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Jacques Derrida

ENVÍO
Jacques Derrida

Discurso inaugural del XVIII congreso de la Sociedad francesa


de filosofía sobre el tema «la representación». Trad. de Patricio Peñalver, en
DERRIDA, J., La desconstrucción en las fronteras de la filosofía, Paidós,
Barcelona, 1996.

A principios de siglo, en 1901, el filósofo francés Henri Bergson,


dedicó unas palabras a lo que llamó entonces «nuestra palabra
representación», nuestra palabra francesa representación: «Muestra palabra
representación es una palabra equívoca que, de acuerdo con su etimología, no
debería designar nunca un objeto intelectual que se presente al espíritu por
primera vez. Habría que reservarla...» , etc.
Abandono de momento estas palabras de Bergson. Las dejo
esperando en el umbral de una introducción que propongo titular de la manera
más simple envío, en singular.
La simplicidad y la singularidad de este envío designarán quizá
la última implicación de las cuestiones que quisiera proponer a ustedes para
someterlas también a su discusión.
Imaginen que el francés sea una lengua muerta. También habría
podido decir: represéntense esto, el francés, una lengua muerta. Y que en
algún archivo de piedra o de papel, en alguna cinta de microfilm, pudiéramos
leer una frase. La leo aquí, sería la primera frase del discurso de envío de este
congreso, ésta por ejemplo: «Se diría entonces que estamos en
representación». Repito: «Se diría entonces que estamos en representación».
¿Estamos realmente seguros de entender lo que quiere decir
eso actualmente? No nos apresuremos a creerlo. Quizás habrá que inventarlo
o re-inventarlo: descubrirlo o producirlo.
He empezado deliberadamente dejando aparecer la palabra
«representación» ya engastada en un idioma, engarzada en la singularidad de
una locución («estar en representación»). Su traducción a otro idioma resultaría
problemática, dicho de otra manera, no podría evitar dejar residuos. No
analizaré todas las dimensiones de este problema, me atengo a su
señalización más aparente.
¿Qué sabemos, nosotros mismos, al pronunciar o al escuchar la
frase que acabo de leer? ¿Qué sabemos de este idioma francés?
Al decir «nosotros», de momento, estoy designando la
comunidad que se relaciona consigo misma como sujeto del discurso,
comunidad de aquellos que dominan el francés, que se conocen como tales y
se entienden hablando lo que llamamos nuestra lengua.
Ahora bien, lo que sabemos ya es que si estamos aquí, en
Estrasburgo, en representación, este acontecimiento mantiene una relación
esencial con un doble cuerpo, ya entiendan esa palabra en el sentido del
corpus o en el de la corporación. Pienso por una parte en el cuerpo de la
filosofía que a su vez puede considerarse como un corpus de actos discursivos

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o de textos, pero también como el cuerpo o la corporación de los sujetos, de las


instituciones y de las sociedades filosóficas. Se considera que estamos aquí
representando esas sociedades, de un modo o de otro, bajo tal forma o con tal
grado de legitimidad. Nosotros seríamos sus representantes, más o menos
bien acreditados, sus delegados, sus embajadores, sus emisarios, prefiero
decir sus enviados. Pero por otra parte, esta representación mantiene también
una relación esencial con el cuerpo o el corpus de la lengua francesa. El
contrato que ha dado lugar a este XVIII congreso se estableció en francés entre
sociedades filosóficas llamadas «de lengua francesa», y cuyo estatuto mismo
se refiere a un área lingüística, a una diferencia lingüística que no coincide con
una diferencia nacional.
Está claro que no podremos sustraer a nuestra discusión
aquello que en esta circunstancia, en el acto filosófico o filosófico institucional,
depende de una lengua o de un grupo de lenguas llamadas latinas. Tanto
menos debemos sustraerlo a la discusión porque el tema escogido por esta
institución, la representación, no se puede, y aún menos que otros, desprender
o disociar de su instancia lingüística, o lexical, y sobre todo nominal, otros se
apresurarían a decir de su representación nominal.
De la frase con la que se habría abierto un discurso como ése
(«Se diría entonces que estamos en representación»), y de la que he dicho que
no voy a analizar todos sus recursos idiomáticos, retengamos al menos todavía
esto: a los representantes más o menos representativos, a los enviados que se
considera que somos, los evoca la frase bajo el aspecto y en el tiempo muy
regulado de una especie de espectáculo, de exhibición o de performance
discursiva, si no oratoria, en el curso de intercambios ceremoniosos,
codificados, ritualizados. Estar en representación, para un enviado, es también
en francés mostrarse, representar-de-parte-de, hacerse-visible-para, en una
ocasión a la que se llama a veces manifestación para reconocer en ella, con
esa palabra, algún tipo de solemnidad. El aparecer, entonces, no se produce
sin aparato, en él se hace de repente señalable la presencia o la presentación,
ésta se presta a quedar señalada en la representación. Y lo señalable produce
un acontecimiento, una reunión consagrada, una fiesta o ritual destinada a
renovar el pacto, el contrato o el símbolo. Pues bien, permítanme, al darle las
gracias a nuestros anfitriones, que salude con alguna insistencia el lugar de lo
que, aquí mismo, tiene lugar, el lugar de este tener-lugar. Este acontecimiento
tiene lugar, gracias a la hospitalidad de una de nuestras sociedades, en una
ciudad que, sin estar fuera de Francia, como fue a veces el caso, muy
simbólicamente, no es tampoco sin embargo una ciudad cualquiera de Francia.
Esta ciudad-frontera es un lugar de paso y de traducción, una marca, un sitio
privilegiado para el cruce o la concurrencia entre dos inmensos territorios
lingüísticos, dos de entre los mundos más habitados también por el discurso
filosófico. Y se encuentra uno (al decir «se encuentra uno», dejo en reserva
una ocasión del idioma que vacila entre el azar y la necesidad) con que al tratar
de la representación, no podríamos en cuanto filósofos encerrarnos en la
latinidad. No será ni posible ni legítimo ignorar el enorme alcance histórico de la
traducción latino-germánica, de la relación entre la re-praesentatio y el Stellen
de la Vorstellung, de la Darstellung o del Gestell. Desde hace siglos, desde que
un filósofo, cualquiera que sea su área lingüística, se pregunta por la re-
praesentatio, el Vor o el Dar-stellen, y por cierto desde los dos lados de la
frontera, en las dos orillas del Rin, se encuentra ya desde siempre cogido,

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sorprendido, precedido, prevenido por la co-destinación soldada, la co-


habitación extraña, la contaminación y la co-traducción enigmática de esos dos
léxicos. Lo filosófico -y son sociedades filosóficas las que nos envían aquí
como sus representantes- no se puede encerrar ya en este caso en la clausura
de un solo idioma, sin que sin embargo flote, neutro y desencarnado, lejos del
cuerpo de toda lengua. Dicho sencillamente, lo filosófico se encuentra de
antemano atrapado en un cuerpo múltiple, en una dualidad o en un duelo
lingüístico, en la zona de un bilingüismo que aquello no puede ya borrar sin
borrarse a sí mismo. Y uno de los numerosos pliegues suplementarios de este
enigma sigue la línea de esta traducción, y de esta tarea del traductor. No es
sólo que estemos en representación como representantes, delegados o
lugartenientes enviados a una asamblea decidida a tratar de la representación.
El problema de la traducibilidad, que no podremos evitar, será también un
problema de la representación. ¿Pertenece la traducción al orden de la
representación? ¿Consiste aquélla en representar un sentido, el mismo
contenido semántico, por medio de otra palabra de otra lengua? ¿Se trata en
ese caso de una sustitución de estructura representativa? Y como ejemplo
privilegiado, suplementario y abismal, ¿desempeñan Vorstellung, Darstellung,
el papel de representaciones alemanas de la representación francesa (o más
generalmente latina) o viceversa, es «representación» el representante
pertinente de Vorstellung o de Darstellung? ¿O bien escapa la relación llamada
de traducción o de sustitución a la órbita de la representación, y entonces cómo
hay que interpretar ésta? Volveré a esta cuestión, pero me contento con
situarla aquí. Más de una vez, para entregar el envío, cumpliendo muy mal con
la tarea que me han concedido el honor de asignarme, tendré que proceder así,
y limitarme a reconocer, sin hacer más, ciertos topoi que actualmente me
parece que no deberíamos evitar.
Supongan que el francés sea una lengua muerta. Creemos que
sabemos distinguir una lengua muerta y que disponemos a este respecto de
criterios lo suficientemente rigurosos. Confiando en esa muy ingenua
presunción, represéntense una escena de desciframiento en este caso: unos
filósofos, atareados en torno a un corpus escrito, una biblioteca o un archivo
mudo, tendrían no sólo que reconstruir una lengua francesa, re-inventada, sino
que tendrían al mismo tiempo que fijar el sentido de ciertas palabras,
establecer un diccionario, o al menos fichas de diccionario. Por ejemplo para la
palabra representación, cuya unidad nominal habría quedado identificada en
algún momento. Sin otro contexto que el de los documentos escritos, en
ausencia de los sujetos llamados vivos e interviniendo en ese contexto, el
lexicólogo tendría que elaborar un diccionario de palabras; se distinguen los
diccionarios de palabras y los diccionarios de cosas, un poco como Freud
había distinguido las representaciones de palabras (Wortvorstellungen) y las
representaciones de cosas (Sach- o Dingvorstellungen). Confiando en la
unidad de la palabra y en la doble articulación del lenguaje, un léxico así
tendría que clasificar los diferentes ítems de la palabra «representación» en
razón de su sentido y de su funcionamiento en un cierto estado de la lengua,
habida cuenta de una cierta riqueza o diversidad de los corpus, de los códigos,
de los contextos. Se tiene que presuponer entonces una unidad profunda de
estos diferentes sentidos, y que una ley llega a regular esa multiplicidad. Un
núcleo semántico mínimo y común justificaría cada vez la elección de la
«misma» palabra «representación» y quedaría justamente «representado» por

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esa palabra en los contextos más diferentes. En el orden político, se puede


hablar de representación parlamentaria, diplomática, sindical. En el orden
estético, se puede hablar de representación en el sentido de la sustitución
mimética, especialmente en las artes llamadas plásticas, y, de manera más
problemática, de representación, teatral en un sentido que no es forzosamente
ni únicamente reproductivo o repetitivo sino para nombrar la representación
(Darstellung) de una noche, la sesión, una exhibición, una performance. Acabo
de evocar dos códigos, el político y el estético, dejando provisionalmente en
suspenso las demás categorías (metafísica, historia, religión, epistemología)
inscritas en el programa de nuestro congreso. Pero hay también toda clase de
sub-contextos y de sub-códigos, toda clase de usos de la palabra
«representación» que parece entonces significar imagen, eventualmente no-
representativa, no-reproductiva, no-repetitiva, simplemente presentada y
puesta ante los ojos, la mirada sensible o la mirada del espíritu, según la figura
tradicional que se puede también interpretar y sobredeterminar como una
representación de la representación. Más ampliamente, se puede también
buscar lo que hay de común entre las ocurrencias nominales de la palabra
«representación» y tantas locuciones idiomáticas en las que el verbo
«representar» o «representarse» no tiene el aire de modular simplemente, al
modo del «verbo», un núcleo semántico que se podría identificar con el modo
nominal de la representación. Si el nombre «representación», los adjetivos
«representante», «representativo», los verbos «representar» o «representarse»
no son sólo las modulaciones gramaticales de un único y mismo sentido, si
núcleos de sentido diferentes están presentes, actuando o producidos, en esos
modos gramaticales del idioma, entonces realmente se le puede desear suerte
al lexicólogo, al semántico o al filósofo, que intentase clasificar esas variedades
de «representación» y de «representar», y dar razón de las variables o de las
separaciones en relación con la identidad de un sentido invariante.
La hipótesis de la lengua muerta me sirve solamente de
revelador. Aquélla exhibe una situación en la que un contexto no llega nunca a
ser saturable para la determinación o la identificación de un sentido. Ahora
bien, a este respecto la llamada lengua viva está estructuralmente en la misma
situación. Si hay dos condiciones para fijar el sentido de una palabra o para
dominar la polisemia de un vocablo, a saber, la existencia de un invariante bajo
la diversidad de las transformaciones semánticas por una parte, y la posibilidad
de determinar un contexto de forma saturante por otra parte, esas dos
condiciones me parecen en todo caso tan problemáticas para una lengua viva
como para una lengua muerta.
Y ésa es un poco, aquí mismo, nuestra situación, la de los que
estamos en representación. Se pretenda o no un uso filosófico de la lengua
llamada natural, la palabra «representación» no tiene el mismo campo
semántico y el mismo funcionamiento que una palabra aparentemente idéntica
(representation en inglés, Repräsentation en alemán) o que las diferentes
palabras a las que se considera equivalentes en las traducciones corrientes (y
una vez más, volveré a ello, Vorstellung no es aquí un ejemplo entre otros). Si
queremos entendernos, si queremos saber de qué hablamos en torno a un
tema verdaderamente común, tenemos ante nosotros dos tipos de grandes
problemáticas. Por una parte podemos preguntarnos qué significó en nuestra
lengua común el discurso que se apoya en la representación. Y entonces
tendremos que hacer un trabajo que no es fundamentalmente diferente del

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propio del lexicólogo semántico que proyecta un diccionario de palabras. Pero


por otra parte podemos pensar, presuponiendo un saber implícito y práctico en
ese punto, y apoyándonos en un contrato o en un consensus vivo, que a fin de
cuentas todos los sujetos competentes de nuestra lengua entienden bien esa
palabra, que las variaciones son solamente contextuales y que ninguna
oscuridad esencial llega a ofuscar el discurso sobre la representación;
intentaríamos hacer, como suele decirse, el balance acerca de la
representación actualmente, acerca de la cosa o las cosas llamadas
«representaciones» más que acerca de las palabras mismas. Tendríamos
como objetivo una especie de diccionario filosófico razonado de las cosas más
que de las palabras. Presupondríamos que no puede haber ningún
malentendido en cuanto al contenido y al destino del mensaje denominado o
del envío denominado «representación». En una situación «natural» (como se
dice también lengua natural) siempre se podría corregir la indeterminación o el
malentendido, quiero decir los malos efectos de la filosofía. Estos residirían en
ese gesto tan corriente y aparentemente tan profundamente filosófico: pensar
lo que quiere decir un concepto en sí mismo, pensar lo que es la
representación, la esencia de la representación en general. En primer término
este gesto lleva la palabra a su mayor oscuridad, de forma muy artificial,
haciendo abstracción de todo contexto y de todo valor de uso, como si una
palabra se regulase sobre un concepto al margen de todo funcionamiento
conceptualizado y en el límite al margen de toda frase. Reconocerán ustedes
ahí un tipo de objeción (llamémosle aproximadamente «wittgensteiniano», y si
quisiéramos desarrollarlo en el curso del coloquio, no olvidemos que, en
Wittgenstein, en un momento dado de su trayectoria, ha ido acompañado de
una teoría de la representación en el lenguaje, una teoría del cuadro que debe
interesarnos aquí en lo que pueda tener de «problemática»). En esta situación,
un coloquio de filósofos intenta siempre detener el vértigo filosófico que les
afecta muy cerca de su lengua, e intenta hacerlo mediante un movimiento del
que decía hace un momento que era filosófico (filosofía contra filosofía) pero
que es realmente pre-filosófico, puesto que se actúa entonces como si se
supiese lo que quiere decir «representación» y como si sólo hubiese que
ajustar ese saber a una situación histórica presente, distribuir los artículos, los ,
tipos o los problemas de la representación en regiones diferentes pero
pertenecientes al mismo espacio. Gesto a la vez muy filosófico y pre-filosófico.
Se comprende la legítima preocupación de los organizadores de este congreso,
más precisamente del Consejo científico que, para evitar, cito, «una dispersión
demasiado grande», propone secciones para la distribución del tema (estética,
política, metafísica, historia, religión, epistemología). «Evitar una dispersión
demasiado grande» es aceptar una cierta polisemia con tal de que no sea
excesiva y de que se preste a una regla, que se deje medir y dominar en esa
lista de seis categorías o en esta enciclopedia como círculo de seis círculos o
de seis jurisdicciones. Nada más legítimo, en teoría y prácticamente, que esa
preocupación del Consejo científico. Sin embargo, esa lista de seis categorías
resulta problemática, todo el mundo lo sabe. No se las puede colocar en el
mismo plano, como si una no implicase o no recubriese nunca a otra, como si
dentro de cada una de las categorías todo fuese homogéneo o como si esa
lista fuese a priori exhaustiva. Y se representarán ustedes a Sócrates llegando
en la madrugada de este simposio, ebrio, retrasado, y planteando su pregunta:
«Me dice usted que hay la representación estética, y la política, y la metafísica

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y la histórica y la religiosa y la epistemológica, como si cada una fuese una


entre otras, pero en fin, aparte de que quizás haya olvidado alguna, de que
haya enumerado demasiado o demasiado pocas, no ha respondido a la
cuestión: ¿qué es la representación en sí misma en general? ¿Qué es lo que
hace que a todas esas representaciones se les llame con el mismo nombre?
¿Cuál es el eidos de la representación, el ser-representación de la
representación?». Por lo que se refiere a ese esquema bien conocido de la
cuestión socrática, lo que limita la posibilidad de esta ficción, es que por
razones esenciales, cuestiones de lengua que no se pueden asignar a una
simple región limitada, Sócrates no habría podido plantear ese tipo de cuestión
acerca de la palabra «representación», y creo que tenemos que partir de esta
hipótesis de que la palabra «representación» no traduce ninguna palabra
griega de forma transparente, sin residuo, sin reinterpretación y reinscripción
histórica profunda. Esto no es un problema de traducción, es el problema de la
traducción y del pliegue suplementario que señalaba yo hace un momento.
Antes de saber cómo y qué traducir por «representación», debemos
preguntarnos por el concepto de traducción y de lenguaje, concepto dominado
frecuentemente por el concepto de representación, ya se trate de traducción
interlingüística, intralingüística, (dentro de una única lengua) o incluso,
recurriendo aquí por comodidad a la tripartición de Jacobson, de traducción
intersemiótica (entre lenguajes discursivos y lenguajes no-discursivos), en el
arte por ejemplo. En cada caso nos volvemos a encontrar el presupuesto o el
deseo de una identidad de sentido invariable, presente ya tras los usos y que
regule todas las variaciones, todas las correspondencias, todas las relaciones
interexpresivas (utilizo deliberadamente este lenguaje leibniziano, ya que lo que
llama Leibniz la «naturaleza representativa» de la mónada constituye esa
relación constante y regulada de interexpresividad). Esa relación representativa
organizaría no sólo la traducción de una lengua natural o filosófica a otra, sino
también la traducibilidad de todas las regiones, por ejemplo también de todos
los contenidos distribuidos en las secciones previstas por el Consejo científico.
Y la unidad de este tablero de las secciones estaría asegurada por la estructura
representativa del tablero.
Esta hipótesis o este deseo serían justamente los de la
representación, los de un lenguaje representativo cuyo destino sería
representar algo (representar en todos los sentidos de la delegación de
presencia, de la reiteración que hace presente una vez más sustituyendo con
una presentación otra in absentia, etc.). Un lenguaje así representaría algo, una
sentido, un objeto, un referente, o incluso ya otra representación en cualquier
sentido que sea, los cuales serían anteriores y exteriores a ese lenguaje. Bajo
la diversidad de las palabras de lenguas diversas, bajo la diversidad de los
usos de la misma palabra, bajo la diversidad de los contextos o de los sistemas
sintácticos, el mismo sentido o el mismo referente, el mismo contenido
representativo conservarían su identidad inencentable. El lenguaje, todo
lenguaje sería representativo, sistema de representantes, pero el contenido
representado, lo representado de esta representación (sentido, cosa, etc.) sería
una presencia y no una representación. Lo representado (el contenido
representado) no tendría, a su vez, la estructura de la representación, la
estructura representativa del representante. El lenguaje sería un sistema de
representantes o también de significantes, de lugartenientes que sustituyen
aquello que dicen, significan o representan, y la diversidad equívoca de los

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representantes no afectaría a la unidad, la identidad, o incluso la simplicidad


última de lo representado. Ahora bien, es sólo a partir de esas premisas -a
saber, un lenguaje como sistema de representación- como se habría montado
la problemática que nos preocupa. Pero determinar el lenguaje como
representación, no es el efecto de un prejuicio accidental, una falta teórica o
una manera de pensar, un límite o un cierre entre otros, justamente una forma
de representación que ha sobrevenido un día y de la que podríamos
deshacernos mediante una decisión llegado el momento. Se piensa mucho,
actualmente, contra la representación. De forma más o menos articulada o
rigurosa, se cede fácilmente a una evaluación: la representación es mala. Y
eso sin que ni el lugar ni la necesidad de esa evaluación sean en última
instancia determinables. Debemos preguntarnos cuál es ese lugar y sobre todo
cuáles pueden ser los riesgos de todo orden (políticos en particular) para una
evaluación tan repartida, repartida en el mundo pero también entre los campos
más diversos, desde la estética a la metafísica (por volver a tomar las
distinciones de nuestro programa), pasando por la política, donde el ideal
parlamentario, con el que se vincula tan frecuentemente la estructura de la
representación, no es ya muy movilizador, en el mejor de los casos. Y sin
embargo, cualesquiera que sean la fuerza y la oscuridad de esta corriente
dominante, la autoridad de la representación nos fuerza, se impone a nuestro
pensamiento a través de toda una historia densa, enigmática, fuertemente
estratificada. Esa autoridad nos programa, nos precede y nos previene
demasiado como para que podamos hacer de ella un objeto, una
representación, un objeto de representación frente a nosotros, ante nosotros
como un tema. Incluso es bastante difícil plantear una cuestión sistemática e
histórica a este respecto (una cuestión del tipo: «¿Cuál es el sistema y la
historia de la representación?») desde el momento en que nuestros conceptos
de sistema y de historia estarían precisamente marcados en su esencia por la
estructura y el cierre de la representación.
Cuando se propone actualmente pensar qué pasa con la
representación, al mismo tiempo la extensión de su reino y su puesta en
cuestión, no se puede eludir, al margen de cómo se tenga en cuenta
finalmente, ese motivo central de la meditación heideggeriana que intenta
determinar una época de la representación en el destino del ser, época
posthelénica en la que la relación con el ser habría sido fijada como
repraesentatio y Vorstellung, en la equivalencia de una y otra. Entre los
numerosos textos de Heidegger que tendríamos que releer aquí, tendré que
limitarme a algún pasaje de Die Zeit des Weltbildes en los Holzwege («La
época de la imagen del mundo», en Sendas perdidas). Ahí se pregunta
Heidegger por qué es lo que mejor se expresa, qué significado (Bedeutung)
alcanza expresión (Ausdruck) mejor que nada en la palabra repraesentatio así
como en la palabra Vorstellen (pág. 84; trad. cast. pág. 81). Este texto data de
1938, y quisiera en primer término atraer vuestra atención hacia un rasgo
particularmente actual de esta meditación. Concierne a la publicidad y a la
publicación, a los medios de comunicación, a la tecnificación acelerada de la
producción intelectual o filosófica (esto es, a su carácter justamente
productivo), en dos palabras, a todo aquello que se podría colocar actualmente
bajo el título de sociedad de la productividad, de la representación y del
espectáculo, con todas las responsabilidades que eso reclama. Heidegger
esboza en ese mismo lugar un análisis de la institución de investigación, de la

