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¿POR QUÉ FRACASÓ LA REPÚBLICA QUE SOÑÓ MARTÍ?

La destrucción de la moral pública


causa bien pronto la disolución del Estado.
Simón Bolívar

Carlos Alberto Montaner


Instituto de Estudios Cubanos y
Cubano-Americanos, University of Miami
28 de enero de 2008

Durante el primer medio siglo de vida independiente los cubanos solíamos referirnos

nostálgicamente a “la república que soñó Martí”. Era un recurso retórico generalmente

utilizado para quejarnos de la realidad política y social del país. Lo que allí sucedía,

aparentemente, no era lo que Martí se había propuesto crear. Algo había salido mal. Algo

no había funcionado. ¿Qué sucedió? ¿Qué era lo que tenía Martí en la cabeza cuando

convocó a la lucha por la independencia en 1895, y por qué embarrancó aquel proyecto

que tanta sangre y sacrificio costara? Los papeles que siguen tratan de responder esas dos

preguntas.

La forja de un nacionalista romántico

A los 16 años, en 1869, Martí tuvo su primer encontronazo con la justicia española por

defender la independencia de Cuba. Probablemente, entonces pesaba más en él la

influencia de su admirado maestro Rafael María Mendive, director de la escuela San

Pablo, que la de sus padres españoles. Mendive, ex discípulo de José de la Luz y

Caballero en el legendario colegio El Salvador, era un intelectual de personalidad

agradable, buen poeta romántico, mientras D. Mariano, el padre de Martí, era un militar

de bajo rango, limitada educación y no muy buen carácter, de manera que es explicable

que aquel niño sensible y extremadamente inteligente que fue Martí, sin advertirlo, y sin

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dejar de profesarle un gran cariño a su padre, haya efectuado psicológicamente un cambio

de modelo paterno, colocándose bajo la autoridad moral de su admirado maestro y

mentor.

Martí se hizo poeta romántico y se decantó como un nacionalista cubano de la

mano de Mendive. La poesía, el romanticismo y el nacionalismo, al fin y al cabo, eran

categorías vecinas que casi siempre iban juntas. Su mundo adolescente −y ahí está el

poema Abdala como prueba− es un universo de arquetipos heroicos, de exaltación de

figuras valientes y entregadas al sacrificio, gente toda maravillosa a la que se debía

emular. Esa visión formaba parte de la sensibilidad romántica y Martí la había adquirido

en la casa de Mendive, a veces en el patio del colegio, donde los muchachos recitaban los

versos patrióticos del maestro. Allí, quizás, también decidió que el desinterés económico

era una virtud extraordinaria, cuando vio a su amado profesor empeñar su reloj “para

prestarle seis onzas a un poeta necesitado. Y luego −dice Martí− yo le llevé un reloj

nuevo, que le compramos los discípulos, que le queríamos; y se lo di llorando”.

Esa primera patria a la que se asoma Martí es pura emoción, puro romanticismo

espiritual y estético. Es en esa etapa y dentro de esa atmósfera psicológica donde Martí

comienza a sentirse cubano. Naturalmente, pudo haber sido de otro modo si el azar no lo

hubiera colocado en un medio criollo y patriótico. Al fin y al cabo, su madre, Doña

Leonor Pérez, era canaria, su padre, D. Mariano, era un militar valenciano, él era el

primogénito de la familia y había viajado a España siendo niño, lo que pudo acercarlo

más a esas raíces. Incluso, D. Mariano había participado activamente en la lucha contra la

expedición de Narciso López durante el primer intento violento de los cubanos por

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separarse de España, y es posible que la primera versión de esos hechos que el niño

escuchara respaldara la visión integrista de los peninsulares.

De alguna manera, para Martí, ser cubano fue una elección en la que no faltaron

agónicas contradicciones. Para él, ser cubano era una identidad escogida, no heredada.

Sus circunstancias personales, al menos dentro de las cuatro paredes del hogar, eran muy

españolas. Muy integristas, como entonces se decía, aunque probablemente sin gran

contenido ideológico. No parece que Mariano o Leonor participaran apasionadamente de

ese debate, y ambos fueron siempre muy solidarios con el hijo amado, pero la familia

tenía en el centro de La Habana una casa radicalmente española, como sucedía en

decenas de millares de hogares habitados por españoles o por hispano-cubanos en aquella

Antilla.

