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LA GRELA

Oscar Leguizamón
LA GRELA
2005. Oscar Leguizamón
Derechos exclusivos de edición en castellano
reservados para América del Sur.
2005. Ediciones TIRSO
Ugarte 2384.
Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Buenos Aires. ARGENTINA
Hecho el depósito que prevé la Ley 11.723.
ISBN N° 98720740-7-0
Impreso en Argentina.

2ª Edición
A mi Buenos Aires lunfa y tanguero

Oscar Leguizamón

PRÓLOGO

En mi trabajo "El lunfardo en la novela", que la Academia Porteña del


Lunfardo tuvo la bondad de publicar en 1990, después de estudiar la obra de
Cambaceres, de Sicardi, de Ocantos, de Eduardo Gutiérrez, de Hugo Wast,
de Gálvez, de Arlt, de Marechal, de Sábato, de Mallea, de Mujica Láinez,
escribí que" A partir de Arlt y su obra valerosa y personalísima las
denigraciones al lunfardo se han retraído al territorio de la ignorancia y de la
tilinguería". Sin duda fue el autor de "El juguete rabioso" el primero en
utilizar el lunfardo como un instrumento de su narrativa. Pese a que Borges
afirmó que Arlt no conocía el lunfardo ni le interesaba conocerlo, ese léxico
no aparece en sus obras para mostrar o recrear la supuesta habla de los
personajes de la ficción sino en procura de placer estético. No podría decirse
igual cosa de la primera novela lunfarda conocida (o recordada), "La muerte
del pibe Oscar" (1913), compuesta por el guardiacárcel Luis Contreras
Villamayor, y sospecho que tampoco de "El deschave" (1965), de Arturo
Cerretani. Villamayor quiso documentar un habla; Cerretani, demostrar que
puede hacerse no mala literatura con el empleo casi abusivo de
lunfardismos. Intención estética, en cambio, y muy visible, es la que movió a
Julián Centeya -quien a su modo era un estilista y un estetizante- a componer
"El vaciadero" (c. 1971).
De las tres novelas mencionadas aquella con la que más directamente luce
emparentada "La grela" es la de Centeya: Leguizamón, como el autor de "La
musa mistonga", no quiere sólo lunfardizar por travesura o por orondear de
canchero y de corrido, sino sobre todo hacer literatura y, a su manera,
también un poco de filosofía. Debo decir que a Oscar Leguizamón no le
faltan uñas para tañer ambas cuerdas de la guitarra -la literaria y la
filosófica- o, mejor dicho, de la viola garufera y vibradora que ha acamalado
para componer este relato. En lo que al lunfardo empleado atañe, no es un
repertorio arqueológico espigado en los diccionarios del ramo, sino moderno
y coloquial; tan moderno que aplica al sustantivo grela ("mujer") un
significado que sobrelleva desde no hace más de tres décadas ("mugre"); tan
coloquial que parece más escuchado que leído.
Cuando los hombres leídos crearon la literatura gauchesca (y de paso el
lenguaje gauchesco), se quitaron la levita, si acaso la llevaban puesta, se
ciñeron el chiripá y se cambiaron el nombre: Ascasubi cambió su identidad
por la de Aniceto el Gallo; Lussich, por la del matrero Luciano Santos;
Hernández, por la de Martín Fierro. Crearon entonces un lenguaje a la
medida de esos gauchos de ficción. Leguizamón también recurre a la
primera persona, pero no necesita crear nada porque el lenguaje lunfardo ya
fue creado y recreado sucesivas veces, desde Florencio Iriarte y Felipe
Fernández hasta Daniel Giribaldi y Nydia Cuniberti. Tanto el gauchesco
como el lunfardo son originariamente lenguajes literarios que llevan la
pretensión de hacer literatura, con los dialectismos y arcaísmos
sobrevivientes en el campo el primero, y con las voces traídas por la
inmigración el segundo. Ya se ha explicado más de una vez que el chiripá
lingüístico usado por Del Campo y Hernández dejaba asomar la hilaza de la
cultura, y nada distinto ocurre con los autores lunfardescos. Leguizamón
también se pone lengue y alpargatas confeccionados con palabras, con esas
palabras de diverso origen (y no sólo de origen delictivo) que conforman la
coiné del porteño de hoy y tampoco es difícil ver asomar entre línea y línea
la sombra escurridiza de una cultura nada despreciable.
Ni el gauchesco ni el lunfardo son, empero, mera cuestión de vocablos. Del
lunfardo dijo una vez Gómez Bas que es un aire; digamos que es un clima,
un ámbito espiritual, y en ese clima se ubica Leguizamón, y allí se desplaza
dando muestras de la seguridad y de la comodidad con que puede habitarlo.
Ese clima se respira en su prosa, en sus descripciones, en sus ex abruptos.
El habla de "La grela" no es ficticio, no es producto de elaboración, como el
gauchesco de Estanislao del Campo o el de Romildo Risso. Es casi el idioma
materno del autor, en la medida que la ciudad es su madre. Cuando digo que
Leguizamón escribe coloquialmente quiero señalar la fluidez de una prosa
que va en derechura de la vertiente al frasco, y que recibe un sabor especial
al ser mechadas con las frases hechas de las letras de tango, que bien
podríamos llamar tanguismos.
El verso ha venido siendo más utilizado que la prosa en el cultivo de la
literatura lunfarda. Existen, sin embargo, prosas lunfardescas admirables,
como algunas añosas páginas de Félix Lima, las inmarcesibles viñetas
turfisticas de Last Reason, los "Tangos" de Enrique González Tuñón. Este
curioso relato de Oscar Leguizamón, tan afortunadamente inusitado, no
emparda ciertamente el peso específico de "La crencha engrasada" y de
"Chapaleando barro", pero contribuye a equilibrar los platillos de la balanza.
Si un prólogo constituye una suerte de padrinazgo, tener a este relato por
ahijado me hace muy feliz.

JOSE GOBELLO

NOTA PRELIMINAR

Una vez leí el libro de Giuseppe Vaccarino "La suciedad", donde se describe
muy amenamente la carnadura de la sociedad suiza que él conoció. Me debe
haber gustado porque nunca lo olvidé, a pesar de haber transcurrido algunos
años.
Otra vez, muchos años antes, asistí a un curso del maestro Sciarreta,
(lamento haber olvidado su nombre de pila) que trataba , sobre "Los
productos del ser humano". Allí se ponía el acento en qué hacer con los
desechos luego de la obtención de un producto. Sabemos que tales
desperdicios configuran en sí mismos otro producto. La cosa se complica si
los rezagos producidos no son degradables o reciclables y se complica
mucho más cuando posee un contenido tóxico o peligroso, como, por
ejemplo, la radioactividad . Cada tanto recuerdo pasajes de ese interesante
ciclo. Finalmente diré que hace poco tiempo apareció en la puerta de mi casa
un muchacho llamado Juan; venía a buscar una solución a su problema.
Se le había incendiado la casa mientras dormía. Sólo logró salvar a su
esposa, su hijito y algunas pertenencias. Entre las cosas que se le quemaron
estaban los documentos de un auto que me había pertenecido unos quince
años atrás. Él lo tenía hacía cuatro años, los documentos estaban a mi
nombre pues ninguno de los dueños por los que pasó el auto había hecho la
"transferencia". Pues bien, removiendo los escombros de lo que había sido
su humilde casa, encontró a medio quemar el "Título de propiedad" del auto.
Lo único salvado era la parte donde figuraba mi nombre y dirección.
Entonces se lanzó en mi busca, para pedirme, por favor, encarecidamente,
que yo como propietario legal reconstruyera la documentación del auto,
solicitar los duplicados, para venderlo y resolver su situación harto flaca, al
menos en parte.
Desecho, suciedad, rastreo y reconstrucción era todo lo que Juan tenía en sus
manos. Lo ayudé, le conseguí los duplicados rápidamente y no lo volví a
ver.
Entonces, el libro de Vaccarino y el curso del maestro Sciarreta se instalaron
en mí; recordé, el cien por ciento de su contenido o por lo menos eso creo
me hicieron sentar a contar lo mío como un mandato incontestable.
Por eso tomo la posta de Giuseppe Vaccarino, para ampliar sus
observaciones, dar una vuelta de tuerca a sus conclusiones.
En consecuencia, pido perdón por lo que aquí pase.

O.L

LA GRELA

Es posible que el nombre de Luciano L. no figure en ningún mataburros, ni


broli, ni publicación alguna. Él es uno de esos puntos sabios de verduqui,
que nunca hicieron espamentos para que los junara todo el mundo, ni
garparon un mango para hacerse nombrar, ni para salir del anonimato, ni
nada.
A mí también se me hubiera piantado si un día, en el viejo barrio Devoto,
pispiando antiguos estantes, no hubiera tenido la suerte de cazar un
manuscrito del chabón.
Sé que esto debe parecer cosa de un colifato: ya se tomó el piro el siglo
veinte y yo, todavía busco manuscritos, viejos papeles olvidados, pavadas. A
mí se me dió por ese lado. Que vachaché,...son berretines...Bueno, berretines
que se me dieron, pensando que, al salvar la raíz se salva la planta.
Volvamos al tema: era viejo de bute el papel. Ajado por demás, escrito en
tinta azul que todavía aguantaba el último cacho de color. Para colmo de
males estaba chamuscado. No se entendía casi nada. Más abajo se leía
clarito que el balurdo estaba mandado a un chabón que paraba en el Cafe de
García, un billar de la calle Sanabria, esquina José Pedro Varela.
Junando el fato al mango, con la lupa, como quien dice, sin que se me
espiantara nada , alcancé a entender un cachito, que me abrió los faroles sin
grupo. Era un chamuyo bien cortina, pero se junaba, el quía la sabía lunga.
Me pasé el día haciéndome la croqueta y repitiendo meta y ponga lo que el
tipo había enganchado y sintetizado así:"Empezando por casi nada podrás
alcanzar la felicidad". Cuando releí, y confirmé que era eso lo que decía, se
me vino inmediatamente al bocho otra pregunta que tendré siempre a mano
y, ya en la catrera, listo para la entrega, estoy seguro que se la batiré a la
Parca como si chamuyara con un gomía: "¿tú crees que todavía podemos ser
felices?".
Esta pregunta (de estilo español) era repetida como una muletilla por mi
amigo Mandarina (porteñazo), en los momentos menos esperados. Se la
hacía a las coperas apenas entrábamos en un cabaruti o al mozo de un
restaurante cuando llegaba la cuenta y no nos alcanzaba el vento. Un día me
la hizo justo cuando un taquero se guardaba nuestros documentos en el
bolsillo y nos portaba en galera.
Como es de imaginar, Mandarina obtenía las más variadas respuestas. En el
cabaret, las naifas le podían contestar: "Si tenés plata mi amor..."Al mozo
del restaurante, apurado por la tela para seguir yugando, le podía contestar:
"Dale pibe, desde cuando me viste pinta de trolo". En otros casos le
contestaban, por ejemplo, que con el dólar al cambio actual era imposible,
otros contestaban que no perdían las esperanzas, otros que no, que si, que
quien sabe. En cambio, yo le contestaba siempre lo mismo:
-Vamos, poeta, andando, hace frío y no has comido.
Menos el día que caímos en cafúa, ese día me quedé muzzarela para
disimular el pedalín que teníamos.
La onda, me pareció, era buscar y acamalar todo lo que hubiera quedado
colgado por ahí de aquel probable vate arrabalero y dopo mandar un libro
con lo que hubiera podido rescatar.
Me laburaba la croqueta sobre dónde encontraría más mercadería y cual
sería la posta posta de lo que el cusifai habría dejado.
Por ahora, lo único que tenía en la mano era un papel chamuscado como
salvado de un cero ocho, firmado Luciano L..., lo cual me dejaba sin el
apellido, un dato bien groso, y abajo una palabra, también cortada por el
fuego, que empezaba con Par..., como si fuera un título o cargo del chabón
o, también, podría ser una dirección.
No sé por qué, en una de esas por su letra, me lo imaginaba un tipo piola,
pintón, buena porra, de esos que te junan de frente y sin agachadas, callado y
que no quiere quilombo, aunque araca, cuando manda algún chamuyo,
sacarse el funyi.
El muchacho del batimento, el que paraba en el café, se llamaba Tito de
nombre y su apellido , un lío para pronunciarlo, al menos para mí, un
provincianito que por ahora caminaba Buenos Aires más o menos con
respeto por el porteño dueño de casa, además de venir poco acostumbrado a
tanto nombre gringo como se oye por aquí.
En Bandera, cabecera del Departamento Belgrano, al sudeste de la provincia
de Santiago del Estero, casi conlindando con la de Santa Fe, en mi pueblo
natal, estaba acostumbrado a apellidos criollos en general y alguno que otro
de origen tano o cotur pero nunca de tan variada procedencia como en
Buenos Aires, donde los ponjas y los judíos fueron los primeros que me
llamaron la atención.
Después de campanear el ambiente y pedir un feca, pregunté por el tal Tito,
temeroso que me dijeran que no lo junaban, aunque por suerte parecía que
el punto paraba efeté en el boliche, con horario y todo. No estaba, acababa
de salir sin dejar dicho a que hora volvería. El mosaico calculó que no
tardaría mucho en llegar.
A mí me pareció, de movida, que tardaría un montón de tiempo, y casi me
las tomo, después decidí esperar, si mi ansiedad se la bancaba, al menos una
hora. La espera me resultó corta cuando empecé a junar aquellas paredes
verdaderamente ornamentadas; daba gusto estar en ese bar. Me copé tanto
que la hora y pico que tardó en llegar el tipo, resultó poco tiempo y no me
alcanzó para terminar de admirar el bobo puesto en cada cachito del bar por
los dos gorditos que parecían ser los trompas.
Fotos y afiches deportivos engalanaban las paredes desde el techo el suelo.
Apenas se salvaban taparrollos y puertas. Eso sí, el techo limpito. Habían
colgado y pegado fotos de Gardel, Gatica, Gatti, Fangio, los hermanos
Navarra, Maradona, afiches de toda clase de deportes, de campeonatos de
billar en la Argentina y de otros lados, sifones del cuarenta, una vieja cantora
onda corta y larga (bastante más cachuza que la de mi casa cuando yo era
pibe), unos guantes de boxeo, antiguas canillas de agua que suelen verse
todavía en algún viejo patio. Había hasta una foto de un equipo de polo
había. De fondo, un disco de Floreal Ruiz con Troilo, que enganché desde el
principio, dopo Pugliese con Jorge Vidal y otros cantores y de última Tito
Rodríguez cantando ese bolero que dice: "Entré a esta taberna tan llena de
cosas buscando olvidar". Yo estaba esperando a otro Tito en ese bar tan
lleno de cosas buscando no olvidar.
Daban ganas de calcular la antigüedad de cada afiche, de cada foto..., cuando
por fin llegó Tito.
Me le fui al humo sin verso, al pan, pan y al vino, vino. Le conté cómo me
había juntado con ese papel en una bibliotequita del rioba, cómo me lo había
afanado de adentro de un broli, en franchute, sin marcas ni dedicatorias y
que estaba por empezar a rastrear lo que podía haber escrito ese Luciano L.
La macana, había otro chabón que lo esperaba para jugar una partida a tres
bandas. De entrada, para saludarse, se dieron un beso, como hacen los pibes,
a mí me dió una cosa... un no sé qué,..., porque estos dos eran tipos de más
de cincuenta pirulos y grandotes, que pesarían, seguramente más de una
gamba cada uno. La moda es la moda y cuando se da juego de pileta, hay
que echarse a nadar. El tipo se puso a escolasear, yo lo seguía chamuyando.
Me escuchaba aunque se notaba que no le importaba ni medio el asunto.
Para colmo era un capo en el paño y encima saludaba a todo el mundo. Por
eso la conversa se cortaba a cada rato y me costaba un montón seguírsela.
Lo único que pude hacer fue que se deschavara que había traído el papel de
la cancha de All Boys, sin idea del apellido del punto, ni de quién había
escrito su nombre en él; tampoco sabía cómo el papel había ido a parar a una
biblioteca dentro de un libro. En una parola, no supo o no quiso tirarme
ningún dato pulenta. Para no pasar por plomo, la corté enseguida.
Entonces, Luciano L. era de Floresta o paraba en Floresta, ¿estamos?
.Alguien debía junarlo, saber algo de él. El fato era arrancar por All Boys y
ahí nomás me tomé el primer bondi.