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universidad y de la publicación en relación con la instalación dominante del


pensamiento representativo, de una determinación del aparecer o de la
presencia como imagen-ante-sí o de una determinación de la imagen misma
como objeto instalado ante (vorgestell) un sujeto. Reduzco y simplifico
excesivamente un cambio de pensamiento que se interesa en el asunto de la
determinación del ente cono objeto y del mundo como campo de objetividad
para una subjetividad, siendo impensable la institucionalización del saber sin
ese poner en representación objetiva. De paso, Heidegger evoca por otra parte
la vida del intelectual convertido en «investigador» y que tiene que participar en
congresos programados, del investigador vinculado a los «encargos de los
editores, siendo estos últimos en adelante los que deciden qué libros deben
escribirse o no». Heidegger añade ahí una nota que quiero leer en razón de su
fecha y puesto que forma parte con pleno derecho de nuestra reflexión sobre la
época de la representación:
La creciente importancia de los editores tiene por fundamento
no sólo la circunstancia de que ellos (quizás a través de los libreros) conozcan
mejor que los autores el aspecto comercial. Más bien su propio trabajo tiene la
forma de un proceder planificado que se organiza con vistas a cómo, mediante
la edición solicitada y acordada de libros y obras, debe llevarse el mundo a la
imagen de la publicidad (ins Bild der Offentlichkeit) y mantenérselo fijo en ella.
El predominio de obras de recopilación, series de libros, entregas periódicas de
libros y ediciones de bolsillo, es ya consecuencia de esa labor editorial que a su
vez conviene a las intenciones del investigador, pues éste no sólo es conocido
y apreciado más fácil y rápidamente en una serie o colección, sino que además
puede influir en seguida en la orientación deseada en un frente más amplio
(págs. 90-91; trad. cast., pág. 87).
He aquí ahora la articulación más sensible, que destaco de un
largo y difícil trayecto que no puedo reconstituir aquí. Si se sigue a Heidegger,
el mundo griego no tenía relación con el ente como con una imagen concebida
o con una representación (aquí Bild). Allí el ente es presencia; y eso, en el
origen, no por el hecho de que el hombre mirase al ente y tuviese de éste lo
que se llama una representación (Vorstellung) como modo de percepción de un
sujeto. Igualmente, otra época (y es acerca de esa secuencia de las épocas o
de las edades, Zeitalter, ordenadas de forma no teleológica, ciertamente, pero
ordenadas bajo la unidad de un destino del ser como envío, Geschick, sobre lo
que quisiera plantear más adelante una cuestión), la Edad Media se relaciona
esencialmente con el ente como con un ens creatum. «Ser-un-ente» significa
pertenecer al orden de lo creado. Esto corresponde así a Dios según la
analogía del ente (analogia entis) pero nunca, dice Heidegger, consiste el ser
del ente en un objeto (Gegenstand) traído ante el hombre, fijado, detenido,
disponible para el sujeto-hombre que tendría la representación de aquél. Eso
será la marca propia de la modernidad. «Que el ente llegue a ser ente en la
representación (literalmente en el ser-representando, in der Vorgestellthei), es
eso lo que hace que la época (Zeitalter) a la que le ocurre esto sea una época
nueva en relación con la precedente.» Es, pues, sólo en la modernidad
(cartesiana y poscartesiana) cuando el ente se determina como ob-jeto ante y
para un sujeto en la forma de la repraesentatio o del Vorstellen. Heidegger
analiza, pues, la Vorgestelltheit des Seienden. ¿Qué quiere decir Stellen y qué
quiere decir Vorstellen? Traduzco, o más bien, y por razones esenciales, tengo
que acoplar las lenguas: «Es algo completamente distinto lo que, a diferencia

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de la concepción griega, significa (meint) el representar moderno (das


neuzeitliche Vorstellen), cuya significación (Bedeutung) llega a su mejor
expresión (Ausdruck) en la palabra repraesentatio. Vorstellen bedeutet hier,
representar significa aquí: das Vorhandene als ein Entgegenstehendes vor sich
bringen, auf sich, den Vorstellenden zu, beziehen und in diesen Bezug zu sich
als den massgebenden Bereich zurückzwingen, hacer venir ante sí lo existente
(que es ya ante sí: Vorhandene) en cuanto algo que hace frente, relacionarlo
consigo, con el que lo representa, y reflejarlo en esa relación consigo en cuanto
región que establece la medida» (pág. 84). Es el sí mismo, aquí el sujeto-
hombre, el que en esta relación es la región, el dominio y la medida de los
objetos como representaciones, sus propias representaciones.
Así, pues, Heidegger se sirve de la palabra latina repraesentatio
y se instala inmediatamente en la equivalencia entre repraesentatio y
Vorstellung. Eso no es ilegítimo, todo lo contrario, pero requiere alguna
explicitación. En cuanto que «representación», en el código filosófico o en el
lenguaje corriente, Vorstellung parece no implicar inmediatamente el valor que
se aloja en el re- de la repraesentatio. Vorstellen parece querer decir
solamente, como subraya Heidegger, poner, disponer ante sí, una especie de
tema sobre el tema. Pero ese sentido o ese valor del ser-ante está ya actuando
en «presente». La praesentatio significa el hecho de presentar, y la
repraesentatio el hecho de volver presente, de hacer-venir como poder-de-
hacer-volver-a-venir, y ese poder-de-hacer-volver-a-venir-a-la-presencia de
forma repetitiva, conservando la disposición de esa indicación, está marcado a
la vez en el re-de la representación y en esa posicionalidad, ese poder-poner,
disponer, colocar, situar, que se lee en el Stellen y que de golpe remite
realmente a sí, es decir, al poder de un sujeto que puede hacer que de nuevo
venga a la presencia y que puede volver presente, volver para sí presente, o
simplemente volverse presente. El volver-presente se lo puede entender en dos
sentidos al menos. Esta duplicidad trabaja la palabra representación. Por una
parte, volver presente sería hacer venir a la presencia, en presencia, hacer o
dejar venir presentando. Por otra parte, pero este segundo sentido habita el
primero en la medida en que hacer o dejar venir implica la posibilidad de hacer
o dejar venir de nuevo, volver presente, como todo «volver» («rendre»), como
toda restitución, sería repetir, poder repetir. De ahí la idea de repetición y de
retorno que habita el valor mismo de representación. Diré, en una palabra de la
que no se hace uso nunca de forma temática en este contexto, que es el
«volver» lo que se divide, significando tan pronto, en «volver presente»,
simplemente presentar, dejar o hacer venir a la presencia, en la presentación,
tan pronto hacer o dejar venir de nuevo, restituir en un segundo momento a la
presencia, eventualmente en efigie, espectro, signo o símbolo, lo que no estaba
o ya no estaba ahí, pudiendo tener por otra parte ese no o ya-no una gran
diversidad de modalidades. Ahora bien, ¿de dónde viene, en el lenguaje
filosófico más o menos científico, esa determinación semántica de la
repraesentatio como de algo que tiene su lugar en el espíritu y para el espíritu,
en el sujeto y frente a él, en él y para él, objeto para un sujeto? Dicho de otro
modo, ¿de qué forma sería contemporáneo de la época cartesiana y
cartesiano-hegeliana del subjectum ese valor de repraesentatio, tal como lo
afirma Heidegger? En la re-presentación, el presente, la presentación de lo que
se presenta vuelve a venir, retorna como doble, efigie, imagen, copia, idea, en
cuanto cuadro de la cosa disponible en adelante, en ausencia de la cosa,

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disponible, dispuesta y predispuesta para, por y en el sujeto. Para, por y en: el


sistema de estas preposiciones marca el lugar de la representación o de la
Vorstellung. El re- marca la repetición en, para y por el sujeto, a parti subjecti,
de una presencia que, de otro modo, se presentaría al sujeto sin depender de
él o sin tener en él su lugar propio. Sin duda el presente que así vuelve a venir
tenía ya la forma de lo que es ante y para el sujeto, pero no estaba a su
disposición en esta preposición misma. De ahí la posibilidad de traducir
repraesentatio por Vorstellung, palabra que, en su liberalidad, y aquí por
metáfora, cabría decir un poco rápidamente (pero dejo en suspenso ese
problema), señala el gesto que consiste en poner, en hacer mantenerse de pie
ante sí, en instalar ante sí, en guardar a su disposición, en localizar en la
disponibilidad de la preposición. Y la idealidad de la idea como copia en el
espíritu es precisamente lo que hay de más disponible, de más repetible,
aparentemente de más dócil a la espontaneidad reproductora del espíritu. El
valor «pre», «estar ante», estaba ya ciertamente presente en «presente». Se
trata sólo del poner a la disposición del sujeto humano que da lugar a la
representación, y ese poner a la disposición es justamente lo que constituye al
sujeto en sujeto. El sujeto es aquello que puede o cree poder darse
representaciones, disponerlas y disponer de ellas. Cuando digo «darse
representaciones», podría decir también, cambiando apenas de contexto, darse
representantes (por ejemplo políticos) o incluso, volveré sobre ello, darse a sí
mismo en representación o como representante. Esta iniciativa posicional -que
estará siempre en relación con un cierto concepto muy determinado de la
libertad- la vemos marcada en el Stellen de Vorstellen. Y tengo que
contentarme con situar aquí, en este lugar preciso, la necesidad de toda la
meditación heideggeriana sobre el Gestell y la esencia moderna de la técnica.
Si volver presente se entiende como la repetición que restituye
gracias a un sustituto, nos reencontramos con el continuum o la coherencia
semántica entre la representación como idea en el espíritu que enfoca la cosa
(por ejemplo, como «realidad objetiva» de la idea), como cuadro en lugar de la
cosa misma, en el sentido cartesiano o en el sentido de los empiristas, y por
otra parte la representación estética (teatral, poética, literaria o plástica) o en fin
la representación política.
El hecho de que haya representación o Vorstellung no es, según
Heidegger, un fenómeno reciente y característico de la época moderna de la
ciencia, de la técnica y de la subjetividad de tipo cartesiano-hegeliano. Lo que
sí sería característico de esta época en cambio es la autoridad, la dominación
general de la representación. Es la interpretación de la esencia del ente como
objeto de representación. Todo lo que deviene presente, todo lo que es, es
decir, todo lo que es presente, se presenta, todo lo que sucede es aprehendido
en la forma de la representación. La experiencia del ente deviene
esencialmente representación. Representación deviene la categoría más
general para determinar la aprehensión de cualquier cosa que concierna o
interese en una relación cualquiera. Todo el discurso poscartesiano e incluso
posthegeliano, si no justamente el conjunto del discurso moderno, recurre a
esa categoría para designar las modificaciones del sujeto en su relación con un
objeto. La gran cuestión, la cuestión matricial, es entonces para esta época la
del valor de la representación, la de su verdad o adecuación a lo que
representa. E incluso la crítica de la representación o al menos su delimitación
y su desbordamiento más sistemático -en Hegel al menos- no parece poner en

10
Jacques Derrida

cuestión la determinación misma de la experiencia como subjetiva, es decir,


representacional. Creo que esto se podría ver en Hegel, el cual sin embargo
recuerda regularmente los límites de la representación en cuanto que ésta es
unilateral, procede sólo del lado del sujeto («esto no es todavía más que una
representación», dice siempre en el momento de proponer una nueva
Aufhebung). Volveré a esto en unos instantes. Mutatis mutandis, Heidegger
diría lo mismo de Nietzsche, el cual sin embargo se ha encarnizado contra la
representación. ¿Hubiera dicho otro tanto, si lo hubiese leído, de Freud, en el
que los conceptos de representación, de Vorstellung, Repräsentanz e incluso
Vorstellungsrepräsentanz desempeñan señaladamente un papel tan
organizador en la oscura problemática de la pulsión y de la represión, y en el
que, a través de vías más apartadas; el trabajo del duelo (introyección,
incorporación, interiorización, idealización, otros tantos modos de Vorstellung y
de Erinnerung), las nociones de fantasma y de fetiche conservan una estrecha
relación con una lógica de la representación o del representar? Dejo en
suspenso esta cuestión todavía por un momento.
Claro está, este reino de la representación, Heidegger no lo
interpreta como un accidente, aún menos como una desgracia ante la que
hubiese que replegarse frioleramente. El final de Die Zeit des Weltbildes es
muy nítido a este respecto, desde el momento en que Heidegger evoca un
mundo moderno que empieza a sustraerse al espacio de la representación y de
lo calculable. Se podría decir en otro lenguaje que una crítica o una
desconstrucción de la representación resultaría débil, vana y sin pertinencia si
llevase a algún tipo de rehabilitación de la inmediatez, de la simplicidad
originaria, de la presencia sin repetición ni delegación, si indujese a una crítica
de la objetividad calculable, de la ciencia, de la técnica o de la representación
política. Ese prejuicio antirrepresentativo puede impulsar las peores
regresiones. Volviendo al propio discurso heideggeriano, precisaré algo que
debe preparar de lejos una cuestión orientada retrospectivamente al cambio o
la trayectoria de Heidegger. Como no es un paso en falso accidental, ese reino
de la representación debe haber sido destinado, predestinado, geschickte, es
decir, literalmente enviado, dispensado, asignado por un destino como
conjunción de una historia (Geschick, Geschichte). El advenimiento de la
representación debe haber sido preparado, prescrito, anunciado de lejos,
emitido, yo diría telefirmado en un mundo, el mundo griego, en el que sin
embargo no reinaba la representación, la Vorstellung o la Vorgestelltheit des
Seienden. ¿Cómo es posible eso? La representación es ciertamente una
imagen o una idea como imagen en y para el sujeto, una afección del sujeto
bajo la forma de una relación con el objeto que está en aquél en tanto que
copia, cuadro o escena, una idea, si quieren ustedes, en un sentido más
cartesiano que spinosista, y dicho sea de paso, es sin duda eso por lo que
Heidegger se refiere siempre a Descartes sin nombrar a Spinoza -o a otros,
quizá- para designar esta época. La representación no es sólo esa imagen,
pero en la medida en que lo es, eso supone que previamente el mundo se haya
constituido en mundo visible, es decir, en imagen no en el sentido de la
representación reproductiva, sino en el sentido de la manifestación de la forma
visible, del espectáculo formado, informado, como Bild.
Ahora bien, si para los griegos, según Heidegger, el mundo no
es esencialmente Bild, imagen disponible, forma espectacular que se ofrece a
la mirada o a la percepción de un sujeto; si el mundo era en primer lugar

11
Jacques Derrida

presencia (Anwesen) que tiene cogido al hombre o está prendado de éste, más
que presencia que esté a la vista, intuida (angeschaut) por él; si es más bien el
hombre el que está investido y concernido por el ente, sin embargo ha sido
realmente necesario que en los griegos se anunciase el mundo como Bild, y
después como representación, y en eso consistió nada menos que el
platonismo. La determinación del ser del ente como eidos no es todavía su
determinación como Bild, pera el eidos (aspecto, vista, figura visible) sería la
condición lejana, el presupuesto, la mediación secreta para que un día el
mundo llegue a ser representación. Todo ocurre como si el mundo del
platonismo (y, al decir el mundo del platonismo estoy excluyendo tanto que algo
así como la filosofía platónica haya producido un mundo como que, a la
inversa, aquélla haya sido la simple presentación como reflejo o como síntoma
de un mundo que la sostiene) hubiese preparado, dispensado, destinado,
enviado, puesto en vía o en camino el mundo de la representación: hasta
nosotros, pasando por el relevo de las posiciones o de las postas de tipo
cartesiano, hegeliano, schopenhaueriano, nietzscheano incluso, etc., es decir,
el conjunto de la historia de la metafísica en su presunta unidad como unidad
indivisible de un envío.
En todo caso, y sin ninguna duda para Heidegger, el hombre
griego antes de Platón no habitaba un mundo dominado por la representación;
y es con el mundo del platonismo como se anuncia y se envía la determinación
del mundo como Bild que, a su vez, prescribirá, enviará el predominio de la
representación. «Frente a eso (Dagegen), el que para Platón el ser-ente del
ente (die Seiendhiet des Seienden) se determine como eidos (aspecto, vista,
Aussehen, Anblick) es el presupuesto, dispensado (enviado) con una gran
anticipación (die weit woraus geschickte Voraussetzung), y que desde hace
tiempo reina, domina mediatamente, de forma oculta (lang im Verborgenen
mittelbar waltende), para que el mundo haya podido llegar a ser imagen (Bild)»
(pág. 84).
Así, el mundo del platonismo habría hecho el envío para el reino
de la representación, habría destinado a éste, lo habría destinado sin estar
sometido a su vez a él. Habría sido, en el límite de este envío, como el origen
de la filosofía. Ya y todavía no. Pero ese ya-todavía-no debería ser el ya-
todavía-no dialéctico que organiza toda la teleología de la historia hegeliana y
en particular el momento de la representación (Vorstellung) que es ya lo que no
es todavía, su propio desbordamiento. El Geschick, el Schicken y la Geschichte
de los que habla Heidegger no son envíos del tipo representativo. La
historialidad que constituyen no es un proceso representativo o representable,
y para pensar esto es necesaria una historia del ser, del envío del ser que no
esté ya regulada o centrada en la representación.
Así pues, queda aquí por pensar una historia que no sea ya de
tipo hegeliano o dialéctico en general. Pues la crítica hegeliana o neohegeliana
de la representación (Vorstellung) parece que ha sido siempre un relevo
(Aufhebung) de la representación que mantiene a ésta en el centro del devenir,
como la forma misma, la estructura formal más general del relevo de un
momento a otro, y esto además en la forma presente del-ya-todavía-no.
Así, aunque se podrían multiplicar los ejemplos entre la religión
estética y la religión revelada, entre la religión Así, aunque se podrían
multiplicar los ejemplos, entre la Vorstellung lo que marca el límite que hay que
relevar. El sintagma típico es entonces el siguiente: esto no es todavía más que

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Jacques Derrida

una representación, es ya la etapa siguiente, pero está todavía en la forma de


la Vorstellung, no es más que la unilateralidad subjetiva de una representación.
Pero la forma «representativa» de esta subjetividad está solamente relevada, el
caso es que sigue dándole su forma a la relación con el ser después de su
desaparición. Es en este sentido y de acuerdo con esa interpretación del
hegelianismo -al mismo tiempo fuerte y clásica- por lo que éste pertenecería a
la época de la subjetividad y de la representacionalidad (Vorgestelltheit) del
mundo cartesiano.
Lo que quiero retener de los dos últimos puntos que acabo de
evocar demasiado superficialmente es que, para empezar a pensar las
múltiples implicaciones de la palabra «representación» y la historia, si es que la
hay y si es que ésta es unitaria, de la Vorgestelltheit, la condición mínima sería
la de suprimir dos presupuestos, el de un lenguaje de estructura representativa
o representacional y el de una historia como proceso escandido según la forma
o el ritmo de la Vorstellung. No se debe ya pretender representarse la esencia
de la representación, la Vorgestelltheit no es sólo una Vorstellung. Y no se
presta a ésta. Es en cualquier caso por medio de un gesto de este tipo como
Heidegger interrumpe o descalifica, en diferentes dominios, la reiteración
especular o el remitir al infinito.
Este paso de Heidegger no conduce sólo a pensar la
representación como lo que ha llegado a ser el modelo de todo pensamiento
del sujeto, de toda idea, de toda afección, de todo lo que le sucede al sujeto y
lo modifica en su relación con el objeto. El sujeto no está ya sólo definido en su
esencia como el lugar y el emplazamiento de sus representaciones. El mismo,
como sujeto y en su estructura de subjectum, queda aprehendido como un
representante. El hombre, determinado en primer término y sobre todo como
sujeto, como ente-sujeto, se encuentra a su vez interpretado de parte a parte
según la estructura de la representación. Y a este respecto, aquél no es sólo
sujeto representado por ejemplo en el sentido en que, todavía en la actualidad,
y de un modo u otro, se puede decir del sujeto que está representado, por
ejemplo por medio de un significante para otro significante: «El sujeto -dice
Lacan- es aquello que el significante representa (...) para otro significante».
«Posiciones del inconsciente», Ecrits, pág. 835.) Toda la lógica lacaniana del
significante trabaja también con esta estructuración del sujeto por medio de, y
como, la representación: sujeto «enteramente calculable», dice Lacan, desde el
momento en que «se reduce a la fórmula de una matriz de combinaciones
significantes» («La ciencia y la verdad», Ecrits, pág. 860). Lo que de tal manera
asigna el reino de la representación al reino de lo calculable es, justamente, el
tema de Heidegger, quien insiste en el hecho de que sólo la calculabilidad
(Berechenbarkeit) garantiza la servidumbre anticipada de lo que hay que
representar (des Vorzustellenden); y es hacia lo incalculable adonde pueden
ser desbordados los límites de la representación. Estructurado por la
representación, el sujeto representado es también sujeto representante. Un
representante del ente y en consecuencia también un objeto, Gegenstand. La
trayectoria que lleva a este punto sería esquemáticamente la siguiente: por
medio del Vorstellen o la repraesentatio «modernas» el sujeto hace que el ente
vuelva a venir ante él mismo. El re que no tiene forzosamente valor de
repetición significa al menos la disponibilidad del hacer-venir devenir-presente
como lo que está ahí, delante, pre-puesto. El Stellen traduce el re en cuanto
que designa la puesta a disposición o la colocación, mientras que el vor

13
Jacques Derrida

traduciría el prae de praesens. Ni Vorstellung ni repraesentatio podrían traducir


un pensamiento griego sin arrastrar a éste a otra parte, cosa que por otro lado
hace toda traducción. Se ha llegado a que, por ejemplo en francés, se traduzca
phantasia o phantasma por representación; eso hace un léxico de Platón, por
ejemplo, y habitualmente se traduce la phantasia kataleptiké de los estoicos por
«representación comprensiva». Pero eso sería suponer anacrónicamente que
el subjectum y la repraesentatio sean posibles y pensables para los griegos.
Heidegger discute ese supuesto y el apéndice 8 de Die Zeit des Weltbildes
tiende a demostrar que el subjetivismo era algo ajeno al mundo griego, incluida
la sofística: en ese mundo el ser era aprehendido como presencia, el aparecer
en la presencia y no en la representación. Phantasia designa un modo de ese
aparecer que no es representativo. «En el desocultamiento (Unverborgenheit)
ereignet sich die Phantasie, le alcanza a la phantasia su carácter propio, es
decir, el llegar-a-aparecer (das zum Erscheinen-Kommen) del presente como
tal (des Anwesenden als Bines solchen) para el hombre que, por su lado, está
presente para aquello que aparece» (pág. 98). Este pensamiento griego de la
phantasia (cuyo destino y cuyos desplazamientos tendríamos que seguir aquí
en su totalidad, hasta llegar a la problemática llamada moderna de la «ficción»
y del «fantasma») no se orienta más que hacia la presencia, presencia del ente
para presencia del hombre, sin que el valor de re-producción representativa o
el de objeto imaginario (producido o reproducido por el hombre como
representación) llegue a marcar el sentido de la phantasia. La enorme cuestión
filosófica de lo imaginario, de la imaginación productiva o reproductiva, incluso
aunque recupere, como en Hegel por ejemplo, el nombre griego de Phantasie,
no pertenece al mundo griego sino que sobreviene más tarde, en la época de la
representación y del hombre como sujeto representante: «Der Mensch als das
vorstellende Subjekt jedoch phantasiert. El hombre como sujeto representante,
en cambio, se entrega a la fantasía, es decir, se mueve en la imaginatio [es
siempre la palabra latina la que marca el acceso al mundo de la
representación], en la medida en que su representación (sein Vorstellen)
imagina al ente como lo objetivo en el mundo en cuanto imagen concebida [el
alemán sigue siendo indispensable: insofern sein Vorstellen das Seiende als
das Gegenständliche in die Welt als Bild einbildet]»
¿Cómo es que el hombre que ha llegado a ser representante en
el sentido de Vorstellend es también y al mismo tiempo representante en el
sentido de Repräsentant, dicho de otro modo, no sólo alguien que tiene
representaciones, que se representa, sino alguien que a su vez representa algo
o alguna otra cosa? No sólo alguien que se envía o se da a sí objetos, sino que
es el enviado de otra cosa o de lo otro. Cuando tiene representaciones, cuando
determina todo lo que existe como representable en una Vorstellung, el hombre
se establece dándose una imagen del ente, se hace una idea de éstos, está en
él (Der Mensch setzt über das Seiende sich ins Bild, dice Heidegger). Desde
ese momento él mismo se pone en escena, dice literalmente Heidegger, setzt
er sich selbst in die Szene, es decir, en el círculo abierto de lo representable, de
la representación común y pública. Y en la frase siguiente, la expresión puesta
en escena queda desplazada o replegada; y, como en la traducción,
Ubersetzen, la puesta (Setzen) no importa menos que la escena. Poniéndose o
situándose en escena, el hombre se pone, se representa a sí mismo como la
escena de la representación (Damit setzt sich der Mensch selbst als die Szene,
in der das Seiende fortan sich vorstellen, präsentieren, d. h. Bild sein muss.):

