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Jesús es tan divino -se piensa- que no ha podido ser muy humano. Sucede también lo
contrario. No falta quien afirma que es tan humano que no ha podido ser divino. Ambos
modos de concebir a Jesucristo son comprensibles toda vez que la Encarnación del Hijo de
Dios es un auténtico misterio que pone en jaque nuestros esquemas mentales. Creer en
Jesucristo es en sentido estricto una cuestión de fe.
Es arduo para el pensamiento hacerse a la idea de reunir en una sola persona dos
magnitudes que parecen competir entre sí: si Jesús ha sido Dios no ha podido morir; si ha
sido hombre no puede estar vivo. Sin embargo, humanidad y divinidad no compiten en
Jesucristo sino que su divinidad perfecciona su humanidad y ésta, más que cualquier otra
realidad creada o mensaje celestial, revela cómo es verdaderamente Dios y cómo se llega
ser hombre en plenitud. Jesús es la máxima autocomunicación de Dios y la mayor
expresión de la humanidad. Nunca más que en él el hombre fue más hombre porque nunca
más que en él Dios se dio tan por entero.
I. La Psicología de Jesús
Sea para nosotros Jesús un hombre divino, sea un Dios humano, no será fácil
explicar cómo se articulan en la unidad psicológica de su persona trinitaria estos dos
aspectos suyos, su humanidad y su divinidad. La psicología humana de Jesús es una
prolongación de la psicología divina que el Hijo comparte con su Padre por toda la
eternidad. La psicología humana de Jesús no subsiste autónomamente, ni es previa a la
Encarnación, aun cuando Jesús de Nazaret sólo humanamente sepa que su identidad
profunda es divina y no creada. La integración de la psicología humana de Jesús a su
psicología divina, que históricamente se cumple en la relación de amor entre Jesús y su
2
Abbá, expresa la unidad de conciencia y voluntad eternas entre el Hijo y el Padre. El tema
ha sido debatido a lo largo de toda la historia de la Iglesia y continuará siéndolo1.
El enfoque de Jesús como el hombre divino se desvía de la fe, sin embargo, cuando
postula que el Hijo de Dios y Jesús de Nazaret no son una sola persona, sino que el hombre
Jesús, sin ser él propiamente Dios, se adecúa a las exigencias de Dios por el puro ejercicio
de su libertad. Este es el “nestorianismo”. El “nestorianismo” es grotesco cuando a
Jesucristo se le adjudican pecados para hacerlo más semejante a nosotros.
Los Evangelios nos cuentan que Jesús fue admirable por su sabiduría y autoridad.
Que tuvo un profundo conocimiento del ser humano. Que declaró proféticamente los signos
de los tiempos y avisoró incluso la caída del Templo. Que ocupando el lugar de Moisés,
corrigió la antigua Ley. Nos dicen que utilizó la expresión “yo”, “yo les digo...”, como sólo
1
Jacques Dupuis, Introducción a la Cristología, Verbo Divino, Pamplona, 1994, pp.181-197
3
Dios lo había hecho. En fin, que nadie como él en toda la Sagrada Escritura tuvo una
intimidad mayor con Dios, nadie lo llamó Abbá como él lo hizo (Mt 11,27; Mc 14,36).
Pero, ¿cómo pudo saber un hombre que nace en una pesebrera, sin hablar, llorando
de miedo y de frío, que él es Dios? ¿Mentía? ¿Lloraba para parecer hombre o porque
efectivamente era falible e ignoraba su futuro? ¿Llegó a saber siquiera que la tierra era
redonda y que gira alrededor del sol o compartió lo errores de la cosmología de su época?
Bernard Sesboüé, destacado cristólogo contemporáneo, se interroga: “¿cómo Jesús, en el
curso de su vida humana pre-pascual, ha tomado y ha tenido conciencia de ser el Hijo de
Dios?”2.
que le pasa pero porque existe en él una polaridad subjetiva original tratará de hacerse
entender gritando, riendo, señalando las cosas con las manos. El conocimiento
trascendental, que en Jesús es una "disposición ontológica fundamental" de intimidad con
Dios, llega a ser un contenido reflejo en la conciencia en la medida que el ser humano
adquiere las categorías para expresarlo. Jesús actualizó, explicitó, tematizó aquello que
desde su concepción constituyó el polo original de su conciencia, gracias al lenguaje
aprendido de María y José, a su actividad cotidiana y su oración. En otras palabras, Jesús
llegó a saber mediante un aprendizaje histórico, por una evolución intelectual e incluso
espiritual, lo que había intuido desde siempre: que su identidad era divina y no meramente
humana.
