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Oscar Leguizamón
LA GRELA
2005. Oscar Leguizamón
Derechos exclusivos de edición en castellano
reservados para América del Sur.
2005. Ediciones TIRSO
Ugarte 2384.
Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Buenos Aires. ARGENTINA
Hecho el depósito que prevé la Ley 11.723.
ISBN N° 98720740-7-0
Impreso en Argentina.
2ª Edición
A mi Buenos Aires lunfa y tanguero
Oscar Leguizamón
PRÓLOGO
JOSE GOBELLO
NOTA PRELIMINAR
Una vez leí el libro de Giuseppe Vaccarino "La suciedad", donde se describe
muy amenamente la carnadura de la sociedad suiza que él conoció. Me debe
haber gustado porque nunca lo olvidé, a pesar de haber transcurrido algunos
años.
Otra vez, muchos años antes, asistí a un curso del maestro Sciarreta,
(lamento haber olvidado su nombre de pila) que trataba , sobre "Los
productos del ser humano". Allí se ponía el acento en qué hacer con los
desechos luego de la obtención de un producto. Sabemos que tales
desperdicios configuran en sí mismos otro producto. La cosa se complica si
los rezagos producidos no son degradables o reciclables y se complica
mucho más cuando posee un contenido tóxico o peligroso, como, por
ejemplo, la radioactividad . Cada tanto recuerdo pasajes de ese interesante
ciclo. Finalmente diré que hace poco tiempo apareció en la puerta de mi casa
un muchacho llamado Juan; venía a buscar una solución a su problema.
Se le había incendiado la casa mientras dormía. Sólo logró salvar a su
esposa, su hijito y algunas pertenencias. Entre las cosas que se le quemaron
estaban los documentos de un auto que me había pertenecido unos quince
años atrás. Él lo tenía hacía cuatro años, los documentos estaban a mi
nombre pues ninguno de los dueños por los que pasó el auto había hecho la
"transferencia". Pues bien, removiendo los escombros de lo que había sido
su humilde casa, encontró a medio quemar el "Título de propiedad" del auto.
Lo único salvado era la parte donde figuraba mi nombre y dirección.
Entonces se lanzó en mi busca, para pedirme, por favor, encarecidamente,
que yo como propietario legal reconstruyera la documentación del auto,
solicitar los duplicados, para venderlo y resolver su situación harto flaca, al
menos en parte.
Desecho, suciedad, rastreo y reconstrucción era todo lo que Juan tenía en sus
manos. Lo ayudé, le conseguí los duplicados rápidamente y no lo volví a
ver.
Entonces, el libro de Vaccarino y el curso del maestro Sciarreta se instalaron
en mí; recordé, el cien por ciento de su contenido o por lo menos eso creo
me hicieron sentar a contar lo mío como un mandato incontestable.
Por eso tomo la posta de Giuseppe Vaccarino, para ampliar sus
observaciones, dar una vuelta de tuerca a sus conclusiones.
En consecuencia, pido perdón por lo que aquí pase.
O.L
LA GRELA
******
Creo que nunca, nadie se había mandado tan al humo. ¡Como zorro al
gallinero! ¡Y con un datito atorrante!
Cuando llegué a Floresta, me bajé del bondi repleto y caminé hasta el club,
donde por suerte encontré a un montón de la barra brava. Pensé que podría
chamuyar con varios; pero la cosa no iba a ser fácil. Empecé por mangar un
faso, quedarme piola y chispiar el ambiente.
Como todos saben, entre esa runfla siempre hay escabio, algo de fruli, algún
chorro. De manera que hay que andar con mucha carpa, los faroles bien
abiertos.
¡Ojo!, hace un fangote de años que camino el tablón, diría desde que vine de
Santiago del Estero; ahí aprendí el chamuyo lunfa , también, cómo y cuándo
empezar una parla, hacerme amigo sin que nadie desconfíe de que uno
pueda ser de la yuta, ortiba o cosas por el estilo. Y también me la rebusco
para avivarme dónde podría estar la precisa. Y entreverarme en cotorros y
aguantaderos donde nadie imaginaría que están, porque vistos desde afuera
parecían bulines que nada que ver.
Yo conozco bien el fato. Paro la oreja, relojeo, apoliyo en cualquier catrera y
manyo bien la forma de pensar de los gratas, lunfas y putas.
El fato era moverse sin zarparse. Dejar que grite el gritón, gambetearlos al
manguero y al preguntón, minga de hacer bandera con zarzos, bobos y
marrocas y, por sobre todo, tener los de ver como el dos de oro para que no
se me piantara nada.
Ser callado es de hombre pulenta: por eso le rajo al charlatán.
Debía encontrar una aguja en un pajar, cazar y tener a mano tres balurdos
fundamentales, tres herramientas que no podían fallar: un flor de imán, un
buen cacho de paciencia y cincuenta guitas de saliva.
Claro, si lo de la aguja en el pajar es una manera de decir, entonces lo que
tenía que descular era cual iba a ser ese cacho de imán, ya que paciencia y
saliva tenía que tener sí o sí.
Por lo que me da el bocho, hay que mover el imán piano, piano, hasta que
aparezca la dichosa aguja y en un rápido movimiento, se le pegue al imán.
Pero atenti, había que tener mucho ojo para que no se me piantara de la mira
lo que tenía que encontrar. Porque yo buscaba una aguja o un imán que me
trajera la aguja, si cazo de chiripa primero la aguja, que me importa el imán,
¿no?
El asunto estaba difícil, yo como turco en la neblina. El fato era
entreverarme. Ser uno más de la muchachada, enganchado en la misma
onda. Al poco tiempo tendría mis propios amigos. Mi caripela les era
familiar porque yo paraba por el club desde hacía un par de años largos y
muchos sábados me comí el garrón de ver perder al equipo y también sabía
lo que era terminar un partido pidiendo la hora, frunciendo el upite. Eso me
sirvió para que todo me resultara más facilongo. Siempre lastraba con algún
flaco de la barra, recorría las mismas guaridas, paraba en la misma esquina,
seguro de que el imán iba a ser alguno de ellos. Cambié algo las pilchas. Mi
chamuyo se hizo más rante y canero, se me alargó el pelo y hasta agarré un
tranco y una parada como la que tenían los más pesados, sin pinta de matón.
Como sería, que me empezaron a decir "El cantor".
Eso sí, siempre orejitas paradas, najuse bien, afilado, sin olvidarme que el
naso se hizo para olfatear. Para colmo debía cuidarme que ninguno se
avispara, no porque corriera peligro de comerme alguna biaba, nada de eso,
sino porque me iba a quedar sin poder averiguar un soto.
Pasaron yorno tras yorno sin pintar ninguna pista, ningún batimento. Ya
estaba a punto de tirar la toalla cuando se me hizo. Un gurrumín de pelo
colorado nombró a un tal Luciano Lemos. Ahí nomás le pregunté, con un
grito apenas contenido:
-¿Luciano qué?
-¡Epa!... Luciano nada.. ¿Qué te pasa?
Me asustó un poco la frenada y me hice el sota todo lo que pude, no fuera
cosa que se perdieran no sé cuantos días de laburo, y le contesté muy serio:
-¿Creí que habías dicho Luciano Lejos y me pareció un nombre medio raro,
¿no te parece?...
Sin darle tiempo a contestar nada, le dije de grupo que debía ir a cobrar una
guita esta noche, como era mucha mosca, me tenía que acompañar, por lo
menos para hacerme ropa... y sobre el pucho le dí apuntamento en la cantina.
Ya saltaría otra vez el nombre que me tenía anclado en Floresta y podría ver
si ese Luciano Lemos era el Luciano L. que yo buscaba y si no era, chau
pinela, ahí nomás me piantaba y sans souci, tango.
Por desgracia, a la cheno no apareció mi supuesto imán y morfé solari,
pensando en mi yeta. Me la banqué...
Total, si no había aguja ni imán, al menos tenía paciencia y saliva. En una
de esas, aunque fuera tarde, aparecería el colorado y esa demora me vendría
fenómeno, no iría a cobrar a ningún lado y charlaría largo y tendido a la
espera de que apareciera algún dato, algún batimento, algo como para no
perder la efe.
Después, tranqueando despacito, me fuí al bar que está en la esquina a
buscar en un par de copas el apoliyo que desde hacía dos o tres noches me
estaba haciendo algunas gambetas. Pedí una ginebra sola al pie de la vaca y
me quedé relojiando lo que, con su luz mortecina, un farol dejaba ver. En el
bar había un sólo cliente, un viejito que tomaba su copetín, pero después se
puso a barrer y amontonar cosas en la vasera, porque ya iba siendo hora de
cerrar. Era un cliente. No laburaba en el bar pero se ve que le ayudaba al
trompa, de aburrido y de tanto ir todas las noches.
