Tatiana, su nieta, tenía die-
cisiete. Era una señorita bella como Lucía su madre.
Un dolor. Una pena. Algo que marcó su vida y la de
Mercedes, su esposa, para siempre…

Aquella noche llovía también. Tatiana de siete años


se había acostado. Miguel con su esposa, había ha-
blado en el comedor de la vida de su hijo en la mon-
taña. Trabajando sin descanso en la finquita con
Lucía: cosechas, sembrados, negocios, ventas, deu-
das, pero felices. La niña había venido al pueblo a
iniciar sus estudios en San Juan del Puente, pues
en el rincón donde estaban sus padres no había co-
legio, ni escuela. Eran campos de cultivo, fincas gran-
des y pequeñas. Soledades, cielo azul, noches de luna
o de estrellas. Silencios. Trabajo. Sin otras voces que
las del campo. Montes, pájaros, ganados. Y, como
consuelo, la voz de Lucía y de Tatiana que le llena-
ban el corazón. Era la vida de Ernesto.

El compromiso de Ernesto y Lucía con los abuelos


sobre la niña, era que ésta, a los siete años, vendría
a vivir con ellos para empezar su escuela en el pue-
blo. Doña Mercedes les recordaba a los padres ese

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Tatiana

compromiso, pues no quería que su única nieta se


formara en el campo, ignorante en todo. Por eso,
cuando llegó el tiempo de empezar los estudios, la
niña fue recibida sin cartas, ni certificados, en la
escuela que por mucho tiempo había dirigido la Se-
ñorita Mercedes Aguilar, luego esposa del Juez Mi-
guel Agudelo.

Al Juez pensionado, don Miguel, no le gustaba


mencionar para nada el día de la tragedia y menos
las consecuencias que derivaron de ella. Era una
tumba. Su trato con su nieta, ahora de diecisiete
años, era amable, parvo y ocasional. Lo mismo suce-
día con Mercedes. Fue como si hubiera conocido otros
mundos; como si para cumplir sus propósitos hu-
biera cambiado su alma. Hacerse un hombre duro,
intratable, lleno de prevenciones. Tal vez despertar
temor en los demás y, ahora, lo único que deseaba
era esperar la muerte en silencio. Sin embargo, mu-
chas imágenes perduraban en su memoria. Frases
que dijo y le dijeron. Gentes de toda índole que debió
tratar, hablar, conversar, convencer y horas de es-
pera. Momentos que tuvo que esperar, rogar, poner-
se serio, ser amable, subir a edificios en construc-
ción tan altos como nunca pensó estar allí, esperan-
do a un obrero que no era el que llegaba.

Su esposa lo ignoraba todo. Sus relaciones se re-


dujeron a: - cómo estás Miguel, cómo te va Merce-
des-. Acabaron las caricias. Los mimos que ya ma-
yores se hacían. Él se redujo a una caja de memo-
rias para sí mismo; y ella a mirar en su nieta a Lu-
cía, porque la semejanza con su hija la hacía olvidar,
por un momento, a Ernesto, su hijo. Vale decir: ado-
raba a Lucía.
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Cuentos Colombianos

El chubasco pasó. Abrió el día. Los campos alre-


dedor de la casa se volvieron de un verde niño, los
limones mostraron otra vez sus colores naturales. -
¿No te parece, abuelo, el día muy hermoso?- le pre-
guntó a su abuelo pretendiendo sacarlo de ese mu-
tismo persistente.

-¿Qué día es hoy?- preguntó el abuelo.

-Once de octubre, abuelo-

-Mañana se cumplen diez años. Parece que fue


ayer. Tatiana lo miró con pesar.

Fue una noche horrible. Llovía a cántaros. Merce-


des se había quedado dormida y él intentaba ver en
la oscuridad. Se habían acostado temprano. Pero él
no podía dormir. Tatiana dormía hacía rato en su
cuarto al lado de sus abuelos, separados por una
cortina azul que dividía los dos cuartos. De pronto,
volvió la luz a la casa pero no pudo despertar a Mer-
cedes ni a Tatiana. Él estaba como asustado. Respi-
raba mal. Se sentó al borde de la cama y vio que la
luz del corredor estaba encendida. Era su reflejo el
que daba un poco de claridad a su alcoba. La alcoba
de Tatiana permanecía a oscuras. Pensó en su hijo.
Allá no tenían energía eléctrica y todo lo hacían con
lámparas de petróleo, velas y leña. Se volvió a acos-
tar. El temporal había empezado a ceder. Creyó que
se dormiría. Cerró los ojos, llevó sus brazos sobre el
pecho e intento cerrar los ojos. Todo resultó inútil.
En ese momento tocaron vigorosamente la puerta de
la calle. Mercedes se despertó.

-¿Tocan?-

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Tatiana

-Parece que sí- respondió él, apercibiéndose para


ir a abrir.

-¡Cuidado!- pregunta quién es. Hay tantos peligros.

-Tranquila. Tranquila.-

Luego escuchó dos caballos que parecían detenerse


frente a la casa. Escuchó de nuevo los toques a la
puerta.

-¿Quién es?- preguntó

-Malas noticias don Miguel.-

Entonces abrió la puerta.

Un hombre en zamarras de cuero esperaba en la


puerta.

-Don Miguel- le dijo –Mataron a Ernesto y a Lucía.

-¿Quién?-

-No se sabe. Parece que fue un guerrillero-

-¿Por qué a ellos? ¡Oh, Dios mío!-

Detrás de él estaba Mercedes. ¡No, no! Exclamó

Parece que un guerrillero solo bajó de la montaña


y les disparó a quemarropa, y se fue. Hay un hombre
que lo vio, pero de lejos y no pudo acercársele por
miedo. El criminal volvió a la montaña.

-¿Y dónde están Ernesto y Lucía?-

-Aquí los trajimos. Son cadáveres.-

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Cuentos Colombianos

Los cadáveres fueron traídos sobre el mismo ca-


ballo. Venían en cajones de madera rústica, separa-
dos en dos cajas sobre el lomo de un caballo, ama-
rrados con sogas. Dos hombres los descargaron. El
hombre que tocó la puerta era un finquero vecino
que se presentó como Joaquín Mesa, dijo que los
asesinaron a las dos de la tarde y que el asesino co-
rrió a la montaña, según el testigo. Estaba pálido,
ido, como drogado – dijo el testigo.

-¿Está aquí el hombre?- preguntó el abuelo.

-Yo soy, señor.- dijo uno de los peones que había


cuidado en el camino de los cuerpos muertos.

-Dígame señor todo lo que observó, don-

-Genaro Díaz, señor-

-Bueno: es alto. Delgado. Joven. Barbado. Lleva-


ba fusil y pistola. Pasó algo lejos de mí, cuando yo
estaba escondido y, por cierto, el uniforme tenía un
remiendo en la espalda.

-¿Qué remiendo?-

-Cómo si lo hubieran rasgado y le hubieran pega-


do una cinta larga que no cuadraba con el resto.-

-¡Aja!- gracias, don Genaro.

Los cajones de tablas rústicas los colocaron en el


corredor, uno detrás del otro. En el piso. Como si
ella fuera tras él.

Don Miguel Agudelo, el juez de San Juan del Puen-


te, no lloró. Permitió que Mercedes y la niña Tatiana,

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Tatiana

que tenía entonces siete años, expresaran sus triste-


zas con llanto. Sin decir aun lo que harían con los
cadáveres, como inspirado por el dolor le dijo a Mer-
cedes: allí está nuestro hijo y su esposa, vilmente
asesinados. Pero yo me pregunto, ¿el llanto los resu-
citará? El llanto nos perturba a nosotros, no a ellos y
para ellos empieza el silencio de la muerte. Todos los
días, a toda hora, nacen y mueren millares de seres
sobre la tierra. Un dolor, una pena, que afortunada-
mente pasa. Pasa como todo en la vida: niñez, juven-
tud, madurez, ancianidad. Unos más temprano que
otros. Pero el mundo sigue: siguen las plantas cre-
ciendo, los prados reverdeciendo, los ríos corriendo
hacia el mar. El mar golpeando con sus olas las cos-
tas y sigue el cielo lleno de belleza. Tal vez las almas
rían mientras nosotros lloramos… Hijas, hagamos el
propósito de no sufrir por los muertos. Persigamos a
los cobardes que los asesinaron. Hagamos que en
vida paguen sus actos malos. Pero a los muertos, no
los perturbemos con nuestro dolor… Suspendió sus
palabras. Tatiana, de siete años, solo sabía obede-
cer. Mercedes se confundió. Entendió las palabras
de Miguel, su esposo, pero no sabía cómo obedecer-
las. ¿Y los recuerdos, la ausencia y el dolor de verlos
muertos, ahora, cuando ayer hablaban y reían y co-
mían frutos maduros y amaban los amaneceres y se
amaban entre sí?

-Y, ¿Qué haremos nosotras, Miguel, cuando nos


acose el llanto?- preguntó Mercedes que había en-
tendido mejor que la niña las palabras de su marido.

-Llora, hija, tú que puedes. Pero recuerda: somos


pavesas, con un tiempo de duración finito. Tal vez el
llanto sea una defensa y consuelo para nuestros su-
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Cuentos Colombianos

frimientos. Quizá a los que no podemos llorar nos


dure más el dolor, la pena.

Varios meses después del entierro, ya arreglados


todos los negocios de Ernesto, Miguel le dijo a Mer-
cedes: Tú piensas que el asesino de nuestros hijos
fue un hombre de este pueblo, ¿Verdad? Mercedes
vaciló por un momento y le respondió que ella había
pensado mucho en eso. No sé. Si el hombre que lo
vio dice que es alto, delgado, y muy barbado, me vie-
ne a la memoria el hijo mayor del señor Ramírez, el
dueño de la Tienda Ramírez. Ese muchacho, antes
del servicio militar, estuvo pretendiendo a cuanta
falda viera, pero Lucía nunca me dijo que a ella. Bien
parecido pero un vagabundo, sin oficio, jugador de
dados, y un sinvergüenza. Pero ese hombre desapa-
reció del pueblo hace más de cinco años. El señor
Ramírez no lo soportó. ¿Iría a dar a la guerrilla?

-Sería muy peligroso que usted personalmente, le


preguntara por su hijo- Le dijo el alcalde a don Mi-
guel, sobre el consejo que le pedía de visitar al señor
Ramiréz en su tienda y preguntarle por su hijo ma-
yor. -Más ahora que por todas partes se oye que fue
él, quien mató a su hijo. Se lo digo por la amistad
que nos une- dijo el alcalde.

El alcalde se había manejado como un hermano


durante el duelo que embargaba al señor don Mi-
guel, como le decía siempre. Eso, y la amistad de
tantos años, hicieron reflexionar al juez.

Era obvio. Reconoció que su propósito era peligro-


so. Lo que sí lo llamó a la reflexión fue la afirmación
que hizo el alcalde de que todo el pueblo acusaba al

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Tatiana

hijo mayor del señor Ramírez como el autor del cri-


men. ¿Por qué? ¿Qué lo acusaba? ¿Por la descrip-
ción del trabajador? El juez no se comunicaba con
nadie, vivía encerrado lejos de todos, como un ermi-
taño condenado a la soledad; no sabía nada de lo
que en el pueblo se decía. Era vox populi que Lucía lo
había despreciado, hacía varios años, antes de irse
al ejército. ¿Sino fue él? ¿Si alguien se estaba gozan-
do la desviación que estaba sucediendo? En verdad,
indicios no son pruebas. Pero ¿Por qué nadie lo de-
fendía? ¿Cuál era la opinión del viejo comerciante?
Era su hijo. Como en un pueblo pequeño se conocen
todos, don Miguel sabía de la amistad que existía
entre el señor Ramiréz y el Cura del pueblo. Ramiréz
era buen cristiano. Ayudaba a la iglesia. El cura se
sentía apoyado por el más rico hombre del pueblo.
Miguel, el juez, resolvió hablar con el cura en confe-
sión. Pero quería oír al cura sobre el asunto. Habla-
ron en confesión. Un sábado por la tarde, el cura,
que admiraba al juez, le prometió hablar con Ramiréz
como cosa suya y que le contaría. Así lo hizo. La
respuesta del comerciante fue tajante: Sé que se dice
eso, padre, pero le juro que Jairo, mi hijo, no tiene
riñones para cometer un crimen así. Él es un
malversador de la plata, es mujeriego, fanfarrón, ta-
húr, lo que quiera, pero no es un asesino. Yo no sé
en dónde está ahora, puede estar en la cárcel, en
algún pueblo o ciudad preso por engaño, pero nunca
por ser un asesino. Por esta razón yo dejo que pasen
como lluvias, las calumnias de la gente. Yo soy el
primero en meter mi mano al fuego por Jairo.

Así lo refirió en privado el cura a don Miguel. Esto


le hizo cambiar su pensamiento. Recordó la visita
que hizo el señor Ramírez a la finquita. Recordó que
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Cuentos Colombianos

había buscado por todas partes algún indicio que lo


orientara sobre la causa de aquel hecho que tenía
estremecida a la comunidad. Recordó que el hombre
que culpaba al desconocido se ratificaba en sus ras-
gos exteriores que acompañaron, durante más de diez
años a su hijo, aún después de que don Miguel cum-
plió su tiempo de servicio y se dispuso a su jubila-
ción. Pero un día cualquiera, antes de pensionarse,
escuchó en la calle la extraña norma de que a los
guerrilleros rasos no se les permitía la barba. Se puso
a pensar; pero luego se acordó del hombre que, su-
puestamente, había cometido el crimen.

Volvió a conversar con el hombre, cuyo nombre


nunca se le olvidaría: Genaro Díaz. Le pidió que re-
cordara a ese asesino. Hábleme de su talante, le dijo.

-¿Qué es talante, señor?-

-Quiero decir, como camina, la cabeza, si es echa-


da para atrás o inclinada hacia abajo. Si mueve los
brazos exageradamente, etc.-

-No. Es un señor normal.

-¿Está seguro que era de barba?-

-Sí señor, de eso estoy seguro.-

-Al cálculo, dígame. ¿Qué estatura tenía?-

-Más alto que yo, que mido un metro con setenta


centímetros.-

Este dialogo tuvo lugar hacía más de cinco años:


la gente se había olvidado del crimen. Varios inten-

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Tatiana

tos de investigar habían fracasado y mientras tanto,


la abuela de Tatiana y la niña, se habían olvidado de
las flores en la tumba los domingos.

La vida del pueblo era normal. Misa los domingos.


Los niños en la escuela corriendo, jugando, riendo
por nada. Las ceibas del parque silenciosas. Los
mayores trabajando, y, en las tardes dos o tres pare-
jas de enamorados paseando por la única calle pavi-
mentada.

Un día vino hasta la casa de don Miguel, que esta-


ba haciendo las vueltas de su jubilación, un hombre
más o menos conocido en el pueblo a quien don Mi-
guel había visto una o dos veces. Con educación le
preguntó si todavía estaba en busca del hombre que
había asesinado a su hijo. Don Miguel lo miró con
extrañeza.

-Mi nombre es Jeremías Ocampo. Vivo de arrima-


do en la casa de Matilde de Vera ¿Usted la conoce?-

-Sé quien es- respondió el juez con algo de des-


confianza. Pues la señora tenía fama de bruja. Pero
no de las de bolas de cristal, sino de las que cierran
los ojos frente a una figura de madera y empieza a
hablar con ella.

-Y que quiere la señora Matilde de Vera, ¿Ah?-

-La historia es muy larga-

-Cuéntemela- dijo don Miguel.

-Ella quería mucho a don Ernesto, porque el pá-


rroco anterior la quiso sacar del pueblo dizque por

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Cuentos Colombianos

bruja. Y fue don Ernesto, su hijo, el que intervino a


favor de doña Matilde. Desde eso, ella rezó por él
siempre. Cuando supo de su muerte lloró por tres
días hasta que dijo: -“Ya están en el cielo”

Don Miguel, que era bastante indiferente hacia esas


cosas, lo miró a los ojos esbozando una sonrisa y le
dijo: -buena mujer-

-¿Pero para que me necesita la señora?-

-No sé. Ella me dijo: “Vaya a donde don Miguel


Agudelo y le dice que tengo noticias para él”- eso
dijo.

-Dígale a doña Matilde que hoy voy a las cuatro de


la tarde- dijo don Miguel.

Eran las diez de la mañana. Como don miguel se


había constituido en el instructor del nuevo juez, ese
día tenía un diálogo con el nuevo juez, que lo había
citado para las dos de la tarde.

-Está bien, don Miguel. Se lo voy a comunicar in-


mediatamente a doña Matilde- dijo Jeremías.

No era bruja, como decía la gente. Se nombraba,


“Mentalista”. Como todas las brujas, nadie sabía
cuándo había llegado al pueblo. Pues sus primeros
prodigios los había realizado en tiempos del cura más
joven que llegara al pueblo, un tal Asunción María
Calle. A él fue a quejarse la abandonada mujer del
cabo del ejército que estuvo allí cuando la guerrilla
merodeaba por el pueblo. Tenía una mujer hermosa.
Parecían casados. Estaban jóvenes. Pero un día la
muchacha salió corriendo bañada en llanto y con un
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Tatiana

aporrión en la cara. Ella dijo que la había golpeado


por una moza que tenía. Alguien le recomendó a la
bruja. Esta la vio. Sintió pesar por ella. La llevó a su
cuarto. Destapó una estatua de madera oscura a la
que se puso a orar. Al cabo de media hora, la mujer
le pagó unos pesos y volvió a su casa. Al poco rato
volvió su marido. Arrepentido. Le puso remedios ca-
seros sobre el magullón, prometiéndole que nunca
lo volvería a hacer. El cura conoció la historia y al
domingo siguiente advirtió a la bruja, a la que llamó
por su nombre, que la conjuraba a irse del pueblo.
Ernesto Agudelo visitó al cura casi en seguida de la
misa y le hizo levantar el conjuro. Por eso la
mentalista lo quiso hasta la muerte.

A las cuatro de la tarde don Miguel estuvo a la


puerta de la casa de Matilde de Vera. Era blanca,
alta, acuerpada y lo miró por un instante primero
antes de dirigirle la palabra.

-Don Miguel, ¿No?-

-El mismo. ¿Para que me quiere?-

-Es asunto grave que le compete-

-¡Aja!-

-Es sobre sus hijos Ernesto y Lucía- dijo.

-Ambos están muertos- le dijo don Miguel, con ti-


midez.

- Me dolió mucho. Sé del crimen. Sé cuanto ha


trabajado usted para desentrañarlo. Claro. Pero sién-
tese, por favor.

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Cuentos Colombianos

Don Miguel estaba de pie en el centro de una sala,


organizada, limpia, sin imágenes de santos, pero con
el retrato de un señor bien vestido, jugando cartas,
junto a un gato negro. Lo miró todo. Lo detalló todo.
En un rincón vio una olla de barro con cactus pren-
didos.

-Siéntese don Miguel. Esta es la casa que me gus-


ta. Sin adornos. Pocos muebles. Bastante luz. -¿No
le parece que esto es mejor?-

-Si señora, pero, por favor, dígame qué sabe de la


muerte de mis hijos.-

-Yo viajo en las noches, sola. Sin moverme de mi


cama. Yo pienso. Viajo con el pensamiento. Miro.
Observo los lugares más distantes. Escucho cosas
nuevas en que nunca había pensado. A veces, tam-
bién, recuerdo las cosas que me han herido, y en-
tonces recibo luces, claridades sobre misterios que
me ha atormentado. La muerte de Ernesto, su hijo,
ha ocupado mis pensamientos desde el día en que lo
supe. Y esperaba un viaje en el que hablaran de él.
Que alguien sin conocerlo, supiera de su muerte, me
comunicara algo. Una palabra. Un signo de su hora
última. O dijera “Este fue el culpable”, que yo pueda
verlo. Reconocerlo en cualquier parte y que pueda
decir “es él”. Pero la vida es injusta. Nadie se ha co-
municado conmigo, hasta anoche, muy al amane-
cer. Apareció en mi sueño un hombre alto, trigueño,
de ojos negros, barbado, y armado con un fusil y
una pistola. Subiendo por una arboleda. Me pareció
extraño. Un hombre joven vestido de guerrillero en
un pueblo que no tiene ni ha tenido la presencia de
esa gente. Yo intenté acercármele, verlo de cerca, pero

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Tatiana

él iba de afán. Ni me vio ni supe quién era. Entonces


de repente, asustada, recordé que se dice que un
hombre lo vio de cerca. Sucede que yo conozco a
Genaro Díaz, el fue peón de mi marido. Así se llama
¿Verdad?

-Si señora, así se llama. Él lo vio. Pero tampoco lo


conocía.-

-Allá voy. En uno de mis viajes en sueños por el


Pacifico conocí a un pescador blanco en Buenaven-
tura que paseaba con un joven que le ayudaba con
las redes y ahora lo recuerdo: es él. Está en el puer-
to. Trabaja como pescador en el puerto. Vaya usted
a allá y le prometo que lo ve. Es un hombre fuerte y
desalmado. Ahora pasemos al cuarto donde tengo
los restos de mi esposo y verá que él confirma-

Don Miguel estaba desorientado. No sabía qué


pensar. ¿Era acaso una loca? Visionaria. Adivinado-
ra. Farsante. Embaucadora. ¿Quién era? Aquí don
Miguel sintió miedo, pero aceptó el paso al cuarto si-
guiente, aunque podía ser peligroso para él. Se puso
en pie y se dispuso a seguirla. La señora pasó adelan-
te. Abrió la puerta sin tocarla y se halló don Miguel en
un cuarto sobre iluminado por dos lámparas que orien-
taban sus chorros de luz hacia un rincón donde des-
tacaba un bulto oscuro. La señora se detuvo. Don
Miguel también. Entonces vio que una seda azul os-
cura y brillante caía al suelo y una estatua negra de
madera saltó a la vista. Don Miguel retrocedió.

-No tema- le dijo la señora –Que está muerto-

La señora avanzó y sin hacer el menor movimien-


to, don Miguel vio cómo la cabeza de la estatua se
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Cuentos Colombianos

salía del cuello, se colocaba en la mano libre de la


mujer, dejando un hueco que daba la pesada sensa-
ción de un descabezado.

-Así murió Justino Vera, mi esposo-

-¿Descabezado?-

-Sí señor. Un solo machetazo: certero y cobarde.


Ahí están sus restos. ¿Quiere verlos?-

-No es necesario doña Matilde. Gracias.-

Entonces la señora preguntó. – ¿Donde está el


asesino de Ernesto Agudelo?-

Y don Miguel escuchó un ruido como si el mar


estuviera dentro de esa madera seca y tallada. Dice
que en Buenaventura.

Esa noche, después de despedirse de Tatiana, don


Miguel le dijo a Mercedes:

-¿Tienes mucho sueño? Es que te quiero contar


algo que me sucedió esta tarde.-

-Podemos hablar en el corredor.-

Él encendió su pipa, ocupó la silla de los cojines al


lado de su esposa, y le dijo:

-Hoy he tenido la entrevista más extraña del mun-


do. Hoy conocí personalmente a Matilde Vera, la bru-
ja.- dijo don Miguel.

-¿Hijo, Dios mío, qué has hecho? ¿Quién te llevó a


allá?- dijo Mercedes alarmada.

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Tatiana

-Un hombre a quien no conozco se me acercó y me


dijo que la señora necesitaba verme para hablarme
de Ernesto y Lucía. Yo estoy dispuesto a ir a los mis-
mos infiernos por saber quién y porqué mataron a
nuestros hijos, Mercedes.-

Lo dijo con tanta decisión e ira y tan lejos de su


carácter silencioso, siempre reservado, que Merce-
des comprendió que en ese tiempo –casi seis años
después- la imagen de sus hijos estaba viva en su
alma. Ante la realidad que observó la esposa no tuvo
más remedio que escucharlo.

-¿Fuiste allá y que te dijo?-

-Ella es un espíritu de otra parte, Mercedes. Sue-


ña, piensa, lee el presente y el futuro, viaja a donde
quiere sin salir de su casa que es un santuario para
su esposo.-

-¿Fue casada?-

-Sí-

-¿Con quién?-

-Un hombre de apellido Vera, que en latín es verdad.-

-¿Es italiana?-

-No sé. Es una mujer blanca, que parece que fue


hermosa.-

-¿Es de Colombia?-

-No lo creo. Es como de otros tiempos.-

25
Cuentos Colombianos

-Ja, ja. Te embaucó como a tantos.- exclamó Mer-


cedes. -Es una charlatana, mentirosa, que abusa de
los urgidos como tú, de los que pasan un dolor, para
engañarlos. Olvídate de esa “Verdad” y vuelve al mun-
do… Nuestros hijos se fueron, están en el cielo si
Dios quiere y se acabó.-

Doña Mercedes estaba realmente molesta. Disgus-


tada con la ingenuidad del juez. Mira estos campos –
le dijo- es de noche, hay luceros en el cielo y luna
menguante. Estamos solos en este corredor. La ver-
dad, la realidad, está a nuestra vista. Hasta aquí lle-
gamos los humanos. Pensamos en el futuro y nues-
tra verdadera verdad es la muerte que nos llega a
todos… intentó ponerse de pié.

Don Miguel, que era hombre tranquilo, impermea-


ble a las emociones pero tenaz en sus propósitos, la
tomó del brazo y le dijo: -Nunca habíamos hablado
seriamente de esto. Ambos hemos expresado nues-
tro dolor. Tu, más con lágrimas que yo. Pero en el
alma creo haber sufrido más. Todo lo que dices es
cierto, vivimos en un mundo bello pero sin sentido.
Los sentimientos los ponemos nosotros. Son, como
los pensamientos, obra humana. Pero yo no puedo
creer que queramos saber cuál es la verdad de todo
lo que el azar nos ofrece. Sin dolor, conscientemen-
te, podemos, debemos investigar qué nos ocurre. Mi
dolor no es superficial, no nace de un capricho, es
por el bien de la sociedad en que vivimos que los
crímenes debemos castigarlos para el bien de todos.
Esa es la conciencia que estamos obligados a impo-
ner. Perdóname esta aclaración. No te vayas, necesi-
to tu ayuda y comprensión ahora.

26
Tatiana

Mercedes lo miró. Estaba serio, pensativo, como


sumergido en un mundo que ella no conocía. Está
bien Miguel, cuéntame que te dijo la señora.

Voy a abreviarte los raros métodos que usó para


decirme que en Buenaventura, el puerto sobre el
Pacifico, está el criminal.

La señora aguzó sus entendederas y miró a su es-


poso con curiosidad. ¿Cómo que está en el puerto?
¿Quién es? ¿Qué hace allí? La señora se puso a tem-
blar y le dijo: ¡de cuán lejos nos llega la muerte! O
¿Andará con nosotros? El puerto está muy lejos de
San Juan del Puente, nos separan colinas y monta-
ñas. El cielo allá es gris y lluvioso, el viento parece
soplado por la boca del diablo. ¿Quién es el asesino?

-No sé quien es. Dijo que lo había conocido en uno


de sus viajes por el mar.-

-¿Ha viajado por el mar? ¿Cuándo? Si aquí vive


hace años fabricando “cocadas de coco” y vendién-
dolas por una ventana. Esa mujer está loca. A mi no
me saca nadie de la cabeza que esa mujer te alucinó,
se burló de tu ingenuidad. Bueno es creer Miguel,
pero no hay que abusar de la fe. Y tú que harás. ¿Irte
para el puerto? ¿Preguntar quién mató a nuestros
hijos?

Don Miguel guardó silencio.

Ese día era lunes. Tatiana se había levantado, ba-


ñado y estaba lista para ir al colegio. Cursaba el cuar-
to año de bachillerato. Alegre como el día luminoso.
El aire penetraba en sus pulmones aromado por los
pomales. Saludó a su padre con efusión, como si
27
Cuentos Colombianos

hubiera soñado con el cielo o con la vida. A los dieci-


siete años era la mas alta y bella de su grupo. “Tati”,
le decían sus compañeras y sentíanse todas orgullo-
sas de ella. La primera clase fue de geografía de Co-
lombia. Le encantaba porque no tenía que pensar
mucho, sino escuchar las explicaciones de su maes-
tra, imaginar ríos, mares y montañas. Ciudades le-
janas, escuchar cómo eran las ciudades de los dos
grandes litorales de su país. Cómo era el mar que las
bordeaba, los oficios de los pescadores, los muelles
de los puertos, las gentes que habitaban esos luga-
res, el carácter de todos. Una especie de denomina-
dor común que los caracterizaba: la franqueza, la
alegría, su música típica que invadía y alegraba a
sus gentes. Todo esto le encantaba. Le hablaron de
Buenaventura como el principal puerto del Pacífico
de Sur América. Habló de sus habitantes, negros de
ancestros africanos, y la maestra los describió como
altos, fornidos, trabajadores incansables y alegres
como sus fanfarrias.

Cuando al almuerzo ella se sentó a la mesa con


sus abuelos, le contó la abuela Mercedes que su abue-
lo iba a hacer un viaje urgente al puerto, que en el
lenguaje de la región era Buenaventura.

-¿A qué vas a Buenaventura, Abuelo?- preguntó


Tatiana.

El abuelo pensó por un momento y le respondió:

-Es una comisión de carácter público que me ha


encomendado el juez actual, relativa a un juicio que
dejó pendiente en el puerto. Tal vez no sepas que el
juez actual lo fue también en el puerto.-

28
Tatiana

-¿Es negro el juez actual de aquí?-

-Bueno, es algo moreno, pero una persona muy


amable. Además, pagan un poco por ese viaje.-

La muchacha quedó convencida por la explicación


de su abuelo.

- Hoy, precisamente, en la clase de geografía, la


maestra nos habló de las gentes del litoral pacífico –
dijo.

-¡Qué casualidad! y ¿qué dijo?-

-Bueno. Habló de su raza y de su gente. De la im-


portancia del puerto. Dijo que es el mayor puerto de
Sur América. También que esa costa se ha converti-
do en la mayor puerta de salida para los contraban-
distas de drogas alucinógenas del país.-

-Esa maestra parece que les enseña de todo me-


nos geografía.- comentó don Miguel.

-Bueno. Supone que todos hemos visto el mar, los


ríos y las montañas y que es más importante cono-
cer el carácter de los pueblos que los accidentes físi-
cos del país.-

-Muy bien hija. Tú comprendes el espíritu del cur-


so, sólo que es importante, especialmente para los
reinados, saber donde queda Tunja. ¿No te parece?-

Todos rieron.

La ansiedad por el viaje le vino al amanecer. Pen-


só en lo que averiguaría una vez que estuviese allí.

29
Cuentos Colombianos

Pensó que lo mejor sería contactar al juez, y hacerse


acompañar por dos agentes de policía para con ellos
buscar a quien no conocía sino por la lacónica des-
cripción que hizo el campesino que lo vio de cerca
poco después de cometer el crimen.

Salió de la oficina del juez acompañado por dos


negros fornidos. Viajaron despacio por el muelle. Mi-
raron aquí y allá. Por oficinas, por bodegas, miraron
detenidamente a los cargadores de los camiones que
transportaban las mercancías de las bodegas a la
ciudad. De repente, don Miguel vio a un cargador
blanco, alto aunque no fornido, que tomaba agua en
una fuente. Se le acercó y el hombre, al reconocerlo
intentó huir.

- ¡Ese es el hombre! Gritó. Inmediatamente los


agentes le intimaron rendición. No huyó. No opuso
resistencia. Solo dijo:

-Están equivocados. Señores. Yo no he hecho


nada.-

Don Miguel lo miró cuidadosamente. Era un hom-


bre alto. Delgado. De ojos negros y huidizos. Llevaba
una barba oscura de tres o más días. Inmediatamente
se le vino a la memoria los rasgos del señor Ramiréz,
el comerciante de San Juan del Puente. Era él. A
Don Miguel no le quedaban dudas.

-Llevémoslo al comando de la policía- les dijo a los


agentes.

Al entrar a San Juan del Puente, el preso, paradó-


jicamente, se sintió alegre. Se sorprendió. Venía es-
posado, pálido, con hambre, pero la vista de su pue-
30
Tatiana

blo, donde había nacido y crecido; donde tuvo amo-


res de toda clase, allí conoció a muchas mujeres.
Nunca recordó el nombre de Lucía. No sintió arre-
pentimiento, ni dolor, sino una inmensa alegría. Re-
cordó a su padre sin odio. Se acordó de cuánto mal
le habían hecho otros; pero a la señorita Lucía Aguilar
nunca la recordó. Al recordar su hogar, sus herma-
nos, ver el parque de la plaza con sus ceibas y
pomales. Flores azulinas sembradas en la eras de
los jardines del parque y ese aire limpio, claro, trans-
parente. Sintió la vida como renovada. Miró a la gen-
te con simpatía. Una tranquilidad infinita que sola-
mente el hogar la comunica. Sea lo que sea, pensó,
mi pueblo es mi pueblo y aquí el aire me consuela.

Empezaron el juicio. Negó todo. El señor Ramírez


dijo que era su hijo mayor, que había sido esto y
aquello, pero se extrañaba que hubiera también co-
metido el crimen que le imputaban. Ramiréz no ce-
dió. Negó todo. Nadie podía mostrar que él era el autor
del asesinato.

A Genaro Díaz, el hombre que afirmó que lo había


visto vestido de soldado o guerrillero, armado, el del
cuento del remiendo de su camisa en la espalda, hacía
casi un año lo había mordido una culebra coral y
yacía en el cementerio, de manera que a Ramiréz lo
dejaron en la cárcel, sindicado pero sin pruebas cier-
tas. Podía ser, podía no ser el culpable del crimen
que se había constituido en un asunto de millares
de inculpaciones, pero sin una prueba que lo conde-
nara.

El tiempo fue pasando. Ramírez se constituyó en


el preso más antiguo del penal. Don Miguel volvió

31
Cuentos Colombianos

una y otra vez a la casa de Matilde de Vera. La con-


sultaba siempre sobre lo mismo: cómo hacer que ese
hombre confiese. No existe método de intuición, ni
mentalista, ni brujería de ninguna clase que pueda
hacer que la razón supere a la decisión de un hom-
bre de mantener firme su palabra. -De modo don
Miguel, dijo que hasta aquí llegaba él en este paseo.-
dijo Matilde a don Miguel.

La señora Mercedes, al reconocer la impaciencia


de Miguel, se enojaba con el juez y hablaba del fra-
caso de la ciencia de la jurisprudencia. Un día re-
prendió a Miguel:

-Por creerle a esa charlatana. A esa embaucadora.


Bien inocente que será ese desmadrado preso. Él
estará feliz. Comiendo por cuenta del Estado. Dur-
miendo sin acoso, esperando el famoso, “por falta de
pruebas queda libre”. Y usted ha perdido la vida, se
ha atormentado, le ha traído esperanzas a Tatiana,
que no hace más que esperar la sentencia y saber
que por fin la justicia se impone.-

Cuando vio entrar otro año en esa espera, y que


todo se parecía al pasado, don Miguel pensó seria-
mente en devolver el tiempo, olvidarse de sus hijos
que cumplían siete años de enterrados y autorizar al
juzgado que diera por cumplida la pena.

Antes de tomar esta decisión visitó a Matilde y le


dijo:

-Usted Matilde ha cumplido su promesa de en-


contrar a este hombre (se refería a Ramírez). Fue
apresado donde usted anunció. Todos sabemos que
es él el culpable, pero las circunstancias nos han
32
Tatiana

jugado una mala jugada, y no hay aquí, quien afirme


con pruebas, que él es el responsable. Yo estoy viejo.
Las leyes no cambian y lo mejor que podemos hacer,
es retirar la demanda.-

-Pero usted ha visto, Miguel, lo que ha pasado con


el preso. Se ha rejuvenecido. Yo, como mujer, lo es-
toy viendo mas joven. Se ve más alto, ya no es el
esmirriado que trajimos. Levantó la cabeza. Motiló
su pelo. Hasta la piel de su cara y su cuerpo, han
mejorado. Ahora su mirada es franca, abierta, yo di-
ría que son bellos sus ojos negros y como escrutan-
do de todo lo que pasa. ¿Lo ha notado, don Miguel?-

-Algo he visto-

-Yo diría que ha hecho retroceder el tiempo. Es un


joven a quién nadie culparía.-

Don Miguel salió de la casa de Matilde un tanto


desorientado. ¿Se estaría enamorando doña Matilde
del preso? ¿Acaso ella no le estaría comunicando esa
fuerza que el preso muestra para negar? En ese caso
Matilde es culpable. ¡Que lío!- pensó.

