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Dardo Scavino

EL ADIOS A UN DISIDENTE
Nerio Tello
CORNELIUS CASTORIADIS Y EL IMAGINARIO RADICAL
Cornelius Castoriadis
EL PRÓJIMO O LA RANA ASOMADA
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El adiós a un disidente

Cornelius Castoriadis construyó un pensamiento siempre original. Crítico del marxismo desde su
interior, defendió la posibilidad de la sociedad de autogestionarse

DARDO SCAVINO. Ensayista

En mayo de 1949, un joven griego de 27 años, Cornelius Castoriadis, publicaba en una


revista que dirigía junto a Claude Lefort, Socialismo o barbarie, un artículo titulado: "Las
relaciones de producción en la URSS". El autor demostraba allí, a través de un análisis
estrictamente marxista, cómo en la Unión Soviética, y a pesar de haberse eliminado la
propiedad privada, se había instituido una nueva clase dominante y explotadora, la burocracia,
que se beneficiaba con la plusvalía extraída a los obreros. El artículo no sólo indignó a los
intelectuales del Partido Comunista francés (Sartre incluido) sino también a la disidencia
trotskista, que no negaba el carácter "socialista" del Estado soviético aun cuando criticaba con
virulencia la burocracia de Stalin.
Que las críticas vinieran de los sectores liberales era previsible, incluso conveniente,
porque mostraba hasta qué punto el capitalismo occidental enarbolaba valores ideológicos de
libertad individual para escamotear la ingente opresión clasista de su sistema. Pero que se
hicieran desde el propio marxismo y que se denunciaran, precisamente, la explotación y la
dominación de clase, era algo que no arreglaba a nadie: estos argumentos resultaban peligrosos
para el marxismo oficial porque ponían a los trabajadores contra una vanguardia que, se
suponía, llevaba adelante la revolución mundial; inutilizables por la derecha, que no podía
aceptar la explotación como una realidad inherente al capitalismo.
El grupo Socialismo o barbarie pasó a ocupar desde entonces el lugar vacante de un
marxismo crítico y antiautoritario, semejante al de la Escuela de Francfort en el contexto
alemán de la preguerra. El propio Dany CohnBendit (que escribió en 1981 un libro con
Castoriadis, De la ecología a la autonomía) reconoció en ambos grupos los principales
inspiradores de ese vasto movimiento de extrema izquierda que protagonizaría las revueltas del
68. Y es sin duda en una estrecha vecindad con estas experiencias y sus derivaciones ulteriores
que se podría ubicar el pensamiento de Cornelius Castoriadis.
Filósofo, economista, sociólogo, politólogo, psicoanalista, Castoriadis había nacido en
Constantinopla en 1922. De padres griegos, pasó durante la Segunda Guerra Mundial su juventud
en Atenas, donde se unió al Partido Comunista para abandonarlo en 1945 y partir a París, donde
viviría el resto de su vida. Participó aquí de la Cuarta Internacional entre el 46 y el 48, años en
que, junto con Claude Lefort, lanzó una tendencia disidente.
Ya en 1959, en un artículo titulado "El movimiento revolucionario bajo el capitalismo
moderno", Castoriadis iba a extender su crítica del comunismo a los textos del propio Marx.
Como era de esperar, esta intervención produjo una escisión en el seno del grupo, que terminó
por disolverse hacia 1966.
Puede decirse que comienza así una segunda etapa en la obra de Castoriadis, caracterizada
por la crítica "libertaria" del marxismo y el interés por la autogestión y la autonomía
democrática (pero también, más tarde, por el psicoanálisis), cuyas ideas principales se
plasmarían en La institución imaginaria de la sociedad, de 1975, su obra más conocida y original.
De alguna manera, los cinco volúmenes de Las encrucijadas del laberinto -que se suceden desde
1978 hasta 1997, con la publicación de Hecho y por hacer- serán una suerte de despliegue de las
premisas esbozadas en aquel libro fundamental.
La hipótesis central de este período consiste en afirmar una capacidad de "autoproducción"
de las sociedades humanas. Digamos que así como existe una creatividad científica o artística,
cuyas potencialidades no pueden ser delimitadas por ninguna norma ontológica, existe también,
según Castoriadis, una imaginación colectiva capaz de inventar nuevas formas institucionales,
siempre y cuando este proceso no sea obstaculizado por alguna forma burocrática, estatal o
partidaria. Eso quiere decir autonomía y, en última instancia, democracia: la sociedad es capaz
de darse sus propias leyes de funcionamiento sin necesidad de apelar a una instancia superior y
separada que la domine o le imponga una norma exterior y soberana.