******

Creo que nunca, nadie se había mandado tan al humo. ¡Como zorro al
gallinero! ¡Y con un datito atorrante!
Cuando llegué a Floresta, me bajé del bondi repleto y caminé hasta el club,
donde por suerte encontré a un montón de la barra brava. Pensé que podría
chamuyar con varios; pero la cosa no iba a ser fácil. Empecé por mangar un
faso, quedarme piola y chispiar el ambiente.
Como todos saben, entre esa runfla siempre hay escabio, algo de fruli, algún
chorro. De manera que hay que andar con mucha carpa, los faroles bien
abiertos.
¡Ojo!, hace un fangote de años que camino el tablón, diría desde que vine de
Santiago del Estero; ahí aprendí el chamuyo lunfa , también, cómo y cuándo
empezar una parla, hacerme amigo sin que nadie desconfíe de que uno
pueda ser de la yuta, ortiba o cosas por el estilo. Y también me la rebusco
para avivarme dónde podría estar la precisa. Y entreverarme en cotorros y
aguantaderos donde nadie imaginaría que están, porque vistos desde afuera
parecían bulines que nada que ver.
Yo conozco bien el fato. Paro la oreja, relojeo, apoliyo en cualquier catrera y
manyo bien la forma de pensar de los gratas, lunfas y putas.
El fato era moverse sin zarparse. Dejar que grite el gritón, gambetearlos al
manguero y al preguntón, minga de hacer bandera con zarzos, bobos y
marrocas y, por sobre todo, tener los de ver como el dos de oro para que no
se me piantara nada.
Ser callado es de hombre pulenta: por eso le rajo al charlatán.
Debía encontrar una aguja en un pajar, cazar y tener a mano tres balurdos
fundamentales, tres herramientas que no podían fallar: un flor de imán, un
buen cacho de paciencia y cincuenta guitas de saliva.
Claro, si lo de la aguja en el pajar es una manera de decir, entonces lo que
tenía que descular era cual iba a ser ese cacho de imán, ya que paciencia y
saliva tenía que tener sí o sí.
Por lo que me da el bocho, hay que mover el imán piano, piano, hasta que
aparezca la dichosa aguja y en un rápido movimiento, se le pegue al imán.
Pero atenti, había que tener mucho ojo para que no se me piantara de la mira
lo que tenía que encontrar. Porque yo buscaba una aguja o un imán que me
trajera la aguja, si cazo de chiripa primero la aguja, que me importa el imán,
¿no?
El asunto estaba difícil, yo como turco en la neblina. El fato era
entreverarme. Ser uno más de la muchachada, enganchado en la misma
onda. Al poco tiempo tendría mis propios amigos. Mi caripela les era
familiar porque yo paraba por el club desde hacía un par de años largos y
muchos sábados me comí el garrón de ver perder al equipo y también sabía
lo que era terminar un partido pidiendo la hora, frunciendo el upite. Eso me
sirvió para que todo me resultara más facilongo. Siempre lastraba con algún
flaco de la barra, recorría las mismas guaridas, paraba en la misma esquina,
seguro de que el imán iba a ser alguno de ellos. Cambié algo las pilchas. Mi
chamuyo se hizo más rante y canero, se me alargó el pelo y hasta agarré un
tranco y una parada como la que tenían los más pesados, sin pinta de matón.
Como sería, que me empezaron a decir "El cantor".
Eso sí, siempre orejitas paradas, najuse bien, afilado, sin olvidarme que el
naso se hizo para olfatear. Para colmo debía cuidarme que ninguno se
avispara, no porque corriera peligro de comerme alguna biaba, nada de eso,
sino porque me iba a quedar sin poder averiguar un soto.
Pasaron yorno tras yorno sin pintar ninguna pista, ningún batimento. Ya
estaba a punto de tirar la toalla cuando se me hizo. Un gurrumín de pelo
colorado nombró a un tal Luciano Lemos. Ahí nomás le pregunté, con un
grito apenas contenido:
-¿Luciano qué?
-¡Epa!... Luciano nada.. ¿Qué te pasa?
Me asustó un poco la frenada y me hice el sota todo lo que pude, no fuera
cosa que se perdieran no sé cuantos días de laburo, y le contesté muy serio:
-¿Creí que habías dicho Luciano Lejos y me pareció un nombre medio raro,
¿no te parece?...
Sin darle tiempo a contestar nada, le dije de grupo que debía ir a cobrar una
guita esta noche, como era mucha mosca, me tenía que acompañar, por lo
menos para hacerme ropa... y sobre el pucho le dí apuntamento en la cantina.
Ya saltaría otra vez el nombre que me tenía anclado en Floresta y podría ver
si ese Luciano Lemos era el Luciano L. que yo buscaba y si no era, chau
pinela, ahí nomás me piantaba y sans souci, tango.
Por desgracia, a la cheno no apareció mi supuesto imán y morfé solari,
pensando en mi yeta. Me la banqué...
Total, si no había aguja ni imán, al menos tenía paciencia y saliva. En una
de esas, aunque fuera tarde, aparecería el colorado y esa demora me vendría
fenómeno, no iría a cobrar a ningún lado y charlaría largo y tendido a la
espera de que apareciera algún dato, algún batimento, algo como para no
perder la efe.
Después, tranqueando despacito, me fuí al bar que está en la esquina a
buscar en un par de copas el apoliyo que desde hacía dos o tres noches me
estaba haciendo algunas gambetas. Pedí una ginebra sola al pie de la vaca y
me quedé relojiando lo que, con su luz mortecina, un farol dejaba ver. En el
bar había un sólo cliente, un viejito que tomaba su copetín, pero después se
puso a barrer y amontonar cosas en la vasera, porque ya iba siendo hora de
cerrar. Era un cliente. No laburaba en el bar pero se ve que le ayudaba al
trompa, de aburrido y de tanto ir todas las noches.
Pedí otra ginebra sola antes de que empezaran a levantar las sillas, o sea
antes que me rajaran; el sordo del yoyega apagó la cantora justo cuando
empezaba el tango aquel, mozo traiga otra copa, que lo cantaba Carlos
Gardel. Muzzarela y, sin cabriarme, me fuí tranquilamente, el vaso en la
mano, a mirar la calle, prendí un faso y me quedé campaneando las últimas
escenas de esa esquina, medio mortadela en invierno, como todo el rioba, me
imaginaba.
Y después enfilé para el bulín preguntándome: "¿ Tu crees que todavía
podemos ser felices?". Preguntita que quiere saber tantas cosas... Si iba a
averiguar, aunque sea un galito más, de ese Luciano L., por ejemplo.
Desde Floresta hasta el rioba -yo vivía en Devoto -era un garrón volver,
sobre todo a esa hora. Ya no andaba el bondi, había que venir a patacón por
cuadra. Era, sensa joda, un entrenamiento bárbaro. Es bueno caminar. Me
mandaba por el diome, por donde más alumbraba la fila de faroles para zafar
de algún perro que le ladrara a mis miedos, algún bufoso o, por lo menos, no
joder si estuviese el amor escondido en un portón, total no pasaba un
checonato ni pintado. Eso sí, siempre me pareció larga la vuelta, el ofri me
parecía más frío que otros inviernos. Me daba no se qué tener que cruzarme
con alguien. Porque fuera rati o rocho no me gustaría ninguno de los dos.
En una palabra, me estrilaba hacer esas cuadras. Me daba tanta bronca que
empecé a carburar seriamente en conseguir algún cotorro cerca del club.
Vivía en un bulo atorrante por demás, todo sucio y minga de ser barato.
Compartía la zapie con otro chabón para que me saliera más toraba. Para
colmo, no era siempre el mismo cusifai, cada dos por tres aparecía una
caripela nueva, algunas muy difíciles. Para peor, el trompa estaba siempre
breca por algún balurdo y le tiraba la cabrón al que tenía más a mano, por
cualquier verdura. Menos mal que a la cheno dormía la mona y no hinchaba
los gobelinos hasta mezzo yorno.
Me costó dormirme a pesar de los copetines, porque me laburaba el bocho
sobre si era negocio seguir la búsqueda, ya que si encontraba algo más, a lo
mejor era una pavada.
Yo le tenía efe al chabón, no era ningún otario, estaba seguro que había
producido algo más groso que mandarse una frase polenta y seguramente
sería algo piola, algo..., bien interesante, digno de ser encontrado y también
estaba seguro que conseguiría esos datos muy pronto.
Al día siguiente me quedé de atorro. Yolipé hasta la docena. Me tomé un par
de mates con un marroco medio durazno porque no tenía mucho vento en el
grilo y no quería patinarlo porque si nomás, morfando en la cantina. Me
mandé una afeitada de esas para siempre, apenas una cepillada a los
tamangos, porque eran casi nuevos, y me fuí empilchado como un dandi
peinado a la gomina, para no tener que volver a la noche a cambiarme e ir al
cabaret, a la milonga o donde fuera. Y como era sábado enderecé para el
club, donde ya habría varios tomando algo y chamuyando de la formación
del cuadro para el campeonato que estaba por arrancar o, por ahí, armando
una joda en algún bodegón.
De día, el camino era más piola que a la cheno. Siempre se cruzaba alguna
pendeja o una mamá joven andaba vareándose con su purrete... De alguna
puerta entreabierta salía un olorcito a morfi que daba ragú... Al pasar por una
casa con jardín se oían las voces de una familia... Algún chabón silbando
pintaba su ventana... Otro, que saludaba sin conocerte, como en los
pueblos...¡Que sé yo!, me gustaba más de día.
Apenas llegué al club empezaron los problemas: un flaco me mangó para el
bondi, mal, como de prepo, por lo que le contesté también, mal.
-"Andá a laburar, andá".
El punto se alejó unos metros y desde allá me miraba como para boxearme,
aunque se veía que no se animaba. Yo estaba tranquilo, sin hacer
espamento ni darle la espalda en ningún momento. Al ratito, un jovato me
hizo una marca en el lompa al tirar el pucho, sin querer, claro, pero el
hombre no pidió perdón ni nada, como si la culpa fuera mía.
-"Más se perdió en la guerra"- dije.
Sobre el pucho, un rastrojero mandó una nube recontranegra al arrancar, y
yo ahí, en el medio, justiniano. Ya esperaba cualquier otra, pensando que ese
no era mi día, cuando de repente, de atrás de un árbol, se aparece él. Vi que
venía por la vereda de enfrente, nada menos que el Coloradito que me había
dejado de seña la cheno anterior. Me carpetió de lejos, un cachito nada más,
y me saludó cerrando un ojo como si nada. ¿Yo?: mosca. Pero pensaba a
toda máquina. Si anoche no había venido habrá sido porque no pudo o no
quiso y yo no era nadie para tirarle la bronca, así que no le dije un soto. No
sabía como hacer para invitarlo a tomar algo sin que le sonara raro. Había
que esperar el momento. Estaba por prender el primer faso del día cuando
siento...:
-¿Tomás un feca?
Era el Colorado que me daba el segundo alegrón en un ratito. No podía creer
lo que estaba pasando. Seguro que la noche anterior no había venido porque
tuvo algún otro fato y no porque no hubiera querido venir. No me explicaba
nada, ni yo esperaba que lo hiciera, porque el varón debe ser de pocas
palabras y, si esto es así, yo tenía la obligación de ser buen entendedor. Así
que borrón y cuenta nueva. Nada ganaría pidiendo y recibiendo
explicaciones si la cosa ya había pasado y de ningún modo se podría dar
marcha atrás.
Pedimos los fecas y nos pusimos a chamuyar de bueyes perdidos, sin que de
entrada apareciera nada pulentería.
El Coloradito resultó ser bastante gil. De conversa mishia por demás, repetía
dos o tres veces lo mismo, me tocaba el codo a cada rato, para que le
prestara más atención. Por un rato largo la siguió chamuyando de pavadas.
Lo que se dice un plomazo y yo le daba muy poca pelota.
Pensaba que en una de esas el imán que buscaba no era de la barra, que
podía ser algún jugador del equipo, alguno de la comisión o cualquier hincha
que no fuera de la barra brava. El pelpa que me metió en esto, como ya dije,
era viejo a la gurda y el que lo escribió no era ningún pendejo y por ahí ya
estaba en la Quinta del Ñato. Casi me jugaría por esto último, por la pinta
del papel.
Por ahora, lo único que tenía era a este chanta, colorado para colmo, que
había nombrado a alguien que podría ser mi hombre o no.
A mí me resultaba fulero estar con un pelirrojo porque, al ser muy
llamativos por el color de pelo, se me hacía que me fichaba todo el mundo.
Y éste, encima, tenía color de enfermo en la caripela, unos faroles marrones
que se me hacía que no iban con el color de su piel ni de su pelo. Además,
me daba fea impresión que tuviera tan salida la nuez de Adán en el cogote:
para mí, tenía alguna papa y pronto creparía...pobre.
Luciano L. debía o debió ser un escritor o al menos estuvo a punto de serlo.
Si no había escrito su libro, yo lo haría por él, siempre que hubiese dejado
otras pistas, para que yo las encontrara y las acamalara para después
mandarlas al frente para que no se perdiera en el olvido alguien que vivió y
aportó con su bocho y con su bobo un granito de arena para mi Buenos Aires
querido. Seguro que habrá muchos como él, llevados por la guadaña, sin que
se hayan calentado en lo más mínimo por mandar su batimento aunque sea a
la marchanta...
-¿Me escuchás o no?
El colorado gilún me había enganchado totalmente lejos de la conversa y no
podía engrupirlo. Me dió la cana porque quiso acordarse de nuevo de
Luciano Lemos y yo no le había dado cinco de bola. Después me apiolé que
él también estaba queriendo hacerse gomía. De un saque me dí cuenta de la
macana que hacía y, al siguiente parpadeo, ya pedía perdón con el verso de
que no había apoliyado bien y me parecía que era por el faso, que lo estaba
por largar y era un vicio boludo (como si hubiera vicios piolas). Todo para
que no se cabreara y no se rajara.
Creo que lo conseguí, por lo menos no se las tomó y siguió balanceando la
pierna cruzada todo el tiempo: señal que su estado de ánimo era el mismo.
Mi memoria auditiva -esa que funciona cuando uno no está prestando
atención aunque la oreja caza la onda -me mandó el nombre que yo
esperaba, recién dicho por él, y sin derrochar un momento le tiré de frente
mar:
-¡Otra vez, ese!, ¿Quién es?
Dudó un cacho, se vió que tenía ganas de despacharse. Empezó por batirme
que no lo conoció, le parecía que era un jovato, probablemente había
espichado, no estaba seguro de eso. De lo que sí estaba seguro era de que
estaba medio piantado y que se había presentado un par de veces como
candidato en las listas para renovar la Comisión Directiva del club, aunque
nunca ganó y era un tipo muy junado en el rioba...
-¿Por qué piantado, che?
-Porque dicen que siempre andaba por ahí hablando pavadas... cosas raras.
Andá a saber qué balurdos tendría en el balero.
Como quien no quiere la cosa, como si lo único importante para mí fuera
seguirle la conversa, le averigüe varias cosas:
Había vivido en una pensión cerca de la 43. Tenía bastante torbelo, como si
tuviera una jubilación del Ejército o algo así. Antes de desaparecer del todo
había faltado una temporada larga, corriéndose la bola que estuvo guardado
en un loquero para bacanes, en donde hoy está el barrio San Pedro, en
Bermúdez y Santo Tomé.
De las pavadas y cosas raras que dicen que decía, la única de la que se
acordaba el Colorado, era que el coso había dicho que "la suciedad no existe,
es un invento de la mente".
Y, de última, me dijo que tenía una hija que tal vez viviera todavía en el
rioba. Me tomé el raje dejando que el Colorado levantara el muerto.
La frase: "Empezando por casi nada podrás alcanzar la felicidad ",
encontrada por mí en un papelito medio chamuscado, y el concepto: "La
suciedad no existe", revelado por el Colorado, debían ser, en fija, de un
mismo bocho. Estaba tan seguro de esto como de que, de ahí en adelante,
tendría mucho trabajo, ya que ahora tenía varios datos para rastrear.
Cerca de la 43 habría varias pensiones: podrían haberse tomado el piro o no
y si todavía estaban, podrían haber cambiado de dueño o no. Era cuestión de
caminar la zona y ver qué podía encontrar. Y si hubiera un lugar, mudarme,
un raye que yo tenía en el bocho.
Investigar en el Ejército y en manicomios me parecía un laburo medio
dificilongo aunque se podría intentar como último manotón de ahogado.
Si encontraba a la hija y/o la pensión del chabón, podría, si la suerte me era
amistosa y cordial, encontrar algún otro manuscrito sobre la grela y por qué
no, sobre otros fatos.
La grela, que no existe, porque es un invento de la mente, podría no ser la
única cosa que no existe, tal vez haya otras que tampoco existen porque son,
también, inventos del bocho. Sería más piola encontrar la demostración de
que la grela no existe, o sea la explicación de por qué el chabón llegó a la
conclusión que la suciedad es un invento del balero del ser humano.
El "casi nada", con lo que se podría alcanzar la felicidad, era, también, algo
que yo necesitaba ampliar. Medir ese casi nada no debía ser fácil de lograr.
Y por si esto fuera poco, saber que es la felicidad.
El tipo que no aparecía, para mí era Luciano Lemos. Estaba segurísimo, y
por eso me había puesto medio kolino de contento por un lado y por otro me
morfaba los codos. Mataba que la L. coincidiera con Lemos, pero me moría
por saber qué encontraría. De movida no me animaba a decir qué
importancia, grande o chica, tenía este paso adelante. Lo posta era que lo
había dado y que, si mi héroe había dicho eso, lo había demostrado de
alguna manera...
Pensé que debía parar la pelota, estar tranqui, sin mambos, con el bocho frío
y mucha efe. Me dije, entonces, que no haría nada hasta el lunes siguiente.
Saborearía como el tigre la presa avistada, sabiendo que estaba haciendo las
cosas bien. No embalurdándome, no tendría problemas para llegar hasta lo
hondo en una cancha de la que todavía no junaba mucho que digamos.
Además, tenía bien manyado, que si no me alcanzaban los datos del
Coloradito, podría volver a chamuyarlo y ver si se acordaba de algo más, ya
que no lo había exprimido bien, sino que solamente le había chupeteado un
par de datos sin que se avispara. Desde el vamos, la conversa tuvo pinta de
hablar por hablar y estoy seguro que no se avivó en ningún momento que lo
estaba haciendo vomitar un batimento que pudiera tener alguna importancia
para alguien y menos para mí.