En todo caso, hasta ese punto −16 años, poca formación− lo que Martí sueña es

con que Cuba se autogobierne y sea independiente. Sueña con una nación. Eso es lo que

ha aprendido en la escuela. Eso es lo que le escucha a su maestro Mendive. Todavía,

lógicamente, no se ha planteado en qué tipo de Estado podría encarnar esa nación. No

tiene edad ni lecturas para una reflexión de esa naturaleza. Sin embargo, junto a la

defensa del derecho a la independencia y al autogobierno, Martí se ha acercado a las

ideas liberales, que solían ser las de los partidarios de los cambios. Mendive, como casi

todos los patriotas de su época, y como una buena parte de la población española, pero de

la radicada en España, era eso: un liberal.

En efecto, desde principios del siglo XIX, y aún antes, desde fines del siglo

XVIII, la sociedad española se fue alejando paulatinamente del pensamiento del antiguo

régimen −absolutista, defensor de la soberanía real en lugar de soberanía popular,

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fanático en materia religiosa, carente de libertades, aristocrático− para dar paso a la

mentalidad propia de los estados modernos caracterizados por los valores opuestos

surgidos de la Ilustración: defensores del control del parlamento sobre los gobernantes y

de la autoridad emanada de la voluntad popular, partidarios de los métodos electorales

democráticos, tolerantes en las cosas del espíritu (de ahí el auge de la masonería entre los

liberales y los independentistas) y respetuosos de los derechos individuales, tal y cómo se

consignaron en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclamada

en Francia o en el Bill of Rights estadounidense.

Ese debate se dio en Cuba de una manera clarísima en torno a la Constitución de

Cádiz de 1812 y cuajó, posteriormente, una década más tarde, en la cátedra de Derecho

Constitucional que el presbítero Félix Varela dictó a aula llena en la Habana en el

Seminario de San Carlos. Es verdad que Fernando VII se encargó de hacer abortar ese

movimiento renovador de la cosmovisión hispana −Cuba incluida−, pero tras su muerte,

ocurrida en 1833, alcanzaron el poder diversas parcelas del liberalismo (a veces

encarnizadamente enfrentadas) y comenzó aceleradamente en España y en Cuba el

desmantelamiento de la vieja mentalidad.

El mismo años en que Martí nació, en 1853, murió en España Juan Álvarez

Mendizábal, un prominente político liberal que en 1836 (había regresado del exilio dos

años antes) “desamortizó” −literalmente: sacó del mundo de los muertos− las enormes

propiedades en manos de la Iglesia católica, privándola de los recursos materiales con

que contaba la institución, poniendo en marcha un irreversible proceso de secularización

que también afectó al clero en las colonias antillanas. Tal vez los cubanos de nuestros

días lo ignoren, pero aquel capitán general Miguel Tacón, llegado a la Isla en 1834 para

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instaurar un régimen de control policiaco realmente severo, se consideraba un liberal,

como liberal fue, y de los importantes, Leopoldo O’Donnell, cruel represor en Cuba

durante la Conspiración de la Escalera (1844), pero notable reformador liberal en la

España de su tiempo.

La primera república que Martí conoce

Esa contradicción −liberales en España y reaccionarios en Cuba− la observó José Martí

cuando tenía 20 años y era un universitario desterrado en la Madre Patria. Es importante

entender el paralelismo: en octubre de 1868 estalla en Cuba la llamada Guerra de los

Diez Años. Martí es detenido, juzgado y condenado a seis años de cárcel por firmar una

carta en la que llama “apóstata” a un compañero de estudios, Carlos de Castro y Castro

−profética reiteración−, por haberse enrolado en el ejército español para combatir a los

insurgentes, y le recuerda que él, Castro, es un discípulo de Rafael María Mendive, lo que

lo obligaba a un comportamiento honorable y patriótico.

En ese mismo año, un mes antes, en septiembre de 1868, triunfa en España la

Revolución Gloriosa, encaminada a imponer por la fuerza los valores liberales a la

monarquía española. De los siete firmantes de la proclama que anuncia el levantamiento,

tres han ejercido, o ejercerán pronto, el mando en Cuba: Francisco Serrano −el llamado

“General bonito”, ex amante de la reina despojada de su trono− Domingo Dulce y

Antonio Caballero de Rodas. Otro de los firmantes, Juan Prim −ex Capitán General en

Puerto Rico, donde gobernó con la punta de la fusta−, tuvo una cierta amistad con Carlos

Manuel de Céspedes de cuando el bayamés vivía en Barcelona. Los cubanos

independentistas, pues, tenían derecho a albergar cierto optimismo.