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Jacques Derrida

con ello, el hombre se pone a sí mismo como la escena en la que el ente debe
en adelante representarse, presentarse, es decir, ser imagen. Y Heidegger
concluye: «El hombre deviene el representante (esta vez Repräsentant, con
toda la ambigüedad de la palabra latina) del ente en el sentido de objeto (im
Sinne des Gegenständigen)».
Se vería así cómo se reconstituye la cadena consecuente que
remite de la representación como idea o realidad o realidad objetiva de la idea
(relación con el objeto) a la representación como delegación, eventualmente
política, y en consecuencia a la sustitución de sujetos identificables los unos
con los otros y tanto más reemplazables cuanto que son objetivables (y aquí
tenemos el reverso de la ética democrática y parlamentaria de la
representación, a saber, el horror de las subjetividades calculables,
innumerables pero numerables, computables, las muchedumbres en los
campos o en los ordenadores de las policías -estatales u otras-, el mundo de
las masas y los mass media que sería también un mundo de la subjetividad
calculable y representable, el mundo de la semiótica, de la informática y de la
telemática). La misma cadena, si se le supone su consecuencia y si se sigue,
desarrollándolo, el motivo heideggeriano, atraviesa un cierto sistema de la
representación política, pictórica, teatral o estética en general.
Algunos de ustedes considerarán quizá que esta
referencia reverente a Heidegger es excesiva y, sobre todo, que el alemán se
está haciendo un poco invasor para abrir un congreso de filosofía en lengua
francesa. Antes de proponer algunos tipos de cuestión para los debates que
van a abrirse, quisiera justificar de tres maneras este recurso a Heidegger y al
alemán de Heidegger.
Primera justificación. La problemática abierta por Heidegger es,
que yo sepa, la única que trata actualmente de la representación en su
conjunto. Y ya tengo que exceder incluso esa fórmula: el trayecto o el paso, el
camino de pensamiento llamado heideggeriano es aquí más que una
problemática (pues una problemática o una Fragestellung debe todavía
demasiado a la pre-posicionalidad representativa; es justo el valor mismo de
problema lo que se presta aquí a ser pensado). Tenemos ahí algo más que una
problemática y ésta concierne más que a un «conjunto»; en cualquier caso
aquélla no concierne al conjunto o a la conjunción solamente como sistema o
como estructura. Ese camino de pensamiento heideggeriano es el único que
pone en relación la conjunción de la representación con este mundo de la
lengua o de las lenguas (griego, latín y alemán) en donde aquélla se ha
desplegado y el único en hacer de las lenguas una cuestión, una cuestión que
no esté pre-determinada por la representación. Que la fuerza de esa
conjunción en el camino de pensamiento heideggeriano abra otro tipo de
problema y siga dejando que pensar, es precisamente lo que voy a intentar
sugerir en seguida, pero creo que no es posible hoy en día desconocer, como
se hace con demasiada frecuencia en las instituciones filosóficas francófonas,
el espacio al que ha abierto paso Heidegger.
Segunda justificación. Si, al designar -y más no lo he podido
hacer- la necesidad de la referencia a Heidegger, he hablado alemán con
frecuencia, ha sido porque unos filósofos francófonos que se planteen la
cuestión de la representación, deben sentir la necesidad filosófica de salir de la
latinidad para pensar ese acontecimiento de pensamiento que se produce bajo
la palabra repraesentatio. No salir por salir, para descalificar una lengua o para

15
Jacques Derrida

exilarse, sino para pensar la relación con su propia lengua. Por no indicar más
que este punto, es verdad que esencial, lo que Heidegger sitúa «antes», si
puede decirse así, de la repraesentatio o de la Vorstellung no es ni una
presencia ni una praesentatio simple, ni una praesentatio sin más. Lo que con
frecuencia se traduce en este contexto por presencia es Anwesen,
Anwesenheit, cuyo prefijo, en este contexto (debo insistir en este punto)
anuncia el llegar a desocultamiento, a aparición, a patencia, a fenomenalidad,
más bien que la preposicionalidad del estar-ante objetivo. Y es sabido cómo a
partir de Sein und Zeit el cuestionamiento que concierne a la presencia del ser
se relaciona profundamente con el de la temporalidad, movimiento éste que la
problemática latina de la representación, dicho sea demasiado de prisa, ha
inhibido sin duda por razones esenciales. No basta con decir que Heidegger no
apela en nosotros a la nostalgia de una presentación oculta bajo la
representación. Incluso si persiste la nostalgia, ésta no lleva de nuevo a la
presentación. Ni siquiera, añadiría yo, a la presunta simplicidad de la
Anwesenheit. La Anwesenheit no es simple, está ya dividida y es diferente,
marca el lugar de una escisión, de una división, de una disensión (Zwiespalt).
Implicado en la abertura de esta disensión, y más bien a través de ella, bajo su
requerimiento, el hombre se ve concernido por el ente, dice Heidegger, y ésa
sería la esencia (Wesen) del hombre «durante la época griega». El hombre
aspira entonces a reunir en el decir (legein) y a salvar, a conservar (sozein,
bewahren), aun quedando expuesto al caos de la disensión. El teatro o la
tragedia de esta disensión no pertenecerían todavía ni al espacio escénico de
la presentación (Darstellung) ni al de la representación, sino que el pliegue de
la disensión abriría, anunciaría, enviaría todo lo que después llegará a
determinarse como mimesis, y luego imitación, representación, con todo el
cortejo de las parejas opositivas que constituirá la teoría filosófica:
producción/reproducción, presentación/representación, originario/derivado, etc.
«Antes» de todas esas parejas, si puede decirse así, no habría habido jamás
simplicidad presentativa, sino otro pliegue, otra diferencia impresentable,
irrepresentable, yectiva quizá, pero ni objetiva, ni subjetiva, ni proyectiva. ¿Qué
pasa con lo impresentable o lo irrepresentable? ¿Cómo pensarlo? Esta es
ahora la cuestión, a ella volveré dentro de un instante
Tercera justificación. Esta está flotando verdaderamente en el
Rin. En principio, para este congreso de las sociedades de filosofía de lengua
francesa en Estrasburgo sobre el tema de la representación, había pensado en
tomar la medida europea del acontecimiento refiriéndome a lo que pasaba hace
ochenta años, en el cambio de siglo, en el momento en que Alsacia estaba al
otro lado de la frontera, si puede decirse así. En principio había pensado
remitirme a lo que pasaba y a lo que se decía de la representación en la
Sociedad francesa de Filosofía. En ésta el altercado lingüístico con el otro
como alemán producía todo un debate para fijar el vocabulario filosófico
francés, e incluso llegó a hacerse la propuesta de destruir la palabra filosófica
francesa «representación», tacharla de nuestro vocabulario, ni más ni menos,
ponerla fuera de uso puesto que no era más que la traducción de una palabra
venida de más allá de la línea azul de los Vosgos; o en rigor, y poniendo buena
cara a la mala fortuna histórica, «tolerar» el uso de esa palabra que es, se
decía entonces con cierto resentimiento xenófobo, «apenas francesa».
Se encuentra el archivo de este corpus galocéntrico en el
Boletín de la Sociedad francesa de Filosofía, a la que remite lo que se llama

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Jacques Derrida

justamente el Vocabulario técnico y crítico de la filosofía de Lalande. En el muy


denso artículo sobre la palabra «presentación» se ve formarse la propuesta de
un doble rechazo, de la palabra presentación y de la palabra representación.
En el curso de la discusión que tuvo lugar en la Sociedad de filosofía el 29 de
mayo de 1901 a propósito de la palabra «presentación» , Bergson escribió lo
siguiente: «Nuestra palabra representación es una palabra equívoca que, de
acuerdo con su etimología, debería no designar nunca un objeto intelectual que
se presente al espíritu por primera vez. Habría que reservarla para las ideas o
las imágenes que llevan consigo la marca de un trabajo llevado a cabo con
anterioridad por el espíritu. Eso permitiría entonces introducir la palabra
presentación (empleada igualmente por la psicología inglesa) para designar de
una manera general todo aquello que se le presenta pura y simplemente a la
inteligencia». Esta propuesta de Bergson recomendando la autorización de la
palabra presentación despertó dos tipos de objeciones del más alto interés.
Leo: «No pongo objeción a que se emplee esa palabra (presentación); pero me
parece muy dudoso que el prefijo re-, en la palabra francesa representación,
haya tenido primitivamente un valor duplicativo. Este prefijo tiene otros muchos
usos, por ejemplo en recoger, retirar, revelar, requerir, recurrir, etc. ¿No es su
verdadero papel, en representación, más bien marcar la oposición del objeto y
el sujeto, como en las palabras revuelta, resistencia, repugnancia, repulsión,
etc.?» (Esta última cuestión me parece a la vez aberrante e hiperlúcida,
ingenuamente genial.) Y así M. Abauzit rechaza, como va a hacer a
continuación Lachelier, la propuesta de Bergson de introducir la palabra
presentación en lugar de representación. Aquél discute que el re de
representación implique un redoblamiento. Si hay duplicación, no es, dice, en el
sentido que indica Bergson (repetición de un estado mental anterior), sino
«reflejo, en el espíritu, de un objeto concebido, como existente en sí».
Conclusión: «Así, pues, presentación no se justifica». En cuanto a Lachelier,
éste preconiza una vuelta al francés, y el abandono puro y simple, en
consecuencia, del uso filosófico de la palabra representación:
Me parece que representación no era primitivamente en francés
un término filosófico, y que sólo ha llegado a serlo cuando se ha querido
traducir Vorstellung [aquí Lachelier, aun cuando hasta cierto punto no esté
completamente equivocado, parece al menos que no tiene en cuenta el hecho
de que Vorstellung era también traducción del latín repraesentatio]. Pero sí se
decía representarse algo y creo que la partícula re, en esa palabra, indicaba,
de acuerdo con su sentido ordinario, una reproducción de lo que estaba dado
anteriormente, pero quizá sin que le prestase atención... La crítica de H.
Bergson está justificada, pues, en rigor; pero no hay que ser tan rigurosos en la
etimología. Lo mejor sería no hablar en absoluto en filosofía de
representaciones, y contentarse con el verbo representarse; pero si se tiene
absoluta necesidad de un sustantivo, más vale representación, en un sentido
ya consagrado por el uso, que presentación, que despierta en francés ideas de
un orden completamente diferente.
Habría mucho que decir sobre los considerandos de esta
conclusión, sobre la distinción necesaria, según Lachelier, entre el uso corriente
y el uso filosófico, sobre la desconfianza frente al etimologismo, sobre la
transformación del sentido y el convertirse en filosófico un sentido cuando se
pasa de una forma verbal idiomática a una forma nominal, sobre la necesidad
de hablar «filosofía» en la propia lengua y de desconfiar de las violencias

17
Jacques Derrida

introducidas por la traducción, sobre el respeto a los usos consagrados, sin


embargo, como más. válidos que el neologismo o el artificio de un nuevo uso
decretado por la filosofía, etc. Quisiera solamente señalar que esta
desconfianza propiamente xenófoba frente a la importación filosófica en el
idioma no concierne sólo, en el texto sintomático de Lachelier, a la invasión del
francés por el alemán, sino de manera más general y más intestina, a la
contaminación violenta: el injerto mal soportado, y que a decir verdad habría
que rechazar, de la lengua filosófica en el cuerpo de la lengua natural y
ordinaria. Pues no es sólo en francés, y teniendo como procedencia la lengua
alemana, como habría actuado ese mal y habría dejado malas huellas. El mal
ha empezado ya en el cuerpo de la lengua alemana, en la relación consigo
mismo del alemán, en el germano-germano. Y se ve cómo Lachelier llega a
pensar en una terapéutica de la lengua que no sólo prevendría el mal francés
procedente de Alemania, sino que se la exportaría bajo la forma de un consejo
europeo de las lenguas. Pues, murmura aquél, nuestros amigos alemanes han
sufrido quizás a su vez los efectos del estilo filosófico. Se han sentido quizá
«chocados» por el uso filosófico de la palabra Vorstellung:
... En el sentido ordinario, estar en lugar de..., este prefijo (re)
parece más bien expresar la idea de una segunda presencia, de una repetición
imperfecta de la presencia primitiva y real. Esto ha podido decirse de una
persona que actúa en nombre de otra, y de una simple imagen que nos vuelve
presente a su manera una persona o una cosa ausente. De ahí el sentido de
representarse interiormente a una persona o una cosa imaginándola, de donde
se ha pasado finalmente al sentido filosófico de representación. Pero me
parece que ese paso tiene algo de violento y de ilegítimo. Habría habido que
poder decir se-representación, y, al no poder, habría habido que renunciar a
esa palabra. Además me parece probable que nosotros mismos no hayamos
sacado representación de representarse, sino que hayamos calcado
simplemente Vorstellung para traducirlo. Realmente estamos obligados,
actualmente, a tolerar ese uso de la palabra, pero ésta apenas me parece
francesa. (...)
Y tras unas interesantes alusiones a Hamelin, Leibniz y
Descartes acerca del uso que éstos hacen, sin embargo, de la misma palabra,
Lachelier concluye además:
Sería oportuno investigar si Vorstellung no ha salido de sich
etwas vorstellen (representarse algo), y si los alemanes no se han visto
«chocados» cuando se la ha empezado a emplear en el estilo filosófico.
Advierto de pasada el interés de esa insistencia en el se del
representarse, como también en el sich del sich vorstellen. Esa insistencia
señala hasta qué punto es justamente sensible Lachelier a esa dimensión
autoafectiva que es sin duda lo esencial de la representación y que se señala
mejor en el verbo reflexivo que en el nombre. En la representación importa ante
todo que un sujeto se dé, se procure, dé sitio para él y ante él a objetos: aquél
se los representa y se los envía, y por eso es por lo que dispone de ellos.
Las reflexiones que acabo de presentarles, si bien las considero
como considerandos (más o menos esperados), son los considerandos de
cuestiones y no de conclusiones. He aquí, pues, sin embargo, para concluir, un
cierto número de cuestiones que quisiera plantearles en su formulación más
económica, o en el estilo telegráfico que corresponde a un envío así.

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Jacques Derrida

Primera cuestión. Afecta a la historia de la filosofía, de la lengua


y de la lengua filosófica francesa. ¿La hay realmente? ¿Y es unitaria? ¿Qué ha
pasado en ella o en sus bordes desde el debate de 1901 en torno a las
palabras presentación y representación en la Sociedad francesa de Filosofía?
¿Qué supone la elaboración de esa cuestión?
Segunda cuestión. Se relaciona con la legitimidad misma de
una interrogación general acerca de la esencia de la representación, dicho de
otro modo, del uso del nombre y del título «representación» en un coloquio en
general. Esa es mi cuestión principal, y aunque deba dejarla en estado de
mínimo esquematismo, tendré que explicarla un poco más que la anterior, tanto
más porque me llevará quizás a bosquejar otra relación con Heidegger. Sigue
tratándose de lenguas y de traducción. Se podría objetar, y me tomo esta
objeción en serio, que en las situaciones ordinarias del lenguaje ordinario (si las
hay, como se cree de ordinario), la cuestión de saber a qué se apunta con el
nombre de representación tiene pocas ocasiones de surgir, y si lo hace, no
dura un segundo. Para esto basta con un contexto que esté, si no saturado, al
menos razonablemente determinado como lo está justamente en lo que se
llama la experiencia ordinaria. Si leo, si oigo en la radio, si alguien me dice que
la representación diplomática o parlamentaria de un país ha sido recibida por el
jefe de estado, que los representantes de los trabajadores en huelga o de los
padres de alumnos han ido en delegación al ministerio, si leo en el periódico
que esta tarde habrá una representación de la Psyché de Moliére o que tal
cuadro representa a Eros, etc., comprendo sin el menor equívoco y no me cojo
la cabeza con la dos manos para entender lo que quiere decir eso. Basta
evidentemente con que tenga una relación de competencia media exigida en
un cierto estado de la sociedad, de su escolarización, etc. Y que el destino del
mensaje enviado sea de una gran probabilidad, esté lo suficientemente
determinado. Puesto que las palabras funcionan siempre en un contexto
(supuesto) destinado a asegurar normalmente la normalidad de su
funcionamiento, preguntarse qué pueden querer decir aquéllas antes y al
margen de todo contexto determinado de esa manera, es interesarse (podría
decir alguien quizá) por una patología o un disfuncionamiento lingüístico. El
esquema es muy conocido. El cuestionamiento filosófico acerca del nombre y
de la esencia de «representación» antes y al margen de todo contexto
particular sería el paradigma mismo de este disfuncionamiento. Este llevaría
necesariamente a aporías o a juegos de lenguaje sin importancia, o más bien a
juegos de lenguaje que el filósofo se tomaría en serio sin darse cuenta de lo
que, en el funcionamiento del lenguaje, hace posible ese juego. En esta
perspectiva, no se trataría de excluir el estilo o el tipo filosófico fuera del
lenguaje ordinario, sino de reconocerle un lugar entre otros. Lo que hacemos
con la palabra «representación» como filósofos desde hace siglos o decenios
vendría a integrarse, mejor o peor, en el conjunto de los códigos y de los usos.
Esa sería también una posibilidad contextual entre otras.
Este tipo de problemática -respecto a la que no hago más que
indicar su principal apertura- puede dar lugar, como se sabe, a los desarrollos
más diversos, por ejemplo, por el lado pragmático del lenguaje, para el que el
núcleo representacional o referencial de los enunciados no sería lo esencial, y
es significativo que estos desarrollos hayan encontrado un terreno cultural
favorable fuera del duelo, del diálogo o de la Auseinandersetzung
galogermánica, de los anales francoalemanes en los que me he confinado un

19
Jacques Derrida

poco aquí. Cualesquiera que sean los representantes más o menos


anglosajones, desde Peirce (con su problemática de lo representado como,
también, del representamen) o de Wittgenstein, si éste fuese inglés, hasta los
partidarios más diversos de la filosofía analítica o de la speech act theory, ¿no
se produce ahí un descentramiento en relación con esa Auseinandersetzung
que tenemos excesiva tendencia a considerar como un lugar de convergencia
absoluta? Y en ese descentramiento, incluso si no se procede a él
necesariamente según las vías anglosajonas a las que acabo de hacer
simplemente alusión, incluso si se sospecha que éstas son todavía demasiado
filosóficas en el sentido centralizador del término, y si, a decir verdad, la
excentricidad comienza en el centro del continente, ¿no se podrá encontrar
quizás una incitación hacia una problemática de otro estilo? No se trataría
entonces simplemente de volver a llevar o de someter el lenguaje llamado
filosófico a la ley ordinaria y de hacer simplemente que comparezca ante esta
última instancia contextual, sino de preguntarse si, dentro incluso de lo que se
ofrece como uso filosófico o simplemente teórico de la palabra representación,
hay que presumir la unidad de algún centro semántico, que ordenaría toda una
multiplicidad de modificaciones y de derivaciones. Pero, ¿no es acaso esa
presunción eminentemente filosófica, justamente una de tipo representativo, en
el sentido presuntamente central del término, a saber, la presunción de que una
única misma presencia se delega en ese sentido, se envía, se junta, y
finalmente se reencuentra? Esta interpretación de la representación
presupondría una pre-interpretación representacional de la representación,
seguiría siendo una representación de la representación. Esta presunción
unificadora, conjuntadora, derivacionista, ¿acaso no sigue actuando hasta en
los desplazamientos más fuertes y necesarios de Heidegger? ¿No podría verse
una señal de eso en el hecho de que la época de la representación o de la
Vorstellung aparezca en aquél como una época en el destino o en el envío
conjuntado (Geschick) del ser? ¿Y en que el Gestell siga estando en relación
con eso? Aunque la época no sea un modo, una modificación, en sentido
estricto, de un ente o de un sentido sustancial, aunque no sea tampoco un
momento o una determinación en el sentido hegeliano, realmente aquélla está
anunciada por medio de un envío del ser que, en primer término, se desvela
como presencia, más rigurosamente como Anwesenheit. Para que la época de
la representación tenga su sentido y su unidad de época, es necesario que
pertenezca a la conjunción de un envío más originario y más poderoso. Y si no
se produjese la conjunción de ese envío, el Geschick del ser, si ese Geschick
no se hubiese anunciado primero como Anwesenheit del ser, ninguna
interpretación de la época de la representación llegaría a colocar a ésta en la
unidad de una historia de la metafísica. Sin duda -y ahora habría que redoblar
la prudencia y la lentitud, mucho más de lo que puedo hacerlo aquí- la
conjunción del envío y de la destinalidad, el Geschick, no tiene la forma de un
telos, todavía menos de una certeza (cartesiana o lacaniana) de la llegada a
destino del envío. Pero al menos hay (es gibt) un envío. Al menos se da un
envío, el cual está en conjunción consigo mismo; y esa conjunción es la
condición, el ser-en-conjunto de lo que se presta a ser pensado para que una
figura epocal -aquí la de la representación- se destaque en su contorno y se
coloque con su ritmo dentro de la unidad de un destinarse, o más bien de una
destinalidad del ser. Sin duda, el ser-en-conjunto del Geschick, y esto puede
decirse también del Gestell, no es ni el de una totalidad, ni el de un sistema, ni

20
Jacques Derrida

el de una identidad comparable a ninguna otra. Sin duda se deben tomar las
mismas precauciones con respecto a la conjunción de toda figura epocal. Sin
embargo persiste la cuestión: si, en un sentido que no es ni cronológico, ni
lógico, ni intrahistórico, toda la interpretación historial o destinal coloca la época
de la representación (dicho de otro modo, la modernidad, y en el mismo texto
Heidegger traduce: la era del subjectum, del objetivismo y del subjetivismo, de
la antropología, del humanismo esteticomoral, etc.) en relación con un envío
originario del ser como Anwesenheit que a su vez se traduce en presencia, y
después en representación según traducciones que son otras tantas
mutaciones en lo mismo, en el ser-en-conjunto del mismo envío, entonces el
ser-en-conjunto del envío originario llega de alguna manera hasta sí mismo,
hasta lo más próximo de sí mismo, en la Anwesenheit. Incluso si hay disensión
(Zwiespalt) en lo que Heidegger llama la gran época griega y en la experiencia
de la Anwesenheit, esta disensión se reúne en el legein. Aquélla se salva, se
conserva, y asegura así una especie de indivisibilidad de lo destinal. Es
apoyándose en esa especie de indivisibilidad reunida del envío como la lectura
heideggeriana puede destacar épocas, y entre ellas la más poderosa, la más
larga, la más peligrosa también de todas las épocas, la época de la
representación en los tiempos modernos. Como no es una época entre otras, y
puesto que se destaca, privilegiadamente, de un modo muy singular, ¿no
tendrá alguien la tentación de decir que a su vez está destacada, enviada como
delegada, sustituyendo aquello que se disimula, se queda en suspenso o se
reserva en ella, contrayéndose o retirándose en ella, a saber, la Anwesenheit o
incluso la presencia? De ese destacarse podrán encontrarse varios tipos
(metáfora, metonimia, modo, determinación, momento, etc.), pero todos ellos
serán insatisfactorios por razones esenciales. Pero difícilmente podrá uno
evitar preguntarse si la relación de la época de la representación con la gran
época griega no sigue siendo interpretada por Heidegger de un modo
representativo, como si la pareja Anwesenheit/repraesentatio siguiese dictando
la ley de su propia interpretación, de manera que ésta no haría otra cosa sino
redoblarse y reconocerse en el texto historial que pretende descifrar. Tras o
bajo la época de la representación, estaría retirado lo que aquélla disimula,
recubre, olvida como el envío mismo que sigue representando, la presencia o
la Anwesenheit en su conjunción en el legein griego que la habrá salvado, y
ante todo salvado de la dislocación. Mi cuestión es entonces la siguiente, y la
formulo demasiado de prisa: allí donde el envío del ser se divide, desafía el
legein, desbarata su destino, ¿no se hace, por principio, discutible el esquema
de lectura heideggeriano, no queda historialmente desconstruido, y
desconstruido en la historialidad que sigue implicando ese esquema? Si ha
habido representación, es quizá porque, justamente (y Heidegger lo
reconocería) el envío del ser estaba originariamente amenazado en su ser-en-
conjunto, en su Geschick, por la divisibilidad o la disensión (lo que yo llamaría
la diseminación). ¿No puede entonces concluirse que si ha habido
representación, la lectura epocal que de ella propone Heidegger se convierte,
por ese hecho, en problemática de entrada, al menos como lectura ordenadora
(cosa que ésta pretende ser también), si no como cuestionamiento abierto de
aquello que se presta a ser pensado más allá de la problemática e incluso más
allá de la cuestión del ser, del destino conjuntado o del envío del ser?
Lo que acabo de sugerir no concierne sólo a la lectura de
Heidegger, a la que éste hace del destino de la representación o a la que