Pedí otra ginebra sola antes de que empezaran a levantar las sillas, o sea
antes que me rajaran; el sordo del yoyega apagó la cantora justo cuando
empezaba el tango aquel, mozo traiga otra copa, que lo cantaba Carlos
Gardel. Muzzarela y, sin cabriarme, me fuí tranquilamente, el vaso en la
mano, a mirar la calle, prendí un faso y me quedé campaneando las últimas
escenas de esa esquina, medio mortadela en invierno, como todo el rioba, me
imaginaba.
Y después enfilé para el bulín preguntándome: "¿ Tu crees que todavía
podemos ser felices?". Preguntita que quiere saber tantas cosas... Si iba a
averiguar, aunque sea un galito más, de ese Luciano L., por ejemplo.
Desde Floresta hasta el rioba -yo vivía en Devoto -era un garrón volver,
sobre todo a esa hora. Ya no andaba el bondi, había que venir a patacón por
cuadra. Era, sensa joda, un entrenamiento bárbaro. Es bueno caminar. Me
mandaba por el diome, por donde más alumbraba la fila de faroles para zafar
de algún perro que le ladrara a mis miedos, algún bufoso o, por lo menos, no
joder si estuviese el amor escondido en un portón, total no pasaba un
checonato ni pintado. Eso sí, siempre me pareció larga la vuelta, el ofri me
parecía más frío que otros inviernos. Me daba no se qué tener que cruzarme
con alguien. Porque fuera rati o rocho no me gustaría ninguno de los dos.
En una palabra, me estrilaba hacer esas cuadras. Me daba tanta bronca que
empecé a carburar seriamente en conseguir algún cotorro cerca del club.
Vivía en un bulo atorrante por demás, todo sucio y minga de ser barato.
Compartía la zapie con otro chabón para que me saliera más toraba. Para
colmo, no era siempre el mismo cusifai, cada dos por tres aparecía una
caripela nueva, algunas muy difíciles. Para peor, el trompa estaba siempre
breca por algún balurdo y le tiraba la cabrón al que tenía más a mano, por
cualquier verdura. Menos mal que a la cheno dormía la mona y no hinchaba
los gobelinos hasta mezzo yorno.
Me costó dormirme a pesar de los copetines, porque me laburaba el bocho
sobre si era negocio seguir la búsqueda, ya que si encontraba algo más, a lo
mejor era una pavada.
Yo le tenía efe al chabón, no era ningún otario, estaba seguro que había
producido algo más groso que mandarse una frase polenta y seguramente
sería algo piola, algo..., bien interesante, digno de ser encontrado y también
estaba seguro que conseguiría esos datos muy pronto.
Al día siguiente me quedé de atorro. Yolipé hasta la docena. Me tomé un par
de mates con un marroco medio durazno porque no tenía mucho vento en el
grilo y no quería patinarlo porque si nomás, morfando en la cantina. Me
mandé una afeitada de esas para siempre, apenas una cepillada a los
tamangos, porque eran casi nuevos, y me fuí empilchado como un dandi
peinado a la gomina, para no tener que volver a la noche a cambiarme e ir al
cabaret, a la milonga o donde fuera. Y como era sábado enderecé para el
club, donde ya habría varios tomando algo y chamuyando de la formación
del cuadro para el campeonato que estaba por arrancar o, por ahí, armando
una joda en algún bodegón.
De día, el camino era más piola que a la cheno. Siempre se cruzaba alguna
pendeja o una mamá joven andaba vareándose con su purrete... De alguna
puerta entreabierta salía un olorcito a morfi que daba ragú... Al pasar por una
casa con jardín se oían las voces de una familia... Algún chabón silbando
pintaba su ventana... Otro, que saludaba sin conocerte, como en los
pueblos...¡Que sé yo!, me gustaba más de día.
Apenas llegué al club empezaron los problemas: un flaco me mangó para el
bondi, mal, como de prepo, por lo que le contesté también, mal.
-"Andá a laburar, andá".
El punto se alejó unos metros y desde allá me miraba como para boxearme,
aunque se veía que no se animaba. Yo estaba tranquilo, sin hacer
espamento ni darle la espalda en ningún momento. Al ratito, un jovato me
hizo una marca en el lompa al tirar el pucho, sin querer, claro, pero el
hombre no pidió perdón ni nada, como si la culpa fuera mía.
-"Más se perdió en la guerra"- dije.
Sobre el pucho, un rastrojero mandó una nube recontranegra al arrancar, y
yo ahí, en el medio, justiniano. Ya esperaba cualquier otra, pensando que ese
no era mi día, cuando de repente, de atrás de un árbol, se aparece él. Vi que
venía por la vereda de enfrente, nada menos que el Coloradito que me había
dejado de seña la cheno anterior. Me carpetió de lejos, un cachito nada más,
y me saludó cerrando un ojo como si nada. ¿Yo?: mosca. Pero pensaba a
toda máquina. Si anoche no había venido habrá sido porque no pudo o no
quiso y yo no era nadie para tirarle la bronca, así que no le dije un soto. No
sabía como hacer para invitarlo a tomar algo sin que le sonara raro. Había
que esperar el momento. Estaba por prender el primer faso del día cuando
siento...:
-¿Tomás un feca?
Era el Colorado que me daba el segundo alegrón en un ratito. No podía creer
lo que estaba pasando. Seguro que la noche anterior no había venido porque
tuvo algún otro fato y no porque no hubiera querido venir. No me explicaba
nada, ni yo esperaba que lo hiciera, porque el varón debe ser de pocas
palabras y, si esto es así, yo tenía la obligación de ser buen entendedor. Así
que borrón y cuenta nueva. Nada ganaría pidiendo y recibiendo
explicaciones si la cosa ya había pasado y de ningún modo se podría dar
marcha atrás.
Pedimos los fecas y nos pusimos a chamuyar de bueyes perdidos, sin que de
entrada apareciera nada pulentería.
El Coloradito resultó ser bastante gil. De conversa mishia por demás, repetía
dos o tres veces lo mismo, me tocaba el codo a cada rato, para que le
prestara más atención. Por un rato largo la siguió chamuyando de pavadas.
Lo que se dice un plomazo y yo le daba muy poca pelota.
Pensaba que en una de esas el imán que buscaba no era de la barra, que
podía ser algún jugador del equipo, alguno de la comisión o cualquier hincha
que no fuera de la barra brava. El pelpa que me metió en esto, como ya dije,
era viejo a la gurda y el que lo escribió no era ningún pendejo y por ahí ya
estaba en la Quinta del Ñato. Casi me jugaría por esto último, por la pinta
del papel.
Por ahora, lo único que tenía era a este chanta, colorado para colmo, que
había nombrado a alguien que podría ser mi hombre o no.
A mí me resultaba fulero estar con un pelirrojo porque, al ser muy
llamativos por el color de pelo, se me hacía que me fichaba todo el mundo.
Y éste, encima, tenía color de enfermo en la caripela, unos faroles marrones
que se me hacía que no iban con el color de su piel ni de su pelo. Además,
me daba fea impresión que tuviera tan salida la nuez de Adán en el cogote:
para mí, tenía alguna papa y pronto creparía...pobre.
Luciano L. debía o debió ser un escritor o al menos estuvo a punto de serlo.
Si no había escrito su libro, yo lo haría por él, siempre que hubiese dejado
otras pistas, para que yo las encontrara y las acamalara para después
mandarlas al frente para que no se perdiera en el olvido alguien que vivió y
aportó con su bocho y con su bobo un granito de arena para mi Buenos Aires
querido. Seguro que habrá muchos como él, llevados por la guadaña, sin que
se hayan calentado en lo más mínimo por mandar su batimento aunque sea a
la marchanta...
-¿Me escuchás o no?
El colorado gilún me había enganchado totalmente lejos de la conversa y no
podía engrupirlo. Me dió la cana porque quiso acordarse de nuevo de
Luciano Lemos y yo no le había dado cinco de bola. Después me apiolé que
él también estaba queriendo hacerse gomía. De un saque me dí cuenta de la
macana que hacía y, al siguiente parpadeo, ya pedía perdón con el verso de
que no había apoliyado bien y me parecía que era por el faso, que lo estaba
por largar y era un vicio boludo (como si hubiera vicios piolas). Todo para
que no se cabreara y no se rajara.