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Exiliada la reina Isabel II y derrocada la dinastía, los golpistas buscan a otro

monarca en alguna casa reinante europea. La condición es que se someta a la autoridad

del Parlamento, que sea demócrata y católico. Por fin, encuentran a un príncipe italiano

de la casa de Saboya, hijo del rey de Italia, quien en noviembre de 1870, tras ser elegido

por la mayoría del Parlamento español, jura su cargo como Amadeo I. Cuba, pues, tiene

un rey italiano-español y parece ser el monarca perfecto: liberal, masón (con licencia

papal) y tolerante. Previamente, en 1869, las Cortes han aprobado una Constitución

absolutamente liberal, en gran medida inspirada en la de Estados Unidos. Todos los

derechos fundamentales han sido consignados en el texto. Lo que parece querer la

sociedad española es democracia, libertades, orden y progreso. Lo mismo que la cubana.

El experimento, sin embargo, fracasa penosamente: la guerra en Cuba, las

conspiraciones de los militares, las divisiones entre las distintas facciones liberales, los

republicanos, los conservadores, los carlistas y los isabelinos (partidarios de la reina

depuesta), hacen al país ingobernable. “Esto es una jaula de locos” exclama, desesperado,

más de una vez, el pobre rey italiano. Por fin, en febrero de 1873 abdica y regresa a Italia,

e inmediatamente se declara la primera República Española. Entre las personas que viven

apasionadamente esos hechos en España está José Martí, entonces un joven estudiante

universitario de apenas veinte años que ya comienza a darse a conocer y a publicar

artículos en la prensa.

Martí espera que la república española reconozca a la república cubana. Le parece

lógico y coherente. Sólo cuatro días después de proclamada la república, el 15 de febrero

de 1873, Martí da a conocer su ensayo La república española ante la revolución cubana.

Le resulta inconcebible que quienes invocan los principios democráticos de la soberanía

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popular para cambiar el régimen en España, les nieguen a los cubanos esos mismos

derechos para reclamar la creación de una república independiente. Martí no usa el

término, porque entonces no existía, pero hace una clara defensa del “derecho a la

autodeterminación”.

Sin embargo, la experiencia de esa primera república española debe haber sido

contradictoria para Martí: se exacerban todos los conflictos internos en la Península, pero

muy especialmente los de carácter étnico y regional. Federales y unitarios se van a la

greña. El parlamento trata de imitar el sistema federal norteamericano y aprueba unas

reglas que conceden una enorme dosis de autonomía a las regiones, pero lo que sucede es

que España casi se desintegra en una lucha que incluye conspiraciones militares, graves

problemas sindicales, renovación de las guerras carlistas, intentos de golpe de estado, y la

pintoresca y sangrienta insubordinación del Cantón de Cartagena, en Murcia, con el

consecuente bombardeo de Almería por los insurrectos, quienes, entre otras locuras,

piden ser anexionados por Estados Unidos. Es en ese clima caótico donde se justifica la

frase lapidaria y desesperada, aunque escasamente elegante, con que el primer presidente

de la república, el catalán Estanislao Figueras, había renunciado a su cargo meses antes

de estos hechos, largándose subrepticiamente a París: “estoy hasta los cojones de todos

nosotros”. Realmente, visto a siglo y medio de distancia, lo que parece asombroso es que

España, colocada al borde del colapso, simultáneamente hubiera podido mantener en

Cuba una guerra colonial terriblemente impopular y costosa. En ese momento Martí ya

ha terminado sus estudios, y con el auxilio económico de Fermín Valdés Domínguez

decidió abandonar España rumbo a Francia. Transcurría el mes de diciembre de 1874 y

naufragaba la república con gran pena y sin ninguna gloria. Pocos días más tarde, casi al

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terminar el año, el general Arsenio Martínez Campos, para alivio de casi todo el país,

puso fin al fallido intento republicano y le dio inicio a la restauración de los Borbones

con el auxilio astuto de D. Antonio Cánovas del Castillo.

La república que Martí soñó

El Martí graduado de derecho y filosofía que abandonó España, aunque todavía muy

joven −apenas 21 años−, probablemente ya había adquirido una formación ideológica que

seguramente no tenía cuando arribó a la Península. El muchacho que a los 16 años soñaba

con una nación independiente sin definir su estructura, ya era un joven abogado que había

aprobado cursos de Derecho Político y, sobre todo, había presenciado in situ el intenso

debate español sobre el mejor Estado y gobierno en el que puede organizarse la

convivencia ciudadana.