La imaginación al poder
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¿Puede considerarse a Castoriadis como un pensador "anarquista"? Tal vez el término no


resultaría inadecuado si se entendiera "anarquía" como la ausencia de todo fundamento anterior
a la constitución de la sociedad. Para decirlo rápido: lo que Castoriadis le reprocha a la mayor
parte de los filósofos, de Platón a Marx, es haber postulado la existencia de "leyes", naturales o
económicas, determinantes y subyacentes a la multiplicidad de prácticas individuales y
colectivas, como las luchas políticas, las invenciones técnicas, las creaciones artísticas, entre
otras.
Postular la existencia de esas estructuras habría sido un artilugio de quienes pretendían
gobernar las sociedades en nombre de un conocimiento "científico" de sus leyes de
funcionamiento (el filósofo platónico o la vanguardia marxista). Pero implicaría también
identificar la historia de las sociedades con un destino ineluctable. De ahí que Castoriadis
sustituya el concepto de estructura por la imagen del laberinto: es en la encrucijada de las
diversas prácticas que la sociedad se autoproduce y crea, a cada momento, nuevas formas e
instituciones, nuevas leyes de funcionamiento.
Cornelius Castoriadis falleció en París el viernes 26 de diciembre de 1997, como
consecuencia de una enfermedad cardiaca. Hasta en sus últimos días, solía decir: "Pase lo que
pase, seguiré siendo primero, y antes que nada, un revolucionario".

© Clarín, Jueves 8 de enero de 1998


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NERIO TELLO: CORNELIUS CASTORIADIS Y EL IMAGINARIO RADICAL (selección)

CAPÍTULO 6
LA IMAGINACIÓN AL PODER

«Castoriadis siempre ha tenido razón, pero en el momento equivocado. »


Jean-Paul Sartre
«En cambio Sartre tuvo el honor de estar siempre equivocado en el momento justo. »
Cornelius Castoriadis

Si una palabra pudiera representar (o significar) los movimientos de mayo del 68 ésa es, sin
duda, imaginación. Ese año en París se produjo un acontecimiento que, como el fuego o la lava,
quemó, mojó y tiñó el mapa cultural del mundo. Las revueltas estudiantiles de Francia y sus
coletazos en otras regiones, sobre todo en Latinoamérica, impregnaron la conciencia colectiva
del mundo con su reclamación de «la imaginación al poder».
Pero ¿qué quedó de aquel mayo francés? Una idea, una construcción, una significación.
En el presente, aquellos episodios generan fantasías que se ajustan poco o nada a lo que
realmente sucedió. Ahora bien, ¿importa el «rigor histórico»? ¿Importan los detalles de la
revuelta? ¿O importa la idea de «revolución juvenil» que dejó encendida la revuelta en la mente
de casi todos?