Al domingo siguiente Tatiana, que sólo se había


animado una vez a visitar la pequeña finquita donde
sucedió la tragedia, y fue cuando sus abuelos viaja-
ron a la casa, a fin de efectuar un inventario de todo
lo que habían dejado sus padres, e instalar un nue-
vo administrador de la propiedad. En esa ocasión,
con la aprobación de sus abuelos, sacó un baúl de
Lucía, su madre, que contenía sus vestidos, inclu-
yendo el traje de novia, que permanecía doblado,
embalsamado con naftalina para evitar su deterioro.

33
Cuentos Colombianos

El baúl y otras pertenencias de Lucía las puso en


su cuarto. Pero hasta ese día permanecieron en el
mismo sitio.

Ya hacía varios años de la noche aciaga en que


Tatiana, de siete años, miró los cajones, de tablas
rusticas, enfilados en el corredor de la casa con los
cuerpos muertos de sus padres. El tiempo tiene mala
memoria. Ahora la única hija de los muertos era una
niña alta, hermosa, de cabellos negros y de un ros-
tro que solamente recordaba el de Lucía.

Un domingo, su abuelo, don Miguel, le pidió por


puro capricho de viejo, que se vistiera con el traje
rosado que Ernesto le había regalado a Lucía el día
que lo aceptó como novio.

A Tati le pareció a la par que algo miedoso, inopor-


tuno, irrespetuoso a la memoria de su madre, vestir
su traje de fecha tan memorable por un capricho del
abuelo. Pero el viejo insistió, como si tuviera una
segunda intención. Cuando la vio vestida así, por
poco lanza un grito de llanto. Tatiana era idéntica a
su madre: La misma estatura, sus formas de mujer
iguales, sus labios rosados y su sonrisa idéntica a la
de Lucía.

Largo rato demoró el abuelo para reponerse del


choque de recuerdos que lo invadieron aquel día. Le
dijo: - Hija, eres idéntica a tu madre; ella, desde el
cielo, debe estar celebrando tu semejanza con ella.

Cuando la abuela la vio salir de detrás de la corti-


na, estaban en la sala, la abuela tornó a mirarla. La
miró después con curiosidad. Luego se puso pálida,

34
Tatiana

se apoyó en una silla, y rodó por el cuelo desmaya-


da. No tuvo voz. Los ojos perdidos en la sala. Musitaba
algo. Don Miguel se inclinó asustado viendo el ver-
dadero desmayo de Mercedes. - Agua, agua, y alco-
hol, gritó el abuelo. Frotaron la frente de Mercedes
con alcohol, le dieron agua, su marido la apoyó en
sus brazos diciéndole: Es Tatiana mija. Es Tati que
se puso el vestido de Lucía, el día que nos presentó a
Ernesto. ¿Recuerdas?

- Sí. Sí. Pero, por Dios, eres el retrato de tu madre,


dijo, más recuperada.

La escena de Mercedes tuvo consecuencias. Mi-


guel, que era un viejo obsesionado con la muerte de
sus hijos, recordó que en la cárcel estaba el probable
culpable del crimen. Le propuso a la bruja una idea
siniestra: que pidieran la ayuda de Tatiana para que,
aprovechando su singular semejanza con la belleza
de su madre, hicieran en la cárcel una especie de
minitragedia ante los presos. Una tragedia en la que
un actor de nombre Ernesto fuera asesinado con su
esposa, por un guerrillero de barba que de repente
entraba a su casa.

Miguel pensó que aquella representación sería su-


ficiente para que Ramírez confesara su crimen. A
Matilde de Vera le pareció genial la idea. Había que
escribir el argumento de la tragedia y buscar los ac-
tores.

Don Miguel le refirió a Mercedes, su esposa el plan


que había pensado. Estaba seguro de que el asesino
caería si Tatiana hacía su papel de Lucía, tan bien,
como lo hizo en el pasaje de la cortina en la sala.

35
Cuentos Colombianos

Todo lo que se requería era recordar frente a Ramiréz


la muerte dramática de Lucía y su esposo.

Doña Mercedes entendía un poco de teatro. Le dijo


a Miguel que el drama estaba ya vivido. Recordó la
noche anterior al crimen. Casi no pudimos dormir
hablando mientras afuera llovía a cántaros. Esa no-
che, ese viento afuera, los toques de los viajeros en
la puerta. Nuestro miedo de abrir a esas horas. La
voz del viajero se escuchó clara, nítida, inolvidable:
“Malas noticias don Miguel”. Esa frase, Miguel, vive
en mi memoria, en mi alma, y será enterrada conmi-
go. Allí está el drama. La tragedia.

Ahora pienso que teatralmente será un acto y dos


escenas. En el tiempo, la primera escena será la vi-
sión del campo. Sus montañas, sus valles, los culti-
vos, y las casas separadas, aisladas, pequeñas, don-
de habitan los campesinos.

Escena primera

Son las dos de la tarde. Un sol ardiente ilumina


todo. Una salita pequeña. Los esposos jóvenes con-
versan en la sala. La puerta que da al exterior está
abierta. Un guerrillero, o paramilitar, en traje de fa-
tiga dispara desde la puerta, sin hablar y asesina de
una vez a los esposos. Silencio. Huída. Un hombre
escucha, mira hacia la casa y se esconde, etc.

Escena segunda

Una alcoba. Una cama. Están acostados dos vie-


jos. Hombre y mujer. Hablan. Este dialogo sí se es-
cucha. Es sobre los jóvenes de la escena anterior
que para ellos están vivos aún. La lluvia arrecia. De
36
Tatiana

pronto, se escucha claramente una voz invisible que


dice: “Aquí es la casa de don Miguel”. Entonces se ve
a un jinete en su caballo que en otro caballo trans-
porta los dos cajones con los muertos a lado y lado
de la enjalma. Etc.

Al final de esta escena se escucha una música triste.

Telón

El auditorio son los presos, los guardias, el públi-


co en el cual don Miguel y el juez actual, están sen-
tados a lado y lado de Ramírez, que se ve juvenil,
afeitado y sin ninguna muestra de que es otro preso.

Personajes: Tatiana y un Ernesto (Primera esce-


na) el traje de Tatiana es el mismo de su madre. Etc.

Segunda escena: Doña Mercedes y don Miguel en


la cama. Etc.

Tercera escena: El jinete, los trabajadores y don


Miguel.

Con mucho esfuerzo se hizo la representación. Don


Miguel y el juez observaron hasta las menores reac-
ciones de Ramírez. Cuando sonaron los disparos con-
tra la pareja, se estremeció, como todo el público y
exclamó:

-¡Qué hijueputa, matar a una hembra como esa!

Los jueces salieron del espectáculo seguros de va-


rias cosas: primero, que Ramírez no era el autor del
crimen. Segundo: que no conocía a Tatiana. Tercero:
que no todo el que niega un hecho en el que se supo-

37
Cuentos Colombianos

ne culpable, miente. Cuarto: que para condenar a


una persona se requieren pruebas irrefutables.

Después de la representación, en casa de don Mi-


guel, dialogaron don Miguel, Mercedes y el nuevo juez,
de apellido Ortiz, un joven graduado de la universi-
dad del Cauca.

-Este acto se representó con el propósito de verifi-


car la hipótesis de verificar la culpabilidad de Ramírez
en el crimen. - dijo el juez Miguel, con aire de pre-
ocupación-. A mí me parece, continuó, que no tuvo
el efecto esperado. Salvo mejor opinión de ustedes.
El doctor Ortiz y yo, estuvimos atentos a todos los
movimientos, reacciones, palabras o gestos que
Ramírez pronunciara o hiciera durante la represen-
tación. No observamos nada. Una exclamación vul-
gar en el momento del asesinato pero en sentido de
protesta. ¿Se puede deducir algo de esa actitud?-
preguntó.

-Nada- dijo Mercedes. Ni siquiera en la escena do-


lorosa de la llegada de los cadáveres, cuando mucha
gente que no conoció a Lucía sintió la punzada del
dolor. Es que yo creo que no conoció a Lucía. ¿Uste-
des creen que no la conoció?- preguntó a los otros.
No hubo respuesta.

-Leí en alguna parte,- dijo Ortiz –que hay una te-


rapia, consistente en recordar el momento del cri-
men tantas veces en el día y en la noche, hasta que
el dolor, o la rabia, o el pesar, se diluyan en el vivir
cotidiano, y que el crimen desaparece de la mente
hasta olvidarlo. Mediante esa terapia el acto se borra
de la memoria y todo lo que pasa, es nuevo o indife-

38
Tatiana

rente. ¿Ese señor Ramírez es graduado en algo?- Pre-


gunto el nuevo juez.

-Poco sabemos de él. Sé que sirvió como


contraguerrilla mientras estuvo en el ejército pres-
tando el servicio- respondió don Miguel. -¿Y quién
dice que ese método no lo usan los guerrilleros para
enseñarles que su causa es más justa que la del go-
bierno y hacer sus guerreros indiferentes al crimen,
terrorismo, sin sentimientos?-

-Mercedes se santiguó. ¿Hasta allí hemos llega-


do?- Preguntó.

-Y más lejos, señora. Respondió Ortiz- hoy se sa-


crifica un joven para dejarle a su madre o a su mujer
un puñado de dólares. Eso pasa a menudo con los
sicarios.-

-En síntesis no se logró nada con el experimento.


Estamos como al principio. Ahora tendrá que dar
doctor Ortiz curso a la liberación, con el agravante
de que el padre del muchacho, señor Ramírez ya ha
contratado a un abogado para que alegue el derecho
de libertad que obliga la ley.-

-¿Pero no dizque el padre está de acuerdo que se


castigue al criminal?- preguntó Mercedes.

-Al criminal sí, pero si su hijo es inocente por falta


de pruebas, ¿a quién van a castigar? Seguramente el
padre de Ramírez se alegrará y acogerá a su hijo.-

Todo sucedió como ellos lo pensaron. A los pocos


días Ramírez quedó en libertad y, como un hijo pró-
digo, su padre lo acogió. Empezó a vestirse bien.
39
Cuentos Colombianos

Caminaba con la frente en alto. Y como era un hom-


bre de apenas treinta años, las muchachas del pue-
blo lo empezaron a mirar como un hombre intere-
sante.

Pasaron ocho meses y un día Tatiana llegó tem-


prano a la casa. Estaba a dos meses de terminar su
bachillerato. Se encerró en su cuarto y se dejo caer
sobre la cama sin desvestirse, mirando al techo como
preocupada, pensando:

- “Que horror. Ese hombre en mi vida. Me mira en


silencio, parece que me esperara a las cinco de la
tarde. Yo miro hacia el horizonte. Veo el sol ocultán-
dose tras los cerros y siento sus ojos negros mirando
mi espalda. Me penetran, me asustan, temo esos ojos
que parecen atravesar mi vestido, complacerse de
mis formas. Es el hombre liberado, el hijo mayor del
señor Ramírez. El hombre que fue acusado de haber
matado a mis padres. ¿Qué busca? ¿Qué quiere? ¿Por
qué me perturba? Es como si me persiguiera un pe-
cado. Como si no pudiera escaparme de él. Todos los
días. Todas las tardes. Constante como la luz. ¿Qué
pensarían mis abuelos si llegaran a enterarse de que
pienso en él? Pero estoy pensando en él. Lo mismo
me pasa en el colegio. Mientras la profesora lee, para
ilustrarnos, el poema “Amo amor” de la Mistral:

“Anda libre en el surco, bate el ala en el


viento,
Late vivo en el sol y se prende al pinar.
No te vale olvidarlo como al mal pensamiento:
¡Le tendrás que escuchar!

40
Tatiana

Y si yo lo autorizara para que me hablara ¿Qué


pasaría? Me gusta. Es mayor que yo. Se ve que ha
vivido mucho. Dicen que es un aventurero. Que ha
estado en todas partes, trabajado aquí y allá. Que ha
tenido muchas mujeres. Pero está soltero. Es alto.
Buen mozo. Parece respetuoso. Pasó la prueba de
mis padres. Mi abuelo lo sigue odiando. El cree en el
fondo que es el culpable, sin embargo no pudieron
encontrar pruebas de su culpabilidad. No debo pen-
sar en él. Es como un mal pensamiento, como dice
Gabriela Mistral. ¿Qué haría ella? ¿Hasta donde se
puede perdonar? A mi me da pesar por mis padres, y
si no fue él, si todo es una confusión. Si el culpable
sigue vivo, o muerto, ¿Por qué yo debo cargar con
esa culpa? Su piel es tersa. Su mirada es franca. No
anda escondiéndose. Fue capturado mientras alza-
ba bultos en Buenaventura. Tal vez haya sido un
pobre hombre desorientado, y por no obedecer a su
padre, resolvió echarse a la aventura. Conocer otros
mundos: el mar, mujeres, otras montañas, dicen que
fue pescador, como algunos de los apóstoles, pero
sin fe, regresando a la sombra de su padre. ¿Le doy
una oportunidad? ¿Quién me impide conocerlo? Ha-
blarle, tal vez sea feliz y quizá yo llegue a serlo. ¿A
quién tengo? ¿Quién me ama fuera de un par de an-
cianos? Mi abuelo está más acabado, decaído, que
mi madre. ¿Qué será de mi futuro cuando ellos mue-
ran? La otra noche se enfermó mi abuelo. ¡Que con-
fusión! Cuánto temor. Dos mujeres solas en el mun-
do. Mejor no pensar en eso. Mi disyuntiva: “Le doy
oportunidad de que me hable, o no. A eso se reduce
todo.”

41
Cuentos Colombianos

Había oscurecido. La casa que era grande, se sen-


tía vacía; la mujer que ayudaba a Mercedes la vio
salir de su alcoba y se alarmó.

-No sabía que estaba aquí, señorita Tatiana.


¿Cuándo llegó?-

-Hace rato, Rosana. Estaba haciendo tareas en mi


cuarto- dijo -¿Dónde esta mi abuelo?-

-No lo sé señorita. Debe estar jugando billar, o aje-


drez, que es lo que hace por la tarde.-

El abuelo estaba haciéndole una larga visita a la


señora de Vera. Hablaron sobre la representación que
le hicieron a Ramírez, para ver si soltaba prenda. Se
le presentó Tatiana vestida con un traje de Lucía, no
se inmutó. Como si jamás la hubiera visto. Pero
Tatiana lo conoció. Estaba a mi lado y lo único que
exclamó fue su rabia por el asesinato. ¿Qué pode-
mos hacer?

-Ya le dije don Miguel, si un hombre insiste en


negar, no hay manera hacerle confesar. Ya se lo dije.

-¿Entonces?-

-Guardar silencio y morirse con la pena. ¡Cuántos


culpables hay en la calle porque no los venció la au-
toridad! ¡Y cuántos han pagado penas injustas! A ese
hombre deben dejarlo en libertad y no luchar más
en ese asunto. Son más de diez años y no se ha podi-
do hallar el culpable. Deje eso, don Miguel y viva su
vida. A mí también me engañó, aunque nunca lo he
visto.

42
Tatiana

-Si lo viera ¿Qué?-

-Si lo viera… mirándolo a los ojos por un segundo


yo sabría si es culpable.-

-¿Seguro?-

-Seguro. Los ojos del culpable llevan la mancha


del crimen.-

-Yo creo que puedo traérselo- dijo el juez.

Sucede que ya Tatiana había dicho una sola frase


que le ayudaría. Un día dijo, de pasada, que era muy
buen mozo. Esa sola declaración de Tatiana le iba a
ayudar.

Don Miguel no tuvo que mencionar su larga con-


versación con la señora de Vera. Durante el almuer-
zo en la casa, la niña contó a Mercedes y a don Mi-
guel que ese hombre la miraba con una insistencia,
con un cariño, con un interés, que solamente por la
triste historia de su vida, ella sentía un poco de lás-
tima por él. Es como un niño hermoso pidiendo li-
mosna. Así lo siento.

Mercedes en silencio, miró a su marido. Don Mi-


guel le preguntó a la niña - ¿Tú no lo saludas?-

- No padre. ¿Por qué?-

- Porque tú sabes que ha sido absuelto. Que su


padre lo perdonó también de sus errores de juven-
tud y hoy maneja su finca.-

- Sabía que estaba libre. Solamente eso.-

43
Cuentos Colombianos

- Salúdalo. Es un pesar ver a un hombre que tal


vez sea inocente, humillado.-

Pasaron varios días. Ella salía del colegio y no lo


veía. Parecía que había desaparecido del sitio donde
la esperaba. Un día lo vio de lejos como esperándola.
Disminuyó el paso, lo miró (ella nunca supo si con
más fuego), porque la mirada de Tatiana era profun-
da, que llegaba hasta el alma. El hombre se animó,
dio un paso adelante y le dijo.

- Hoy estás más hermosa que nunca, Tatiana.-

-¿Si? ¿Y por qué sabe mi nombre?-

-Lo aprendí la noche que representaron la muerte


de su madre. Me impresionó. Se fijó usted en mi
mente. Yo estaba sindicado del crimen. Pero le juró,
que no conocí a su madre. Aunque varios presos me
dijeron que fue como usted. Así de hermosa-

Tatiana escuchó esa declaración, dicha en un ins-


tante. Ella siguió adelante sin responderle nada. Pero
tuvo tiempo de mirarlo. Sus rasgos, la forma de su
rostro, los ojos, el cabello, la boca, la sonrisa, su es-
tatura y el tono de su voz. Todo le pareció hermoso.
Mientras caminaba despacio, escuchando su voz,
recordándolo como si siguiera su lado. Llegó a la con-
clusión de que le gustaba. Pensó entonces en su pro-
pio pasado. Nunca había tenido novio. Para ella el
amor no existía en ese momento. Era una palabra
que escuchaba a menudo, sin embargo, jamás pen-
só en ella. Era algo que seguramente sentían los de-
más, y, en el fondo, el único amor que sentía era el
de sus padres. Pero, ¿Cómo sería el amor que lleva-

44
Tatiana

ba a un hombre y una mujer a unir sus vidas hasta


la muerte? Había vivido, en cierta forma, el amor entre
sus abuelos. No recordaba pormenores del amor de
Ernesto y Lucía, sus padres. Era una niña querida
por ellos. Adorada por todos hasta hoy, a pesar de
las penas que le ocasionaron la muerte de sus pa-
dres. Lo imaginaba, lo pensaba como un gran cari-
ño. Sabía que por ese cariño, nacían los hijos. Sabía
en teoría, cómo sucede el acto del amor. Sentía de-
seos sexuales, que ella disipaba. Sabía que debía
respetar su cuerpo. Era virgen a su edad. Se alejaba
de las conversaciones sobre sexo. Las pocas leccio-
nes que sobre sexo debía recibir en el colegio las des-
echaba haciendo esfuerzo por olvidarlas… ¿Pero cómo
será el amor verdadero?

Se preguntó al llegar a su casa.

Su abuelo estaba fumando su pipa en la silla del


corredor. Pensaba precisamente en la posibilidad de
llevar a Ramírez a donde la bruja. Don Miguel leyó
en el rostro de su nieta un aire de alegría que lo llevó
a pensar que algo nuevo, distinto, le había sucedido.
Lo besó con efusión. Ella pasó con cariño su mano
delicada por el mentón del abuelo: - Algo aquí, nece-
sita una afeitada. Miguel sonrío.

-¿Qué nos cuenta la señorita que trae el rostro


tan alegre? –

-Algo raro me sucedió, abuelo.-

-A ver, cuéntame-

-Yo había notado, desde hace días, que ese señor


Ramírez, a quien acusan como el responsable de la
45
Cuentos Colombianos

muerte de mis padres, después de quedar libre de la


acusación, me mira con insistencia. Me mira como
extrañado de algo. Es una mirada de admiración y
extrañeza a la vez. ¿Por qué, abuelo? A veces siento
miedo. Pues hoy, al pasar junto a donde estaba, se
decidió por hablarme. Sabe mi nombre.-

-¿A ti, a ti te habló?- preguntó el abuelo.

-Si abuelo.-

-¿Qué te dijo?-

-En un instante me dijo que él no era responsable


de nada. Que mi imagen lo impresionó por lo bella y
la lleva consigo. Me dijo que no conoció a Lucía, mi
madre…

-¿Te lo dijo como algo aprendido y ensayado, ve-


lozmente?-

-No papá. Fue algo natural- respondió Tatiana.

Don Miguel quedó perplejo.

-¿Le respondiste algo?-

-No señor. Seguí derecho.-

-¿Y tú qué piensas?-

-Nada, abuelo. Que es muy buen mozo. Eso es lo


único que pienso.-

-¡Aja! Me parecen esas palabras como preparadas.


Como algo pensado y ensayado. No me gustan, sin
embargo, te voy a contar una cosa importante. Su-

46
Tatiana

cede que la vieja que llaman la bruja, que sigue ayu-


dándome en este asunto me dijo recientemente que si
ella hablaba con ese hombre por dos minutos, con
solo mirarlo a los ojos, ella sabía si era culpable o no.-

-¡Papá! ¿Le crees a esa vieja?-

-Tengo razones para creerle hija.-

-¿Cuáles razones?-

-Me reveló el sitio donde estaba. ¿Has pensado


cuanto lugares tiene un hombre para esconderse en
este país?-

-Muchos.- respondió Tatiana.

-Pues bien, la señora de Vera, me reveló el sitio


preciso donde estaba Ramírez. Yo lo traje de Buena-
ventura- afirmó Miguel, triunfante.

-Sí papá. Pero no se le pudo probar nada y tuvieron


que soltarlo. Los brujos son unos charlatanes. Estoy
segura que en la premonición de la bruja hubo una tram-
pa. Tal vez lo vio en el puerto en uno de sus viajes.-

-¿Sería así? Hay algo de posible en eso. De todos


modos, si pudiéramos llevarlo hasta esa señora, sal-
dríamos de las dudas.-

-Creo que es posible, papá. Yo lo puedo invitar a


que la señora nos lea “la buena suerte”. Varias ami-
gas mías han ido a eso.-

-Pídeselo. Como cosa tuya, sin que malicie nada.


Le puedes decir a la señora de Vera que eres mi nie-
ta. Ella me conoce bien.-

47
Cuentos Colombianos

-Así quedamos, papá- dijo Tatiana.

Don Miguel quedó muy agradecido con su nieta.


Pensó que sería el último esfuerzo que haría en ese
penoso asunto. Se sentía cansado. Estaba ya muy
viejo para “perseguir bandidos”, como él decía. Que-
ría descansar de tanta lucha.

Pocos días después, Tatiana volvió del colegio con


el rostro sonriente. Le dijo a su abuelo que había
hablado con el señor Jairo Ramírez. Qué señor tan
simpático. -¡Y que palo de hombre!- exclamó.

-¿Cuándo?-

-Ahora. Me estaba esperando en la misma esqui-


na del almacén. Me saludó por mi nombre otra vez.
Estuvimos charlando y yo le dije: “que suerte Jairo.
Venia pensando en usted” “¿Por qué?” me preguntó.
“porque siempre nos encontramos en la misma es-
quina. Deberíamos hacernos adivinar la suerte. “Algo
debe suceder”, él se rió y dijo “¡Si quieres ya!”. “Des-
pacio”, le dije. “Pero sí mañana”. “¿A que horas?” me
preguntó. “Mañana es viernes, ¿A esta hora, le pare-
ce?”- ¿Pero tú crees en eso?- me preguntó. -Bueno.
En Colombia hasta el Fiscal Nacional lo cree.- Jairo
soltó la carcajada.

Al otro día se encontraron en el mismo punto. Se


saludaron y Jairo dijo:

-Vamos pues, a donde la bruja-

No tuvieron que esperar turno, pues la vieja que


la ayudaba a Matilde les abrió la puerta inmediata-
mente. Encontraron a la señora de Vera meditando
48
Tatiana

en la sala. Los miró sin pestañear, y cuando Tatiana


le recordó que ella era la nieta de don Miguel, la se-
ñora respondió:

-Los estaba esperando. Los vi en el parque con-


versando juntos, hacen muy bella pareja.-

-Usted- le dijo a Jairo –está mas alto de cuando lo


vi paseando cerca de Guapi, ¿Recuerda?-

Ramírez miró a Tatiana desconcertado y le dijo.

-Sabe donde he estado-

-Adelante- nadie supo si lo decía a la muchacha o


a si misma.

Lo cierto fue que la bruja les pidió que se sentaran.

-Mi arte es eterno. Los adivinadores, pasamos.


Como nosotros, la verdad hay que buscarla y noso-
tros somos apenas los agentes de ella. Ustedes están
vivos. Todos los vivos quieren saber la verdad. Si es
verdad la existencia o si somos apenas fantasmas de
la verdad. Tenemos un alma. Nos cuesta trabajo lle-
varla. Muchas veces la perdemos, volvemos a encon-
trarla en la existencia de las cosas- guardó silencio y
luego preguntó. -¿Quieren saber la suerte de uno o
de ambos?-

-De cada uno y también de ambos- respondió


Tatiana.

Miró a Jairo primero y le dijo:

-Has encontrado la verdad de tu vida, joven. Has


vacilado. Te has hundido. Has flotado y el sabio azar

49
Cuentos Colombianos

te ha rescatado para la felicidad. Tu vida será de hoy


en adelante, una vida normal y feliz. Esa es tu suer-
te. Cree en el futuro.-

Respiró profundo. Arqueó las cejas.

-Tatiana, tienes mucha suerte. Leo en tus ojos la


felicidad. La felicidad tiene muchos momentos no tan
felices, pero en conjunto, nunca, de hoy en adelante,
volverán esas horas angustiosas y oscuras que ya has
vivido. La muerte de tus padres fue inaudita. Aún re-
cuerdo esas horas, pero no volverán. La vida para ti,
apenas empieza. Tienes 18 años. Dentro de dos me-
ses terminas tus estudios. Entonces empezarás a go-
zar de la felicidad. Un hombre que te ama. Un hom-
bre valiente que ya conoce la vida puede comparar la
aventura con la estabilidad. El hogar que quiso tanto
Lucía lo tendrás y ya pasaron los peligros. Estarán en
paz los hijos de los que ayer sufrieron dolores y mise-
rias. Hay que tener fe en el futuro. No nos engañe-
mos. Ustedes dos serán felices. Esto lo digo hoy vier-
nes cuando, el sol empieza a ocultarse.-

Luego los llevó al cuarto donde tenía la estatua de


madera oscura. Avanzó hasta el rincón donde ar-
dían dos velones blancos y, como olvidándose de la
pareja le dijo:

-De acuerdo, Vera, ¿o no?- Vera, o lo que fuera


aquella figura, inclinó la cabeza con esfuerzo en se-
ñal de aprobación.

Volvieron a la sala. Entonces la adivina los miró,


alternativamente, a los ojos, como comparándolos.
Le dijo:

50
Tatiana

-Tal para cual. Ah, y dile a Miguel, “que la claridad


es cierta”. Él me entiende.-

Pero Tatiana también entendió.

Salieron felices. Sobre todo Tatiana. El corazón le


daba saltos. No se cansaba de sonreír mientras mi-
raba a los ojos a Jairo, alegre, satisfecho. Nadie diría
que la noticia que llevaba adentro era el principio de
una esperanza varias veces soñada. Al llegar sola a
su casa, don Miguel le preguntó con ansiedad:

-¿Y? ¿Qué noticias?-

Tatiana le sonrió, lo miró al rostro como para com-


probar su felicidad y le dijo:

-La claridad es cierta.- y se lanzó a sus brazos con


lágrimas en los ojos.

-En esa prueba de los ojos, la señora de Vera es


infalible, dijo, estrechando a su nieta que no era una
niña, sino una muchacha de su misma estatura, un
metro con ochenta centímetros, en la flor de la edad.-

Por mera curiosidad le preguntó si él había cono-


cido al señor Vera.

-Claro que sí-

Con voz apagada le dijo:

-Dicen que ese sí conoció al diablo.- Al menos eso


se decía.

-¿Cómo era?-

51
Cuentos Colombianos

-Enanito, flaquito, un fenómeno, que dicen que lo


puso el mismo diablo en un bote en medio del mar.-

-¡Que bestialidad!, papá-

-¿Y ella dónde lo conoció?-

-Ella venía en el mismo bote, y le tocó acabarlo de


criar. Dicen que ese muñeco negro que ella conserva
en el cuarto, es su estatua.-

-¡Santo Dios bendito!-

-¿Y nosotros tan cristianos nos metimos en esto?-

-¡Lo que tiene uno que hacer por los hijos, hija!-
respondió.

En pocos días el pueblo de San Juan del Puente,


se acostumbró a ver por sus calles y en el parque, la
agradable figura de los novios, paseando, recibiendo
juntos ese aire tibio, o comprando flores o frutas en
los mercados dominicales. Don Miguel y su esposa
estaban verdaderamente entusiasmados. Habíanse
hecho al propósito de no mencionar delante de
Tatiana, a ninguna hora, los nombres de sus padres.
Si por alguna razón los mencionaban, lo hacían como
si sus nombres pertenecieran a un pasado lejano.
Don Miguel abandonó, por voluntad y propósito, el
nombre de su hijo y el nombre de Lucía no se escu-
chaba. Hacía más de tres años habían suspendido
las visitas dominicales a sus tumbas. Solamente don
Miguel, el día de los difuntos, se escapaba de la casa
y se iba solo, a llorar por media hora sobre las tum-
bas de sus hijos. Todo esto lo hizo para no atormen-
tar a Tatiana. Quería que ella recuperara su vida, la
52
Tatiana

cual había sido opaca, sin alegrías ni fiestas, sola-


mente recuerdos tristes.

La amistad con Jairo la estaba transformando.


Reía, hablaba de él como el hermano que nunca tuvo.
Él se comportaba con delicadeza, con afecto y ese
aire de consideración y cariño que sus abuelos no
podían darle. Un día, mientras conversaban, él, cons-
cientemente, la acercó a su cuerpo y la besó en la
frente. Tatiana guardó silencio. Pero, de ahí en ade-
lante, siempre la saludó de beso, en la frente prime-
ro, hasta el día en que se acercó a los labios. Se que-
dó quieta, como un pajarito que espera su alimento.
El amor desde ese día, empezó a cambiarla. Ahora
era más espontánea, más amistosa, sus sentimien-
tos cambiaron. Se sintió más completa, más mujer,
sintió deseos de abrazarlo y, definitivamente, creyó
que amaba a ese hombre. Fue una transformación
rápida, como esperada. Su cuerpo, sus senos, sus
brazos largos y su cabello oscuro adquirieron para
ella otro significado.

Un día, paradójicamente, volvió a su mente la fi-


gura que apenas recordaba de su madre, de Lucía,
que parecía yacer en el fondo de su alma. Recordó
nítida su belleza, su estructura, su aire, y quiso re-
cordar con su abuela todo lo que recordara de Lucía.
Era –Le dijo su abuela Mercedes- tan bella como tú.
Lo que más recuerdo de Lucía, era su sonrisa. Era
como una combinación de sus dientes blancos y pa-
rejos con sus ojos. Reía, sonría, expresaba todo con
su rostro. Pero mantente tranquila, así eres tú.

Era viernes. Tatiana sabía que el sábado, a las dos


o tres de la tarde, llegaba Jairo de la finca. Ese día lo

53
Cuentos Colombianos

había pensado, lo había llevado consigo a todas par-


tes. Al colegio. A la iglesia donde había pedido por su
suerte, por su vida y la de él. No sabía porque, de
pronto, resultaba pensando en él… como sí lo tuvie-
ra al frente. Escuchaba su voz, lo veía avanzar hacia
ella: blanco, alto, con sus dientes un poco mancha-
dos de cigarrillo. A ella no la molestaban esas cosas.
Pero pensaba a cada momento en él. Sí, -se dijo-
estoy enamorada. Fieramente enamorada de Jairo
Ramírez, el sindicado por varios años de la muerte
de mis padres. Ahora lo quieren mis abuelos, lo quiero
yo. Lo admiran mis amigas. Nadie le comprobó nada.
¿Fue un error, una confusión? ¿O estoy enamorada
de un asesino? ¿Por qué pienso esto? Yo tengo dieci-
nueve años. A mis siete años, él estaba en el ejército.
¿Como era? Que era un muchacho travieso. Le gus-
taba el trago y las drogas, pero cumplió en el ejérci-
to. ¿Qué drogas? Sería bueno que él me contara,
ahora que no se toma un trago. Ahora que vive sola-
mente para los trabajos de la hacienda. Ahora que
mira los amaneceres pensando en mí y en la lluvia.
Lo amo como nunca amé a nadie, a ningún hombre.
Solamente a mis padres, al hogar y a los pomales.
¿Hasta cuándo lo amaré?

El sábado llegó a las tres de la tarde bajo un sol de


fuego. Tomó mi mano. Apretó mis labios contra los
suyos y sin decir palabra se sentó en una silla.

-Estoy cansado, Tatiana- me dijo.

-¿Trabajaste mucho?-

-No. Pienso mucho.-

-¿En qué piensas?-


54
Tatiana

-En ti. En mi vida. En mi pasado, tengo treinta y


dos años y tengo una historia muy larga.-

-Cuéntame tu vida en el ejército-

La miró como extrañado. Palideció. Se puso de pie.

-No vale la pena. Es como haber estado alguna vez


en un desierto solo y rodeado de peligros. Es inolvi-
dable. Marca tu vida en todas las formas. ¿Para que
hablar de eso?-

-Tengo curiosidad.-

-La curiosidad mató… ¿a quien?-

-Yo no sé- respondió Tatiana.

-Yo recuerdo ese tiempo casi con terror-

-¿Por qué?-

-Yo tenía dieciocho años. Apenas había hecho has-


ta quinto año de primaria. Había aprendido en la
finca con la práctica todos los oficios y artes del cam-
po. Sabía de ganado, de caballerías, de terreno, de
sembrados, de todo. Era feliz en esa vida del campo.
Mi padre me pagaba como a los otros trabajadores,
pero me quería todos los días más. Quería que pron-
to estuviera al frente de la hacienda, que me sintiera
un propietario de sus haberes y su fortuna. Pero un
día llegaron dos militares a la casa. Hablaron con el
administrador. Yo estuve presente. Hablaron del ser-
vicio militar obligatorio, pero no como deber, una
obligación, sino como la mejor escuela de formación,
de conocimientos, de fortaleza. Me animé. Mi padre

55
Cuentos Colombianos

dio su aprobación y entré al ejército casi por mi pro-


pia voluntad. Recibí con atención las primeras lec-
ciones. Las primeras instrucciones de armas. La dis-
ciplina, el orden, la responsabilidad, la obediencia.
Todo lo aprendí. Sabía que mucho me servirían esos
conocimientos para mi formación. Llevaba cinco
meses en ejercicios, cuando vino la orden de que
debíamos alistarnos para servir a la patria como sol-
dados contra la guerrilla y contra los paramilitares.
Pensé en la emoción de la guerra. Esa sensación de
peligro permanente. Ese miedo ansioso de enfrentar
a un enemigo que, pensaba, tenía igual preparación
a la mía.

Fui asignado a un batallón de cincuenta hombres


que debíamos encargarnos de cuidar una región de
más de sesenta kilómetros cuadrados: dos pueblos,
quince veredas, dieciocho casas de fincas, y no se
cuantos caminos. Por supuesto, nos dividimos en
cinco piquetes de diez hombres bajo la dirección de
un cabo cada uno, y toda la tropa bajo la dirección
de un subteniente. Con un mapa de la región en la
mano el subteniente nos distribuyó en tal forma que
por lo menos dos de los piquetes estuvieran a un
cuarto de hora de cada pueblo, el “piquete viajero”
como lo llamamos, estaría recorriendo la región es-
perando al enemigo.