Sin duda, ese tipo de gobierno −pensaba−, pese al guirigay en que había devenido

el experimento español, era la república, donde la soberanía residía en los individuos y no

en un monarca, donde el gobierno era laico, y se sostenía en un andamiaje de contrapesos

y equilibrios con los tres clásicos poderes independientes, autoridad limitada, y periódica

rendición de cuentas. También, sin duda, creía en la superioridad del método democrático

para tomar las decisiones colectivas y para designar a los representantes del pueblo con el

fin de administrar los órganos de gobierno. Martí, pues, era un republicano liberal y un

demócrata moderado. No era un anarquista radical que rechazaba la existencia del

Estado, ni un socialista que predicaba el igualitarismo. Por el contrario, tenía muy claro

(y así lo expresó más adelante) el papel creador de riqueza de los empresarios privados y

la inevitabilidad de las diferencias económicas, que no surgen, como creían los marxistas

−el texto que sigue está escrito en 1883, el mismo año en que murió Marx− de la

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propiedad de los medios de producción, sino de las peculiaridades intelectuales,

psicológicas y temperamentales de las personas. En un prólogo a los cuentos de Rafael

Castro Palomino, Martí lo afirma con toda claridad:

“Los hombres inferiores ven con ira la prosperidad de los hombres adinerados, y

éstos ven con desdén los dolores reales y agudos de los hombres pobres. No se detienen

aquéllos (…) a ver que los hombres ricos de ahora son los pobres de ayer; que el hombre

no es culpable de nacer con las condiciones de inteligencia que lo elevan en la lucha

leal, heroica y respetable, sobre los demás hombres; que del resultado combinado del

genio, don natural, y la constancia, virtud que recomienda más al que la posee que al

genio, no puede responder como de un delito el que ha utilizado las fuerzas que le puso

en la mente y en la voluntad la Naturaleza (…) jamás acabará por resignarse el hombre

a nulificar la mente que le puebla de altivos huéspedes el cráneo, ni a ahogar las

pasiones autocráticas e individuales que le hierven en el pecho, ni a confundir con la

obra confusa ajena, aquella que ve como trozo de su entraña y ala arrancada de sus

espaldas, y victoria suya, su idea propia”.

En realidad, las ideas políticas de Martí no se alejan demasiado de lo que era

común entre los cubanos y los españoles progresistas de su tiempo y están vinculadas a

una tradición que, en la Isla, acaso comienza y se va perfeccionando paulatinamente con

Francisco de Arango y Parreño, José Agustín Caballero, Félix Varela, José de la Luz y

Caballero, José Antonio Saco −por sólo mencionar los más notables−, y luego se

prolonga en figuras ya contemporáneas de Martí como Ignacio Agramonte (n. 1841) −el

más enérgico y claro defensor que tuvo el liberalismo en su tiempo−, Enrique José

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Varona (1849), o los brillantes autonomistas José Antonio Cortina (1851), Rafael

Montoro (1852), Antonio Govin (1849) y Eliseo Giberga (1854).

No todos estos cubanos fueron republicanos independentistas −los hubo

autonomistas y anexionistas−, pero compartían las mismas ideas sobre las características

esenciales que debería tener el Estado de Derecho idóneo para organizar la vida pública

de los cubanos, y éstas eran las propias de las sociedades liberales surgidas de la

Ilustración. Cuando los mambises se reúnen en Guáimaro en 1869 para redactar la

primera Constitución de Cuba en armas, el modelo que tienen en mente −y así lo declara

Céspedes en una carta que hace circular−, es la constitución norteamericana, extremo que

no deja de ser una ironía, porque los liberales españoles a los que combate, al otro lado

del Atlántico, en ese mismo año redactan su nueva constitución, la más liberal de su

historia hasta ese momento, también inspirada en la ley de leyes estadounidense.