La supervivencia de la organización social y política francesa pondría en evidencia el


«fracaso» del movimiento, especialmente para quienes creían que la revolución estaba al
alcance de la mano. Pero la protesta introdujo conquistas de enorme importancia cuyos efectos
han llegado hasta el presente. Entre otros, una mayor igualdad entre los sexos, el respeto por
todas las minorías, el derrumbamiento de las instituciones fosilizadas y el fin del autoritarismo
en las familias y la educación.
El «fracaso», sin embargo, se tradujo en una sólida y potente representación: el cambio
era posible. El cambio es posible. Es decir, la significación imaginaria social de mayo del 68 es un
canto de la contracultura.
La imaginación reivindicada por los jóvenes franceses -la misma que exaltaba Castoriadis,
un griego todavía oscuro e ilegal- no era un mero remedo de la «fantasía», un «espejo de algo
real pero que no es real»; deja su connotación de señuelo o engaño, y adquiere el sentido de
ruptura, de irrupción; es creación buscada.
Por cierto, no fue una «irrupción» caprichosa. Lo «no determinado» (lo aleatorio) ya
transitaba por las ciencias duras desde hacía décadas. La idea del átomo como la unidad más
pequeña e indivisible había sido superada y la materia aparecía compuesta por capas, como si se
tratara de una cebolla. O como esos juegos de cajas chinas que no se sabe dónde terminan. Y
según el científico Federico Kukso: «Hasta el punto de que para abrir cada una de esas cajas los
sentidos humanos ya son obsoletos» .
Con el principio de incertidumbre y los comportamientos probalísticos, las ciencias duras
incorporan el elemento aleatorio; un «algo» que hace que las cosas no siempre sean lo que se
supone que sean, ni se comportan de la manera que se espera (conceptos resumidos
gráficamente en la difundida teoría del caos).

Los imaginarios
Sería aventurado decir que estos nuevos preceptos de las ciencias duras -que ese «algo»
indeterminado o imprevistoalimentaron el concepto de imaginario. Pero sí es cierto que el
criterio de determinación científica -y sobre todo el principio de causalidad- comenzaba a ser
seriamente cuestionado.
Si este nuevo modo de ver la materia constituye un desafío para las ciencias tradicionales,
¡qué decir de las ciencias humanas! Desde distintas perspectivas se comienza a intuir que «algo»
más que meras tradiciones o necesidades conforman las conductas de los hombres y de las
sociedades.
Ese «algo», que va más allá de la realidad tangible y que impregna de alguna manera los
procesos sociales, logra diferentes traducciones a través de los intelectuales que
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coincidentemente surgen hacia los años 60.


En su trabajo «Imaginación social, Imaginarios sociales», Bronislaw Baczko señala que lo
imaginario fue incorporado por las ciencias humanas como elemento vital para el estudio de las
relaciones sociales. Admite que esta valoración del imaginario en la vida social «no podía
hacerse sin poner en duda una cierta tradición intelectual».
Surgen así nuevas formas de explicar y entender lo social y la particular relación entre el
individuo y su entorno. Conceptos como paradigmas, representaciones sociales e imaginario
social se incorporan al lenguaje cotidiano, muchas veces sin la precisión teórica con que fueron
acuñados, pero con la convicción de que se está hablando más o menos de lo mismo.

Paradigmas
La palabra paradigma remite a ejemplo o patrón de alguna cosa o conducta; constituye un
modelo de organización o explicación del mundo. El término adquiere su popularidad merced al
filósofo de las ciencias Thomas Kuhn. En La estructura de las revoluciones científicas (1962)
afirma que las ciencias no progresan siguiendo un proceso uniforme por la aplicación de un
hipotético método científico. Observa dos fases diferentes de desarrollo: en un primer
momento, se instituye un amplio consenso en la comunidad científica sobre cómo explotar los
avances conseguidos en el pasado ante los problemas existentes; se crean así soluciones
universales a las que Kuhn llama, precisamente, «paradigmas».
En un segundo momento, a medida que esas soluciones pierden eficacia, se buscan nuevas
teorías y herramientas de investigación. Si se demuestra que una nueva teoría es más eficaz que
las existentes entonces es aceptada y se produce una «revolución científica». Tales rupturas
revolucionarias traen consigo un cambio de conceptos científicos, problemas, soluciones y
métodos; es decir, se crean (o instituyen) nuevos paradigmas.