Llevábamos como dos meses en el monte. No te-


níamos noticias de por donde estaba el piquete via-
jero, que, por lo sabido había recorrido mas del ochen-
ta por ciento de los terrenos de esos campos sin dar
noticias de los enemigos. Cuando un miércoles, a
las cinco de la mañana, se dio la noticia de que un
grupo de más de ciento cincuenta guerrilleros se diri-
56
Tatiana

gía al pueblo, “La Cascada”, uno de los dos pueblos


de la región.

En menos de dos horas estuvieron en el pueblo


veinte soldados, que con los quince policías, enfren-
tarían a los guerrilleros. Señales de radio. Mensajes
en clave. Vuelos de dos aviones se escucharon por el
aire. Yo estaba en el pueblo, tras barricadas, mien-
tras ocho de mis compañeros esperaban que los gue-
rrilleros avanzaran por un paso obligado del camino.
Hubo a las cinco de la tarde no menos de dieciocho
guerrilleros muertos y veintiséis presos. La toma del
pueblo se evitó en menos de ocho horas. Los guerri-
lleros huyeron a las montañas perseguidos por diez
soldados. Tuvimos seis bajas y once heridos.

Yo miraba los rostros de los sobrevivientes. Cora-


je. Decisión. Rabia. Dolor sincero por las bajas, pero
espíritu de lucha y bravura que por primera vez leí
en sus rostros. Por ocho días permanecimos en La
Cascada. Descansamos. Hicimos ejercicios, intima-
mos con varia familias pero, una noche empecé, por
primera vez en mi vida a fumar bazuco.-

-¿Tú?-

-Yo.

- ¿Cómo conseguiste eso?- preguntó Tatiana alar-


mada.

-Un negro de apellido Yepes parecía usar peque-


ños cigarrillos de eso. Los fumaba en el monte. De-
cía que le daba valor. Que lo llevaba a otro mundo. A
veces uno lo veía ido del mundo. Idiotizado: audaz.
Valiente. Incapaz de retroceder, pero trabado. Al día
57
Cuentos Colombianos

siguiente, terminado el efecto se ponía triste, solita-


rio, inquieto, de forma que los compañeros decían
que “iba pero no venía”. El cabo del grupo sabía que
el era el único que actuaba así. Pero debía llevar en
su morral una provisión grande de esa mezcla por-
que durante el tiempo que estuve a su lado siempre
se animaba con eso.

-¿Y los superiores lo permitían?-

-A los cabos les importaba sólo la disciplina y si


veían voluntad y animo en el soldado, lo demás, su
vida, sus costumbres, su soledad, y sus ausencias
no les importaba nada.-

-Cuéntame Jairo, ¿Cómo pudiste salir de ese tran-


ce? ¿Es posible entrar a ese mundo de la droga y
salir después sin que nos quede alguna cicatriz im-
borrable?-

Jairo, que venía refiriendo su aventura del ejérci-


to, guardó silencio instantáneamente. Tatiana vio en
su rostro un gesto, una variación en sus rasgos, ins-
tantáneo pero, en pocos instantes, sin hacer ni un
cambio mínimo voluntario a su aspecto normal y,
por primera vez, colocó su mano sobre el hombro
derecho de la muchacha y con aire de amistad le
dijo:

-Te entiendo. Mi caso, Tatiana, no fue de salva-


ción. Quiero decir, que por una o dos veces que uno
se sumerja en ese pozo, no queda condenado al “fue-
go eterno”. Existe la voluntad, el carácter, los propó-
sitos, y un poco de todo eso es suficiente para sal-
varse.-

58
Tatiana

Luego, como queriendo demostrar cuanto se ha-


bía curado, le explicó cómo es ese infierno y cuántas
estancias tiene. Tatiana se interesó del rumbo de la
conversación y le pidió que le refiriera esas etapas
por las que pasan los que se inician en el vicio.

-Uno cree al principio que ha alcanzado la felici-


dad. Lleva ese aire tóxico a la sangre y por primera
vez se siente el más fuerte. El más alegre. El que lo
sabe todo y fuera de él no hay ningún grado de felici-
dad. Sexualmente es el más poderoso. Físicamente,
no existe enemigo. La alegría, la dicha, la satisfac-
ción, van poco a poco, apoderándose de él. Todo cre-
ce en él hasta que, de pronto, todo empieza a
nublarse. Se va alcanzando un grado de irracionali-
dad que los lleva a la agresión, al desprecio por la
vida humana, por el respeto, desaparece la amistad,
la memoria recuerda desprecios, ofensas, siente de-
seos de venganza y si la victima esta cerca, viene la
agresión. Se hace uso de las armas como sí fueran
juguetes y saltan por sobre la tragedia como si fuera
un juego.

Después viene el olvido. Se pierde la memoria, se


olvida donde estuvo y si el asunto es de responsabi-
lidad, viene como sola defensa la negación absoluta.
Son hechos irrecuperables.-

- Pero si pasada esa crisis, ya dentro de la norma-


lidad, alguien, que fue testigo de esos hechos, recla-
ma algo: una herida, una muerte u otra atrocidad.
¿Qué responde la memoria?-

-Dice que no recuerda nada. Si no hay pruebas, el


sujeto es inocente.-

59
Cuentos Colombianos

-¿Inocente? ¿Siendo culpable?-

-Es asunto de pruebas. La voz del juez, sus prue-


bas, contra la voz del supuesto criminal.-

-Se requiere la confesión o una prueba irrefutable.-

-¿Cómo cual?-

-La declaración del moribundo.-

-Entiendo- Dijo Tatiana y guardó silencio.

Pero ya el signo de la duda había nacido en su


mente. Recordó al abuelo. Tuvo presente la imagen
de su abuela. Miró de frente el rostro de Jairo. Lo vio
en la plenitud de su vida: Joven, buen mozo, rico,
elegante, mayor que ella en doce años, pero en la flor
de su vida. Ella había empezado a sentir por él un
amor sereno, a pesar de ser su primer pretendiente.
Sin embargo recordó la imagen de sus padres. Entre
el nacimiento y los siete años, se alcanza a formar el
amor más puro entre los hijos y los padres. Es la
edad en que difícilmente se olvidan las caricias, mi-
mos y contemplaciones entre padres e hijos. Guardó
silencio.

Habían llegado a un punto crítico en su conversa-


ción. Así lo entendieron ambos. Él comprendió que
no resistiría otro relato como el que le había referido.
Le dijo que quería volver a su casa. A veces, cuando
me siento fatigado, recuerdo mi casa con cariño. Tú
nunca has ido allá. Está rodeada de árboles. Todo el
día se escuchan pájaros cantando. Varios están en-
jaulados, otros libres, saltan, se persiguen, vuelan
hacia los árboles y vuelven a merodear las vasijas
60
Tatiana

con granos y plátanos maduros que mi madre les


coloca en platones altos de madera para que no la
abandonen. Hasta en eso es sentimental. Mis her-
manos viven lejos, en sus casas, con sus familias,
ocupados en sus negocios. Mi padre vuelve por la
tarde del almacén y la contempla un poco. Pero vi-
ven felices. Cuando les dije que tú me encantabas,
se miraron y guardaron silencio. Después de que fui
puesto en libertad, ellos se alegraron, pero pensaron
que era otra locura mía. Sin embargo, al compren-
der la seriedad y constancia de mi trabajo en la ha-
cienda, moderaron sus ánimos y esperaron
prudencialmente los resultados. Ahora están felices
y un día, mi madre me pidió que te llevara a la casa,
pues quiere conocerte. ¿Qué opinas?

-Un día de estos voy a conocerla, Jairo.-

-Es muy amable la vieja. Sufrió mucho por mis


enredos y trastadas, pero hoy no solamente está se-
gura de mi inocencia sino que quiere que yo me asien-
te y forme mi hogar. ¿No crees que ya es tiempo de
hablar de esas cosas?-

Tatiana sonrió.

El hogar de los Ramírez era clásico en el pueblo de


San Juan del Puente. El abuelo, don Eulalio fue fun-
dador y le tocó abatir monte e iniciar el poblado. Él y
seis compañeros, con sus esposas, levantaron el ca-
serío, elevaron la iglesia y empedraron la calle prin-
cipal con piedras redondas traídas en morrales de
cuero desde la orilla del río. Ellos hicieron el primer
puente sobre el río Cauca y le dieron al pueblo el
nombre de San Juan del Puente. Cuando el biznieto

61
Cuentos Colombianos

nació los bisabuelos descansaban en el cementerio


que parcialmente se inundaba al pie del Cauca.

El biznieto heredó ese carácter aventurero, un poco


desalmado de los antepasados y desde niño se mos-
tró altivo y suficiente. Fue el primero de los hijos de
don Manuel Ramírez y Carmelina Castellano, un poco
ricos, herederos de tierras y Jairo mostró desde niño
mala ley e independencia. Mientras pasaba lo que
pasó, sus hermanos, casados, hombres de trabajo y
de hogar, lo vieron flotar, solo, llevado de su parecer
hasta ser sindicado de uno de los mayores crímenes
de que hubo en la historia del pueblo. Él se metió y
él salió de algún modo.

Ahora cuando paradójicamente parecía enamora-


do de nadie menos que de la hija de los muertos por
los que lo sindicaban, había apelado a su padre, no
por amor, que todos sabían que no lo conocía, sino
como el último escampadero que le ofreció el amor
paterno, a un muchacho que nadaba sobre aguas
borrascosas. Sin embargo, la hacienda Los Tulipa-
nes, última riqueza tangible de su padre y herencia
de todos, estaba bien. Las caballerizas progresaban.
Los potreros estaban limpios, la casa ordenada, y
Jairo hacía largos recorridos por sus caminos, cada
día en un caballo distinto, aunque los fines de sema-
na siempre prefería un caballo negro domado por él;
un potro brioso, ágil, de fácil desboque, y mas bien
peligroso. Jairo lo montaba con confianza. Azabache
le decían.

Varios hechos sucedieron en la casa de don Mi-


guel y Mercedes después de la larga y amable con-
versación de los novios en la casa de los abuelos de

62
Tatiana

Tatiana. Quizá por causa de tales hechos, Tatiana


no recordó todo lo que hablaron esa noche, ni puso
al corriente a sus abuelos de cuanto le contó Jairo
de su vida en el ejército. En primer lugar sucedió el
grado de bachillerato de Tatiana, y las reuniones,
felicitaciones y regalos de los abuelos. Especialmen-
te el anillo de esmeralda con que se apareció Jairo
que deslumbró a Tatiana. Ella se puso feliz. Lo ob-
servaba, lo miraba a la luz, se los mostraba a sus
abuelos a cada momento, pues verdaderamente nun-
ca esperó un regalo de esa belleza y laboriosidad.
Dos noches después, el abuelo le dijo que un regalo
así, era casi un pedido de matrimonio. Tatiana, que
estaba ya enamorada de Jairo le dijo que si era su
suerte, ella lo aceptaba cuando él la solicitara.

- El matrimonio. El matrimonio, dijo ceremonio-


samente el abuelo.

-¿Has hablado alguna cosa con él? ¿Sabes lo que


eso significa? Toda la vida, hija. Toda la vida. ¿Cuánto
hace que lo conoces? ¿Te ha hablado de matrimo-
nio?-

-No, papá-

-¿De qué hablan?-

-Él me cuenta cosas de su vida.-

-¿Nada más?-

-Nada más, padre.-

-No es suficiente. ¿Qué hizo en el ejercito?-

63
Cuentos Colombianos

-Defendió con un piquete de Policía del pueblo, un


ataque de la guerrilla a La Cascada. -

-¿La Cascada? Eso queda cerca de aquí. Es un


caserío rico y ganadero. ¿Qué pasó? Lo defendieron.
¿Hubo muertos?

- Sí. Seis soldados.

- ¿Compañeros de él? Pero impidieron el ataque.


Buena acción. Meritoria. Pero el ejército es siempre
el que pierde. O los guerrilleros se llevan siempre
sus heridos y muertos.

- Yo creo que sí.

- ¿Y no hablan de amor?-

- Él me dice a cada momento que me quiere.-

-Y ¿Usted qué opina?-

-A mí me gusta. ¿Nada más? Le voy a ser sincera,


abuelo. Durante la conversación me contó una cosa
que me puso a pensar.-

-¿Qué cosa?-

-Que una noche se fumó un cigarro de bazuco, y


me refirió lo que sucedió.-

-¿Qué le pasó?- preguntó el abuelo con interés.

-Que en un principio se sintió valiente, fuerte, ca-


paz de enfrentar a todo el piquete. Que después em-
pezó un viaje por entre nubes negras, flotaba, vola-
ba, perdió la vista y la percepción. Fue agresivo por

64
Tatiana

un tiempo. Luego se amilanó y se dejó caer desma-


dejado. Lo encontraron en un rincón donde pasó la
noche, sin fuerzas, sin fusil, y como en otro mundo.
Lo más extraño fue que al día siguiente no recordó
nada de lo que había hecho esa noche. ¿Cree posible
ese comportamiento, papá?-

-¿Pero después recordó todo?-

-Hasta hoy, dice que no sabe lo que hizo esa no-


che. Yo me quedé abismada. No pude creerlo. Yo creo
que nadie pierde la memoria así. Yo sé que existen los
derrames cerebrales que afectan el cerebro de mu-
chas maneras. Sé que un golpe puede llevar a la
amnesia. Pero que una sustancia lo lleve al olvido de
todo, me pareció muy raro. Por eso, papá, yo lo escu-
cho hablar de amor, y algo se resiste en mí a creerle.-

-¿A qué horas dijo que se fumó esa cosa?-

-Una noche- me dijo.-

-¿Y se habrá enviciado a esa porquería?-

-No lo sé abuelo-

-¿Usted le ha notado algo raro?-

-No papá. Es normal todo lo que dice-

-¿Dónde estaba cuando fumó bazuco?-

-No sé. Pero debió ser cerca de La Cascada.-

-Quién sería el cabo o el subteniente de ese pique-


te- se preguntó el abuelo.

65
Cuentos Colombianos

-Eso sucedió hace diez años, papá- contestó


Tatiana.

-Ya lo sé hija. ¿Viene hoy a verla?-

-No papá, está en Los Tulipanes. Hoy es miércoles.-

El sábado de esa semana, Tatiana estaba bajando


pomas de los pomales acomodándolas en un cesto,
embelezada con el aroma y color de la frutas. Agita-
ba un árbol y caían aquí y allá las pomas, algunas se
reventaban al caer y Tatiana las comía inmediata-
mente, devorándolas con sus dientes, sintiendo su
aroma y sabor en su boca. De repente, vino corrien-
do de la casa Eloisa, la única sirvienta que le ayuda-
ba a Mercedes en los quehaceres.

-Llegó don Jairo, señorita, le dijo, y trae una bra-


zada de tulipanes rojos.-

-Dígale que estoy ocupada, Eloisa- dijo seria,


Tatiana.

-¿Verdad señorita?-

-Mentiras Eloisa. Dígale que ya voy.- Eloisa des-


cansó.

-Hay señorita. ¡Como es usted!- exclamó.

Mientras tanto, doña Mercedes le había recibido


el manojo de tulipanes y estaba preparando un flo-
rero de vidrio de boca ancha para depositarlo.

Cuando Tatiana llegó lo encontró todavía de pie,


afeitado, peinado, de pantalón gris y camisa azul cla-

66
Tatiana

ro. Al darse el beso, ella sintió el aroma de la loción


que usaba. Se sentaron uno al lado del otro. Lo pri-
mero que le ofreció fue pomas, de su canasto reple-
to. Jairo sonrío.

- Estamos intercambiando pomas por tulipanes.


Me parece maravilloso- dijo, besándole la mano.

Jairo, que casi siempre dejaba que Tatiana inicia-


ra la conversación, se adelantó ese día y le dijo.

-¿Por qué nunca hablamos de nuestro amor?-

Tatiana lo miró sonriente y comprendió que algo


muy serio iba a proponerle.

-Está bien Jairo, hablemos de nosotros.- respon-


dió ella. –Pero lo hacemos con franqueza y sinceri-
dad.- dijo.

-¿Te sientes engañada, Tati?- le dijo así, por pri-


mera vez.

-Engañada no. Pero tú eres un hombre con histo-


ria. Quiero decir, con un pasado muy rico en expe-
riencias. Eres como una enciclopedia, todo lo sabes,
todo lo has vivido y tienes apenas treinta y un años.-

Guardaron silencio ambos. Jairo no alcanzaba a


penetrar en el sentido de las palabras de Tatiana.
¿Lo pensaba muy viejo para ella? Tenía miedo, ¿de
qué? Él era fuerte, se consideraba joven, con sufi-
cientes fuerzas para luchar por ella. Le preguntó:

-Todo cuanto dices me pone a pensar. Soy mayor


que tú en doce años; pero he vivido una vida marca-

67
Cuentos Colombianos

da por la aventura, ahora he sentado cabeza, tengo


un buen trabajo que me agrada, nuestra familia es
pudiente, mi porvenir está despejado, y por sobre
todas las cosas, te amo mucho. Te amo con admira-
ción, con deseos de formar un hogar y una familia,
soy decidido y seguro. ¿A qué le temes?-

Tatiana se encontró en un parangón. Ella misma


se había metido en él. Sin embargo no se podía libe-
rar de su temor. Había vivido al lado de su abuelo.
Sabía cuántas pruebas, argucias, ensayos y pesqui-
sas había practicado su abuelo intentando demos-
trar la culpabilidad de Jairo en el asesinato de sus
padres, sin ningún tipo de éxito.

Su abuelo intentó demostrar la culpabilidad de


Jairo en el asesinato de sus hijos, sin ningún éxito.
Ahora ella estaba en el dilema de considerarlo cul-
pable o inocente; teniendo de por medio el amor que
le inspiraba. A veces se sentía culpable, no sabía por
qué, tal vez su corazón le decía cosas contradicto-
rias. Que era un hombre físicamente atractivo, era
verdad. Era noble, amable, respetuoso y generoso.
Pero de pronto, llegaba a su memoria esa noche
maldita cuando vio en un corredor, bajo la lluvia te-
naz, los cuerpos sin vida de sus padres. La desespe-
ración de su abuela; el pasmo y tristeza de don Mi-
guel; lo que siguió en esa noche, fue llanto y desola-
ción. Los peones se fueron, la lluvia no cesaba. Yo
veía en ese corredor los dos cajones cerrados, moja-
dos, mis abuelos no sabían que hacer. Por último,
mi abuelo entró a su cuarto, saco un martillo y em-
pezó a desclavar las tapas de los cajones. Mi madre
ensangrentada. Pálida. Sus manos en el pecho. Sus
ojos cerrados. Recordé entre mi llanto, que eran azu-
68
Tatiana

les como el cielo. Entonces yo no pude más. Corrí a


mi cuarto, hundí mi cabeza entre las almohadas y
perdí el conocimiento. Al día siguiente me desperté
como a las ocho. Descalza, me asomé a la sala y vi
mucha gente. Rezaban. Lloraban. Hombres en man-
gas de camisa. Me acariciaron todos, y, al fondo, los
ataúdes, paralelos, con flores y cirios encendidos, y
mis abuelos me acogieron en sus brazos. Tenía siete
años… levantó la cabeza. Había pasado por uno de
sus recuerdos, mientras Jairo le contaba de su aven-
tura en el Pacifico como pescador. Ella venía de tan
lejos que había olvidado la presencia de Jairo. Al poco
rato se despidieron. Eran las once de la noche de ese
sábado.

En su cama, cómoda, con el retrato de sus abue-


los delante, sobre la pared, Tatiana pensó que tenía
sueño. Dejó descansar su cabeza sobre la almoha-
da, cerró los ojos e intentó dormir. De pronto se acor-
dó que había pasado la tarde con Jairo. Escuchó su
voz varonil, clara, amorosa pero sin zalamerías. Pen-
só que nunca le hacía una zalamería empalagosa.
Era serio, sin niñerías, y eso le gustaba. Ella tampo-
co usaba frases ni palabras pegajosas. Tal vez ese
carácter los unía más. Aunque ella no tenía amigos
de confianza, sintió que el trato de Jairo era sobrio,
sin humor, un trato respetuoso. Nunca le habló de
otras mujeres, aunque sabía que tenía amigas en el
pueblo. Conociendo ese modo de ser, un día se arries-
gó a preguntarle por otras mujeres.

- Tranquila, Tatiana, que yo no he tenido sino


amigas indispensables.

-¿Qué entiendes por indispensables?- le preguntó.

69
Cuentos Colombianos

-Bueno- le respondió. -Mujeres para hacer el amor,


sin ningún sentimiento.-

Ella se ruborizó. No entendía ese lenguaje sino li-


geramente. Era virgen. No conocía varón y entendía
que el matrimonio era la única ocasión de conocerlo.
Pensó que esa conversación la llevaría a una tierra
desconocida y cambió rápidamente de tema.

-¿Nunca te has casado, Jairo?- le preguntó.

-No. Nunca, y con la única mujer con quien me


casaría sería contigo.-

-Debemos esperar- respondió ella, sin mostrar


mayor interés.

Hablaron de otra cosa. Esa noche, Tatiana encon-


tró el sueño abandonando sus recuerdos.

El temperamento de Tatiana, era el de una mu-


chacha educada por un matrimonio serio. La madre,
por vivir tan poco con la niña, no tuvo tiempo de
formarla. La abuela, doña Mercedes, la tomó en una
edad en que el comportamiento de la casa ya era
una rutina: lo avanzado de la edad de los abuelos;
las costumbres definidas; la carencia de hermanos,
etc. Dieron a la educación de Tatiana el tempera-
mento de una persona prematuramente seria,
aplomada y quizá un poco indiferente hacia casi todo.

La noche de Jairo no fue tranquila sino de recuer-


dos desagradables. Vio, al empezar a dormir, una
morena alta, de brazos interminables, senos duros
como piedras, y unas caderas onduladas que lo invi-
taban por sí solas al amor. Se acordó que fue en
70
Tatiana

Buenaventura. Era una de esas noches en que vol-


vía con olor a bagre entre los brazos. Todo su cuerpo
olía a pescado y sus brazos se podían caer por el
cansancio. Se bañó con jabón de olor hasta casi ago-
tar la pastilla. Se vistió despacio de pantalón, zapa-
tos y camisa blancos. Usó loción de esa de contra-
bando que circulaba en el puerto, y salió del
hotelucho con un deseo de mujer incontenible. Visi-
tó primero el bar Los Volcanes. Halló las mismas
morenas de siempre. Unas acompañadas y otras es-
perando en las mesas, jugando a las cartas. No tuvo
interés por ninguna. Sin mirarlas siquiera siguió al
bar Carta Roja y vio desde la puerta a una mucha-
cha alta, joven, peinada de moña con peineta lumi-
nosa de piedras fantásticas. Le gustó. Se le acercó y
le dijo: un whisky o una cerveza. -Una cerveza, le
respondió-. -Dos cervezas patrón.- Ordenó.

Hablaron primero de ella. Llevaba un mes en el


puerto. Había venido de Quibdó y trabajaba de asis-
tente en el muelle.

-¿Estás sola o esperas a alguien?- le preguntó.

Vaciló por un momento. La noche estaba limpia


de lluvia y un cuarto de luna de forma caprichosa se
veía en el horizonte. Ella era negra sí, pero de rasgos
bellos y un cuerpo majestuoso. Se sentaron uno fren-
te al otro, y Jairo comprendió que era tímida y lo
trataba con respeto. A su pregunta le respondió con
calma: -Espero a mi hermano- le dijo, mirándolo a
los ojos.

-¿Trabaja él aquí en el puerto?-

-Sí. Él es vigilante de la bodega No. 5-


71
Cuentos Colombianos

-¿Cuánto llevas aquí?-

-Yo llegué hace dos meses. Él tiene cuatro años y


tiene su familia aquí.-

-¡Ah! ¿Te agrada el puerto?-

-Es un buen moridero-

Se rieron ambos. La risa de ella era franca y her-


mosa. En ese momento llegó el hermano de la mu-
chacha. Era de regular estatura, negro, pero no de
vientre abultado como los conocía Jairo. Sin pedir
permito rodó una silla y dijo su nombre, Ricardo
Buenahora. Se quedó mirando a Jairo, esperando
su nombre. Jairo Ramírez, dijo. ¿Cómo estás herma-
na? – refiriéndose a la muchacha – y agregó ¿De qué
hablaban?

- Nos acabábamos de sentar, ni siquiera los nom-


bres nos habíamos dado.

El cantinero envió con una muchacha las dos cer-


vezas y le preguntó a Ricardo qué quería tomar.

- Otra cerveza, respondió.

Todos los gestos, entonaciones y miradas de Ri-


cardo le molestaron a Jairo. Sin embargo, la mucha-
cha le agradaba. De pronto, Jairo se levantó de su
asiento y le dijo: Vamos Inés. Esta se levantó. Ricar-
do quiso levantarse y Jairo poniéndole la mano so-
bre el hombro le dijo:

-Nadie lo ha invitado a usted a esta mesa. Para


mi no es bienvenido señor Buenahora. Si es por su

72
Tatiana

hermana su extraño comportamiento, yo le digo que


su hermana no es menor de edad. Se puede compor-
tar como ella quiera y usted está de más en esta
mesa.-

Jairo era más alto que Ricardo. Así, vestido de blan-


co impecable, parecía un amo regañando a su obre-
ro. Ricardo intentó levantarse de su asiento, y sintió
la mano de Jairo posándose sobre su hombro dere-
cho, abierta, presionándole el hombro como si fuera
un alicate de acero que destrozaba su carne blanda.
Se dio cuenta que la furia de Jairo era incontenible.
Sin soltarlo le dijo a Inés, vamos a otra parte. Ella
atemorizada dijo que sí. Entonces soltó el hombro de
Ricardo, y sin ponerle atención, tomo la cintura de
Inés y marchó hacia el mostrador, pagó con un bille-
te las cervezas y le dijo al tendero: - Deja el resto por
si Ricardo quiere repetir.

En el hotel de Inés, entraron a las diez de la no-


che. Ninguno de los dos mencionó el incidente. Ha-
blaron del agua, del sol, de los colores del mar du-
rante el día, y terminaron hablando del amor antes
de hacerlo.

El incidente molestó más a Jairo que a Inés. Pero


retuvo su furia y a las doce de la noche dejó a la
muchacha en su cuarto y volvió a su apartamento.

Pasaron dos o tres meses. Jairo era conocido en el


puerto como un pescador de confianza. Un día al
marchar hacia su bote, un compañero pescador le
dijo:

-Te buscan, Jairo. Parece que con urgencia.-

73
Cuentos Colombianos

-¿Quién y por qué?-

-La cosa es confusa. Te acusan de haber dado


muerte a una pareja, el año pasado en una finca de
San Juan del Puente.-

-¿Yo? ¿Quién dijo eso?-

-Es lo que se comenta. Tienes orden de captura.


Los pescadores hemos dicho que no te conocemos,
pero las señas que tienen son tuyas-

-Es un error. Una equivocación. Yo no sé de qué


hablan.-

-¿Qué hacías el año pasado por el mes de octubre


en ese pueblo?-

-Pagaba el servicio militar.-

-¿Dónde?-

-Cerca de ese pueblo.-

-¡Aja! Pues ponte alerta. Que te buscan.-

Jairo montó en su bote con temor. No recordó nada.


Prendió el motor. Les dijo a los dos muchachos que
lo ayudaban, que miraran en todas las direcciones y
que le avisaran si veían el bote de la policía. Pensó
que debía vestirse distinto. Se cubrió la cabeza con
un sombrero negro y roto. Arremangó los pantalo-
nes, se pintó la cara con aceite quemado y derramó
aceite sobre la camisa. De adeahla la pesca en el día
fue pésima. Seis pargos rojos y una aguja mediana.
Volvieron a las siete de la noche. Se cambió la ropa y
se acordó de Inés. Ella quizá le daría noticias. Subió
74
Tatiana

a su apartamento como a las nueve de la noche. Lo


recibió pronto. El le refirió todo.

Yo creo, le dijo, que el lugar más seguro para es-


capar de la policía, es disfrazarte de bracero. Allí, sin
camisa, bregando con cajas y bultos no te identifica
nadie. Al día siguiente ella lo llevó al muelle, estaba
irreconocible. Botas, pantalón de dril sucio y man-
chado, sin camisa, cubierto el cuerpo de aceite si-
mulando sudor y se puso a hacer lo que los otros
hacían, trasladar bultos de una pila a un salón. Por
primera vez no sabía para quién trabajaba, ni que
hacía, ni donde almorzaría, es decir, no sabía nada.
Lo que tampoco sabía era que esa cuadrilla estaba al
mando del señor Buenahora. Este lo reconoció. Fue
a buscar la policía. Andaba con dos jueces y un miem-
bro de la policía de San Juan del Puente. Esa noche
fue su primera noche de cárcel por la muerte violen-
ta de Lucía y Ernesto… por fin recobró el sueño, des-
pejó los fantasmas y encontró el descanso. Todo era
una pesadilla.

Ese día, domingo, Jairo se levantó a las ocho de la


mañana. Día calido, venteado, amable en el corazón.
Había conversado con Tatiana la noche anterior hasta
las once. Pero su sueño fue una invasión de malos
recuerdos. Como a las diez de la mañana después de
desayunar, buscó su hamaca, y el tiempo le ofreció
meditación y descanso. Cielo azul, brisa suave, los
pájaros cantando; el cuerpo de Tatiana en su memo-
ria. ¿Se casará conmigo? Le puedo ofrecer todo; una
hacienda, una casa hermosa, lejos del pueblo, pero
amable y acogedora. Un tren de mujeres del servicio,
y las noches que tanto le gustan, silenciosas y aco-
gedoras.
75
Cuentos Colombianos

Al mismo tiempo recordó lo que había sido su vida:


niñez libre en el campo aprendiendo oficios de obre-
ros con su padre. Carreras desbocadas de potros re-
cién domados por las llanuras. Iniciación de abusos
sexuales con las campesinas. Recordó: “Ese mucha-
cho Jairo abusó de mi hija”

-Nada hay sin remedio-

-¿Cuánto vale eso en plata?-

-No patrón, no se ofusque, es que todos defende-


mos el honor.-

-El honor se pesa en oro- dijo ese día su padre.

-¿Cuánto vale el suyo?-

El obrero cayó. Pero desde ese día, Jairo les hacía


prometer a las muchachas, que si le contaban al
padre de ellas, los hacía echar del trabajo. Las que-
jas desaparecieron, pero los placeres de Jairo, no…
Aprendió a leer y a escribir a regañadientes. Luego,
en el ejército se hizo marihuanero y algo bazuquero,
pero al final, la disciplina militar, lo agachó. La inso-
lencia y temeridad le hizo perder el apoyo de su pa-
dre. Inició su vida de vagabundo, y en estas iba, cuan-
do fue acusado de la muerte de Lucía y Ernesto. Ne-
gándolo todo llegó hasta donde estaba. Por azar co-
noció a una niña hermosa que por no saber quién
era, le confió su amor. Era joven aún, bien parecido,
sentía su juventud como una fortuna. Parecía no te-
ner el menor remordimiento y esperaba un futuro
sereno. Se reacomodó en su hamaca. Plácido. Ale-
gre. Su futuro era un bello campo abierto. Soñó por
un momento en tener hijos con Tatiana. Una mujer

76
Tatiana

culta, sencilla, nacida para ser madre. Miró a su al-


rededor: campos abiertos. Sol ardiente. Horizontes
suyos y lejanos. Miró hacia su casa. Establos, pa-
tios, corredores, su padre capoteando dos gallos de
carúnculas rojas, uno amarrado y el otro en manos
de su padre. La gallera era esa noche y la gallada de
don Ramírez estaba lista.

Serían las cuatro de la tarde del domingo de esa


semana, cuando Jairo tomó la resolución de visitar a
Tatiana. Lo había pensado mucho, comentado con sus
amigos, lo dijo a sus padres temprano; y todos no
solamente celebraron su decisión, sino que se alegra-
ron sinceramente de su resolución. Con tiempo le
había encargado a la joyería el anillo de compromiso
que le llevaría esa tarde a su novia. Con los joyeros
había escogido las piedras preciosas que acompaña-
rían al anillo de compromiso y estos trabajaron en él
hasta el sábado de esa semana. Cuando abrieron el
estuche donde estaba la joya, todos se abismaron de
la perfección, el gusto, la belleza, los colores, formas
del anillo. Lo guardó en el bolsillo de su pantalón y se
despidió de todos, llevando la joya como un tesoro.

Tatiana lo esperaba. Llegó a las cuatro y media de


la tarde. La abrazó. Se besaron. Saludó a los abuelos
que estaban sentados en el corredor, y ellos siguie-
ron a la sala. La tarde se había oscurecido. Tanto
Tatiana como él sintieron al entrar a la sala, un te-
mor profundo, un escalofrío que los hizo vacilar al
escoger sus asientos. Pero se acomodaron en dos si-
llas continuas separados por un espacio que al final
comprendieron que estaban distanciados. Jairo le-
vantó la cabeza. Miró a Tatiana, y con voz tembloro-
sa, le dijo.
77
Cuentos Colombianos

-Yo te amo desesperadamente, Tatiana. Quisiera


tener palabras nuevas, distintas de las que se dicen
los enamorados, para expresarte que eres en mi vida.
Mi consuelo. Mis esperanzas. Eres todo en mi vida
para seguir luchando. Hasta ti llegó mi amor. Hasta
ti llegaron mis ansias de seguir sobre la tierra. Sí tú
me concedes la gracia de tu amor, sería el hombre
más feliz del mundo.-

Descansó por un momento. Levantó su cabeza y


le dijo:

-Por primera vez, en mis treinta años de vida, siento


que en éste momento, si me lo pidieras, moriría por
ti. En cambio de eso, te ruego que aceptes este anillo
que lleva todos mis sueños, intenciones, propósitos
y esperanzas de que nos unamos en matrimonio. Te
juro, Tatiana, que esta unión será por todas nues-
tras vidas.-

Sacó del bolsillo el anillo y se lo ofreció con lágri-


mas en los ojos.

Sin recibir la joya, Tatiana, con lágrimas en los


ojos, le dijo:

-Yo esperaba esta propuesta Jairo. La esperaba


hoy o mañana. Pero estaba segura de tu amor. Lo
supe desde el día en que me dijiste, por primera vez,
que me amabas. Nuestra tragedia es que yo te amo
también sin querer decirlo. Tú, desde que te conocí,
desataste una tempestad en mi alma. Fue una lu-
cha, de la que no he podido salir: me hundo, floto,
respiro, me ahogo y siento que perdono a quien me
dejó huérfana a los siete años. A quién me negó ser

78
Tatiana

una niña con futuro y esperanzas. Yo lo perdono


porque él no vio con el dolor con que yo vi una noche
de lluvia a mis padres, muertos al mismo tiempo,
ensangrentados, inertes, silenciosos, todo era san-
gre, mi sangre. Solo los ojos azules de mi madre abier-
tos y mirando toda la eternidad… Tú no fuiste, nadie
halló pruebas contra ti. Pero me contaste algo que
me dejó desorientada. Que fumaste bazuco. Que per-
diste la memoria. Que estuviste recorriendo campos
cercanos a donde sucedió el crimen miserable. Esto
me detiene. Tú eres libre ante las leyes. Pero no pue-
des evitar que en mi interior yo tenga miedo. Esta es
la razón por la cual te agradezco pero no puedo acep-
tar tu compañía para toda mi vida.-

Calmadamente Jairo le dijo:

-Me has quitado la vida, Tatiana. Yo no podré vivir


sin ti. Mi destino es tan infeliz como el tuyo. Me voy
Tatiana y no me volverás a ver nunca.-

Se levantó de su silla. Miró a Tatiana y tenía los


ojos húmedos como los de él. Se despidió de los abue-
los, miró una vez más a Tatiana y salió de la casa.

-¿Qué pasa, hija?- preguntó el abuelo.

