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Sin embargo, la puesta en forma de una pregunta tal, nos condujo, a su vez, a una
enredosa madeja de otras preguntas, y así siguiendo hasta que, finalmente, tirando
del hilo maestro, casi con el mismo arte que las tejedoras expertas, nos pareció
dar con aquello que Marco Aurelio le reclamaba a su general; es decir, la
sustancia del asunto, y que se nos presentó, según creemos, bajo la forma de tres
preguntas. Helas aquí:
1. ¿Por qué la locura, antes en manos de sacerdotes, médicos espirituales y
filósofos, se transformó luego en una cuestión de Estado?
2. ¿Por qué la sexualidad, antes regida por la sabiduría de una ars erotica, se
transformó en una cuestión de Estado?
3. ¿ Por qué el uso de sustancias psicoactivas, antes regida por la soberanía
del ser y de sus goces, se transformó luego en una cuestión de Estado?
Primera pregunta:
La locura, originariamente opuesta a los prestigios de la razón y a la que se la
consideraba su “bajo fondo”, se presenta luego como una verdad invertida portadora
de una palabra divina o perturbadora que debía develarse, hasta que, finalmente,
se transforma en una incumbencia del Estado por obra de lo cual se “medicaliza” y
deviene objeto de una investigación científica y sistemática. El acontecimiento
que consolida este proceso es el surgimiento de la psiquiatría hacia los inicios
del siglo XIX. Y lo que hace caer a la locura bajo la incumbencia del Estado es
pues, la intersección entre la práctica psiquiátrica y el aparato jurídico.
Segunda Pregunta
Lo mismo puede decirse de la sexualidad, cuyo pasaje de la ars erotica a la
scientia sexualis transforma su práctica en un objeto de estudio científico y
riguroso cayendo igualmente bajo la incumbencia del Estado. El acontecimiento
“científico”, por así llamarlo, y que consolida este proceso es la publicación en
1886 de la Psychopathia Sexualis del psiquiatra alemán Richard Von Krafft-Ebbing
siendo que su único mérito consiste en haber presentado el primer catálogo de las
llamadas “enfermedades sexuales”, plegando la práctica sexual al aparato médico-
jurídico y estableciendo allí un deslinde entre una sexualidad “normal” y otra
“perversa”.
PRIMERAS CONCLUSIONES.
¿Qué papel viene a cumplir en los Estados actuales la incorporación de esta deidad
severa y rigurosa a la que llamamos “ciencia”?
Según nuestra hipótesis, la ciencia, en tanto saber anónimo e irrefutable, le
confiere a las acciones públicas el marco de objetividad necesario tras el cual se
encubren no sólo los mecanismos de control y de dominación, sino la satisfacción
de los intereses corporativos y sectoriales que éstos expresan. Sin embargo, el
desenmascaramiento del “argumento científico” ha permitido, no sólo exponer su
origen ideológico, sino exhibir los vínculos estructurales que la ciencia
establece con el poder político y los dispositivos del Estado. Foucault llamó a
este fenómeno “relacionamientos de poder”, siendo que bajo esta expresión se pone
en manifiesto la convergencia entre el “saber” y el “poder”, o bien, valiéndonos
de una expresión conocida; su “alianza estratégica”. En efecto, mientras la
ciencia le confiere al poder un fundamento irrefutable no sujeto a la dialéctica
de la refutación; el Estado, por su parte, le ofrece a aquella su posibilidad de
replicación a través de sus dispositivos por los cuales la ciencia consolida su
hegemonía, piedra basal de los ingentes negocios químicos derivados de la
farmacocracia que los Estados contribuyeron a instaurar. De este modo, los
dispositivos de obediencia y dominación por los que todo Estado garantiza la
reproducción del sistema, alcanzan el grado de estructura “objetiva”. He aquí la
transacción estructural entre la ciencia y el poder; mientras la primera le
confiere al poder la legitimidad que éste necesita para preservarse a sí mismo, el
poder, por su parte, delega en la ciencia los aspectos “técnicos” de la dominación
que aquella ejecuta bajo la forma de “terapias compulsivas”, tratamientos forzosos
de recuperación, y para las cuales, en nombre de la “ciencia” y su misión
salvífica, se legaliza el secuestro de personas y se interrumpen las garantías
constitucionales, justificadas, en este caso, por la “obediencia debida” a razones
de Estado.
Sin embargo, la educación que recibimos y que sólo algunos logran eficazmente
deshacerse de ella, nos condiciona para pensar y proceder como el general de Marco
Aurelio. Ateniéndose a los acontecimientos se pierde de vista el proceso que les
subyace y los determina. Entonces, el mundo se nos presenta bajo una forma
lineal, sucesiva. Primero A, después B y después C, y no ya como los componentes
de un sistema. De esta linealidad, de esta simplificación proceden aquellos
argumentos que vinculan a la droga y a la delincuencia según una relación causal y
necesaria cuando en verdad aquella ecuación se funda en una falla interior y
encubierta. Llamase a este procedimiento argumentativo “falacia del accidente”, y
si bien, desconocido e ignorado por la gran mayoría de quienes bajo su gestión
depende el ejercicio de nuestros derechos fundamentales, aún así lo aplican a
diario. Y de esta aplicación no informada del principio que la gobierna, se
inspiran las acciones públicas, decretos, resoluciones, y otras especies del
ejercicio del poder ¿Deberían acaso nuestros funcionarios recibir instrucción
filosófica y lógica? ¿Deberían acaso requerir el asesoramiento de expertos en
lógica discursiva y argumentativa?
La complejidad que presenta el fenómeno del consumo de sustancias no puede
expedirse invocando recetas y fórmulas. Podemos decir que en la Argentina, al
igual que en todos los países donde rige un prohibicionismo irrestricto, más bien
se ha agravado, y la ausencia de un análisis multidisciplinario es lo que
contribuye a su agravamiento. Pero entre el mayor flagelo originado por el
prohibicionismo, sea tal vez, la invención de la figura del “adicto”.
Como vemos, el “adicto” proviene de las grietas del sistema, de sus fallas, de su
propagación, de sus líneas de fuga, de las fabricaciones del aparato de control,
de la acción combinada de los dispositivos de obediencia y de los saberes sobre
los que el Estado legitima su funcionamiento. Puede decirse que el “adicto” es un
producto estatal resultante de la prohibición a la que se suma luego la barbarie
psiquiátrica, las terapias compulsivas, el secuestro de los cuerpos y las mentes
en aquellos centros de recuperación-detención hasta construir aquella fina y
cerrada malla por donde el “adicto”, una vez transformado en despojo y trofeo y
derrocada su condición de sujeto de derecho, cínicamente, perversamente, se lo
obliga a devenir “persona”.
Eso era todo lo que quería decir. No los retengo más. Muchas gracias.
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