Hans Urs von Balthasar destaca no sólo la posibilidad de una ignorancia de Jesús
sobre su futuro, sino también su necesidad y dignidad. En una obra titulada La Foi du
Christ dice:
4
Dupuis, o.c., p. 206.
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Jesús ha podido ignorar muchas cosas y compartir los errores culturales propios de
sus contemporáneos. ¿Cómo pudo Jesús ser mejor pescador que Pedro, siendo él un
carpintero? Tal vez por fortuna, pero sería raro que por habilidad. Tampoco es sostenible
afirmar que Jesús simulaba no saber que la tierra gira alrededor del sol. Desde el momento
que él mismo dice: “mas de aquel día y hora (del juicio), nadie sabe nada, ni los ángeles en
el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13, 32), hemos de imaginar que comparte con
nosotros una ignorancia bastante significativa. El concilio de Letrán del año 649, sin
embargo, prohíbe contra los agnoetas la afirmación de una ignorancia "privativa" en Cristo,
es decir, una que le hubiera impedido cumplir su misión de revelador del Padre y de su
designio de salvación6
¿Pudo Jesús decir a su Padre “este cáliz yo no lo bebo” (cf., Lc 22,42)? ¿Pudo
desobedecerle? Si se dice que tuvo auténtica voluntad humana, autonomía plena, ¿pudo
pecar? Y si no podía pecar, ¿qué clase de libertad tuvo?
5
H. Urs von Balthasar, La Foi du Christ, Cinq approches christologiques, Paris, Aubier, 1968, p. 181-182. (La
traducción es nuestra).
6
Cf., Sesboüé, p. 146.
7
DS 539.
8
DS 1347.
6
9
DS 434.
10
DS 1515.
11
Wolfgang Beinert, Diccionario de teología dogmática, Herder Barcelona, 1990, p. 670-671.
12
Cf. González-Faus, José Ignacio La humanidad nueva. Ensayo de Cristología, Santander, 1984, pp. 169-178.
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partido del prójimo y si es el caso aprovecharse de él. El sentido de la vida en su nivel más
auténtico es “consumirse” y “ser consumido” por amor a los demás.
Jesús fue libre, pero sobre todo llegó a serlo. Esta es la verdad oculta de su
sufrimiento, pasión incomprensible a la mirada superficial, a la del liberalismo y a la de los
que a menudo administramos su gloria olvidando nuestra propia falibilidad. Jesús no se
acopló mecánica, sino trabajosamente a la voluntad de su Padre. La perfección de su
humanidad estriba en su obediencia dolorosa (Hb 5,7-9). Su compasión de la gente
agobiada por la enfermedad, la miseria y la exclusión, su independencia familiar y social,
su celibato meritorio, participar de nuestro pecado sufriéndolo y no causándolo, su grito en
la cruz al cabo de su fidelidad extrema, revela la condición divina de Jesús y las
características distintivas de Dios.
Hemos argumentado como si fuese necesario probar que Jesús fue hombre. Si esta
óptica es comprensible entre los fieles creyentes absortos en la sublimidad del Señor, ella
suele ser incomprendida por la mentalidad contemporánea que se pregunta más bien cómo
ha podido Jesús ser Dios. En adelante destacamos cómo la perfección de la humanidad de
Jesús no consiste principalmente en haber compartido en todo nuestra naturaleza humana,
sino en haberla puesto en juego hasta la muerte, revelando de este modo cuál es su sentido
e, indirectamente, cómo es el Dios que promueve su realización definitiva. La maduración
de la fe cristológica en el Nuevo Testamento ha ocurrido de acuerdo a este movimiento: de
la fe en la divinización del hombre Jesús se llegó a concluir la humanización del Hijo de
Dios. Al reentroncar con esta experiencia fundamental de la comunidad cristiana primitiva
nos acercamos mejor a nuestros contemporáneos para dar razón no sólo de la divinidad del
hombre Jesús, sino sobre todo del significado último del hecho de ser hombre.
En el lenguaje corriente se dice de alguno ser muy “humano” no porque cuente con
los dones fundamentales de la naturaleza humana, conciencia y libertad, sino por su
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Jesús predicó el Reino a los pobres (Lc 4,14-19; 6,20; 7,18-22). El nacimiento pobre
de Jesús en Belén no es un dato circunstancial de su vida, sino que constituye todo un
símbolo de una humanidad compartida con los preferidos de Dios (Lc 1, 46-56). Jesús se
identificó con los pobres en una miseria que en todo tiempo es un pecado, jamás una etapa
de la humanización. Los “pobres de espíritu” como Jesús alcanzan la perfección evangélica
más que en no cometer errores, más que en no experimentar la duda y el sufrimiento,
conmoviéndose, confundiéndose con los que nada más participan de los despojos de la
creación y actuando en favor de ellos. La perfección evangélica no margina a los que pesan,
a los inútiles, ama incluso al enemigo, consiste en ser “misericordiosos como Dios es
misericordioso” (Lc 6,36; cf. Mt 5,43-48).