-Que terminamos todo, papá.-

-¿Todo? ¿Por qué salieron llorando ambos?-

-Porque nos amamos mucho, papá.-

Don Miguel tuvo que apelar a toda su experiencia


para comprender lo que había pasado. Le dijo a
Tatiana:

79
Cuentos Colombianos

-Es mejor, hija. Las circunstancias de la vida si-


guen trayendo dolor a los hombres. Pienso que será
mejor que te vayas a Popayán a estudiar lo que quie-
ras.-

-Sí, papá.-

Eran la cinco de la tarde. En el primer cafetín que


encontró se sentó y pidió una botella de aguardien-
te. -¿Para llevar?- preguntó el tendero. No. Para to-
mar. En menos de una hora salió sereno de la tien-
da. Marchó a su casa. Ya, en el pequeño establo, se
acercó a su caballo Azabache, el potro brioso que lo
había traído. Él mismo le colocó la montura. Lo aca-
rició con cariño. Le sobó los lomos y le dijo al oído, -
Me vas a llevar a los infiernos.- El potro lo miró sin
inmutarse.

Salió de su casa a las seis de la tarde. Sin aspa-


vientos. Naturalmente. Fue llevando su caballo por
la ruta de la hacienda a paso normal. En el cielo se
veían ya luceros. Iba como buscando un camino que
nunca había recorrido. Pensó que era el mar la tarde
tan tranquila. Iba al paso que quería su caballo Aza-
bache. Recorrió un trayecto tan despacio que pare-
cía temeroso o sin resolución. Pensó en Tatiana. La
vio desnuda, provocativa. Insinuante. Se detuvo. Miró
hacia el camino que seguía. Empezaron los
bosquecillos. Mas adelante vio árboles frondosos.
Empezaron los taludes de rocas y sintió escalofrío.
Entonces apuró su caballo. Un viento frío de la no-
che empezó a rozarle el rostro. Mas allá las monta-
ñas empezaron a ocultarse y todo se trocó en oscuri-
dad intensa, profunda, sin fin como si una tela ne-
gra le envolviera el rostro. Pensó por donde iba. El

80
Tatiana

cabalo fue acelerando lentamente, hasta que se des-


bocó. Se bebía el viento de la noche. Jairo iba feliz.
El mundo no existía, la brisa lo anestesiaba, era un
sueño, sentía que era nada. Todo había desapareci-
do. Sintió por la curva que le indicó el caballo que
estaba cruzando el arco de la “curva del diablo” y
sintió que Azabache seguía derecho. Un viaje deli-
cioso por el aire de la noche… hasta estrellarse con-
tra un muro de rocas en la oscuridad.

Los dos campesinos que al otro día divisaron des-


de el camino el cuerpo del caballo muerto,
espernancado entre dos moles rocosas, detuvieron
su marcha.

-Otro caballo muerto por la lluvia-

-No. La lluvia no mata los caballos.-

-¿Es el patrón?-

-Así parece.-

¿El caballo?-

Un noble compañero, Azabache.

Ayer la noche fue fantasma.

Fin

81
EL PEZ NEGRO

La vida en la orilla del río era la más dura. El po-


blado quedaba a veinte horas de trocha selvática de
allí. Todos eran negros. Una colonia de madereros
de torso grueso y piernas largas y delgadas como
parados sobre guayacanes. A las siete de la maña-
na estaban reunidos, descalzos, de ropas mancha-
das y remendadas a la espera de una canoa que to-
dos los días los transportaba a distintos puntos a lo
largo del río donde unas banderas rojas batían al
viento. Eran las bocas de las trochas por donde se
subía a los aserríos. En la tarde, los recogía un plan-
chón extenso y desnudo, donde cada grupo de tres o
cuatro madereros subían su carga de tablones y los
llevaban hasta donde los habían recogido por la ma-
ñana y los descargaban a hombro en un sitio cerca-
no a los arenales que nombraban El Príncipe, nadie
sabe por qué. Era un depósito de maderas de donde
lo recogía un barco maderero con destino al puerto.
83
Cuentos Colombianos

Una tarde, al descender de la canoa, de vuelta a


su choza, vio, a través de la niebla que empezaba a
posarse sobre el río y la playa, que una mujer gorda
salía de su casa con una palangana de agua y la
vertía sobre la arena. Reconoció inmediatamente a
Eduviges, la partera, conocida por todos. “Parió Luz
María”, pensó. Esperaba su primogénito para esos
días. Entró precipitadamente a su casa y lo primero
que vio fue a Luz María Ortiz, su esposa, sonriente,
arropada con una colcha blanca y a su lado su hijo
pequeñito, con los ojos abiertos, negros, grandes,
silencioso y su madre sonriendo con esos dientes
blancos que destacaban en la semioscuridad.

- No señor – le dijo la mujer protegiendo a su crío


con su brazo derecho. Te tienes que bañar, llenarte
todo el cuerpo de loción, cambiarte de ropa y darme
a mí un beso primero. Fue cuanto dijo.

Él sintió la emoción en todo el cuerpo. Se rió. Sa-


lió de la pieza, buscó sus pantalones de baño, se
sumergió en el río llevando en su mano una pastilla
de jabón de olor. Se enjabonó, se enjuagó, secó su
cuerpo negro con una toalla, destapó un frasco de
loción y vistió traje limpio. Entonces entró a su cuarto
y vio a Luz María bregando por darle pecho a su niño.
Temblaba de felicidad. Así, limpio, bañado y perfu-
mado era como un Adonis de ébano. Se llamaba Je-
sús Londoño: alto, fornido, de piel quemada, atezada
y suave, a quien los soles, las lluvias, los esfuerzos
del día no deterioraban, sino que cada día todas las
mujeres, pero Luz María, especialmente, lo sentían y
veían como un dios de la selva.

84
El pez negro

Los compañeros le decían don Chucho, a pesar de


ser menor en edad a todos ellos. Era que se imponía
por el ingenio y habilidad. Tenía de natural, sentido
común, malicia indígena, buen carácter y un encan-
to natural que atraía. De pronto, resultó siendo el
jefe de la cuadrilla de los madereros y a él le avisa-
ban qué elementos faltaban en los aserríos, qué má-
quinas había que transportar al puerto: qué repues-
tos faltaban, hasta que los dueños de los aserríos lo
nombraron el administrador de todo el negocio.

Cuando eso sucedió, su hijo mayor a quien hizo


bautizar Jesús como él, ya sabía nadar. Tenía siete
años y no salía del río, atravesándolo, clavándose en
él, buscando los suribios más altos que bordeaban
el río para treparse a ellos y, sin testigos, solo, lan-
zarse al río, en lo más profundo, contra los gritos y
advertencias de Luz María que siempre lo regañaba
por esas piruetas. Pero cuando su madre o alguna
vecina necesitaban pescado del río, él se iba con una
red pequeña y la lanzaba a lo más hondo. La pulsa-
ba, sabía que había atrapado unos cuantos peces,
recogía solo la red y nadaba arrastrándola a la orilla:
bagres, sabaletas y bocachicos, era lo que le llevaba
a Luz María para que ella repartiera a sus vecinas.
Esto y los días le dieron fuerza y estatura… un día,
viéndolo correr su padre por los arenales y conside-
rando lo hábil que era, la estatura que tenía, la bue-
na voluntad que mostraba para todo, y su espíritu,
que era como un viento que lo cubría todo, pensó en
su futuro: incierto, enteramente similar al suyo. Vi-
viendo en la selva y de la selva. Sufriendo toda clase
de peligros al frente de un río torrentoso, profundo,
revuelto y traicionero. Resolvió hablar con Luz María

85
Cuentos Colombianos

sobre el porvenir que les esperaba a ellos y a sus


hijos, Jesús y Mario, el menor, de tres años.

-Tal vez, le dijo a la madre, si siquiera nos dejaran


vivir en el puerto, yo podría administrar los aserríos
desde allá. Viajaría tres veces a la semana a los pun-
tos de embarque y don Emilio, que no tiene familia
ya, podría hacer mi trabajo en la semana. Él es un
hombre solo. Vive para él. Ha pasado en estos mun-
dos toda una vida. Nadie lo espera y él no espera a
nadie… Eso sería posible si el negocio estuviera en
manos de una sola persona, pero mientras sean tres
dueños, la cosa no es fácil – dijo Luz María. Precisa-
mente, me dijeron que don Jesús Laverde se iba a
quedar con el negocio. ¿Seguro? Eso me dijeron.
¿Quién te lo dijo? En el segundo aserrío lo dan por
hecho. ¿Por qué no pides permiso para ir hasta el
puerto y hablar con él? Es lo que estoy pensando.
Éste fin de semana voy a viajar allá. Quiero propo-
nerle que nos permita el traslado. ¡Eso! ¡Está bien!
Exclamó Luz María, llena de alegría.

Durante los tres días que faltaban para el sábado,


no hablaron de otra cosa más que del viaje. Habla-
ron con Jesús el hijo mayor, quien se puso feliz, so-
ñaba en el puerto. Sabían sus padres que allí había
escuelas, medios, ferrocarril que iba hasta Medellín.
Jesús entró en un estado de indecible alegría.

Llegó el sábado, todos estaban informado del via-


je. Hasta el menor, Mario, que hablaba ya muy enre-
dado dijo: puerto. Salió de la casa a las cinco de la
mañana a esperar que alguna lancha de motor de
las que pasaban a menudo lo llevara. Poco esperó,
porque la primera lancha que pasó lo divisó y la abor-

86
El pez negro

dó. La familia toda quedó feliz. Su misión empezaba


a convertirse en una realidad. El puerto le era cono-
cido. Era sábado a las nueve de la mañana. Se diri-
gió a las oficinas de don Jesús Laverde, el viejo, por-
que su hijo se llamaba igual y tenía su depósito de
maderas en Bello, donde madera que no se consi-
guiera allí era porque no existía: guayacán de todas
las clases, lo mismo que cedros, cominos, canelos,
etc., hasta maderas negras, naturales del cañón del
Nare, se encontraban en el depósito de los Laverdes,
padre e hijo.

Don Jesús, el padre, vio llegar ese sábado al maes-


tro Chucho. Lo conocía. Sabía quién era. Lo saludó
con simpatía y le preguntó inmediatamente como
estaban las cosas en los aserríos.

-Bien. Muy bien, don Jesús. Se están sacando por


semana entre cincuenta y sesenta tablones de 3 pul-
gadas de grueso y 3 metros de largo. ¿No le parece
bien? Preguntó el maderero.

-Está bien hombre. Y dígame ¿A que vino?

-Tengo una propuesta. Suspendió el diálogo y va-


ciló un poco.

-¿Qué propuesta, don Chucho?

-Sucede que yo he sido nombrado administrador


de los aserríos. Yo tengo ya dos hijos. Mi trabajo es
vigilar los tres aserríos durante la semana y ordenar
lo que sea necesario. Usted sabe. Calló por un mo-
mento y continuó. Sucede, don Jesús, que el mayor
de mis hijos ya tiene ocho años: es despierto, hábil,
vivo, inteligente, de buen genio y buen carácter. Pero
87
Cuentos Colombianos

pensando en él y en el menor, Mario, resolvimos, mi


mujer y yo, hacerle a usted una propuesta consis-
tente en lo siguiente: yo sigo administrando los
aserríos allá, en el río. Pero usted me permite que mi
mujer viva aquí en el puerto. Yo la visitaría los do-
mingos y ella está en un lugar más decente que ese
rincón del río, sola, con dos niños, uno ya de escue-
la. ¿Usted qué opina de esto, don Jesús? Preguntó
don Chucho, ansioso.

-Esa es una cosa de pensarla muy bien, don Chucho.

-¿Le encuentra algún inconveniente? Preguntó.

-Muchos – respondió Jesús Laverde, pensativo.


¿Sabe usted lo que es el puerto como vividero? Este
puerto es un infierno. Aquí se ven las llamas del in-
fierno recorriendo las calles. Este puerto es de pros-
titutas, de degenerados, de ladrones, de culpables
de algo. Hay escuelas y colegios pero no hay ni pizca
de educación. Esto se lo digo porque lo conozco desde
hace diez años que vivo del negocio de las maderas.
Aquí hay dinero. Se cambia, se vende, se hacen nego-
cios, pero no se vive como en los otros pueblos. Yo
reconozco que usted con su familia viven mal en ese
puesto maderero, pero aquí estarían peor. Extraña-
rían el silencio. El fluir del río, y ese silencio que lo
cubre todo, como un manto de nubes. ¿Qué edad tie-
ne su esposa? Le preguntó inesperadamente.

-Veinticuatro años, don Jesús.

-¿De dónde es?

-Del Chocó, señor.

88
El pez negro

-La imagino alta, bella y discreta como son las


mujeres del Chocó… mi consejo don Chucho es que
no se arriesgue a esa aventura. Como está el mun-
do, el mejor vividero es la selva. El verde de los árbo-
les. La paz de los ríos. La tranquilidad de la natura-
leza. La compañía de los animales. Hay más formas
de vida en los bosques que en las ciudades. Si usted
gusta del aire puro, de los cantos de las aves y si su
corazón le pide calma, en ninguna parte hallará igual
reposo que en un monte. Mire este pequeño puerto:
ni un momento de calma, de reposo. Voces descom-
puestas, lenguaje que hiere los oídos, ruidos de má-
quinas, trenes, vapores, botes, canoas y el corazón
humano resistiendo las horas. Salga a las calles. Mire
a las gentes, todo el mundo planeando el engaño, el
hurto, la mentira y éste, don Chucho, es un puerto
pequeño, insignificante. Usted dirá, señor. Si quiere
hacerlo yo le ayudo. Siempre hay lugar para una
decisión. Usted me avisa. Usted decide.

Eran las doce del día. Salió de la oficina de don


Jesús y sintió hambre. En la primera persona que
pensó fue en Luz María. Pero ella estaba a cinco ho-
ras, río arriba. Caminó por una calle cualquiera y
pronto divisó un puesto de comida. Funcionaba al
aire libre. Vio cacerolas friendo trozos de carne, chi-
charrones, patacones de plátano, pescado, y sobre
una estantería una fila de vasos de horchata, a la
sombra de una inmensa ceiba. Se metió la mano a
un bolsillo de su pantalón y tocó unas monedas.
Señaló lo que quería comer y se sentó en una mesa y
esperó que una mujer negra, robusta y simpática le
sirviera. Tomó al terminar un vaso de horchata, pagó
todo con una sola moneda y esperó la devuelta. Se

89
Cuentos Colombianos

sintió bien. Miró a su alrededor y vio a lo lejos el


muelle del puerto. Caminó despacio hacia el muelle
y observó varios botes de pasajeros dispuestos a partir
en la dirección que él necesitaba: pagó su pasaje con
otras monedas y se acomodó en unos bancos cu-
biertos por un techo de lámina que a esa hora rechi-
naba por el sol.

Dos pensamientos le habían surgido de la conver-


sación con el señor Laverde: una que todo dependía
de él. Si realmente lo deseaba, podía buscar en el
pueblo una casa barata y, con su aprobación, dispo-
ner su trabajo desde el puerto. La otra alternativa era
creerle su discurso sobre la vida en el monte, y dejar
a su hijo como era él, un hombre que nunca había
tenido un lápiz en sus manos. Así era Luz María, así
eran sus hermanos en el Chocó, así eran todos los
aserradores que él debía manejar en su trabajo.

Corría el año de 1933. Las últimas elecciones para


Presidente de la República habían dado el triunfo a
un liberal. Su partido. Por ese presidente había vo-
tado allí, en el mismo puerto. Se decía que habría
educación para todos. Su hijo mayor era despierto,
él lo consideraba inteligente, capaz, de buen corazón
y fuerte como él. Sabía, también, que el señor Laverde
era conservador y ya era su patrón. Pero por su alma
no cruzaba ni un asomo de sentimiento por ese he-
cho. El había votado por el doctor Alfonso López
Pumarejo. Entre muchas cosas que se decían de él,
era que apoyaba la educación del pueblo. Esta sola
promesa lo estimuló para votar por él.

Llegó a su playón a las cinco de la tarde. Luz Ma-


ría lo esperaba con su niño Mario. Se alegró de verlo.

90
El pez negro

Lo besó en los labios. Era alta como él, tallada, puli-


da, limada como una virgen labrada en mármol. Se
adoraban. Algunas veces ella se imaginaba el mun-
do sin él y se entristecía. La había conocido en un
camino del centro del Chocó. Era una niña, él la es-
peró. Conoció a su familia. Él esperó a que cumplie-
ra quince años antes de proponerle matrimonio. Ella
era la menor de tres mujeres que se habían casa con
regular suerte. Una separada. Otra inhábil por un
accidente y Luz María, la más bella y elegante.

-¿Cómo te fue? Le preguntó.

-Bien, mi amor. Hablé esta mañana con el señor


Laverde. Después de hacerme un discurso sobre lo
bello que era vivir en el monte y lo agitada de la vida
en la ciudad, se le acabaron las razones, y terminó
diciendo que si nosotros queríamos hacer el cambio,
vivir en el pueblo, y si yo prometía seguir adminis-
trando los aserríos, él aprobaba. Que no tenía in-
conveniente.

Luz María se alegró, lo abrazó y mientras iban al


rancho, Chucho preguntó por Jesús.

-Está en el poblado trayendo el mercado. No tiene


peligro. Dijo Luz María, conoce el camino y en un
momento llega.

-Pueda ser. Tú sabes que no me gusta que viaje


solo. Es un niño y el camino es peligros. “Por él vivi-
mos, hija”. Le dijo serio. Como una advertencia.

-Claro que sí, hijo. Respondió ella y por primera


vez sintió temor.

91
Cuentos Colombianos

-Pero dime Chucho, ¿Cuáles ventajas le encuen-


tra el señor Laverde para vivir como nosotros?

-Habló del silencio. De la calma, del aire y de todo


lo que imaginan los que no viven en el campo; de los
encantos de que disponemos aquí. Se les olvida la
educación, la salud, los medios, el comercio, y todo
lo que es distinto de oír chillar marranos…

Luz María soltó la risa. Y al final – preguntó - ¿En


qué quedaron?

-En que nosotros resolvemos, hija. Yo creo que ya


resolvimos, ¿verdad?

En eso entró a la choza Jesús, con un joto a la


espalda. Abrazó a su papá y le preguntó:

-¿Qué pasó, papá, nos vamos para el puerto?

-Creo que sí, hijo. Nosotros lo resolveremos.

-¿Cuándo?

-Cuando encuentre una casa allá. La semana en-


trante voy a buscarla y en unos días nos pasamos.

Habían conseguido dos camas de metal. Una es-


pecie de sala con dos sillas y un aparador al lado de
la cocina. Al fondo, dos hamacas. Era todo lo que
tenían y llevarían a su nuevo hogar. Acordaron que
al domingo siguiente, el último del mes de octubre
de 1934, irían todos a buscar y ver la casa. Era la
primera casa que arrendarían desde que se casaron,
porque las otras habían sido ranchos en el monte.
Hallaron una casita pequeña, como para ellos, atrás

92
El pez negro

de la iglesia, cerca de la plaza de Bolívar y con vista


al río. Se veía, pero se escuchaban poco los ruidos
del muelle que quedaba lejos de allí. No tenía solar,
pero lo que más claramente se escuchaba eran las
campanas de la iglesia. Tenía sala y dos piezas y co-
cina con fogón eléctrico, luz y un ventilador grande
adosado al techo de la sala. Valía 20 pesos el arren-
damiento mensual y había que pagar luz y agua. Pero
don Chucho, como administrador del aserrío, gana-
ba 30 pesos semanales.

Arregló todo en el trabajo y en su casa, y esperó el


noviembre para matricular a Jesús, su hijo, en pri-
mer año de la escuela primaria. Tenía ocho años pero
parecía un muchacho de diez años. Alto, delgado,
derecho, con una fuerza desproporcionada. El direc-
tor de la escuela dudó de la edad, pero luego pensó
que esos negros del Chocó eran altos y fuertes y el
muchacho tenía cara de inteligente.

En enero del año siguiente empezó sus primeras


letras en la escuela “Marco Fidel Suárez”. Los profe-
sores lo distinguieron desde los primeros días. No
por su color, porque asistían con él al primer año
otros muchachos negros como Chucho, sino porque
recordaba todas las explicaciones que le daban. En
el proceso de aprender las combinaciones de las vo-
cales con las consonantes iba adelante en el grupo.
En menos de una semana sabía leer más de de vein-
te nombres. Construía frases. Hablaba despacio, sin
temor, y al final del año le comunicó a su madre,
quien también sabía leer y escribir, que los profeso-
res la invitaban a que fuera al examen final, pues
este era oral y apreciaría sus habilidades.

93
Cuentos Colombianos

Luz María apercibió su mejor vestido que era una


blusa blanca bordada y una falda roja granate que
guardaba de sus tiempos de soltera. A Mario lo dejó
al cuidado de una vecina y marchó a las diez de la
mañana, bajo un sol ardiente al colegio. Se encontró
con otras señoras a quienes no conocía. Pero ella era
despejada, segura y simpática y pronto la aceptaron
entre las otras madres invitadas. La profesora era
una muchacha de apariencia humilde, blanca y de
baja estatura. Se encantó de conocer a Luz María e
inmediatamente destacó los rasgos de semejanza
entre el niño Jesús Londoño y su madre. Fue fami-
liar. Preguntó por el padre del niño, y entabló una
conversación con la señora verdaderamente amisto-
sa. Como la estatura de Luz María casi duplicaba la
de la maestra, buscaron asiento y charlaron todo el
tiempo anterior al examen. A mediados del acto le
correspondió el turno a Jesús quien había pasado el
tiempo conversando con otros niños. Pero ya le ha-
bía escuchado varias veces a la señorita Josefina
Vargas, la maestra, que su hijo le parecía un verda-
dero fenómeno en todas la materias de la escuela.
Es igualmente bueno en escritura, lectura y mate-
máticas; y en educación física es el mejor. Da gusto
verlo corre, saltar y nadar. ¿Estuvo – preguntó – en
algún colegio antes? No señorita. Éste es su primer
año. Estaba ansioso. No veía la hora de entrar a la
escuela.

-Ustedes no son de aquí, del puerto ¿verdad?

-No propiamente, respondió Luz María. Mi marido


trabaja a cinco horas de aquí, él es maderero, traba-
ja en el monte y nos pasamos a vivir al puerto hace
unos cuatro meses. Pero el padre y yo somos de
94
El pez negro

Quibdo, en el Chocó. El trabajó siempre en aserríos.


Eso hizo allá y nos vinimos a los aserríos de don
Jesús Laverde que le ofreció trabajo a él en un viaje
que hizo el señor Laverde a Quibdo. Vivimos cerca
de esa zona que llaman El Príncipe.

-Pero eso es casi bosque – comentó la maestra. ¿Y


allí nació el niño?

-Si señorita. Ambos somos del monte y se río Luz


María.

-¿Usted le ha enseñado alguna cosa? – Preguntó


la maestra.

-Si. Un poco. A vivir. A trabajar y a defenderse. Él


nada, pesca, corre, se mueve, en el bosque como
cualquier animal. Conoce plantas y no le tiene mie-
do a la noche.

La maestra quedó boquiabierta. – Es un hombre


de ocho años. Ahora verá como conoce el idioma: es
decir, cómo lee, como escribe y la autorizo para que
le pregunte cosas pertinentes.

Como el colegio, a pesar de ser público y popular,


era bien organizado, con un respeto por las perso-
nas que Luz María no se imaginaba, un niño, el que
anunciaba el nombre de los niños, salió al salón con
una paleta donde la madre y la maestra y el público
leyeron Jesús Londoño. Inmediatamente salió Jesús
al estrado. Tenía al frente la mesa de los directivos:
un maestro bien vestido, y dos damas a sus lados. El
profesor se puso de pie y le extendió la mano al niño,
luego las mujeres hicieron lo mismo: y a la espalda
del niño, un tablero negro y tizas…
95
Cuentos Colombianos

A Luz María le pareció toda una ceremonia espe-


cial. Luego el profesor le pidió a Jesús que escribiera
todo el abecedario, diciendo el nombre de las letras
en voz alta. Jesús lo hizo en menos de cinco minu-
tos. Esto provocó un aplauso en la sala por parte de
sus compañeros y asistentes. Luego el maestro le
entregó un libro y le pidió que leyera en voz alta la
página que quisiera. Jesús tomó el libro en sus ma-
nos y leyó en voz alta y clara lo siguiente:

“No seas ambiciosa


De mejor o más próspera fortuna;
Que vivirás ansiosa,
Sin que pueda saciarte
Cosa alguna.
No anheles impaciente el bien futuro
Mira que ni el presente está seguro”
Félix María de Samaniego: “La lechera”.

Todos aplaudieron. Luz María sintió sobre su piel


un escozor desconocido. Tuvo deseos de llorar. De
gritar. De salir corriendo de esa sala. Estaba temblo-
rosa y sin nada que decir. Miró a las otras señoras,
había negras y blancas, pálidas y trigueñas, y ella
sintió que por su rostro se deslizaban lágrimas.

A la noche siguiente, cuando tuvo a su esposo entre


sus brazos le refirió cuanto había sucedido en ese
acto final del primer año lectivo. Él se alegró hasta lo
indecible y sabes lo que dijo una de las maestras que
estaba conmigo, que ese niño nos daría muchas ale-
grías en el futuro. Que era un muchacho excepcio-
nal. Quién lo creyera, hijo. Todo esto –dijo – es ben-
dición del cielo para nosotros.

96
El pez negro

Don Chucho guardó silencio. Abrazó a Luz María,


y le dijo:

-Si Dios nos da vida, ese muchacho dará mucho


orgullo el día de mañana. ¿Cómo va Mario? – pre-
guntó.

-Tuvo un poco de fiebre. Una gripa. Ya está


mejor.
-¿Dónde está?
-Durmiendo. Se acuesta temprano.
-¿Y Jesús?
-Salió con un amigo al parque.
-¿Qué clase de amigo?

-Es el hermano menor de la señorita Josefina


Vargas, que es profesora del colegio y estuvo conmi-
go en el examen. Ellas es muy culta, bien educada, y
su hermano que se llama, creo que Gustavo, es un
alumno de tercer año en el colegio. Ella me visitó
ayer. Es muy querida. Es blanca, de baja estatura,
pero muy bella. Es normalista de Medellín. Es profe-
sora de Historia y Geografía de Colombia. Tienes que
conocerla – le dijo Luz María. Y a ti ¿cómo te va?

-Regular. Ayer se accidentó Eduardo Giraldo.


-¿El tuerto? ¿Nuestro amigo?
-No es tuerto, es bizco.
-¡Ah! ¿Grave?
-Una sierra eléctrica se rompió y le cortó en
un brazo.
-¿Grave?
-No. Lo curaron y siguió trabajando. Pueda
ser que no se le infecte. Aunque esas sierras
son muy limpias.

97
Cuentos Colombianos

La vida de ellos era rutinaria. Había llegado a ese


punto en que todo va transcurriendo sin tropiezos:
el padre trabajando, cumpliendo sus deberes; los
hijos creciendo, conociendo la vida, los días pasan-
do, el río fluyendo; todos envejeciendo y en el puer-
to, los barcos, las lanchas, planchones y canoas en-
trando y saliendo. Jesús había terminado con elo-
gios y admiración la primaria. Mario, el menor, cur-
saba ya el tercer año de primara. Don Jesús era ya
persona conocida y apreciada en el puerto, y Luz
María se había convertido en una mujer bella, ma-
dura y seria.

La amistad con la señora Vargas, quien se había


casado y tenía un hijo precioso, se afianzaba. Un día
ésta visitar a Luz María; una de esas visitas que se
hacen las señoras, sin objeto definido. A conversar,
a pasar la tarde juntas. Justo es reconocer que la
señora Vargas habíale tomado cariño a Luz María,
pues se cruzaban visitas con frecuencia, y el esposo
de Josefina que tenía una pequeña farmacia que le
servía al pueblo, trataba a Luz María con respeto y
amistad, vendiéndole, cuanto ella lo requería:
mejorales, algodón antiséptico, cuando más; era lo
único, porque la salud de Luz María y de sus hijos
era excelente.

Esa tarde, después del saludo, Luz María le ofre-


ció una de las dos sillas de la sala y se sentaron a
conversar. Inmediatamente la señora Josefina le pre-
guntó por sus hijos.

-Chucho, como le decimos a Jesús, está en el pa-


tio leyendo. Mario está en la escuela y el padre en el
trabajo.

98
El pez negro

-¿Qué piensas de Chucho? ¿Qué lee?

-Pensar, lo que decimos pensar, nada. Tiene cerca


de trece años. Aquí no hay colegio. Seguiría el bachi-
llerato pero no tenemos dinero. Habrá que esperar a
ver si consigue algún trabajo – respondió Luz María.

-¿Y qué lee?

-Todo lo que cae en sus manos. Novelas, cuentos,


versos, historias, todo. Algunos de sus amigos le pres-
tan los libros que a ellos les regalan y él los lee por ellos.

Josefina se echó a reír. –Consiguieron lector gra-


tis, entonces – comentó Josefina.

-Le sigue gustando el estudio pero aquí no hay


bachillerato. El papá y yo lo comentamos muchas
veces, pero no sabemos qué hacer.

-Mira Luz María, siempre es un milagro que a un


niño le guste la educación, es decir, ir a la escuela,
levantarse temprano, hacer tareas, presentar exá-
menes y privarse de juegos, idas al río o a jugar ba-
lón. Pero cuando se da el milagro de que a un mu-
chacho le guste aprender cosas nuevas para él, asis-
tir a la escuela, es una bendición del cielo, y no apro-
vechar esa gracia divina es hasta pecado. – dijo
Josefina con tanta sinceridad que Luz María se sin-
tió conmovida.

-Bien. ¿Y qué podemos hacer nosotros en este des-


tierro?

-Bregar a llevar a este muchacho, que es un mila-


gro del Señor, a un colegio de Medellín. Allá hay co-

99
Cuentos Colombianos

legios para ricos y para pobres. Todos buenos. Yo


me eduqué allá. Claro, me quedó más fácil porque yo
nací allá.

-¿Y cómo viniste aquí? Preguntó Luz María con


curiosidad.

-¡Hay mija! Es toda una historia: Benjamín estu-


diaba farmacia en la universidad de Antioquia. Cuan-
do se graduó estaba loco por mí. Me dijo que iría a
trabajar al otro lado del mundo si yo me casaba con
él. Es un buen muchacho, sin vicios, serio y consi-
guió ser asistente de un viejo que era el dueño de
una farmacia aquí, en el puerto. Se vino para acá. El
viejo Esteban Galindo, murió hace tres años y la fa-
milia de Benjamín le compró el negocio y nos casa-
mos y aquí estamos.

Luz María recordó al farmaceuta. Era flaco, alto,


de pelo rubio y más feo que bonito. Josefina iba a
seguir hablando, olvidada de Jesús, el niño que ad-
miraba tanto, pero Luz María la volvió a encaminar
acerca de su hijo.

-Pero, ¿Qué hago yo con Jesús? Preguntó Luz


María.

-¡Ah! Verdad que estábamos hablando del niño.


Es que soy así. Me elevo. Perdona. Te voy a decir lo
que podemos hacer – contestó Josefina. Primero,
como te dije, en Medellín hay colegios para pobres y
para ricos. El más famoso de los colegios populares
es el Liceo Antioqueño. Recibe a todos los niños que
hayan ganado el quinto años de primaria y su edu-
cación es la mejor. Recibe a blancos, trigueños, ne-

100
El pez negro

gros, indios y todos son iguales: si estudian pasan,


si no, salen. Es el colegio más democrático que pue-
des encontrar.

-¿Es muy caro? – preguntó Luz María.

-No mija, es gratuito para los pobres. Claro, como


hay ricos que lo prefieren, a ellos les cobran en pro-
porción a sus bienes.

Mientras Josefina hablaba, Luz María pensaba en


qué forma podían ellos aprovechar esas oportunida-
des que la señora mencionaba. Primero hablaría con
Jesús, su esposo, apenas llegara. Era miércoles del
mes de octubre de 1934. Precisamente esa tarde lle-
garía de los aserríos. Le contaría todo cuanto Josefina
le contaba. Ahora era ella la que se estaba elevando
de la conversación. Entre sus pensamientos escu-
chó algo sobre una casa llamada La casa del estu-
diante – volvió de sus diálogos con don Jesús, a es-
cuchar claramente lo que le decía Josefina.

-¿Que hay una casa de estudiantes donde reciben


estudiantes de otros lugares? – preguntó interesada.

-Si. Queda cerca de la Catedral de Medellín – res-


pondió Josefina. Es la casa de doña Sofía Ospina de
Navarro, una señora rica que le ayuda a los estu-
diantes pobres.

-¿Y reciben negros también?

-Negros, indios, blancos, a todos los que quepan


en una casa grande que ella sostiene. Ofrece desa-
yunos, almuerzo y comida y arreglan sus ropas.

101
Cuentos Colombianos

-¡Ave María! Pero esa señora debe ser muy rica.

-Yo no sé cómo lo hacen. Creo que es un grupo de


benefactoras.- Dijo Josefina.

Como a las seis y media de la tarde vio entrar a su


marido, Jesús. Venía sudoroso, sucio, descalzo y con
un racimo de plátanos pintones al hombro. Los dos
hijos exclamaron al verle:

-¡Papá!

Él descargó el racimo y los abrazó. Luz María, que


estaba en la cocina, a las voces de sus hijos salió
llena de alegría. Lo abrazó. Lo besó y se quedó mi-
rando el racimo de plátanos.

-¿Pescaste esto en el río? Le preguntó muerta de


la risa.

-Lo compré por veinte centavos, aquí en el male-


cón. Respondió riendo.

Él dijo que se iba a bañar.

-¿Sin tomarte ni un caldo?

-Como cuando esté limpio, preciosa.

La mujer salió en dirección al marido a conseguir-


le ropa limpia.

Jesús le pasó su brazo derecho a Mario y le dijo:

-Vení te explico los quebrados.

Mario contestó: - ¿Ahora?

-Ahora, ¡perezoso! Ambos se rieron.

102
El pez negro

Esa noche hablaron los cuatro en la sala sobre la


visita y las noticias que había escuchado Luz María
de Josefina.

-Ella dice - contó Luz María – que nosotros no de-


bemos perder las capacidades ni el ánimo de Jesús
en el estudio, y debemos pensar en ponerlo en un
colegio de Medellín para que haga su bachillerato.
Que allá hay un colegio, el Liceo Antioqueño, que
reciben a los niños pobres pero aplicados en el estu-
dio, que en este octubre son las inscripciones; que
debemos viajar allá. Y que hay una Casa del Estu-
diante, que recibe a los alumnos pobres, con alimen-
tación y arreglo de ropa, si el muchacho es buen
alumno como Jesús.

El padre pensó por un momento. Su hijo Jesús lo


miraba; luego miró a su madre y vio que ella espera-
ba la opinión suya.

-¿Eso si será cierto, hija? Preguntó desconfiado.

-Así me lo aseguró esta tarde Josefina.

-Pero ¿cómo hacemos para averiguar si es cierto?

-Darle fe a la señora Josefina, que adora a Jesús


desde el colegio y no tiene más interés que el de ayu-
darnos – dijo Luz María.

-¿Cómo podemos ir a Medellín, nosotros, que no


conocemos nada? – dijo Jesús.

-Yendo uno de nosotros, con el niño a averiguarlo


– dijo Luz María.

103
Cuentos Colombianos

Ella, en ese momento, estaba decidida a todo. Miró


a su hijo, que tenía catorce años y que casi la alcan-
zaba en estatura, preguntándole: ¿Tú quieres estu-
diar más, hijo?

-Yo quisiera estudiar toda mi vida, mamá – res-


pondió Jesús.

La madre se sintió conmovida y por primera vez


en su vida, sintió que sus lágrimas le humedecían el
rostro.

Todo lo que me refieres me parece importante, hija,


le dijo don Jesús, el padre; mientras su hijo pensaba
callado y cabizbajo. De pronto levantó la cabeza, miró
alternativamente a sus padres, y le dijo:

-Y si yo fuera solo, a Medellín, buscara el Liceo y


la Casa del Estudiante, averiguara todo y viera si es
posible estudiar allá, ustedes me lo permitirían.

El padre se puso de pié en silencio. Caminó dos


pasos por la sala. Tornó a mirar a su mujer que per-
manecía en silencio. Muchos pensamientos cruza-
ban por las mentes de todos: ansiedad, resolución,
temor, imaginaciones extrañas de Luz María sobre
su hijo, sobre los peligros; había oído decir de la
multitud de obstáculos, en esa ciudad que ninguno
conocía verdaderamente pero imaginaban monstruo-
sa. Ladrones. Degenerados. Persecución a los negros.
Todo esto la fue llenando de pavor, de terror de esa
ciudad desconocida por todos.