******

A partir de ese momento, me pasó totalmente al vesre de lo que había


maquinado. En vez de esperar tranquilamente que llegara el lunes para
empezar a trabajar, fuí entrando en una manija infernal, que fue aumentando
poco a poco, hasta no poder parar de laburarme el bocho pensando siempre
en lo mismo mi abismo: qué sería lo que iría a encontrar cuando recorriera
las pensiones cercanas de la comisaría, los loqueros, la casa de la hija, si es
que la chabona aún existía. Seguro que estaría casoriada, tendría un par de
purretes, le agarraría pavura, no me contaría nada, me escondería la partida.
Que se yo, me podía esperar cualquier balurdo: desde no encontrar un soto y
entrar en la pendiente de la ruina sin remedio, hasta empezar a remontar un
barrilete tan alto y quedarme sin piolín. Como un pebete el cinco de enero.
Sabía que los Reyes vendrían, sin saber qué me dejarían en los tamangos.
Con el bocho como lo tenía no podía seguir por la calle, así que me rajé
para el cotorro, tenía miedo de andar ha-blan-do-so-lo-mi-ran-do-le-jos o de
hacerme atropellar por algún bondi. Y yo no soy hombre de andar haciendo
papelones. De eso me cuido como de mearme en la catrera. No sé por qué
será, pero desde muy pendejo, desde que yo me acuerdo, siempre le tuve
pavura a la cargada, a que me quedara algún sobrenombre que hiciera reír a
los demás, a tener cara de logi. Me importaba más no hacer macanas que
hacer las cosas bien.
Al llegar al bulín encontré al trompa con una esbornia de novela. Apenas
entré, me putió de arriba abajo porque no me había limpiado los pies en el
trapo de piso que servía de felpudo en la puerta.
-¡Recién termino de limpiar y usted me trae toda la suciedad de la
calle!...¡Sucio!, ¡chancho de mierda!
Traté de explicarle que era un cacho de tierra nada más, que no era grela,
porque esa misma tierra, en mayor cantidad, serviría para llenar una maceta
y tener una linda plantita para adornar el telo, que bastante falta le hacía y,
por lo tanto, de grela no tenía nada. El tipo se puso rojo de la cabrón y salió
de raje para la cocina a buscar no sé qué. Yo me borré ipso pucho por las
dudas. Pero, ya en la pieza, tratando de no hacer ninguna bulla, como si me
hubiera piantado a la calle, me puse a pensar que ese pobre curda había
mezclado todo: asoció suciedad, chancho y mierda. Para él todo tenía que
ver con la grela: la tierrita que uno trae en la planta de los tarros, el chancho:
morfi de prima para muchos, pero que vive en chiqueros llenos de barro
(tierra con agua) y el excremento, que ora se deposita en brillantes inodoros,
ora pasa a ser un objeto de estudio, cuando el médico pide un análisis de
materia fecal, ora sirve de abono en ciertos cultivos.
Con lo que hasta ahora, desde que el Colorado me había batido lo dicho por
el sabio, yo no había visto nada que se pudiera batir grela.
Además, el trapo que estaba en la puerta cuando llegué, servía para que la
tierrita de los tamangos no fuera a parar a cada rincón de la pensión. Estaba
puesto para que desde la puerta, la tierra volviera a la calle. Lo cual da
menos laburo de andar sacándola de todos los rincones. Esta onda se
entiende, pero no nos da pie para batirle grela. Pensemos.
Se dice que un piso está limpio, cuando no tiene tierrita, ni hojas secas, ni
esas rayitas que dejan en el mosaico los tacos de goma, por ejemplo. Si en la
puerta hay un trapo para limpiarse los pies, el primer chabón que entre y se
limpie los tarros en el felpudo y camine con cuidado, no habrá hecho entrar
ninguna cosa ni dejar marcas de nada en el piso.
Pero cuando hayan entrado varios, aunque se hayan portado todos bien,
limpiándose bien los zapatos, ese felpudo se irá llenando de la dichosa
tierrita, ensuciando los tarros de los que van entrando en lugar de ser el que
la recibe.
Por lo tanto, la limpieza debe ser mantenida a costa de un laburo bien
pensado, toda una organización: sacudir el trapo dos o tres veces por día
contra el árbol de la vereda, según sea necesario, lavarlo todos los días,
cuidar que no esté ni arrugado ni amontonado y, sobre todo, tirarle bien la
bronca al primer punto boleao que sin darse cuenta lo pase como alambre
caído como había hecho yo.
Por otra parte y en otro orden de cosas, todos hemos visto lugares donde el
piso es un espejo y parece que la limpieza es dueña y señora, pero
justamente en esos lugares nadie se sienta a manducar en el suelo, por
razones de higiene, dicen. En cambio a los obreros que hacen zanjas en las
veredas, todo el mundo los vió alguna vez, no les importa morfar lo más
panchos sentados sobre una montaña de tierra.
Parece que cuando nuestros abuelos, los grandes monos, se enderezaron y no
usaron más las manos para andar, le agarraron una bronca bárbara al piso y
trataron de mantener el bocho lo más alto posible, tal vez para hacer notar su
nueva gracia, aunque no sé con quién querrían hacer pinta, tal vez con los
otros monos que más tarde los imitarían.
Pero no vine acá para criticar a los parientes y menos cuando parece que
todavía hoy nosotros le tenemos la misma bronca al sopi.
¡Cómo que, por más limpio que esté, en el suelo no podemos morfar! ¡Y
sentarnos y apoliyar sólo cuando no hay otra!
Y si me dicen que la catrera, la mesa y las sillas son más cómodas, que me
expliquen por qué los trapos, jabones y cepillos usados para limpiar el piso
son mas berretas, ordinarios y baratos que los balurdos que se gastan para
mesas y sillas.
¡Porque al sopi no lo queremos, viejo!
No solamente inventaron la grela, que no existe, sino además le fijaron el
piso como su sede social. Porque al piso va la grela que es su lugar natural,
dicen. y chispia lo que hacen: comen en una mesa con mantel, por ejemplo.
¿Queda un montón de migas, viste? y en lugar de juntar esas pequeñas
muestras del pan nuestro de cada día con un cepillito, no. ¿Viste lo que
hacen?: Sacuden el mantel para que la grela ocupe su sede social, el piso.
Después barren con una caripela de bronca que no te cuento.
De tanto laburarme la croqueta con estas pavadas, al oscuro y sin poder
prender la cantora para que el trompa breca no se avispara de que yo estaba
atroden, me quedé de apoliyo cuando todavía era yorno, y ¡minga de cabaret,
milonga, ni nada!

******

El domingo amaneció un despelote. Me desperté con ganas de ir a los


chuchos, no por el día sino porque se me había puesto que iba a poder
multiplicar los últimos cuatro mangos que me iban quedando.
Todavía era temprano y mi compañero de pieza no había vuelto a apoliyar.
Así que aproveché para acomodar un poco algunas pilchitas, ventilar el bulo,
que buena falta le hacía y, de paso, me mandé algunos abdominales y otras
flexiones olvidadas.
Dejé el bulín como para una foto de propaganda de la pensión y después de
un buen baño, rumbié para la estación a comprar el diario y la verde para
estudiar el programa. De paso le iba a pedir algún dato al caniya que era un
muchacho pierna y parecía que de burros algo manyaba.
Salí y cerré despacito para no despertar a nadie.
Un cacho de sol en la vereda. Unos rayos nuevitos estaban sin poder
entreverarse con las hojas nocheras del gomero ladeado que había en la
vereda. La matina estaba medio frescolari pero tenía esa alegría celeste que
uno le pide al tiempo. Me crucé con una parejita que venía fusilada de la
noche, ya sin diálogo, pero sus ojos me contaron de todo el escabio
acamalado.
Corría un vientito suave. Parecía que había caído una buena helada. Me
acordé de que, cuando pibe, cuando iba a la escuela en las mañanas de
invierno, el agua estaba escarchada junto al cordón de la vereda y los yuyos
blancos y duros hacían un ruidito cuando los pisábamos. Hacía ya muchos
años que no rompía escarcha con los Gomicuer de ir al cole.
Buenos Aires se estaba calentando o antes había menos edificios altos y más
baldíos futboleros.
Cuando llegué a la estación encontré caripelas más piolas, como si tuvieran
una vida por estrenar, como si todos fueran a ganar algo en la estación
siguiente, enseguida, hoy, ya. Pensé que estaba viendo en los otros lo que me
pasaba a mí y saqué pecho.
El caniya estaba con todas las luces, alegre y jodón. Me quedé un ratito
carpeteando de ojo los otros diarios y algunas revistas, pero me tuve que
rajar porque empezó a amontonarse alguna gente.
Marqué en la revista lo que el flaco de los diarios me batió, aclarándome que
no hiciera correr la bola porque era un dato pulenta que brinda por amistad,
que si no se caía, iba a dar cualquier espor. Yo fiché para todos lados para
estar seguro de que estábamos solari y con gran camelo le hablé bajito del
mal negocio de avivar giles. Pero no me la morfé, porque estaba seguro de
que el tungo del batacazo era puro pálpito del chabón, Segurola y Jonte, me
mandé a un barcito que está pegado al quiosco a leer el diario y tomar un
feca, pero al entrar sentí ese olorcito a café recién hecho que me dió un ragú
de novela.
¡Cómo no iba a tener hambre!, si me había apoliyado sin morfar un soto a la
cheno. Ahí nomás cambié el cafecito por un capuchino con tres medialunas,
con manteca y dulce de leche.
En el bar vacío no volaba una mosca. Leí con ganas. Estaba al pelo: bien
dormido, bien morfado, tranquilo y con ganas de hacer guita hoy y laburar
con tuti mañana.
Pagué apurado cuando sentí el ruido del tren, saqué boleto y subí cuando ya
arrancaba. Iba bastante más lleno de lo que esperaba, pero me pude sentar y
terminar el diario, mucho papel y poca sorpresa, que ya me había dejado los
dedos más negros que si hubiera patinado todo el día por el centro.
Me campanié las manos medio breca y antes de cabrearme del todo, le
regalé el diario a un tipo que estaba meta mirarme y pelé la revista, como
para no llegar tan en bolas al hipódromo.
El coso que me estaba viendo, me junaba con más ganas, como si me
conociera sin saber de dónde. Yo seguía leyendo tranqui y el chabón seguía
carpeteándome. No me molestaba mucho que digamos, por eso me pareció
exagerado pararle el carro, pero la mirada estaba y se sentía.
Sosteniendo la Verde como si fuera a seguir leyendo, le empecé a mantener
la vista, pero él se hacía el burro y enseguida miraba para otro lado, yo
seguía leyendo. Al ratito, otra vez lo mismo. Al pobre tipo no le gustaba ni
medio que lo mirara. Pensé en hablar con él y explicarle que si no le gustaba
que lo junaran, que él tampoco junase. Pero mi najuse no era de curiosidad
sino medio con bronca y medio en joda porque me divertía que se hubiera
copado conmigo.
Había, entonces, dos clases de mirada, una de curiosidad y otra de rechazo.
Una, la de él, no me molestaba, pero la otra mirada, la mía, le metía miedo al
chabón, que vaya a saber qué veía él en ella. La cosa me empezaba a gustar,
pero ya llegábamos a Palermo y me levanté como para bajar.
-¿Nos conocemos?
Me habló con una vocecita chiquitita, casi agachado, como encogido. Estoy
seguro de que si hubiera habido una pared, me habría hablado escondido
detrás de ella. Me pareció que si yo no le contestaba suavemente, saldría
corriendo, así que le hablé como si fuera una mina:
-A mí me pareció lo mismo, pero no me doy cuenta de dónde.
El chabón empezó a tranquilizarse y para descubrir de dónde nos
conocíamos empezó a nombrar barrios, boliches, lugares que nada que ver,
me parece que al bardo. Todo para ver si embocaba de dónde me junaba. Me
chamuyaba sin parar, saltaba de una cosa a otra, al tun tun, como una
máquina.
Recién ahí me empecé a dar cuenta la caradesolo que tenía el chabón. Una
pinta de solterón que volteaba. Medio petisón, cachetudo como gato de
quilombo. Peinado liso y bien prendida, hasta el cuello gastadito, la camisa.
Tenía puesta una campera trucha, de paño berreta, que por el modelo parecía
que se la había hecho la madre.
Era de esos puntos cuidadosos de su persona, ordenado, organizado, de esos
que van al dentista sin que les duela nada, limpito, prolijito, todos los
sábados a la peluquería, una pinturita. Incapaz de decir una cosa de más,
correcto, puntual al mango para garpar y también en los apuntamentos.
Y claro, algo tenía que tener, no paraba de hablar... y no paraba...
Yo tenía tiempo. Era temprano para los chuchos. Pero no me gustaba nada la
idea de tener que bancarlo al coso ese si también él iba al hipódromo. No sé
si sería porque yo también soy un solo, o qué, pero iba a defender mi
tranquilidad a costa de cualquier cosa.
Apenas me dejó meter un bocadillo, le dije que me estaban esperando para
entrar en el hipódromo y que no podía seguir chamuyando con él.
-El juego es una cosa sucia... Dijo.
¡Ahí cagamos!...
Este coso sabía en lo que yo andaba o fue de casualidad que tocó justiniano
el tema de la grela.
Soy de los que piensan que no conviene ponerse a chamuyar con cualquiera,
porque podría resultar un colifato que se mandara toda clase de gansadas o
no manyara nada, y opinar lo mismo. Pero el flaco justo tocó lo que, por
esos días, era la mía y no la podía dejar picando.
Le pedí que me explicara cómo era eso de que algo como el escolazo, que
una cosa que no se ve ni se toca puede ser sucia o limpia.
El tren ya había desaparecido, la poca gente que quedaba estaba en el andén
de enfrente. Había dos guardas a la salida del andén para marcar a los
colados. Lo primero que pensé fue que los chabones nunca iban a creer, por
nuestra pinta, que éramos gente que había viajado sin garpar, pero como no
salíamos, nos estaban fichando.
El tipo se tocaba a cada ratito el pelo de arriba de la oreja y se acomodaba
también el cuello de la camisa, como si quisiera que quedara siempre bien
puestito, pero no se daba cuenta de que nos estaban carpeteando los guardas.
Lo que más le importaba, parecía, era seguir chamuyando.
-Las cosas sucias se pueden ver, pero no se deben tocar. El que toca una cosa
sucia es un sucio.- dijo.
Yo entendí que el hecho de escolasear era tocar la grela para él. Entonces le
pregunté si otras formas de tocar la grela eran ir a fifar garpando o morfar de
ronga, por ejemplo.
No sé si le pregunté eso para probarlo o porque yo mismo no sabía cómo era
el fato y quería por lo menos tener una punta en esos balurdos.
Contestó que sí.
Medio me dió pavura pensar que la grela de la mente era una parte más del
problema, que era el de la grela de las cosas. Sobre todo si arrancaba de que
la grela es un invento del bocho.
¿Del bocho limpio o del bocho sucio?
El fato era no entrar en un escolazo de palabras y frases al derecho y al revés
para después no entender nada.
Se irguió un cachito y con los pies juntos dijo:
-Cuando uno tiene la mente sucia lo mejor que hay es ir a la iglesia.
-O al psicoanalista.- le agregué.
¡Para qué le habré dicho eso!. El tipo se puso loco. Me agarró del brazo, me
hizo caminar de acá para allá. Se paró delante de mí como para no dejarme
pasar. Me agarró del otro lado y me hizo volver hacia donde estábamos. Me
apuntaba la cara con su dedo índice. Todo esto lo hacía mientras me retaba
diciéndome que yo no podía hablar semejantes barbaridades, que eso era una
porquería, que yo estaba tocado, que a la larga las iba a pagar.
Se veía que el chabón no la iba con el sicoanálisis, no había nada que hacer.
Yo no soy ningún defensor de esa milonga, pero me hice el que no estaba de
acuerdo con él para rajarlo lo antes posible, y se piantó no más. Eso sí, me
mandó una mirada de asco, tipo telenovela, que me dejó pensando en el
pedazo de turro que le habré parecido al cusifai.
Pero me dió no sé qué y lo chisté, corriendo el riesgo de no sacármelo más
de encima.
El boncha se dió vuelta, me fichó como estudiándome si yo era peligroso o
no, hizo como un amague de venir y se mandó a mudar sin el más mínimo
saludo.
Me quedé parado en el medio del andén, mirando al chabón hasta que pasó
entre los guardas y se perdió al bajar por la escalera. El fato era cómo se
debe pensar y sacar algo en limpio y no que quede sólo en hacerse la
croqueta y minga de resultados.
Le di un cacho de changüí y seguí tras sus pasos.