Finalmente, en 1901, los cubanos proclaman una verdadera Constitución. (Las de

la manigua fueron reglamentos necesariamente incompletos, aunque la última, la de la

Yaya, tuvo más largo aliento). Este nuevo texto está integrado, como era de rigor, por una

parte dogmática, una parte orgánica que describe las instituciones de gobierno, y una

cláusula de reforma que explica cómo modificarla. Se trata, pues, de una Constitución

claramente liberal, y lo probable, pues, es que ese documento final hubiera tenido el visto

bueno de Martí, porque no hay en él absolutamente nada que pugne con el pensamiento

del Apóstol, dado que la Enmienda Platt −a la que seguramente se habría opuesto− no

formaba parte del texto aprobado por los constituyentes, sino fue un apéndice impuesto

por las autoridades interventoras norteamericanas.

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Lo que quiero decir es que la famosa república que soñó Martí fue la que se

estrenó el 20 de mayo de 1902, aunque con las limitaciones humillantes que le imponía la

Enmienda Platt, mecanismo que, de jure, convertía a Cuba en un protectorado

norteamericano. En todo caso, el autogobierno estaba garantizado, existía un diseño

institucional razonable, y la Isla contaba con el capital humano indispensable para que el

país, potencialmente, funcionara con acierto. Basta repasar la lista de los 29

constituyentes que firmaron el texto, o el gabinete de Estrada Palma, para advertir que la

media intelectual era bastante elevada. El novelista Carlos Loveira calificaba con cierta

ironía a esa clase dirigente cubana de los primeros tiempos como de “generales y

doctores”, pero ni es extraño que los generales presidan las repúblicas democráticas

cuando se hace la paz −Washington, Jackson, Taylor, Grant, Eisenhower son buenos

ejemplos americanos−, y si hay algo frecuente es que los abogados se conviertan en

parlamentarios, ministros o jefes de gobierno. Al fin y al cabo, Martí había sido

nombrado general por Máximo Gómez tras el desembarco, y, si hubiera sobrevivido,

habría sido las dos cosas: general y abogado.

Los problemas de la República

No tenía, pues, Martí un proyecto político en la cabeza distinto al que comenzó su

andadura en 1902, y es ingenuo pensar que su sola presencia, de no haber muerto en Dos

Ríos, habría garantizado un resultado diferente. Martí era un demócrata, no un autócrata,

y habría tenido que pactar, buscar consensos y someterse a la regla de la mayoría y a la

alternancia en el poder. Era un hombre excepcional, pero otros hombres excepcionales,

como Enrique José Varona y Rafael Montoro −ambos políglotas, cultísimos y refinados,

dotados de una estatura intelectual y moral como la de Martí− participaron intensa y

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constructivamente en la vida política sin mancharse, pero también sin lograr un cambio

cualitativo que asegurara la estabilidad del país.

¿Cuál era el inventario de oportunidades e inconvenientes que esperaba a la

República? La Cuba de 1902 tenía problemas muy concretos, que se pueden resumir

esquemáticamente, y que eran, fundamentalmente, de dos tipos: los de carácter histórico-

cultural y los relacionados con factores materiales concretos. Los de carácter histórico-

cultural eran, por lo menos, cinco problemas intangibles, pero medulares, que afectaban

la convivencia de los cubanos y creaban graves problemas a la gobernabilidad del país e

incidían en su desarrollo económico:

1. La ausencia de tradición en el campo del autogobierno. Cuando los

norteamericanos estrenan su república en 1776 ya tienen en su pasado siglo y

medio de autogobierno en todos los órdenes, incluyendo la milicia. Cuba había

sido gobernada desde España a lo largo de toda su historia. Durante una buena

parte del siglo XIX no hubo otra autoridad que la voluntad del Capitán General

que mandaba en la Isla.

2. El poco respeto que la clase dirigente criolla sentía por el cumplimiento de la ley.

No existía la convicción, al menos de forma generalizada, de que las repúblicas se

sustentan en la humilde admisión de que todos deben colocarse bajo el imperio de

leyes que afectan de la misma manera a todas las personas (the rule of law),

conducta que en gran medida explica la estabilidad política de las naciones

exitosas. Ese desprecio por la ley no era sólo una actitud de la clase dirigente:

alcanzaba al conjunto de la sociedad que, en general, no rechazaba a los políticos

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corruptos o a los que violaban las reglas, como se comprobaba elección tras

elección. No sólo existía impunidad legal. También existía impunidad moral.