-No mijo, sería lo último que haríamos, dejarte ir


solo a esa ciudad. No. Prefiero que trabajes aquí de
paje, de ayudante en alguna parte: en el embarcade-
104
El pez negro

ro, en una tienda, haciendo mandados, en cualquier


cosa, pero donde yo te vea todos los días. Dijo esto y
se soltó a llorar.

Don Jesús intentó hablar, pero guardó silencio.


Estaba tan conmovido como su mujer, pero no lloró.
Miró a sus hijos y a su esposa, inclinó la cabeza.
Pensó por unos minutos qué había traído el llanto a
Luz María. Sintió lástima de todo: de su pobreza, de
su familia, de sí mismo, por no poder hallar una so-
lución a la situación. De pronto, detuvo sus pasos.
Miró a su alrededor y le dijo:

-¿Por qué no vamos mi hijo y yo a Medellín, averi-


guamos las cosas en el Colegio y en la Casa de Estu-
diantes y volvemos en tres días? Yo creo que no po-
demos ahogarnos en un pozo de sapos. Yo voy a ha-
blar con el señor Laverde. Que me dé tres días que
yo se los pago después. Yo tengo en el trabajo quien
me reemplace y salimos mañana jueves el mucha-
cho y yo.

Esa propuesta reanimó al grupo. Todos la creye-


ron posible. Era miércoles a las siete de la noche. Yo
hablo con el señor Laverde a las ocho de la mañana.
Mientras tanto Luz nos prepara unas mudas y Jesús
compra los pasajes para el tren de las diez de la ma-
ñana. Son ocho horas, llegamos de noche, buscamos
un hotel y mañana estamos en el colegio y allá mismo
averiguamos lo de la casa de estudiantes.

Esta propuesta les pareció a todos aceptable. Luz


María pensó que era como una iluminación. La acep-
taron, comieron todos con ánimo y se acostaron to-
dos pensando en el día siguiente.

105
Cuentos Colombianos

Luz María preparó un maletín de cuero con dos


vestidos y los otros accesorios para cada uno. Tuvo
tiempo de freír un pedazo grande de pescado, dos
arepas y una botella de gaseosa para que comieran
en el viaje. Esperó que volviera Jesús de su conver-
sación con el señor Laverde.

El diálogo con el señor Laverde fue muy corto:

-Tengo necesidad urgente de viajar a Medellín hoy.


Voy a buscar colegio para mi hijo Jesús que quiere
estudiar. Le dijo don Jesús al señor Laverde, su pa-
trón.

-¿Hoy?

-Hoy.

-Imposible don Jesús.

-¿Por qué?

-Porque yo lo necesito allá. No en Medellín.

-Son tres días nada más, que yo se los pago más


tarde.

-Imposible.

-Yo necesito esos tres días desde hoy hasta el sá-


bado. Me los descuenta de la paga.

-No – dijo cerrado el patrón.

-Es un favor. Se lo ruego.

-No. Yo no hago favores.

106
El pez negro

-Es por la educación del muchacho.

-A mí no me importa la educación. Usted es un


peón y debe cumplir con su deber.

Don Jesús no salió del despacho. Lo pensó. Luego


dijo:

-Entonces, señor Laverde, yo me voy sin permiso.


Si quiere liquidarme, le ruego que con un mensajero
le haga llegar a mi mujer mi liquidación. Hasta luego.

Salió de la oficina a las ocho y media de la mañana.

A las nueve estaban todos en la estación del ferro-


carril esperando a que el tren saliera. Todos estaban
en silencio. Los embargaba la tristeza. El padre esta-
ba triste, asustado, le faltaba esa mañana, como una
palabra de consuelo. Su alma pasaba por la situa-
ción más triste que había sentido: no conocía el tren
sino de lejos, se sentía desasosegado, temeroso, asus-
tado, sin deseos de viajar pero urgido por las cir-
cunstancias. Temía dejar a Luz María sola, o sola-
mente con su hijo menor. Miró a Jesús, el estudian-
te y lo vio relativamente alegre, lleno de esperanzas,
audaz, decidido, ansioso, como si quisiera en ese
mismo instante elevarse al cielo, estar ya en Medellín,
jugándose su suerte. Luz María, que tampoco había
subido al tren, estaba como él, silenciosa, disimu-
lando su temor dándole caricias a su hijo menor que
los miraba a todos como a desconocidos y se entre-
tenía viendo los pájaros que en el bosque cercano
jugaban su juego de alas. Definitivamente el más au-
daz, más decidido y como más esperanzado era Je-
sús, el viajero que iniciaba su aventura. La primera

107
Cuentos Colombianos

aventura de su vida. Sentía, no sabía por qué, que


su vida futura sería amable; era como si fuera a cam-
biar de mundo, un nuevo sol, otras riveras lo espe-
raban y no quería recordar ni su vida anterior, n sus
pescas con red en el río solitario, ni los llamados
insistentes de sus padres. Por alguna causa, él ya se
sentía en su viaje con el alma llena de ilusiones.

Jesús, el niño, el estudiante, llevaba los tiquetes


en el bolsillo de su pantalón. Estaban todos senta-
dos en una banca del salón de espera. De pronto,
sonó una campana como la del colegio y la voz varo-
nil de un joven vestido de dril azul oscuro dijo:

-Listos para subir al tren.

Entonces todos vieron la máquina aproximándose


a la estación. Luz María que nunca se había separa-
do de su esposo durante quince años, la mujer que
le dijo hacía tanto tiempo que viviría con él hasta la
muerte, no resistió y los niños vieron como su ma-
dre envuelta en lágrimas se colgaba del cuello de
Jesús, el padre, y lloraba sin importarle nada que
ella, esa negra alta y todavía hermosa, se agarrara al
cuello de su hombre negro también, pero que era su
esposo legítimo, y que en medio de su pobreza la
había hecho feliz.

-Cálmate, hija. Yo vuelvo el sábado. Pídale a Dios


que nos vaya bien a todos. Los dos hijos la abraza-
ron y Mario, el menor dijo:

-Viaja tranquilo papá que yo cuido a mi mamá.

Todos guardaron silencio. Luz María suspendió el


llanto. Jesús, el estudiante, lo abrazó y le dio un beso
108
El pez negro

en la mejilla. Hubo una despedida corta y los viaje-


ros subieron al tren sin perder de vista a la pareja
que quedaba en la estación.

Todo era nuevo para el padre y el hijo. Los montes


que atravesaban. Los puentes majestuosos que cruza-
ban. Las haciendas ganaderas, las montañas ver-
des, arborizadas y lejanas. Las estaciones donde se
detenía el tren por cinco minutos. Las vendedoras
de hojaldras y empanadas en las estaciones. Y la nos-
talgia del viento corriendo con las ventanillas que
parecía llevarse todo cuanto la memoria guardaba.

¿Qué estarían haciendo a esa hora a esas horas


Luz María y su hijo? Pensaba don Jesús, mientras
veía pasar por las ventanas los viejos maizales, los
ganados dispersos sobre las cañadas y hondonadas.
Había hablado con su hijo por pocos minutos. Toda
su atención estuvo ocupada en el inmenso y soleado
paisaje que a cada momento se veía pasar.

-¿Y qué más le dijo su madre del colegio, hijo?

-Que es el mejor colegio de Medellín.

-¿Cómo es que se llama?

-El Liceo Antioqueño.

-¿Le dijeron donde queda?

-No sé papá. Pero eso lo averiguamos.

-¡Claro! ¡Claro! “Preguntando se va a Roma”, dice


la gente. Y de la tal casa de estudiante ¿qué le dijo?

109
Cuentos Colombianos

-No mucho. Que es una obra de una señora que


se llama Sofía Ospina de Navarro. Es una obra de
caridad.

-¡Aja! Gente buena que hay, hijo.

En el camino comieron el fiambre que les preparó


Luz María. Una sola vez fue don Jesús al baño. El
hijo le preguntó:

-¿Cómo es el baño?

-Un hueco por donde se ve pasar a toda velocidad


el empedrado de la vía.

-¿Empedrado? ¿Esto va sobre piedras?

-Entre los rieles hay piedras.

-¡Qué raro! Los ingenieros saben mucho.

-Y a usted Jesús ¿qué le gustaría ser: ingeniero o


médico?

-Si yo pudiera escoger, médico, papá.

-¿Por qué?

-Se puede ayudar más a los pobres.

-¡Aja! Eso como que va en gustos. A mí me gusta


mucho la ingeniería. Eso de hacer ferrocarriles, bar-
cos, edificios, es muy bello.

Don Jesús Londoño Buriticá, era su nombre com-


pleto. Había sido maderero toda su vida. Empezó al
norte de Antioquia, en los límites con el Chocó. Su

110
El pez negro

madre lo llevó al Chocó a los doce años y allí trabajó


en cosas del monte asta que se hizo aserrador. Allá
lo conoció don Jesús Laverde y lo contrató para tra-
bajar en los bosques cercanos a Puerto Berrío. Aho-
ra iba peleado con don Jesús, el padre de su patrón,
que era don Jesús Laverde, también. En verdad no
le importaba. Había ocultado su discusión con el
señor Laverde antes de salir del puerto. Es decir, que
solamente él sabía que estaba sin trabajo. Pero es-
peraba que en Medellín le fuera bien con su hijo y él
volvería al puerto a arreglar las cosas con su patrón
o a buscar otro trabajo.

Llegaron a las nueve de la noche a la Estación


Cisneros. Recogieron su maleta y salieron a la calle.
Era un parque muy concurrido. Al fondo escuchó la
música de Alfonso Ortiz Tirado. La misma música
que se oía en el puerto. Antes de dejar la Estación, le
preguntó a un muchacho por un hotel.

-¡Uy! Hay muchos. Siga por esta misma acera y se


encuentra con el hotel La Paz. Allí hay buena esta-
ción. Siguió adelante y halló el hotel. Era limpio,
amplio, de un solo piso, pero la casa era grande. Una
muchacha lo atendió. Dijo que necesitaba un cuarto
con dos camas.

-¿Va a pasar la noche aquí, o el cuarto es para


varios días?

-Probablemente hoy y mañana, señorita.

-El día completo va a 10 pesos cada uno.

Al día siguiente, gracias a algunas indicaciones


llegaron al colegio. Estuvieron haciendo parte de una
111
Cuentos Colombianos

fila de más de cuarenta personas esperando que


abrieran la oficina de admisiones de los alumnos del
primer grado del Liceo Antioqueño. La fila iba hasta
el centro del patio principal, se movía a una veloci-
dad de un alumno cada diez minutos. Ni el padre, ni
el hijo estaban desanimados. Esperar era para ellos
un asunto conocido. Hasta siete horas les tocaba
esperar que un bote, una canoa o un planchón les
pararan para viajar al puerto cuando vivían en el
destierro de El Príncipe. Fueron los penúltimos en
ser atendidos. A las doce se detuvo la fila hasta las
dos de la tarde. Don Jesús se turnaba con su hijo y
aprovechaba para traer bananos, una rosca de
pandequeso al que estuviera de turno. A las cuatro
de la tarde los atendieron. El padre que, lleno de or-
gullo, llevaba las notas obtenidas por su hijo, las en-
tregó por una ventanilla y escuchó que leyeron: Cin-
co en todo.

Quien anotaba, preguntó: ¿Cómo dice?

-Que cinco en todo.

Nombre: Jesús Londoño Ortiz

Escuela: Central de Puerto Berrío.

Estatura: Uno con setenta.

Color: Negro.

Edad: Catorce años.

Padres: Jesús Londoño y Luz María Ortiz.

¿Casados? Casados.

112
El pez negro

Entrégueles las instrucciones (dijo el señor que


recibía la información).

Una señorita blanca, de cara bien dibujada, miró


con simpatía a Jesús, él no sonrío. Estaba más asus-
tado que un becerro viendo a un tigre. Recibió un
cuaderno de instrucciones y fijaban la fecha de en-
trada el 20 de enero de 1935.

Aquel acto. Aquel momento. Constituyó lo más no-


table, memorable e importante en la vida de Jesús
Londoño. Ni los grados posteriores que recibió. Ni
los servicios que prestó a la comunidad negra de Co-
lombia, ocuparían en su memoria un lugar compa-
rable a esa fecha en que fue admitido en el Liceo
Antioqueño. Viviría muchos años más; sufriría dolo-
res y penas y muertes dolorosas. Nada en su vida
superaría esa alegría, ese triunfo, esa victoria, que
significaba tener en sus manos la autorización para
pertenecer al Liceo, y llegar a ser parte, en menor
escala, de la Universidad de Antioquia.

Así era la gratitud que sentía. Ser que podría lle-


gar a ser bachiller, y luego profesional, y después
servidor de su comunidad. Hombre culto. Ciudada-
no de bien. Sus esperanzas no cabían en su cuerpo,
y salieron como mudos, llevando el cuaderno de ins-
trucciones a esa plazuela poblada por niños como él,
cada quien con sus sueños, sus esperanzas y sus
fantasías. Instintivamente se orientaron al hotel, sin
saber en donde estaban. Vieron la iglesia de San Ig-
nacio y recordaron la ruta que los había traído desde
el hotel al Liceo. Caminaron despacio, en silencio,
cada cual con distintos pensamientos: el niño pensó
en su futuro. Varias veces se detuvo a apreciar el

113
Cuentos Colombianos

imponente edificio del Liceo. Miraba las calles, las


casas, los pequeños edificios y la circulación de los
automóviles que casi lo mareaban.

Salieron de la Plazuela y como si ambos conocie-


ran el camino dieron con la pensión. Eran las cinco
de la tarde.

-¿Por qué no vinieron a almorzar? Les preguntó


una señora del servicio.

-Logramos inscribir a este muchacho en el Liceo


Antioqueño para el año entrante. A eso veníamos.
¿Cómo nos podemos regresar al puerto?

-El próximo tren saldrá mañana a las 7 de la ma-


ñana.

-Entonces vamos a descansar.

-¿A las cinco de la tarde?

-Sí señora, estamos rendidos. La mujer miró al


hombre y luego al muchacho. Se quedó pensando y
tranquilamente les dijo:

- Como ustedes quieran.

Desayunaron a las seis de la mañana. Estuvieron


listos a las siete, cuando el tren estaba ya poblado
de pasajeros.

-¡Y no averiguamos el asunto de la casa estudian-


til, o como se llame eso! Comentó el padre.

-Papá, es octubre, tendremos que volver después


de diciembre para averiguar eso. Hicimos lo más
importante. Luz María se va a alegrar mucho.

114
El pez negro

-Si hijo, pero yo estoy pensando muchas cosas


sobre eso. ¿Recuerdas al tío Ricardo, el que vino a tu
primera comunión?

-Sí, papá.

-Pues yo pienso que Richi vive en Medellín. Él es-


taba estudiando mecánica de carros cuando nos vi-
sitó. ¿Dónde estará ahora? ¿Tal vez en esta ciudad?

Luego de un rato de silencio le dijo a su hijo:

-Tú no recuerdas que él habló algo sobre unas cla-


ses que recibía, ¿de qué?

-Yo recuerdo que habló de mecánica de carros.

-Eso es. Él es mecánico de carros – dijo el padre.

Yo no te he contado quien es Ricardo, al que le


decimos Richi. Él dejó la casa apenas de diez años.
Tenía un temperamento independiente, algo hermé-
tico de esos que no hablan sino lo preciso. Mientras
yo subía por el monte, conociendo árboles y cami-
nos, él se tiraba en el arenal del río y leía ya despacio
una revista vieja que tenía un carro desarmado. Yo
no sé quién llevó a mi casa esa revista, debió ser
muy vieja, pero en eso se entretenía horas y horas.
De pronto Richi se voló de la casa, unos dicen que
fue por los caminos que salen al pueblo antioqueño
Bolívar, y que de allí salió para Medellín. Pero algo
tiene extraño, como adivino o brujo, porque cuando
yo estuve ya trabajando con el señor Laverde, me
hizo saber que estaba estudiando en Medellín en una
escuela de artes y oficios.

115
Cuentos Colombianos

-¿Cómo se sostenía? ¿Quién le ayudaba? Nadie lo


sabe. Fue aventurero. Dicen que mujeriego. Pero se
defendía por sí solo, hasta que apareció en el puerto
vestido todo de blanco en tu primera comunión hace
seis años, con un vestido que no te sirvió, te quedó
estrecho porque pensaba que eras un muchacho
normal y se encontró, para tu edad, con un gigante.

Llegaron a las siete de la noche. El puerto hervía


de gente. Nadie sabía de dónde salía tanto movimien-
to, tanto ruido, tanta música en las esquinas. Obre-
ros, braceros, tenderos, radiolas, gente ebria y otra
conversando voz en cuello. Al papá le vio el joven un
paquete en la mano cuando bajaron del tren. El
muchacho llevaba la maleta.

-¿Qué es eso papá? Preguntó Jesús a punto de


llegar.

El padre se llevó el índice indicando silencio.

-Se me olvidó – le dijo – un regalito para Luz Ma-


ría. En Caracolí le compré una hojaldra por ver si
esto la calma.

Su hijo sonrió. Era viernes en la noche. Ella los


esperaba el sábado. Pero su alegría fue inmensa al
verlos.

-¿Cómo les fue? ¿Pudieron hacer todas las vuel-


tas? Preguntó ansiosa. Mario los abrazó y se puso
feliz al verlos.

-Casi todo, hija – respondió Jesús. Pero lo más


importante fue que pude inscribir a Jesús en el Li-
ceo. Es un edificio imponente y por lo que escuché,
116
El pez negro

es el más importante colegio de Medellín. Es, mija,


para pobres, ricos, negros, blancos, indígenas y has-
ta para extranjeros. Es una maravilla en orden y aten-
ción. Ayer estuvimos esperando el turno desde las
ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Co-
míamos chucherías en el día pero al final llegamos.
Hubo una fila de casi cien personas: muchachos,
padres de familia, indios con sus faldas; negros su-
dando, y todos con ese espíritu de llegar al cielo.

-¿Tanto quiere la gente la educación?

-Así, hija, y más. Toda la gente quiere saber algo,


dijo el padre, como si hubiera leído alguna vez a
Aristóteles. “Todos los hombres desean naturalmen-
te saber”, escribió el filósofo.

El padre recordó que la averiguación sobre la casa


del estudiante no había sido hecha. Entonces le re-
cordó a Luz María la persona de Ricardo, el cuñado.
¿Tú sabes, por casualidad, dónde está Richi ahora?
Es que tengo la malicia de que cuando estuvo aquí
hace seis años, en la primera comunión de Jesús, él
dijo dónde estaba. La mujer trató de recordar, y al
cabo le dijo:

-Creo que en Medellín… si. En Medellín. Allá tiene


un taller de mecánica, eso dijo. Como habla tan
poco… ¿Para qué necesitas a Richi, hijo?

-Porque si Richi tiene casa en Medellín, yo podría


arreglar con él para que tuviera a Jesús cuando él
empiece sus estudios y no haya que buscar las ca-
sas de caridad, como dijo la señora Vargas. Esto era
una muestra de orgullo que le era característico.

117
Cuentos Colombianos

¿Pero dónde vivirá, en qué condiciones? ¿Podrá ayu-


dar al muchacho? Esto debía definirlo antes de la
fecha de entrada al colegio de su hijo.

Como era sábado y Luz María no había recibido


ningún pago de parte del señor Laverde, fue al a ofi-
cina de pago a reclamar el suyo de los tres días que
esperaba. Hacía cuenta de que eran unos cinco pe-
sos. Le quedaba la tarea de buscarse otro trabajo en
el puerto o en el río. Sin rencor, sabiendo que había
sido la culpa de Laverde, entró con la cabeza alta a
la oficina. Su sorpresa fue grande cuando el pagador
le dijo:

-Este es su pago, don Jesús, y me pidió el señor


Laverde que si usted venía que por favor le dijera que
lo esperaba en la oficina. Recibió su sobre y le dijo:

-¿Puedo seguir?

-Por supuesto don Jesús. Oyó que le decían.

Subió dos escalones y vio al señor Laverde tomán-


dose un café. Era alto, robusto, blanco y canoso.
Miraba fijamente a los ojos y escuchaba con aten-
ción:

-¿Cómo le fue por Medellín? Le dijo.

-Bien señor. Pude inscribir al muchacho en el Li-


ceo Antioqueño. Empieza su bachillerato en enero.
Eso me tiene satisfecho.

-¿Ya tiene trabajo?

-No señor.

118
El pez negro

-Vuelva a su puesto, don Jesús, si todavía le inte-


resa. Y le concedí permiso hasta el lunes y le recono-
cí los tres días. ¿Ya recibió su pago?

-Acabo de recibirlo don Jesús y no he abierto el


sobre.

-Bien. La educación es una bendición. Yo no tuve


sino el hijo que usted conoce. Vive en Bello de allí
despacha madera para Medellín. Está casado, no
quiso estudiar y sus hijos tampoco. Por eso yo admi-
ro a los que estudian. ¿A su hijo le gusta estudiar?

-Sí, señor.

-Afortunado usted. ¿Es alto como usted?

-Tiene catorce años y mide 1.70 metros.

-¡Qué maravilla! Le deseo mucha suerte.

-Gracias señor Laverde.

-Salúdeme a Luz María y felicítela también.

-Gracias señor.

Salió de la oficina, que era un reburujo de tablo-


nes de diversas maderas, chicotes de guayacán, un
zurriago colgado de la pared y un escritorio lleno de
papeles. Pero era exportador de maderas preciosas y
cada mes un barco zarpaba de Puerto Berrío destino
con a Barranquilla, llevándose parte de la riqueza de
Colombia. Don Jesús Londoño salió. Abrió el sobre y
vio diez pesos. Se alegró. Le contó a su mujer y a los
muchachos y se aprestó para volver a su trabajo.

119
Cuentos Colombianos

Sabía que allí no había pasado nada.

La vida se rutiniza en todos los oficios. Hay saltos


y sobresaltos, pero la esencia de la vida es pasar.

Yo estoy intentando contar una vida que ya pasó, dejándome una


huella profunda que comunico a mis pocos lectores. Hoy son recuerdos,
memorias pasadas de un hecho que ocupó una fracción insignificante del
tiempo. Mañana ya será historia, pero estuvo llena de vicisitudes, saltos,
contradicciones, temores, vergüenzas. Días de hambre, miseria y sole-
dad, pero fue una vida. Lo que hacemos muchos hombres es revolver la
historia, que es el paso de la misma vida, en busca de un ser humano o de
un pueblo que sufrió por la indiferencia de sus contemporáneos y contar –
muchas veces sin gracia ni creación – la vida de seres oscuros que vivie-
ron, lucharon, tuvieron ideales y pasaron sin ningún recuerdo al olvido.
¡Ah! El olvido es la voz de los humanos que mueren creyendo que hicieron
algo por sus vecinos y, en síntesis, es lo único que le da sustancia al
pasado.

Vendrán hombres, ilusiones, esperanzas, sueños. Ese día que espera-


mos será mejor y llega y es igual o peor, pero ya pasó. Sueño cumplido
es sueño pasado. Vivimos llenos de esperanzas: nombre, reconocimiento,
comentario benéfico, y soñamos en una gloria que solamente yace en nues-
tras almas. Yo estoy contando la vida de Jesús Londoño. Fue bella,
esforzada, brillante por su inteligencia, útil, muy útil, pero ya pasó. Fue
médico y amó a sus pacientes tuberculosos, leprosos, desnutridos en los
bosques más feraces del mundo. Pero ya pasó. De qué sirvió su esfuerzo,
sus viajes a pie cubriéndose con un abrigo viejo. Ya fue. Ya pasó. Fue un
hombre bueno. Pero la muerte disolvió sus huesos y ahora otros mueren de
los mismos males que él quiso combatir.

En una lancha motorizada estuvo instalado el lu-


nes a las cinco de la mañana, en compañía de otros

120
El pez negro

trabajadores que seguían la misma ruta, río abajo,


con destino al paso del Príncipe, donde tenía ropa de
trabajo, en su antigua choza que ocupara Luz María y
sus niños. Un banco de neblina posado sobre el río
dificultaba un poco la marcha. Pero la lancha con su
luz difusa delantera, rompía la oscuridad y avanzaba
a buena velocidad sobre el río que fluía silencioso.

Al amanecer, cuando ya se veían los arenales de


las orillas y los pájaros en bandadas de colores atra-
vesaban la ruta de un lado al otro del río: pericos,
guacamayas, palomos que madrugaban buscando
sembrados de maíz, le daban al recorrido un aire de
paseo. Don Jesús no fumaba, pero aspiraba con agra-
do las bocanadas de humo de tabaco de algunos de
sus compañeros, algunos de los cuales le eran cono-
cidos, aunque trabajaban para otros patrones. El sol
empezó a verse entre los árboles de las riveras y un
calor húmedo se sintió sobre los cuerpos de todos.
La tendencia general era de silencio, aunque de vez
en cuando uno de los trabajadores entonaba trozos
de una canción vieja, de la cual repetía una estrofa.
Parecía que estaba enamorado de una muchacha de
ojos verdes.

“Verdes como los llanos eran tus ojos


Verdes con dicen que es la esperanza.
Verdes como la mar cuando en las tardes”…

Repitió estos versos varias veces, pero no pasaba


de allí. Un compañero que iba a su lado le decía,
¡bravo! La próxima vez nos cantas otra estrofa… y
todos reían.

121
Cuentos Colombianos

Don Jesús pensó en su hermano. Recordó que al


terminar la escuela primaria dijo que le gustaría
aprender mecánica de autos, pero en Quibdó en ese
tiempo había dos o tres autos y los otros medios de
transporte eran en carro de bestia o en canoa, si era
por el río. A poco, desapareció de su memoria. De
pronto, sintió que la lancha desaceleraba. Vio a lo
lejos su rancho, el mismo remanso hondo con sus
eternas ondulaciones de siempre. Le pareció ver a
Jesús, su hijo, atravesándolo a nado de apenas tres
años – descendió antes del remanso y se encaminó a
la choza.

-Salud, don Jesús – le gritaron de la choza siguiente.

-Salud, Salustino – respondió. Nos estaba olvidan-


do ¿No?

- No señor. Tuve que ira a Medellín a una vuelta


con mi hijo. Y ¿Cómo están todos por aquí?

-Bien. Bien. ¿Qué hay de doña Luz María?

-Están bien todos, gracias a Dios.

- Y ¿Qué hará hoy? Preguntó.

-Voy a afilar una sierra y a prepararme para mañana.

Entró a su choza. Toda estaba vacía. Sacó de un


cajón una olleta de cobre, prendió fuego e hizo café.
Eran las tres de la tarde y se puso a afilar con una
lima una sierra trocera amellada.

Volvió a pensar en su hermano Ricardo. Así es la


memoria. Uno quiere recordar algo, y éste solo deseo

122
El pez negro

inconscientemente se convierte en una obsesión. Se


va de la mente al objeto, entramos a hacer otras co-
sas. Aceptamos otros resultados. Nos proponemos
hacer algo. Aparentemente nos desentendemos de lo
que queremos recordar. Repetimos estos pasos va-
rias veces, pero, de pronto, vuelve el recuerdo del
objeto que queremos recordar. Entonces nos hace-
mos preguntas: ¿Fue ayer? ¿Cuándo? ¿Qué dijo so-
bre el asunto? ¿Sí lo dijo? Volvemos otra vez a olvi-
dar. Se nos borra de la memoria todo. Entran otros
pensamientos. Actuamos. Nadie sabe el movimiento
de las células cerebrales ordenando, cambiando po-
siciones, reorganizando las ideas presentes, pasadas,
de pronto, se obtiene una configuración que le rebe-
la a la conciencia la verdad buscada. Aparecen pala-
bras, recuerdos de lugares, personas, cosas y al fi-
nal, el recuerdo llega. Hay una calma. Un descanso,
y la verdad buscada aparece.

A don Jesús le pasó esto. Recordó el día de la pri-


mera comunión de su hijo, lo que hizo, lo que habló,
las palabras de Mario, las de Luz María, lo que él
dijo, lo que él le dijo, todo esto un día y otro día, y
pasan los días. Se aplica la memoria en otras cosas.
De pronto Luz María dice algo que lo lleva al recuer-
do que busca, y vuelve a hacerse presente la necesi-
dad de recordar. Pero viene a la memoria nítido lo
que se quiere recordar y todo parece claro, ordena-
do. Se forma la figura mental clara. Lo que Ricardo
dijo fue que había salido del Instituto Industrial
Pascual Bravo, con el grado de técnico en mecánica
automotriz. Que tenía su taller cerca del Bosque, un
lugar de recreo que existía en Medellín… Esta fue la
memoria que lo atormentó varios días y noches, ho-

123
Cuentos Colombianos

ras de trabajo, de descanso, charlas con su esposa,


con su hijo, hasta que, tras largo tiempo de conser-
var el anzuelo esperando una picada… Cayó el pez.
Se acordó de lo que muy claro le dijo Ricardo. Este
solo hecho, cambió el curso de los acontecimientos,
la suerte de Jesús, su hijo, la calma de Luz María
que venía pensando en lo que había dicho Ricardo
hacía seis años en la fiesta de la primera comunión
de Jesús.

Terminó de afilar la sierra, todo el tiempo pensan-


do en Ricardo. Al final se sintió satisfecho. Había
conseguido recordar nítidamente a Richi, y los múl-
tiples filos de la sierra parecían agujas de acero inoxi-
dable por lo agudos y brillantes. Ahora sí pudo pen-
sar en su hijo: viviría en la casa de su tío. Desde allí
iría todos los días al Liceo. Almorzaría en la casa
escolar y por la tarde volvería a la casa de su tío. Se
sintió satisfecho. En una tarde había resuelto el pro-
blema de su hijo. Si tuviera a Luz María allí, a su
alcance, le habría referido cuánto se atormenta uno
con la memoria incierta. Pero ya tendría tiempo de
explicarle lo que había conseguido ese tarde. Ahora
se explicaba lo afanes de su mujer sosteniéndole que
ella recordaba, así, entre gallos y media noche que
Ricardo, su cuñado, le había hablado de un bosque,
era El Bosque, un barrio de Medellín, por donde vi-
vía.

Cuando estuvieron juntos otra vez y ella supo lo


que había recordado Jesús estando en el monte, ella
recuperó su calma interior. Dio gracias al cielo y ce-
lebró con sus hijos la noticia. Ahora no tenemos sino
que volver a Medellín, averiguar donde es El Bosque,

124
El pez negro

conocer la familia de Ricardo, que se entiendan ellas,


las dos esposas, y arreglar las condiciones en que
ellos recibirían a Jesús para que él viviera allí. Acor-
daron que en diciembre irían todos a Medellín, a co-
nocer la ciudad y a pasar ocho días con sus familia-
res. Don Jesús volvió a su trabajo con ese ánimo que
le dio la noticia y resolución que había acordado con
su familia.

Dos días más tarde, estando en el bosque, le hi-


cieron saber que don Jesús Laverde lo estaba nece-
sitando en el puerto. Don Jesús Londoño arregló sus
cosas para irse al otro día a atender el llamado de su
patrón. En el puerto estuvo a las once de la mañana.
Subió directamente a la oficina del señor Laverde.

-Celebro verlo, Jesús – dijo - ¿Usted tiene incon-


veniente de viajar a Medellín, con viáticos, a hacer-
me una diligencia con los Barrenechez allá?

-No, don Jesús. ¿De qué se trata? Preguntó.

-Es arreglar con ellos un pedido de cedro blanco


para ser entregado en dos meses. Usted y yo acorda-
mos un precio, y usted lo negocia, bajándole hasta
un diez por ciento. Si no lo aceptan, usted se vuelve.
Recuerde que va como administrador de mi empre-
sa. Después va a la ferretería “Santamaría” y compra
cinco sierras trozadoras que necesitamos.

- ¿Cuándo puede salir? – preguntó.

-Mañana mismo, señor.

-Listo. Si necesita un día más, lo espero el viernes


aquí.
125
Cuentos Colombianos

-Si señor.

El negocio con los Barrenechea no tuvo inconve-


nientes. Tuvo que rebajar solo un tres por ciento.
Las sierras las compró inmediatamente, así que se
encontró con un día y medio de tiempo libre. Enton-
ces los aprovechó para buscar a su hermano, quien
vivía por los lados de El Bosque.

Preguntando, preguntando, descubrió el taller, R.


Londoño. Era una casa grande a la que se la habían
derruido todas las paredes, excepto un rincón don-
de, al parecer, había todavía dos cuartos. Se había
construido una balconada que dominaba todo el sa-
lón con escalas de madera y un pequeño corredor
que llevaba a una pieza. Había tres o cuatro máqui-
nas, tornos, fresadoras con sus operarios. En el pa-
tio al aire libre, varios automóviles, y era notable un
soldador intermitente que lanzaba lluvias de chis-
pas de fuego. Eran unos seis obreros. Ejes, rines,
cabezotes y grasa, aceite, mugre sobre un piso de
baldosa grabada de color rojo oscuro. Se escucha-
ban ruidos de martillos y por sobre todo, una músi-
ca argentina de arrabal… Se sintió desorientado. Sin
embargo, le preguntó a uno de los obreros, que eran
todos blancos:

-¿El señor Londoño se encuentra?

El obrero entendió de inmediato que era un herma-


no o familiar de don Ricardo. Era la una de la tarde.

-Él está – dijo – señalando el cuarto del balconci-


llo. Pero está dormido. ¿Por qué no viene a las cua-
tro? Usted es familiar ¿verdad?

126
El pez negro

- Soy su hermano. ¿Y puede dormir con tanto ruido?

- ¿Cómo le dijera?… es que está acompañado.

-Comprendo. ¿Él vive aquí?

-¿Cómo le dijera?…Él vive aquí, en el balcón o en


cualquier parte, donde lo coja la noche.

En ese momento se abrió la puerta del cuchitril y


salió precipitadamente una muchacha blanca, de
regular estatura, pintada y cabellos negros.

-¡Bruto! Me cogió la noche. – dijo. Adiós Armando


– le dijo al joven que hablaba con don Jesús. Me
cogió la noche ¿Qué horas son?

-La una y cuarto.

-Me van a echar…

-¿Quién es? Preguntó don Jesús.

-Una amiga del patrón. Es portera en el Hospital


San Vicente de Paul y le gusta hacer la siesta con
don Ricardo.

Don Jesús la vio partir: falda negra cortísima, blusa


roja. Los otros muchachos silbaron acompasados
cuando salió.

Al poco rato, se abrió la puerta del cuarto encara-


mado y salió la figura inconfundible de don Ricardo:
pantalones negros con tirantes negros para soste-
nerlos en la cintura, delgado, alto y negro. Quien veía
esta figura, estaba viendo a Ricardo Londoño, dueño
de un buen taller de mecánica. Soltero, enmozado
127
Cuentos Colombianos

pero de urgencias varoniles. Buena persona, pero in-


transigente. Al ver a don Jesús mostró alegría.

-¡Hermano! – gritó desde su balcón y empezó a


descender, pero don Jesús iba a su encuentro y algo
le dijo que lo hizo detener en el segundo escaño.

-Prefiero hablar contigo allá arriba, si no tienes


inconveniente.

-¡Claro! Jesús, ésta es tu casa, sigue. Se devolvió


los dos peldaños y lo esperó para saludarlo de abrazo.

Eran de igual estatura, aunque el más fornido era


don Jesús. Tal vez la vida al aire libre de éste era
más sana que la vida libre que llevaba Ricardo. El
diálogo fue en el cuarto diminuto, que contenía sola-
mente una cama, un espejo largo colgado de la pa-
red frente a la cama y un sanitario separado por una
cortina de tela azul.

-¿Tú aquí? – preguntó Ricardo.

- La vida, hermano, que junta hasta desapareci-


dos… en verdad vine porque te necesito con cierta
urgencia – dijo Jesús.

-¿Problemas en el puerto? – preguntó Ricardo con


cierta ansiedad.

-No. No trates de adivinar que no lo lograrás. Es


algo personal.