******

La zona estaba bastante animada. Todos íbamos para el mismo lado, por la
vereda del Regimiento. Ya empezaba a llegar la gente de los burros. Todo el
mundo tranqui, sin apuro.
Algunos tenían cara de no ir a los chuchos, me parece que ponen cara de ir a
otro lado a propósito, para disimular. No es como a la entrada de la cancha,
donde todos van en barra, chamuyando, chispiando a los demás a ver si
encuentran a algún conocido. Van más francamente, me parece, hasta con
más inocencia.
Fiché la hora de largada en la revista y chispié el bobo. Faltaba casi media
hora para largar la primera. Me quedé de paradito un rato cerca de la puerta
del Padock. Junando para adentro se veía todo limpito, casi nadie. No había
apuro.
Empecé a divertirme observando quiénes eran los habitués y quiénes los
tiernos en los chuchos. Los cancheros venían con la mosca preparada porque
ya sabían cuánto valía la entrada, no leían los letreros, caminaban con paso
más seguro y sabían adonde ir sin pifiarla. En cambio los paracaidistas como
yo, relojeaban, estudiaban, preguntaban algo y algunos se mandaban a los
molinetes sin haber sacado la entrada y por lógica los mandaban para atriqui.
Cada tanto llegaba algún personaje de esos típicos, de funyi y embrocantes,
tarros grises, el lompa medio con acordeón, tacorba y minga de saco
desprendido. Pero lo más lindo era la forma de llegar de los tipos: junando
todo, como revisando que esté todo bien, que no falte nada, dispuestos a
enderezar cualquier balurdo y, si no, a disfrutar el deporte de los reyes y si es
posible acertar las ocho.
Me dí cuenta de repente de que me caían más simpáticos los que junaban
bien el fato que los perejiles novatos. Y no era que los novatos no me
gustaban porque no supieran. No. Era porque llegaban haciéndose los
cancheros, creyéndose que es fácil tocar de oído, manyando minga de solfeo.
Llegaban con una sonrisita de dolobu que, te juro, me daba cabrón,
vergüenza ajena. Me daban ganas de pegarles un empujón, echarles una
puteada, qué se yo.
De lo bien que estaba, ví aparecer a un gomía del rioba que hacía un
tiempito que no veía. José. Bastante piola el tipo, seriecito, tranqui, me
sorprendió que fuera burrero porque nunca habíamos hablado del fato.
Mandó un saludo bien cheronca, la mano, una palmada, y un discreto:
"Después te veo".
Le dí un par de minutos de ventaja y me mandé sin hacer esparo para el lado
de la boletería. Pagué con el último billete grande para tener cambio para
todo y crucé la puerta de la esquina de la esperanza, esperanzado.
De abrida empecé a sentir una revoluta en la zapan. No se me cruzaban
negros berretines, al contrario, eran todos piolas. Pero la saliva empezó a ser
medio escasani, seña de que, aunque no lo quisiera reconocer, me habían
entrado los ratones. ¡Y eso que todavía no había hecho la primera apuesta!
En la primera no quise poner. Pero igual recorrí las ventanillas para ver las
colas, relojié la boleteada en los televisores, siempre campaneando la revista.
Pensé que si hubiera escolaseado, me hubiera jugado por el cuatro que no
era el favorito, pero podía ganar. No sabía calcular cuánto pagaría, pero lo
mismo me iba a enterar cuando ganara.
Me fuí para la tribuna al tranquito y sin alardes. Había cinco o seis chabones
desparramados: Revista y pizarra, miraban primero la revista y después la
pizarra meta y ponga, revista y pizarra. Parecían verdaderos científicos,
estudiosos de cada detalle, atentos a la marcha de la boleteada. Era un plato
ver las cabezas de la gente cuando en el tablero electrónico actualizaban la
boleteada, donde los numeritos a la vista eran reemplazados por otros,
yobaca por yobaca, como si fueran dominós dispuestos para que uno voltee
al otro en una larga fila. La gente subía y bajaba el bocho: tablero y revista...
tablero y revista...
Y al rato pasó el primer tungo. Excelente estado. Se salía de la vaina, muy
linda pinta. Era el cuatro. Apenas una sonrisa en el de la chaquetilla verde y
blanca. Un galopito para calentar y ya se rajaron buscando la gatera de los
mil cuatrocientos.
No habían cantado todavía los cinco minutos para el cierre de las ventanillas.
Me dieron ganas de bajar, pero me quedé bien piola. No
era cuestión de empezar a cambiar de idea a cada rato.
Pasaron otros tungos, todos lindos. Me pareció que había varios que podían
ganar y que había otros que no podían ni figurar. La verdad de la milanesa
era que yo no manyaba un soto de yobacas y que iba a demorar un rato largo
para ser un conocedor del fato. Eso sí, me gustaba el cuatro. Me gustaba ese
caballito pero no sabía por qué.
Estuve campaneando la revista un montón de tiempo pero no pude sacar
nada en limpio. Daba como favorito al ocho y como enemigo al cuatro. Los
dos tenían idénticos antecedentes y yo no entendía por qué uno era favorito y
el otro no. Debía ser por los padres, por los tiempos anotados en
entrenamientos, por la trayectoria o vaya uno a saber qué balurdo secreto
tenían en cuenta los chabones.
Se empezó a juntar gente en la tribuna. Todo el mundo chispiando la
boleteada al cierre de las ventanillas para saber lo que garparía cada pingo en
caso de ganar. El poco público se empezó a hacer oír cuando sonó la
campana de largada.
Allá lejos se puso en marcha un lote de como diez yobacas (yo no había
visto tantos, me parecía que eran menos) Si no fuera por un chabón que
trasmite por micrófono de punta a punta toda la carrera, me hubiera quedado
en bolas en puntas de pie, sobre todo cuando venían en el codo buscando la
recta final y casi hasta que iban a pasar los trescientos.
Algunos empezaban a gritar el nombre de los tungos, pero yo no veía ni
diome. Chicato no soy, veo fenómeno. Pero, si no fuera por el locutor, no me
enteraba de un joraca. Debe ser que en las burros (como en muchas partes),
no sólo hay que tener ojos, también hay que saber mirar.
El punto iba batiendo la posición de cada tungo, nombrándolos a todos,
desde el primero al cola, si tal tungo se cerraba, si tal otro se iba quedando,
qué estaba pasando con los punteros; todo el desarrollo tramo a tramo. Yo
estaba ahí mirando la misma carrera y no podía distinguir nada de lo que el
chabón decía.
Venía en punta el mío con varios cuerpos de ventaja, pero atrás, con toda la
furia, en violenta arremetida, venía el ocho con las orejitas paradas. Cuando
pasaron delante de nosotros empezaron a castigar los dos, pero la ventaja era
cada vez menor. El bobo se me vino a la garganta, bajé un par de escalones
no sé para qué, los comentarios de la gente se hicieron gritos. Yo también
grité:
-¡Cuaaaatro viejo nomás!
Pero el ocho me alcanzaba y el pelotudo de la chaquetilla verde no pegaba o
pegaba menos que el del ocho.
-¡Cuaaaatro por los palos viejo nomás!
Me parecía que el mío corría medio despatarrado, que el otro venía más
entero, pero que no le iba a ganar. Los últimos cien metros fueron
espectaculares. Los dos pegaban. La gente saltaba y gritaba contra la
baranda como si estuvieran todos cabreros o piantados.
Y llegaron juntos al disco. Bajé corriendo.
Bandera verde. Contra la verja de la oficial se enloquecían las venas en los
cogotes y las caripelas largaban gritos rojos. En los puños empezaron a hacer
fuerza billetes de todos colores. Todos caminaban para acá y para allá
gritoneando apuestas.
-¡Cincuenta peso al cuatro!
-¡Una luca al ocho!
-¡Dosiento al ocho!
Estaba seguro de que había ganado yo y como no había jugado, ya de última,
tomé una apuesta de cincuenta sopes al ocho. Un tano que le había puesto su
guita al cuatro, pero creía que había ganado el ocho y de esa forma se cubría.
Tardaron un poco, pero levantaron el marcador dando ganador al cuatro por
medio bocho.
-¡Cuatro viejo nomásssss!
Cobré mi media gamba loco de contento. Claro que hubiera ganado mucho
más si hubiera escolaseado los cincuenta mangos en la boletería, ya que el
caballito vino a fraile y chirolas. Se podría decir que me comí un garrón,
pero preferí verlo como un derecho de piso y listo.
Había escolaseado sin querer y había ganado de movida. La milonga
arrancaba de diez.
A partir de ese momento, dulce y con más filo que antes, tenía que seguir
apuntando bien, y me fuí a pastoriar un rato para ver si había cosas nuevas
en el hipódromo, ya que hacía un vagón que no aportaba y, de paso, cazar al
vuelo algún chamuyo para la carrera siguiente.
Ví un pilón de televisores que antes no había y un tablero electrónico nuevo,
igual que el de la pista y alguna otra cosita nueva por ahí, pero nada más. La
confitería y el viorse estaban más o menos igual.
Más canas, eso sí, por todos lados. Pero no la yuta común; sino de esos que
le baten personal de seguridad, que andan empilchados de marrón y con
unos chumbitos chiquitos en unas cartucheras que parecen artesanales. Uno
sabe que son botones, pero calcula que deben ser menos jodidos que los de
la Federal. Aunque esto puede ser una impresión mía, nada más.
De golpe chispié a un jovato con un empilche bien de bute, con una pinta de
burrero bárbara, que, como si fuera un troesma de escuela, le estaba
explicando a un par de amigotes el desarrollo de la carrera que estaban
repitiendo los televisores.
El chabón decía que el cuatro no podría haber ganado nunca, si al ocho no lo
hubieran molestado en el codo. Que por eso entraron en el derecho con tanta
ventaja para el cuatro y que si corrían cincuenta metros más, ganaba el ocho.
Yo no sé si el tipo tenía razón o no, pero parecía que la sabía lunga. Así que
me quedé cerca por si pasaban de nuevo la carrera, para preguntarle en qué
momento encerraban al ocho. Para cazar la onda de las carreras, aunque sea
un cachito, ¿viste? Un cacho hoy, otro domani y así.
Pero no hubo caso, no la repitieron y me quedé de araca, pensando que si no
era, era porque no tenía que ser.
Paciencia y pan criollo. De bronca fuí a sentarme en la confitería a tomar un
copetín. No me importaba si me cerraban la ventanilla. Total igual podría
escolasear de afuera si la segunda viniera como la primera. Además, estaba
en ganador, y a los ganadores como yo no los para nadie me dije para darme
un cacho de ánimo, que empezaba a decaer.
Me estaba desinflando sin motivo. Pedí una cerveza con algo para picar y
me puse a pensar cómo podía ser que habiendo ganado de entrada, no
estuviera bailando en una pata y, en cambio, me estaba haciendo problemas
porque no sabía un soto de burros. Me preguntaba si eran los cincuenta
abriles que encima llevaba o sería porque andaba comiendo medio mal.
Por las dudas, me morfé un especial de crudo y queso. Y al toque me mandé
a la ventanilla y le jugué media gamba al uno, favorito según la revista.
Y volví a ganar duplicando la postura porque pagó cuatro veinte a ganador,
en una carrera que seguí por un televisor grandote que había en la confitería
pero que no fue ni por las tapas, emocionante como la primera.
Casi sin darme cuenta estaba con una gambita en el bolso y con gran
tranquilidad para seguir escolaseando.
Ahora venía la tercera carrera donde corría el tungo del caniya del rioba.
Decidí poner la gamba que iba ganando, entera a ganador y una más a placé
para irme, ganara o perdiera. Si ganaba, podía irme con un lindo paco. Si
perdía eran chauchas y palitos. Me parecía un lindo lance. No quería ni
enterarme de las otras posibilidades de escolaso como eran la trifecta, ni la
combinada. No me importaba nada. A mí que me den ganador y placé, que
ya bastante dificilongo me parecía acertar, por lo menos para mí.
Iba cayendo cada vez más gente. El día era piolísimo. Todo funcionaba al
repelo. Todavía faltaban unos minutos para que largaran la, para mí, última
rareca del día y me mandé al ñoba como para hacer tiempo.
Después me pasé a la popu. Pasé por abajo de la oficial al otro cacho de la
Padock. Después crucé un portoncito para el lado del pueblo.
Se notaba que era gente distinta y estaba lleno por todos lados. Las colas en
la ventanilla eran un garrón, encima uno no sabía si llegaba o te cortaban la
mano cuando cantaran el cierre. Había cola en los kioscos, en el baño, en
todos lados. Cómo sería que ya había cola en las ventanillas para cobrar y la
carrera todavía no se había largado.
Había caripelas bastante fuleras, aunque no era lo mismo que lo que se
puede ver en las hinchadas de fútbol. Pero igual daba la sensación de que lo
mejor era andar con cuidado, a pesar de que no parecía que pudiera pasar
nada por lo menos adentro del hipódromo.
Me mandé a la cola del palito, el tungo del batacazo. Dopo, si había tiempo,
lo vería en la pista. Total lo iba a jugar de todos modos, tuviera la pinta que
tuviera.
Un punto que se puso detrás de mí en la cola me empezó a chamuyar que,
como en esta carrera empezaba la apuesta triple y era seguro que ganaba el
nuestro, el vale iba a valer cualquier guita y que lo iba a vender, porque
donde continuaba podría ganar cualquiera y que era muy difícil acertar y que
si acertaba, el vale iba a aumentar un poco nada más y que no valía la pena
arriesgarse.
Yo no cazaba una de lo que el chabón batía. No le contesté nada, pero le
hacía caras como si estuviera de acuerdo, mandando las comisuras de la
boca para abajo y asintiendo con la cabeza, largamente. Pero después el
punto se calló la boca y me miraba como esperando que también le batiera
mi chamuyo, mi opinión del fato. Entonces diciendo que sí con la cabeza y
mirándolo directamente a los faroles le batí el nombre del yoquei:
-Sanguinetti.
Él pareció cazar la onda y contestó también moviendo la cabeza:
-Sanguinetti.
El solo nombre del yoquei era un buen final de conversa, si el chabón me
hubiera chamuyado únicamente de la tercera carrera. Pero no alcanzaba para
rematarla, porque también me había parlado, y un montón, de la quinta
carrera, o sea, en la que continuaba la apuesta.
Me quedé mirando lejos, como pensando, y le dije casi sin mirarlo:
-Sanguinetti.
Y él mirándome y diciendo que sí con el bocho me contestó:
-Sanguinetti.
Y seguía diciendo que sí con el bocho.
Y yo también.
Mientras tanto la cola apenas se movía. Nuestra conversa quedó en eso. Un
suspiro, meta que sí con el bocho, un ruido con la boca cerrada.
-Mmm.
Y cada tanto, él o yo, un:
-Sanguinetti.
Por fin llegué a la ventanilla, hice mi escolazo y me rajé guiñándole el ojo
del lado de él y chau pinela.
El punto se habrá quedado sin saber si yo manyaba el estofado o no, pero
estoy seguro de que, si se acordaba de mí más tarde, iba a pensar que yo la
sabía. Digo esto porque después chispié en la revista que Sanguinetti
también corría en la quinta y, para colmo, lo daban como chance.
No me calenté en lo más mínimo porque no me cruzaría de nuevo con el
punto, pues no pensaba quedarme hasta la quinta. y me fui lo más pancho a
la baranda.
El caballito del acomodo era una porquería. Yo, por la pinta, no lo hubiera
jugado ni en joda. Era un yobaca al que no se le podía poner ni un solo
morlaco. El chabón que pusiera un mango ahí era un gil. Había por lo menos
otros tres pingos que iban a hacer mejor papel que el once, segurola.
Estaba a punto de perder doscientos sopes. No era moco de pavo, por más
que vinieran de garrón. Aunque tampoco eran de arriba, eran de escolazo en
buena ley, bien ganados. A uno le parece, después de ganar, que lo que uno
tiene es de upa porque viene del escolazo, pero no es así. Si se hubiera
perdido esa misma guita, iba a estar bien perdida. ¡Cómo no va a ser legal
cuando uno la gana! Legal o no, no me gustaba ni medio el hecho de estar
por perder, no me importaba si era mucha o poca guita, si era de arriba o era
transpirada. El fato era que veía muy mal puesta mi parada. Pero ya no había
nada que hacer. Miré la boletita que dan en la ventanilla y pensé que no era
hora de hacerme problemas, sino de esperar y disfrutar de los chuchos, que
muy bien puesto tenían ese apelativo.
Para colmo en la popular no había confitería ni nada que se parezca a un
lugar piola para estar. Ya no tenía tiempo para pasarme de vuelta al Padock,
a menos que fuera corriendo, y corriendo no me veía.
Empecé a caminar despacito para el lado de la largada. Esta carrera iba a ser
de mil metros. Por lo tanto no iba a haber curva. Iba a ser una sola recta.
Nadie podría molestar en el codo. Cada tungo podría correr por su línea sin
encerrar a nadie, ni tendría necesidad de buscar el camino más corto.
Subí a la primera tribuna de todas. Era la más cercana a la largada y estaba
más o menos en la mitad del recorrido. Me había propuesto chispiar el
mango todo el desarrollo, desde las gateras hasta que pasaran por donde yo
estaba, por lo menos.
Me quedé campaneando el movimiento del hipódromo desde esa punta y me
pareció que lo estaba mirando desde afuera, como un colado. Nunca había
estado en ese lugar. No tenía el murmullo de las cercanas al disco. Había
muy poca gente. Casi todos eran tipos solos. Nadie hablaba con nadie.
Parecía imposible que en ese lugar pudiesen empezar un chamuyo dos tipos
que no se conocieran de antes. No me imaginaba ni siquiera que alguien le
preguntara, aunque fuera la hora, a nadie. Me dije que esa era la tribuna de
los más tímidos, de los más reservados, de los más callados y, por qué no, de
los más taimados. Era la tribuna de los que no quieren mostrarse.
Subí un par de escalones para ver la largada y, cuando pasaran por donde yo
estaba y ahí nomás rajar a chispiar la llegada en un televisor debajo de la
tribuna, donde se veía mejor que en los otros. La cosa se demoraba. Yo ya
no me bancaba. Me caminaban toda clase de ratones. Y eso que no tenía idea
posta de la guita que podría cobrar en caso de ganar ese tungo atorrante pinta
de quilombero, no de ligero.
Bajé a las baldosas cuadriculadas entre la tribuna y la baranda que da a la
pista de arena. Caminé despacio, a la espera de un resultado único y lógico,
había que esperarlo. Y no faltaba mucho.
Levanté la vista y sonreí cuando escuché la campana de largada. Subí de
nuevo los dos escalones y vi sólo al palito. Venía por afuera sin tocar el piso.
Mi caballito volaba. El locutor se ocupaba del lote que venía cerca de los
palos, mucho más atrás. El palito era un avión; lejos de ser alcanzado, se
distanciaba más, como para no dejar dudas.
Al pasar delante de mi tribuna, se oyó:
-¡Uh!
Lejos, un grito:
-¡Sanguinetiiii viejo nomás!
Uno solo.
...Y aprendí lo que es ganar una carrera sin emoción ni final. Cobraba un
fangote. Sin festejar; no tenía con quién. Y con cara de nada. Por dentro me
gritaban las tripas y yo hacía esfuerzos para que no se me escapara algún
sonido.
Me arrimé a la ventanilla sin apuro. La gente andaba cabrera. Hablaban de
acomodo.
Decían que los de la Comisión de Carreras se tiraban contra los que más
ponían. Que eran una manga de sucios. Que al comenzar en esa carrera una
apuesta combinada, le habían arruinado el estofado a la mayoría. Que no se
podía venir más. Que todo era una porquería. Que iban a romper todo.
Yo, musarela.
Miré de lejos si había cola para cobrar. Tres tipos solos; no me acerqué. Me
fui a ver la repetición pensando que el escolazo se hizo para ganar y para
perder. Y había hecho bien en no alegrarme tanto, al no justificar tanto
enojo en la gente que había palmado.
Estaba muy contento de tener resuelta mi situación harto flaca, al menos
por un rato largo. Meses, diría yo. Mi pinguito vino a setenta y nueve sopes
redondos. Un batacazo de novela. Enfilé para la ventanilla, ya sin cola.
Cobré y dividí el paco en dos bolsillos. Carpetié de sotamanga si me estaban
marcando. Con mucha carpa me mandé a la yeca y tomé un coche de
alquiler, del que estaba bajando un chabón que recién llegaba.
El tipo, uno de esos jovatos chistosos que nunca faltan, me dijo:
-¿Tan temprano y ya te limpiaron?
-Espero que usted también se vuelva en taxi. Chau.
Le canté la dirección de casa al tachero, quiso chamuyarme. Me hice el
sordo y se quedó piola.
Pensaba ir a dejar la mosca, rajarme al trocén a dar una vuelta tranqui.
Palermo, Villa Crespo, Paternal, pasaron, sin un alma, por la ventanilla del
tacho. Veredas vacías. En alguna casa se veían varios pibes, seña que la
familia se había juntado a morfar un asadito. Parecía que la mayoría de la
gente se había rajado afuera para visitar a los parientes que viven en casas
con un cacho más de sol.
Se diría que todo estaba limpio. Que habían limpiado la gente. Claro que
esto es en sentido figurado, porque el chabón que me dejó el taxi, al
preguntarme si ya me habían limpiado, también lo había hecho en el mismo
sentido. O sea que, si estamos acostumbrados a hablar de lo limpio en
sentido figurado, cuando hablamos de la grela nos estamos refiriendo a la
suciedad, remitiéndonos a algo que consideramos sucio, sin que lo sea
realmente.
Yo venía de acertar un batacazo. Según los gritos de la gente, era algo sucio
de la Comisión de Carreras. Según yo, todo estaba bien, pues carreras son
carreras y listo el pollo. Cosa limpia o sucia, yo había ganado.