3. El culto por la violencia y por los hombres de acción. Las virtudes intelectuales y

morales pesaban menos que el prestigio que confería el valor personal. Las

batallas libradas contra España se convirtieron en el centro de la mitología

favorita de la sociedad cubana y no el respeto por las virtudes cívicas o por los

éxitos sociales y económicos. De esa actitud, en su momento, derivó el

pandillerismo político, y muchos revolucionarios supuestamente vinculados a

causas justicieras se transformaron en los matarifes del gatillo alegre que

merodeaban la Universidad, los Institutos de Segunda Enseñanza y los sindicatos.

La propia biografía de Fidel Castro demuestra los enfermizos vasos comunicantes

que en Cuba existían entre el matonismo, la política y el patriotismo

revolucionario.

4. El caudillismo como forma de organización política. Las ideas importaban mucho

menos que el culto por ciertos líderes que, a su vez, estimulaban esos vínculos

mediante el clientelismo y la entrega de canonjías y privilegios. En esa república

de principios del siglo XX, la mambisa, los cubanos se agruparon tras José

Miguel Gómez (el primer caudillo que conoció el país), Menocal o Machado, tres

generales que despertaron el fanatismo de distintos segmentos de la población.

Con Gómez comenzó la nefasta costumbre de asignar botellas −cargos fantasmas

por los que se recibía un salario sin tener que trabajar− para recompensar a los

partidarios y cortesanos. Disponer de estas botellas y poder distribuirlas era un

síntoma del poder que se tenía.

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5. Desprecio por el trabajo manual. Dentro de la peor tradición latina (no sólo

hispana), los criollos tendían a no cultivar los trabajos manuales y los oficios, por

los que tenían poco respeto. Era una sociedad con muchos más abogados que

ingenieros, y en la que ser plomero, carpintero o electricista carecía totalmente de

prestigio, quizás porque en época de la esclavitud ésos eran los trabajos que

desempañaban los negros libertos. No en balde, no fue hasta fines del siglo XVIII

cuando Carlos III emitió su Real Decreto dejando sin efecto el carácter vil y

degradante asociado al desempeño de labores manuales.

Al margen de estas cuestiones culturales e históricas, cinco de los más graves

problemas materiales que tuvo que afrontar la República fueron los siguientes:

1. Patriciado criollo arruinado. Aunque la intervención norteamericana facilitó el

tránsito político y económico hacia una nueva etapa, la guerra tuvo un alto costo

económico y arruinó a una buena parte del patriciado criollo. Durante los tres

años de guerra hubo miles de confiscaciones de propiedades a cubanos acusados

de colaborar con los insurrectos. Esos bienes no fueron devueltos a sus dueños

porque en el Tratado de París que oficialmente puso fin a la guerra se acordó

respetar las sentencias previas de los tribunales españoles.

2. Pocas oportunidades laborales. La base productiva del país −que no era muy

grande fuera de la industria azucarera− fue severamente afectada por la guerra y

las oportunidades de conseguir trabajo en el sector privado eran limitadas,

especialmente en el campo, lo que determinó la rápida emigración del

campesinado hacia las ciudades, dando lugar a una masa laboral de difícil

asimilación. Por ello, obtener un cargo público se convirtió en el desesperado

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objetivo de muchas personas, independientemente de sus méritos, dado que se

obtenían por relaciones políticas.

3. Escasez de capital. Aunque existían inversiones norteamericanas en azúcar y

comunicaciones −las más cuantiosas de Estados Unidos fuera de sus fronteras−,

no abundaba el capital, no existían instituciones financieras internacionales

dedicadas a fomentar el desarrollo (como hoy el Banco Interamericano de

Desarrollo, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional), y no había

ayuda sustancial internacional a fondo perdido, como hay en nuestros días.

4. Postración de la población negra y mestiza. Seguramente, el sector más afectado

por la falta de oportunidades era la población negra. Como regla general, era la

más pobre, la peor educada, y la que, en mayor medida, procedía de hogares

desestructurados como consecuencia de la esclavitud. En 1886 se había decretado

el fin de la esclavitud, pero una parte sustancial de esta masa humana de cientos

de miles de personas había quedado desamparada y debía conformarse con

sobrevivir colocándose, cuando podía, como servicio doméstico de la población

blanca. Como, además, existían graves prejuicios raciales, pese a la legislación

que decretaba la igualdad absoluta de blancos y negros, los negros no solían ser

empleados en el comercio o en determinadas industrias. Durante siglos, la

estructura productiva, concebida para el manejo de una sociedad esclavista de

plantación, era la que se adecuaba a la existencia de amos y señores, y esas

costumbres y relaciones económicas se prolongaron insensiblemente en la

república.