Creo que lo conseguí, por lo menos no se las tomó y siguió balanceando la
pierna cruzada todo el tiempo: señal que su estado de ánimo era el mismo.
Mi memoria auditiva -esa que funciona cuando uno no está prestando
atención aunque la oreja caza la onda -me mandó el nombre que yo
esperaba, recién dicho por él, y sin derrochar un momento le tiré de frente
mar:
-¡Otra vez, ese!, ¿Quién es?
Dudó un cacho, se vió que tenía ganas de despacharse. Empezó por batirme
que no lo conoció, le parecía que era un jovato, probablemente había
espichado, no estaba seguro de eso. De lo que sí estaba seguro era de que
estaba medio piantado y que se había presentado un par de veces como
candidato en las listas para renovar la Comisión Directiva del club, aunque
nunca ganó y era un tipo muy junado en el rioba...
-¿Por qué piantado, che?
-Porque dicen que siempre andaba por ahí hablando pavadas... cosas raras.
Andá a saber qué balurdos tendría en el balero.
Como quien no quiere la cosa, como si lo único importante para mí fuera
seguirle la conversa, le averigüe varias cosas:
Había vivido en una pensión cerca de la 43. Tenía bastante torbelo, como si
tuviera una jubilación del Ejército o algo así. Antes de desaparecer del todo
había faltado una temporada larga, corriéndose la bola que estuvo guardado
en un loquero para bacanes, en donde hoy está el barrio San Pedro, en
Bermúdez y Santo Tomé.
De las pavadas y cosas raras que dicen que decía, la única de la que se
acordaba el Colorado, era que el coso había dicho que "la suciedad no existe,
es un invento de la mente".
Y, de última, me dijo que tenía una hija que tal vez viviera todavía en el
rioba. Me tomé el raje dejando que el Colorado levantara el muerto.
La frase: "Empezando por casi nada podrás alcanzar la felicidad ",
encontrada por mí en un papelito medio chamuscado, y el concepto: "La
suciedad no existe", revelado por el Colorado, debían ser, en fija, de un
mismo bocho. Estaba tan seguro de esto como de que, de ahí en adelante,
tendría mucho trabajo, ya que ahora tenía varios datos para rastrear.
Cerca de la 43 habría varias pensiones: podrían haberse tomado el piro o no
y si todavía estaban, podrían haber cambiado de dueño o no. Era cuestión de
caminar la zona y ver qué podía encontrar. Y si hubiera un lugar, mudarme,
un raye que yo tenía en el bocho.
Investigar en el Ejército y en manicomios me parecía un laburo medio
dificilongo aunque se podría intentar como último manotón de ahogado.
Si encontraba a la hija y/o la pensión del chabón, podría, si la suerte me era
amistosa y cordial, encontrar algún otro manuscrito sobre la grela y por qué
no, sobre otros fatos.
La grela, que no existe, porque es un invento de la mente, podría no ser la
única cosa que no existe, tal vez haya otras que tampoco existen porque son,
también, inventos del bocho. Sería más piola encontrar la demostración de
que la grela no existe, o sea la explicación de por qué el chabón llegó a la
conclusión que la suciedad es un invento del balero del ser humano.
El "casi nada", con lo que se podría alcanzar la felicidad, era, también, algo
que yo necesitaba ampliar. Medir ese casi nada no debía ser fácil de lograr.
Y por si esto fuera poco, saber que es la felicidad.
El tipo que no aparecía, para mí era Luciano Lemos. Estaba segurísimo, y
por eso me había puesto medio kolino de contento por un lado y por otro me
morfaba los codos. Mataba que la L. coincidiera con Lemos, pero me moría
por saber qué encontraría. De movida no me animaba a decir qué
importancia, grande o chica, tenía este paso adelante. Lo posta era que lo
había dado y que, si mi héroe había dicho eso, lo había demostrado de
alguna manera...
Pensé que debía parar la pelota, estar tranqui, sin mambos, con el bocho frío
y mucha efe. Me dije, entonces, que no haría nada hasta el lunes siguiente.
Saborearía como el tigre la presa avistada, sabiendo que estaba haciendo las
cosas bien. No embalurdándome, no tendría problemas para llegar hasta lo
hondo en una cancha de la que todavía no junaba mucho que digamos.
Además, tenía bien manyado, que si no me alcanzaban los datos del
Coloradito, podría volver a chamuyarlo y ver si se acordaba de algo más, ya
que no lo había exprimido bien, sino que solamente le había chupeteado un
par de datos sin que se avispara. Desde el vamos, la conversa tuvo pinta de
hablar por hablar y estoy seguro que no se avivó en ningún momento que lo
estaba haciendo vomitar un batimento que pudiera tener alguna importancia
para alguien y menos para mí.
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La zona estaba bastante animada. Todos íbamos para el mismo lado, por la
vereda del Regimiento. Ya empezaba a llegar la gente de los burros. Todo el
mundo tranqui, sin apuro.
Algunos tenían cara de no ir a los chuchos, me parece que ponen cara de ir a
otro lado a propósito, para disimular. No es como a la entrada de la cancha,
donde todos van en barra, chamuyando, chispiando a los demás a ver si
encuentran a algún conocido. Van más francamente, me parece, hasta con
más inocencia.
Fiché la hora de largada en la revista y chispié el bobo. Faltaba casi media
hora para largar la primera. Me quedé de paradito un rato cerca de la puerta
del Padock. Junando para adentro se veía todo limpito, casi nadie. No había
apuro.
Empecé a divertirme observando quiénes eran los habitués y quiénes los
tiernos en los chuchos. Los cancheros venían con la mosca preparada porque
ya sabían cuánto valía la entrada, no leían los letreros, caminaban con paso
más seguro y sabían adonde ir sin pifiarla. En cambio los paracaidistas como
yo, relojeaban, estudiaban, preguntaban algo y algunos se mandaban a los
molinetes sin haber sacado la entrada y por lógica los mandaban para atriqui.
Cada tanto llegaba algún personaje de esos típicos, de funyi y embrocantes,
tarros grises, el lompa medio con acordeón, tacorba y minga de saco
desprendido. Pero lo más lindo era la forma de llegar de los tipos: junando
todo, como revisando que esté todo bien, que no falte nada, dispuestos a
enderezar cualquier balurdo y, si no, a disfrutar el deporte de los reyes y si es
posible acertar las ocho.
Me dí cuenta de repente de que me caían más simpáticos los que junaban
bien el fato que los perejiles novatos. Y no era que los novatos no me
gustaban porque no supieran. No. Era porque llegaban haciéndose los
cancheros, creyéndose que es fácil tocar de oído, manyando minga de solfeo.
Llegaban con una sonrisita de dolobu que, te juro, me daba cabrón,
vergüenza ajena. Me daban ganas de pegarles un empujón, echarles una
puteada, qué se yo.
De lo bien que estaba, ví aparecer a un gomía del rioba que hacía un
tiempito que no veía. José. Bastante piola el tipo, seriecito, tranqui, me
sorprendió que fuera burrero porque nunca habíamos hablado del fato.
Mandó un saludo bien cheronca, la mano, una palmada, y un discreto:
"Después te veo".
Le dí un par de minutos de ventaja y me mandé sin hacer esparo para el lado
de la boletería. Pagué con el último billete grande para tener cambio para
todo y crucé la puerta de la esquina de la esperanza, esperanzado.
De abrida empecé a sentir una revoluta en la zapan. No se me cruzaban
negros berretines, al contrario, eran todos piolas. Pero la saliva empezó a ser
medio escasani, seña de que, aunque no lo quisiera reconocer, me habían
entrado los ratones. ¡Y eso que todavía no había hecho la primera apuesta!
En la primera no quise poner. Pero igual recorrí las ventanillas para ver las
colas, relojié la boleteada en los televisores, siempre campaneando la revista.
Pensé que si hubiera escolaseado, me hubiera jugado por el cuatro que no
era el favorito, pero podía ganar. No sabía calcular cuánto pagaría, pero lo
mismo me iba a enterar cuando ganara.
Me fuí para la tribuna al tranquito y sin alardes. Había cinco o seis chabones
desparramados: Revista y pizarra, miraban primero la revista y después la
pizarra meta y ponga, revista y pizarra. Parecían verdaderos científicos,
estudiosos de cada detalle, atentos a la marcha de la boleteada. Era un plato
ver las cabezas de la gente cuando en el tablero electrónico actualizaban la
boleteada, donde los numeritos a la vista eran reemplazados por otros,
yobaca por yobaca, como si fueran dominós dispuestos para que uno voltee
al otro en una larga fila. La gente subía y bajaba el bocho: tablero y revista...
tablero y revista...