******

Cuando entré a la pieza, encontré, debajo de la puerta, una citación de la 45


que debía presentarme urgente en la comisaría. Al no saber de que se trataba
encanuté toda la guita dentro de un par de zapatos viejos.
El trompa de la pensión apoliyaba. Yo no me haría el taura despertándolo
para averiguarle algo con la bronca que me tenía. Me mandé para la
seccional, los ojos grandes para ver qué pasaba, sin miedo ni pensando nada
malo, total, tenía la conciencia limpia.
En la comisaría me enteré que un botón me había ido a buscar porque se
había muerto un punto en Villa Bosch, vivía solo y la única dirección que le
habían encontrado en su libretita era la mía. Me citaban para ver si yo era
familiar y si podría ir a reconocer el cadáver.
De entrada, el nombre del chabón no me decía nada. Al mostarme la libreta
de direcciones con mi nombre, la revisé y me dí cuenta que era el padre de
una mina que se había casado con un primo mío que vivía en Añatuya,
Santiago del Estero.
Les dije a los canas que sí, que lo junaba y hacía tiempo había estado en la
casa, invitado por él, para conocer un invento que perfeccionaba para que los
faros de los coches girasen con el volante, para mejor visión, de noche, en
las curvas. Según don Domingo, que así se llamaba, ese invento sería de
gran utilidad en las rutas.
Me preguntaron si podíamos ir en ese momento hasta la casa, porque todavía
estaba allí, pues por ser domingo aún no lo habían llevado a la morgue.
Les dije que no tenía problemas y para mí era mejor que fuera día no
laborable, porque al otro día tenía mucho que hacer. (Siempre es bueno
hablar de laburo cuando se está con un taquero). Me tomaron un par de datos
y salimos enseguida en un patrullero con la licuadora puesta y todo. Me
sentaron atrás con un vigilantito que por la pinta parecía no servir ni para
dirigir el tránsito, creo que le batían escribiente.
Yo iba pensando en lo faroleros que eran con la sirena a todo lo que daba y
lo peor sin ninguna necesidad y si no me estaría metiendo en algún guai
fulero. Pero había dicho que sí y la carta ya estaba jugada.
Al llegar al lugar del hecho no reconocí la casa. No me acordaba ni medio
de la cuadra ni de la entrada. (En una de esas no era la casa donde yo había
estado). Al entrar, empecé a acordarme de todo.
Un botón de guardia, me dijo:
-Espere aquí. ¿Es impresionable?
Le contesté que no, aunque tomando conciencia que uno no se topa con un
fiambre todos los días y me podría julepear un poco. No fue así.
Me hicieron pasar al fondo.
El hombre tirado en la puerta del baño, tapado con una frazada, supuse que
de él. Los dos botones que habían ido conmigo la levantaron con la punta de
los dedos,
como si pudiera estar contaminada vaya a saber de que peste.
Y ahí estaba el cadáver descolorido de don Domingo, que no podía haber
muerto con la mano levantada como la tenía.
Me preguntaba para mis adentros si sería posible, a simple vista notar, como
se les va modificando la posición de la mano o del cuerpo a los muertos,
cuando les va chapando el rigor mortis y empiezan a ponerse duros.
Segurola que ni en vida, ni cuando espichó, tenía así la boca, como
bostezando. Seguro que la lengua hinchada también tendría su explicación,
igual que los faroles tan abiertos, que ya no veían, que aun eran ojos.
Parecía hacer fuerza con el cuello y con una de las gambas, pero no para
intentar levantarse. Era una fuerza como de retorcerse de dolor o tal vez se
habían tensionado esas partes con el endurecimiento, horas después de
morir. Estaba en medias. Los tamangos, uno dado vuelta, a dos metros del
finado, en el dormitorio. Como si se le hubieran salido de los pies al caer.
Me imaginaba que quienes mueren caminando, no se desmoronan en el
lugar, sino que caen más allá, como los jugadores de fútbol que caen dentro
del área y el fau se lo hicieron afuera.
No pude ver más porque enseguida me preguntaron si lo conocía y ahí no
más lo taparon, espantando a dos mosquitas que, en fija, serían las únicas
que lo habrían velado.
Me mandaron a la cocina a esperar que ellos hicieran el acta del
procedimiento para que yo firmara y me las tomara.
Todo estaba muy ordenadito en la cocina. Lo único que noté fue que el
mesón de mármol había sido limpiado sin mover los tarros que estaban allí.
Se notaba. porque en el huequito que quedaba entre dos envases redondos,
uno de yerba y otro de azúcar, había restos de lo que tenían esos tarros.
Uno de ellos, batía yerba, en el otro, café, estoy seguro que mentían.
Aunque eran de yerba y azúcar.
En los ángulos formados entre el mesón y las paredes laterales y la de fondo
se podía ver un cacho de grasitud, no del día precisamente. Los azulejos, en
general, pedían a gritos un trapo con limpiadores y brilladores. Un repasador
medio chamuscado en la hornalla y percudido al mango batía que la cocina
no recibía la visita de ninguna mina.
Don Domingo era viudo desde hacía un fangote de años. Tenía fama de raro
por alguna contestación que le habría hecho a algún pariente y decían que
tenía acamalada una fortunita. Tal vez porque era dueño de una pequeña isla
en el Tigre, no sé en que riacho. A mí, personalmente, no me parecía que
fuera mucha tela porque la casa que había en esa isla, que yo conocí, era una
tapera, y la islita tenía las defensas hechas pelota por falta total de
mantenimiento. Aunque oí de mucha gente podrida en plata que no se ocupa
de hacer lucir lo que tiene y viven como pobres hasta que les llega la hora.
En ese momento entraron unos puntos de civil, con inconfundible olor a
taqueros. Eran los de la morgue, llegaban con el jonca y todo. Un fotógrafo
sacó un par de fotos del finado y después otras más del lugar donde había
estado el cuerpo, que quedó marcado con tiza.
Me pidieron que me quedara un rato más para poner otra millonaria con el
retiro del cuerpo y las fajas de papel que iban a poner clausurando la casa.
Me senté en una silla y me puse a leer el diario de uno de los canas. Si
alguien me hubiera estado viendo, pensaría que en mi laburo era común
andar reconociendo fiambres. La verdad era que el hombre llevaba uno o
dos días de muerto, que no había golpes, ni sangre, ni cosas rotas. La muerte
era natural y punto. Minga de asesinato, minga de chacamento.
Lo pusieron en el cajón. Entraba justito. De la forma en que lo acomodaron,
parecía otro. Ya no tenía los ojos abiertos, se los habían cerrado. Para que
entrara bien en el jonca, le habían enderezado las gambas y acomodado los
brazos. Parecía dormido.
Me acordé de los ahogados que había visto sacar varias veces en "El Ancla",
una playita del Río de la Plata, en Vicente López. Eran muy distintos. Don
Domingo era un bacán al lado de los que ví sacar del agua.
Me dijeron que llamara por tubo a la 45 al día siguiente para saber el día del
entierro, que sería luego de la autopsia. Firmé por todos lados y me dejaron
ir.
La casa quedaba a pocas cuadras de la estación. El sol estaba bajando y
empezaba a refrescar. Caminé, las manos en los bolsillos del lompa. Pensaba
en mil cosas al mismo tiempo: la guita grosa que había cazado a la tarde,
laburar desde temprano a la mañana siguiente, la despedida de un solo a otro
solo, llamar por teléfono a Añatuya esa misma noche para avisar a los
parientes.
Me iba acordando, también. de la anécdota que me habían contado una vez,
de un usurero, muy mala persona, a quien, por supuesto, nadie quería.
Resultó que cuando el tal usurero espichó, un pibe le llevó la noticia a un
jovato considerado el sabio del rioba y éste por todo comentario, dijo:
-Pocos coches.
Toda una síntesis. Don Domingo, por otras razones, también iba a tener
pocos coches.