Ricardo descansó, pensó que era asunto de dine-


ro y esperó el golpe.

128
El pez negro

-Me sucede esto, Richi: hace seis años tú fuiste a


la primera comunión de mi primogénito, Jesús, ¿Lo
recuerdas?

-Claro que sí.

-Ya era una joya. Bueno, ese muchacho en la es-


cuela fue una especie de genio. Una amiga de Luz
María, mi mujer, la entusiasmó que lo entrara al Li-
ceo Antioqueño aquí. Yo vine hace ocho días a
Medellín y lo inscribí para el primer año, en enero
del año entrante. Logré que lo recibieran. Todos qui-
sieron conocerlo porque sacó cinco en todas las ma-
terias durante cinco años. Mi mujer y yo, lloramos
de alegría a cada momento. Ahora sabemos que en-
trará al Liceo el año entrante, 1934 y que luego será
médico. ¿No es esta nuestra mayor esperanza? Yo
no sabía que estabas instalado aquí. Ahora que lo
sé, he pensado que tú nos ayudes con el muchacho.
Es tu ahijado y tu sobrino.

-¿Cómo le puedo ayudar?

-Dándole, si tú quieres, posada en tu casa, para


que él pueda ir al colegio. Yo te puedo pagar algo
mensual por ese favor. Yo soy un peón pero he podi-
do sostener mi casa en el puerto y vivimos decente-
mente.

-Hermano – le dijo Ricardo: “Yo no tengo hogar”.


Vivo donde las putas. Yo soy un perdido… y apretó
el brazo de su hermano, como pidiéndole perdón.

Jesús inclinó la cabeza. Pensó en mil cosas, pero


lo venció el sentimiento. Obviamente no debía repro-
charle nada.
129
Cuentos Colombianos

-¿Pero tienes una mujer en especial? Preguntó.

-Todas son iguales, Jesús. Nunca se me ha ocu-


rrido pensar en eso. Este taller lo pagué en tres años.
Ahora vivo bien de él. Pero, dime, si estás buscando
una casa que reciba al niño ¿Por qué no alquilas
una casa aquí y traes a tu familia? Aquí los arrenda-
mientos son baratos y en eso si te puedo ayudar –
dijo – animado otra vez. O comprar una casa peque-
ña, bien situada. En eso yo te puedo ayudar.

-¿Y mi trabajo? Aquí no hay montes.

-Vendrás una vez al mes. Así vive mucha gente y


tú tienes una mujer muy buena y perdona que te lo
diga.

Quedaron en esto: Jesús volvería a su trabajo. Ri-


cardo quedaba encargado de buscar una casa peque-
ña, si mucho, de tres piezas, cercana al Liceo, barrios
que Ricardo conocía. En 1934 Medellín era pequeño,
con pocas fábricas y se veía iluminada por las noches
como una tacita de plata entre tantos cerros.

Mientras don Jesús le rendía cuentas al señor


Laverde y le entregaba las sierras que le había com-
prado en el almacén Santamaría; Ricardo sacaba una
hora de su trabajo y buscaba por Buenos Aires y
más cerca, la calle Niquitao, una casa mediana, con
todos sus servicios. El primer día que en su carro
viejo, Ford, pero bien arreglado, buscó una casa, li-
teralmente, se enamoró de una casita a seis cuadras
del Liceo, incluso con un subterráneo, que, en su
caso, podía usar para guardar repuestos. Entonces
usó sus dotes de negociante. Le pidieron por la pro-
piedad quince mil pesos al contado.
130
El pez negro

Empezó su trabajo:

-¿Usted sabe que en los proyectos más cercanos


del municipio, este barrio va a desaparecer? Yo tra-
bajé en el Departamento de Planeación hace dos años
y todo esto va a ser cambiado por una sola avenida.

-“Pues aquí me encontrará la tal avenida”. Estas


propiedades son muy costosas. Le dijo el vendedor.

-Yo le haría una propuesta por esta casa, si usted


no hubiera pensado que aquí hay oro enterrado.
¿Usted sabe cuáles son los precios que ofrece el
municipio por estas casas?

-No lo sé ni me interesa.

Silencio. El negro comprador enciende un cigarri-


llo Victoria. Le ofrece al vendedor. Éste lo acepta.
Fuman al tiempo.

-¿Usted dónde trabaja hora?

-Tengo un taller automotriz cerca de El Bosque.

-¡Ah! Al otro lado de la ciudad. Aquí no puede traer


el taller.

-Lo sé, es para una familia.

-¿Vive en el Chocó?

-No señor, está en Puerto Berrío.

-¡Ah! ¿Cuánto ofrece por la casa al contado?

-¿Quiere saberlo? Le doy peso sobre peso: diez mil.

131
Cuentos Colombianos

Esta casa no tiene donde sembrar ni una mata de


yerbabuena.

-NO. Pero está en el centro.

-El centro de Medellín, no se sabe donde va a que-


dar, señor.

-A usted le gustó la casa, súbale a la oferta y vuel-


va después.

-¿Por qué no le rebaja para que negociemos ya?

-Usted se colocó muy bajo. ¿Cuánto le sube?

-¿Cuánto le baja?

-Usted me parece una persona honrada.

-Gracias, señor.

-Bautista Gómez, para servirle.

-Ricardo Londoño, servidor.

El precio de la propiedad que compró don Ricardo


fue de doce mil pesos. La pintó. La arregló como para
pasarse al otro día y la cerró. Terminaba el mes de
octubre. Cuando se iniciaron los arreglos de las ca-
lles, casa y ambiente a causa de las festividades de
diciembre, Richi le gastó en iluminación y embelleci-
miento varios pesos. Estaba contento. Entonces sí
dejó encargado de su taller a su primer maestro y
viajó al puerto cargado de regalos para Luz María,
Jesús y sus hijos. Fue una sorpresa. Luz María lo
encontró tan viejo como lo creía. Vestía de blanco,
como lo hacen en la costa atlántica y a los mucha-
132
El pez negro

chos de Luz María les pareció simpático. La señora y


los muchachos le insistieron que pasara unos días
con ellos, ya que Jesús tardaba hasta el sábado. Él
les repartió los regalos pero se guardó para el sába-
do la noticia de la casa. Ricardo aprovechó varias
horas en hablar con los muchachos. Quería estar un
rato con el hijo mayor de Jesús, de quien le habían
hablado maravillas en Medellín.

La vida de Ricardo había sido variada y profunda.


Muy rápidamente había comprendido las mil y una
formas en que se divide la inteligencia humana. Tal
vez él era inteligente en una forma que le había ayu-
dado a sobrevivir y aún destacar entre muchos de
sus amigos y compañeros. No era rico, tal vez por-
que no ambicionaba dinero, sino que se conformaba
con un pasar. Pero cuando le llegaba mucho dinero,
lo dilapidaba en mujeres, en paseos, en viajes, en
amores, en cosas baladíes y sin mucho esfuerzo, lo
daba a ancianatos, a pobres vergonzantes, a misera-
bles. Pagaba bien a sus trabajadores, los sacaba de
líos. No temía al futuro. Sabía que llegará un mo-
mento en que no tendría nada y tampoco lo necesi-
taría. Sencillamente había vivido.

De pronto, entró Jesús, su sobrino, a la sala. Lo


observó mejor y le pareció que tenía su mismo tipo.
Su misma fisonomía. Alto, de hombros amplios, piel
delgada y morena, dientes blancos y el mismo aire
de su padre.

-Con que tú eres el gran estudiante de esta casa.


¿Qué piensas de la vida, hijo?

-La vida, tío, es una lucha entre el mundo y nosotros.

133
Cuentos Colombianos

-Y ¿Quién gana en esta lucha?, Jesús. – preguntó


Ricardo.

-Yo creo que la muerte, tío. La muerte acaba con


la vida. Dijo Jesús.

Entonces Ricardo que estaba animado con las res-


puestas del niño, cayó de pronto en uno de sus si-
lencios. Recordó su taller. Recordó a las muchachas
que iban a su taller en busca de una siesta activa y
unos pesos. Pensó en su vida: errante. Medellín,
Pereira, Cisneros, Bello y de pronto un como aban-
dono de sí mismo. Unas veces tenía suficiente dine-
ro. Otras, “Pilaba por el afrecho”, como él mismo de-
cía. Quiso hablar con su sobrino que, según todos,
era muy inteligente, pero le cerró el paso. Principió
por el final. Él no pensaba en la muerte. Aunque vio
morir a sus padres, eso no lo sacudió, no lo puso a
pensar. Estaba enamorado de una mujer casada y
se jugaba la vida por ella. Pero entre ellos no sucedió
nada y ahora no sabía si estaba muerta o viva. Tuvo
que aceptar que su sobrino, de solo catorce años,
era inteligente. Haría bachillerato en el Liceo. Pensó.

-Después del bachillerato ¿Qué estudiarás? Le pre-


guntó al muchacho que seguía silencioso hojeando
un libro.

-Después viene servir al prójimo. Contestó Jesús.

-Buen propósito, dijo el tío.

En eso, entró al saloncito Luz María con un poci-


llo de café en sus manos para Ricardo. Estaba her-
mosa. Éste la miró a los ojos, apreció lo bella que

134
El pez negro

era, desechó pensamientos absurdos que cruzaron


por su mente y le dijo:

-Gracias, cuñada. Un tinto a esta hora sabe deli-


cioso. Pero – le dijo – yo no siento el calor tan inso-
portable de que hablan del puerto.

-Espera que suban las diez de la mañana y habla-


mos – dijo Luz María. Es un calor húmedo que pare-
ce brota de las cosas. Te envuelve, te desasosiega, te
desespera. Luego el cuerpo como que se adapta, pero
tú sigues en un hervor que te cocina el cuerpo. Éstos
pájaros que escuchas, ya no existen. El sol vibra en
las calles como un acordeón que no suena, pero se
siente. Se respira calor. Se exhala calor y el genio de
la gente empieza a hacerse áspero. Sin embargo todo
el mundo va de aquí para allá, como si el calor los
acelerara, como al tren.

-¿Con que así es la cosa? Comentó Ricardo. Pron-


to las cosas serán distintas, Luz María.

-¿Pronto? ¿Qué quiere decir pronto, don Ricardo?


Preguntó no alarmada sino asustada. ¿Jesús le con-
tó el problema en que estamos con el niño?

-Un poco, hablamos de eso.

-¿Pueden recibirlo usted en su casa?

-¿Quiénes somos “ustedes”, Luz María?

-Pues usted, su mujer y sus hijos.

-Sucede, Luz María, que yo estoy soltero. ¿No le


había dicho Jesús? No tengo ni mujer ni hijos.

135
Cuentos Colombianos

Don Jesús si le había contado eso a Luz, ella lo


sabía, pero suponía que tenía un hogar organizado
con una mujer, a eso se refería, pues no le importa-
ban las uniones libres y discretas, y que no tendrían
inconveniente en recibir a Jesús, su hijo. Pero la res-
puesta de Ricardo la dejó abrumada.

-¿Cómo? ¿Usted no es casado? ¿Y con quién vive,


pues?

-Vivo solo. Por eso no le pude ayudar a Jesús. Pero


encontré una solución mejor para la permanencia
del niño en Medellín.

-¿Cuál solución? – preguntó Luz María sin poder


pensar en lo que le decía.

-Que usted con su familia se vayan a vivir a


Medellín. Así lo niños y ustedes tendrán un hogar
cercano al Liceo.

Hubo silencio. Luz María soltó la risa.

-Usted está loco – le dijo.

-No. No estoy loco. El asunto ya está arreglado.

-¿Cómo? ¿Sin saberlo Jesús? ¿Está loco?

Cambió el rostro se puso seria. Por primera vez


vio la cara de Luz María como si le hubieran hecho
una propuesta indigna. Lamentó que Jesús no estu-
viera allí. Yo no le entiendo su enredo, ni lo quiero
escuchar. Pensó echarlo de su casa.

En cierta forma, Ricardo, que era naturalmente


algo cínico, vio que había, sin quererlo, herido la

136
El pez negro

dignidad, el honor de Luz María. Ella tomó a su hijo


por los hombros, como exponiéndolo primero al com-
bate. Ricardo sintió que había herido a aquella mu-
jer irreparablemente. Sintió vergüenza, pena, dolor,
autorrabia. Se puso de pie.

-No, Luz María. Yo no me he hecho entender. Escú-


cheme por favor: hace pocos días Jesús, mi herma-
no, encontró mi taller en Medellín. Es un taller mo-
desto, pero resulta mucho trabajo en reparar auto-
móviles. Él me refirió las condiciones del niño para
vivir en Medellín y estudiar en el Liceo Antioqueño.
Él también creía que yo era casado y tenía mujer e
hijos. Pero al saber la realidad de mi vida, yo mismo
le propuse que hiciera el esfuerzo de alquilar una
casa pequeña en Medellín y se trasladara con su fa-
milia a la ciudad. Él descartó esta posibilidad por
varias razones: que no tenía dinero para alquilar una
casa y sostenerla en la ciudad. Segundo, que nunca
había pensado en separase de su familia y menos
comprar una casa en Medellín. Él salió de mi taller
desconcertado. ¿No le contó a usted? ¿No le dijo cómo
vivo?

Luz María, que había escuchado con atención la


explicación de Ricardo, le respondió:

- Sí. Encontró el taller. Que usted vivía solo en ese


taller y que ese no era sitio para que nuestro hijo
pudiera vivir allí. Nada más.

-Así fue. Continuó Ricardo. Pero más tarde, yo me


puse a considerar el estado de Jesús. El haber tra-
bajado duro, toda su vida y no poder ahora enviar a
su primogénito al colegio donde quiere estudiar, y

137
Cuentos Colombianos

me dije: ¿Para qué sirve el dinero si no es para estos


casos en que uno puede ayudar a un hermano? Sa-
qué unos ahorros míos y escogí una casita para que
ustedes vivan y puedan educar a sus hijos.

-¡Santo Dios Bendito! Dijo Luz María loca, ciega,


inconsciente. Se desprendió de su hijo, y acudió don-
de Ricardo, con los brazos abiertos. Él la recibió, la
abrazó, la besó en las mejillas, y lleno de emoción le
dice:

-¿No te mereces, con Jesús, este premio? – se refi-


rió abiertamente a su esposo.

Luz María se desprendió de Ricardo como de un


padre, de un hermano y no sabía dónde poner su
emoción ante la sola noticia. Lo miró con cariño, con
agradecimiento, con una alegría que no le cabía en
el pecho.

De pronto, Ricardo preguntó:

-¿Cuándo llega Jesús?

-Mañana. Viene mañana. No sé cómo, ni cuánto,


se va a alegrar. Él se va a enloquecer de la alegría.
Saber que nos podemos trastear a una casa propia.
En Medellín. Cerca del Liceo. ¿No te parece maravi-
lloso, milagroso, Jesús? Dijo a su hijo.

- Sí mama, es maravilloso.

Esa noche Ricardo los llevó a los tres Jesús, Mario


y la madre a cenar al mejor restaurante del puerto
“La Sirena”, administrado por una señora francesa.
Comieron comida de mar. Los niños la devoraron.

138
El pez negro

Ellos se engolosinaron con un arroz con camarones.


Al terminar, empezó a sonar un bolero de René Cabel.

Ricardo le preguntó: -¿Bailamos? Si. Dos piezas


nada más. Bailaron. Él miró su reloj; eran las diez y
media. La noche era tibia pero agradable. Había es-
trellas en el cielo y ráfagas de aire templado despei-
naba un poco los cabellos largos y pulidos de Luz
María, quien lucía un vestido rosa y zapatos blan-
cos.

Al día siguiente, sábado, llegó don Jesús. Traía su


pago en un sobre café oscuro en el bolsillo de la ca-
misa. Estaba sudado. Embarradas las botas. Guar-
daba su ropa de calle en el cambuche y allí mismo la
cambiaba por unos pantalones cortos, de dril, que
eran los de combate. Estos los traía en una bolsa de
la que asomaba un gajo grande de plátanos a medio
madurar. Así abrazó a Luz María al llegar a la casa.
Cada sábado que Jesús regresaba de su duro traba-
jo, llevaba a su hogar un racimo de plátanos verdes
o maduros, un racimo de chontaduros rojos o un
pescado grande. Era la alegría de los chicos y de Luz
María.

Cuando Jesús, ése sábado, se vistió su traje de


calle: pantalón de paño bien planchado, camisa blan-
ca, zapatos lustrados por su mujer o por uno de los
chicos, chispeado de loción, sus niños lo rodeaban,
preguntándole cosas relacionadas con el trabajo. Él
aprovechaba esos momentos para hablarles de lo
importante que es la educación. Ese hacer la cosas
más con la inteligencia que con las manos. Ese día,
serían las cuatro de la tarde, vino Luz María a inte-
rrumpirlos con una noticia que los niños sabían pero

139
Cuentos Colombianos

que desde temprano les había pedido que no le co-


municaran a su papá hasta que ella lo hiciera. La
noticia era, simplemente, la llegada de Ricardo y la
increíble noticia de que les había comprado una casa
en Medellín, porque estaba preocupado desde que
supo que su ahijado Jesús no podría asistir al Liceo.

Don Jesús escuchó la noticia con especial atención.

-¿Cuando llegó?

-El jueves por la tarde.

-¿Dónde está?

-Creo que en el hotel. Te está esperando para dar-


te la noticia – dijo la esposa.

-¿Pero ya vino aquí?

-Sí. El viernes nos dio la noticia e incluso nos invi-


tó a comer al restaurante La Sirena. Estuvimos allí
como dos horas, incluso bailé dos piezas con él. Es
tan buena pareja como tú. Explicó Luz María con
alegría.

-¿Y tú estás feliz con su vidita? – preguntó Jesús.

-Imagínate hijo. Venirnos del cielo esa ayuda en


este momento, cuando no sabíamos si Jesús podría
estudiar. Tú sabías la locura que siente el niño por
cursar su bachillerato; cuando todas las puertas se
habían cerrado, de pronto, milagrosamente, aparece
tu hermano con esta noticia. Yo, Jesús, no tengo fe
suficiente para darle a Dios gracias por este bien.

140
El pez negro

El padre escuchó en silencio la casi oración que


su mujer pronunció.

-¿Y qué sigue Luz María?

Sin pensarlo le respondió:

-Yo creo, hijo, que nosotros nos debemos pasar a


Medellín. Allí podemos darle la educación que ellos
piden y nosotros queremos. El pasaje del puerto a
Medellín no es caro. Tú me encuentras siempre allí.
Yo, Jesús, seré la misma donde quiera que esté. Este
viaje tiene para nosotros muchas ventajas: no nos
costará nada el arrendamiento. La casa está a seis
cuadras del colegio. Yo puedo aprender algún arte
manual, ahora que se están abriendo tantos cole-
gios para mayores. Te juro, hijo, que saldremos ade-
lante.

La mujer creyó haber respondido toda duda de su


esposo, respecto del proyecto total.

-Pero tú me haces mucha falta, Luz María – dijo.

-Puedes ir los sábados en el primer tren y volver


en el último el domingo.

-No es suficiente – dijo el con algo de tristeza.

-Nosotros llevamos más de quince años de matri-


monio. Hemos tenido tiempo de querernos, amar-
nos, tener dos hijos que son nuestro orgullo. ¿No
crees que les debamos un tiempo a los hijos? Sola-
mente por esto te pido lo que te pido.

141
Cuentos Colombianos

En este momento de la conversación, llegó Ricar-


do. Eran las cinco de la tarde. Jesús y Luz María se
pusieron de pie. Ricardo saludó de mano a Jesús. A
Luz María de abrazo y beso. Mientras su ahijado Je-
sús se dejó abrazar como lo hizo con Mario. Les traía
de regalo a los muchachos un balón de fútbol. A Luz
María un estuche de perfume y a Jesús, el padre, un
juego de tres toallas. Se sentó. Vestía un traje blan-
co casi igual al del día anterior, solamente tenía tres
botones el saco. Se veía elegante. Zapatos blancos y
un pañuelo rosado cayéndole en cascada del bolsillo
alto del saco.

-Viene muy elegante, don Ricardo – dijo Luz María.

-En verdad te ves muy bien Richi – comentó Jesús.

-Espero no interrumpirlos, pero, en verdad, que-


ría saber qué piensa el señor de la cada sobre la pro-
puesta que le hice ayer a Luz María. ¿Ya le contaste?
– se dirigió a Luz María.

-Hemos estado hablando de eso.

-¿Qué opinas, Jesús?

-Escuché lo que me contó Luz María. Por lo que


corresponde a ella, me abandonaría hoy mismo. Pero
yo debo pensarlo más. Dijo Jesús.

De pronto Jesús le preguntó a Ricardo: - ¿Por qué


lo hiciste? Sabes que es muy difícil nuestra separa-
ción. No es lo mismo separarme de mi hijo, por su
bien, que de toda mi familia.

142
El pez negro

Estas palabras las dijo con tanto sentimiento que


llenaron de pena a Ricardo.

Entonces habló Luz María:

-Yo le expliqué a Jesús que todo se hace por el


estudio de Jesús y luego el de Mario. Un tiempo del
matrimonio nos pertenece a nosotros, pero otro tiem-
po se lo damos a los hijos. ¿No crees? – le preguntó a
Jesús.

Jesús no supo qué decir.

Ricardo pensó rápidamente, como una visión ins-


tantánea, que la inteligencia tan afamada de su ahi-
jado provenía de la madre, de Luz María. Sin embar-
go, pensando bien para él mismo, era más conve-
niente apoyar a Luz María que a Jesús. Por esto sol-
tó la lengua y dijo:

-Yo no soy casado, pero si lo fuera, no me perdería


la oportunidad que se presenta de educar a un hijo
probadamente inteligente por sacrificar una compa-
ñía que ya conozco, que sé que me ama, por no re-
sistir ocho días de ausencia.

A Jesús no le gustaron esas palabras.

-Es que tú nunca te has casado. Toda tu vida ha


sido de vagabundería. No sabes lo que son sentimien-
tos. Por eso no comprendes mi problema.

Luz María vio que siguiendo en esa discusión, no


llegaría a ninguna parte. Por eso los convocó a cal-
marse diciéndoles que se prepararan para comer
unos tamales con tres carnes que les había prepara-
do: pollo, cerdo y pescado.
143
Cuentos Colombianos

-Ustedes no saben el manjar que les estoy ofre-


ciendo. Agregó ella.

Los muchachos, Jesús y Mario, como ensayados,


aplaudieron. Luz María apercibió la mesita del co-
medor y se dispuso a servir la comida. Eran las siete
de la noche. La conversación se cambió por comple-
to. Durante ella hablaron del movimiento del puerto.
Las obras que el nuevo gobierno debía hacer: mejo-
ras en el muelle, leyes sobre la navegación en el río,
etc. El nuevo gobierno era el del doctor Alfonso López
Pumarejo y se esperaba de su programa los avances
mayores de la reciente historia del puerto.

Durante la comida, aparte de los elogios de Ricar-


do sobre ella, se sintió un silencio tenso, durante el
cual Jesús recordó muchas de las frases del obrero
de Ricardo sobre lo que era la vida de Richi: vaga-
bunda. Crapulosa. Desordenada. Sin principios, yen-
do al azar por la vida. Recordó, especialmente a la
muchacha de la falda alta que hacía su siesta en el
propio taller. Recordó que había aprendido mecáni-
ca. Pero, ¿Quién le ayudó? ¿Las prostitutas? ¿De
dónde sacó el dinero para comprar la casa? ¿El ca-
rro? ¿Quién diablos era?

Durante la comida Ricardo solo pensó en la in-


transigencia de Jesús para aceptar una ayuda que
necesitaba. Pensó en cuántos trabajadores laboran
lejos de sus familias, a cambio de un salario que les
permita vivir. Ni un solo momento se le ocurrió pen-
sar en su cuñada. Aunque le parecía hermosa. Pero
su misma vida lo había llevado a relacionarse con
las mujeres negras y blancas y, en el fondo, eran
iguales.

144
El pez negro

La comida continuó silenciosa pero tensa. El uno


miraba al otro. ¿Cuál resolución tomó, Jesús? Nadie
lo sabe. Pero al terminar la comida, después de to-
mar el café, Jesús invitó a Ricardo a que salieran a
una tienda cercana para terminar la conversación.
Como eran de igual tamaño, se pusieron los brazos
sobre el hombro y Luz María, confiada en el buen
juicio de ambos, los vio partir desde la puerta de la
casa, calle abajo, hacia la cantina donde siempre
sonaban las tonadas argentinas que hasta media
noche perturbaban su sueño.

Con su respectivo vaso de cerveza Pilsen al frente,


los dos hermanos dialogaron:

-Yo creo, hermano, que usted, por sus resquemo-


res injustificados, se niega a aceptar mi ayuda para
que el niño pueda entrar al Liceo. - Dijo afablemente
Ricardo -. Es una casita pequeña, vieja pero para us-
tedes, suficiente. No me ha costado una fortuna. Me
costó doce mil pesos de contado. Usted comprende.
Es poca inversión para que la familia esté tranquila.

Jesús no interrumpió lo que dijo Ricardo, pero no


lo miró ni una sola vez durante su exposición. Com-
prendió que él debía decir algo. ¿Por qué se negaba?
¿Por qué no le gustaba? ¿Qué dificultad había? Apu-
ró un trago grande de cerveza. Miró a su alrededor.
Vio paisanos tomando aguardiente y conversando
tranquilos. Se le acabó su tiempo y le dijo:

-Mi mujer se queda sola por ocho días, Ricardo.

-¿Y eso que tiene que ver? Tiene sus hijos. Usted
les suministra lo que requieran. No entiendo. Está

145
Cuentos Colombianos

con sus hijos. Jesús es un hombre ya. Yo estoy en la


ciudad en cualquier emergencia. ¿Qué más quiere?

Jesús había consumido su cerveza mientras Ri-


cardo apenas había probado la suya.

-¿Quieres otra cerveza? – preguntó Ricardo.

- No, un aguardiente doble – dijo, sin mirarlo.

Trajeron el trago y Jesús se lo tomó en el acto.

-Bueno, -dijo. La cosa es que a mí no me gusta.

-¿No te gusta qué?

Hubo un silencio. Jesús pidió otro trago doble. Lo


esperó mirando hacia el mostrador. Se lo tomó de
un solo sorbo. Miró por primera vez a Ricardo a los
ojos y le dijo, ya borracho:

-Que usted la ayude. No me gusta nada. Usted es


un vagabundo. Le gustan mucho las mujeres. Usted
es un mujeriego. Un hijo de puta.

Se paró de su asiento. Sacó en un segundo una


barbera y Ricardo, sentado aún, la vio venir hacia su
cuello. Cruzó el brazo para protegerse. Sintió su car-
ne destrozada por la herida profunda en su brazo.
Observó que Jesús vaciló al verlo bañado en sangre.
Miró aterrado que su hermano quien esperaba otro
golpe, sin bajar el brazo izquierdo buscó con la mano
derecha un revólver y disparó a ciegas. Jesús se des-
plomó arrastrando una silla en su caída. Uno de los
hombres que estaban al lado se levantó rápido y le
intimó rendición a Ricardo. Éste, ciego, le entregó el
arma y dijo, como a la noche:

146
El pez negro

-“Maté a mi hermano”.

No escuchó la voz del hombre que lo desarmó: Fue


en defensa personal – dijo.

En medio de la trifulca que se armó el hombre


salió gritando:

-¡La policía, el juez, la autoridad!

La gente corría hacia el café. Luz María vio el tro-


pel y escuchó los gritos. Los niños se mezclaron con
la multitud y Jesús fue el primero en ver que entre
dos hombres ayudaban a Ricardo bañado en sangre.

-¡Tío! ¡Tío! ¿Qué pasó?

-Que maté a tu padre, hijo.

Jesús, el niño, perdió la vista, el corazón, el alma.


Se quedó estático. No supo por qué la gente corría a
su alrededor. Dio un paso y rodó por el suelo. La
madre, Luz María, dio un grito y corrió hacia su hijo.
Entonces vio a Ricardo, ayudado por dos hombres,
ensangrentado, a punto de desmayarse, todo su ves-
tido teñido de sangre. Lo miró y apenas lo reconoció,
le preguntó:

-¿Qué fue, don Ricardo?

-Tuve que matar a Jesús. Voy al hospital – siguió


dejando a su paso chorros de sangre.

Luz María siguió como sonámbula entre la multi-


tud. Luego escuchó:

147
Cuentos Colombianos

-Solamente la autoridad puede levantar el cadá-


ver. Eso escuchó. Siguió caminando, trastabilló y cayó
al piso como postrándose ante la realidad.

A las cuatro de la tarde del domingo, despertó Ri-


cardo con su brazo izquierdo atorado de cintas blan-
cas, adolorido, en un catre metálico de la cárcel con
dos guardias armados de fusil y pistola. Fue lo pri-
mero que vio. Se humedeció los labios con saliva antes
de llamar a uno de los guardias.

-¿Qué horas son? –preguntó.

- Las cuatro, señor.

- ¿Me podría dar un vaso de agua?

- Sí, señor.

Le trajeron el agua y con su mano derecha lo tomó


con ansia. Devolvió el vaso y dio las gracias.

-¿Ha venido alguien a buscarme?

- No señor. Está aislado.

Era la primera vez en su vida que estaba encarce-


lado. Tenía cuarenta y ocho años. Era fuerte, alto y
macizo.

Ese domingo fue de color morado. Lluvioso. El vien-


to soplaba sobre el puerto simultáneamente desper-
taba, en otra parte, bajo otra luz, la madre, Luz Ma-
ría y su hijo menor que habían sido recogidos de la
calle cuando iban a verificar lo que sucedió en la
cantina del accidente.

148
El pez negro

-Soñé que algo grave le sucedió a Jesús – le dijo


Luz María a Mario que estaba a su lado, dormido.
¿Dónde están Jesús y Ricardo?

Una voz que apenas recordaba, le respondió:

-Tranquila. Silencio. Están en casa amiga. Soy


Josefina Vargas, ¿me recuerda?

-¿Josefina Vargas? ¿Mi amiga? ¿La que estudió


historia? ¿Mi amiga? ¿Por qué estoy aquí?

- Cálmese. Yo iba a visitar la iglesia, ayer sábado,


cuando la vi caer en la calle. Yo la reconocí, la traje a
mi casa con su hijo Mario que está todavía dormido.
Les di un calmante y ambos durmieron toda la no-
che. Hoy es domingo. Son las nueve de la mañana.
¿Quiere desayunar?

Luz María fue volviendo, despacio, a su mundo.

-Pero yo estaba en mi casa, con mis hijos y Jesús y


Ricardo. ¿Dónde están ellos? ¡Soñé cosas tan raras!

- A ver. Qué soñaste, cuéntame.

Luz María estaba transformada. Había enflaque-


cido en una noche, sus ojos hundidos, su rostro des-
compuesto, y temblaban sus manos como un vibra-
dor. Josefina la observó. Era otra. La mirada errante
y de pronto, una miraba profunda a los ojos, como si
Josefina la ocultara algo.

-Qué hay de Jesús. Él estaba aquí, hablando con


don Ricardo. Salieron. ¿Dónde están? Soñé cosas ho-
rribles. Que se mataban entre ellos por mí. ¿Qué

149
Cuentos Colombianos

sucedió anoche, Josefina? ¿Hay algo de cierto en esto?


Dijo y se echó a llorar.

Josefina se hundió en la tristeza. Sabía todo: que


Jesús el padre, estaba muerto y lo velaban en la casa
de velación de los hermanos Vélez, allí estaba don
Jesús Laverde, quien lo había retirado del hospital,
después de la autopsia, a las cuatro de la mañana, y
esperaban que Luz María diera la orden del entierro.
Su hijo menor Mario, estaba en su casa, durmiendo
bajo el efecto de las tabletas que le habían suminis-
trado la noche anterior. Pero a esa hora, las cuatro y
media de la tarde, nadie sabía la suerte del hijo ma-
yor Jesús Londoño.

Cuando las diez de la mañana Luz María y Mario


recobraron su razón, Josefina los llevó a su casa.
Les dijo que estaban pendientes de sus órdenes para
que se le diera cristiana sepultura a Jesús, pues don
Jesús Laverde se había encargado de todas las ges-
tiones con el cementerio, y la curia y que solo se
esperaba la orden para proceder. Luz María y el niño
estaban consolados. Solamente el estudiante, Jesús,
estaba perdido. Un grupo de policías se había dis-
persado por el pueblo en su búsqueda: en el muelle,
en el templo, en los sitios más ocultos y lejanos lo
buscaron. Alguien refirió que como a las seis de la
mañana había visto a un joven, negro, espigado, sal-
tando polines en dirección a la estación siguiente de
tren. Tal noticia fue suficiente para que un ayudante
de máquinas y un agente de policía, con la aproba-
ción del jefe de estación, partieran en un carrito de
motor eléctrico, de esos que la gente llamaba
“ratoncitos”, en busca del niño. Lo encontraron a un
kilómetro de la penúltima estación… estaba aterido
150
El pez negro

de frío. Húmedo por la lluvia que había recibido. In-


diferente ante la presencia del carro. Le pregunta-
ron:

-¿Eres Jesús Londoño?

- Si. Respondió - ¿Qué quieren de mí?

-Queremos que nos acompañes al puerto. Doña


Luz María te necesita.

-¿Ella está viva?

-Sí. Y Mario también.

-¿Ustedes saben para qué me necesita mi madre?

- No sabemos, pero súbete que en la próxima es-


tación nos devolvemos.

Se subió al carro sin resistencia.

Un abogado amigo de Ricardo tardó tres días en


llegar al puerto. Tardó un día en levantarle la inco-
municación en que lo tenían. Al martes de la sema-
na siguiente empezaron los interrogatorios. Sucedió
que el hombre que le intimó a entrega y rendición
era un cabo de la policía que actuaba en su día libre,
y fue testigo de todo el incidente. Vinieron
interrogatorios, verificaciones, averiguaciones y gra-
cias a su abogado, en menos de un mes obtuvo su
libertad condicional. Permaneció en el puerto por un
mes más y volvió a Medellín. No obstante, la breve-
dad del incidente, volvió flaco, débil, sumido en una
tristeza infinita y prisionero de su propia conciencia.
La vida, su pasado, su presente, le parecieron sin

151
Cuentos Colombianos

sentido. Sentía miedo a todo. Su mano defectuosa


pero no inútil, le recordaba a cada momento su tra-
gedia. El rostro sobrio, serio de su hermano se le
presentaba en sus sueños. Se olvidó de que era un
hombre de tan solo cuarenta y ocho años. Interior-
mente envejecía. Sus iniciativas en el taller eran li-
mitadas y a no ser por su segundo, el taller habría
fracasado. Se llamaba César González. Era de esta-
tura regular, alegre sin excesos. Dueño de la tercera
parte del taller, sobrio, decidido y fiel.

Un día, Londoño le refirió espontáneamente a


González cómo habían sucedido las cosas, y la única
pregunta que le hizo fue:

-¿Y cómo recibió Luz María la tragedia?

- No lo sé. Creo que fue su mayor desgracia.

-¿Estás seguro?

-¿Qué sugieres?

-Que estamos en el mundo y entre seres huma-


nos. Nadie dice la verdad si no es muy obvia.

-No te entiendo. Le dijo Ricardo.

-Es difícil. Dijo González. ¿Quién conoce el fondo


de una mujer? Ellas son un misterio. A menudo cree-
mos entenderlas, pero acuérdate: hay conveniencias,
hay resignación, hay hipocresía, hay de todo. Y las
mujeres, consciente o inconscientemente manejan
un lenguaje incomprensible.

- ¿Tú nunca hablas claro? – preguntó Ricardo.

152
El pez negro

-Siempre hablo como debemos hablar. Nos cubre


la mentira, el interés, los miedos, las necesidades, y
escoger las palabras adecuadas es nuestra primera
dificultad. Hablemos en serio: ¿A ti te gustó la mujer
de tu hermano? No me mientas, por favor.

Ricardo vio, interiormente, que se le había derri-


bado un muro, una muralla que tenía al frente.

-Sí, es muy hermosa y quisiera amarla. Contestó.

-¿Cuánto tiempo?

-Toda la vida que me resta.

-Está bien – dijo González.