Y al rato pasó el primer tungo. Excelente estado. Se salía de la vaina, muy
linda pinta. Era el cuatro. Apenas una sonrisa en el de la chaquetilla verde y
blanca. Un galopito para calentar y ya se rajaron buscando la gatera de los
mil cuatrocientos.
No habían cantado todavía los cinco minutos para el cierre de las ventanillas.
Me dieron ganas de bajar, pero me quedé bien piola. No
era cuestión de empezar a cambiar de idea a cada rato.
Pasaron otros tungos, todos lindos. Me pareció que había varios que podían
ganar y que había otros que no podían ni figurar. La verdad de la milanesa
era que yo no manyaba un soto de yobacas y que iba a demorar un rato largo
para ser un conocedor del fato. Eso sí, me gustaba el cuatro. Me gustaba ese
caballito pero no sabía por qué.
Estuve campaneando la revista un montón de tiempo pero no pude sacar
nada en limpio. Daba como favorito al ocho y como enemigo al cuatro. Los
dos tenían idénticos antecedentes y yo no entendía por qué uno era favorito y
el otro no. Debía ser por los padres, por los tiempos anotados en
entrenamientos, por la trayectoria o vaya uno a saber qué balurdo secreto
tenían en cuenta los chabones.
Se empezó a juntar gente en la tribuna. Todo el mundo chispiando la
boleteada al cierre de las ventanillas para saber lo que garparía cada pingo en
caso de ganar. El poco público se empezó a hacer oír cuando sonó la
campana de largada.
Allá lejos se puso en marcha un lote de como diez yobacas (yo no había
visto tantos, me parecía que eran menos) Si no fuera por un chabón que
trasmite por micrófono de punta a punta toda la carrera, me hubiera quedado
en bolas en puntas de pie, sobre todo cuando venían en el codo buscando la
recta final y casi hasta que iban a pasar los trescientos.
Algunos empezaban a gritar el nombre de los tungos, pero yo no veía ni
diome. Chicato no soy, veo fenómeno. Pero, si no fuera por el locutor, no me
enteraba de un joraca. Debe ser que en las burros (como en muchas partes),
no sólo hay que tener ojos, también hay que saber mirar.
El punto iba batiendo la posición de cada tungo, nombrándolos a todos,
desde el primero al cola, si tal tungo se cerraba, si tal otro se iba quedando,
qué estaba pasando con los punteros; todo el desarrollo tramo a tramo. Yo
estaba ahí mirando la misma carrera y no podía distinguir nada de lo que el
chabón decía.
Venía en punta el mío con varios cuerpos de ventaja, pero atrás, con toda la
furia, en violenta arremetida, venía el ocho con las orejitas paradas. Cuando
pasaron delante de nosotros empezaron a castigar los dos, pero la ventaja era
cada vez menor. El bobo se me vino a la garganta, bajé un par de escalones
no sé para qué, los comentarios de la gente se hicieron gritos. Yo también
grité:
-¡Cuaaaatro viejo nomás!
Pero el ocho me alcanzaba y el pelotudo de la chaquetilla verde no pegaba o
pegaba menos que el del ocho.
-¡Cuaaaatro por los palos viejo nomás!
Me parecía que el mío corría medio despatarrado, que el otro venía más
entero, pero que no le iba a ganar. Los últimos cien metros fueron
espectaculares. Los dos pegaban. La gente saltaba y gritaba contra la
baranda como si estuvieran todos cabreros o piantados.
Y llegaron juntos al disco. Bajé corriendo.
Bandera verde. Contra la verja de la oficial se enloquecían las venas en los
cogotes y las caripelas largaban gritos rojos. En los puños empezaron a hacer
fuerza billetes de todos colores. Todos caminaban para acá y para allá
gritoneando apuestas.
-¡Cincuenta peso al cuatro!
-¡Una luca al ocho!
-¡Dosiento al ocho!
Estaba seguro de que había ganado yo y como no había jugado, ya de última,
tomé una apuesta de cincuenta sopes al ocho. Un tano que le había puesto su
guita al cuatro, pero creía que había ganado el ocho y de esa forma se cubría.
Tardaron un poco, pero levantaron el marcador dando ganador al cuatro por
medio bocho.
-¡Cuatro viejo nomásssss!
Cobré mi media gamba loco de contento. Claro que hubiera ganado mucho
más si hubiera escolaseado los cincuenta mangos en la boletería, ya que el
caballito vino a fraile y chirolas. Se podría decir que me comí un garrón,
pero preferí verlo como un derecho de piso y listo.
Había escolaseado sin querer y había ganado de movida. La milonga
arrancaba de diez.
A partir de ese momento, dulce y con más filo que antes, tenía que seguir
apuntando bien, y me fuí a pastoriar un rato para ver si había cosas nuevas
en el hipódromo, ya que hacía un vagón que no aportaba y, de paso, cazar al
vuelo algún chamuyo para la carrera siguiente.
Ví un pilón de televisores que antes no había y un tablero electrónico nuevo,
igual que el de la pista y alguna otra cosita nueva por ahí, pero nada más. La
confitería y el viorse estaban más o menos igual.
Más canas, eso sí, por todos lados. Pero no la yuta común; sino de esos que
le baten personal de seguridad, que andan empilchados de marrón y con
unos chumbitos chiquitos en unas cartucheras que parecen artesanales. Uno
sabe que son botones, pero calcula que deben ser menos jodidos que los de
la Federal. Aunque esto puede ser una impresión mía, nada más.
De golpe chispié a un jovato con un empilche bien de bute, con una pinta de
burrero bárbara, que, como si fuera un troesma de escuela, le estaba
explicando a un par de amigotes el desarrollo de la carrera que estaban
repitiendo los televisores.
El chabón decía que el cuatro no podría haber ganado nunca, si al ocho no lo
hubieran molestado en el codo. Que por eso entraron en el derecho con tanta
ventaja para el cuatro y que si corrían cincuenta metros más, ganaba el ocho.
Yo no sé si el tipo tenía razón o no, pero parecía que la sabía lunga. Así que
me quedé cerca por si pasaban de nuevo la carrera, para preguntarle en qué
momento encerraban al ocho. Para cazar la onda de las carreras, aunque sea
un cachito, ¿viste? Un cacho hoy, otro domani y así.
Pero no hubo caso, no la repitieron y me quedé de araca, pensando que si no
era, era porque no tenía que ser.
Paciencia y pan criollo. De bronca fuí a sentarme en la confitería a tomar un
copetín. No me importaba si me cerraban la ventanilla. Total igual podría
escolasear de afuera si la segunda viniera como la primera. Además, estaba
en ganador, y a los ganadores como yo no los para nadie me dije para darme
un cacho de ánimo, que empezaba a decaer.
Me estaba desinflando sin motivo. Pedí una cerveza con algo para picar y
me puse a pensar cómo podía ser que habiendo ganado de entrada, no
estuviera bailando en una pata y, en cambio, me estaba haciendo problemas
porque no sabía un soto de burros. Me preguntaba si eran los cincuenta
abriles que encima llevaba o sería porque andaba comiendo medio mal.
Por las dudas, me morfé un especial de crudo y queso. Y al toque me mandé
a la ventanilla y le jugué media gamba al uno, favorito según la revista.
Y volví a ganar duplicando la postura porque pagó cuatro veinte a ganador,
en una carrera que seguí por un televisor grandote que había en la confitería
pero que no fue ni por las tapas, emocionante como la primera.
Casi sin darme cuenta estaba con una gambita en el bolso y con gran
tranquilidad para seguir escolaseando.
Ahora venía la tercera carrera donde corría el tungo del caniya del rioba.
Decidí poner la gamba que iba ganando, entera a ganador y una más a placé
para irme, ganara o perdiera. Si ganaba, podía irme con un lindo paco. Si
perdía eran chauchas y palitos. Me parecía un lindo lance. No quería ni
enterarme de las otras posibilidades de escolaso como eran la trifecta, ni la
combinada. No me importaba nada. A mí que me den ganador y placé, que
ya bastante dificilongo me parecía acertar, por lo menos para mí.
Iba cayendo cada vez más gente. El día era piolísimo. Todo funcionaba al
repelo. Todavía faltaban unos minutos para que largaran la, para mí, última
rareca del día y me mandé al ñoba como para hacer tiempo.
Después me pasé a la popu. Pasé por abajo de la oficial al otro cacho de la
Padock. Después crucé un portoncito para el lado del pueblo.