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5. Dependencia del azúcar. La economía del país dependía en gran medida del

comercio exterior y éste, a su vez, estaba centrado en el azúcar, lo que hacía al

país muy vulnerable. Cuando subía el precio del azúcar, como sucedió durante la

Primera Guerra mundial, los precios ascendían astronómicamente (la famosa

Danza de los millones), como ocurrió en época de Menocal (1913-1921), pero,

cuando bajaban, se desplomaba la economía, como sucedió durante el gobierno de

Alfredo Zayas (1921-1924), y luego en pleno machadato (1925-1933) tras el

crash del 29.

¿Por qué fracasó la República?

Sin embargo, ninguno de estos problemas era insoluble, y ya en ese momento la

situación de Cuba era mucho más favorable que la de casi todos los países de

América Latina y, en algunos aspectos, incluso superior a la de la propia España,

como sucedía con los índices de alfabetización. Tras la intervención americana, el

país estrenó la independencia de manera organizada y con la administración pública

saneada y en pleno funcionamiento. Ninguna de las repúblicas hispanoamericanas

surgió a la independencia con ese grado de orden y legitimidad. Los cubanos, sin

embargo, no supimos aprovechar la oportunidad. ¿Por qué? Tal vez, porque para

lograr que se produzca el milagro de la gobernabilidad no basta con tener una buena

constitución y un grupo de líderes notables. El propio José Martí vio cómo fracasaba

la Primera República española, pese a contar con la excelente constitución de 1869 y

con figuras de la talla de Pi i Margall, Emilio Castelar y Nicolás Salmerón. Y si

hubiera alcanzado los ochenta años de edad, habría podido comprobar cómo se

hundía la España de la Segunda República tras promulgar la avanzada Constitución

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de 1931 (inspiración de la cubana de 1940), aun cuando en las Cortes o en el

Ejecutivo comparecían personas del calibre de José Ortega y Gasset, Fernando de los

Ríos o Manuel Azaña.

Es hoy, más de un siglo después de iniciada la República, que podemos entender

mucho mejor qué pasó en el país y por qué aquella ilusionada aventura acabó en el

desastre. Hoy sabemos de manera fehaciente, de la mano de estudiosos como

Douglass North, Premio Nobel de Economía en 1993, el papel básico de las

instituciones en el desarrollo económico, y la importancia insustituible que tiene un

buen sistema judicial para que una sociedad consiga prosperar estable y

armónicamente. Hoy manejamos el concepto de “capital cívico”, desarrollado por el

sociólogo Robert Putnam, profesor de Harvard, y sabemos que una sociedad en la que

la mayor parte de las personas que la componen suscriben valores democráticos, se

colocan bajo el imperio de la ley, y se agrupan espontáneamente en organizaciones de

la sociedad civil para defender causas comunes, alcanza mucha más estabilidad que

aquellas que tienen otro tipo de comportamiento.

En nuestros días, tras observar con admiración los impresionantes “milagros” de

postguerra −Alemania, Italia, Japón−, hemos podido estudiar, además, los casos

exitosos de naciones que han pasado de la dictadura a la democracia, y de la pobreza

a la riqueza y el desarrollo, en el curso de pocos años −Corea del Sur, Taiwán,

España, Chile−, y no ignoramos cómo países como Irlanda o Nueva Zelanda

−democracias anquilosadas− han conseguido reactivar enérgicamente sus economías,

mientras otra nación extraordinaria, Israel, en pocas décadas lograba reinventarse en

medio del desierto, conjugando la democracia con un altísimo desarrollo tecnológico

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y económico en medio de continuas guerras, y bajo el acoso permanente de

numerosos enemigos.

Simultáneamente, hemos logrado examinar el complejo proceso de cambio de

régimen que va desde el comunismo totalitario y el igualitarismo a la democracia y el

mercado, y hemos visto el resurgimiento ejemplar de países como Estonia, Eslovenia,

República Checa, Eslovaquia o Polonia, y ya nadie bien informado duda sobre cuál es

la fórmula para crear riquezas o −por la otra punta del fenómeno− como se destruye,

malgasta o se impide su creación. En otras palabras, viendo lo que otros han hecho

bien, podemos deducir exactamente lo qué nosotros hicimos mal entre 1902 y 1959,

hasta que se produjo el descalabro que nos trajo la dictadura comunista, y con ella la

devastación material del país, la muerte violenta de varios millares de cubanos, el

exilio de otros dos millones y el sufrimiento de casi toda la población.