******

Así como estaba, medio desabrigado y todo, decidí rajarme derecho para el
centro. Me iba a tomar un par de copetines para despabilarme un cacho y por
ahí, en una de esas, pintaba algo piola. Aunque, a veces, los domingos son
medio mortadela, los prefiero a los sábados, todo lleno de gente al divino
botón.
Tren, Chacarita, subte, Callao y Corrientes. Subí las escaleras como si
estuviera apurado. Salí a la calle de raje, como si llegara tarde a un
apuntamento. Después empecé a caminar tranqui. Crucé Callao. Una casa de
discos me decía que el tiempo pasaba y que el Royalty, café de dorapa, ya no
estaba.
Me paré y muy despacito campanié esa esquina que, a pesar de los cambios,
era todavía Callao y Corrientes. Me gustó. Más me gustó cuando ví abierta
La Academia, ahí, a media cuadra. Había una concurrencia bárbara. Pensé
que era porque justo saldrían del cine, pero no, había toda clase de gente.
Había sido un hermoso día, estábamos a principios de mes, eso hace que la
gente salga a varearse. Es así.
Rumbié para el lado del Obelisco, para parar en el primer bar que me
gustase, tomar un cafecito y después ver. Si pintaba algo me quedaría; si no
pasaba nada, me tomaría el olivo, ya que, andando solari y con trabajo para
domani, prefería irme a apoliyar antes que andar yirando como un gil.
Había de todo en Corrientes. Familias, parejitas, minas solas, tipos solos,
barritas, trolos, cosos raros, toda clase de empilche. Me mandé por "La
Plaza", salí a Montevideo, volví a Corrientes. Los restaurantes estaban
llenos, mucha gente. Algún hola, que tal. Nada importante en las primeras
cuadras.
Después de un rato de caminar ví a un amigo que me saludaba desde un
taburete de bar. Era Misterio, estaba cansado y no sabía de qué. Me invitó a
un copetín con su panza de curda , lo acompañé con la misma marca que él
tomaba. Charlamos, con buenas pausas, de un par de amigos que teníamos
en común. Nos acordamos de viejas anécdotas. Eso sí, siempre mirando a la
gente e interrumpiendo cualquier historia para embrocar a las minas que
pasaban.
Después del segundo "Premium" decidimos ir a lastrar algo a un lugar que él
tenía por barato y de buen morfi. El junaba bien esos fatos porque se pasaba
esperando a su mina todas las santas noches. La esperaba hasta que
terminaba de hacerse el mango, e ir al cotorro a descansar.
Misterio debe ser el último canfinflero de Buenos Aires. Su novia y mujer
podría trabajar sola, aunque una inexplicable fidelidad la tenía atada a mi
amigo. La chica hacía la calle. Según él, le traía buena mosca y a veces tenía
días medio flojones.
Nunca le quise preguntar detalles del laburo de la mina, ni de cómo era el
fato entre ellos, sobre todo después de lo que me dijo un día:
-Si te trae el mango, hermano, ¿Qué es esa boludez de no querer compartir la
mina de uno?
Para él todo estaba bien. Minga de celos ni de miedo al sida. Yo no conocía
a nadie parecido a Misterio. Había sido jugador de fútbol. Un buen día lo
vendieron a Colombia. Allá se hizo cafishio, curda y falopero. Cuando los
colombianos se dieron cuenta de lo que habían comprado lo pusieron en
venta inmediatamente y Misterio fue a parar, por dos mangos, a un equipo
de segunda, de las Islas Canarias.
Jugando al fútbol y vendiendo algún gramo siguió en la joda durante casi
tres años. Llegó a tener cuatro minas laburando para él. Hasta que una de las
naifas se le retobó, lo botoneó y le hizo perder una fortuna para salvarse de ir
en galera.
Con el fútbol ganaba una miseria, no podía vender más merca porque ya lo
tenían calado, como naipe marcado, cuando fue junado, tuvo que rajar. Y se
volvió sin un mango a Buenos Aires. Llegó con lo puesto, sin nada en la
mano, con la saliva justa.
Al principio le costó bastante porque había estado mucho tiempo afuera y se
encontró con que varios muchachos se habían borrado, algunos de viaje en
Paraguay y un par de ellos comiéndose un garrón por una gilada.
Apoliyaba en el aguantadero de unos gratas en Vicente López y después de
un tiempito de manga y choreo, cuando pudo afeitarse todos los días y
comprar algunas pilchas, se puso de novio con una pardita que tenía buena
clientela en San Isidro.
La mina laburaba muy bien. Atendía por tubo a algún cliente, le daba un
apuntamento, salía como para ir de compras y al rato estaba de vuelta, el día
hecho. Con un solo cliente. En otros casos iba a festicholas que se hacían
lungas, aterrizaba al otro día, medio mamada, aunque un buen paco
encanutado y, en una de esas, un par de regalitos bien pulenta.
Misterio y su percanta la pasaban fenómeno. Apoliyaban hasta tarde,
morfaban de prima. Meta boliche y cantina. Escabiaban tupido casi todas las
noches, se engrupían con cocaína, pero lo que más les gustaba, era brindar
con champán. La buena no le duró mucho porque a los tres o cuatro meses la
paloma se voló de la pieza y no la pudo encontrar más. Según Misterio, algo
sucio había en esa desaparición.
Decía que no podía ser que la mina se hubiera espiantado sin motivo, que
había pasado algo fulero y que creía saber por donde venía la mano.
Al poco tiempo se arregló con la minita que esperaba cuando lo encontré.
La percanta nueva se la rebuscaba caminando por Congreso y viviendo en
un bulo atorrante en la calle Paraná.
Evidente, para Misterio, el escolazo, la droga y la prostitución no eran cosas
sucias. En cambio sí lo eran, con toda seguridad, para el hombrecito pulcro
que conocí esa tarde antes de entrar al hipódromo.
A mi modo de ver, Misterio tenía sucia hasta la voz. No sólo era ginebrina,
tosía muchísimo, lo cual le daba un laburo bárbaro a mis orejitas. Cada tanto
me quedaba sin entender algunas palabras, a veces le hacía repetir, otras, lo
dejaba seguir nomás.
Había dicho que en la desaparición repentina y sin motivo de su ex novia,
él, nada menos que él, veía algo sucio.
-¡Ma qué sucio, Misterio! Se te piantó con otro gavilán y punto, loco.
-No, loco, pa mí que la amasijaron. La pasaron de falopa o algo de eso.
Para mi amigo, lo sucio de la falopa, pasaba por la cantidad y sus
consecuencias y no radicaba en la droga misma. Claro, él vivía la vida en
orsai, como cuando era el nueve de Racing. No se podía esperar que
Misterio y el pulcrito de esa tarde tuvieran la misma escala de valores.
Esto era una nueva confirmación de que el sabio Luciano Lemos, o como se
llamara, tenía razón.
Si encontramos un ombú, todo el mundo dirá que es un árbol. No habrá
nadie que lo niegue como tal. A lo sumo, saltar algún confundido, decir que
es una planta, el yuyo mayor del ispa. Esto se podría aclarar rápidamente
consultando la clasificación hecha por la botánica y asunto concluído.
Si una cosa es sucia para unos y para otros no, no podemos batir que la grela
exista realmente.
Por ejemplo, si un traje de hilo gris perla recibiera unas gotas de aceite de
oliva en su solapa, diría:
-¡Pucha, me enchastré todo!
Pero si una ensalada mixta es la receptora, ella diría:
-Echame un cachito más, para estar más rica.
El aceite, por lo tanto, no es grela. Puede ser mancha en una solapa, no
suciedad. De última, es un producto vegetal de aplicaciones concretas, al que
cierta gente confundida le puede batir grela.
El ombú es árbol y no otra cosa.
Hasta aquí podemos sacar dos conclusiones: los árboles existen en la
realidad, la grela es un valor mental.
Veamos.
Para un cura, la masturbación puede ser una cosa sucia y despreciable. Tal
vez no lo sería para el tipito que viajó en tren conmigo hasta el hipódromo,
ya que, aunque no lo dije antes, tenía pinta de pajero. Para él, el escolazo era
sucio, según había dicho.
Para Misterio todo estaba bien: la paja, el escolazo, las putas, la fa1opa, el
choreo. Sólo faltaba saber cuál era la cosa sucia que había, para él, detrás del
fato de la desaparición de la novia.
Tal vez esa cosa sucia fuera una demostración de la existencia real de la
grela y no es sólo un invento de la mente.
Lo empecé a apretar para que me contara qué idea tenía de lo que pudo
haber pasado con la minusa.
Lo de Misterio fue sorprendente.
Creía que le habían matado la novia para filmar su muerte y vender la
película en un mercado que consume, pagando cualquier guita, lo que el
llamó "cine posta".
Según él, la pardita se prendía en toda clase de joda. Por eso le garpaban lo
que ella quería, tenía clientes que organizaban jodas grandes, con mucha
gente, en las que pasaba de todo.
Desde fruli, tortilleras, fifadas en público, hasta películas. No sólo
pornográficas, sino de perversiones pesadas, cortar alguna cotorra con un
cuchillo, quemar las gomas de alguna naifa con un faso y otras barbaridades
que ella no podía ni contar del asco que le daba.
Una vez contó que se había hecho la gila para no ir a una de esas fiestas.
Mintió que se había equivocado de dirección, para justificarse, anduvo muy
nerviosa durante un par de días. Le dió una bronca bárbara perder un buen
toco por haberse portado como una pendeja boluda con casi treinta años de
edad. Después se le pasó.
Cuando la mina se borró, Misterio recorrió varios boliches para averiguar si
alguna amiga de ella sabía dónde andaba. No enganchó ni una sola punta,
una minita amiga le prometió darle noticias cuando se enterara de algo.
Después de varios días buscó de nuevo a la copera amiga. La paica, muy
jaboneada, porque había estado en una fiesta donde oyó que hablaban de
cámaras ocultas por todos lados y había visto a unos trolos muy raros
escabullendo unas sogas detrás de un sillón. La cosa había sido en un bulo a
todo trapo por Belgrano y ella se había rajado por la escalera de servicio,
abandonando su tapado, del julepe que se había agarrado.
Como la minita estaba laburando, haciendo copas en el lugar donde estaban,
mi amigo la citó para el día siguiente a morfar juntos. Ella , muy amiga de la
pardita y preocupada también, aceptó.
Al otro día, después de un largo chamuyo con la pendeja (veinte añitos
tenía), mi amigo Misterio sacó la conclusión; lo que pudo haber pasado era
que aquí, en la Argentina, se estaban filmando películas de ese tipo, heridas
reales y no trucadas. Y por qué no, muertes reales.
Le pregunté si no estaría yendo demasiado lejos con tan delirantes
suposiciones. Me contestó que él no estaba loco, que no hablaba de gil y que
la sabía lunga y me siguió contando mucho más. Un ex compañero de
equipo, de cuando jugaban en Colombia, le contó una vez que había filmado
como actor una película porno. Entonces, él lo fue a buscar hasta la casa
para que le dijera cómo se había enganchado y cómo fue el fato.
Resultó que el director de esa porno era el tío del muchacho, hermano de la
vieja, vivía a la vuelta de la casa. Se lo presentó y estuvieron reunidos los
tres. Se pudo enterar entonces de que en Buenos Aires se filmaba
pornografía y hay un mercado consumidor muy grande para esa mercadería,
producciones berretas y de muy bajo costo.
También le contó el tío que hay un mercado mundial que consume cine
verdad, escenas reales y que no era una cosa nueva ni mucho menos. El
asunto empezó, según le dijo, en el África.
Dos aviones ingleses, filmando una zona selvática, avistaron un grupo de
grones dándole con tuti a un elefante, lo tenían rodeado y lo amasijaron a
flechazos. Los dos aviones filmaron todo. Cuando el pobre elefante se
desplomó y antes que los aviones dejaran el lugar, uno de ellos aterrizó
porque le fallaba el motor y allá fueron los negros que habían matado al
elefante y reventaron a los tripulantes del avión, luego de una corta
resistencia.
Todo, el amasijo del elefante y el de sus compañeros, fue filmado desde el
otro avión, que seguía sobrevolando y filmando.
Dicen que hicieron mucha guita con esa película. El negocio despertó
sospechas en el Parlamento Británico. Se hizo una investigación, se
comprobó que el avión del aterrizaje de emergencia llevaba una camarita
atorranta y unos pocos rollos de celuloide. En cambio, el que filmó todo,
estaba equipado con una cámara último modelo y película virgen para tirar
para arriba.
Por si esto fuera poco, también se comprobó que, si bien el desperfecto que
había tenido el avión no fue preparado, ya le quedaba poco combustible y le
hubiera ocurrido lo mismo, aún si no se descomponía.
El tío no sabía de qué forma habían tapado el fato. Con guita,
supuestamente. Si sabía que se siguieron preparando y filmando películas,
incluyendo mutilaciones, heridas de toda clase y hasta muertes.
Dice Misterio que le preguntó si había visto alguna de esas películas y que el
chabón le contesto que no. Sí había visto, en cambio, una "documental"
donde se veía el desarrollo de un certamen de lanzamiento de enanos,
consistía en agarrar a un pobre enanito y tirarlo como se tira la bala o la
jabalina para luego ver que participante había arrojado más lejos a su enano.
Los enanos debían ser de determinada altura y peso exacto. Reglamentado
como cualquiera otra competencia, les ponían un correaje especial; los
enanos se la rebuscaban, haciéndose una bolita, para no hacerse pelota al
caer. Mucha guita en juego, algo en premios y un fangote de escolazo.
Me resultó escalofriante el relato. Lo hizo como si contara una historia de
todos los días, morfando lo más pancho. Por supuesto, se me enfrió el morfi
y no lo pude terminar, Misterio, lo más tranquilo, pedía otro Carcassone.
Fuimos a tomar el café en "La Paz". Yo, mudo. El otro, gozándome porque
se había dado cuenta del efecto causado por su cuentito:
-¿Qué te pasa? ¿Tenés frío?
Y, sí. La verdad era esa. Me estaba haciendo tornillo. Por la historieta y
porque me había venido desabrigado. Al café lo acompañé con una ginebra
sola para aguantar el terrible ofri que me había agarrado y se me dió por
contarle a Misterio qué me tenía ocupado por esos días. Me frené en el acto
porque me parecía que no me iba a cazar la onda.
Lo único que hice fue preguntarle que había querido decir con eso que había
algo sucio en la desaparición de la Pardita. Levantando los hombros y
mostrándome las palmas de las manos, me dijo:
-Mirá, sucio no hay nada, a mí me parece una cosa sucia. A los tipos que
andan en esa les debe parecer una forma más de ganar guita -y agregó, en el
mismo tono -¿No me vas a decir que no es más limpio matar a un tipo en un
afano, que hacer toda esa milonga para que se den el gusto?, lindo gusto, una
barra de degenerados, podridos en plata... Seguro que quienes compran esa
mierda son nenes de alto vuelo, capos metidos en los gobiernos, empresarios
que tienen miles de empleados, los más grandes garcas del mundo.
La grela, la suciedad, era para Misterio un sinónimo de delito máximo. No
era sucio matar en un achaco. La prostitución estaba dentro de lo normal. Lo
único que merecía ser llamado sucio era algo que superaba sus concesiones.
El fato se complicaba cada vez más. Si para la mayoría de la gente lo sucio
se identificaba con lo deshonesto, se podría decir que lo que está dentro de la
leyes, limpio y, por lo tanto, ser sucio todo lo que está penado.
Ahora bien, el que mata para hacer una película con imágenes de una muerte
real es tan asesino como cualquier otro. Pero el que compra esa película
queda igualmente involucrado, pues se la hizo pensando en un comprador,
que pagaba muy bien.
Hay por lo tanto un mercado instigador, sin ley que lo castigue, que fije
penas. Además, no se sabe ni por cuántas personas está conformado. O sea,
que las personas que consuman esa mercadería estarían dentro de la ley, no
serían sucias, sino instigadores no penados por la ley, o sucios dentro de la
ley.
El sabio tenía razón nomás. La grela es un invento del bocho y punto.
Cuando me dí cuenta, era tardísimo. Dos de la matina. El balurdo de
Misterio me había hecho pelota. Lo peor, quería despertarme temprano. El
fato era si podría apoliyar después de semejante día. No quería más lola.
Me rajé dejando a mi amigo con ganas de seguirla. Si era por él,
recorreríamos varios bares todavía. Tenía miedo que se enojara, me fui
tranquilo, porque los fiolos se cabrean únicamente con la nami. Lo demás
está todo bien.
Me tocó un tachero fana de Gardel. Tenía una fotito chiquita de Carlitos y
meta y ponga casetes. Lo único que dijo en todo el viaje fue:
-¡Qué grande el Mudo!
Y a mí me laburaba la croqueta sin parar. Respiré hondo, mandé la sabiola
para atrás y los hombros para abajo en un intento de relajarme para dejar que
el sueño llegara de a poco.
De repente, nos metimos en un pequeño amontonamiento de coches. Un
mionca y una ambulancia se habían dado una piña bárbara cerca de una
milonga de pibes que había por Gaona. Pasamos despacito y enseguida
llegamos al cotorro. En casa, todo al pelo, sin novedad.
El wisqui, el vino, el morfi y la última ginebra tratarían de ganarle al
bolonqui que Misterio me había dejado en el bocho, para que yo pudiera
apoliyar tranquilo. El día lunes empezaría al despertarme. La hora no me
importaba.