Se notaba que era gente distinta y estaba lleno por todos lados. Las colas en
la ventanilla eran un garrón, encima uno no sabía si llegaba o te cortaban la
mano cuando cantaran el cierre. Había cola en los kioscos, en el baño, en
todos lados. Cómo sería que ya había cola en las ventanillas para cobrar y la
carrera todavía no se había largado.
Había caripelas bastante fuleras, aunque no era lo mismo que lo que se
puede ver en las hinchadas de fútbol. Pero igual daba la sensación de que lo
mejor era andar con cuidado, a pesar de que no parecía que pudiera pasar
nada por lo menos adentro del hipódromo.
Me mandé a la cola del palito, el tungo del batacazo. Dopo, si había tiempo,
lo vería en la pista. Total lo iba a jugar de todos modos, tuviera la pinta que
tuviera.
Un punto que se puso detrás de mí en la cola me empezó a chamuyar que,
como en esta carrera empezaba la apuesta triple y era seguro que ganaba el
nuestro, el vale iba a valer cualquier guita y que lo iba a vender, porque
donde continuaba podría ganar cualquiera y que era muy difícil acertar y que
si acertaba, el vale iba a aumentar un poco nada más y que no valía la pena
arriesgarse.
Yo no cazaba una de lo que el chabón batía. No le contesté nada, pero le
hacía caras como si estuviera de acuerdo, mandando las comisuras de la
boca para abajo y asintiendo con la cabeza, largamente. Pero después el
punto se calló la boca y me miraba como esperando que también le batiera
mi chamuyo, mi opinión del fato. Entonces diciendo que sí con la cabeza y
mirándolo directamente a los faroles le batí el nombre del yoquei:
-Sanguinetti.
Él pareció cazar la onda y contestó también moviendo la cabeza:
-Sanguinetti.
El solo nombre del yoquei era un buen final de conversa, si el chabón me
hubiera chamuyado únicamente de la tercera carrera. Pero no alcanzaba para
rematarla, porque también me había parlado, y un montón, de la quinta
carrera, o sea, en la que continuaba la apuesta.
Me quedé mirando lejos, como pensando, y le dije casi sin mirarlo:
-Sanguinetti.
Y él mirándome y diciendo que sí con el bocho me contestó:
-Sanguinetti.
Y seguía diciendo que sí con el bocho.
Y yo también.
Mientras tanto la cola apenas se movía. Nuestra conversa quedó en eso. Un
suspiro, meta que sí con el bocho, un ruido con la boca cerrada.
-Mmm.
Y cada tanto, él o yo, un:
-Sanguinetti.
Por fin llegué a la ventanilla, hice mi escolazo y me rajé guiñándole el ojo
del lado de él y chau pinela.
El punto se habrá quedado sin saber si yo manyaba el estofado o no, pero
estoy seguro de que, si se acordaba de mí más tarde, iba a pensar que yo la
sabía. Digo esto porque después chispié en la revista que Sanguinetti
también corría en la quinta y, para colmo, lo daban como chance.
No me calenté en lo más mínimo porque no me cruzaría de nuevo con el
punto, pues no pensaba quedarme hasta la quinta. y me fui lo más pancho a
la baranda.
El caballito del acomodo era una porquería. Yo, por la pinta, no lo hubiera
jugado ni en joda. Era un yobaca al que no se le podía poner ni un solo
morlaco. El chabón que pusiera un mango ahí era un gil. Había por lo menos
otros tres pingos que iban a hacer mejor papel que el once, segurola.
Estaba a punto de perder doscientos sopes. No era moco de pavo, por más
que vinieran de garrón. Aunque tampoco eran de arriba, eran de escolazo en
buena ley, bien ganados. A uno le parece, después de ganar, que lo que uno
tiene es de upa porque viene del escolazo, pero no es así. Si se hubiera
perdido esa misma guita, iba a estar bien perdida. ¡Cómo no va a ser legal
cuando uno la gana! Legal o no, no me gustaba ni medio el hecho de estar
por perder, no me importaba si era mucha o poca guita, si era de arriba o era
transpirada. El fato era que veía muy mal puesta mi parada. Pero ya no había
nada que hacer. Miré la boletita que dan en la ventanilla y pensé que no era
hora de hacerme problemas, sino de esperar y disfrutar de los chuchos, que
muy bien puesto tenían ese apelativo.
Para colmo en la popular no había confitería ni nada que se parezca a un
lugar piola para estar. Ya no tenía tiempo para pasarme de vuelta al Padock,
a menos que fuera corriendo, y corriendo no me veía.
Empecé a caminar despacito para el lado de la largada. Esta carrera iba a ser
de mil metros. Por lo tanto no iba a haber curva. Iba a ser una sola recta.
Nadie podría molestar en el codo. Cada tungo podría correr por su línea sin
encerrar a nadie, ni tendría necesidad de buscar el camino más corto.
Subí a la primera tribuna de todas. Era la más cercana a la largada y estaba
más o menos en la mitad del recorrido. Me había propuesto chispiar el
mango todo el desarrollo, desde las gateras hasta que pasaran por donde yo
estaba, por lo menos.
Me quedé campaneando el movimiento del hipódromo desde esa punta y me
pareció que lo estaba mirando desde afuera, como un colado. Nunca había
estado en ese lugar. No tenía el murmullo de las cercanas al disco. Había
muy poca gente. Casi todos eran tipos solos. Nadie hablaba con nadie.
Parecía imposible que en ese lugar pudiesen empezar un chamuyo dos tipos
que no se conocieran de antes. No me imaginaba ni siquiera que alguien le
preguntara, aunque fuera la hora, a nadie. Me dije que esa era la tribuna de
los más tímidos, de los más reservados, de los más callados y, por qué no, de
los más taimados. Era la tribuna de los que no quieren mostrarse.
Subí un par de escalones para ver la largada y, cuando pasaran por donde yo
estaba y ahí nomás rajar a chispiar la llegada en un televisor debajo de la
tribuna, donde se veía mejor que en los otros. La cosa se demoraba. Yo ya
no me bancaba. Me caminaban toda clase de ratones. Y eso que no tenía idea
posta de la guita que podría cobrar en caso de ganar ese tungo atorrante pinta
de quilombero, no de ligero.
Bajé a las baldosas cuadriculadas entre la tribuna y la baranda que da a la
pista de arena. Caminé despacio, a la espera de un resultado único y lógico,
había que esperarlo. Y no faltaba mucho.
Levanté la vista y sonreí cuando escuché la campana de largada. Subí de
nuevo los dos escalones y vi sólo al palito. Venía por afuera sin tocar el piso.
Mi caballito volaba. El locutor se ocupaba del lote que venía cerca de los
palos, mucho más atrás. El palito era un avión; lejos de ser alcanzado, se
distanciaba más, como para no dejar dudas.
Al pasar delante de mi tribuna, se oyó:
-¡Uh!
Lejos, un grito:
-¡Sanguinetiiii viejo nomás!
Uno solo.
...Y aprendí lo que es ganar una carrera sin emoción ni final. Cobraba un
fangote. Sin festejar; no tenía con quién. Y con cara de nada. Por dentro me
gritaban las tripas y yo hacía esfuerzos para que no se me escapara algún
sonido.
Me arrimé a la ventanilla sin apuro. La gente andaba cabrera. Hablaban de
acomodo.
Decían que los de la Comisión de Carreras se tiraban contra los que más
ponían. Que eran una manga de sucios. Que al comenzar en esa carrera una
apuesta combinada, le habían arruinado el estofado a la mayoría. Que no se
podía venir más. Que todo era una porquería. Que iban a romper todo.
Yo, musarela.
Miré de lejos si había cola para cobrar. Tres tipos solos; no me acerqué. Me
fui a ver la repetición pensando que el escolazo se hizo para ganar y para
perder. Y había hecho bien en no alegrarme tanto, al no justificar tanto
enojo en la gente que había palmado.
Estaba muy contento de tener resuelta mi situación harto flaca, al menos
por un rato largo. Meses, diría yo. Mi pinguito vino a setenta y nueve sopes
redondos. Un batacazo de novela. Enfilé para la ventanilla, ya sin cola.
Cobré y dividí el paco en dos bolsillos. Carpetié de sotamanga si me estaban
marcando. Con mucha carpa me mandé a la yeca y tomé un coche de
alquiler, del que estaba bajando un chabón que recién llegaba.
El tipo, uno de esos jovatos chistosos que nunca faltan, me dijo:
-¿Tan temprano y ya te limpiaron?