21
Jacques Derrida

haríamos nosotros de su propia lectura. Esto no concierne sólo a toda la


ordenación de las épocas o de los períodos dentro de la presunta unidad de
una historia de la metafísica o de Occidente. Está ahí en juego también hasta el
crédito que se quisiera conceder, como filósofos, a una organización centrada,
centralizada, de todos los campos o de todas las secciones de la
representación, alrededor de un sentido tutor y de una interpretación
fundamental. Si ha habido representación, es que la división habrá sido más
fuerte, lo bastante fuerte como para que ese sentido tutor no guarde, no salve,
no garantice ya nada de forma lo bastante rigurosa.
Las problemáticas o las metamorfosis llamadas «modernas» de
la representación no serían ya en absoluto representaciones de lo mismo,
difracciones de un sentido único a partir de una sola encrucijada, de un solo
lugar de encuentro o de cruce para trayectorias convergentes, a partir de una
sola congresión o de un solo congreso.
Si no temiese abusar de. su tiempo y de su paciencia, habría
intentado quizá poner a prueba una diferencia así de la representación, una
diferencia que no se ordenaría ya con la diferencia de la Anwesenheit o de la
presencia, o con la diferencia como presencia, una diferencia que no
representaría ya a lo mismo o la relación consigo del destino del ser, una
diferencia que no sería repatriable al envío de sí, una diferencia como envío
que no sería uno, ni un envío de sí. Sino envíos de lo otro, de los otros.
Invenciones de lo otro. Habría intentado esta prueba no proponiendo algún tipo
de demostración científica a través de las diferentes secciones previstas por
nuestro consejo científico, a través de diferentes tipos de problemática de la
representación. Más bien, y preferentemente, fijándome en el lado de lo que no
está representado en nuestro programa. Dos ejemplos de lo que no está
representado, y habré terminado.
Primer ejemplo. ¿Hay, en las diferentes secciones previstas, un
topos al menos virtual para lo que, bajo el nombre de psicoanálisis y bajo la
firma de Freud, nos ha legado un corpus tan extraño y tan extrañamente
cargado de «representaciones» en todas las lenguas? En cuanto al léxico de la
Vorstellung, del Vorstellungsrepräsentant, con su abundancia, su complejidad,
las prolijas dificultades del discurso que lo sostiene, ¿manifiesta un episodio de
la época de la representación, como si Freud se debatiese confusamente entre
las imposiciones implacables de un programa y de una herencia conceptual? El
concepto mismo de pulsión y de «destino de pulsión» (Triebschicksal), que
Freud sitúa en la frontera entre lo somático y lo psíquico, parece que no puede
construirse si no es recurriendo a un esquema representativo, y en primer lugar
en el sentido de la delegación. Igualmente, el concepto de represión (originaria
o secundaria, propiamente dicha) se construye sobre la base de un concepto
de representación: la represión se refiere esencialmente a representaciones o a
representantes, a delegados. Ese valor de delegación, si se quiere aquí a
Laplanche y a Pontalis en su preocupación de sistematicidad, daría lugar a dos
interpretaciones o a dos formulaciones por parte de Freud. Tan pronto la
pulsión misma sería un «representante psíquico» (psychische Repräsentanz o
psychischer Repräsentant) de las excitaciones somáticas; tan pronto la pulsión
sería el proceso mismo de excitación somática, y ella, la pulsión, sería
representada por lo que Freud llama «representantes de la pulsión»
(Triebrepräsentanz o Triebrepräsentant). Estos, a su vez, se enfocan o bien
-principalmente- como representantes en la forma de la representación en el

22
Jacques Derrida

sentido de Vorstellung (Vorstellungsrepräsentant o -repräsentant), con una


mayor insistencia en el aspecto ideativo, o bien bajo el aspecto del quantum de
afecto del que Freud llegó a decir que era más importante en el representante
de la pulsión que el aspecto representativo (intelectual o ideativo). Laplanche y
Pontalis proponen superar las aparentes contradicciones u oscilaciones de
Freud en lo que llaman sus «formulaciones» recordando que, sin embargo,
«una idea se mantiene siempre presente: la relación de lo somático con lo
psíquico no se concibe ni al modo del paralelismo ni al modo de una
causalidad, sino que debe comprenderse comparándola con la relación que
existe entre un delegado y su mandante». Y en nota: «Se sabe que, en un caso
así, el delegado, aunque en principio no sea otra cosa que un “apoderado” de
su mandante, entra en un nuevo sistema de relaciones que corre el riesgo de
modificar su perspectiva y de desviar las directivas que le han sido dadas».
Todo el problema reside en lo que Laplanche y Pontalis llaman una
comparación. Si es a partir de esta comparación con la estructura de la
delegación como se interpretan cosas tan escasamente descuidables como las
relaciones del cuerpo y el alma, del destino de las pulsiones de la represión,
etc., el término de la comparación no debe ya considerarse como una evidencia
que cae por su propio peso. ¿Qué es legar o delegar, si ese movimiento no se
puede derivar, interpretar o comparar a partir de ninguna otra cosa? ¿Qué es
una misión o un desvío? Este tipo de cuestión puede tener como pretexto otros
lugares del discurso freudiano, y más estrictamente otros recursos a la palabra
o al concepto de representación (por ejemplo, la representación de finalidad
[Zielvorstellung], o sobre todo la distinción entre representación de palabra y
representación de cosa [Wort- y Sach- o Dingvorstellung], distinción de la que
es sabido qué papel le asigna Freud entre el proceso primario y el proceso
secundario, o en la estructura de la esquizofrenia). Cabe preguntarse, como
sugieren en varias ocasiones, de forma un poco confusa, Laplanche y Pontalis,
si la traducción de representación o de representante por «significante» permite
una clarificación de las dificultades freudianas. Ahí está evidentemente el envite
fundamental, hoy en día, de la herencia lacaniana de Freud. Ese envite, que he
intentado situar en otro lugar, aquí no puedo hacer más que señalarlo. Y la
cuestión que planteo a propósito de Freud (en su relación con la época de la
representación) puede en principio valer también para Lacan. En todo caso,
cuando Laplanche y Pontalis dicen a propósito de la palabra Vorstellung que
«Freud no modifica su acepción en el punto de partida, pero el uso que hace de
ella es original», el punto problemático está justamente en esa distinción entre
la aceptación y el uso. ¿Cabe distinguir entre el contenido semántico
(eventualmente estable, continuo, idéntico consigo) y la diversidad de los usos,
de los funcionamientos, de las determinaciones contextuales, suponiendo que
estos últimos no pueden desplazar o incluso desconstruir totalmente la
identidad de los primeros? Dicho de otro modo, ¿acaso los desarrollos
llamados «modernos» -como el del psicoanálisis freudiano, pero se podrían
citar otros- sólo son pensables en relación con una tradición semántica
fundamental, o incluso con una determinación epocal unificadora de la
representación que aquellos desarrollos seguirían representando todavía? ¿O
bien debemos encontrar en ellos una incitación que nos permita pensar de un
modo completamente diferente la difracción de los campos, y en primer lugar
de los envíos o de las remisiones? ¿Se está autorizado a decir, por ejemplo,
que la teorización lacaniana de la Vorstellung-repräsentanz en términos de

23
Jacques Derrida

significante binario que produce la desaparición, la aphanisis del sujeto, está


contenida toda ella dentro de lo que Heidegger llama la época de la
representación? Sólo puedo aquí designar el lugar de este problema. Este no
trae consigo una respuesta simple. Remito especialmente a dos de los
capítulos del seminario sobre Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis (Tuché y automaton, por una parte; La aphanisis, por otra). Es
muy importante que, en estos capítulos en particular, Lacan defina su relación
con el Yo pienso cartesiano y con la dialéctica hegeliana, es decir, con las dos
instancias mandatarias y mandantes más fuertes que Heidegger le atribuye al
reino de la representación. Las nervaduras de la problemática a la que remito
aquí han sido reconocidas por primera vez e interpretadas de forma
fundamental en los trabajos de Lacoue-Labarthe y de Nancy, a partir de El título
de la letra, su obra común, hasta sus últimas publicaciones, respectivamente El
sujeto de la filosofía y Ego sum.
El segundo y último ejemplo anunciado concierne a la cuestión-
límite de lo irrepresentable. Pensar el límite de la representación es pensar lo
irrepresentado o lo irrepresentable. Hay aquí maneras muy numerosas de
poner el acento. El desplazamiento de acento puede dar lugar a potentes
desviaciones. Si pensar lo irrepresentable es pensar más allá de la
representación para pensar la representación a partir de su límite, entonces
puede entenderse esto como una tautología. Y ésa es una primera respuesta,
que podría ser tanto la de Hegel como la de Heidegger. Los dos piensan el
pensamiento, ése del que la representación tiene miedo (según la expresión de
Heidegger, que se pregunta si, simplemente, no se tiene miedo de pensar),
como lo que se abre o da un paso más allá o más acá de la representación.
Esta es incluso la definición tanto de la representación como del pensamiento
para Hegel: la Vorstellung es una mediación, un medio (Mitte) entre el intelecto
no libre y el intelecto libre, dicho de otro modo, el pensamiento. Es una manera
doble y diferenciada de pensar el pensamiento como lo más allá de la
representación. Pero es la forma de ese paso, la Aufhebung de la
representación, lo que Heidegger sigue interpretando como perteneciente a la
época de la representación. Y, sin embargo, aunque Heidegger y Hegel no
piensen aquí de la misma manera el pensamiento como más allá de la
representación, me parece que a Hegel y Heidegger los aproxima una cierta
posibilidad de la relación con lo irrepresentable (o al menos aquello a lo que
remiten esos nombres propios, si no a lo que representan). Esta posibilidad no
concerniría sólo a lo irrepresentable como aquello que es extraño a la
estructura misma de lo representable, como lo que no se puede representar
sino más bien, y además, a lo que no se debe representar, tenga o no esto la
estructura de lo representable. Estoy nombrando aquí el inmenso problema de
la prohibición que afecta a la representación, a lo que se ha podido traducir
más o menos legítimamente (otro problema inaudito) a partir de un mundo judío
o islámico por «representación». Ahora bien, este inmenso problema, ya
concierna a la representación objetivadora, a la representación mimética o
incluso a la simple presentación, o hasta a la simple nominación, no diré que
esté simplemente omitida por pensamientos de tipo hegeliano o heideggeriano.
Pero me parece que en principio está secundarizado y derivado en Heidegger
(en cualquier caso, que yo sepa al menos, no constituye el objeto de ninguna
atención específica para él). Y en cuanto a Hegel, que habla del problema más
de una vez, en particular en sus Lecciones de Estética, quizá no es injustificado

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Jacques Derrida

decir que la interpretación de esa prohibición se encuentra derivada y reinscrita


en un proceso más vasto, de estructura dialéctica, y en el curso del cual la
prohibición no constituye un acontecimiento absoluto procedente de algo
completamente otro, que desgarraría de manera absoluta o que al menos le
daría la vuelta disimétricamente a la trama de un proceso dialectizable. Eso no
quiere necesariamente decir que los rasgos esenciales de la prohibición
queden por eso ignorados o disimulados. Por ejemplo se toman en cuenta la
desproporción entre la infinidad de Dios y los límites de la representación
humana y en eso puede verse que se anuncia lo completamente-otro. A la
inversa, si se concluyese en algún tipo de supresión dialéctica del corte de la
prohibición, eso no implicaría que, a la inversa, toda toma en consideración de
ese corte (por ejemplo, en un discurso psicoanalítico) no acabase en un
resultado análogo, a saber, reinscribiendo la génesis y la significación de la
prohibición sobre la representación, dentro de un proceso inteligible y más
vasto en donde volvería a desaparecer lo irrepresentable como lo
completamente-otro. Pero, ¿no es la desaparición, la no-fenomenalidad, el
destino de lo completamente-otro y de lo irrepresentable, o de lo
impresentable? Una vez más (y refiriéndome a un trabajo que se prolongó
durante todo este año con estudiantes y colegas) aquí no puedo hacer otra
cosa sino marcar la abertura y la necesidad de una interrogación para la qué
nada está asegurado en lo más mínimo, y no lo está sobre todo por medio de lo
que se traduce tranquilamente por prohibición o por representación.
¿Hacia qué, hacia quién, hacia dónde he remitido sin cesar, en
el curso de esta introducción, de forma a la vez insistente y elíptica? Me
atreveré a decir que hacia envíos, y hacia remisiones, ya, que no siguiesen
siendo representativos. Más allá de una clausura de la representación cuya
forma no podía ser ya lineal, indivisible, circular, enciclopédica o totalizante, he
intentado retrazar una vía abierta a un pensamiento del envío que, aun siendo,
como el Geschick des Seins del que habla Heidegger, de una estructura
extraña todavía a la representación, no se conjuntaba todavía consigo mismo
como envío del ser a través de la Anwesenheit, la presencia, y después la
representación. Este envío pre-ontológico, de alguna manera, no se junta. No
se junta más que dividiéndose, difiriéndose. No es originario u originariamente
envío-de (envío de un ente o de algo presente que le precedería, todavía
menos de un sujeto, o de un objeto por y para un sujeto). No constituye unidad
y no comienza consigo mismo, aunque no haya nada presente que le preceda;
no emite más que remitiendo ya, no emite más que a partir de lo otro, de lo otro
en él sin él. Todo comienza con el remitir, es decir, no comienza. Desde el
momento en que esa fractura o esa partición divide de entrada todo remitir, hay
no un remitir sino, de aquí en adelante, siempre, una multiplicidad de
remisiones, otras tantas huellas diferentes que remiten a otras huellas y a
huellas de otros. Esta divisibilidad del envío no tiene nada de negativo, no es
una falta, es algo completamente diferente del sujeto, del significante, o de esa
letra/carta de la que Lacan dice que no soporta su partición y que llega siempre
a su destino. Esta divisibilidad o esta différance es la condición para que haya
envío, eventualmente un envío del ser, una dispensación o un don del ser y del
tiempo, del presente y de la representación. Estas remisiones de huellas o
estas huellas de remisiones no tienen la estructura de representantes o de
representaciones, ni de significantes ni de símbolos, ni de metáforas ni de
metonimias, etc. Pero como estas remisiones de lo otro a lo otro, estas huellas

25
Jacques Derrida

de différance no son condiciones originarias y trascendentales a partir de las


cuales la filosofía pretende tradicionalmente derivar unos efectos, unas
subdeterminaciones o unas épocas, no podrá decirse que, por ejemplo, la
estructura representativa (o significante, o simbólica, etc.) les sobrevenga; no
se podrá periodizar o hacer seguir a partir de esas remisiones alguna época de
la representación. Desde que hay remisiones, y ya desde siempre las hay, algo
así como la representación no espera más, y hay que arreglárselas quizá para
contarse de otro modo esta historia, de remisiones a remisiones de remisiones,
en un destino que no está nunca seguro de juntarse, de identificarse o de
determinarse. No sé si esto puede decirse con o sin Heidegger, e importa poco.
Es la única ocasión -pero no es más que una ocasión- para que haya historia,
sentido, presencia, verdad, habla, tema, tesis y coloquio. Todavía es necesario
aquí pensar la ocasión dada y la ley de esta ocasión. Queda abierta la cuestión
de saber si es lo irrepresentable de los envíos lo que produce la ley (por
ejemplo la prohibición de la representación) o si es la ley lo que produce lo
irrepresentable al prohibir la representación. Cualquiera que sea la necesidad
de esa cuestión acerca de la relación entre la ley y las huellas (las remisiones
de huellas, las remisiones como huellas), tal cuestión se sofoca quizá cuando
se cesa de representarse la ley, de aprehender la ley misma bajo la especie de
lo representable. Quizá la ley misma desborda toda representación, quizá no
está jamás ante nosotros como aquello que se sitúa en una figura o se
compone una figura. (El guardián de la ley y el hombre del campo sólo están
«ante la ley», Vor dem Gesetz, dice el título de Kafka,[1] al precio de no llegar
jamás a verla, de no poder llegar jamás a ella. La ley no es ni presentable ni
representable y la «entrada» en ella, según una orden que el hombre del
campo interioriza y se da, se difiere hasta la muerte.) A menudo se ha pensado
en la ley como en aquello mismo que pone, se pone y se junta en la
composición (thesis, Gesetz, dicho de otro modo, lo que rige el orden de la
representación) y la autonomía supone siempre la representación, como la
tematización, el hacerse-tema. Pero la ley misma no llega quizá, no nos llega,
sino transgrediendo la figura de toda representación posible. Cosa difícil de
concebir, como es difícil de concebir cualquier cosa que esté más allá de la
representación, pero que obliga quizás a pensar completamente de otro modo.

Jacques Derrida

[1] Véase «Préjugés -devant la loi», en La faculté de juger,


Minuit, 1985.

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Jacques Derrida

La Différance
JACQUES DERRIDA

Conferencia pronunciada en la Sociedad Francesa de Filosofía,


el 27 de enero de 1968, publicada simultáneamente en el Bulletin de la Societé
française de philosophie (julio-septiembre, 1968) y en Theorie d’ensenble (col.
Quel, Ed. de Seuil, 1968); en DERRIDA, J., Márgenes de la filosofía, traducción
de Carmen González Marín, Cátedra, Madrid, 31998

Hablaré, pues, de un letra.

De la primera, si hay que creer al alfabeto y a la mayor parte de


las especulaciones que se han aventurado al respecto. Hablaré, pues, de la
letra a, de esta primera letra que ha podido parecer necesario introducir, aquí o
allá, en la escritura de la palabra différance *; y ello en el curso de una escritura
sobre la escritura, de una escritura en la escritura y cuyos diferentes trayectos
se encuentran, pues, pasando, en ciertos puntos muy determinados, por una
suerte de gran falta de ortografía, por esa falta de ortodoxia que rige una
escritura, una falta contra la ley que rige lo escrito y el continente en su
decencia. Esta falta de ortografía, siempre puede ser borrada o reducida, de
hecho y de derecho, y encontrarla según los casos que se analizan cada vez,
pero que aquí vienen a ser lo mismo, grave, indecorosa, incluso en la hipótesis
de la mayor ingenuidad, divertida. Aunque se trata de pasar en silencio tal
infracción, el interés que en ello se pone se deja reconocer de antemano,
asignar, como prescrito por la ironía muda, inaudible de esta permutación de
letras, siempre podrá hacerse como si esto no señalara ninguna diferencia. Mi
propósito de hoy, debo decir desde ahora, se dirigirá menos a pensar en
justificar esta falta silenciosa de ortografía, menos todavía a excusarla, que a
agravar el juego con una cierta insistencia.
A cambio, se me deberá excusar si me refiero, al menos
implícitamente, a tal o cual texto que me he arriesgado a publicar. Es que yo
querría precisamente intentar, en una cierta medida, y por más que esto sea en
principio y al fin por razones esenciales de derecho, imposible, unir en un haz
las diferentes direcciones en las que he podido utilizar o mejor me he dejado
imponer en su neografismo por lo que provisionalmente llamaré la palabra o el
concepto de différance y que no es, ya lo veremos, literalmente, ni una palabra
ni un concepto. Me atengo a la palabra haz- por dos razones: por una parte no
se tratará, cosa que también habría podido hacer, de describir una historia, de
contar las etapas, texto a texto, contexto a contexto, mostrando cada vez qué
economía ha podido imponer este desarreglo gráfico, sino más bien del
sistema general de esta economía. Por otra parte, la palabra haz parece más
propia para poner de manifiesto que la agrupación propuesta tiene la estructura
de una intricación, de un tejido, de un cruce que dejará partir de nuevo los

27
Jacques Derrida

diferentes hilos y las distintas líneas de sentido -o de fuerza- igual que estará
lista para anudar otras.

Recuerdo, pues, de una manera completamente preliminar, que


esta discreta intervención gráfica, que no se ha hecho en principio ni
simplemente por el escándalo del lector o del gramático, ha sido calculada en
el proceso escrito de una interrogación sobre la escritura. Ahora bien, se da el
caso, diría en realidad, de que esta diferencia gráfica (la a en el lugar de la e),
esta diferencia señalada entre dos notaciones aparentemente vocales, entre
dos vocales, es puramente gráfica; se escribe o se lee, pero no se oye. No se
puede oír, y veremos también en qué sentido sobrepasa el orden del
entendimiento. Se propone por una marca muda, un monumento tácito, yo diría
incluso por una pirámide, que piensa así no sólo en la forma de la letra cuando
se imprime en capital o en mayúscula, sino también en ese texto de la
Enciclopedia de Hegel en el que el cuerpo del signo se compara a la pirámide
egipcia. La a de la différance, pues, no se oye, permanece silenciosa, secreta y
discreta como una tumba: oikevis. Señalaremos así por anticipación este lugar,
residencia familiar y tumba de lo propio donde se produce en diferencia la
economía de la muerte. Esta piedra no está lejos, siempre que se sepa
descifrar la leyenda, de señalar la muerte del dinasta.
Una tumba que no se puede ni siquiera hacer resonar. En
efecto, yo no puedo hacerles saber por mi discurso, por mi palabra proferida en
este momento ante la Sociedad Francesa de Filosofía, de qué diferencia hablo
en el momento en que hablo. No puedo hablar de esta diferencia gráfica sino
sosteniendo un discurso muy desviado sobre una escritura y a condición de
precisar, cada vez, que me refiero a la diferencia con una e o a la diferancia
con una a. Lo cual no va a simplificar las cosas hoy y nos dará muchos
problemas a ustedes y a mí si al menos queremos entendernos. De todas
formas, las precisiones orales que haré, cuando diga «con e», o «con a» se
referirán a un texto escrito, que vigila mi discurso, a un texto que tengo delante,
que leeré y hacia el cual será preciso que intente conducir sus manos y sus
ojos. No podemos evitar pasar por un texto escrito, ordenarnos sobre el
desarreglo que se produce en él, y esto es lo que me importa antes que nada.
Sin duda este silencio piramidal de la diferencia gráfica entre la
e y la a no puede funcionar sino en el interior del sistema de la escritura
fonética, y en el interior de una lengua o de una gramática históricamente
ligada a la escritura fonética así como a toda la cultura que le es inseparable.
Pero diré que ello mismo -este silencio que funciona en el interior solamente de
una escritura llamada fonética- señala o recuerda de manera muy oportuna
que, contrariamente a un enorme prejuicio, no hay escritura fonética. No hay
una escritura pura y rigurosamente fonética. La escritura llamada fonética no
puede en principio y de derecho, y no sólo por una insuficiencia empírica o
técnica, funcionar, si no es admitiendo en ella misma ‘signos’ no fonéticos
(puntuación, espacios etc.) de los que se dará cuenta enseguida, al examinar la
estructura y la necesidad, que toleran muy mal el concepto de signo. Mejor, el
juego de la diferencia del que Saussure sólo ha recordado que es la condición
de posibilidad y de funcionamiento de todo signo, este juego es en sí mismo
silencioso. Es inaudible la diferencia entre dos fonemas, lo único que les
permite ser y operar como tales. Lo inaudible abre a la interpretación los dos
fonemas presentes, tal como se presentan. Si no hay, pues, una escritura

28
Jacques Derrida

puramente fonética, es que no hay phoné puramente fonética. La diferencia


que hace separarse los fonemas y hace que se oigan, en todos los sentidos de
esta palabra, permanece inaudible.
Se objetará que por las mismas razones, la diferencia gráfica se
sumerge también en la noche, nunca es plenamente un término sensible, sino
que alarga una relación invisible, el trazo de una relación no aparente entre dos
espectáculos sin duda. Pero que, desde ese punto de vista, la diferencia
marcada en la ‘diferencia’ entre la e y la a se desnuda a la vista y al oído,
sugiere quizá felizmente que es preciso dejarse ir aquí a un orden que ya no
pertenece a la sensibilidad. Pero no pertenece más a la inteligibilidad, a una
idealidad que no está fortuitamente afiliada a la objetividad del theorein o del
entendimiento. Es preciso dejarse llevar aquí a un orden, pues, que resista a la
oposición, fundadora de la filosofía, entre lo sensible y lo inteligible. El orden
que resiste a esta oposición, y la resiste porque la lleva (en sí), se anuncia en
un movimiento de diferencia (con una a) entre dos diferencias o entre dos
letras, diferencia que no pertenece ni a la voz ni a la escritura en el sentido
ordinario y que se tiende, como el espacio extraño que nos reunirá aquí
durante una hora, entre palabra y escritura, más allá también de la familiaridad
tranquila que nos liga a la una y a la otra, a veces en la ilusión de que son dos.
¿Cómo me las voy a arreglar para hablar de la a de la
diferencia? Está claro que esto no puede ser expuesto. Nunca se puede
exponer más que lo que en un momento determinado puede hacerse presente,
manifiesto, lo que se puede mostrar, presentarse como algo presente, algo
presente en su verdad, la verdad de un presente, o la presencia del presente.
Ahora bien, si la diferencia es (pongo el «es» bajo una tachadura) lo que hace
posible la presentación del presente, ella no se presenta nunca como tal.
Nunca se hace presente. A nadie. Reservándose y no exponiéndose, excede
en este punto preciso y de manera regulada el orden de la verdad, sin
disimularse, sin embargo, como cualquier cosa, como un ser misterioso, en lo
oculto de un no-saber o en un agujero cuyos bordes son determinables (por
ejemplo, en una topología de la castración). En toda exposición estaría
expuesta a desaparecer como desaparición, correría el riesgo de aparecer: de
desaparecer.
Sin embargo, los rodeos, los periodos, la sintaxis a la que a
menudo deberé recurrir se parecerán, a veces hasta confundirse con ellos, a
los de la teología negativa. Ya se ha hecho necesario señalar que la diferencia
no es, no existe, no es un ser presente (on), cualquier que éste sea; y se nos
llevara a señalar también todo lo que no es, es decir, todo; y en consecuencia
que no tiene ni existencia ni esencia. No depende de ninguna categoría de ser
alguno presente o ausente. Y sin embargo, lo que se señala así de la diferencia
no es teológico, ni siquiera del orden más negativo de la teología negativa, que
siempre se ha ocupado de librar, como es sabido, una superesencialidad más
allá de las categorías finitas de la esencia y de la existencia, es decir, de la
presencia, y siempre de recordar que si a Dios le es negado el predicado de
existencia, es para reconocerle un modo de ser superior, inconcebible, inefable.
No se trata aquí de un movimiento así, y ello se confirmará progresivamente.
La diferencia es no sólo irreductible a toda reapropiación ontológica o teológica
-ontoteología-,sino que, incluso abriendo el espacio en el que la ontoteología
-la fisolofía- produce su sistema y su historia, la comprende, la inscribe, y la
excede sin retorno.