******

Al día siguiente salí a recorrer las pensiones de la zona cercana a la


Comisaría 43. Entraba, saludaba, preguntaba si había pieza individual,
precio, condiciones y si allí estaba o había estado alojado Luciano Lemos.
En las dos primeras, no encontré pieza ni noticias del sabio; en la tercera,
casi me saltaron los tapones. ¡Había una pieza!, era mucho más barata que
las otras y además una casa muy limpia y bien arreglada, para colmo, cuando
le pregunté si mi hombre había vivido allí, la dueña dijo:
-¡Don Luciaaano!...¿Lo conoció?
-Apenas, muy poco.- Le contesté con una sonrisa tratando de caerle lo más
simpático posible, a fin de dejar la puerta abierta para charlar sobre él más
adelante.
Arreglé para traer mis cosas esa misma tarde y le garpé una semana por
adelantado. Me despedí, prometiendo volver después de morfar al mediodía.
No quise ponerme a chamuyar al bardo de un chabón que en realidad no
conocía. Yo tenía que averiguar, mi laburo consistía en averiguar, y debía
hacerlo a partir de casi nada. Sólo tenía un papel chamuscado y lo contado
por el Colorado de All Boys, nada más. Me resultaría muy difícil explicarle
a la mina el motivo de mis averiguaciones y el porqué de mi interés.
No podía decirle a una dueña de pensión que laburaba en el rastreo de
manuscritos, para salvaguardar un posible patrimonio cultural del ispa. Si lo
hacía, me tomaría por un loco o mentiroso que , con ese verso, trataría de
tapar vaya a saber que otras oscuras e inconfesables actividades, por qué no,
fuera de la ley. Podría denunciarme a la policía a la menor sospecha que
pudiera andar en algo raro.
Lo peor del caso , me cortaría todo el adelanto logrado en la investigación.
Debía por lo tanto, inventar algo creíble, que me permitiera preguntar todo
lo posible con referencia al chabón. También debía inventarme un laburo o
algo de qué vivir para dar una imagen de honorabilidad.
Me fuí a caminar un rato por mi nuevo barrio. Crucé las vías del Ferrocarril
Sarmiento a tres cuadras de la pensión y entré a tomar un feca, antes de
llegar a Rivadavia.
Me acordaba de un tío que, ante cualquier cosa que pasaba, largaba un
bocadillo: "Así se escribe la historia del mundo". Pensaba en él por segunda
vez en el día, pues a la mañana cuando me levanté para ir a buscar pieza, lo
hice con otra frase que también solía repetir mi tío: "Caminando por el
campo siempre alguna perdiz se levanta".
Y se acababa de cumplir.
De ahí en adelante debía hacer un laburo fino y prolijito. Trabajaría nada
menos que donde había vivido el chabón. Chamuyaría con la trompa del
bulín. En una de esas me juntaría con toda la herencia que el tipo hubiera
dejado. Si no tuviera tanta suerte, acamalaría por lo menos un pilón de datos
y pistas para seguir rastreando.
Me senté a la única mesa vacía del bar, pedí un feca y mangué el diario. Me
zambullí directamente en las páginas del escolazo para leer los nombres de
mis benefactores del día anterior y, de paso, chispiar cómo había salido
Sanguinetti en la quinta.
Había ganado dando poco espor. No me lamenté de no haberme quedado,
porque soy de quienes creen que la banca gana, porque se queda , y se queda
porque tiene resto. Pienso que el jugador, que siempre tendrá menos resto
que la banca, debe retirarse a tiempo. De enero a enero, la guita es del
banquero.
El cafecito que tomaba era bastante fulero y el ambiente del bar, denso,
pesado, como si tuviera poca ventilación y mucha mala onda. Por esa razón,
en cinco minutos, me tomé el raje violentamente y minga de propina ni
saludo al mozo.
Tomé un bondi que justo daba vuelta a la esquina en ese momento, para
empaquetar mis pilchas y mudarme a mi nuevo bulín.
Con una valija y una percha con funda que tenía, me alcanzaría para todo.
Unas cuantas camisas, tres lompas, dos pares de tarros y un par de trajes era
todo lo que tenía. Al empezar el invierno me había olvidado un breto casi
nuevo en un boliche, por lo tanto tenía un problema menos.
Al llegar, encontré al curdela del trompa meta trapo y cepillo a la entrada de
la pensión. Malicié una bronca, no pasó nada. Pedí permiso, pasé y le avisé
que me las tomaba. Me contestó algo que no entendí y de ahí no pasó la
cosa.
Tranquilamente encanuté todo en la valija y me despedí después dejando la
puerta abierta por si alguna vez pudiera volver, diciéndole que me había
sentido muy cómodo en su casa y no recuerdo que otro bolazo.
Me fuí caminado hasta la estación para morfar algo y darle las gracias al
canilla que me había dado el dato que me hizo ganar en los chuchos. Lo
agarré justo cuando se piantaba, invitándolo a morfar conmigo aunque no
aceptó.
Entonces, le regalé un encendedor bacancito que compré al toque en el
quiosco. Lastré livianito con un vino polenta, sin pensar en nada. Me
propuse disfrutar de todo. Minga de darme manija con lo que después le
diría a la trompa de mi nuevo cotorro, ni de hacerme problemas con lo que
averiguaría desde ese día.
Garpé el morfi y sin más trámite paré un coche de alquiler para seguir mi
laburo.
Me esperaban con una amplia sonrisa, un cálido apretón de manos y un
inesperado beso en la cara, como si fuéramos parientes.
La trompa del bulín era una de esas petisas protestadoras , de convicciones
firmes e irrebatibles, no exenta de belleza. Habría cumplido cuarenta
señores, y estaba un kilo todavía.
Con el correr de los días me daría cuenta que mi aspecto y forma de
presentarme le habían causado buena impresión a la señora Isabel, tal era su
nombre.
De movida, me invitó un cafecito y empezó a hablar de sus proyectos de
construir otro par de piezas más para ampliar su negocio, aunque no sabía si
valía la pena, porque el laburo era medio irregular. Todo sin pedirme
opinión ni consejo. Esto me pareció muy bueno.
Lo que más me gustó fue que no tirara pálidas ni se mostrara curiosa en el
sentido de querer averiguar qué hacía y qué no hacía su nuevo pensionista.
Había pensado decirle que era periodista de un diario de Santiago del Estero
y que ganaba un sueldito mandando un par de notas semanales comentando
las noticias más salientes de los últimos días, justificando de esa manera mi
libertad de horarios.
Hablamos del funcionamiento del telo en líneas generales, del morfi que
daba, de la antigüedad de algunos de los clientes, de que, por suerte, hacía
rato que no había criaturas viviendo en la casa y de los esfuerzos que debía
hacer para mantener la tranquilidad del lugar. No sólo por ella sino para que
no se le espiantara la clientela, manteniendo de esa forma la buena fama de
que gozaba la pensión "La amistad".
Me aclaró muy bien que controlaba al mango el uso del teléfono y del agua
caliente. Que no se metía en la vida privada de nadie y que si no me
mandaba ninguna macana, todo sería una maravilla durante el tiempo que
fuese. Le pedí que me dijera, en el momento mismo, cualquier cosa que no
le gustara de mis actitudes, para corregirlas inmediatamente, porque a mí
también me gustaba vivir tranquilo. Me mostró el funcionamiento del
calefón flamante, los lugares para lavar ropa, el del teléfono, la puerta de su
cotorro y un montón de cosas más.
No me hizo ninguna pregunta sobre mi laburo ni si era casoriado ni nada que
perteneciera a mi vida privada, lo cual me tranquilizó bastante. Al rato, ya
estaba instalado en una piecita que resultaba de prima, fresquita, silenciosa,
tranquilísima. Mucha luz. Se hacía de noche cuando cerraba las celosías y
corría un vientito muy piola con apenas abrir una hendijita. Mientras
ordenaba mis pilchas, registré los ruidos nuevos, las voces nuevas y los
nuevos silencios con los que conviviría de ahí en más.
Me senté para anotar unas cuantas pavadas en mi libretita, no olvidarme de
los datos que juntaba y de las conclusiones que sacaba. Todas parcialidades,
mitades que después uniría, pedazos de una realidad que trataba de descubrir
bajo el nombre de Luciano Lemos.
Ese laburo me llevó demasiado tiempo cuando me quise dar cuenta, ya era
de nochecita. Nada me había molestado ni distraído en lo más mínimo. Un
muy lindo lugar para trabajar, por lo menos en ese primer día.
Salí de la zapie para ver como era el asunto del morfi, menú, horarios y todo
lo demás.
Me enteré enseguida que el asunto era avisar desde la mañana si uno se
quedaba al mediodía y a la noche. Por lo tanto, como era recién llegado, no
ligaría un soto. Dije que no había problema y que ya me habituaría a las
costumbres de la casa, preguntando donde había algún lugar para lastrar
algo.
Un chabón, que se hacía el gil en un sillón, me indicó un barcito a la vuelta
de la esquina; ya estaba por espiantarme, cuando apareció una chica de no
más de veinte años que, con toda naturalidad, me dijo:
-Mamá lo invita a comer con nosotras.
-¿Y quién es tu mamá?
No soy de preguntar giladas aunque a veces se me pianta alguna, como le
debe pasar a todo el mundo. La pregunta, ya hecha, esperaba la cachetada.
-¿Y usted es el piola que dice mi mamá?
-Pasa que tu mamá me dijo que tenía una hija, no tan grande ni tan linda.
-Venga. - susurró torciendo la boca en una especie de sonrisa.
Lo dijo con una mezcla de bronca y gusto de sentirse grande, una mezcla
entre querer pelear, criticar a la madre y curiosear.
Me hizo pasar a un comedor no muy grande, muy bien puesto, con todos los
chiches, un pilón de adornos que me parecieron mucha historia. Yo no era
nadie para ponerme a ver en que se les había ido la mano en la decoración de
un cotorro para uso exclusivo de ellas.
Sin preguntar nada, sirvió un par de vasos de vino blanco y se espiró
diciendo que enseguida vendría la madre. No alcanzó a desaparecer que se
topó con ella en la puerta.
Isabel, pintada, era otra mina. Con un toque de rimel resaltaban sus ojazos
debajo de unas cejas perfectas, casi sin pinza de depilar. El pelo, no muy
largo, daba vida, como al descuido, sin tapar su frente, tan lisita, que parecía
de porcelana.
Hizo quedar a la piba para terminar de poner la mesa. Sus movimientos,
firmes y seguros, denotaban cierto nerviosismo de sentirse observada, como
si diera un examen, que nadie le exigía dar. No tenía porqué verse obligada
a invitarme a comer. Además, me figuraba que se había empilchado mejor
que de costumbre, según me pareció ver en la mirada de la pendeja cuando
la relojeaba hasta los tarros.
Brindamos, para darme la bienvenida, entre chistes y sonrisas. Ni una sola
vez mencionamos a Don Luciano, como ella lo había llamado. Yo lo tenía
presente en todo momento y pensaba que el morfi y el empilche de la señora
se debían a él. En una de esas, ella, amiga de la hija, creería que yo también
la conocía y por lo tanto sentía necesidad de atenderme bien. Existía también
la posibilidad de un improbable aunque no imposible regreso de Don
Luciano, porque cuando le pregunté por él, ella dijo: "¿Lo conoció?", como
si hubiera espichado o estuviera en un viaje larguísimo o en cana con la
perpetua.
El caso fue que los tres nos sentamos a morfar. A cada ratito se levantaban,
la madre o la hija, a buscar algo olvidado, en todos los casos con disculpas y
ceremonias exageradas. La conversación y la comida fueron muy piolas. Se
creó un clima amable, manso y sobre todo, distendido.
El único drama era si la chica se ponía a contar algo. Además de no
entenderle algunas palabras, me mataba la dicción, me dejaba de araca casi
todos los tiros.
Vino el postre y junto con él apareció el asunto de Don Luciano. Yo lo
estaba esperando, aunque tuve mucho cuidado de no provocar dudas ni
recelos en aquella mujer, para que se deschavara de todo lo que supiera.
Ella era unas de esas florcitas de rioba, que se fueron marchitando sin que
nadie, ni siquiera ella misma, hubiera sabido disfrutar de sus momentos de
esplendor. De esas minas que uno ve: lindas, aunque desmejoradas, que, de
luchar, por su belleza, hubieran tenido el éxito en la punta de los dedos.
Eso no quiere decir que la viera como a una perdedora, pero ganadora no
era. Ni tampoco daban ganas de preguntarle si sabía que era papusa de
verdad, y si lo sabía, que me diga en que momento había perdido la
oportunidad de ganar. En el fondo, yo conocía la respuesta: ella sabía que
estaba físicamente bien, aunque no era para tanto y prefería ser valorada por
otras virtudes y otras cosas por el estilo. Así que guardé violín en bolsa y me
puse a laburar en lo que realmente me importaba.
Le tiré la onda que lo mío era rescatar detalles de la vida de Luciano Lemos
para publicar una biografía basada en su posible producción literaria. Le
dije, también de grupo, que otros puntos como yo estaban laburando en cada
barrio de la Capital Federal para una colección biográfica de una importante
editorial.
Me pareció que no entendió ni medio. No la culpaba. La hija, a una seña de
ella, empezó a levantar todo para lavar, hizo un par de viajes y desapareció.
Entonces, Isabel, acercándome su perfume, me dijo que contara con ella para
todo lo que necesitara. Me lo dijo con una voz que se me antojó envolvente,
sugerente, que ofrecía muchas cosas. Para estar seguro de eso puse, con
"muchas gracias" mi mano sobre la de ella, que había dejado, al descuido,
olvidada en la mesa semivacía. Me contestó un leve apretoncito y ladeó un
cachito el bocho, dejando que el pelo le rozara la blusa a una altura que
nunca llegaría con la cabeza erguida.
Me dijo que, por empezar, me anotaría la dirección del geriátrico donde
estaba Don Luciano para que lo fuera a visitar. En eso estaba, cuando
apareció la mocosa con un par de cafés, no tres, dos.
-¿Ya te vas a dormir? -Le preguntó sin mirarla.
-Si má, mañana temprano tengo facu.
Nos dio un beso a cada uno y se tomó el raje. La madre y yo quedamos
tomando el café en silencio. Después, me dio el papelito con la dirección
recién sacada de su agenda y me aconsejó que fuera cerca del mediodía
porque a esa hora todos están despiertos. Luego, sin ningún preparativo, me
preguntó:
-¿Cuánto tiempo se va a quedar?
-¿Cómo, cuánto tiempo? -le pregunté sin saber como venía la mano.
Me explicó que sólo era por curiosidad, innecesario que le contestara con
exactitud y no había límites mínimos ni máximos.
Yo no creo en la curiosidad de las mujeres, siempre quieren saber para
manejar alguna situación y lograr algún objetivo. No me imaginaba cual
podría ser el motivo de la pregunta.
Le miré el redondito negro de los ojos, dicen que es hueco; le dije con la
vista que me gustaba, me dí cuenta que se hizo la gila; le contesté que me
iría cuando ella quisiera porque, si fuera por mí, no me iría nunca.
Volví a sentir su perfume, la piel de su brazo rozó mi mano y no nos
separamos más.