-Espero que usted también se vuelva en taxi. Chau.
Le canté la dirección de casa al tachero, quiso chamuyarme. Me hice el
sordo y se quedó piola.
Pensaba ir a dejar la mosca, rajarme al trocén a dar una vuelta tranqui.
Palermo, Villa Crespo, Paternal, pasaron, sin un alma, por la ventanilla del
tacho. Veredas vacías. En alguna casa se veían varios pibes, seña que la
familia se había juntado a morfar un asadito. Parecía que la mayoría de la
gente se había rajado afuera para visitar a los parientes que viven en casas
con un cacho más de sol.
Se diría que todo estaba limpio. Que habían limpiado la gente. Claro que
esto es en sentido figurado, porque el chabón que me dejó el taxi, al
preguntarme si ya me habían limpiado, también lo había hecho en el mismo
sentido. O sea que, si estamos acostumbrados a hablar de lo limpio en
sentido figurado, cuando hablamos de la grela nos estamos refiriendo a la
suciedad, remitiéndonos a algo que consideramos sucio, sin que lo sea
realmente.
Yo venía de acertar un batacazo. Según los gritos de la gente, era algo sucio
de la Comisión de Carreras. Según yo, todo estaba bien, pues carreras son
carreras y listo el pollo. Cosa limpia o sucia, yo había ganado.
******
******
Así como estaba, medio desabrigado y todo, decidí rajarme derecho para el
centro. Me iba a tomar un par de copetines para despabilarme un cacho y por
ahí, en una de esas, pintaba algo piola. Aunque, a veces, los domingos son
medio mortadela, los prefiero a los sábados, todo lleno de gente al divino
botón.
Tren, Chacarita, subte, Callao y Corrientes. Subí las escaleras como si
estuviera apurado. Salí a la calle de raje, como si llegara tarde a un
apuntamento. Después empecé a caminar tranqui. Crucé Callao. Una casa de
discos me decía que el tiempo pasaba y que el Royalty, café de dorapa, ya no
estaba.
Me paré y muy despacito campanié esa esquina que, a pesar de los cambios,
era todavía Callao y Corrientes. Me gustó. Más me gustó cuando ví abierta
La Academia, ahí, a media cuadra. Había una concurrencia bárbara. Pensé
que era porque justo saldrían del cine, pero no, había toda clase de gente.
Había sido un hermoso día, estábamos a principios de mes, eso hace que la
gente salga a varearse. Es así.
Rumbié para el lado del Obelisco, para parar en el primer bar que me
gustase, tomar un cafecito y después ver. Si pintaba algo me quedaría; si no
pasaba nada, me tomaría el olivo, ya que, andando solari y con trabajo para
domani, prefería irme a apoliyar antes que andar yirando como un gil.
Había de todo en Corrientes. Familias, parejitas, minas solas, tipos solos,
barritas, trolos, cosos raros, toda clase de empilche. Me mandé por "La
Plaza", salí a Montevideo, volví a Corrientes. Los restaurantes estaban
llenos, mucha gente. Algún hola, que tal. Nada importante en las primeras
cuadras.
Después de un rato de caminar ví a un amigo que me saludaba desde un
taburete de bar. Era Misterio, estaba cansado y no sabía de qué. Me invitó a
un copetín con su panza de curda , lo acompañé con la misma marca que él
tomaba. Charlamos, con buenas pausas, de un par de amigos que teníamos
en común. Nos acordamos de viejas anécdotas. Eso sí, siempre mirando a la
gente e interrumpiendo cualquier historia para embrocar a las minas que
pasaban.
Después del segundo "Premium" decidimos ir a lastrar algo a un lugar que él
tenía por barato y de buen morfi. El junaba bien esos fatos porque se pasaba
esperando a su mina todas las santas noches. La esperaba hasta que
terminaba de hacerse el mango, e ir al cotorro a descansar.
Misterio debe ser el último canfinflero de Buenos Aires. Su novia y mujer
podría trabajar sola, aunque una inexplicable fidelidad la tenía atada a mi
amigo. La chica hacía la calle. Según él, le traía buena mosca y a veces tenía
días medio flojones.
Nunca le quise preguntar detalles del laburo de la mina, ni de cómo era el
fato entre ellos, sobre todo después de lo que me dijo un día:
-Si te trae el mango, hermano, ¿Qué es esa boludez de no querer compartir la
mina de uno?
Para él todo estaba bien. Minga de celos ni de miedo al sida. Yo no conocía
a nadie parecido a Misterio. Había sido jugador de fútbol. Un buen día lo
vendieron a Colombia. Allá se hizo cafishio, curda y falopero. Cuando los
colombianos se dieron cuenta de lo que habían comprado lo pusieron en
venta inmediatamente y Misterio fue a parar, por dos mangos, a un equipo
de segunda, de las Islas Canarias.
Jugando al fútbol y vendiendo algún gramo siguió en la joda durante casi
tres años. Llegó a tener cuatro minas laburando para él. Hasta que una de las
naifas se le retobó, lo botoneó y le hizo perder una fortuna para salvarse de ir
en galera.
Con el fútbol ganaba una miseria, no podía vender más merca porque ya lo
tenían calado, como naipe marcado, cuando fue junado, tuvo que rajar. Y se
volvió sin un mango a Buenos Aires. Llegó con lo puesto, sin nada en la
mano, con la saliva justa.
Al principio le costó bastante porque había estado mucho tiempo afuera y se
encontró con que varios muchachos se habían borrado, algunos de viaje en
Paraguay y un par de ellos comiéndose un garrón por una gilada.
Apoliyaba en el aguantadero de unos gratas en Vicente López y después de
un tiempito de manga y choreo, cuando pudo afeitarse todos los días y
comprar algunas pilchas, se puso de novio con una pardita que tenía buena
clientela en San Isidro.
La mina laburaba muy bien. Atendía por tubo a algún cliente, le daba un
apuntamento, salía como para ir de compras y al rato estaba de vuelta, el día
hecho. Con un solo cliente. En otros casos iba a festicholas que se hacían
lungas, aterrizaba al otro día, medio mamada, aunque un buen paco
encanutado y, en una de esas, un par de regalitos bien pulenta.
Misterio y su percanta la pasaban fenómeno. Apoliyaban hasta tarde,
morfaban de prima. Meta boliche y cantina. Escabiaban tupido casi todas las
noches, se engrupían con cocaína, pero lo que más les gustaba, era brindar
con champán. La buena no le duró mucho porque a los tres o cuatro meses la
paloma se voló de la pieza y no la pudo encontrar más. Según Misterio, algo
sucio había en esa desaparición.
Decía que no podía ser que la mina se hubiera espiantado sin motivo, que
había pasado algo fulero y que creía saber por donde venía la mano.
Al poco tiempo se arregló con la minita que esperaba cuando lo encontré.
La percanta nueva se la rebuscaba caminando por Congreso y viviendo en
un bulo atorrante en la calle Paraná.
Evidente, para Misterio, el escolazo, la droga y la prostitución no eran cosas
sucias. En cambio sí lo eran, con toda seguridad, para el hombrecito pulcro
que conocí esa tarde antes de entrar al hipódromo.
A mi modo de ver, Misterio tenía sucia hasta la voz. No sólo era ginebrina,
tosía muchísimo, lo cual le daba un laburo bárbaro a mis orejitas. Cada tanto
me quedaba sin entender algunas palabras, a veces le hacía repetir, otras, lo
dejaba seguir nomás.
Había dicho que en la desaparición repentina y sin motivo de su ex novia,
él, nada menos que él, veía algo sucio.
-¡Ma qué sucio, Misterio! Se te piantó con otro gavilán y punto, loco.
-No, loco, pa mí que la amasijaron. La pasaron de falopa o algo de eso.
Para mi amigo, lo sucio de la falopa, pasaba por la cantidad y sus
consecuencias y no radicaba en la droga misma. Claro, él vivía la vida en
orsai, como cuando era el nueve de Racing. No se podía esperar que
Misterio y el pulcrito de esa tarde tuvieran la misma escala de valores.
Esto era una nueva confirmación de que el sabio Luciano Lemos, o como se
llamara, tenía razón.
Si encontramos un ombú, todo el mundo dirá que es un árbol. No habrá
nadie que lo niegue como tal. A lo sumo, saltar algún confundido, decir que
es una planta, el yuyo mayor del ispa. Esto se podría aclarar rápidamente
consultando la clasificación hecha por la botánica y asunto concluído.
Si una cosa es sucia para unos y para otros no, no podemos batir que la grela
exista realmente.