29
Jacques Derrida

Por la misma razón, no sabré por dónde comenzar a trazar el


haz o el gráfico de la diferencia. Puesto que lo que se pone precisamente en
tela de juicio, es el requerimiento de un comienzo de derecho, de un punto de
partida absoluto, de una responsabilidad de principio. La problemática de la
escritura se abre con la puesta en tela de juicio del valor de arkhé. Lo que yo
propondré aquí no se desarrollará, pues, simplemente como un discurso
filosófico, que opera desde un principio, unos postulados, axiomas o
definiciones y se desplaza siguiendo la linealidad discursiva de un orden de
razones. Todo en el trazado de la diferencia es estratégico y aventurado.
Estratégico porque ninguna verdad transcendente y presente fuera del campo
de la escritura puede gobernar teológicamente la totalidad del campo.
Aventurado porque esta estrategia no es una simple estrategia en el sentido en
que se dice que la estrategia orienta la táctica desde un objetivo final, un telos
o el tema de una dominación, de una maestría, y de una reapropiación última
del movimiento o del campo. Estrategia finalmente sin finalidad, se la podría
llamar táctica ciega, empírica, si el valor de empirismo no tomara en sí mismo
todo su sentido de su oposición a la responsabilidad filosófica. Si hay un cierto
vagabundeo en el trazado de la diferencia, ésta no sigue la línea del discurso
filosófico-lógico más que la de su contrario simétrico y solidario, el discurso
empírico-lógico. El concepto de juego está más allá de esta oposición, anuncia
en vísperas y más allá de la filosofía, la unidad del azar y de la necesidad en un
cálculo sin fin. También, por decisión y regla de juego, si así lo quieren ustedes,
haciendo volver esta charla sobre sí misma, nos introduciremos en el
pensamiento de la diferencia por el tema de la estrategia o de la estratagema.
Con esta justificación, solamente estratégica, quiero subrayar que lo eficaz de
esta temática de la diferencia puede muy bien, deberá ser relevado un día,
prestarse él mismo, si no ya a su reemplazo, al menos a su encadenamiento en
una cadena que en verdad no habrá gobernado nunca. Por lo que, una vez
más, no es teológica.
Diré pues en principio que la diferencia, que no es ni un palabra
ni un concepto, me ha parecido estratégicamente lo más propio para ser
pensado, si no para ser dominado -siendo el pensamiento quizá aquí lo que
hay en una cierta relación necesaria con los límites estructurales del dominio-
lo más irreductible de nuestra «época». Parto, pues, estratégicamente, del
lugar y del tiempo en que «nosotros» estamos, aunque mi overtura no sea en
última instancia justificable y siempre sea a partir de la diferencia y de su
«historia» como podemos pretender saber quiénes y dónde estamos
«nosotros», y lo que podrían ser los límites de una «época».
Aunque diferencia no sea ni una palabra ni un concepto,
tratemos no obstante de hacer un análisis semántico fácil y aproximativo que
nos llevará a la vista del juego.
Sabido es que el verbo «diferir» (verbo latino differre) tiene dos
sentidos que parecen muy distintos; son objeto, por ejemplo en el Littré, de dos
artículos separados. En este sentido el differre latino no es la traducción simple
del diapherein griego y ello no dejará de tener consecuencias para nosotros,
que vinculamos esta charla a una lengua particular y una lengua que pasa por
ser menos filosófica, menos originariamente filosófica que la otra. Pues la
distribución del sentido en el griego no comporta uno de los dos motivos del
differre latino a saber, la acción de dejar para más tarde, de tomar en cuenta,

30
Jacques Derrida

de tomar en cuenta el tiempo y las fuerzas en una operación que implica un


cálculo económico, un rodeo, una demora, un retraso, una reserva, una
representación, conceptos todos que yo resumiría aquí en una palabra de la
que nunca me he servido, pero que se podría inscribir en esta cadena: la
temporización. Diferir en este sentido es temporizar, es recurrir, consciente o
inconscientemente a la mediación temporal y temporizadora de un rodeo que
suspende el cumplimiento o la satisfacción del «deseo» o de la «voluntad»,
efectuándolo también en un modo que anula o templa el efecto. Y veremos
-más tarde- que esta temporización es también temporización y espaciamiento,
hacerse tiempo del espacio, y hacerse espacio del tiempo, «constitución
originaria» del tiempo y del espacio, diría la metafísica o la fenomenología
transcendental en el lenguaje que aquí se critica y desplaza.
El otro sentido de diferir es el más común y el más identificable:
no ser idéntico, ser otro, discernible, etc. Tratándose de diferen(te)/(cia)s*,
palabra que se puede escribir como se quiera, con una t o una d final, ya sea
cuestión de alteridad de desemejanza o de alteridad de alergia y de polémica,
es preciso que entre los elementos otros se produzca, activamente,
dinámicamente, y con una cierta perseverancia en la repetición, intervalo,
distancia, espaciamiento.
Ahora bien, la palabra diferencia (con e) nunca ha pedido remitir
así a diferir como temporización ni a lo diferente como polemos. Es esta
pérdida de sentido lo que debería compensar -económicamente- la palabra
diferancia (con a). Ésta puede remitir a la vez a toda la configuración de sus
significaciones, es inmediatamente e irreductiblemente polisémica y ello no
será indiferente a la economía del discurso que trato de sostener. Remite no
sólo, por supuesto como toda significación, a ser sostenida por un discurso o
un contexto interpretativo, sino también ya en alguna manera por sí misma, o al
menos más fácilmente por sí misma que cualquier otra palabra, viniendo la a
inmediatamente del participio presente (difiriendo) y aproximándonos a la
acción en curso del diferir, antes incluso que haya producido un efecto
constituido en diferente o en diferencia (con e). En una conceptualidad y con
exigencias clásicas, se diría que «diferencia» designa la causalidad
constituyente, productiva y originaria, el proceso de ruptura y de división cuyos
diferentes o diferencias serían productos o efectos constituidos. Pero
aproximándonos al núcleo infinitivo y activo del diferir, «diferencia» (con a)
neutraliza lo que denota el infinitivo como simplemente activo, lo mismo que
mouvance no significa en nuestra lengua el simple hecho de mover, de
moverse o de ser movido. La resonancia no es en mayor medida el acto de
resonar. Hay que meditar, en el uso de nuestra lengua, que la terminación en
ancia permanece indecisa entre lo activo y lo pasivo. Y veremos por qué lo que
se deja designar como diferancia no es simplemente activo ni simplemente
pasivo, y anuncia o recuerda más bien algo como la voz media, dice una
operación que no es una operación, que no se deja pensar ni como pasión ni
como acción de un sujeto sobre un objeto, ni a partir de un agente ni a partir de
un paciente, ni a partir ni a la vista de cualquiera de estos términos. Ahora bien,
la voz media, una cierta intransitividad, es quizá lo que la filosofía,
constituyéndose en esta represión, ha comenzado por distribuir en voz activa y
voz pasiva.
Diferancia como temporización, diferancia como espaciamiento.
¿Cómo se conjugan? Partamos, puesto que ya estamos instalados en ella, de

31
Jacques Derrida

la problemática del signo y de la escritura. El signo, se suele decir, se pone en


lugar de la cosa misma, de la cosa presente, «cosa» vale aquí tanto por el
sentido como por el referente. El signo representa lo presente en su ausencia.
Tiene lugar en ello. Cuando no podemos tomar o mostrar la cosa, digamos lo
presente, el ser-presente, cuando lo presente no se presenta, significamos,
pasamos por el rodeo del signo. Tomamos o damos un signo. Hacemos signo.
El signo sería, pues, la presencia diferida. Bien se trate de signo verbal o
escrito, de signo monetario, de delegación electoral y de representación
política, la circulación de los signos difiere el momento en el que podríamos
encontrarnos con la cosa misma, adueñarnos de ella, consumirla o guardarla,
tocarla, verla, tener la intuición presente. Lo que yo describo aquí para definir,
en la banalidad de sus trazos, la significación como diferencia de
temporización, es la estructura clásicamente determinada del signo: presupone
que el signo, difiriendo la presencia, sólo es pensable a partir de la presencia
que difiere y a la vista de la presencia diferida que pretende reapropiarse.
Siguiendo esta semiología clásica, la sustitución del signo por la cosa misma es
a la vez segunda y provisional: segunda desde una presencia original y perdida
de la que el signo vendría a derivar; provisional con respecto a esta presencia
final y ausente en vista de la cual el signo sería un movimiento de mediación.
Al tratar de poner en tela de juicio este carácter de
secundariedad provisional del sustituto, sin duda veríamos anunciarse algo
como una diferencia originaria, pero no se podrá siquiera llamarla originaria o
final, en la medida en que los valores de origen, de arkhé, de telos, de ekhatos
etc., siempre han denotado la presencia-ousia, parousia, etc. Cuestionar el
carácter secundario y provisional del signo, oponerle una diferencia
«originaria», tendría, pues, como consecuencias:

1. que ya no se podría comprender la diferencia bajo el


concepto de «signo» que siempre ha querido decir representación de una
presencia y se ha constituido en un sistema (pensamiento o lengua) regulado a
partir y a la vista de la presencia;

2. que se pone así en tela de juicio la autoridad de la presencia


o de su simple contrario simétrico, la ausencia o la falta. Se interroga así el
límite que siempre nos ha constreñido, que todavía nos constriñe a nosotros,
los hablantes de una lengua y de un sistema de pensamiento -a formar el
sentido del ser en general como presencia o ausencia, en las categorías del ser
y de la entidad (ousia). Se ve ya que el tipo de pregunta al que de este modo
hemos sido reconducidos es, digamos, el tipo heideggeriano, y la diferencia
parece conducirnos a la diferencia óntico - ontológica. Se me permitirá que
posponga esta referencia. Señalaré solamente que entre la diferencia como
temporización - temporalización, que ya no se puede pensar en el horizonte del
presente, y lo que dice Heidegger en El ser y el tiempo de la temporalización
como horizonte transcendental de la cuestión del ser, que es preciso liberar de
la dominación tradicional y metafísica por el presente o el ahora, la
comunicación es estrecha, incluso si no es exhaustiva e irreductiblemente
necesaria.
Pero primero quedémonos en la problemática semiológica para
ver conjugadas allí la diferancia como temporización y la diferancia como
espaciamiento. La mayoría de las investigaciones semiológicas o lingüísticas

32
Jacques Derrida

que hoy dominan el campo del pensamiento, sea por sus propios resultados,
sea por la función de modelo regulador que ven reconocer por todas partes,
conducen genealógicamente a Saussure, errada o acertadamente, como al
común instaurador. Ahora bien, Saussure es inicialmente quien ha situado lo
arbitrario del signo y el carácter diferencial del signo en el principio de la
semiología general, singularmente de la lingüística. Y los dos motivos -arbitrario
y diferencial- son a sus ojos, es sabido, inseparables. No puede haber algo
arbitrario si no es porque el sistema de los signos está constituido por
diferencias, no por la totalidad de los términos. Los elementos de la
significación funcionan no por la fuerza compacta de núcleo, sino por la red de
las oposiciones que los distinguen y los relacionan unos a otros. «Arbitrario y
diferencial», dice Saussure, «son dos cualidades correlativas».
Ahora bien, este principio de la diferencia, como condición de la
significación, afecta a la totalidad del signo, es decir, a la vez a la cara del
significado y a la cara del significante. La cara del significado es el concepto, el
sentido ideal; y el significante es lo que Saussure llama la «imagen», «huella
psíquica» de un fenómeno material, físico, por ejemplo acústico. No vamos a
entrar aquí en todos los problemas que plantean estas definiciones. Citemos
solamente a Saussure en el punto que nos interesa: «Si la parte conceptual del
valor está constituida únicamente por relaciones y diferencias con los otros
términos de la lengua se puede decir lo mismo de la parte material...» Todo lo
que precede viene a decir que en la lengua no hay más que diferencias. Aun
más, una diferencia supone en general términos positivos entre los que se
establece: pero en la lengua no hay más que diferencias sin términos positivos.
Ya tomemos el significado o el significante, la lengua no comporta ni ideas ni
sonidos que preexistan al sistema lingüístico, sino solamente diferencias
conceptuales o diferencias fónicas resultados de este sistema. «Lo que hay de
idea o de materia fónica en un signo importa menos que lo que hay a su
alrededor en los otros signos.»
Extraeremos como primera consecuencia que el concepto
significado no está nunca presente en sí mismo, en una presencia suficiente
que no conduciría más que a sí misma. Todo concepto está por derecho y
esencialmente inscrito en una cadena o en un sistema en el interior del cual
remite al otro, a los otros conceptos, por un juego sistemático de diferencias.
Un juego tal, la diferancia, ya no es entonces simplemente un concepto, sino la
posibilidad de la conceptualidad, del proceso y del sistema conceptuales en
general. Por la misma razón, la diferancia, que no es un concepto, no es una
mera palabra, es decir, lo que se representa como una unidad tranquila y
presente, autorreferente, de un concepto y una fonía. Veremos más adelante lo
que es una palabra en general.
La diferencia de la que habla Saussure no es en sí misma ni un
concepto ni una palabra entre otras. Se puede decir esto a fortiori de la
diferancia. Y así se nos conduce a explicitar la relación que une la una y la otra.
En una lengua, en el sistema de la lengua, no hay más que
diferencias. Una operación taxonómica puede siempre proporcionar el
inventario sistemático, estadístico y clasificatorio. Pero, por una parte, estas
diferencias actúan: en la lengua, en el habla también y en el intercambio entre
lengua y habla. Por otra parte, estas diferencias son en sí mismas efectos. No
han caído del cielo ya listas; no están más inscritas en un topos noetos que
prescritas en la cera del cerebro. Si la palabra «historia» no comportara en sí

33
Jacques Derrida

misma el motivo de una represión final de la diferencia, se podría decir que


únicamente las diferencias pueden ser de entrada y totalmente «históricas».
Lo que se escribe como «diferancia» será así el movimiento de
juego que «produce», por lo que no es simplemente una actividad, estas
diferencias, estos efectos de diferencia. Esto no quiere decir que la diferancia
que produce las diferencias esté antes que ellas en un presente simple y en sí
mismo inmodificado, in-diferente. La diferancia es el «origen» no-pleno, no-
simple, el origen estructurado y diferente (de diferir) de las diferencias. El
nombre de «origen», pues, ya no le conviene.
Puesto que la lengua, de la que Saussure dice que es una
clasificación, no ha caído del cielo, las diferencias se han producido, son
efectos producidos, pero efectos que no tienen como causa un sujeto o una
sustancia, una cosa en general, un ente presente en alguna parte y que escapa
al juego de la diferancia. Si hubiera implicada una tal presencia, de la forma
más clásica del mundo, en el concepto de causa en general, sería pues
necesario hablar de efecto sin causa, lo que enseguida conduciría a no hablar
más de efecto. La salida fuera del cierre de este esquema, he tratado de indicar
su objetivo a través de la «marca», que ya no es un efecto que no tiene una
causa, sino que no puede bastarse a sí misma, fuera de texto, para operar la
transgresión necesaria.
Como no hay presencia antes de la diferencia semiológica y
fuera de ella, se puede extender al signo en general lo que Saussure escribe
de la lengua: «La lengua es necesaria para que el habla sea inteligible, y
produzca todos sus efectos; pero ésta es necesaria para que la lengua se
establezca; históricamente, el acto de habla la precede siempre.»
Reteniendo al menos el esquema, si no ya el sentido de la
exigencia formulada por Saussure, designaremos como diferancia el
movimiento según el cual la lengua, o todo código, todo sistema de
repeticiones en general se constituye «históricamente» como entramado de
diferencias. «Se constituye», «se produce», «se crea», «movimiento»,
«históricamente», etc., se deben entender más allá de la lengua metafísica en
la que se han trazado con todas sus implicaciones. Sería necesario mostrar por
qué los conceptos de producción, como los de constitución y de historia, son
desde este punto de vista cómplices del que aquí ponemos en cuestión, pero
esto me llevaría hoy demasiado lejos -hacia la teoría de la representación del
«círculo» en el cual parece que estamos encerrados nosotros mismos- y yo no
los uso aquí, como muchos otros conceptos, sino por comodidad estratégica y
para iniciar la deconstrucción de su sistema en el punto actualmente más
decisivo. Se habrá en todo caso comprendido, por el círculo mismo en que
parecemos inscritos, que la diferancia, tal como se escribe aquí, no es más
estática que genética, no es más estructural que histórica. O no menos, y es no
leer, no leer sobre todo lo que aquí falta a la ética ortográfica, querer objetarla a
partir de la más vieja de las oposiciones metafísicas, por ejemplo oponiéndole
algún punto de vista generativo a un punto de vista estructuralista-taxonomista,
o a la inversa. En cuanto a la diferancia, lo que sin duda hace el pensamiento
incómodo y el confort poco seguro, estas oposiciones no tienen la más mínima
pertinencia.
Si consideramos ahora la cadena en la que la «diferancia» se
deja someter a un cierto número de substituciones no sinonímicas, según la
necesidad del contexto, por qué recurrir a la «reserva», a la «archiescritura», al

34
Jacques Derrida

«archirrastro», al «espaciamiento», incluso al «suplemento», o al pharmakon,


pronto al himen, al margen-marca-marcha, etc.
Recomencemos. La diferancia es lo que hace, que el
movimiento de la significación no sea posible más que si cada elemento
llamado «presente», que aparece en la escena de la presencia, se relaciona
con otra cosa, guardando en sí la marca del elemento pasado y dejándose ya
hundir por la marca de su relación con el elemento futuro, no relacionándose la
marca menos con lo que se llama el futuro que con lo que se llama el pasado, y
constituyendo lo que se llama el presente por esta misma relación con lo que
no es él: no es absolutamente, es decir, ni siquiera un pasado o un futuro como
presentes modificados. Es preciso que le separe un intervalo de lo que no es él
para que sea él mismo, pero este intervalo que lo constituye en presente debe
también a la vez decidir el presente en sí mismo, compartiendo así, con el
presente, todo lo que se puede pensar a partir de él, es decir, todo existente, en
nuestra lengua metafísica, singularmente la sustancia o el sujeto.
Constituyéndose este intervalo, decidiéndose dinámicamente, es lo que
podemos llamar espaciamiento, devenir-espacio del tiempo o devenir-tiempo
del espacio (temporalización). Y es esta constitución del presente, como
síntesis «originaria» e irreductiblemente no-simple, pues, sensu estricto, no-
originaria, de marcas, de rastros de retenciones y de protenciones (para
reproducir aquí, analógicamente y de manera provisional, un lenguaje
fenomenológico y transcendental que se revelará enseguida inadecuado) que
yo propongo llamar archi-escritura, archirastro o diferancia. Esta (es) (a la vez)
espaciamiento (y) temporización.
Este movimiento (activo) de la (producción de la) diferancia sin
origen, ¿no habríamos podido llamarla simplemente y sin neografismo,
diferenciación? Entre otras confusiones, una palabra así hubiera dejado pensar
en alguna unidad orgánica, originaria y homogénea, que en un momento dado
viene a dividir, a recibir la diferencia como un acontecimiento. Sobre todo,
formado sobre el verbo diferenciar, anularía la significación económica del
rodeo, de la demora temporalizadora, del «diferir». Una nota, aquí, de paso. La
debo a una lectura reciente de un texto que Koyré había consagrado en 1934,
en la Revue d'histoire et de philosophie religieuse a Hegel en Jena
(reproducida en sus Études d'histoire de la penseé philosophique). Koyré hace
ahí largas citas, en alemán, de la Lógica de Jena y propone su traducción.
Ahora bien, en dos ocasiones encuentra en el texto de Hegel la expresión
differente Beziehung. Esta palabra de raíz latina (different) es rara en alemán y
también, creo, en Hegel, que más bien dice verschieden, ungleich, que llama a
la diferencia Unterschied, y Verschiedenheit a la variedad cualitativa. En la
Lógica de Jena, se sirve de la palabra differente en el momento en que trata
precisamente del tiempo y del presente. Antes de llegar a una discusión
preciosa de Koyré, he aquí algunas frases de Hegel, tal como las traduce: «El
infinito, en esta simplicidad, es, como momento opuesto a lo igual consigo
mismo lo negativo, y en sus momentos, mientras que se presenta a (sí mismo)
y en sí mismo la totalidad, (es) lo que excluye en general, el punto o el límite,
pero en ésta su acción de negar, se relaciona inmediatamente con el otro y se
niega a sí mismo. El límite o el momento del presente (der Gegen-wart), el
«este» absoluto del tiempo, o el ahora, es de una simplicidad negativa
absoluta, que excluye de sí absolutamente toda multiplicidad y, por esto mismo,
está absolutamente determinado; es no un todo o un quantum que se

35
Jacques Derrida

extendería en sí (y) que, en sí mismo, también tendría un momento


indeterminado, un diverso que, indiferente (gleichgültig) o exterior en el mismo,
se relacionaría con otro (auf ein anderer bezöge), pero es ahí una relación
absolutamente diferente del simple (sonderns es ist absolut differente
Beziehung).» Y Koyré precisa de manera digna de mención en nota: «Relación
diferente: diferente Beziehung. Se podría decir: relación diferenciante.» Y en la
página siguiente, otro texto de Hegel, donde se puede leer esto: «Diese
Beziehung ist Gegenwart, als eine differente Beziehung. (Esta relación es [el]
presente como relación diferente).» Otra nota de Koyré: «El término different se
toma aquí en un sentido activo.»
Escribir difiriente o diferancia (con una a) podría ya tener la
utilidad de hacer posible, sin otra nota o precisión, la traducción de Hegel en
este punto particular que también es un punto absolutamente decisivo de su
discurso. Y la traducción sería, como siempre debe serlo, transformación de
una lengua en otra. Naturalmente, sostengo que la palabra diferancia puede
también servir para otros usos: inicialmente porque señala no sólo la actividad
de la diferencia «originaria», sino también el rodeo temporalizador del diferir;
sobre todo porque a pesar de relaciones de afinidad muy profunda que la
diferancia así escrita mantiene con el discurso hegeliano, tal como debe ser
leído, puede en un cierto punto no romper con él, lo que no tiene ningún tipo de
sentido ni de oportunidad, sino operar en él una especie de desplazamiento a
la vez ínfimo y radical, cuyo espacio trato de indicar en otro lugar pero del que
me sería difícil hablar muy deprisa aquí.
Las diferencias son, pues, «producidas» -diferidas- por la
diferancia. ¿Pero qué es lo que difiere o quién difiere? En otras palabras, ¿qué
es la diferancia? Con esta pregunta llegamos a otro lugar y otro recurso de la
problemática.
Que es lo que difiere? ¿Quién difiere? ¿Qué es la diferancia?
Si respondiéramos a estas preguntas antes incluso de
interrogarlas como pregunta, antes de darles la vuelta y de sospechar de su
forma, hasta en lo que parece en ellas más natural y más necesario,
volveríamos ya a caer de este lado de lo que acabamos de despejar. Si
aceptáramos, en efecto, la forma de la pregunta, en su sentido y en su sintaxis
(«qué es lo que», «qué es quien» «quién es el que»...), sería necesario admitir
que la diferancia es derivada, sobrevenida, dominada y gobernada a partir del
punto de un existente-presente, pudiendo éste ser cualquier cosa, una forma,
un estado, un poder en el mundo, a los que se podrá dar toda clase de
nombres, un que, o un existente presente como sujeto, un quien. En este último
caso especialmente, se admitiría implícitamente que este existente presente,
como existente presente para sí, como consciencia, llegaría en un momento
dado a diferir de ella: ya sea a retrasar y a alejar la satisfacción de una
«necesidad» o de un «deseo», ya sea a diferir de sí, pero, en ninguno de estos
casos, un existente-presente semejante sería «constituido» por esa diferancia.
Ahora bien, si nos referimos una vez más a la diferencia
semiológica, qué es lo que Saussure, en particular, nos ha recordado? Que «la
lengua [que no consiste, pues, más que en diferencias] no es una función del
sujeto hablante». Esto implica que el sujeto (identidad consigo mismo o en su
momento, consciencia de la identidad consigo mismo, consciencia de sí) está
inscrito en la lengua, es «función» de la lengua, no se hace sujeto hablante
más que conformando su habla, incluso en la llamada «creación», incluso en la