Kuhn define paradigma como


«la completa constelación de creencias, valores, técnicas, y así sucesivamente,
compartidos por los miembros de una comunidad dada. [...] Un paradigma es lo que los
miembros de una comunidad comparten»

En esta teoría aparece el concepto de interrelación dinámica entre el sujeto social y la


sociedad. La proposición teórica de Kuhn, concebida en principio para estudiar los fenómenos
científicos, fue aplicada casi linealmente a la problemática social. Más allá de eso, pueden
rastrearse en sus afirmaciones ciertas coincidencias con lo planteado por Castoriadis sobre el
imaginario social. Aunque, como se puede ver, un paradigma aparece como algo objetivable,
observable desde fuera y hegemónico. Es decir, un nuevo paradigma elimina a uno anterior, lo
que no sucede con el imaginario de Castoriadis.

Representaciones sociales
También a comienzos de la década del sesenta el investigador francés y psicólogo social
Serge Moscovici (La influencia social inconsciente) acuña el término representaciones sociales.
Las representaciones sociales son «formas de pensamiento de sentido común, socialmente
elaboradas y compartidas, que les permiten a los individuos interpretar y entender su realidad y
orientar y justificar los comportamientos de los grupos» .
Según Moscovici, «no representan simples opiniones, imágenes o actitudes en relación a un
objeto, sino teorías o áreas de conocimiento para el descubrimiento y organización de la
realidad»

Las representaciones son de naturaleza social en varios sentidos


Movilizan emociones, ya que permiten enfrentar el miedo o la incertidumbre ante lo
extraño o desconocido. Además conllevan procesos cognitivos-emocionales sobre aspectos
socialmente significativos: no se crean representaciones sobre cualquier cosa. La pareja, la
enfermedad, el agujero en la capa de ozono, son representaciones, pero no una piedra o un pez.
Son construidas en procesos de interacción y comunicación social. Circulan en las
conversaciones cotidianas, en los medios de comunicación, e inmediatamente se cristalizan en
las conductas.
Son compartidas por grupos sociales, pero no son homogéneas para la sociedad. Esta
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variación puede tener que ver con la complejidad de cada sociedad, la categoría social de sus
grupos, los valores, etcétera.
Son construcciones simbólicas de la realidad. Se percibe y conceptualiza un objeto en
función de su simbólica y significativa realidad: la imagen del objeto y su concepto están
cargados de significado. A diferencia de una representación individual, «la representación
simbólica es una construcción de la realidad que una vez que está construida existe casi
independientemente de ese aspecto de la realidad que es representado».
«El contenido de las representaciones puede variar de un grupo a otro, de una cultura a
otra. »

Las representaciones son convencionales y prescriptivas, pero también dinámicas. Aunque


son instituidas para el sujeto, se modifican en función de la experiencia social y el cambio.
Las representaciones contribuyen a la formación, consolidación y diferenciación de grupos
sociales y son guías de la acción social. «A partir de la representación (que describe, clasifica y
explica la realidad) los individuos definen situaciones y así organizan y orienta su acción,
definiendo su finalidad». Siguiendo este razonamiento, las representaciones aparecen también
como algo objetivable, que el individuo puede observar «desde afuera» y, al igual que el
paradigma, se entrevé una apelación a la racionalidad. Nada de esto se compara con el
imaginario radical.