******

Al día siguiente me fui a buscar a Don Luciano para ver si, de una vez por
todas, le pegaba un buen adelanto al laburo.
Lo tenían en un geriátrico en el Partido de San Martín, a pocas cuadras de la
General Paz. Nadie iba a visitarlo, excepción de la hija.
Al llegar, me encontré con una fachada importante, donde compadreaba un
bronce que batía: "Cuartel de Invierno"; adentro, un depósito de jovatos,
fulero como pocos.
El hombre estaba en estado lamentable, no por lo mal empilchado ni sucio,
sino porque se lo veía muy achacado mentalmente. Desvariaba todo el
tiempo, sus contestaciones eran un manojo de incoherencias. Fue inútil tratar
de chamuyar sobre su laburo de escritor, si tenía manuscritos guardados, si
había publicado algo. Nada. Lo laburé de conversación cerca de una hora. Le
toqué el tema de la grela, el fato que la suciedad era un invento de la mente o
una mala generalización de las manchas que vemos por ahí. Lo único que le
sacaba eran bolazos.
Su mirada extraviada, los ojos marrón catarata miraban lejos, o para adentro,
no sé. Se le volaban las manos cada dos por tres, volvían al tembleque, a la
espera de otro viaje para buscar palabras.
La macana era que encontraba nuevos temas y deliraba, actuaba
conversaciones, representaba personajes, caía luego en largos silencios.
Después, conversando con la encargada de la casa, me enteré que ese era
uno de sus mejores días, por lo menos hablaba. Dijo que, por lo general, no
se daba con nadie, se reía o lloraba en silencio. Me contó que era tranquilo,
le gustaba verlo sentado, las manos sobre las rodillas, erguido y el cogote
medio estirado, como mirando al pasado lejano. Me sentía doblemente
hecho pelota al ver a ese hombre en tan malas condiciones, no haber
adelantado ni medio en el laburo y lo peor de todo, lo tenía ahí, para mí,
anclado, sin nada que me impidiera verlo y hablar con él.
Al despedirme de la señora, ya en la puerta, vimos que el viejito venía
apurado desde el fondo, levantando la mano como para que no me piantara.
-Venga mañana a conocer a mi hija. Ella tiene todo -Dijo, dándome la
mano, sin el tembleque de antes.
Algo había pasado en su cabeza. Palabras como libro, manuscrito, escritor,
publicación, o algo que dije en nuestro encuentro, lo había movilizado. Era
otro tipo. Dió media vuelta y se fue como si estuviera muy ocupado.
-Hasta mañana -le dije, seguro entendería que me iría aunque no me
contestó. Nos miramos un cachito con la mujer, como preguntándonos
mutuamente: ¿Qué pasó?
Me informó que la hija hacía un tocazo que no aportaba, diez meses, pero
por lo menos, garpaba puntualmente, con un cheque que llegaba vía correo.
Por lo tanto, ni mamado, esperaría que apareciera al día siguiente.
Lo que había pasado podría ser sólo una incoherencia más del hombre. Lo
dicho y el hecho de venir a buscarme, podrían ser parte del raye que tenía, la
firmeza de su mano me revivió totalmente. Sentí que no todo estaba perdido.
Salí a la calle desconcertado, caminé sin pensar donde iba. En la sabiola se
me mezclaba lo de la noche anterior y lo del jovato que acababa de ver.
Lo de la mina de la pensión había sido lindo, pero yo no soy de cambiar todo
por el formato de unas piernas de mujer. Me interesaba más seguir laburando
en Don Luciano que coparme con balurdos livianos.
Iba como un camba, medio curda, deambulando mi tristeza. Inepto para el
heroísmo, una negación visceral al conformismo. La suerte que es grela,
largaba en banda y no quería volver al cotorro a falopearme con carmín y
encurdelarme con perfume francés. En un bulín que está al doblar la esquina,
un pibe me alargó una tarjetita para conocer el mercado de las tristes alegrías
que, al parecer, allí funcionaba, a juzgar por la pinta de la entrada y un par
de caripelas que justo salían del lugar.
Pensé en subir y supuse que no era lo que necesitaba. Mejor dejar los
anhelos que no han sido, esperar los acontecimientos y si el destino nos
utiliza, para un apuntamento como el de hoy, saber que la joda, lo lindo,
consistía en amasijarse, darse bien la biaba, sin estrilarse aunque vengan mal
los borrados y de última no acertés la fija.
Al fin y al cabo, eso de que la grela no existe, que es un invento del bocho,
sería el casi nada con que se puede alcanzar la felicidad.
A pesar de mi mala suerte, mina que te manyo de hace rato, sentí que no
todo estaba perdido.
GLOSARIO UTILIZADO

(Enero del 94)


Acamalar: Juntar, ahorrar
Achaco: Robo
Afanar/Afano: Robar/Robo
Aguantadero: Escondite, guarida de ladrones
Aguantar: Soportar. Esperar
Amasijar: Matar. Dar una buena paliza
Apiolar: Avivar
Apoliyar: Dormir
Apoliyo: Sueño
Apuntamento: Cita
Araca: Cuidado (voz de advertencia o aviso)
Atenti: Atención (voz de advertencia o aviso)
Atorrante: De poco valor. Vago
Atorrar: Dormir
Atriqui: Atrás
Avispar: Darse cuenta, avivar
Bacán: Persona adinerada
Balero: Cabeza
Balurdo: Asunto
Bancar: Soportar, mantener
Bardo: Lío
Batacazo: Triunfo sensacional e inesperado
Batimento: Aviso, declaración
Batir: Decir, delatar
Berreta: Ordinario, de baja calidad
Berretines: Caprichos ilusorios. Ilusiones caprichosas
Biaba: Paliza, castigo. Maquillaje
Bobo: Reloj, corazón
Bocho: Cabeza
Bodegón: Restaurante económico
Boliche: Bar
Bolonqui: Lío, alboroto, lupanar (vesre de quilombo)
Boludo/a: Tonto/a
Bondi: Transporte colectivo
Botón: Policía
Botonear: Delatar, denunciar
Breca: Enojado (vesre de cabrero con un recorte)
Breto: Sobretodo
Broli: Libro (vesre)
Bronca: Enojo, pelea
Bufoso: Revólver
Bulín/Bulo: Casa, habitación
Cabaruti/Cabarute: Cabaret
Cabrero/Cabrear: Enojado/enojar
Cabrón: Enojo (vesre de bronca). Hombre enojadizo
Cacho: Porción
Cachuza: Destartalada, vieja
Cafishio/Cafiolo: El que vive de las prostitutas
Camelo: Actuación teatral para engañar
Campanear: Observar, mirar
Canfinflero: Cafishio de una sola mujer
Cana: Policía
Canero: Típico de los que están o estuvieron presos
Caniya/Canilla: Diarero
Cantora: Radio
Capo: Jefe. Número uno, de primer nivel
Carburar: Pensar, idear
Caripela: Cara
Carpetear: Mirar
Casoreado/a: Casado
Catrera: Cama
Cazar: Tomar, agarrar
Cero ocho: El incendio(Todos los números tienen un nombre)
Colifa/Colifato: Loco
Coparse: Entusiasmarse
Copera: Alternadora
Coso: Hombre
Cotorra: Organo sexual femenino
Cotorro: Casa, pieza, dormitorio
Cotur: (vesre de turco) por extensión toda persona oriunda de Turquía, Siria,
Líbano, Arabia, etc.
Crepar: Morir
Croqueta: Cabeza, cerebro
Curda: Borracho
Cusifai: Hombre
Chabón: Hombre
Chacamento: Robo
Chamuyo: Conversación
Changüi: Ventaja
Chanta: Individuo de escasos valores
Checonato: Automóvil (vesre de coche con un agregado)
Cheno: Noche (vesre)
Chicato: Cegato, corto de vista
Chispiar: Mirar, espiar
Choreo: Robo
Chorro: Ladrón
Chuchos: Carreras de caballos
Chumbo: Revolver
Chupetear: Chupar, sacar, tomar
Dandi: Elegante
Descular: Desentrañar. Averiguar
Deschavar: Develar un secreto
Despelote: Lío. En algunos casos: Hermoso/a
Dificilongo: Difícil
Diome: Medio, mitad (Vesre)
Dopo: Después
Dorapa: Parado (vesre)
Dulce: Fácil, con plata fresca en abundancia
Durazno: Duro
Efe: Fe (vesre)
Efete: Efectivo, efectivamente
Embalurdar: Complicar
Embrocar: Mirar
Embrocantes: Largavistas
Empilchar: Vestir bien
Encurdelarse: Emborracharse
Enchastrar: Ensuciar
Enganchar: Encontrar, tomar para si
Engrupir: Engañar
Esbornia: Borrachera
Escabio: Bebida alcohólica en general
Escasani: Escaso/a
Escolaso/escolasear: Juego/jugar
Espamento:Aspaviento
Esparo: Alaraca, ostentación
Espiantar: Irse, escaparse
Espichar: Morir
Estrilarse: Enojarse
Facilongo: Fácil
Falopa: Droga
Falopero: Drogadicto
Fana: Fanático
Fangote: Mucha cantidad
Faso: Cigarrillo
Faroles: Ojos
Fato: Asunto,cosa
Fau: Foul,
Feca: Café (vesre)
Fenómeno: Magnífico
Fiambre: Muerto, cadáver
Fichar: Mirar
Filo: Plata
Fifar: Hacer el amor
Fiolo: Gigolo
Fraile: El número trece (todos los números tienen un nombre)
Franchute: Francés
Frescolari: Fresco/a
Fruli: Drogas
Fulero: Feo, malo
Funyi: Sombrero
Galito: Poquito
Gamba: pierna, cien pesos, cien en general
Gambetear: Esquivar, sortear algún obstáculo.
Garca: Ladrón, estafador (de alto nivel)
Garpar: Pagar ( vesre)
Garrón: Castigo injustificado
Gavilán: Hombre
Gil/Gilún: Tonto
Gomas: Senos
Gomía: Amigo (vesre)
Gotán: Tango (vesre)
Grata: Ladrón
Grela: Suciedad. Mujer
Grilo: Bolsillo
Grone: Negro (vesre)
Groso: Grueso, importante
Grupo: Mentira
Guadaña: Muerte
Guita: Plata, dinero, centavo
Gurrumín: Gurrumino
Hincha: Simpatizante a ultranza
Ispa: País (vesre)
Jabón/Jabonearse: Miedo/Tener miedo
Joda: Diversión
Joder: Molestar,
Jonca: Cajón de muerto (vesre)
Jovato: Anciano
Junar: Mirar, conocer
Justiniano: Justo
Kolino: Loco
Laburar: Trabajar
Lastrar: Comer
Licuadora: Luz giratoria
Lompa: Pantalón
Lunfa: Lunfardo
Lungo: Alto, largo.
Mamarse: Emborracharse
Mambos: Pensamientos alocados
Mangar/Manguear: Pedir
Mango: Peso, unidad monetaria
Manguero: Pedigüeño
Manijearse: Pensar en algo cada vez más intensamente
Manyar: Saber, darse cuenta. Comer
Marroca: Joyas
Marroco: Pan
Matina: Mañana
Merca: Droga
Mezzo:Medio
Milonga: Baile. Historia, cuento
Millonaria: Firma
Mina/Minusa: Mujer
Minga: Nada
Mionca: Camión (vesre)
Mishio/a : Pobre
Morfar/Morfi : Comer/Comida
Morlaco: Peso, unidad monetaria
Mortadela: Muerto/a
Mosaico: Mozo de bar
Mosca: Dinero
Musarela: Callado
Naifa: Mujer
Najuse: Mirada
Nami: Mujer (vesre de mina)
Naso: Nariz
Ofri: Frío (vesre)
Onda: Cosa adecuada o acertada
Orsai: Off side
Ortiba: Informante, delator (vesre de Batidor)
Otario: Tonto
Paica: Mujer
Paja: Masturbación
Palito: El número once (todos los números tienen un nombre)
Palmar: Perder
Papusa: Linda
Parar: Frecuentar
Parca: La muerte
Parla: Conversación
Parola: Palabra
Patinar: Gastar, perder. Caminar
Paura/Pavura: Miedo
Pedalín/Pedo: Borrachera
Pelpa: Papel (vesre)
Pendejo/a: Joven o chico
Piano: Despacio
Piantado: Loco
Pierna: Amigo, compañero
Piantar: Irse, escapar
Pibe/a: Muchacho/a
Pifiar: Errar
Pilcha: Ropa
Pintón: Buena presencia.
Piña: Trompada, golpe. Choque
Piola: Vivo (Si es persona), lindo (si se trata de cosas)
Pirarse: Irse
Pirulos: Años
Pispiar: Mirar
Plomo/Plomazo: Pesado, molesto
Ponja: Japonés
Porra: Melena
Posta: Verdad
Pucho: Colilla del cigarrillo, resto de algo
Pulenta/Polenta: Fuerza. Intensidad
Pulentería: Interesante, de mucho peso
Punto: Hombre
Purrete: Chico, niño
Quía: Hombre, jefe
Quilombo: Lío, alboroto, lupanar
Ragú: Hambre
Rajar: Irse velozmente
Rante: Orillero
Rati: Policía (vesre de Tira)
Raye: Locura
Relojear: Mirar con atención
Retobarse: Rebelarse
Revoluta: Revolución
Rioba: Barrio (vesre)
Rocho: Ladrón (vesre de Chorro)
Ronga: Gratis (Vesre de Garron)
Runfla: Barra, conjunto de personas de cierta clase
Sabiola: Cabeza
Segurola: Con seguridad
Siompe: Pensión (vesre)
Solari: Solo
Sotamanga: Disimulo, soslayo
Soto: Nada, poca cosa
Tacorba: Corbata (vesre)
Tachero: Taximetrista
Tamango: Zapato, calzado
Tano: Italiano (aféresis de napolitano)
Taquero: Comisario, policía
Tarros: Zapatos
Taura: Pesado
Tela: Dinero
Telo: Hotel (vesre)
Tipo: Hombre
Tira: Policía
Tocado: Loco
Toco: Gran cantidad, mucho
Tomárselas: Irse
Torbelo: Dinero
Tortillera: Lesbiana
Tranco: Paso
Trolo: Homosexual
Troesma: Maestro (vesre)
Trompa: Patrón (vesre)
Trucho/a: Ordinario/a
Tungo: Caballo
Turro: Mala persona
Upa; Arriba
Upite: Ano
Vento: Dinero
Verduqui: Verdad
Verso: Mentira, discurso elíptico
Vieja: Madre
Viorse: Baño
Yeta: Mala suerte
Yirar: Caminar, deambular, dar vueltas
Yobaca: Caballo (vesre)
Yolipar: Dormir (vesre de apoliyar)
Yorno: Día
Yoyega: Gallego
Yuta: Policía
Zarparse: Obrar equivocadamente
Zarzo: Anillo
Zopán/Zapán: Panza (vesre)

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Acertar una fija: Tener éxito en algo
A la gurda: De verdad, sin atenuantes
A la marchanta: Desparramar algo al viento, sin destinatario
Al bardo: Sin ton ni son
Al mango: Con todo
Al pie de la vaca: En el mostrador, en la barra de un bar
Al toque: Enseguida, cerca
Andar con carpa: Sin dejarse conocer
Como turco en la neblina: Desorientado
Cualquier verdura: Cualquier cosa
Chau pinela: Adiós
Dar bola/ Dar pelota: Acceder, prestar atención
Dar la cana: Descubrir, sorprender en algo
De abrida: Al comienzo
De araca: Descolgado, sin participación
De bute: En forma, superlativamente
De chiripa: De casualidad
De frente mar: En forma directa
Dejar de seña: Dejar plantado a otro
De movida: En un comienzo .
De un saque: De golpe, de repente
Dormir la mona: Dormir luego de una borrachera
Dos de oro: Por los ojos muy abiertos
Entrar los ratones: Estar preocupado
Esconder la partida: Guardar algo en secreto
Hacer Ropa: Tapar, cuidar, proteger
Hacerse el sota: Hacerse el desentendido
Hacerse la croqueta: Pensar mucho en algo
Hacer pelota: Destruir
Hinchar los gobelinos: Molestar
Ipso pucho: Inmediatamente
Ir a patacón por cuadra: Ir caminando
Ir en cana/Ir en galera: Ir preso
Irse al humo: Ir decididamente
Parar el carro: Poner freno a una actitud del otro
Portar en galera: Llevar preso
Quedarse mosca: Mostrarse indiferente
Quedarse piola: Mantenerse a la expectativa
Segurola y Jonte: Seguro
Sensa joda: En serio, sin bromear
Sobre el pucho: Inmediatamente
Tener la papa: Padecer un mal incurable
Tirar la bronca: Retar, protestar
Tirar la toalla: Abandonar
Tomarse el piro: Irse
Venir mal los borrados: Mala suerte, venir mal predispuesto

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