Sin embargo, si hubiera que elegir la causa fundamental del fracaso de la

república cubana nos daríamos de bruces con una singularísima paradoja: el gran

error que cometió la sociedad cubana no estuvo en la identificación y denuncia de los

males que exhibía el país, dado que eran plenamente conocidos −corrupción,

violencia política, impunidad, violación constante de la legalidad vigente por parte de

quienes tenían que hacerla respetar−, sino en el remedio con que se pretendió corregir

esos comportamientos delictivos. Casi desde el inicio mismo de la República se abrió

paso entre los cubanos, de manera arrolladora, el culto por la revolución. Algún día,

por medio de la violencia revolucionaria −soñaban numerosos cubanos−, llegarían al

poder un hombre o un grupo de hombres que impondrían el orden, la justicia y el

buen gobierno a punta de pistola, redescubriendo la mítica república supuestamente

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soñada por Martí, mientras mágicamente crearían las condiciones para que se

multiplicaran las oportunidades laborales y los cubanos fueran prósperos.

Los cubanos, en general, no entendían que el buen gobierno difícilmente puede

surgir del desorden, la violencia y la ingeniería política y económica diseñada por los

afiebrados revolucionarios, unas personas generalmente dotadas de un débil instinto

laboral, usualmente afectadas por espasmos fundacionistas que los precipitan a tratar

de rehacer incesantemente la realidad de acuerdo con sus más delirantes fantasías.

Tampoco entendían que las buenas oportunidades económicas y la verdadera

generación de riquezas están vinculadas a la enérgica creación de empresas en el

ámbito privado que agreguen valor a la producción de manera sistemática, lo que

exige la existencia y cuidadoso mantenimiento de un medio social, jurídico,

financiero y académico hospitalario con este complejo objetivo. El problema, pues,

radicaba en los valores, creencias y actitudes prevalecientes en la sociedad cubana,

tan poco afines con la fragilidad del diseño institucional republicano. Sencillamente,

no es posible sostener una república si el conjunto de la sociedad, o al menos la

inmensa mayoría de quienes la componen, no está dispuesta a acatar las reglas y a

sancionar penal y moralmente a quienes las violan.

Estos papeles comienzan por una cita de Simón Bolívar: “La destrucción de la

moral pública causa bien pronto la disolución del Estado”. Y así es, aunque al

apotegma del venezolano debe agregársele un matiz: ese fenómeno ocurre con mucha

más rapidez si se trata de una república democrática. ¿Por qué? Porque la

supervivencia de un modelo de Estado y de gobierno fundado en el consentimiento de

las personas y no en la imposición forzada, tiene necesariamente que cumplir con los

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objetivos para los que fue creado. ¿Por qué tantos cubanos apoyaron acciones

violentas contra la República −alzamientos, golpes militares, incluso asesinatos−, o

reaccionaron con total indiferencia ante ellos? ¿Por qué no se escandalizaban ante

esos y otros hechos altamente reprobables? Probablemente, porque una parte

sustancial de los cubanos no sentía que ese orden constitucional destrozado les

pertenecía, o que ese gobierno ilegítimo que alcanzaba el poder iba a ser muy

diferente al que había sustituido violentamente.

Si los cubanos optaron por esperar a un Mesías revolucionario que enderezara al

país de una vez por todas, es porque dejaron de creer en las instituciones republicanas

con cada pucherazo electoral que se producía, con cada injusticia que contemplaban,

con cada descarada violación de la ley que quedaba impune. Llegó un punto, tal vez

muy temprano en nuestra corta historia republicana, en que la sociedad, simplemente,

dejó de creer que el Estado surgido en 1902, ese espacio común donde se produce la

convivencia pública de los ciudadanos, podía servir para reflejar sus ideales y

defender sus intereses. Fue entonces cuando comenzó a creer en la revolución, sin

advertir que ése era el camino de la arbitrariedad y el fin del ideal republicano que,

precisamente, había sido el sueño de Martí. Ojalá hayamos aprendido la lección.

Debemos recordar, cuando nos llegue, otra vez, el momento de estrenar la libertad,

que fuera del cumplimiento de la ley, fuera de las instituciones de Derecho, solo

queda el abismo. El abismo al que nos precipitamos voluntaria e insensiblemente

hace ya casi medio siglo.

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