Por ejemplo, si un traje de hilo gris perla recibiera unas gotas de aceite de
oliva en su solapa, diría:
-¡Pucha, me enchastré todo!
Pero si una ensalada mixta es la receptora, ella diría:
-Echame un cachito más, para estar más rica.
El aceite, por lo tanto, no es grela. Puede ser mancha en una solapa, no
suciedad. De última, es un producto vegetal de aplicaciones concretas, al que
cierta gente confundida le puede batir grela.
El ombú es árbol y no otra cosa.
Hasta aquí podemos sacar dos conclusiones: los árboles existen en la
realidad, la grela es un valor mental.
Veamos.
Para un cura, la masturbación puede ser una cosa sucia y despreciable. Tal
vez no lo sería para el tipito que viajó en tren conmigo hasta el hipódromo,
ya que, aunque no lo dije antes, tenía pinta de pajero. Para él, el escolazo era
sucio, según había dicho.
Para Misterio todo estaba bien: la paja, el escolazo, las putas, la fa1opa, el
choreo. Sólo faltaba saber cuál era la cosa sucia que había, para él, detrás del
fato de la desaparición de la novia.
Tal vez esa cosa sucia fuera una demostración de la existencia real de la
grela y no es sólo un invento de la mente.
Lo empecé a apretar para que me contara qué idea tenía de lo que pudo
haber pasado con la minusa.
Lo de Misterio fue sorprendente.
Creía que le habían matado la novia para filmar su muerte y vender la
película en un mercado que consume, pagando cualquier guita, lo que el
llamó "cine posta".
Según él, la pardita se prendía en toda clase de joda. Por eso le garpaban lo
que ella quería, tenía clientes que organizaban jodas grandes, con mucha
gente, en las que pasaba de todo.
Desde fruli, tortilleras, fifadas en público, hasta películas. No sólo
pornográficas, sino de perversiones pesadas, cortar alguna cotorra con un
cuchillo, quemar las gomas de alguna naifa con un faso y otras barbaridades
que ella no podía ni contar del asco que le daba.
Una vez contó que se había hecho la gila para no ir a una de esas fiestas.
Mintió que se había equivocado de dirección, para justificarse, anduvo muy
nerviosa durante un par de días. Le dió una bronca bárbara perder un buen
toco por haberse portado como una pendeja boluda con casi treinta años de
edad. Después se le pasó.
Cuando la mina se borró, Misterio recorrió varios boliches para averiguar si
alguna amiga de ella sabía dónde andaba. No enganchó ni una sola punta,
una minita amiga le prometió darle noticias cuando se enterara de algo.
Después de varios días buscó de nuevo a la copera amiga. La paica, muy
jaboneada, porque había estado en una fiesta donde oyó que hablaban de
cámaras ocultas por todos lados y había visto a unos trolos muy raros
escabullendo unas sogas detrás de un sillón. La cosa había sido en un bulo a
todo trapo por Belgrano y ella se había rajado por la escalera de servicio,
abandonando su tapado, del julepe que se había agarrado.
Como la minita estaba laburando, haciendo copas en el lugar donde estaban,
mi amigo la citó para el día siguiente a morfar juntos. Ella , muy amiga de la
pardita y preocupada también, aceptó.
Al otro día, después de un largo chamuyo con la pendeja (veinte añitos
tenía), mi amigo Misterio sacó la conclusión; lo que pudo haber pasado era
que aquí, en la Argentina, se estaban filmando películas de ese tipo, heridas
reales y no trucadas. Y por qué no, muertes reales.
Le pregunté si no estaría yendo demasiado lejos con tan delirantes
suposiciones. Me contestó que él no estaba loco, que no hablaba de gil y que
la sabía lunga y me siguió contando mucho más. Un ex compañero de
equipo, de cuando jugaban en Colombia, le contó una vez que había filmado
como actor una película porno. Entonces, él lo fue a buscar hasta la casa
para que le dijera cómo se había enganchado y cómo fue el fato.
Resultó que el director de esa porno era el tío del muchacho, hermano de la
vieja, vivía a la vuelta de la casa. Se lo presentó y estuvieron reunidos los
tres. Se pudo enterar entonces de que en Buenos Aires se filmaba
pornografía y hay un mercado consumidor muy grande para esa mercadería,
producciones berretas y de muy bajo costo.
También le contó el tío que hay un mercado mundial que consume cine
verdad, escenas reales y que no era una cosa nueva ni mucho menos. El
asunto empezó, según le dijo, en el África.
Dos aviones ingleses, filmando una zona selvática, avistaron un grupo de
grones dándole con tuti a un elefante, lo tenían rodeado y lo amasijaron a
flechazos. Los dos aviones filmaron todo. Cuando el pobre elefante se
desplomó y antes que los aviones dejaran el lugar, uno de ellos aterrizó
porque le fallaba el motor y allá fueron los negros que habían matado al
elefante y reventaron a los tripulantes del avión, luego de una corta
resistencia.
Todo, el amasijo del elefante y el de sus compañeros, fue filmado desde el
otro avión, que seguía sobrevolando y filmando.
Dicen que hicieron mucha guita con esa película. El negocio despertó
sospechas en el Parlamento Británico. Se hizo una investigación, se
comprobó que el avión del aterrizaje de emergencia llevaba una camarita
atorranta y unos pocos rollos de celuloide. En cambio, el que filmó todo,
estaba equipado con una cámara último modelo y película virgen para tirar
para arriba.
Por si esto fuera poco, también se comprobó que, si bien el desperfecto que
había tenido el avión no fue preparado, ya le quedaba poco combustible y le
hubiera ocurrido lo mismo, aún si no se descomponía.
El tío no sabía de qué forma habían tapado el fato. Con guita,
supuestamente. Si sabía que se siguieron preparando y filmando películas,
incluyendo mutilaciones, heridas de toda clase y hasta muertes.
Dice Misterio que le preguntó si había visto alguna de esas películas y que el
chabón le contesto que no. Sí había visto, en cambio, una "documental"
donde se veía el desarrollo de un certamen de lanzamiento de enanos,
consistía en agarrar a un pobre enanito y tirarlo como se tira la bala o la
jabalina para luego ver que participante había arrojado más lejos a su enano.
Los enanos debían ser de determinada altura y peso exacto. Reglamentado
como cualquiera otra competencia, les ponían un correaje especial; los
enanos se la rebuscaban, haciéndose una bolita, para no hacerse pelota al
caer. Mucha guita en juego, algo en premios y un fangote de escolazo.
Me resultó escalofriante el relato. Lo hizo como si contara una historia de
todos los días, morfando lo más pancho. Por supuesto, se me enfrió el morfi
y no lo pude terminar, Misterio, lo más tranquilo, pedía otro Carcassone.
Fuimos a tomar el café en "La Paz". Yo, mudo. El otro, gozándome porque
se había dado cuenta del efecto causado por su cuentito:
-¿Qué te pasa? ¿Tenés frío?
Y, sí. La verdad era esa. Me estaba haciendo tornillo. Por la historieta y
porque me había venido desabrigado. Al café lo acompañé con una ginebra
sola para aguantar el terrible ofri que me había agarrado y se me dió por
contarle a Misterio qué me tenía ocupado por esos días. Me frené en el acto
porque me parecía que no me iba a cazar la onda.
Lo único que hice fue preguntarle que había querido decir con eso que había
algo sucio en la desaparición de la Pardita. Levantando los hombros y
mostrándome las palmas de las manos, me dijo:
-Mirá, sucio no hay nada, a mí me parece una cosa sucia. A los tipos que
andan en esa les debe parecer una forma más de ganar guita -y agregó, en el
mismo tono -¿No me vas a decir que no es más limpio matar a un tipo en un
afano, que hacer toda esa milonga para que se den el gusto?, lindo gusto, una
barra de degenerados, podridos en plata... Seguro que quienes compran esa
mierda son nenes de alto vuelo, capos metidos en los gobiernos, empresarios
que tienen miles de empleados, los más grandes garcas del mundo.
La grela, la suciedad, era para Misterio un sinónimo de delito máximo. No
era sucio matar en un achaco. La prostitución estaba dentro de lo normal. Lo
único que merecía ser llamado sucio era algo que superaba sus concesiones.
El fato se complicaba cada vez más. Si para la mayoría de la gente lo sucio
se identificaba con lo deshonesto, se podría decir que lo que está dentro de la
leyes, limpio y, por lo tanto, ser sucio todo lo que está penado.