Jesús también ofreció el Reino a los despreciados por pecadores, aquellos que no
estaban en condiciones de cumplir con el moralismo farisaico y a los que violaban la Ley
sin más (Lc 5, 29-32; 15, 1-2). Prueba de la gratuidad del Reino es que se ofrece
precisamente a quienes no tienen ni bienes ni obras que intercambiar por él. Pero Jesús va
todavía más lejos. Sin abolir la Ley, trasgrede la Ley cuando su rigidez atenta contra su
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Joaquim Gnilka, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia, Herder, Barcelona, 1993, p. 121, 134.
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sentido originario. Así enseñó Jesús a la mujer adúltera y a sus acusadores que la
compasión es más divina que las estipulaciones penales (Jn 8, 1-11). Aún más, siendo que
la Ley mosaica autorizaba el divorcio unilateral del hombre respecto de la mujer, Jesús
corrige la Ley para acabar con esta injusticia (Mt 19, 1-9). Si la Encarnación ha sido
necesaria para que alguien cumpliera la Ley en su integridad, y de este modo glorificara a
Dios como lo merece, la Ley y cualquiera norma son del todo insuficientes. Peor aún, toda
vez que se invoca la objetividad de la Ley con menoscabo del discernimiento y creatividad
personales, se hace vana la Encarnación y la muerte del hombre libre Jesús, vana la efusión
del Espíritu y el Espíritu en su razón de ser. Pues si la Ley por sí misma hubiese podido
crear relaciones libres y amorosas, si la Ley de Israel no se hubiera desvirtuado dando lugar
a un sistema religioso y social inhumano, la experiencia personal de perdón y filiación de
Dios inaugurada en Jesucristo sería superflua.
Nada ilustra mejor la humanidad de Jesús que los amigos que tuvo y los lugares que
frecuentó. Se rodeó del lumpen de su época y se dejó seguir por él y las multitudes
miserables que le pedían o agradecían un milagro. A sus discípulos los escogió de entre
todo tipo de personas, principalmente gente humilde. Tuvo incluso discípulas (Lc 8, 1-3),
hecho insólito en cualquier sabio de la antigüedad. Se le acusó de “comilón y borracho”
porque tomaba y bebía con la gente mal afamada, y se lo despreció por codearse con
publicanos y dejarse acariciar por prostitutas (Lc 7,33-35 y 36-50). En este ambiente
cultural, comer con otro significaba compartir con él la bendición de Dios. Jesús la
compartió con los pecadores y los pobres: con los “malditos”. Estos encuentros y estas
comilonas habrían de ser fundamento de la Eucaristía, sacramento por excelencia de la
reconciliación de Dios con la humanidad caída.
Pero no es que Jesús se haya sumergido en los bajos fondos de la sociedad para
refocilarse en ellos y proclamar su legitimidad. Sucede que el misterio de la Encarnación se
verifica muy por dentro y no por encima de la historia humana, desde fuera, desde arriba y
autoritariamente, como si fuese posible rescatarla sin contaminarse con ella, pretendiendo
liberarla del dolor sin compartir su dolor y sin sufrir. Jesús “manso y humilde de corazón”
(Mt 11,29), como un pobre, inaugura el Reino liberando de unos y otros males, pero sin
suprimir en sus beneficiarios la inexcusable respuesta personal. Si la bendición del Reino
no se impone a los pobres, mas requiere de ellos la aceptación voluntaria, la maldición de
Jesús a los ricos ha de entenderse no como una condena (Lc 6,24-26), sino como el último
llamado al arrepentimiento que Dios les dirige a lo largo de toda la Sagrada Escritura. Esta
parece ser la principal diferencia entre el mesianismo de Cristo y el mesianismo político
que haría predominar la causa justa de la liberación nacional por el antiguo recurso a la
violencia. Esta es también la diferencia con Caifás que recomendaba eliminar a Jesús por el
bien del orden establecido (Jn 11,50).
La experiencia que los discípulos del Señor hicieron de este mesianismo del amor
crucificado reveló a ellos que la bondad de Dios está muy por encina de los cálculos y las
instituciones, y que se participa de ella con la misma humildad con que Jesús es Pobre
desde la eternidad y Hombre para siempre.
CONCLUSION
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Jon Sobrino, Jesucristo liberador, Ed. Trotta, Madrid, 1991, p. 27.