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TRIBUNAABIERTA

¿Capitán, mande lean!


19.04.08 - . JUNKAL GUEVARA LLAGUNO

Estamos en abril, el momento más oportuno del año para decir: ¡me gusta mucho leer!
Creo que como Pi Patel, en un bote salvavidas “si hubiera podido pedir un deseo, aparte
de que me rescataran, hubiera pedido un libro”. Debe ser por eso que he llegado hasta la
Biblia, a pesar de haber tentado otras áreas de conocimiento. Entre los libros y yo existe
una relación que se parece mucho a la amistad. Sé que siempre están ahí, esperándome,
“aguardando con paciencia a saludar a aquel que lo coge, igual de dulce y poderoso que
el beso en la mejilla de una niña pequeña” (Vida de Pi). Llego al dormitorio o al
despacho, y ahí están los libros silenciosos, aguardando que los salude, los coja y, por
fin, los abra…, para acompañarme con sus palabras amables, sus metáforas
sorprendentes, sus historias envolventes. Comparten conmigo el trabajo y el ocio; me
presentan nuevos amigos con los que me enredo hablando de libros; y me conducen a
lugares entrañables de los que me cuesta escapar: esas librerías atestadas o las
bibliotecas silenciosas, e incluso las fecundas imprentas. Y quizá por eso, entre los
muchos de libros que acabo leyendo al año, la Biblia es –probablemente, el amigo-libro
al que muestro una lealtad más notable. Me apasiona su antigüedad: pienso en esos
relatos, probablemente del s. IX a. C. que, después de algún tiempo sorteando el
apasionante mundo de la transmisión oral, se dejaron escribir, y me doy cuenta de cómo
por su generosidad, se abrieron no sólo a un modo nuevo de ser tratados y transmitidos,
sino también a la posibilidad de que yo los conociera. Me retan las lenguas originales en
que han llegado a nosotros: el hebreo y el griego, básicamente. Lenguas que me
conducen hacia culturas añejas, ricas –a veces inabarcables- que me sacan de las
estrecheces en las que me constriñen las noticias (los trasvases, la discriminación
positiva, el euríbor…) y a las que tengo la sensación de que me arroja, paradójicamente,
la globalización. Me desafían sus alfabetos, consonántico el hebreo (¡un mundo sin
vocales!), que invita constantemente a la participación activa en la comunicación;
estilizado y sorprendente el griego. Me entretienen sus historias: las sagas familiares de
los patriarcas, las intrigas y las escaramuzas militares los reyes, las acciones simbólicas
de los profetas, los rituales de los sacerdotes en el templo… Me intrigan sus mensajes y
me encantan sus metáforas, fábulas, oráculos y géneros literarios todos. Me resulta
medicinal en estos tiempos de “identidades asesinas” (Amin Maalouf), descubrir su
condición de “encrucijada de culturas”, espacio en el que se dan cita serenamente,
dentro de los relatos y textos, elementos de culturas mesopotámicas, cananeas, hebreas,
egipcias, griegas, romanas… Pero, probablemente, la lealtad que profeso a la Biblia
como monumento literario se alimenta también de su condición de texto religioso. La he
conocido porque la tradición religiosa cristiana me la ha transmitido como “Palabra de
Dios”; he cultivado su trato en la oración personal y en los sacramentos. La he podido
estudiar, porque la teología se ha empleado a fondo con ella: “editando los sagrados
textos redactados conforme a las normas del arte crítica y explicándolos, ilustrándolos,
traduciéndolos para su religiosa enseñanza o meditación, o bien, por fin, cultivando y
adquiriendo las disciplinas científicas útiles para la explicación de la Escritura”
(encíclica Divino afflante spiritu nº 10). Sigo enganchada a la amistad con la Biblia,
porque no se muestra como un manual de instrucciones frío y mecánico, o como un
mapa que te conduce sin chistar al lugar de tu destino; ella es, más bien, como el espejo
de Alicia, que nos introduce en un mundo donde “los cuadros que estaban a uno y otro
lado de la chimenea parecían estar llenos de vida y el mismo reloj que estaba sobre la
repisa (precisamente aquel al que en el espejo sólo se le puede ver la parte de atrás)
tenía en la esfera la cara de un viejecillo que la miraba sonriendo con picardía” (A través
del espejo y lo que Alicia encontró allí). Mi amiga la Biblia me sigue mostrando caras
desconocidas de la realidad, sentidos nuevos de palabras tantas veces escuchadas,
matices más precisos de las imágenes que despliega por sus capítulos. Y, así, me
introduce en una experiencia religiosa que poco o nada tiene que ver “con aquellos que
braman desde los púlpitos, ni con las condenas impuestas por las iglesias malas, ni con
la presión que ejerce el grupo paritario” (Vida de Pi). Hace “arder mi corazón” (Lc 24,
32) como a los discípulos de Emaús, que vuelven a Jerusalén, corriendo y sin miedo, a
dar testimonio de la resurrección de Jesús. Me impulsa como dice André Paul a una
“laicidad por la Biblia” en la que “la Escritura llamada «santa» y no la Biblia es la que
tiene la virtud de insertarse de forma, principesca y fructífera, en la parcela de espíritu
de donde la sociedad toma parte su alma, la cultura” (La Biblia y occidente. De la
biblioteca de Alejandría a la cultura europea).
¡Lástima que la última remodelación del gobierno no nos haya sorprendido con un
ministerio de la lectura! Tendríamos un ministr@ que pasaría revista a un batallón de
lectores sin discriminación positiva o negativa en función de la edad, la raza, la cultura,
el sexo, la lengua… y daría una orden firme y clara: ¡Capitán, mande lean! Y en ese
momento, como en el poema de Octavio Paz, yo podría decir “Vi al mundo reposar en
sí mismo/ vi las apariencias/ y llamé a sea media hora: perfección de lo Finito”
(Felicidad en Herat).

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