36
Jacques Derrida

llamada «transgresión», al sistema de prescripciones de la lengua como


sistema de diferencias, o al menos a la ley general de la diferencia, rigiéndose
sobre el principio de la lengua del que dice Saussure que es «el lenguaje
menos el habla». «La lengua es necesaria para que el habla sea inteligible y
produzca todos sus efectos.»
Si por hipótesis tenemos por absolutamente rigurosa la
oposición del habla a la lengua, la diferancia será no sólo el juego de las
diferencias en la lengua, sino la relación del habla con la lengua, el rodeo
también por el cual debo pasar para hablar, la prenda silenciosa que debo dar,
y que igualmente vale para la semiología general que rige todas las relaciones
del uso y al esquema del mensaje, el código, etc. (He tratado de sugerir en otra
parte que esta diferencia en la lengua y en la relación del habla con la lengua
impide la disociación esencial que en otro estrato de su discurso quería
tradicionalmente señalar Saussure entre el habla y la escritura. La práctica de
la lengua o del código que supone un juego de formas, sin sustancia
determinada e invariable, que supone también en la práctica de este juego una
retención y una protención de las diferencias, un espaciamiento y una
temporización, un juego de marcas, es preciso que sea una especie de
escritura avant la lettre una archiescritura sin origen presente, sin arkhe. De
donde la tachadura regida por la arkhe y la transformación de la semiología
general en gramatología, operando ésta un trabajo crítico sobre todo lo que, en
la semiología y hasta en su concepto matriz -el signo- retenía presupuestos
metafísicos incompatibles con el motivo de la diferancia.)
Podríamos sentirnos tentados por una objeción: ciertamente, el
sujeto no se hace «hablante» más que comerciando con el sistema de las
diferencias lingüísticas; o incluso el sujeto no se hace significante (en general,
por el habla u otro signo) más que inscribiéndose en el sistema de las
diferencias. En este sentido, ciertamente, el sujeto hablante o significante no
estaría presente para sí en tanto que hablante o significante sin el juego de la
diferencia lingüística o semiológica. Pero ¿no se puede concebir una presencia
y una presencia para sí del sujeto antes de su habla o su signo, una presencia
para sí del sujeto en una consciencia silenciosa e intuitiva?
Una pregunta semejante supone, pues, que antes del signo y
fuera de él, con la exclusión de todo rastro y de toda diferencia es posible algo
semejante a la consciencia. Y que, antes incluso de distribuir sus signos en el
espacio y en el mundo, la consciencia puede concentrarse ella misma en su
presencia. Ahora bien, ¿qué es la consciencia? ¿Qué quiere decir
«consciencia»? Lo más a menudo en la forma misma del «querer decir» no se
ofrece al pensamiento bajo todas sus modificaciones más que como presencia
para sí, percepción de sí misma de la presencia. Y lo que vale de la
consciencia vale aquí de la existencia llamada subjetiva en general. De la
misma manera que la categoría del sujeto no puede y no ha podido nunca
pensarse sin la referencia a la presencia como upokeimenon o como ousia,
etc., el sujeto como consciencia nunca ha podido anunciarse de otra manera
que como presencia para sí mismo. El privilegio concedido a la consciencia
significa, pues, el privilegio concedido al presente; e incluso si se describe, en
la profundidad con que lo hace Husserl, la temporalidad transcendental de la
consciencia es al «presente viviente» al que se concede el poder de síntesis y
de concentración incesante de las marcas.

37
Jacques Derrida

Este privilegio es el éter de la metafísica, el elemento de nuestro


pensamiento en tanto que es tomado en la lengua de la metafísica. No se
puede delimitar un tal cierre más que solicitando hoy este valor de presencia
del que Heidegger ha mostrado que es la determinación ontoteológica del ser;
y al solicitar así este valor de presencia, por una puesta en tela de juicio cuyo
status debe ser completamente singular, interrogamos el privilegio absoluto de
esta forma o de esta época de la presencia en general que es la consciencia
como querer-decir en la presencia para sí.
Ahora bien, llegamos, pues, a plantear la presencia -y
singularmente la consciencia, el ser cerca de sí de la consciencia- no como la
forma matriz absoluta del ser, sino como una «determinación» y como un
«efecto». Determinación o efecto en el interior de un sistema que ya no es el de
la presencia, sino el de la diferancia, y que ya no tolera la oposición de la
actividad y de la pasividad, en mayor medida que la de la causa y del efecto o
de la indeterminación y de la determinación, etc., de tal manera que al designar
la consciencia como un efecto o una determinación se continúa, por razones
estratégicas, que pueden ser más o menos lúcidamente deliberadas y
sistemáticamente calculadas, a operar según el léxico de lo mismo que se de-
limita.
Antes de ser, tan radicalmente y tan expresamente, el de
Heidegger, este gesto ha sido también el de Nietzsche y el de Freud; quienes,
uno y otro, como es sabido, y a veces de manera tan semejante, han puesto en
tela de juicio la consciencia en su certeza segura de sí. Ahora bien, ¿no es
notable que lo hayan echo uno y otro a partir del motivo de la diferancia?
Este aparece casi señaladamente en sus textos y en esos
lugares donde se juega todo. No podría extenderme aquí; simplemente
recordaré que para Nietzsche la gran actividad principal es inconsciente y que
la consciencia es el efecto de las fuerzas cuya esencia y vías y modos no le
son propios. Ahora bien, la fuerza misma nunca está presente: no es más que
un juego de diferencias y de cantidades. No habría fuerza en general sin la
diferencia entre las fuerzas; y aquí la diferencia de cantidad cuenta más que el
contenido de la cantidad, que la grandeza absoluta misma: «La cantidad misma
no es, pues, separable de la diferencia de cantidad. La diferencia de cantidad
es la esencia de la fuerza, la relación de la fuerza con la fuerza. Soñar con dos
fuerzas iguales, incluso si se les concede una oposición de sentido, es un
sueño aproximativo y grosero, sueño estadístico donde lo viviente se sumerge,
pero que disipa la química» (G. Deleuze, Nietzsche et la philosophie, pág. 49).
Todo el pensamiento de Nietzsche ¿no es una crítica de la filosofía como
indiferencia activa ante la diferancia, como sistema de reducción o de represión
a-diaforística? Lo cual no excluye que según la misma lógica, según la lógica
misma, la filosofía viva en y de la diferancia, cegándose así a lo mismo que no
es lo idéntico. Lo mismo es precisamente la diferancia (con una a) como paso
alejado y equivocado de un diferente a otro, de un término de la oposición a
otro. Podríamos así volver a tomar todas las parejas en oposición sobre las que
se ha construido la filosofía y de las que vive nuestro discurso para ver ahí no
borrarse la oposición, sino anunciarse una necesidad tal que uno de los
términos aparezca como la diferancia del otro, como el otro diferido en la
economía del mismo (lo inteligible como difiriendo de lo sensible, como
sensible diferido, el concepto como intuición diferida-diferente; la cultura como
naturaleza diferida-diferente; todos los otros de la physis-techne, nomos, thesis,

38
Jacques Derrida

sociedad, libertad, historia, espíritu, etc., -como physis diferida o como physis
diferente. Physis en diferancia. Aquí se indica el lugar de una reciente
interpretación de la mimesis, en su pretendida oposición a la physis). Es a partir
de la muestra de este mismo como diferancia cuando se anuncia la mismidad
de la diferencia y de la repetición en el eterno retorno. Tantos temas que se
pueden poner en relación en Nietzsche con la sintomatología que siempre
diagnostica el rodeo o la artimaña de una instancia disfrazada en su diferancia;
o incluso con toda la temática de la interpretación activa que sustituye con el
desciframiento incesante al desvelamiento de la verdad como presentación de
la cosa misma en su presencia, etc. Cifra sin verdad, o al menos sistema de
cifras no dominado por el valor de verdad que se convierte entonces en sólo
una función comprendida, inscrita, circunscrita.

Podremos, pues, llamar diferancia a esta discordia «activa», en


movimiento, de fuerzas diferentes y de diferencias de fuerzas que opone
Nietzsche a todo el sistema de la gramática metafísica en todas partes donde
gobierna la cultura, la filosofía y la ciencia.

Es históricamente significante que esta diaforística en tanto que


energética o economía de fuerzas, que se ordena según la puesta, en tela de
juicio de la primacía de la presencia como consciencia, sea también el motivo
capital del pensamiento de Freud: otra diaforística, a la vez teoría de la cifra (o
de la marca) y energética. La puesta en tela de juicio de la autoridad de la
consciencia es inicialmente y siempre diferencial.

Los dos valores aparentemente diferentes de la diferancia se


anudan en la teoría freudiana: el diferir como discernibilidad, distinción,
desviación, diastema, espaciamiento, y el diferir como rodeo, demora, reserva,
temporización.

1. Los conceptos de marca (Spur), de roce (Bahnung), de


fuerzas de roce son desde el Entwurt inseparables del concepto de diferencia.
No se puede describir el origen de la memoria y del psiquismo como memoria
en general (consciente o inconsciente) más que tomando en consideración la
diferencia entre los razonamientos. Freud lo dice expresamente. No hay roce
sin diferencia ni diferencia sin marca.

2. Todas las diferencias en la producción de marcas


inconscientes y en los procesos de inscripción (Niederschrift) pueden también
ser interpretadas como momentos de la diferencia, en el sentido de la puesta
en reserva. Según un esquema que no ha cesado de guiar el pensamiento de
Freud, el movimiento de la marca se describe como un esfuerzo de la vida que
se protege a sí misma difiriendo la inversión peligrosa, constituyendo una
reserva (Vorrat) y todas las oposiciones de conceptos que surcan el
pensamiento freudiano relacionan cada uno de los conceptos a otro como los
momentos de un rodeo en la economía de la diferencia. El uno no es más que
el otro diferido, el uno diferente del otro. El uno es el otro en diferencia, el uno
es la diferencia del otro. Así es como toda oposición aparentemente rigurosa e
irreductible (por ejemplo, la de lo secundario y lo primario) se ve calificar, en
uno u otro momento, de «ficción teórica». Es también así, por ejemplo (pero

39
Jacques Derrida

este ejemplo gobierna todo, comunica con todo), como la diferencia entre el
principio del placer y el principio de realidad no es sino la diferencia como
rodeo (Ausfschub). En Más allá del principio de placer escribe Freud: «Bajo la
influencia del instinto de conservación del yo, el principio del placer se borra y
cede el lugar al principio de realidad que hace que, sin renunciar al fin último
que constituye el placer, consintamos en diferir la realización, en no aprovechar
ciertas posibilidades que se nos ofrecen de apresurarnos en ello, incluso en
soportar, a favor del largo rodeo (Aufschub) que tomamos para llegar al placer,
un momentáneo descontento.»

Aquí tocamos el punto de mayor oscuridad en el enigma mismo


de la diferencia, lo que divide justamente el concepto en una extraña partición.
No es preciso apresurarse a decidir. ¿Cómo pensar a la vez la diferencia como
rodeo económico que, en el elemento del mismo, pretende siempre reencontrar
el placer en el lugar en que la presencia es diferida por cálculo (consciente o
inconscientemente) y por otra parte la diferencia como relación con la
presencia imposible, como gasto sin reserva, como pérdida irreparable de la
presencia, usura irreversible de la energía, como pulsión de muerte y relación
con el otro que interrumpe en apariencia toda economía? Es evidente -es
absolutamente evidente- que no se pueden pensar juntos lo económico y lo no
económico, lo mismo y lo completamente distinto, etc. Si la diferencia es este
impensable, quizá no es necesario apresurarse a hacerlo evidente, en el
elemento filosófico de la evidencia que habría hecho pronto disipar la ilusión y
lo ilógico, con la infalibilidad de un cálculo que conocemos bien, para haber
reconocido precisamente su lugar, su necesidad, su función en la estructura de
la diferencia. Lo que en la filosofía sacaría provecho ya ha sido tomado en
consideración en el sistema de la diferencia tal como se calcula aquí. He
tratado en otra parte, en una lectura de Bataille, de indicar lo que podría ser
una puesta en contacto, si se quiere, no sólo rigurosa, sino, en un nuevo
sentido, «científica», de esta «economía limitada» que no deja lugar al gasto
sin reserva, a la muerte, a la exposición al sin sentido, etc., y de una economía
general que toma en consideración la no-reserva, si se puede decir, que tiene
en reserva la no-reserva. Relación entre una diferencia que encuentra su
cuenta y una diferencia que fracasa en encontrar su cuenta, la apuesta de la
presencia pura y sin pérdida confundiéndose con la de la pérdida absoluta, de
la muerte. Por esta puesta en contacto de la economía limitada y de la
economía general se desplaza y se reinscribe el proyecto mismo de la filosofía,
bajo la especie privilegiada del hegelianismo. Se doblega la Aufhebung -el
relevo- a escribirse de otra manera. Quizá, simplemente, a escribirse. Mejor, a
tomar en consideración su consumación de escritura.

Pues el carácter económico de la diferencia no implica de


ninguna manera que la presencia diferida pueda ser todavía reencontrada, que
no haya así más que una inversión que retarda provisionalmente y sin pérdida
la presentación de la presencia, la percepción del beneficio o el beneficio de la
percepción. Contrariamente a la interpretación metafísica, dialéctica,
«hegeliana» del movimiento económico de la diferencia, hay que admitir aquí
un juego donde quien pierde gana y donde se gana y pierde cada vez. Si la
presentación desviada sigue siendo definitiva e implacablemente rechazada, no
es sino un cierto presente lo que permanece escondido o ausente; pero la

40
Jacques Derrida

diferencia nos mantiene en relación con aquello de lo que ignoramos


necesariamente que excede la alternativa de la presencia y de la ausencia.
Una cierta alteridad -Freud le da el nombre metafísico de inconsciente- es
definitivamente sustraída a todo proceso de presentación por el cual lo
llamaríamos a mostrarse en persona. En este contexto y bajo este nombre el
inconsciente no es, como es sabido, una presencia para sí escondida, virtual,
potencial. Se difiere, esto quiere decir sin duda que se teje de diferencias y
también que envía, que delega representantes, mandatarios; pero no hay
ninguna posibilidad de que el que manda «exista», esté presente, sea el mismo
en algún sitio y todavía menos de que se haga consciente. En este sentido,
contrariamente a los términos de un viejo debate, el lado fuerte de todas las
inversiones metafísicas que ha realizado siempre, el «inconsciente» no es más
una «cosa» que otra cosa, no más una cosa que una consciencia virtual o
enmascarada. Esta alteridad radical con relación a todo modo posible de
presencia se señala en efectos irreductibles de destiempo, de retardamiento. Y,
para describirlos, para leer las marcas de las marcas «inconscientes» (no hay
marca «consciente»), el lenguaje de la presencia o de la ausencia, el discurso
metafísico de la fenomenología es inadecuado (pero el «fenomenólogo» no es
el único que habla).

La estructura del retardamiento (Nachträglichkeit), impide en


efecto que se haga de la temporalización una simple complicación dialéctica
del presente vivo como síntesis originaria e incesante, constantemente
reconducida a sí, concentrada sobre sí, concentrante, de rastros que retienen y
de aberturas protencionales. Con la alteridad del «inconsciente» entramos en
contacto no con horizontes de presentes modificados -pasados o por venir-,
sino con un «pasado» que nunca ha sido presente y que no lo será jamás, cuyo
«por-venir» nunca será la producción o la reproducción en la forma de la
presencia. El concepto de rastro es, pues, inconmensurable con el de
retención, de devenir-pasado de lo que ha sido presente. No se puede pensar
el rastro -y así la diferencia- a partir del presente, o de la presencia del
presente.

Un pasado que nunca ha sido presente, esta es la fórmula por


la cual E. Levinas, según vías que ciertamente no son las del psicoanálisis,
califica la marca y el enigma de la alteridad absoluta: el prójimo. En estos
límites y desde este punto de vista al menos, el pensamiento de la diferencia
implica toda la crítica de la ontología clásica emprendida por Levinas. Y el
concepto de marca, como el de diferencia, organiza así a través de estas
marcas diferentes y estas diferencias de marcas, en el sentido de Nietzsche, de
Freud, de Levinas (estos «nombres de autores» no son aquí más que indicios),
la red que concentra y atraviesa nuestra «época» como delimitación de la
ontología (de la presencia).

Es decir, del existente o de la existencialidad. En todas partes,


es la dominación del existente lo que viene a solicitar la diferencia, en el
sentido en que solicitare significa, en viejo latín, sacudir como un todo, hacer
temblar en totalidad. Es la determinación del ser en presencia o en
existencialidad lo que es así pues interrogado, por el pensamiento de la
diferencia. Una pregunta semejante no podría surgir y dejarse comprender sin

41
Jacques Derrida

que se abriera en alguna parte la diferencia del ser y el existente. Primera


consecuencia: la diferencia no existe. No es un existente-presente, tan
excelente, único, de principio o transcendental como se la desea. No gobierna
nada, no reina sobre nada, y no ejerce en ninguna parte autoridad alguna. No
se anuncia por ninguna mayúscula. No sólo no hay reino de la diferencia, sino
que ésta fomenta la subversión de todo reino. Lo que la hace evidentemente
amenazante e infaliblemente temida por todo lo que en nosotros desea el reino,
la presencia pasada o por venir de un reino. Y es siempre en el nombre de un
reino como se puede, creyendo verla engrandecerse con una mayúscula,
reprocharle querer reinar.
¿Es que, sin embargo, la diferencia se ajusta en la desviación
de la diferencia óntico - ontológica tal como se piensa; tal como la «época» se
piensa ahí en particular «a través», si aún puede decirse, de la meditación
heideggeriana?
No hay respuesta simple a una pregunta semejante.
Por una cierta cara de sí misma, la diferencia no es ciertamente
más que el despliegue histórico y de época del ser o de la diferencia
ontológica. La a de la diferencia señala el movimiento de este despliegue.
Y sin embargo, el pensamiento del sentido o de la verdad del
ser, la determinación de la diferencia en diferencia óntico-ontológica, la
diferencia pensada en el horizonte de la cuestión del ser, ¿no es todavía un
efecto intrametafísico de la diferencia? El despliegue de la diferencia no es
quizá sólo la verdad del ser o de la epocalidad del ser. Quizá hace falta intentar
pensar este pensamiento inaudito, este trazado silencioso: que la historia del
ser, cuyo pensamiento inscribe al logos griego-occidental, no es en sí misma,
tal como se produce a través de la diferencia ontológica, más que una época
del diapherein. No podríamos siquiera llamarla desde aquí «época»
perteneciendo el concepto de epocalidad al interior de la historia como historia
del ser. No habiendo tenido nunca sentido el ser, no habiendo nunca sido
pensado o dicho como tal más que disimulándose en el existente, la diferencia
de una cierta y muy extraña manera, (es) más «vieja» que la diferencia
ontológica o que la verdad del ser. A esta edad se la puede llamar juego de la
marca. De una marca que no pertenece ya al horizonte del ser sino cuyo juego
lleva y cerca el sentido del ser: juego de la marca o de la diferencia que no
tiene sentido y que no existe. Que no pertenece. Ningún mantenimiento, pero
ninguna profundidad para este damero sin fondo donde el ser se pone en
juego.
Es acaso así como el juego heracliteano del en diapheron
eauto, del uno diferente de sí, difiriéndose consigo, se pierde ya como una
marca en la determinación del diapherein en diferencia ontológica.
Pensar la diferencia ontológica sigue siendo sin duda, una tarea
difícil cuyo enunciado ha permanecido casi inaudible. También prepararse más
allá de nuestro logos, para una diferencia tanto más violenta cuanto que no se
deja todavía reconocer como epocalidad del ser y diferencia ontológica, no es
ni eximirse del paso por la verdad del ser ni de ninguna manera «criticarlo»,
«contestarlo», negar su incesante necesidad. Es necesario, por el contrario,
quedarse en la dificultad de este paso, repetirlo en la lectura rigurosa de la
metafísica en todas partes donde normaliza el discurso occidental, y no
solamente en los textos de la «historia de la filosofía». Hay que dejar en todo
rigor aparecer/desaparecer la marca de lo que excede la verdad del ser. Marca

42
Jacques Derrida

(de lo) que no puede nunca presentarse, marca que en sí misma no puede
nunca presentarse: aparecer y manifestarse como tal en su fenómeno. Marca
más allá de lo que liga en profundidad la ontología fundamental y la
fenomenología. Siempre difiriendo, la marca no está nunca como tal en
presentación de sí. Se borra al presentarse, se ensordece resonando, como la
a al escribirse, inscribiendo su pirámide en la diferencia.
De este movimiento siempre se puede descubrir la marca
anunciadora y reservada en el discurso metafísico y sobre todo en el discurso
contemporáneo que habla, a través de las tentativas en que nos hemos
interesado hace un instante (Nietzsche, Freud, Levinas) del cierre de la
ontología. Singularmente en el texto heideggeriano.
Este nos provoca a interrogar la esencia del presente, la
presencia del presente.
Qué es el presente? Qué es pensar el presente en su
presencia?
Consideremos por ejemplo, el texto de 1946 que se titula Der
Spruch des Anaximander. Heidegger recuerda ahí que el olvido del ser olvida la
diferencia del ser y el existente: «Pero la cosa del ser (die Sache des Seins), es
ser el ser del existente. La forma lingüística de este genitivo con multivalencia
enigmática nombra una génesis (Genesis), una proveniencia (Herkunft) del
presente a partir de la presencia (des Anbwesenden aus dem Anwesen). Pero,
con la muestra de los dos, la esencia (Wesen) de esta proveniencia permanece
secreta (verborgen). No solamente la esencia de esta proveniencia, sino
también la simple relación entre presencia y presente (Anwesen und
Anwesendem) permanece impensada. Desde la aurora, parece que la
presencia, y el existente-presente sean, cada uno por su lado, separadamente
algo. Imperceptiblemente, la presencia se hace ella-misma un presente... La
esencia de la presencia (Des Wesen des Anwesens) y así la diferencia de la
presencia y el presente es olvidada. El olvido del ser es el olvido de la
diferencia del ser y el existente (traducción en Chemins, págs. 296-297).
Recordándonos la diferencia entre el ser y el existente (la
diferencia ontológica) como diferencia de la presencia y el presente, Heidegger
avanza una proposición, un conjunto de proposiciones que aquí no se tratará,
por una precipitación propia de la necedad, de «criticar», sino de devolver más
bien a su poder de provocación.
Procedamos lentamente. Lo que Heidegger quiere, pues,
señalar es esto: la diferencia del ser y el existente, lo olvidado de la metafísica,
ha desaparecido sin dejar marca. La marca misma de la diferencia se ha
perdido. Si admitimos que la diferancia (es) (en sí misma) otra cosa que la
ausencia y la presencia, si marca, sería preciso hablar aquí, tratándose del
olvido de la diferencia (del ser y el existente), de una desaparición de la marca
de la marca. Es lo que parece implicar tal pasaje de La palabra de
Anaximandro. «El olvido del ser forma parte de la esencia misma del ser,
velado por él. El olvido pertenece tan esencialmente al destino del ser que la
aurora de este destino comienza precisamente en tanto que desvelamiento del
presente en su presencia. Esto quiere decir: la historia del ser comienza por el
olvido del ser en que el ser retiene su esencia, la diferencia con el existente. La
diferencia falta. Permanece olvidada. Sólo lo diferenciado-el presente y la
presencia (das Anwesende und dar Anwesen) se desabriga, pero no en tanto
que lo diferenciado. Al contrario, la marca matinal die frühe Spur) de la