Representaciones colectivas
El término representaciones colectivas suele confundirse con representaciones sociales.
Acuñado a comienzos del siglo xx por Émile Durkheim, las representaciones colectivas
comprenden un cuerpo de creencias, actitudes morales y normas compartidas por los
componentes de una sociedad. Pero, según este autor, la conciencia colectiva es más propia de
las sociedades simples; esto es, aquellas en las que prepondera la «solidaridad mecánica»
(contrapuesta a la «orgánica»), basada en la semejanza entre individuos, y donde el proceso de
la división del trabajo está poco avanzado. Estas representaciones están constreñidas a
determinados grupos sociales; por tanto, no son compartidas homogéneamente por todos los
miembros de una sociedad. Son ejemplo de éstas: la religión o el mito, transmitidos a través de
generaciones, y que uniforman conductas y pensamientos. Al contrario de la representación
social, prefiguran procesos estáticos muy resistentes al cambio

Imaginario radical
Tanto los paradigmas como las representaciones sociales definen qué es una sociedad, qué
hace que se mantenga unida y qué diferencia a una de las otras. Ambos conceptos sirven para
explicar el mundo e interpretar los cambios.
Para Castoriadis, la sociedad se mantiene unida porque establece una urdimbre de
significaciones sociales que son creadas por los seres humanos que integran esa sociedad. Esta
red es lo que él denomina magma. Ahora bien, el magma no es creado por nadie, sino que todos
lo crean. Y al decir «todos crean ese magma» se está diciendo también «nadie» crea el magma.
En ese magma está lo que ya se definió como el imaginario social.
El imaginario social instituido establece qué es un hombre y una mujer; qué es el Estado,
la libertad y la honestidad. También da cuenta de qué es un niño, un delincuente, la moral, etc.
Según la psicóloga social Gladys Adamson:

«El imaginario social eficaz es aquello que compartimos, aquello que nos da
certidumbre, que nos parece lógico, obvio, de sentido común; no lo ponemos en cuestión
[...] "las cosas son así»[...] .

Esta mecánica de percibir, valorar, distinguir y jerarquizar determinadas cosas implica, por
cierto, un grado de clausura. Desde lo social se determina que «lo malo» es malo y que «lo
bueno» es bueno.
«Cada cultura establece qué es lo percibible, lo pensable, lo significable; y esto, en
ese sentido, implica cierto grado de clausura» ".

Estas situaciones de clausura se aprecian en sociedades tradicionales poco permeables a


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los cambios. También en las comunidades marcadas por una religiosidad rigurosa. En el otro
extremo pueden situarse las sociedades fundamentalistas «que tienden a clausurar su magma de
significaciones dándoles un carácter de certeza», según Adamson.
Pero, y he aquí la originalidad de Castoriadis, la sociedad, dice, es un algo no
determinado, algo no completo; un algo dinámico en un hacerse permanente. Y esto se refleja
en el imaginario social radical que es, además, instituyente.
El imaginario radical da forma a una sociedad abierta, autónoma, que aun resistiendo, da
oportunidad al cambio. La democracia, el gran invento que los griegos antiguos legaron al mundo
occidental, es la muestra más acabada del imaginaria social radical en acto.
Aunque las sociedades democráticas tiene un universo de significaciones dado:
democracia, individuo, ciudadano, hombre/mujer libre, matrimonio, participación, etc.,
también deja margen para que alguien (individuo, grupo, sociedad) se enfrente con las
significaciones dadas y proponga un cambio.
La virginidad de la mujer, significación instituida como virtud en muchas sociedades del
siglo Xx (y, ciertamente, su contracara: la condena social para la transgresión de esa «virtud»), a
comienzos del siglo XXI es una cuestión casi anecdótica.
Ese cambio en la significación «virginidad» corresponde a la dimensión del imaginario
social radical.
Ésta y otras significaciones -como la ecología, el indigenismo, el machismo, la honestidad,
la revolución social, la psicología, la comunicación, las políticas sociales, y un largo etcétera-
sufrieron a lo largo del siglo un dramático cambio gracias a un contexto democrático. Se
entiende «democrático» como una significación más allá de las prácticas democraticas
concretas.
Así como el humanismo introdujo el concepto «individuo», la modernidad incorporaría
posteriormente el concepto «ciudadano»; y más allá de que en la práctica muchas veces las
democracias concretas avasallen al individuo, y por cierto, al ciudadano, el magma de
significaciones sociales tiene claramente definido ambas funciones y también los «derechos»
adquiridos.
Si la democracia es un sistema «abierto» que permite la expresión o traducción de nuevas
significaciones sociales, ¿por qué el mundo de finales del siglo XX -cuando Castoriadis elaboró sus
últimas reflexiones- aparece como un sistema «clausurado», sin mayores márgenes para la
creatividad -en el mejor de los casos- o para la supervivencia, en el peor?
Los imaginarios sociales, como los paradigmas de Kuhn, se debaten entre articulaciones y
tensiones. Según la visión de Kuhn un nuevo paradigma eficaz desplaza a uno anterior ineficaz.
Para el imaginario de Castoriadis, tal situación no existe y se pueden afrontar situaciones
paradójicas.
A finales del siglo anterior, el imaginario social capitalista -que esgrime las significaciones
de exacerbado individualismo, eficientismo, competencia, eliminación de las diferencias y la
preeminencia de los intereses del mercado sobre los intereses de las personas- choca
inevitablemente con el imaginario social democrático, que sostiene las significaciones de la
igualdad ante la ley, la equidad social, la solidaridad, el bien común y el respeto a las
diferencias.
Esta avanzadilla del imaginario social capitalista penetró aun en áreas impensables como el
arte y la justicia. Esta «gran mentalidad capitalista», reacia a establecer compromisos
colectivos, termina dinamitando todo sentido de cohesión social.