Ahora bien, el que mata para hacer una película con imágenes de una muerte
real es tan asesino como cualquier otro. Pero el que compra esa película
queda igualmente involucrado, pues se la hizo pensando en un comprador,
que pagaba muy bien.
Hay por lo tanto un mercado instigador, sin ley que lo castigue, que fije
penas. Además, no se sabe ni por cuántas personas está conformado. O sea,
que las personas que consuman esa mercadería estarían dentro de la ley, no
serían sucias, sino instigadores no penados por la ley, o sucios dentro de la
ley.
El sabio tenía razón nomás. La grela es un invento del bocho y punto.
Cuando me dí cuenta, era tardísimo. Dos de la matina. El balurdo de
Misterio me había hecho pelota. Lo peor, quería despertarme temprano. El
fato era si podría apoliyar después de semejante día. No quería más lola.
Me rajé dejando a mi amigo con ganas de seguirla. Si era por él,
recorreríamos varios bares todavía. Tenía miedo que se enojara, me fui
tranquilo, porque los fiolos se cabrean únicamente con la nami. Lo demás
está todo bien.
Me tocó un tachero fana de Gardel. Tenía una fotito chiquita de Carlitos y
meta y ponga casetes. Lo único que dijo en todo el viaje fue:
-¡Qué grande el Mudo!
Y a mí me laburaba la croqueta sin parar. Respiré hondo, mandé la sabiola
para atrás y los hombros para abajo en un intento de relajarme para dejar que
el sueño llegara de a poco.
De repente, nos metimos en un pequeño amontonamiento de coches. Un
mionca y una ambulancia se habían dado una piña bárbara cerca de una
milonga de pibes que había por Gaona. Pasamos despacito y enseguida
llegamos al cotorro. En casa, todo al pelo, sin novedad.
El wisqui, el vino, el morfi y la última ginebra tratarían de ganarle al
bolonqui que Misterio me había dejado en el bocho, para que yo pudiera
apoliyar tranquilo. El día lunes empezaría al despertarme. La hora no me
importaba.
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Al día siguiente me fui a buscar a Don Luciano para ver si, de una vez por
todas, le pegaba un buen adelanto al laburo.
Lo tenían en un geriátrico en el Partido de San Martín, a pocas cuadras de la
General Paz. Nadie iba a visitarlo, excepción de la hija.
Al llegar, me encontré con una fachada importante, donde compadreaba un
bronce que batía: "Cuartel de Invierno"; adentro, un depósito de jovatos,
fulero como pocos.
El hombre estaba en estado lamentable, no por lo mal empilchado ni sucio,
sino porque se lo veía muy achacado mentalmente. Desvariaba todo el
tiempo, sus contestaciones eran un manojo de incoherencias. Fue inútil tratar
de chamuyar sobre su laburo de escritor, si tenía manuscritos guardados, si
había publicado algo. Nada. Lo laburé de conversación cerca de una hora. Le
toqué el tema de la grela, el fato que la suciedad era un invento de la mente o
una mala generalización de las manchas que vemos por ahí. Lo único que le
sacaba eran bolazos.
Su mirada extraviada, los ojos marrón catarata miraban lejos, o para adentro,
no sé. Se le volaban las manos cada dos por tres, volvían al tembleque, a la
espera de otro viaje para buscar palabras.
La macana era que encontraba nuevos temas y deliraba, actuaba
conversaciones, representaba personajes, caía luego en largos silencios.
Después, conversando con la encargada de la casa, me enteré que ese era
uno de sus mejores días, por lo menos hablaba. Dijo que, por lo general, no
se daba con nadie, se reía o lloraba en silencio. Me contó que era tranquilo,
le gustaba verlo sentado, las manos sobre las rodillas, erguido y el cogote
medio estirado, como mirando al pasado lejano. Me sentía doblemente
hecho pelota al ver a ese hombre en tan malas condiciones, no haber
adelantado ni medio en el laburo y lo peor de todo, lo tenía ahí, para mí,
anclado, sin nada que me impidiera verlo y hablar con él.
Al despedirme de la señora, ya en la puerta, vimos que el viejito venía
apurado desde el fondo, levantando la mano como para que no me piantara.
-Venga mañana a conocer a mi hija. Ella tiene todo -Dijo, dándome la
mano, sin el tembleque de antes.
Algo había pasado en su cabeza. Palabras como libro, manuscrito, escritor,
publicación, o algo que dije en nuestro encuentro, lo había movilizado. Era
otro tipo. Dió media vuelta y se fue como si estuviera muy ocupado.
-Hasta mañana -le dije, seguro entendería que me iría aunque no me
contestó. Nos miramos un cachito con la mujer, como preguntándonos
mutuamente: ¿Qué pasó?
Me informó que la hija hacía un tocazo que no aportaba, diez meses, pero
por lo menos, garpaba puntualmente, con un cheque que llegaba vía correo.
Por lo tanto, ni mamado, esperaría que apareciera al día siguiente.
Lo que había pasado podría ser sólo una incoherencia más del hombre. Lo
dicho y el hecho de venir a buscarme, podrían ser parte del raye que tenía, la
firmeza de su mano me revivió totalmente. Sentí que no todo estaba perdido.
Salí a la calle desconcertado, caminé sin pensar donde iba. En la sabiola se
me mezclaba lo de la noche anterior y lo del jovato que acababa de ver.
Lo de la mina de la pensión había sido lindo, pero yo no soy de cambiar todo
por el formato de unas piernas de mujer. Me interesaba más seguir laburando
en Don Luciano que coparme con balurdos livianos.
Iba como un camba, medio curda, deambulando mi tristeza. Inepto para el
heroísmo, una negación visceral al conformismo. La suerte que es grela,
largaba en banda y no quería volver al cotorro a falopearme con carmín y
encurdelarme con perfume francés. En un bulín que está al doblar la esquina,
un pibe me alargó una tarjetita para conocer el mercado de las tristes alegrías
que, al parecer, allí funcionaba, a juzgar por la pinta de la entrada y un par
de caripelas que justo salían del lugar.
Pensé en subir y supuse que no era lo que necesitaba. Mejor dejar los
anhelos que no han sido, esperar los acontecimientos y si el destino nos
utiliza, para un apuntamento como el de hoy, saber que la joda, lo lindo,
consistía en amasijarse, darse bien la biaba, sin estrilarse aunque vengan mal
los borrados y de última no acertés la fija.
Al fin y al cabo, eso de que la grela no existe, que es un invento del bocho,
sería el casi nada con que se puede alcanzar la felicidad.
A pesar de mi mala suerte, mina que te manyo de hace rato, sentí que no
todo estaba perdido.
GLOSARIO UTILIZADO
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Acertar una fija: Tener éxito en algo
A la gurda: De verdad, sin atenuantes
A la marchanta: Desparramar algo al viento, sin destinatario
Al bardo: Sin ton ni son
Al mango: Con todo
Al pie de la vaca: En el mostrador, en la barra de un bar
Al toque: Enseguida, cerca
Andar con carpa: Sin dejarse conocer
Como turco en la neblina: Desorientado
Cualquier verdura: Cualquier cosa
Chau pinela: Adiós
Dar bola/ Dar pelota: Acceder, prestar atención
Dar la cana: Descubrir, sorprender en algo
De abrida: Al comienzo
De araca: Descolgado, sin participación
De bute: En forma, superlativamente
De chiripa: De casualidad
De frente mar: En forma directa
Dejar de seña: Dejar plantado a otro
De movida: En un comienzo .
De un saque: De golpe, de repente
Dormir la mona: Dormir luego de una borrachera
Dos de oro: Por los ojos muy abiertos
Entrar los ratones: Estar preocupado
Esconder la partida: Guardar algo en secreto
Hacer Ropa: Tapar, cuidar, proteger
Hacerse el sota: Hacerse el desentendido
Hacerse la croqueta: Pensar mucho en algo
Hacer pelota: Destruir
Hinchar los gobelinos: Molestar
Ipso pucho: Inmediatamente
Ir a patacón por cuadra: Ir caminando
Ir en cana/Ir en galera: Ir preso
Irse al humo: Ir decididamente
Parar el carro: Poner freno a una actitud del otro
Portar en galera: Llevar preso
Quedarse mosca: Mostrarse indiferente
Quedarse piola: Mantenerse a la expectativa
Segurola y Jonte: Seguro
Sensa joda: En serio, sin bromear
Sobre el pucho: Inmediatamente
Tener la papa: Padecer un mal incurable
Tirar la bronca: Retar, protestar
Tirar la toalla: Abandonar
Tomarse el piro: Irse
Venir mal los borrados: Mala suerte, venir mal predispuesto