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Jacques Derrida

diferencia se borra desde el momento en que la presencia aparece como un


existente-presente Des Anwesen wie ein Anwesendes erscheint) y encuentra
su proveniencia en un (existente)-presente supremo (in einem höchsten
Anwesenden)».
No siendo la marca una presencia, sino un simulacro de una
presencia que se disloca, se desplaza, se repite, no tiene propiamente lugar, el
borrarse pertenece a su estructura. No sólo el borrarse que siempre debe
poder sorprenderla, a falta de lo que ella no sería marca, sino indestructible,
monumental substancia, sino el borrarse que la hace desaparecer en su
aparición, salir de sí en su posición. El borrarse de la marca precoz (die frühe
Spur) de la diferencia es, pues, «el mismo» que su trazado en el texto
metafísico. Este debe haber guardado la marca de lo que ha perdido o
reservado, dejado de lado. La paradoja de una estructura semejante, es, en el
lenguaje de la metafísica, esta inversión del concepto metafísico que produce
el efecto siguiente: el presente se hace el signo del signo, la marca de la
marca. Ya no es aquello a lo que en última instancia reexpide toda devolución.
Se convierte en una función dentro de una estructura de devolución
generalizada. Es marca y marca del borrarse de la marca.
El texto de la metafísica es así comprendido. Todavía legible; y
para leerse. No está rodeado, sino atravesado por su límite, marcado en su
interior por la estela múltiple de su margen. Proponiendo a la vez el
monumento y el espejismo de la marca, la marca simultáneamente marcada y
borrada, simultáneamente viva y muerta, viva como siempre al simular también
la vida en su inscripción guardada. Pirámide. No un límite que hay que
franquear, sino pedregosa, sobre una muralla, en otras palabras que hay que
descifrar, un texto sin voz.
Se piensa entonces sin contradicción, sin conceder al menos
ninguna pertinencia a tal contradicción, lo perceptible y lo imperceptible de la
marca. La «marca matinal» de la diferencia se ha perdido en una invisibilidad
sin retorno y, sin embargo, su pérdida misma está abrigada, guardada, mirada,
retardada. En un texto. Bajo la forma de la presencia. De la propiedad. Que en
sí misma no es más que un efecto de escritura.
Después de haber hablado del borrarse de la marca matinal,
Heidegger puede, pues, en la contradicción sin contradicción, consignar
contrasignar el empotramiento de la marca. Un poco más lejos: -«La diferencia
del ser y el existente no puede sin embargo, llegar luego a la experiencia como
un olvido más que si se ha descubierto ya con la presencia del presente (mit
dem Anwesen des Anwesenden), y si está así sellada en una marca (so eine
Spur geprägt hat) que permanece guardada (gewahrt bleibt) en la lengua a la
que adviene el ser.»
Más adelante de nuevo, meditando el to khreon de
Anaximandro, traducido aquí como Brauch (conservación), Heidegger escribe
esto:
«Disponiendo acuerdo y deferencia (Fug und Ruch. verfügend)
la conservación libera el presente (Anwesende) en su permanencia y lo deja
libre cada vez para su estancia. Pero por eso mismo, el presente se ve
igualmente comprometido en el peligro constante de endurecerse en la
insistencia (in das blosze Beharren verbärtet) a partir de su duración que
permanece. Así la conservación (Brauch) sigue siendo al mismo tiempo en sí
misma des-poseimiento (Aushändigung: des-conservación) de la presencia

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Jacques Derrida

(des Anwesens) in der Un-fug, en lo disonante (el desunimiento). La


conservación añade el des- (Der Brauch fügt das Un-).»
Y es en el momento en que Heidegger reconoce la
conservación como marca cuando debe plantearse la cuestión: ¿se puede y
hasta dónde se puede pensar este marca y el des- de la diferancia como
Wesen des Seins? ¿El des- de la diferancia no nos lleva más allá de la historia
del ser, más allá de nuestra lengua también y de todo lo que en ella puede
nombrarse? ¿No apela, en la lengua del ser, a la transformación,
necesariamente violenta, de esta lengua en una lengua totalmente diferente?
Precisemos esta cuestión. Y, para desalojar en ella la «marca»
(y ¿quién ha creído que se ojeaba algo más que pistas para despistar?),
leamos otra vez este pasaje:
«La traducción de to khreon como: «la conservación» (Brauch)
no proviene de reflexiones etimológico-léxicas. La elección de la palabra
«conservación» proviene de una tra-ducción anterior (Ubersetzen) del
pensamiento que trata de pensar la diferencia en el despliegue del ser (im
Wesen des Seins) hacia el comienzo historial del olvido del ser. La palabra «la
conservación» es dictada al pensamiento en la aprehensión (Erfahrung) del
olvido del ser. Lo que de esto propiamente hay que pensar en la palabra «la
conservación», to khreon nombra propiamente una marca (Spur), marca que
desaparece enseguida (aisbald verschwindet) en la historia del ser que se
muestra histórico-mundialmente como metafísica occidental.»
¿Cómo pensar lo que está fuera de un texto? ¿Más o menos
como su propio margen? Por ejemplo, ¿lo otro del texto de la metafísica
occidental? Ciertamente la «marca que desaparece enseguida en la historia del
ser... como metafísica occidental» escapa a todas las determinaciones, a todos
los nombres que podría recibir en el texto metafísico. En estos nombres se
abriga y así se disimula. No aparece ahí como la marca «en sí misma». Pero
es porque no podría nunca aparecer en sí misma, como tal. Heidegger también
dice que la diferencia no puede aparecer en tanto que tal: «Lichtung des
Unterschiedes kann deshalb auch nicht bedeuten, dasz der Unterschied als der
Unterschied erscheint.» No hay esencia de la diferencia, ésta (es) lo que no
sólo no sabría dejarse apropiar en él como tal de su nombre o de su aparecer,
sino lo que amenaza la autoridad del como tal en general, de la presencia de la
cosa misma en su esencia. Que no haya, en este punto, esencia propia[i], de la
diferancia, implica que no haya ni ser ni verdad del juego de la escritura en
tanto que inscribe la diferancia.
Para nosotros, la diferancia sigue siendo un nombre metafísico
y todos los nombres que recibe en nuestra lengua son todavía, en tanto que
nombres, metafísicos. En particular cuando hablan de la determinación de la
diferancia en diferencia de la presencia y el presente (Anwesen/Anwesend),
pero sobre todo, y ya de la manera más general cuando hablan de la
determinación de la diferancia en diferencia del ser y el existente.
Más «vieja» que el ser mismo, una tal diferancia no tiene ningún
nombre en nuestra lengua. Pero sabemos ya que si es innombrable no es por
provisión, porque nuestra lengua todavía no ha encontrado o recibido este
nombre, o porque sería necesario buscarlo en otra lengua, fuera del sistema
finito de la nuestra. Es porque no hay nombre para esto ni siquiera el de
esencia o el de ser, ni siquiera el de diferancia, que no es un nombre, que no

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Jacques Derrida

es una unidad nominal pura y se disloca sin cesar en una cadena de


sustituciones que difieren.
«No hay nombre para esto»: leer esta proposición en su
banalidad. Este innombrable no es un ser inefable al que ningún nombre podría
aproximarse: Dios por ejemplo. Este innombrable es el juego que hace que
haya efectos nominales, estructuras relativamente unitarias o atómicas que se
llaman nombres, cadenas de sustituciones de nombres, y en las que, por
ejemplo, el efecto nominal «diferancia» es él mismo acarreado, llevado,
reinscrito, como una falsa entrada o una falsa salida todavía es parte del juego,
función del sistema.
Lo que sabemos, lo que sabríamos si se tratara aquí
simplemente de un saber, es que no ha habido nunca, que nunca habrá
palabra única, nombre-señor. Es por lo que el pensamiento de la letra a de la
diferancia no es prescripción primera ni el anuncio profético de una nominación
inminente y todavía inoída. Esta «palabra» no tiene nada de kerygmática, por
poco que se pueda percibir la mayusculación. Poner en cuestión el nombre de
nombre.
No habrá nombre único, aunque sea el nombre del ser. Y es
necesario pensarlo sin nostalgia, es decir, fuera del mito de la lengua
puramente materna o puramente paterna, de la patria perdida del pensamiento.
Es preciso, al contrario, afirmarla, en el sentido en que Nietzsche pone en
juego la afirmación, con una risa y un paso de danza.
Desde esta risa y esta danza, desde esta afirmación extraña a
toda dialéctica, viene cuestionada esta otra cara de la nostalgia que yo llamaré
la esperanza heideggeriana. No paso por alto lo que esta palabra puede tener
aquí de chocante. Me arriesgo no obstante, sin excluir implicación alguna, y lo
pongo en relación con lo que La palabra de Anaximandro me parece retener de
la metafísica: la búsqueda de la palabra propia y del nombre único. Hablando
de la «primera palabra del ser» (das frühe Wort des Seins), escribe Heidegger:
«La relación con el presente, que muestra su orden en la esencia misma de la
presencia, es única (ist eine einzige). Permanece por excelencia incomparable
a cualquier otra relación, pertenece a la unicidad del ser mismo (Sie gehört zur
Einzigkeit des Seins selbst). La lengua debería, pues, para nombrar lo que se
muestra en el ser (das Wesende des Seins), encontrar una sola palabra, la
palabra única (ein einziges, das einzige Wort). Es aquí donde medimos lo
arriesgado que es toda palabra del pensamiento [toda palabra pensante:
denkende Wort] que se dirige al ser (das dem Sein zugesprochen wird). Sin
embargo, lo que aquí se arriesga no es algo imposible; pues el ser habla en
todas partes y siempre y a través de toda lengua.»
Tal es la cuestión: la alianza del habla y del ser en la palabra
única, en el nombre al fin propio. Tal es la cuestión que se inscribe en la
afirmación jugada de la diferancia. Se refiere a cada uno de los miembros de
esta frase; «El ser/habla/en todas partes y siempre/a través de/ toda/lengua.»

Jacques Derrida

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Jacques Derrida

--------------------------------------------------------------------------------

* * Proponemos, de manera tentativa, una posible traducción:


diferancia, que, si bien no suena igual que diferencia -como ocurre en el
francés différance-, presenta, no obstante, la misma variación e/a, lo cual haría
en todo caso inteligible cualquier discusión ulterior en el texto de Derrida. (N.
del T.)

* Juega Derrida con la doble connotación diferente/diferencia y


diferente/desavenencia, que, en castellano, está también incluida en el término
«diferencias». (N. del T)

[i] La diferancia no es una «especie» del género «diferencia


ontológicas. Si «la donación de presencia es propiedad del Ereignen» («Die
Gabe von Anwesen ist Eigentum des Ereignens») («Zeit und Sein», en
L'endurance de la pensée, Plon, 1968, tr. fr. Fédier, pág. 63), la diferancia no es
un proceso de propiación en cualquier sentido que se tome. No es ni la
posición (apropiación) ni la negación (expropiación), sino lo otro. Desde este
momento, parece, pero señalamos aquí nosotros más bien la necesidad de un
recorrido que ha de venir, no sería más que el ser una especie del género
Ereignis. Heidegger «... entonces el ser tiene su lugar en el movimiento que
hace advenir a si lo propio (Dan gebört das Sein in dsr Ereignen). De él acogen
y reciben su determinación el dar y su donación. Entonces el ser sería un
género del Ereignis y no el Ereignis un género del ser. Pero la huida que busca
refugio en semejante inversión sería demasiado barata. Pasa al lado del
verdadero pensamiento de la cuestión y de su paladín (Sie denkt am
Sachverhalt vorbei). Ereignis no es el concepto supremo que comprende todo,
y bajo el que se podrían alinear ser y tiempo. Las relaciones lógicas de orden
no quieren decir nada aquí. Pues, en la medida en que pensamos en pos del
ser mismo y seguimos lo que tiene de propio (seinem Eigenen folgen), éste se
revela como la donación, concedida por la extensión (Reichen) del tiempo, del
destino de parousia (gewährte Gabe des geschickes von Anwesenheit). La
donación de presencia es propiedad del Ereignen (Die Dabe von Anweswn ist
Eigentum des Ereignens)».

Sin la reinscripción desplazada en esta cadena (ser, presencia,


propiación, etc.), no se transformará nunca de manera rigurosa e irreversible
las relaciones entre lo ontológico, general o fundamental, y lo que ella domina o
se subordina a título de ontología regional o de ciencia particular: por ejemplo,
la economía política, el psicoanálisis, la semiolingüística, la retórica, en los que
el valor de propiedad desempeña, más que en otras partes, un papel
irreductible, pero igualmente las metafísicas espiritualistas o materialistas. A
esta elaboración preliminar apuntan los análisis articulados en este volumen:
Es evidente que una reinscripción semejante no estará nunca contenida en un
discurso filosófico o teórico, ni en general en un discurso o un escrito: sólo
sobre la escena de lo que he llamado en otra parte el texto general (1972).

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Jacques Derrida

Yo - el psicoanálisis*
Jacques Derrida

Traducción de Cristian de Peretti, en DERRIDA, J., Cómo no


hablar y otros textos, Proyecto A, Barcelona, 1997, pp. 70-80.

Introduzco aquí -yo- a una traducción.

Esto dice ya bastante acerca de a qué me llevarán ambas vías:


a eclipsarme en el umbral a fin de facilitar la lectura que ustedes van a hacer.
Escribo en «mi» lengua pero, en el idioma de ustedes, yo debería introducir.
Dicho de otro modo, y otra vez en «mi» lengua, presentar a alguien. Alguien
que, en muchos sentidos, todos ellos singulares, no está aquí, aun cuando
permanece lo suficientemente próximo y presente como para prescindir de toda
introducción.
Se presenta alguien a alguien o a varios y, por deferencia para
con los anfitriones e invitado -aquellos que reciben en su lengua y aquel que es
introducido-, la cortesía más elemental exige que no nos pongamos en primer
plano. Ahora bien, uno se pone en primer plano hasta hacerse indispensable
desde el momento en que se multiplican las dificultades de traducción (una a
cada paso, desde mi primera palabra) y se pone en un aprieto al intérprete del
intérprete, al que debe introducir a su vez, en su propia lengua, al introductor.
Parece como si se quisiera prolongar indefinidamente las maniobras dilatorias,
distraer la atención, centrarla en uno mismo, acapararla al tiempo que se
insiste: esto es lo que me corresponde a mí, al introductor, y a mi estilo, a mi
forma de hacer, de decir, de escribir, de interpretar. ¡El desvío vale la pena,
créanme, me tomo la libertad de decírselo, se lo aseguro, etc.!
A menos que, la indiscreción una vez asumida, a fin de subrayar
la maniobra, yo no me retire más eficazmente tras la lengua llamada y presunta
materna, puesto que todo parece volver a ella finalmente -pese a lo que se
diga- y proceder de ella.
Ahora bien, ¿no es de esto de lo que aquí se trata? ¿Dónde
aquí? Entre La corteza y el núcleo.
Pues ya he nombrado, induciéndoles de antemano a pensar en
ello, aquello de lo que le oirán hablar seguidamente a Nicolás Abraham: la
presencia, el ser-ahí (fort-da)[i] o no, la pretendida presencia a sí en la auto-
presentación, todos los modos de la introducción o de la hospitalidad conferida
en mí, por mí, al extranjero, la introyección o la incorporación, todas las
operaciones «dilatorias» (los «medios, por así decir convencionales,
implícitamente ofrecidos por todo el contexto cultural, a fin de permitir -salvo en
caso de fijación- desvincularse mejor de la madre maternante, al tiempo que se
le muestra un apego dilatorio»); de todo esto le oirán hablar seguidamente a
Nicolás Abraham, así como de la traducción. Pues es acerca de la traducción
de lo que habla simultáneamente, y no sólo cuando utiliza la palabra, de la
traducción de una lengua a otra (con palabras extranjeras), e incluso de una
lengua a sí misma (con las «mismas» palabras que cambian de pronto de

48
Jacques Derrida

sentido, que desbordan de sentido y desbordan incluso el sentido y que, no


obstante, permanecen impasibles, idénticas a sí mismas, imperturbables,
haciendo que leamos, en el nuevo código de esta traducción anasémica, lo que
hubiera habido que leer en la otra palabra, la misma, antes del psicoanálisis,
esa otra lengua que utiliza las mismas palabras imponiéndoles un «cambio
semántico radical»). Al hablar simultáneamente de la traducción en todos los
sentidos y más allá y más acá del sentido, al traducir simultáneamente el viejo
concepto de traducción a la lengua del psicoanálisis, Nicolás Abraham hablará
también de la lengua materna y de todo lo que se dice asimismo de la madre,
del niño, del falo, de toda esa «pseudología» que somete a tal discurso sobre el
Edipo, la castración, el deseo y la ley, etc., a una «teoría infantil».
Pero si Abraham parece hablar de estas cosas archi-antiguas,
no es sólo a fin de proponer una nueva «exégesis» de las mismas, sino
también a fin de descifrar o de desconstruir su sentido y de conducirlas,
después, a través de las nuevas vías de la anasemia y de la ansemántica, a un
proceso de antes del sentido y de antes de la presencia. Y también a fin de
introducirnos al código que nos permitirá traducir la lengua del psicoanálisis, su
nueva lengua que altera radicalmente las palabras, las mismas palabras, las de
la lengua corriente, que aún utiliza y que traduce a aquella, a una lengua
totalmente otra: luego, entre el texto traductor y el texto traducido nada
parecería haber cambiado y, sin embargo, entre ambos ya no habría más que
relaciones de homonimia. Pero, como se verá, de una homonimia incomparable
a ninguna otra. Se trata, pues, de los conceptos de sentido y de traducción. Y,
al hablarnos de la lengua psicoanalítica, de su necesidad de traducirse de otro
modo, Abraham proporciona la regla para leer La corteza y el núcleo: no se
entenderá nada si no se lee este texto como él mismo enseña a leer, teniendo
en cuenta la «escandalosa antisemántica», la de «los conceptos des-
significados en virtud del contexto psicoanalítico». Este texto debe descifrarse,
pues, con ayuda del código que propone y que pertenece a su propia escritura.
Ahora bien, se supone que introduzco -yo- a una traducción, la
primera sin duda, al inglés, de un ensayo mayor de Nicolás Abraham. Yo
debería, pues, eclipsarme en el umbral y, para facilitar la lectura, limitar los
obstáculos de traducción correspondientes a mi escritura o al idioma de mi
forma lingüística. De acuerdo. Pero ¿cómo hacer en lo que concierne a la
lengua misma?
Moi («yo-me-mí»), por ejemplo.
Se trata, como siempre ocurre con las lenguas, de la alianza de
un límite con una posibilidad.
En francés, a diferencia del Ich alemán y del I inglés, moi le va
como un guante al sujeto que dice je («yo») «moi, je dis, traduis, introduis,
conduis... etc.», «yo, digo, traduzco, introduzco, conduzco... etc.») y al que se
toma, se deja o se hace tomar como si fuera un objeto (prends-moi, par
exemple comme je suis, «tómame, por ejemplo como soy», o traduis-mois,
conduis-moi, introduis-moi... etc., «tradúceme, condúceme, introdúceme...
etc.»). Un guante a través del cual, incluso, yo me toco, o los dedos, como si yo
estuviera a mí mismo presente en el contacto. Pero, en francés, je-me («yo-
me») puede declinarse de otro modo: por ejemplo je me souviens («yo me
acuerdo»), je me moque (« yo me burlo»), je me fais plaisir («yo me doy
gusto»), etc.

49
Jacques Derrida

La apariencia de este «como si» no es un fenómeno entre otros.


«Entre el “yo” y el “me”», el capítulo así titulado establece un «hiato», aquel
que, al separar «yo» y «me», escapa a la reflexividad fenomenológica, a la
autoridad de la presencia a sí y a todo lo que ella rige. Este hiato de la no-
presencia a sí condiciona el sentido que la fenomenología convierte en su
tema, pero él mismo no es ni un sentido ni una presencia. «El ámbito del
psicoanálisis, por su parte, se sitúa precisamente sobre ese terreno de
impensado de la fenomenología.» Si cito esta frase no es sólo con vistas a
subrayar una etapa esencial en el trayecto del texto, el momento en el que no
queda más remedio que preguntarse: «¿cómo incluir en un discurso, cualquiera
que éste sea, aquello mismo que, por ser su condición, le escaparía por
esencia?». Y justo después: «Si la no-presencia, núcleo y razón última de todo
discurso, se hace habla ¿acaso puede -o debe- hacerse entender/oír en y por
la presencia a sí? De tal modo aparece la paradójica situación inherente a la
problemática psicoanalítica». La cuestión atañe, en efecto, a la traducción, a la
transposición en un discurso de su propia condición. Esto resulta ya muy difícil
de pensar dado que este discurso, que traduce así su propia condición, aún
estará condicionado y fallará en esta medida tanto a su fin como a su
comienzo. Pero dicha traducción será aún más extraña: habrá de traducir a
discurso aquello que «le escaparía por esencia», a saber, un no-discurso, dicho
de otro modo, algo intraducible. E impresentable. Eso impresentable que, por
medio del discurso, hay que traducir a presencia sin traicionar nada de esta
estructura, Abraham lo denomina «núcleo». ¿Por qué? Demos a la pregunta
tiempo para asentarse.
Si he citado esta frase, es también para recordar que el hiato
reproduce asimismo necesariamente un intervalo, el momento de un salto en el
trayecto de Nicolás Abraham mismo. De él mismo, es decir, en la relación
consigo mismo, el yo-me de su propia investigación: en primer lugar, tan lejos
como era posible, una aproximación original que compagina las cuestiones de
tipo psicoanalítico y de tipo fenomenológico en un campo en el que no se han
aventurado ni los fenomenólogos ni los psicoanalistas. Todos los ensayos
anteriores a 1968, fecha de La corteza y el núcleo, conservan una huella aún
muy productiva. Pienso, sobre todo, en las Reflexiones fenomenológicas sobre
las implicaciones estructurales y genéticas del psicoanálisis (1959) y en El
símbolo o el más-allá del fenómeno (1961). Todos estos textos están ahora
recogidos en el volumen que lleva por título La corteza y el núcleo (1978). En
dicho volumen, aquellos rodean o envuelven el ensayo de 1968 (al que
podríamos llamar homónimo) y permitirían ver, si se adoptase una perspectiva
teleológica, cómo se anuncian, desde los primeros ensayos, todas las
transformaciones por venir. Y no resultaría injustificado. Pero, hacia 1968, la
necesidad de una quiebra, espacio a la vez de juego y de articulación, marca
una nueva relación del psicoanálisis con la fenomenología, una nueva «lógica»
y una nueva «estructura» de dicha relación. Éstas afectarán tanto a la idea de
sistema estructural como a los cánones de lo «lógico» en general. Tenemos un
indicio explícito de ello al final del ensayo de 1968, cuando se acaba de
demostrar que los «conceptos claves del psicoanálisis» «no se pliegan a las
normas de la lógica formal: no se refieren a ningún objeto ni colección de
objetos, no poseen, en sentido estricto, ni extensión ni comprehensión».