-¿Dónde está?

-No lo sé.

-Búscala. No la consueles con palabras falsas.


Háblale de la vida. Del amor. Estimula sus deseos.
No llores con ella. Ayúdala sinceramente. Sin recor-
darle que sos culpable. Ya fuiste bueno con ella. Ahora
enséñale con tu vida que la mereces. Te han absuel-
to por inocente. Sigue siendo inocente.

Esa noche Ricardo pensó en Luz María, en él, en


González. En un momento sintió miedo de ese mu-
chacho. No miedo físico, era como un miedo intelec-
tual. Lo cautivaba la franqueza, la inteligencia. Esa
forma de agarrar las ideas. ¿Por qué era simplemen-
te un tornero? Pensó en decisiones. Pensó en opor-
tunidades. En necesidades. Pensó, pensó, hasta que
se quedó dormido.

153
Cuentos Colombianos

La vida de Ricardo había cambiado, seguramente.


No sabía dónde estaban, ni ella ni sus hijos. Apenas
se sintió libre, quizás por ese miedo interior que se
siente al haber salido de una situación embarazosa,
sea uno el culpable o no, hizo lo que creyó debía
hacer: huir del lugar, sentirse a salvo, y por eso ha-
cía ya casi seis meses que no sabía de ella ni de sus
hijos… Ahora lo recordó todo: sus sacrificios por ella
al ponerse a invertir sus ahorros en una casita que
un día la pensó para ella y sus hijos. Pensó también
en qué suerte la había seguido después de la trage-
dia. ¿Dónde estaban? ¿Pudo ella cumplir el sueño
de ver estudiando a su hijo mayor en el Liceo? ¿Qué
era de ellos? Sintió temor, culpa, abandono de sus
responsabilidades. ¿Era en verdad responsable de
todo?

Habló con González, este muchacho se había con-


vertido en su confidente. En su ayuda. Le refirió sus
preocupaciones. Finalmente le preguntó:

-¿Tú qué harías?

González lo pensó por un rato y le dijo con seguridad:

-La buscaría. Tú no necesitas perdón. Si realmen-


te ella es sincera, si realmente su corazón te quiere
un poco, debe acogerte. Este es mi consejo: búscala.

Corría el mes de junio de 1934. Ricardo estaba


libre, pero llevaba en su corazón una pena muy gran-
de. Pensó: Ante quién soy inocente, si mi pena es tan
grande. Los remordimientos lo acosaban. Llegó a
dudar de su inocencia. Cerraba los ojos y veía a su
hermano fuera de sí, barbera en mano, buscando su

154
El pez negro

cuello. Era una visión viva la que tenía en su memo-


ria. Su inconsciente reacción, su búsqueda mecáni-
ca de una defensa. El disparo aislado. Solo. Uno solo,
y mi hermano se desmoronó para siempre. Y me dejó
esta pena. Este dolor, y no pensé que era por nadie,
sino por mí. ¿Por qué actuamos y después pensa-
mos? ¿Quién ordena nuestros actos?... es mejor no
pensar. Esto me puede llevar a la locura, se dijo.

Don Jesús Laverde, el patrón de muchos años de


don Jesús Londoño, cuando supo de la tragedia, se
puso tembloroso. Había oído hablar de Ricardo pero
no lo conocía. Sabía que era un hombre de mundo,
artesano y negociante; que vivía en Medellín y allí
tenía un taller de mecánica de automóviles. Era todo
lo que sabía de él. Al conocer la dura tragedia por
medio de un agente de policía, se estremeció; pensó
en Luz María y en lo niños. Recordó, porque se lo
había referido su empleado Jesús Londoño, que su
hijo mayor había sido aclamado como el mejor estu-
diante de la escuela. Que había ideo con el niño al
Liceo Antioqueño y que estaba esperando el mes de
enero para entrar al colegio. Por todos estos conoci-
mientos, sintió profundamente la tragedia de
Londoño y se sintió comprometido con esa familia.
De aquí que, pasadas las exequias de Londoño y dán-
dole a Luz María unos días de duelo, mandó a uno
de sus ayudantes con una tarjeta de pésame y solici-
tando el permiso de una visita personal. Don Laverde
era viudo, viejo, con su único hijo casado en Bello y
con familia. Luz María, quien le pareció al mensajero
una mujer muy fuerte, le agradeció el pésame, y le
dijo que cuando el señor Laverde quisiera, lo recibi-
ría. El mensajero volvió admirado de la fortaleza de

155
Cuentos Colombianos

la señora y así lo transmitió a su patrón. Cuando


Laverde escuchó el relato del comportamiento y due-
lo de la señora, como él era bíblico, dijo en voz alta:
“Concédele, Señor, el descanso eterno”.

Ocho días después don Jesús Laverde le anunció


visita a la señora Luz María. Eran las siete de la no-
che cuando su chofer le abrió la puerta de su carro
para que descendiera, y luego tocó la puerta. Se abrió
la puerta de la casa y en el vano vio don Jesús Laverde
a una mujer joven, vestida con un traje rosado pálido,
en tacones altos, arreglada y bella como nunca la ha-
bía visto. Don Jesús Laverde la saludó simpático,
abandonando el tono triste que traía preparado…

-Don Jesús, me alegra verlo y le agradezco su visi-


ta. Siga, por favor.

Don Laverde se sentó, era un hombre viejo, páli-


do, arrugado y de anteojos con ganchos de oro. Miró
a su alrededor: un juego de tres taburetes
abollonados, una mesa de centro cuadrada con un
florero de vidrio verde con tres rosas blancas. La co-
cina a la derecha y tres alcobas de puerta cerrada.
En ese momento salió de su cuarto Jesús, el mayor
de los hijos de Luz María. Saludó correctamente y la
madre le dijo:

-Es don Jesús Laverde el patrón de tu papá…

-Mucho gusto, don Jesús, mi padre me habló


mucho de usted. ¿Cómo va el negocio de las made-
ras?

Don Jesús estaba un poco desorientado. Pero asu-


miendo la misma seriedad del muchacho, le dijo:
156
El pez negro

-Digamos que bien. ¿Te llamas Jesús?

-Sí, señor. Como llamaba mi padre. Lo dijo sin dolor


aparente.

-Fue una lástima la trágica muerte de don Jesús.

-Claro que lo fue – respondió el muchacho -. La


muerte nos alcanza en el momento menos pensado.
Es nuestra realidad. Agregó.

El señor Laverde estaba asustado. No solamente


con la respuesta del muchacho quien, a pesar de su
estatura, sabía que tenía apenas catorce años. Más
por ese aplomo, esa seriedad, esa dignidad ante el
dolor que seguramente lo atormentaba.

-Cambiando de tema – dijo señor Laverde – me


dijeron que fuiste aceptado en el Liceo Antioqueño,
¿verdad?

-Así es don Jesús.

-¿Y qué piensas? – preguntó el señor Laverde.

-Estamos indecisos. Lo mejor es que pudiéramos


irnos a vivir a Medellín. Pero no tenemos medios. Ni
para transportarnos ni para vivir allá. Tal vez lo que
podemos hacer es que yo consiga algún trabajo aquí
y como mi madre sabe un poco de costura, bregar a
sostenernos aquí. – Lo dijo sin pesar ni tristeza.

Don Jesús Laverde guardó silencio. De pronto le


preguntó a Luz María:

-¿Tú tienes familia en Medellín?

157
Cuentos Colombianos

- No señor. Yo soy del Chocó. Me casé con Jesús a


los quince años. Emprendimos juntos su trabajo de
aserrar maderas. Mientras tanto los hijos fueron
naciendo, en cambuches, a la orilla de los bosques,
de modo que ninguno es de pueblo conocido, hasta
ahora que vivimos en el puerto, y yo he tenido que
inventar los pueblos donde ellos nacieron. Don Je-
sús Laverde escuchó la historia sin pestañear. No
quiso mostrarle ni a ella ni al muchacho lo que real-
mente sentía. Para él, que era muy rico, tuvo uno de
esos momentos en que se nos parte el alma. No mal-
decimos de nada: de la injusticia, de la sociedad, de
la vida, pero si comprendemos cuánta desigualdad
existe sobre la tierra. Laverde era simplemente uno
de los hombres que había llegado primero: hijo de
un finquero de riqueza tradicional, había nacido y
vivido entre la abundancia. Ahora tenía dinero para
lo que quisiera. ¿Por qué no ayudarle a una mujer
digna, cuyo estigma era la pobreza? Una mujer que
soñaba dándole educación a sus hijos; una mujer
buena y bonita, sacrificada por una sociedad des-
igual. No vaciló. Le propuso a Luz María que él venía
pensando que su esposo no murió por ninguna falla
en su trabajo. Que él se sentía en obligación con ella
por tantos años de servicio leal de su marido, y por-
que él quería ayudar a un joven a quien el cielo y
ellos le habían dado una inteligencia excepcional…
Luz María y su hijo mayor, se miraron entre sí. El
viejo siguió: ahora, el Estado está empezando a de-
fender los derechos de los trabajadores, pero antes
de eso, todos quisiéramos defender los derechos hu-
manos. Yo quiero proponerle: que ustedes se insta-
len en Medellín en una casita que yo les conseguiré y
les pagaré hasta que usted, Luz María, acabe de

158
El pez negro

aprender modistería e instale un pequeño taller de


costura para que vivan dignamente mientras educa a
sus hijos. Yo les ayudaré hasta el día en que sepa que
pueden vivir con su trabajo…esa es mi propuesta.

Luz María no pudo contener el llanto y abrazó a


don Jesús. El niño también lloró y abrazó al viejo.
Entonces, dijo, manos a la obra.

En este sobre le he traído tres mil pesos, para que


viajen a Medellín y busquen la casa alquilada y con
este mensajero -señaló a Jesús-, me mantendrá in-
formado de todo. Se puso en pie, la señora se acordó
de que no le había ofrecido ni un tinto.

-No se preocupe de eso, le dijo el viejo. Está tarde


y yo me recojo muy temprano. Bébanlo a mi nombre.
Abrazó a la señora y partió.

Hallaron la casita en el barrio Buenos Aires: bien


situada, con todos los servicios. Se trasladaron allí.
Compraron una máquina de coser, tijeras, metro,
hilos, etc. y por muestra de varios pantalones de don
Jesús, empezó a coser día y noche. Mientras sus hi-
jos estudiaban, el mayor en el Liceo y Mario en una
escuela del barrio. Dieron comienzo a su nueva vida.

Por la muestra de sus propios vestidos y los pan-


talones y camisas de sus hijos, Luz María, trabajan-
do hasta los días feriados, acreditó el primer taller
de costura del barrio, y empezaron a lloverle pedi-
dos, pues sus precios eran más baratos que en los
almacenes.

A principios de julio de 1934, Jesús Londoño fue


enviado por su madre a Puerto Berrío con una espe-
159
Cuentos Colombianos

cie de balance, con datos de compras, inversiones,


ventas, costo de materias primas y equipos.

Como su primer compromiso fue con su benefac-


tor, don Jesús Laverde. El chico subió las escaleras
y alcanzó la oficina de don Jesús. Se encontró con
un señor que le dijo que don Jesús Laverde había
muerto hacía doce días. El chico se apartó del escri-
torio y se echó a llorar.

-No llores, hijo. Está en el cielo. Desde allá te mira.

-¿De qué murió don Jesús? – preguntó.

- De viejo, tenía noventa años.

-¿A qué venías, hijo?

-A darle el primer informe sobre el dinero que nos


prestó para instalarnos en Medellín.

-¿Cuál es tu nombre?

-Jesús Londoño – dijo entre lágrimas.

-¡Ah! No llores. Eres el hijo de Jesús Londoño. Él


dejó noticias de ese préstamo, miró hacia un cua-
derno viejo y le dijo. No te preocupes. Lo que le dio a
tu madre es el precio de la vida de tu padre, que fue
un buen servidor. No llores y salúdame a Luz María.

Al empezar a bajar las escaleras dijo:

-Tres mil pesos valía la vida de mi padre.

Cuando a mediados de julio llegó un hombre en


su carro crema y se estacionó frente a la casa de Luz

160
El pez negro

María, ella no se imaginó que el conductor era cono-


cido. De terno gris, elegante y negro como ella, y al
darle la cara reconoció en él a Ricardo Londoño, el
asesino de su esposo. Ella lo vio. Sintió frío y temor.
Inclinó la cabeza esperando que no la reconociera.

Él avanzó hasta la pequeña baranda que separa-


ba la sala de costura de la puerta de la calle. Es de-
cir, el taller estaba a la vista. Se detuvo en la puerta
y desde allí habló:

-¿Cómo está, Luz María?

No lo veía desde aquella noche en que el ofreció a


toda la familia tamales con las tres carnes. Lo miró
como desde el infinito y respondió:

-¿Cómo está, don Ricardo? Tembló al saludarlo,


pero al final le pidió que siguiera. Él caminaba como
sobre nubes. Ambos estaban flacos, con la sangre
del rostro en los pies. Se dieron la mano, intentando
sonreír. Guardaron silencio. Al fin, tras mirar a su
alrededor driles colgados en un alambre, pantalones
a medio hacer, retazos de telas por el suelo, y ese
olor de las sastrerías tan característico; se atrevió a
preguntarle:

-¿Cuánto hace que está aquí?

-Voy a cumplir seis meses. Respondió ella.

- Yo, hace cuatro meses la busco.

-¿A mí? ¿Para qué?

-Quería verla.

161
Cuentos Colombianos

-¿Qué nos une a nosotros?

-Tal vez el dolor – respondió Ricardo.

-¿Eso dijo la ley?

-Sí. Luz María. Yo soy el más desgraciado de los


hombres – inclinó la cabeza y lloró. He pensado ma-
tarme. He pensado presentarme ante Dios y decirle
que soy inocente – dijo Ricardo. Lo único que le pido
es que me perdone usted. Que me comprenda.

-No llore. La ley lo absolvió.

-¿Y usted en su corazón?

Ella calló. La memoria de Luz María viajó lejos.


Recordó en voz alta la bondad de Jesús. Lo que ha-
bía hecho por ella. Su amor por los niños. Su cariño
al volver de la selva, sudado, cansado, y así me abra-
zaba, me besaba y me hacía feliz. ¿Me entiende lo
que yo puedo estar pensando?

-Sí, dijo él. ¿Por qué la vida es tan cruel? Continuó


Ricardo. Yo lo amaba. Lo respetaba. Lo envidiaba por
su vida, un poco salvaje, un poco aventurera, pero
tuvo la fortuna de encontrarla a usted. Y usted es
como un ángel: protege, ayuda, lo mantiene lejos del
mal. Usted es una virgen de la selva… Luz María.

Eran las cuatro y media de la tarde. En ese mo-


mento llegaron los dos hijos de Luz María. Se queda-
ron paralizados ante la verja de la casa. Ricardo los
vio y vaciló ante su presencia. La madre también
guardó silencio. De repente les dijo:

162
El pez negro

-Saluden a don Ricardo, por favor.

Jesús lo miró de arriba abajo. Luego dijo despecti-


vamente:

-¿Cómo le va, tío?

El segundo, Mario, aprovechó ese instante para


seguir a su cuarto sin abrir la boca. Luego Jesús,
siguió a su cuarto. Ricardo inclinó la cabeza y le dijo
a Luz María:

-¿Cómo conseguiste esta vivienda? ¿Cómo la pa-


gas? ¿Cuánto tiempo estás aquí?

-Como la conseguí: fue un favor del señor Laverde.


Él me prestó unos pesos para que me instalara con
mi taller. Incluso me puso un plazo para ayudarme
a pagar el arrendamiento. Por fortuna le cumplí has-
ta su muerte.

-¿Cuándo murió?

-Hace tres meses, según parece.

-Me imagino lo que te dio por Jesús. Un tacaño.


Ladrón y mal patrón.

-Yo no tengo el mismo concepto. Fue un negocian-


te, simplemente.

-¿A quién le debes dinero?

-A nadie.

-¿Y el préstamo?

163
Cuentos Colombianos

-Está condonado por el señor Laverde antes de


morir, y por el hijo.

-¿Vives con lo que te da el taller?

-Sí. Y me sobra.

-Yo quería recordarte que la casa que te ofrecí está


a tu disposición.

-Lo sé. Gracias.

Se despidió a las cinco de la tarde.

Inmediatamente salió Ricardo de la casa, los hijos


la abordaron.

-¿Qué quería ese asesino mamá?

-No hay que juzgar, hijo, - le dijo a Jesús, que a


ella le parecía idéntico a su padre, ella lo veía más
alto, más entrado en años… - Los jueces, hijo, lo
absolvieron. Fue en defensa personal. Jesús se enlo-
queció con los tragos y lo atacó dispuesto a matarlo.
Ricardo recibió primero una herida horrible con
barbera y, según las autoridades, lo habrían matado
si no se defiende. De modo, hijo, que no debemos
juzgar. El caso está cerrado y nada podemos hacer.

-Sí, mamá. ¿Pero a qué vino?

-Vino a ver cómo estábamos. Preguntó por uste-


des. Él siempre me ha dicho que la educación de
ustedes es lo primero. Vino a ofrecerme la casa que
compró para nosotros, que está lista.

-¿Qué le dijiste sobre eso? Preguntó Jesús.

164
El pez negro

-Pues, que estamos bien aquí y que le agradece-


mos su oferta.

-Pero a él no tendremos que pagarle arrendamien-


to ¿verdad?

-No sé. De eso no habló nada.

-Porque si no tuviéramos que pagar arrendamien-


to, no tendrías que trabajar tan duro y no te pon-
drías fea, mamá. Lo dijo cariñosamente Jesús, que
mostraba por su madre un amor especial. Que la
conmovía.

-Sí, hijo, la ayuda de un hombre sería muy útil en


esta casa.

A un pregunta de Luz María sobre el estudio del


Liceo, el muchacho respondió:

-Si uno entiende, piensa sobre lo que el profesor


dice, y estudia el libro, ninguna materia es difícil.
Así hago yo y muchas veces, les tengo que explicar a
los otros. Creo que voy bien, mamá.

Cuando Jesús llegó al segundo año del colegio, la


madre parecía agotada. La costura constante, los
trasnochos, los oficios y trabajos de la casa, lavando
y planchando ropa, la elaboración de alimentos, los
viajes a las agencias a llevar costuras y conseguir
telas y la hechura de los nuevos modelos, la habían
embarcado en una lucha que no resistía. Se había
puesto flaca y estaba perdiendo su garbo y su belle-
za. Sus hijos la veían envejecer todos los días.

Una noche de marzo de 1935, cansada e insomne,


mientras pensaba furtivamente en Ricardo, quien no
165
Cuentos Colombianos

había vuelto a su casa, escuchó la música de una


serenata en su propia ventana. La música tiene tan-
tos efectos sobre nosotros que ella sintió primero
extrañeza. Pensó que sonaba en su ventana, pero
que estaba destinada a la casa siguiente, aunque
recordó que en esa casa no había niñas en edad de
serenata. Luego escuchó frases que seguramente eran
para ella. Curiosa, quiso mirar por la hendidura de
la ventana y estaba dispuesta a hacerlo, cuando sus
dos hijos entraron en silencio a su alcoba y le dije-
ron en voz baja:

-Es para usted, mamá.

Jesús le dijo: -Es Ricardo, yo lo vi por la rendija de


mi ventana.

-¿Qué quiere, mamá? Preguntó el menor, que ape-


nas tenía diez años.

-Silencio. No sé qué busca pero es muy bello lo


que están cantando.

Cantaron, acompañados de guitarras:

“Asómate a la ventana” de Romero

“La Espina” de A. Machado

“Flores Negras” de J. Flores

“Fúlgida luna”

“Morena hechicera”

Luz María se sintió conmovida. Apenas los niños


volvieron a sus cuartos, se echó a llorar en silencio:
166
El pez negro

Pensó en Jesús y pensó en Ricardo. Cuán diferentes


eran: Jesús el deber, el trabajo, la ignorancia, el amor
sin preámbulos, la ternura natural. Ricardo era el
mundo moderno, la alegría, el desvelo, el sueño, la
vida. El mundo para vivirlo. Divertirse. Amar, gozar
y trabajar sin esclavizarse. ¡Oh! Dios ayúdame. Se
tiró en la cama sin sueño.

Al levantarse en la mañana a recoger la botella de


leche que siempre le dejaban al amanecer, vio un
sobre azul en el suelo. Lo abrió precipitadamente y
leyó:

“Si no me amas, déjame amarte”.


Ricardo

Se apresuró a esconderlo debajo de su almohada.


Fue a preparar el desayuno de los hijos que pronto
se levantarían.

-Qué serenata más bella, mamá. ¿No dejó tarjeta?


Fue del tío Ricardo. Dijo Jesús. Tú le gustas, mamá.
¿Qué opinas?

-Cantaron canciones muy bellas, hijo. Peor ¿Cómo


piensas que yo pueda ser su novia? Él seguro venía
de una fiesta y como anda con músicos, se le ocurrió
darme una serenata.

El pequeño Mario le dijo que él pensaba que Ri-


cardo la quería mucho. Pero no dijo más.

Cuando los chicos salieron, Luz María volvió a su


alcoba. Leyó varias veces la tarjeta. Se sentó al bor-
de de la cama y dejó ir su pensamiento. Recordó a
Jesús, su esposo. Lo vio sudoroso, con un tablón al
167
Cuentos Colombianos

hombro, caminando por la orilla del río, derecho,


hacia la choza. No pudo recordarlo más y se echó a
llorar. Hacía ya casi tres años había muerto. Se vio
arrojando un ramo de rosa rojas sobre su ataúd. Si-
guió llorando.

Salió del cuarto y se dirigió a la máquina Singer


de pedal. Se acomodó en el asiento y mecánicamen-
te empezó a pedalear cosiendo una costura que el
día anterior dejó empezada. Sabía que ese día tenía
que terminar un lote de pantalones, plancharlos,
hacer una especie de paca con ellos y prepararse para
llevarlos al almacén.

Al día siguiente alistó tres paquetes de doce pan-


talones cada uno. Los amarró con cordeles, salió a la
puerta y detuvo el primer taxi que pasaba. El con-
ductor mismo la ayudó a cargar los paquetes y se
dirigieron al almacén “La Moda”, donde entregó la
mercancía. Era el almacén más cumplido con la paga.
Consideraban sus cortes y acabados tan buenos como
los mejores. Eran gentes amables. Conocían, porque
se los había contado, su vida y empeño para sacar
con su trabajo adelante a sus hijos, y conocían la
historia de su desgracia personal.

Serían las diez de la mañana. Recibió el sobre con


el pago, doscientos sesenta pesos. Pero eso era sufi-
ciente para pagar el alquiler y vivir dos semanas con
sus hijos. Era evidente que su arte le daba con qué
vivir. Debía trabajar mucho, esforzarse mucho, pero
trabajando así, le quedaba para comprar todo los li-
bros de los hijos, comer, vestirse decentemente y a
veces, salir a pasear con sus hijos por el centro de la
ciudad.

168
El pez negro

Un día, en uno de sus paseos que generalmente


era por la calle Junín donde quedaba el Astor, una
dulcería famosa, entró con sus hijos a tomar una
leche malteada, que les encantaba. De pronto, vio a
Ricardo solo, en una mesa, como esperando un pe-
dido. Se apresuró a saludarla y después de besarla
en la mejilla, abrazó a los hijos. Reconoció que Jesús
tenía su misma estatura pero con cara de niño.

-Es un hombre ya, este muchacho. Le dijo.

-¿Cuántos años tienes? Le preguntó.

Apenas diez y siete, tío.

-¡Ah! Pero haz crecido mucho. ¿Haces deportes?

- Si, señor.

-¿Qué practicas?

-Natación solamente.

- Lo llaman “el pez negro”, porque les gana a to-


dos. Dijo Luz María sonriendo. Ya está en tercer año
de bachillerato y lo admiran mucho por su habilidad
y fuerza para nadar.

Ricardo lo miró con admiración. - Es un buen nom-


bre el que te han puesto. El pez negro. Tienes que
ganarles a todos. Los negros somos más ágiles, más
veloces, más altos que los otros. Yo leí que en
básquetbol no tenemos iguales en los Estados Uni-
dos. Así debemos ser nosotros en natación, en
básquet, en fútbol.

169
Cuentos Colombianos

-Pero también debemos serlo en matemáticas y


ciencias – dijo Jesús.

-Bueno, en eso nos ganan.

-¿Por qué? Preguntó Luz María.

-Porque ellos tienen más oportunidades y mejores


colegios que nosotros.

Hubo un silencio. Los dos muchachos, que hasta


ahora llevaban ambos en sus estudios buenos pues-
tos. Dijo Jesús:

-Algún día seremos como ellos. Pero lo dijo sin


ánimo, ni competencia. Como se dicen las cosas sin
demasiada fe ni esperanza.

Luz María pensó en algo y dijo, como calmando


una discusión inútil:

-A propósito, te agradecimos mucho la hermosa


serenata de la otra noche.

-Me sentí solo y me dio por llevarte esa serenata


que ojalá te haya gustado. Pero no hablemos de nues-
tra soledad ahora – dijo Ricardo.

Ricardo miró a los muchachos y les preguntó si


querían algo adicional a los frescos que estaban to-
mando.

-Yo quiero un pastel de gloria, dijo Mario.

La madre lo reprendió, diciéndole que lo olvidara.


Pero Ricardo se puso de pié. Les pidió que no se
movieran de sus asientos y fue al mostrador y, a poco,
170
El pez negro

trajo a la mesa una caja blanca que contenía: paste-


les gloria, un dulce llamado “besos de negra”, galle-
tas dulces y una especie de bombones blancos. Luz
María protestó. Pero Ricardo, sonriendo, le dijo:

-Dejá que los niños gocen, que la amargura es


nuestra.

Luz María lo miró, y él la estaba mirando a los


ojos con un aire de tristeza infinita. Mario no perdía
uno solo de los gestos ni palabras que ellos decían.
De pronto, preguntó, como al aire:

-Ustedes se quieren ¿Verdad?

Luz María en lugar de celebrar con un chiste la


ocurrencia de su hijo, se puso seria, enfadada, como
si hubiera escuchado una ofensa, y alzó la mano,
dispuesta a darle una bofetada. Ricardo aprovechó
el momento para cogerle la mano, deteniéndosela con
más cariño que fuerza.

-Es un niño. Dijo – tal vez sus ojos vean lo que


nosotros no queremos ver.

Luz María se calmó, poro dejó su mano en poder


de la mano de Ricardo.

Quisieron despedirse y se pusieron de pié.

-Yo los arrimo a la casa, dijo Ricardo. Si ustedes


quieren, desde luego.

-Vamos con Ricardo mamá, dijo Mario.

Entonces Luz María le dio las gracias. Salieron y


ocuparon el carro que estaba cerca: los dos mucha-
171
Cuentos Colombianos

chos atrás y adelante Ricardo y Luz María. En un


momento estuvieron en la casa, pero en el camino,
pasaron, sin necesidad, frente a la casa que Ricardo
había comprado para Luz María hacía un tiempo. –
Esta es la casa de la que te hablé hace tiempo, le dijo
él a Luz María.

-Se ve bien. Pero tú le das vuelta ¿verdad?

-¿Yo? ¿Para qué? No hay cosa más triste que una


casa vacía. Dijo él.

Luz María lo miró a los ojos y guardó silencio.

Pensó en su hijo menor, lo vio como era, vivara-


cho, curioso, despierto, algo aventurero y volunta-
rioso. En fin, pensó, lo que más me importa es que
no sean celosos como lo fue su padre. Eso lo perdió.
Porque, lo que había sentido siempre, sin decirlo a
nadie, fue que su esposo se hizo matar por celos.
Eso lo llevaba en el corazón. No había confiado nun-
ca en su hermano. Creía que yo podía traicionarlo,
que o podía engañarlo con Ricardo, no sabiendo él
que lo quería por sobre todo. A él le debo el ser espo-
sa. El haber aprendido a tener hijos, el sentirme
madre y el haber tenido un hijo tan perfecto como
Jesús… Ahora él se ha ido y no puedo hacer nada
por él. Llorarlo. Amarlo hasta hoy. Pensarlo siempre.
Pero ahora tengo treinta y dos años. Ricardo tiene
unos cincuenta años. Me ha dado mil muestras de
quererme. Quiere a mis hijos. Me empieza a perse-
guir en mis sueños. Lo necesito. Aún podría sin peli-
gro, darle hijos propios. ¿Por qué siento tanto temor
de volverme a casar? La vida ha cambiado, aún soy
joven y fuerte. Mi hijo Jesús progresa. Mario tam-

172
El pez negro

bién. Tenemos un medio para vivir. ¿Cuál es la nece-


sidad de casarme otra vez? Pensó largo rato y no
encontró otra razón que el sexo. Lo necesitaba. Ha-
bía pensado en el sexo mucho. No podía prostituir-
se, por sus principios. Sus hijos, su honor, su fami-
lia y su fe en Dios. Por eso pensó, desde hacía un
tiempo, en Ricardo. Pero le pareció horrible pensar
en él, sabiendo que era el asesino de su hermano, de
su único marido. Se acordó del padre, sacerdote de
la capilla a donde iba a misa los domingos. Pensó
conversar con él, pues le había mostrado cariño, era
amable y ella no sabía por qué la saludaba tan sim-
pático cuando la encontraba. Un día, una vecina le
dijo a Luz María en donde vivía este sacerdote. Tomó
la decisión de visitarlo en la tarde de ese día.

Vistió un traje blanco bordado, zapatos negros de


tacón alto sin medias. Llevaba el cabello estirado,
largo, recogido atrás con una peineta de carey bri-
llante. Tocó y salió precisamente el sacerdote en so-
tana blanca.

-¡Hija! La saludó. Nunca has venido a saludarme.


Sigue, por favor. ¿En qué puedo servirte?

Luz María se sintió perturbada. No esperaba ese


recibimiento. Miró a su alrededor ya adentro, y divi-
só a una señora vieja planchando ropa en un rincón
del corredor.

-Siga señora, le dijo con confianza a Luz María


como si la conociera.

-¿En qué puedo servirte Luz María? Insistió el sacer-


dote, que era blanco y rosado, de mediana estatura.

173
Cuentos Colombianos

-Necesito hablar con usted, padre. ¿Usted me co-


nocía?

-Claro que sí. Tú vas los domingos a la iglesia con


dos muchachos muy espigados. ¿Son tus hijos?

-Si, padre. Ella se vio en el patio de la casa y se


sintió como en público. Dijo:

-Padre, ¿Me podría recibir en su despacho?

-Claro que sí. ¿Vienes a consultarme algo?

-Sí, padre. Estoy en un apuro.

-Sigue al despacho, hija. Siéntate y dime en que te


puedo servir.

Entró en un despacho sencillo. Con una virgen de


cuerpo entero en un altar con flores naturales. El
ambiente era acogedor y silencioso. Sintió respeto
de todo el ambiente.

-Padre – dijo – estoy a punto de dar un paso que


me asusta: estoy queriendo a un hombre que no sé
si me conviene o es una tentación del demonio.

El cura la miró de arriba abajo. No podía imaginar


lo que angustiaba a aquella mujer, de apariencia agra-
dable. Aunque era negra, era alta, joven y atractiva.
Recordó que siempre salía y vivía con los dos jóvenes
y no dudaba de que fueran sus hijos.

-¿Cuál es tu angustia, Luz María? Le preguntó.

-Yo soy viuda, con dos hijos, padre, y no sé por


acción de quién, me enamoré de un hermano de mi
esposo.

174
El pez negro

-¿Casado?

-No, padre, es un hombre bueno. Pero él es el ase-


sino de mi esposo.

-¡Santo Dios! Exclamó el cura. ¿Qué pasó? ¿Le


fuiste infiel a tu primer esposo con él y lo mató? Qué
pasó, dime. El cura estaba alarmado.

-Padre, es toda una historia. Pero le puedo decir lo


esencial: el hermano se llama Ricardo Londoño. Fue
absuelto por su crimen porque fue en legítima de-
fensa personal. Mi esposo lo hirió en un momento de
celos por mí. Pero yo le juro que nunca le fui infiel a
mi esposo. Rara vez yo veía a Ricardo, pero un día
que estuvo en mi casa Ricardo nos llevó a mis hijos y
a mí unos regalos. Yo creo que esto enfureció a Je-
sús, mi esposo, pensó no sé qué, y después de la
cena, invitó a su hermano a tomar una cerveza y en
la tienda lo atacó a barberazos, alcanzó a herirlo y si
Ricardo no se defiende, lo mató. Le dio un solo tiro y
desató la tragedia: de él, mía y de mis hijos. Mi espo-
so como era de bueno, era de celoso. Yo lo supe ese
día. De esto hace unos cuatro años. Ahora Ricardo
tiene 50 años, yo tengo 32 y mi hijo mayor tiene 16
años. Ricardo es muy amable, respetuoso y bueno.
Yo ya lo perdoné. Mis hijos lo adoran. Yo necesito un
hombre en mi casa porque ya no puedo con la carga
que tengo sobre mis hombres. ¿Cree usted padre que
yo no debo casarme con él?

-Y ¿Cómo es él? – preguntó el cura.

-Yo sé que fue aventurero, mujeriego y sinvergüen-


za pero después de su crimen, es juicioso, bueno

175
Cuentos Colombianos

con nosotros, trabajador, económicamente yo diría


que rico. Y nos adora a todos. Nunca se ha casado.

-¿Usted en verdad lo ama o lo necesita? Preguntó


el cura.

-Ambas cosas, padre.

-Cásese con él y sea siempre una mujer buena.

Luz María salió del despacho del cura como por el


aire.

Un día, cuando ya Jesús cursaba su cuarto año


de bachillerato, apareció en la clase de Ciencias de
la Tierra un profesor nuevo, quien le habló de depor-
tes a todo el grupo. Era el Director de Deportes de
Liceo. Un señor blanco, alto, fornido, como quemada
la cara por el sol. Parecía ser de los Estados Unidos,
aunque hablaba muy bien el castellano. Habló de
los distintos deportes: fútbol, básquetbol, natación,
waterpolo, y hasta de ajedrez. Quería informar y es-
coger los candidatos que quisieran matricularse en
cursos de tales deportes, que él ofrecía dos días a la
semana. Según el deporte escogido, las clases serían
en distintos sitios: fútbol en la llamada Sede de
Miraflores, arriba de la calle Buenos Aires; natación
y waterpolo en las llamadas Piscinas Municipales, y
así.

Jesús se acordó de sus nados espontáneos en el


río, cuando a pura fuerza arrastraba solo la red de
pesca cerca del cambuche donde había crecido. Eran
horas y horas en el río. Clavándose sin ningún regla-
mento desde lo más alto de las ramas de una ceiba
orillera. Era un placer, una emoción sentir el aire en
176
El pez negro

el aire, y caer clavado en el río. De eso se acordó y


fue de los primeros en inscribirse en natación y
waterpolo, aunque de este deporte no tenía idea.
Solamente que se requería sumergirse y saber jugar
en el agua.

El propósito de la inscripción era el de formar equi-


pos para representar al Liceo en las olimpiadas anua-
les que celebraban entre los colegios de secundaria
en el mes de octubre. Estaba terminando el mes de
marzo, y los entrenamientos y la instrucción en cada
deporte dura, en teoría y práctica, hasta el cinco de
octubre.

Cada año se daban las inscripciones y se hacían


competencias internas entre los muchachos que se
hubieran inscrito en años anteriores en el mismo
deporte, así que se encontraban muchachos de cuar-
to, quinto y sexto años. No importaba que entraran
a competir equipos que hubieran ganado la olimpia-
da general en años anteriores; esto quería decir que
los estudiantes de cuarto hasta sexto años practica-
ban algún deporte. Obviamente, las inscripciones no
eran obligatorias.

Es evidente que este esfuerzo del Liceo Antioqueño


en el desarrollo deportivo lo llevó, durante varios años,
a ser el colegio con un mayor número de triunfos en
los deportes.

Un día volvió del colegio Jesús, estaba alegre y


más comunicativo que de costumbre. Luz María lo
palmoteó espontáneamente en la espalda y curiosa
por su risa y simpatía le preguntó por la causa de
tanto gozo.