«El imaginario de nuestra época es el de la expansión ilimitada, es la acumulación


de la baratija -un televisor en cada habitación, un ordenador en cada habitación-; esto es
lo que hay que destruir. El sistema se apoya en este imaginario. »[...] «Lo que caracteriza
al mundo contemporáneo son las crisis, las contradicciones, las oposiciones, las fracturas;
pero lo que más me llama la atención es sobre todo la insignificancia»

A juzgar por los resultados, el imaginario capitalista va ganando la contienda: «Democracia


y capitalismo son incompatibles» ", afirmó Castoriadis con vehemencia. Pero si se confía en sus
reflexiones, no habría que bajar las banderas; y como aquellos jóvenes de París del 68 podríamos
repetir, en honor a la perspectiva de que todo puede ser diferente, «seamos realistas, pidamos
lo imposible».
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APÉNDICE

El prójimo o la rana asomada

Esta suerte de «Credo» de Castoriadis, tomado de su libro la institución imaginaria de la


sociedad, bien puede servir de cierre rre y balance para la obra de un hombre, un intelectual,
un apasionado, que no se dejó vencer por los dictados del pensamiento y obró conforme a su
genio y su vocación. El Castoriadis de este libro puede aparecer como un ser grave y solemne,
pero es todo lo contrario. Suelto, divertido y humano, demuestra en este sencillo texto la
profunda humanidad de su búsqueda y su rico legado (el subrayado y edición son nuestros):