50
Jacques Derrida

En 1968, pues, nuevo punto de partida, nuevo programa de


investigación. Pero el recorrido anterior habrá sido indispensable. Ninguna
lectura podrá prescindir, en adelante, de estas premisas.
A pesar de toda la fecundidad, a pesar del rigor del
cuestionamiento fenomenológico, se impone una ruptura y ésta es rotunda o,
más bien, un extraño cambio generalizado, la conversión de una «conversión
que lo trastoca todo». Una nota del capítulo «Entre el “yo” y el “me”» sitúa el
«contrasentido» de Husserl «respecto al Inconsciente». El tipo de contrasentido
es esencial y hace legible el hiato que nos interesa: Husserl entendió el
Inconsciente a partir de la experiencia, del sentido, de la presencia como «el
olvido de experiencias en otro tiempo conscientes». Será preciso pensar el
Inconsciente sustrayéndolo a aquello mismo que él hace posible, a toda esa
axiomática fenomenológica del sentido y de la presencia.
La frontera, harto singular, en efecto, puesto que va a dividir dos
territorios absolutamente heterogéneos, pasa, a partir de ese momento, entre
dos tipos de «conversión semántica». Aquella, que opera en el interior del
sentido para hacer que éste aparezca y conservarlo, se marca en la traducción
discursiva por medio de las comillas fenomenológicas: la misma palabra, la de
la lengua corriente, una vez entrecomillada, designa el sentido intencional
puesto en evidencia por la reducción fenomenológica y por todos los
procedimientos que la acompañan. La otra conversión, aquella que el
psicoanálisis opera, es absolutamente distinta de la anterior. La supone en un
cierto sentido, ya que no se la puede entender de hecho sin haber ido, de la
forma más consecuente posible, hasta el final del proyecto fenomenológico (y,
desde este punto de vista también, la gestión de Nicolás Abraham me parece
de una necesidad ejemplar). Pero, inversamente, permite acceder a aquello
que condiciona la fenomenalidad del sentido desde una instancia a-semántica.
El origen del sentido no es aquí un sentido originario sino pre-originario, si cabe
decir. Si cabe decir, y para decirlo, el discurso psicoanalítico, que aún utiliza las
mismas palabras -las de la lengua corriente y las de la fenomenología
entrecomilladas-,las cita una vez más para decir algo totalmente otro, y algo
otro que el sentido. Es esta segunda conversión la que señalan las mayúsculas
con las que los traductores franceses han dotado a las nociones
metapsicológicas; y es de nuevo un fenómeno de traducción el que sirve aquí
de indicio revelador a Abraham. Podemos reconocer la singularidad de lo que
aquí se llama traducción: ella puede operar ya en el interior de la misma
lengua, en el sentido lingüístico de la identidad. En el interior del mismo
sistema lingüístico, en francés, por ejemplo, la misma palabra, por ejemplo,
«placer» (plaisir), puede traducirse como a sí misma y, sin «cambiar»
verdaderamente de sentido, pasar a otra lengua, la misma en la que, no
obstante, la alteración habrá sido total, ya sea que, en la lengua
fenomenológica y entre comillas, la «misma» palabra funciona de otra manera
que en la lengua «natural» aunque revele su sentido noético-noemático, ya sea
que, en la lengua psicoanalítica, dicha suspensión misma queda suspendida y
que la misma palabra se encuentra traducida a un código en donde ya no tiene
sentido, en donde, haciendo, por ejemplo, posible lo que se siente como o lo
que se entiende por placer, placer no signifique ya «lo que se experimenta» (en
Más allá del principio del placer, Freud habla de un placer vivido como
sufrimiento, y habrá sido preciso sacar la consecuencia rigurosa de una
afirmación que resulta tan escandalosamente insostenible para la lógica

51
Jacques Derrida

clásica, para la filosofía, para el sentido común y también para la


fenomenología). Pasar de la palabra placer en la lengua corriente al «placer»
del discurso fenomenológico y, seguidamente, al «Placer» de la teoría
psicoanalítica es proceder a unas traducciones insólitas. Por supuesto, se trata
de traducciones dado que se pasa de una lengua a otra y es una cierta
identidad (o no-alteración semántica) la que efectúa dicho trayecto, la que se
deja transponer o transportar. Pero ésta es la única «analogía» con lo que se
denomina corriente o fenomenológicamente «traducción». Y toda la dificultad
reside en esta «analogía», palabra que también habrá que someter a la
transformación anasémica. En efecto, la «traducción» en cuestión no pasa
verdaderamente de una lengua natural a la otra: la misma palabra (placer) es la
que uno reconoce en los tres casos. No sería falso decir que se trata de un
homónimo, pero el efecto de este «homónimo» no consiste en designar, con su
misma forma, sentidos diferentes. No son sentidos diferentes como tampoco
son sentidos idénticos, ni siquiera análogos, y si las tres palabras escritas de
forma diferente (placer, «placer», Placer) no son homónimos, menos aún son
sinónimos. La última de dichas palabras excede el orden del sentido, de la
presencia y de la significación y «esta des-significación psicoanalítica precede
a la posibilidad misma de la colisión de los sentidos». Precesión que debe
entenderse también, diré que debe incluso traducirse, según la relación de
anasemia. Ésta se retrotrae a la fuente y aún más allá, a la fuente pre-originaria
y pre-semántica del sentido. La traducción anasémica no concierne a
intercambios entre significaciones, entre significantes y significados, sino a
intercambios entre el orden de la significación y aquello que, haciéndola
posible, debe traducirse asimismo en la lengua de lo que ésta hace posible,
debe ser retomada en ella, reinvertida, re-interpretada. Esta necesidad es la
que señalan las mayúsculas de la metapsicología traducida al francés.
¿Qué es, pues, la anasemia? Y la «figura» que habrá parecido
más «apropiada» para traducir su necesidad, ¿es una «figura»? y ¿qué es lo
que legítima su «propiedad»?
Debería detenerme aquí, y dejar que, ahora, trabaje el traductor
y que ustedes lean.
No obstante, quisiera añadir algo.
Introduzco aquí -yo- a una traducción y, por consiguiente, con
esta sola dificultad, ya -decir moi en todas las lenguas- introduzco al
psicoanálisis en persona.
¿Cómo presentar el psicoanálisis en persona? Para ello sería
preciso que el psicoanálisis pudiera, de algún modo, presentarse a sí mismo.
¿Lo ha hecho alguna vez? ¿Ha dicho alguna vez «yo»? ¿«Yo, el
psicoanálisis»? Decir «yo» y decir «el yo», sabemos que no es lo mismo. Y se
puede decir «yo» sin decirlo, sin decirlo en todas las lenguas y según todos los
códigos. Y yo ¿no es siempre una especie de homónimo? Sin duda, algo que
identificamos como el psicoanálisis ha dicho «el yo». Lo habrá identificado,
definido, situado..., y descentrado Pero el movimiento que asigna un lugar
dentro de una tópica no escapa forzosamente, al menos no sin más, a la
jurisdicción de esa tópica. No por presentarse como el sujeto reflexivo, crítico,
autorizado, nombrado de un «movimiento», de una «causa», de un discurso
«teórico», de una «práctica», de una «institución» multinacional que comercia
mejor o peor con él, quedaría el psicoanálisis sustraído, a priori, a las leyes de
estructura y, sobre todo, a la tópica cuya hipótesis habrá conformado. ¿Por qué

52
Jacques Derrida

no hablar, por ejemplo, de un «yo» del psicoanálisis? Y ¿por qué no reconocer


que, en él, están actuando las leyes de la metapsicología? Hay que reconocer
el repliegue de esta estructura, aun cuando, a primera vista, parezca formarse
según una simple analogía: al igual que el psicoanálisis se propone enseñarnos
que, además del Ello y del Superyo, hay un Yo, también el psicoanálisis, en
cuanto estructura psíquica de una identidad colectiva, comporta instancias que
pueden denominarse Ello, Superyo y Yo. Lejos de hacer que derivemos hacia
un analogismo vago, la figura de esta relación nos dirá quizá mucho más
acerca de los términos de la relación analógica de lo que lo haría la simple
inspección interna de su contenido. El Yo del psicoanálisis es quizá una mala
introducción al Yo del que habla el psicoanálisis: ¿qué ha de ser un Yo si algo
como el psicoanálisis puede decir: Yo?
El gesto inaugural de Nicolás Abraham en este ámbito consiste,
en mi opinión, en volver a aplicar a un corpus, cualquiera que éste sea, la ley
que constituye su objeto, así como en analizar las condiciones y las
consecuencias de esta operación singular. Inaugura porque abre el ensayo a la
traducción a la que yo estoy dado por supuesto -como se dice en inglés-
introducir: introduce a ella. Es inaugural asimismo por la problemática que pone
en marcha.
Con el aparente pretexto del Vocabulario del psicoanálisis de J.
Laplanche y J.B. Pontalis, pero apuntando en verdad más allá y a otra cosa,
Abraham plantea, en efecto, la cuestión del «derecho» y de la «autoridad» de
semejante corpus juris que pretende poseer «fuerza de ley» en lo que
concierne a los «estatutos de la “cosa” psicoanalítica». Y Abraham añade una
precisión esencial: «de la -cosa- psicoanalítica tanto en sus relaciones con el
mundo exterior como en su relación consigo misma». Esta doble relación es
esencial por cuanto que autoriza la «comparación» y la «imagen» que,
después, jugarán un papel importante en la organización. La figura corteza-
núcleo, en el origen de toda traducción figurativa, de toda simbolización y de
toda figuración, no será un dispositivo trópico o tópico entre otros. Antes bien,
se anticipa como una «imagen» o como una «comparación»:
He aquí, por consiguiente, una realización que, para todo el
psicoanálisis, está llamada a desempeñar las funciones de esa instancia a la
que Freud ha conferido la prestigiosa designación de Yo. Ahora bien, al
referirnos con esta comparación a la teoría freudiana misma, queremos evocar
esa imagen del Yo que lucha en dos frentes: en el exterior, moderando las
cargas y los ataques; en el interior, canalizando los impulsos excesivos e
incongruentes. Freud ha concebido esta instancia como una capa protectora,
ectodermo, córtex cerebral, corteza. Este papel cortical de doble protección,
hacia el interior y hacia el exterior, será fácilmente reconocido por el
Vocabulario, papel que -como es comprensible- va siempre acompañado de un
cierto enmascaramiento de aquello mismo que ha de ser salvaguardado.
Aunque en la corteza queda la marca de aquello que ella pone a resguardo, de
aquello que, disimulado por ella, en ella se descubre. Y, si el núcleo mismo del
psicoanálisis no tiene por qué manifestarse en las páginas del Vocabulario, ello
no impide que su acción, oculta e inaprehensible, quede patente a cada paso
por su resistencia a plegarse a una sistemática enciclopédica.

53
Jacques Derrida

El núcleo del psicoanálisis: lo que él mismo ha designado, con


palabras de Freud, como el «núcleo del ser», el Inconsciente y su «propio»
núcleo, su «propio» Inconsciente. Escribo en cursiva «propio» y lo dejo entre
comillas: aquí ya nada es propio, ni en el sentido de la propiedad como
pertenencia (una parte del núcleo, al menos, no corresponde a ningún Yo), ni
en el sentido de la propiedad de una figura, en el sentido del sentido propio (la
«figura» de «la corteza y el núcleo», desde el momento en que se la entiende
por anasemia, no funciona como ninguna otra; figura a título de esas «figuras
nuevas, ausentes en los tratados de retórica»).
Esta extraña figura sin figura, la corteza-y-el-núcleo, acaba de
tener lugar, de hallar su sitio, de anunciar su título: éste es doble y doblemente
analógico. 1) La «comparación». entre el corpus juris, el discurso, el aparato
teórico, la ley del concepto, etc., esto es, entre el Vocabulario razonado, por
una parte, y el Yo del psicoanálisis, por otra parte. 2) La «imagen»: el Yo -del
que habla el psicoanálisis- parece luchar en dos frentes, asegurar una doble
protección, interna y externa. Se parece a una corteza. Es preciso añadir, al
menos, un tercer título oculto como un núcleo bajo la corteza de esta última
imagen (y esta singular figura está abriendo ya su «propio» abismo, puesto que
se comporta con respecto a sí misma como una corteza que resguarda,
protege, oculta otra figura de la corteza y el núcleo que, a su vez, etc.): el
«córtex cerebral» o el ectodermo evocado por Freud ya era una «imagen»
tomada del registro «natural», recogida como una fruta.
Pero, y no sólo debido a su carácter abisal, la «corteza-y-el-
núcleo» va a exceder muy pronto todo límite y a medirse a toda posible baza;
podría decirse que va a cubrir la totalidad del campo si esta última figura no
implicase una teoría de la superficie y de la totalidad que, como enseguida se
verá, pierde aquí toda pertinencia.
Uno se preguntará: ¿cuál es la relación entre esta estructura
«corteza-núcleo» y la «conversión» que propugna Abraham? ¿Cómo introduce
aquella a ese «cambio semántico radical», a esa «escandalosa antisemántica»
que marcarían el advenimiento del lenguaje psicoanalítico? ¿No es la «corteza-
y-el-núcleo» una figura trópica y tópica entre otras, un dispositivo muy particular
que sería abusivo generalizar para conferirle tantos poderes? ¿No podría
llevarse a cabo la misma operación a partir de otra estructura trópica y tópica?
Estas preguntas y otras cuantas del mismo tipo serían quizá legítimas hasta
cierto punto. ¿Cuál sería este punto?
Hay un punto y un momento en que la imagen, la comparación,
la analogía cesan. La «corteza-y-el-núcleo» se parece y no se parece ya a su
procedencia «natural». La semejanza, que remitía a la fruta y a las leyes del
espacio natural u «objetivo», se interrumpe En la fruta, el hueso (núcleo) puede
convertirse, a su vez, en una superficie accesible. En la «figura», esta vez no
llega nunca.
En un determinado punto, en un determinado momento, se
impone una disimetría entre los dos espacios de esa estructura, entre la
superficie de la corteza y la profundidad del núcleo, espacios que, en el fondo,
no pertenecen ya al mismo elemento y resultan inconmensurables dentro de la
relación misma que no dejan de mantener. El núcleo, por estructura, no puede
nunca salir a la superficie. «Este núcleo», no el hueso de la fruta tal como se
me puede presentar, a mí, que lo cojo con la mano y lo exhibo después de
haberle quitado la corteza, etc. A mí, a quien puede mostrársele un hueso y,

54
Jacques Derrida

para que un hueso pueda mostrárseme, yo, por mi parte, sigo siendo la corteza
de un núcleo inaccesible. Esta disimetría no sólo prescribe un cambio de
régimen semántico, diré, más bien, textual, levantando acta de este modo de
que, asimismo, dicha disimetría prescribe al mismo tiempo, en contrapartida,
otra ley de interpretación de la «figura» (la corteza y el núcleo) que la habría
provocado.
Precisemos el sentido (ya sin sentido) de esta disimetría. El
núcleo no es una superficie disimulada que, una vez atravesada la corteza,
podría aparecer. Es inaccesible y, por consiguiente, aquello que lo marca de
no-presencia absoluta pasa el límite del sentido, de lo que siempre ha unido el
sentido a la presentabilidad. La inaccesibilidad del núcleo impresentable (que
escapa a las leyes de la presencia misma), intocable y no signíficable -si no es
por medio del símbolo y de la anasemia-, es la premisa, a su vez
impresentable, de esta insólita teoría de la traducción. Será preciso, habrá sido
preciso traducir lo impresentable al discurso de la presencia, lo no significable
al orden de la significación. Una mutación tiene lugar en este cambio de orden
y la heterogeneidad absoluta de los dos espacios (traducido y traductor) deja
en la traducción la marca de una transmutación. En general, se admite que la
traducción opera del sentido al sentido, por medio de otra lengua o de otro
código. Aquí, la traducción anasémica, que se ocupa del origen asemántico del
sentido como fuente impresentable de la presencia, ha de obligar a la lengua a
decir las condiciones del lenguaje no específicas del mismo. Y puede hacerlo,
de ahí lo más extraño, a veces en la «misma» lengua, en el mismo corpus del
léxico (por ejemplo: placer, «placer», Placer). El placer que Nicolás Abraham
halló, toda su vida, en traducir sobre todo a algunos poetas (Babits, G.M.
Hopkins, Shakespeare,[ii] etc.) y en meditar acerca de la traducción, lo
comprenderemos y lo compartiremos mejor si nos trasladamos, si nos
traducimos nosotros mismos a lo que él nos dice de la anasemia y del símbolo,
y si leemos retrotrayendo a su texto sus propios protocolos de lectura. Así
también, y como ejemplo ejemplar, la «figura» corteza-núcleo debería ser leída
según la nueva regla, anasémica y simbólica, a la que, por otra parte, ella nos
había introducido. Es preciso convertir y retrotraer a ella la ley que ella había
hecho legible. Al hacer esto, no se accede a nada que sea presente, más allá
de la corteza y de su figura. Más allá de la corteza (es) «la no-presencia,
núcleo y razón última de todo discurso», lo «intocable nucleico de la no-
presencia». Los «mensajes» mismos que el texto nos hace llegar deben ser
reinterpretados a partir de los nuevos «conceptos» (anasémico y simbólico) del
envío, de la emisión, de la misión o de la misiva. El símbolo freudiano del
«mensajero», o del «representante» sobre todo, debe ser sometido a la misma
reinterpretación («Se ha visto cómo [...] el procedimiento anasémico de Freud
crea, gracias a lo Somato-Psíquico, el símbolo del mensajero y, más adelante,
comprenderemos que es capaz de revelar el carácter simbólico del mensaje
mismo. En virtud de su estructura semántica, el concepto del mensajero es un
símbolo en tanto que alude a lo incognoscible por medio de lo desconocido,
cuando sólo está dada la relación entre los términos. En último análisis, todos
los conceptos psicoanalíticos auténticos se reducen a estas dos estructuras,
por otra parte complementarias: símbolo y anasemia»). El valor mismo de
autenticidad, en mi opinión («conceptos auténticos»), no saldrá indemne, en su
sentido corriente, de esta transmutación.

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Traducir de otro modo el concepto de traducción, traducirlo en sí


mismo fuera de sí mismo. La heterogeneidad absoluta, marcada por el «fuera
de sí mismo» que lleva más allá y más acá del sentido, debe, a su vez, ser
traducida, anasémicamente, al «en sí mismo». «Traducción» conserva una
relación simbólica y anasémica con la traducción, con lo que se denomina
«traducción». Y, si insisto, no es sólo para marcar y subrayar lo que se dice y
se hace aquí mismo, a saber que se lee la traducción de un texto que se
esfuerza, a su vez, en traducir otro texto. Es también porque este último, el
primero, el que firma Nicolás Abraham, es arrastrado ya por la misma temática.
Una temática sin tema puesto que el tema nuclear no es jamás un tema, dicho
de otro modo un objeto presente a la conciencia atenta, puesto ahí a la vista. El
«tema» de la «traducción» da, no obstante, todos los signos de su presencia y
bajo su nombre, bajo sus homónimos en todo caso, en La corteza y el núcleo.
Regularmente, ya se trate de la «vocación de la metapsicología» («Ésta ha de
traducir [la cursiva es de J.D.] los fenómenos de la conciencia [auto- o hetero-
percepción, representación o afecto, acto, razonamiento o juicio de valor] a la
lengua de una simbólica rigurosa que revela las subyacentes relaciones
concretas que conjugan, en cada caso particular, ambos polos anasémicos:
Núcleo y Envoltorio. Entre dichas relaciones existen formaciones típicas o
universales. Nos detendremos aquí en una de ellas dado, además, que
constituye el eje tanto de la cura analítica como de las elaboraciones teóricas y
técnicas que de ella derivan»), ya se trate, precisamente, de la formación mítica
o poética, cada vez es preciso aprender a desconfiar de una cierta ingenuidad
traductora y a traducir de otro modo: «El torpe pretende traducir [la cursiva es
de J.D.] y parafrasear el símbolo literario y, de esa forma, acaba con él
irremediablemente». Y, más adelante: «Este modo de ver se impone aún más
cuando el mito es considerado ejemplar de una situación metapsicológica.
Harto ingenuo sería aquel que lo tomase al pie de la letra y lo transpusiera [la
cursiva es de J.D.] pura y simplemente al ámbito del Inconsciente. Y, sin duda,
los mitos corresponden a numerosas y variadas “historias” que se “relatan” en
los confines del Núcleo».
Un cierto «trans-» asegura el paso en dirección a o procedente
del Núcleo a través de la traducción, las transposiciones trópicas según unas
«figuras nuevas, ausentes de los tratados de retórica», todas las transferencias
anasémicas. En su relación con el Núcleo impresentable y que no aparece,
aquel apunta a esa trasfenomenalidad cuyo concepto había sido establecido ya
en El símbolo o más allá del fenómeno (inédito de 1961, recogido en el
volumen Ansasemias II titulado La corteza y el núcleo. Habrá, pues, que
remitirse al comienzo de dicha obra).
En 1968, la interpretación anasémica recae ciertamente, en
primer lugar, sobre temáticas freudianas y post-freudianas: la metapsicología,
el «pansexualismo» de Freud que sería «el -anasémico- del Núcleo», ese
«Sexo nucleico» que no tendría «ninguna relación con la diferencia de los
sexos» y del que Freud habría dicho, «por anasemia también, que es de
esencia viril» (éste es, en mi opinión, uno de los pasajes más provocativos y
más enigmáticos del ensayo), ciertas elaboraciones posteriores a Freud y
cuyas «dependencias» e «implicaciones» precisa Abraham («pseudología
infantil», «teoría infantil», «inmovilismo» y «moralismo», etc.). Otras tantas vías
abiertas a un desciframiento histórico e institucional del ámbito psicoanalítico. Y
también, por consiguiente, de las formas de introyección, de recepción o de

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asimilación, de desvío, de rechazo o de incorporación que puede reservar a


semejantes investigaciones.
Porque esa interpretación anasémica recae también, podríamos
decir, sobre sí misma. Se traduce y exige ser leída según los protocolos que
ella misma constituye o realiza. Lo que se dice aquí, en 1968, de la anasemia,
del símbolo, de la duplicidad de la huella, prescribe, retrospectivamente y por
anticipación, un determinado tipo de lectura de la corteza y el núcleo de La
corteza y el Núcleo. Todos los textos anteriores y todos los textos posteriores a
1968 se hallan, en cierto modo, envueltos ahí, entre la corteza y el núcleo. Es a
esa lectura -que exige mucho tiempo y trabajo- a la que quiero incitar aquí.
Naturalmente, no se trata sólo de leer sino, en el sentido más laborioso del
término, de traducir.
¿Cómo habría introducido -yo- a una traducción? Quizá se
esperase de mí que hubiese respondido, al menos, a dos expectativas. En
primer lugar, que hubiese «situado» el ensayo de 1968 dentro de la obra de
Nicolás Abraham. El caso es que ocupa, cronológicamente, un lugar intermedio
entre las primeras investigaciones de 1961 y las teorizaciones más célebres (la
incorporación y la introyección, la criptoforía, el efecto de «fantasma», etc.)
ahora accesibles en Anasemias I (El verbario del Hombre de los lobos) (1976) y
en los capítulos II a IV de Anasemias II (La corteza y el núcleo) (1978). Pero
una localización cronológica siempre es insuficiente y el trabajo de Abraham,
emprendido en colaboración con María Torok, prosigue. Las próximas
publicaciones de María Torok nos ofrecerán, asimismo, otras cuantas razones
más para que lo consideremos abierto a la más asombrosa fecundidad. Por
consiguiente, no he podido «situar»: ¿cómo situar aquello que está demasiado
cercano y que no deja de tener lugar, aquí, en otra parte, allí, ayer, hoy,
mañana? Se esperaba también de mí, quizá que dijese cómo había que
traducir esta nueva traducción. Para hacerlo, no he podido más que añadir otra
más y, en suma, para decirles: ahora les toca a ustedes traducir. Y hay que
leerlo todo, traducirlo todo, esto no hace más que empezar.
Una última palabra antes de retirarme del umbral. Citando a
Freud, Abraham habla aquí de un «territorio extraño, interno». Y es sabido que
la «cripta», cuyo nuevo concepto propondrá con María Torok, tiene su lugar en
el Yo. Se aloja, cual «falso inconsciente», cual prótesis de un «inconsciente
artificial», en el interior del yo exfoliado. Forma, al igual que toda corteza, un
doble frente. Ahora bien, puesto que hemos hablado aquí, como de una
dificultad de traducción, en suma, de la homonimia de los «yo» y de la singular
locución «el Yo del psicoanálisis», la cuestión se habrá planteado por sí misma:
¿y si hubiera algo de la cripta o del fantasma en el Yo del psicoanálisis? Si digo
que la cuestión habrá quedado planteada, por sí misma, como piedra angular,
no es con intención de presuponer el saber de lo que quiere decir «piedra».
Ni con intención de decidir con qué entonación dirán ustedes en
la falsa intimidad de las múltiples declinaciones del Yo-me: Yo -el psicoanálisis-
ya saben ustedes...

Jacques Derrida

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Jacques Derrida

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* Este ensayo fue publicado por primera vez en lengua inglesa


como introducción a la traducción inglesa de un artículo de Nicolás Abraham,
«L’Écorce et le Noyau», en Diacritics, Johns Hopkins University Press,
primavera de 1979. El texto francés fue publicado más tarde en Confrontation
(«Les fantómes de la psychanalyse», Cahiers, 8 [1982]). Publicado, por último,
en Psyché. Inventions de l’autre París, Galilée, 1987.

[i] El «juego del fort-da que ha dado lugar a tantas


especulaciones» queda esclarecido a partir del proceso de la introyección en
un notable manuscrito inédito de 1963, El «crimen» de la introyección, ahora
accesible en L’Écorce et le Noyau (cfr., por ejemplo, p. 128 del volumen del
mismo título. París, Aubier-Flamma rion, 1978).

[ii] Cfr. por ejemplo, «El fantasma de Hamlet o el VI acto»,


precedido de «El entreacto de la “verdad”» en L’Écorce et le Noyau (Anasémies
II) (ed. cit.). Este volumen lleva, a modo de exergo, un texto extraído de El eco
de plomo y el eco de oro, traducido por Abraham de G.M. Hopkins El exergo de
El verbario del Hombre de los lobos era una traducción de Babits El tomo III de
Anasemias se titula Jonás, traducción y comentario psicoanalítico del Libro de
Jonás de Mihaly Babits. Y el tomo V: Poesías mimadas, traducciones de poetas
Húngaros, alemanes, ingleses...

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