177
Cuentos Colombianos

-Mamá – dijo – soy el mejor del colegio en nata-


ción.

-No puede ser, hijo, tú que apenas arrastrabas la


red en el río con tanto esfuerzo.

-Sí, mamá. Pero era que tú veías arrastrar la red


sin saber la fuerza que hacía. Como uno ve volar un
ave sin saber cuánto le cuesta. Mamá ese sólo ejerci-
cio me dio la fuerza para ahora, en natación, llegar a
ser el mejor. Claro, aquí hay reglas, hay normas, pero
todo se reduce a una gran disciplina. Los instructo-
res siempre nos repiten que no hay otro deporte, que
no hay otra actividad física que comunique igual con-
fianza, fuerza, recreo y calma psicológica como la
natación.

Luz María lo escuchó respetuosa. Era la voz de su


hijo hablando como nunca lo había escuchado. Era
su nuevo lenguaje, la claridad de sus palabras y como
un ideal nuevo. Él continuó:

-El sábado hay una exhibición para el público, yo


quiero que vayas y te diviertas un poco viéndome
triunfar.

-Eso no se dice, hijo, hay que competir pues nadie


sabe quién triunfará.

-Está bien mamá. ¿Pero, irás?

Los compañeros lo habían visto competir y sabían


que era invencible en todos los estilos. Sin embargo
aceptaron las pruebas para cumplir las exigencias
del Director.

178
El pez negro

Apenas triunfó de la primera prueba que fue ha-


cer diez piscinas en estilo pecho fue aclamado tan
ruidosamente que alguien gritó: “Es un tiburón ne-
gro”. De ahí en adelante lo llamaron “el pez negro”.

Al término de las pruebas, que duraron dos ho-


ras, Jesús abrazó a su madre delante de todos. Un
amigo le preguntó si ella había sido nadadora y ella
río y respondió:

-De ducha apenas, hijo.

La fama, el prestigio y el nombre de Jesús Londoño


se hicieron populares en todos los medios estudian-
tiles y en toda la ciudad. Celebrado en todos los lu-
gares. Hay va el pez negro, decían.

El tiempo pasó. Llegaron los exámenes finales de


bachillerato y Jesús siguió siendo el primero en na-
tación y uno de los mejores alumnos del Liceo. Por
ese tiempo, existía la regla de que los alumnos que
pasaran su bachillerato con calificación promedio de
cuatro, tenían derecho de entrar sin examen de ad-
misión a cualquiera de las carreras que ofrecía la
universidad: Medicina, odontología, derecho y cien-
cias políticas y en todas las escuelas auxiliares.

Jesús, después de examinar sus dotes, aficiones y


deseos, escogió la medicina. Era una de las carreras
de mayor prestigio. Coincidía con su carácter serio y
reservado. Fue a la secretaría de la facultad a inscri-
birse. Por poco no lo dejan acceder a la oficina por
los saludos, charlas, felicitaciones de los muchachos
y amigos que encontró a su paso. El que recibía las
inscripciones era un señor alto, de tez blanca y ras-

179
Cuentos Colombianos

gos finos. Lo saludó como a persona conocida. Los


compañeros de fila lo saludaron de mano. El em-
pleado recibió el resumen de notas y sin decir pala-
bra, salió de la oficina. Las muchachas de la oficina
lo saludaron, lo felicitaron, una de ellas, la más sim-
pática, sacó una cámara fotográfica y le pidió a una
compañera que les tomara una fotografía juntos. Las
otras aplaudieron. Él sonrió. Esperó al empleado, ya
con fastidio. Al fin llegó. Dijo que los cupos estaban
agotados, pero que a las dos se reuniría el cuerpo
directivo de admisiones para resolver su caso. Que
volviera a las cuatro de la tarde.

Jesús creyó todo. Que había demorado por error


la fecha de inscripción. Que los directivos lo aproba-
rían por ser el mejor deportista del Liceo y por tener
un promedio de 4.7 sobre cinco. Esto lo hizo pensar
que todo iba bien.

A las cuatro de la tarde estuvo en la oficina del


secretario. Vio que estaban recibiendo nuevas cre-
denciales. En su espíritu sin malicia, comprendió que
la asamblea había aceptado otros candidatos. Cuando
le correspondió su turno, el secretario le dijo que no
habían aceptado más cupos. Que le ofrecían enfer-
mería, que tenía mucho que ver con la medicina.
Escuchó la decisión, se apartó de la taquilla y se fue
hacia una de las bancas que había en un campo cer-
cano. Allí se sentó, saludó con desgano a muchos
que lo saludaban al pasar. -¿A quién espera, Jesús?
Le dijo un alumno de medicina que lo conocía de
tiempo atrás.

-No me admitieron en medicina – dijo.

180
El pez negro

-¿Cómo? ¿A ti? ¿Quién te lo dijo?

-El señor de recepción. Vine esta mañana, me dijo


que había llegado tarde. Me citó para las cuatro por-
que había consejo de admisiones y que llevaría mi
caso allá. Ahora me dijo que no había cupo. Me pro-
puso que estudiara enfermería, que tenía que ver con
la medicina.

-¿Así fue la cosa? ¿Te dijo por la mañana que ya


no había cupo? Pero si hoy es martes, hay plazo has-
ta el martes de la semana entrante. Son cosas de ese
viejo lambe ladrillos. ¿Sabes quién es él? Un fraca-
sado de medicina. Se llama Tulio Jiménez. Alcanzó
hasta un segundo año y en premio, porque es sobri-
no del doctor Emilio Jiménez quien ni siquiera tra-
baja en la facultad, es el que inscribe a los estudian-
tes y ha conseguido en cinco años, ser el director de
las secretarias.

Quien hablaba era estudiante de quinto año de


medicina y había sido campeón, en el Liceo, del equi-
po de waterpolo. Se llamaba Gerardo Gónima y era
uno de los líderes de los estudiantes de la facultad:
buen estudiante, deportista y amigo de todos los es-
tudiantes. Era liberal, lopista y había hecho una vi-
gorosa campaña, entre los estudiantes, por el doctor
Alfonso López Pumarejo.

-Venga “pez negro” – le dijo, vamos a ver al viejo


Jiménez, yo hablo con él.

Apenas entraron al salón, volvieron las mucha-


chas a aplaudir al “pez negro”, cómo le decía Gónima:

181
Cuentos Colombianos

El empleado Jiménez los vio juntos y se puso ner-


vioso. Respetaron el turno, pero cuando le llegó,
Gónima, que tenía una voz de trueno, le dijo a
Jiménez:

Don Tulio, por favor, ¿quiere decirme qué es lo


que pasa con la matrícula de este joven que usted se
niega a aceptarla?

Jiménez empezó a temblar, vacilar, y luego le dijo:

-Esas son decisiones del doctor Robledo, señor.

-¿Me puede asegurar que es asunto del doctor Ro-


bledo?

-Bueno. Él estaba en la reunión cuando se aprobó.

-¿Qué se aprobó, Jiménez?

-Que él no podía entrar a medicina.

-¿Por qué?

-Por el color, señor. La norma es que no aceptan


negros.

-¡Ah! Qué bien. Vamos “pez negro” a donde él.

Salieron de la oficina de admisiones y subieron


una pequeña escalera, estuvieron frente a una placa
de bronce que decía: “A. Robledo O. Ph.D. Médico
Cirujano. U. de A.” abrió Gónima la puerta y se en-
contró frente a una pared llena de diplomas, en es-
pañol, inglés, francés y alemán, un gran diploma de
doctor, con K. había que seguir a un despacho pri-
vado. Una dama los anunció, por cierto, reconoció a
Jesús y le dijo, cariñosamente:

182
El pez negro

-Cómo está tiburón.

Jesús soltó la risa.

-Bien, muy bien. Respondió.

En ese momento se abrió la puerta y los jóvenes


vieron a un anciano, de cabeza pelada, sin una he-
bra de pelo. Gafas de marco de oro y mostrando dis-
gusto por la sorpresiva visita. Jesús, que estaba en
la sala observando un retrato de Max Planck se ad-
miró de su parecido con el Dr. Robledo.: blanco puro.
Descendientes de los hijos del profeta.

-Buenos días, jóvenes, ¿En qué les puedo servir?


– dijo el doctor.

Gónima le pidió a Jesús que le dejara hablar a él.

-Dr. Robledo la queja que tiene el bachiller Londoño


es insólita, terminó su bachillerato con una califica-
ción promedia de 4.7 sobre cinco. Es un modelo de
estudiante como lo dice el informe oficial. Es un de-
portista de fama en toda la ciudad.

-Sí. Ya lo sé, usted es “el pez negro”, ¿verdad? In-


terrumpió el médico que mostraba fastidio ante la
acentuada y enfática exposición de Gónima.

-¿Cuál comité de admisiones lo ha rechazado? ¿Por


qué? Preguntó con disgusto el Dr. Robledo.

-Eso lo queremos saber, doctor, usted pertenece a


todos los comités de la facultad. Dijo enfático Gónima.

-Señor – dijo Robledo – esto es asunto de


admisiones, yo no tengo qué ver con ello.
183
Cuentos Colombianos

-No, señor. Usted sabe que el señor Jiménez es un


inepto y que solamente sigue las órdenes del comité.
Dijo Gónima.

El Dr. Robledo, con una ira mal disimulada, le res-


pondió:

-Mire, señor Gónima, la Facultad de Medicina de


la Universidad es autónoma. Si ella resuelve por cual-
quier razón que un estudiante cualquiera, no mere-
ce entrar a hacer estudios en ella, pues no puede
entrar. Y punto.

-¿Y dónde quedan los derechos humanos, la de-


mocracia que se pregona?

-A mí no me venga con demagogia, señor. Dijo en-


fático el Dr. Robledo.

-Señor, acaba de llegar a la presidencia de Colom-


bia un demócrata liberal. Usted sabe que su opinión
es injusta y antipatriótica. De modo que si el día de
hoy no recibe la autorización para matricularse
Londoño en la Facultad de Medicina, mañana no
habrá clases en la Universidad.

El médico guardó silencio. Eran las cinco de la


tarde. Las muchachas salían de la oficina.

-¡Es urgente! – le dijo a su secretaria. Vaya a


Admisiones. Que inscriban la admisión del pez ne-
gro y se olviden de todo.

Un día estaba cosiendo Luz María una de las tres


camisas largas o camisolas de dril blanco que le ha-
bía pedido el profesor de Anatomía a Jesús: Hasta la

184
El pez negro

espinilla, tres bolsillos. De pronto suspendió el pe-


daleo. Levantó la cabeza de la tela y empezó a pen-
sar. Había pasado por su mente la idea fugaz que la
atormentaba: casarse con Ricardo. Detuvo su traba-
jo y lo meditó con calma. Era el hombre que la hizo
viuda e infeliz por largo tiempo. ¿Cómo podía pensar
en él ahora? Ella, a pesar de su ignorancia, pensaba,
analizaba, dejaba, dejaba que las cosas fluyeran y
volvía a meditarlo. Solo tuvo escuela primaria, pero
la vida, el pasar de las cosas, sus noches en la selva
mirando los árboles iluminados por la luna. Los pe-
ligros que había pasado. Los temores de todo, la ha-
bían educado para pensar en su vida y su futuro.

Recordó a Jesús, un hombre recio, mal humora-


do, celoso, rabioso, pero dulce y tierno en el lecho,
un hombre completo… Ahora pensaba en él. Pero él
ya no existía. Existió. Fue un buen esposo, a pesar
de sus iras. Pero ya había pasado, y ella sufría su
ausencia y soledad.

Ahí estaba su hijo mayor, era todo un hombre. Iba


para adelante, y ella estaba dando su vida por él y su
hermano. Muchas veces se sentía sola, muy sola. La
imagen de un hombre a su lado le hacía falta. Pero,
¿Cómo el asesino de su hombre podía ocupar su pen-
samiento? Abandonó su trabajo. Eran casi las cinco
de la tarde. Pronto llegarían sus hijos. Ella tendría
que decirles que estaba cansada. Que estaba triste.
Que necesitaba sus vidas.

Llegaron sus hijos. Eran altos, tallados en granito


negro. Jesús la abrazó primero, luego la besó:

-¿Mamá, estás llorando?

185
Cuentos Colombianos

-No esa nada, hijo. Estaba cansada de pedalear


en la máquina. Estoy bien.

Tornó a mirar a Mario y lo vio triste.

-¿Problemas? Preguntó ¿Sufres en verdad, mamá?

-Si, hijo. La soledad me acosa. Siento como si algo


se estuviera agotando en mi alma.

Los hermanos se miraron entre sí. Tal vez ambos


lo habían pensado. Por eso cuando Jesús le dijo:

-¿Por qué no piensas en serio en Ricardo?

-¿Qué quiere decir en serio, hijo? ¿Quieres que yo


me case con el asesino de tu padre?

Jesús guardó silencio. Pero pensó que su madre


sufría. Pensó en su soledad. Esperando solamente
educarlos. Era una cosecha tardía, al terminar, ella
siempre se sentiría sola. Resolvió afrontarla… Como
ellos, los hermanos, habían visto que la presencia de
Ricardo no le era indiferente sino grata… y sabían
que lo había perdonado, ¿por qué manifestaba ante
ellos un odio aparente? ¿Era vergüenza? ¿Se sentía
cohibida?

-Vamos, madre, habla ante nosotros con sinceri-


dad – dijo Jesús. Tú eres joven todavía. Amaste con
sinceridad a mi padre. Vino el destino, o lo provocó
con los celos, y ocurrió la tragedia que todos vivi-
mos. Tú quedaste sola defendiéndote con tus pro-
pias manos. Todos sabemos cómo hemos vivido. Y
todo seguirá igual. Pero nosotros sabemos que el tío
Ricardo daría su sangre por nosotros. ¿Por qué en-

186
El pez negro

tonces no darle curso a los hechos y casarte con él,


tener otros hijos y tener todos la protección y ayuda
de Ricardo?

-¿Tú lo crees posible? – preguntó Luz María.

-Sí, mamá. Es posible. Tú lo quieres y nosotros


estamos de acuerdo y felices de que estés bien.

Pasaron las semanas. Hacía más de veinte días


que la familia Londoño no tenía noticias de Ricardo,
hasta que una tarde de noviembre apreció condu-
ciendo su carro crema. Hizo sonar el pito y se bajó
sonriente, portando una bolsa blanca con el sello del
Astor. Llevaba dulces como para atender a un cole-
gio. Tocó la puerta y escuchó el pedaleo de la máqui-
na antes de abrir. Abrió Luz María, despeinada, en
chancletas y cansada ya del golpe del día.

-¿Sabe usted, señora, si aquí vive una morena alta,


muy bella, a quien la gente llama Luz María? – dijo a
modo de saludo el hombre, quien tomó con su mano
izquierda la respectiva ala de la puerta, dejando ver
la elegancia de su vestido: un terno azul claro de
paño delgado, camisa blanca de cuello abierto, za-
patos negros y sobre la muñeca izquierda un reloj de
oro marcando las cinco de la tarde. ¡Ah! Y una sonri-
sa apenas insinuada.

-Sí, señor. Hasta hace poco la vi pedaleando esa má-


quina, creo que está por aquí. Pero, entre, se refresca
con jugo de naranja y la espera que se quite el cansan-
cio de encima con una ducha fría. Después lo atiende.

-Excelente propuesta, señora. ¿Puedo seguir?

187
Cuentos Colombianos

La abrazó, le dio un beso largo sobre el rostro su-


doroso. Le entregó la bolsa de dulces. Se sentó en un
sillón blanco y le dijo: báñate hija, mientras yo leo
este cuento que me compré. Luz María lo vio sacar
del bolsillo del saco un libro pequeño con el título:
“Los campesinos”.

-¿Quién es el autor?

-Yo ni sé, un tal Antón Chejov.

-¡Uy! Permiso.

Ella se bañó, se arregló el cabello, cambió el vesti-


do por una falda rosada y una blusa blanca de man-
ga corta. Vestida así parecía muy joven. Conservaba
las líneas de su cuerpo sin huellas visibles de su
vida anterior.

-Leíste mucho. Preguntó Luz María entrando a la


sala.

-No tanto. Pero déjame decirte que te ves muy bella.

-Gracias, señor Ricardo. ¿Quieres tomar un jugo


de naranja? Hace un calor terrible. ¿Qué horas son?

-Te acepto el jugo, y son las cinco de la tarde. La


razón para que yo esté aquí es que quiero contarte
algo que es importante para nosotros.

Ya habían hablado de su matrimonio en otra oca-


sión. Solo los hijos de Luz María ignoraban esta de-
cisión, pues era como un pacto secreto. Lo que que-
ría comunicar Ricardo era que un compañía de se-
guros lo había llamado para proponerle un negocio:

188
El pez negro

él haría el presupuesto de los daños sufridos por un


carro accidentado y ellos lo compensarían con el
trabajo de reparación menos un porcentaje que se
discutiría en cada caso.

-Pero ellos pueden someter a otros técnicos tu eva-


luación y encontrar mejores precios. Dijo ella.

Ricardo se maravilló del juicio de Luz María. Lo


pensó y lo encontró correcto.

-¡Qué maravilla! Le dijo. Tienes muy buen sentido


común. Pero si yo hago un presupuesto realista, es
decir, ajustado a los costos del mercado, más la uti-
lidad honesta de mi trabajo, yo gano al tener todos
los carros accidentados. Así estaré dentro de cual-
quier presupuesto y el porcentaje que yo aceptaría
tendría que ser pequeño.

-¡Ojo con ese porcentaje! Dijo ella.

De las noticias económicas que llenaban de ilu-


sión a Ricardo, pasaron a asuntos más personales.
Ella preguntó por lo que contaba el libro que leía.

-Apenas llevo tres páginas del cuento- dijo.

-Lees muy despacio – le dijo – y se echó a reír.

-Tú no me dejas aplicarme a la lectura. Tú me ron-


das la cabeza, me encegueces y me llevas a pensar
en otras cosas. Pero sí encontré en esas tres páginas
un refrán ruso que me hizo pensar en lo que signifi-
ca el hogar. Dice un enfermo campesino en la ciu-
dad: “En mi casa, hasta las paredes me ayudan”.
Porque son paredes propias, son su apoyo, su ayu-
da. ¿Lo ves?
189
Cuentos Colombianos

-Claro que lo veo. Y es hermoso ese refrán. Con


razón nuestros pobres dicen: “Tener casa no es ri-
queza, pero no tenerla es la mayor pobreza”. Cuánta
verdad hay en los dichos populares. Dijo Luz María.

Ricardo le dijo, entonces:

-Por eso, Luz María, hace tiempo compré una casa


para ti. No sé, tal vez fue el azar, o un milagro antici-
pado de nuestra unión. La casa está vacía esperán-
donos. Queda a ocho cuadras de aquí. En un barrio
mejor que este y para Mario, está a seis cuadras del
Liceo.

No recordaba Luz María cuánto tiempo había pa-


sado, tal vez los años de estudio de Jesús y los de
Mario, que ya estudiaba mecánica en el Pascual Bra-
vo. Desde ese tiempo ya me quería. Pensó.

Él no sabía desde cuando, la verdad era que esa


casa en Niquitao los estaba esperando. Durante ese
tiempo la casa había sido arrendada dos veces, y
ahora estaba vacía. Ricardo quiso que, con los mu-
chachos que ya habían llegado, fueran a ver la casa.
Era mucho más amplia que la que habitaban en
Buenos Aires. Mejor situada. De mejor presencia y
tendía más al centro de Medellín.

Todos estuvieron de acuerdo en que una ceremo-


nia de matrimonio era inútil. Ella pasaba de los 35 y
él de los 54. Ella no quería por ningún motivo meter-
se en fiestas de muchachas. Conocía su edad y ha-
bía vivido lo suficiente para conocer lo que podía ofre-
cer. De modo que de un día para otro la familia
Londoño ocupó la casa.

190
El pez negro

En la tarde del día siguiente, el padre, Ricardo; los


hijos, Jesús y Mario, y la madre Luz María Ortiz,
negros famosos por los trofeos ganados por el “pez
negro”, ocuparon la casa.

Ricardo visitó por primera vez la casa completa,


pues cuando la compró con el afán de servirle a su
hermano (y a Luz María) no se ocupó de detalles de
la construcción: eran tres cuartos seguidos. Una sala
grande. Un zaguán y un patio de cinco por seis me-
tros, un campo enyerbado, donde resonaban los rui-
dos de los vecinos, pero aislado por tapias.

Ricardo, que había tenido la casa alquilada du-


rante más de seis años, notó que había sufrido va-
rios deterioros. Contrató un albañil conocido para
que, sin necesidad de remover nada, hiciera las re-
paraciones necesarias. Durante tres días soportaron
la presencia del trabajador. Cuando terminó, los in-
quilinos se sintieron libres.

Ricardo le pidió a Luz María que por favor, no acep-


tara más contratos de costura, pues no tenía necesi-
dad de ello y debía descansar.

-¿Descansar? Dijo ella.

-Como lo oyes. Has trabajado mucho y ahora me


corresponde a mí toda la responsabilidad. Dijo Ri-
cardo.

-He trabajado toda mi vida. – dijo Luz María – No


me voy a morir de tedio sola, sin ocupación y espe-
rándolos a todos para comer.

191
Cuentos Colombianos

-No estarás sola. Tendrás una o dos sirvientas.


Les darás órdenes y tú leerás los libros que quieras.

-No lo veo claro, Ricardo – le respondió. A mí me


da sueño la lectura.

-Bueno, dijo él. Pero disminuyes un poco tanto


esfuerzo.

-Lo que se me ocurre es ensayar el diseño y la


fabricación de trajes de mujer, típicos del Chocó: fal-
das, blusas y pañoletas, de las que se usan en las
fiestas. Dijo Luz María, animada.

A Ricardo le pareció excelente la idea.

Si alguien quisiera hablar de un hogar de paz, de


silencios afines con la sabiduría y los recuerdos in-
teriores, hablaría del hogar de los Londoño. No de
sus pesares y tragedias que quedaron sepultados por
el perdón y el olvido. El verdadero amor tiene tantos
rincones escondidos que siempre será imposible
medirlos y conocerlos todos. Por el amor cambiamos
historias y recuerdos tristes por sueños nuevos, nue-
vas ilusiones, figuras fantásticas hijas de los deseos
y propósitos de revivir.

En el hogar de Niquitao Luz María encontró la for-


ma de cambiar el odio por el amor. Fue como un
amanecer después de varias noches de pesadillas.
Encontró la calma, el perdón, la paz sincera. El co-
nocimiento de que la vida es un cruel juego de azar.
Que la vida es un contraste entre lo posible y lo im-
posible, y que todo está en el corazón. Por eso no
pensó en el odio sino en la paz. Su amor fue total.

192
El pez negro

Completo. Burló el tiempo. Sintió que su pecho esta-


ba virgen, que sus senos no lucían vencidos sino que
florecían como la primera vez, y el amor de su alma
lo sintió cruzando un hermoso atardecer.

Sabía que sus hijos no se escandalizaban de su


unión. Recibió de ellos confianza, ilusión, amor por la
vida, y, de paso, les enseñó a vivir sin odiar. Así era la
familia Londoño. Nadie recordó otra cosa que ideales.
A medida que progresaban los estudiantes, que reco-
nocían en la educación la llave de todos los éxitos,
comprendían lo que había significado Luz María.

Luz María asumió el papel de madre y señora de


casa, con un juicio que no parecía natural. Se levan-
taba a las cinco de la mañana, lloviera o hiciera uno
de esos amaneceres de primavera. En un momento
tenía hecho el café para el desayuno. Sacaba de la
nevera la masa de maíz molido mezclado con queso
y armaba las arepas. Las asaba hasta que tomaban
ese color del pandequeso que les encantaba a sus
comensales. Ella gozaba sintiendo la satisfacción de
su esposo y de sus hijos cuando saboreaban su de-
sayuno. Y luego de lavarse la boca, cada cual partía
para su trabajo: los muchachos a estudiar y Ricardo
a dirigir su taller.

Después, animada, volvía a sus costuras. Estaba


fabricando faldas de colores, de flores, plisadas,
amplias y voladoras, como de gitanas que ahora ven-
dían en las tiendas y almacenes de Guayaquil. Allí
las vendía con ganancias y sin necesidad de rendirle
cuentas a nadie. Pasaba los días entretenida espe-
rando que a más tardar, a las doce y media, llegaban
sus comensales a almorzar. Así pasaba los días, aten-

193
Cuentos Colombianos

diendo a la comida, a su trabajo y a todos los debe-


res de su hogar. La noche la alcanzaba cansada, pero
siempre animosa.

Un día le dijo feliz a su marido que le parecía que


estaba embarazada. La noticia llenó de alegría a Ri-
cardo. Era su tercera experiencia en esos compromi-
sos, como él mismo lo decía. Ahora era una realidad
que había soñado por mucho tiempo. Él tenía 54
años: había tenido amores de paso y ocasión, pero
no se había casado ni comprometido con la seriedad
que consideraba su unión con Luz María. Ella, para
él, era como una reina, una jugada de buena suerte:
la amaba, le parecía bella, señora, elegante, digna y
su presencia como señor de hogar lo engrandecía y
dignificaba. Abrazó a Luz María, le dio públicas gra-
cias a Dios. Lo consideró un milagro y besó y acari-
ció tantas veces a Luz María que la llevó sin quererlo
al llanto. Lloraron juntos de felicidad.

Él le aconsejó que nada les contara todavía a sus


hijos y que visitaran a un especialista antes de
tamaña noticia. Así lo hicieron. Mientras los mucha-
chos andaban en sus estudios, él la acompañó. Lle-
vaba años de no hacerse examinar nada. El médico,
antes de hacerle ningún examen, la abrumó de pre-
guntas sobre su salud. Se admiró, para sí, de la es-
tructura de esa negra quien además de estar muy
bien hecha, era alta y bonita.

Todo empezó con un análisis de sangre. Se extra-


ñó que no hubiera conocido lo grave que estaba su
salud. A los ocho días del examen, aún sin dar la
noticia a sus hijos, el médico le dijo a Ricardo, para
él solo, que los días de su mujer estaban contados.

194
El pez negro

-¿Cuántos años hace que no la trae al médico?

Ricardo le contó toda la historia: que él se había


casado con ella hacía apenas cinco meses. Y le refirió
toda la historia suya y de Luz María. El médico pensó
cuán triste es la vida de tantas gentes del pueblo que
viven, tienen hijos, crían esos hijos, abrazan la vida
como si fueran eternos, sin un solo examen de su
salud, y así viven y mueren unos más tarde que otros,
haciendo de su vida un honor a la fortaleza de la raza,
pero disminuyendo sus resistencias por las enferme-
dades. Sintió pesar por esa mujer, seguramente de
una raza fuerte pero minada por males que tal vez
hubieran sido detenidos… Cuando Ricardo le dijo que
ella era la madre del famoso nadador al que llamaban
“el pez negro”, el médico lo miró:

-Pero él es un atleta mayor, ¿está seguro?

-Si, señor.

El médico no le creyó. -¿Es verdad lo que me dice?

-Sí, doctor.

-¿Dónde la conoció usted?

Entonces Ricardo se desmoronó. Suspiró y dijo:

-Yo soy el hermano de su primer esposo. Yo lo maté,


en defensa propia. Venía enamorado de ella y al fin
accedió a ser mi esposa. Éste es nuestro primer hijo.

El médico le dio la espalda. Pensó en la clase de


historia que estaba escuchando. Volvió a mirarlo y
le preguntó si había otros hijos.

195
Cuentos Colombianos

-Si, doctor, un joven que está terminado el bachi-


llerato.

-¡Aja! Pues la muerte de su mujer es cosa de días.


Tiene una anemia perniciosa irreversible, además de
un cáncer de matriz. Usted ha sido,
involuntariamente, por su puesto, el verdugo de la
mujer que ama. Es su destino. Es su suerte don Ri-
cardo. Por primera vez le dijo don.

Ricardo cayó en la desolación. Se apoyó en la pa-


red del despacho del médico y lloró como un niño.
La enfermera que había llevado a Luz María a una
revisión fuera del consultorio, volvió para decirle que
ella estaba descansando. Pasando el dolor de una
prueba que le practicó. Vio llorando a Ricardo y com-
prendió que el médico le había comunicado el estado
verdadero de la salud de Luz María. Sintió pesar.
Los médicos son humanos, aunque parezcan
inconmovibles.

-Resignación es todo lo que puedo aconsejarle, don


Ricardo. Le dijo el médico.

Dos meses duró todavía Luz María, entre dolores


indecibles y sueños inducidos por los medicamen-
tos. Un día, en la hora de la lucidez, le pidió permiso
a su enfermera para que la dejara conversar con su
familia a solas.

La enfermera comprendió que quería despedirse


de su familia y le dijo:

-Conversa hija con ellos. Diles todo lo que necesi-


tas decirles. Y salió cerrando la puerta.

196
El pez negro

-Yo guardé esperanzas hasta ahora, les dijo a Ri-


cardo, Jesús y Mario, que la escuchaban de frente a
su cama, estáticos, mudos ante el dolor y la pena
que leían en aquella mujer ayer fuerte, robusta, ena-
morada y optimista, convertida por sus males en un
espectro, con los ojos amarillos destacando en su
rostro huesudo, vacilante, que parecía un esqueleto
negro de voz oscura y fatigada.

Dijo: - Ya se agotaron los medios de la ciencia ante


la tenacidad de la muerte. Me queda la última espe-
ranza. Me queda la última esperanza: la de mi pro-
pia alma: creo en Dios. Creo que no me disolveré en
la nada. Creo que renaceré entre un bosque de or-
quídeas como las que tantas vi en mi vida, trepadas
a los árboles y con las que fui feliz, visitándolas dia-
riamente, sólo viéndolas, sin tocarlas, sin
marchitarlas, eternas en sus colores y armonía. Así
será el cielo que espero. Sin penas ni dolores. Días y
noches iguales, comunicándome con almas llegadas
de muy lejos, contándome historias vividas en su
mundo, y yo refiriendo las mías de ríos extensos,
prados, árboles, cielo claro tachonado de estrellas.
Ese es el mundo que yo espero. Poco a poco se fue
quedando dormida: se recostó en la almohada y vie-
ron todos de cerró los ojos.

Se miraron, ninguno de ellos creyó la dolorosa idea


de la muerte. Llamaron a la enfermera a fin de que la
observara.

-Está dormida. Pueden estar tranquilos. Les dijo.

Todos asumieron una secreta y tímida esperanza.


¿En qué? ¿Vivirá más? ¿Por qué se callaron todos al

197
Cuentos Colombianos

mismo tiempo y esperaron, en el fondo de sus al-


mas, que se daría un milagro y que de pronto estaría
entre nosotros así, bella como la vieron todos?

No era fácil pensar que los dolores insoportables


la llevaran así no más al cielo que soñaba. Salieron
al corredor de la sala de enfermos terminales. Era
sobria, con bancas largas donde varias personas es-
peraban el mismo desenlace. Casi nadie lloraba. Es-
taban en silencio. Se divertían mirando en las pare-
des paisajes abstractos, un pintor desconocido ha-
bía decorado aquel pasillo con pinturas cuyo signifi-
cado quedaba a voluntad del observador, como si
significaran lo que el observador deseara. De pronto
salió del salón una hermanita de la caridad, llamó
discretamente a una persona y con un signo de apro-
bación apenas perceptible le indicó que ya había lle-
gado la hora. Un leve susto, nada más. Un musitar
inaudible, un signo de resignación. Un alma que se
apartaba de la vida.

Ricardo, Jesús y Mario esperaban en silencio sen-


tados en una larga banca blanca. Jesús pensaba en
bosques, veía montañas y ríos. Paradójicamente no
pensaba en Luz María. Ella era una parte de sus
vidas que ellos llevaban en el alma. Jesús, por largo
rato, venía pensando en su segundo semestre de fi-
siología; el curso más intenso que seguiría pronto, lo
orientaba el moderno texto del equipo de fisiología
de la Universidad de Buenos Aires, encabezados por
el eminente profesor Bernardo A. Houssay. En eso
pensaba, olvidado transitoriamente de su madre, que
agonizaba a seis metros de donde estaba.

198
El pez negro

Ricardo pensaba en el carburador de un lujoso


carro Ford 28, que le habían llevado accidentado a
principios de la semana y que debía entregarlo al
otro día y aún no había podido sincronizarlo.

Mario llevaba su mente ocupada por un partido


de fútbol que debía jugar ese fin de semana. Era de-
lantero. Todos en silencio. Miraban instintivamente
a la puerta de salida de la sala donde, en una tolda
blanca y aislada, yacía el catre blanco donde agoni-
zaba su madre y esposa de Ricardo.

Día luminoso. Pero lo olores de los medicamentos


le daban a su claridad el aire de Hospital. Todos mi-
raban los cuadros enigmáticos, sugiriéndoles los más
extraños pensamientos: unos parecían cosas de la
vida, otros de la muerte.

De repente, la enfermera que la atendía salió con


una leve sonrisa en sus labios. Les dijo:

-Despertó, está tranquila y quiere verlos. Todos


volvieron como de un sueño. Se miraron entre sí, sin
pronunciar palabra, fueron hacia la entrada de la
sala. Se dirigieron a la especia de tolda donde yacía,
encontrándose con el rostro demacrado pero sonrien-
te de Luz María. El primero en acercarse a la cama
fue Ricardo.

- Hija, -le dijo, acercándose a besarla. ¿Cómo es-


tás mi amor?

-Bien, Richi.

-¿Dormiste un rato?

199
Cuentos Colombianos

-No, amor.

-¿Descansaste?

-Creo que si. No me duele nada. Estoy como nue-


va. Dijo ella sonriendo. Sus dientes blancos, gran-
des y parejos le dieron vida a su rostro. Me dormí
pensando en la muerte, - continuó - pero como no
sabemos cual es la hora, ahora pienso que una bue-
na práctica de alejar la muerte debe ser pensar mu-
cho en ella. Ricardo se sonrió de buen grado. Jesús
y Mario gozaban escuchándola y se hacían la ilusión
de que, en verdad, estaba mejorando.

De pronto Luz María les dijo: -Siéntense que va-


mos a seguir nuestra conversación. Yo voy a morir-
me, pero este mal es de todos los humanos y decirlo
no aumenta ni disminuye la hora. Quiero que pien-
sen en su futuro. En el de todos, y sé que Ricardo les
lleva una ventaja. Él ha vivido más que ustedes, mis
hijos. Veníamos muy bien. Mario a punto de elegir
su carrera; Jesús casi a la mitad de la suya y yo,
hijo, no te imaginas lo que he pensado sobre el tra-
bajo que te espera. Porque no ejercerás la medicina
en la ciudad, no. En la ciudad hay medios, que se
apliquen con justicia depende de los médicos, del
gobierno y el corazón bueno de las gentes. Pero tú
sabes lo que son los pueblos y los pueblos negros,
sobre todo. Allá la gente vive abandonada del Esta-
do, de la caridad, y de sí misma. Como no tenemos
educación, nos falta todo. En el monte se nos con-
funde con la naturaleza, vivimos todavía como los
árboles… el suelo nos cuida: si es fértil, crecemos; si
es estéril, perecemos. Tu papel, Jesús, será solamente
trabajar por los negros, desde que nacen hasta que

200
El pez negro

mueren. Verás y tendrás ocasión de comparar la for-


taleza de nuestra raza cuando se le da ayuda. Verás
los mejores deportistas. Los más agudos observado-
res. Los más fieles con su trabajo. En fin, harás des-
cubrimientos de una raza que ni siquiera los investi-
gadores más agudos la conoce.

Hijo: no abandones tu raza. Enséñalos a vivir. Yo


espero que en tus manos los niños mueran solo si
Dios quiere.

Nuestro hogar, que fue un sueño, no lo dejen aca-


bar. Consigue una mujer buena, que te sirva para
todo. Que quiera a tus muchachos. A ti te lo encargo.

Ya estoy cansada, hijos. Déjenme dormir. Se dur-


mió para siempre. Eran las nueve de la noche. Ri-
cardo se encargó de todo.

Cali, marzo de 2007


Ángel Zapata Ceballos

201
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de julio de 2007
en Todográficas Ltda.
todograficas@une.net.co

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