Tengo el deseo, y siento necesidad, para vivir, de otra sociedad que la que me rodea. Como
la gran mayoría de los hombres, puedo vivir en ésta y acomodarme a ella, en todo caso, vivo en
ella.
Tan críticamente como intento mirarme, ni mi capacidad de adaptación, ni mi asimilación
de la realidad me parecen inferiores a la media sociológica.
No pido la inmortalidad, la ubicuidad, la omnisciencia. No pido que la sociedad «me déla
felicidad»: sé que no es ésta una ración que pueda ser distribuida en el ayuntamiento o en el
consejo obrero, y que, si esto existe, no hay otro más que yo que pueda hacérmela, a mi
medida, como ya me ha sucedido y como me sucederá sin duda todavía.
[...] en la vida, tal como está hecha para mí y para los demás, topo con una multitud de
cosas inadmisibles; repito que no son fatales y que corresponden a la organización de la
sociedad.
Deseo, y pido, que antes que nada, mi trabajo tenga un sentido, que pueda probar para
qué sirve y la manera en que está hecho, que me permita prodigarme en él realmente y hacer
uso de mis facultades tanto como enriquecerme y desarrollarme.
Y digo que es posible, con otra organización de la sociedad para mí y para todos. Digo
también que sería ya un cambio fundamental en esta dirección si se me dejase decidir, con todos
los demás, lo que tengo que hacer y, con mis compañeros de trabajo, cómo hacerlo.
Deseo, con todos los demás, saber lo que sucede en la sociedad, controlar la extensión y la
calidad de la información que me es dada.
Pido poder participar directamente en todas las decisiones sociales que pueden afectar a
mi existencia, o al curso general del mundo en el que vivo.
No acepto que mi suerte sea decidida, día tras día, por unas gentes cuyos proyectos me
son hostiles o simplemente desconocidos, y para los que nosotros no somos, yo y todos los
demás, más que cifras en un plan, o peones sobre un tablero, y que, en el límite, mi vida y mi
muerte estén entre las manos de unas gentes de las que sé que son necesariamente ciegas.
Sé perfectamente que la realización de otra organización social no será de ningún modo
simple, que se encontrará a cada paso con problemas difíciles.
Si incluso debiésemos, yo y los demás, encontrarnos con el fracaso, prefiero el fracaso en
un intento que tiene sentido a un estado que se queda más acá incluso del fracaso y del no
fracaso, que queda irrisorio.
Deseo poder encontrar al prójimo a la vez como a un semejante y como a alguien
absolutamente diferente, no como a un número, ni como a una rana asomada a otro escalón
(inferior o superior, poco importa) de la jerarquía de las rentas y de los poderes.
Deseo poder verlo, y que me pueda ver, como a otro ser humano: que nuestras relaciones
no sean terreno de expresión de la agresividad, que nuestra competitividad se quede en los
límites del juego, que nuestros conflictos, en la medida en que no pueden ser resueltos o
superados [...] arrastren lo menos posible de inconsciente, estén cargados lo menos posible de
imaginario.
Deseo que el prójimo sea libre, pues mi libertad comienza allí donde comienza la libertad
del otro y que, solo, no puedo ser más que un «virtuoso de la desgracia».
No cuento con que los hombres se transformen en ángeles, ni que sus almas lleguen a ser
puras como lagos de montaña, ya que, por lo demás, esta gente siempre me ha aburrido
profundamente. Pero sé cuánto la cultura actual agrava y exaspera su dificultad de ser, y de ser
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con los demás, y veo que multiplica hasta el infinito los obstáculos a su libertad.
Sé, ciertamente, que este deseo mío no puede realizarse hoy; ni siquiera, aunque la
revolución tuviese lugar mañana, realizarse íntegramente mientras viva.
Sé que un día vivirán unos hombres para quienes el recuerdo de los problemas que más
pueden angustiarnos hoy día no existirá.
Este es mi destino, el que debo asumir, y el que asumo. Pero esto no puede reducirse ni a
la desesperación ni al rumiar catatónico.
Teniendo este deseo, que es el mío, no puedo más que trabajar para su realización. Y, ya
en la elección que hago del interés principal de mi vida, en el trabajo que le dedico, para mí
lleno de sentido (incluso si me encuentro en él, y lo acepto, con el fracaso parcial, los retrasos,
los rodeos, las tareas que no tienen sentido por sí mismas), en la participación en una
colectividad de revolucionarios que intenta . superar las relaciones reificadas y alienadas de la
sociedad actual, estoy en disposición de realizar parcialmente este deseo.
Si hubiese nacido en una sociedad comunista la felicidad me hubiese sido más fácil.
En este pretexto, no voy a pasar mi tiempo libre mirando la televisión o leyendo novelas
policíacas.

Nerio Tello: “Cornelius Castoriadis y el imaginario radical”. Ed. Campo de ideas, España,
2003. Págs. 51-108

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