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A los doce años, sin olvidar su pasión por los experimentos, consideró
que estaba en su mano ganar dinero contante y sonante
materializando alguna de sus buenas ocurrencias. Su primera
iniciativa fue vender periódicos y chucherías en el tren que hacía el
trayecto de Port Huron a Detroit. Había estallado la Guerra de
Secesión y los viajeros estaban ávidos de noticias. Edison convenció a
los telegrafistas de la línea férrea para que expusieran en los tablones
de anuncios de las estaciones breves titulares sobre el desarrollo de
la contienda, sin olvidar añadir al pie que los detalles completos
aparecían en los periódicos; esos periódicos los vendía el propio
Edison en el tren y no hay que decir que se los quitaban de las
manos. Al mismo tiempo, compraba sin cesar revistas científicas,
libros y aparatos, y llegó a convertir el vagón de equipajes del convoy
en un nuevo laboratorio. Aprendió a telegrafiar y, tras conseguir a
bajo precio y de segunda mano una prensa de imprimir, comenzó a
publicar un periódico por su cuenta, el Weekly Herald.
En los años siguientes, Edison peregrinó por diversas ciudades
desempeñando labores de telegrafista en varias compañías y
dedicando su tiempo libre a investigar. En Boston construyó un
aparato para registrar automáticamente los votos y lo ofreció al
Congreso. Los políticos consideraron que el invento era tan perfecto
que no cabía otra posibilidad que rechazarlo. Ese mismo día, Edison
tomó dos decisiones. En primer lugar, se juró que jamás inventaría
nada que no fuera, además de novedoso, práctico y rentable. En
segundo lugar, abandonó su carrera de telegrafista. Acto seguido
formó una sociedad y se puso a trabajar.
Perfeccionó el telégrafo automático, inventó un aparato para
transmitir las oscilaciones de los valores bursátiles, colaboró en la
construcción de la primera máquina de escribir y dio aplicación
práctica al teléfono mediante la adopción del micrófono de carbón. Su
nombre empezó a ser conocido, sus inventos ya le reportaban
beneficios y Edison pudo comprar maquinaria y contratar obreros.
Para él no contaban las horas. Era muy exigente con su personal y le
gustaba que trabajase a destajo, con lo que los resultados eran
frecuentemente positivos.
A los veintinueve años cuando compró un extenso terreno en la aldea
de Menlo Park, cerca de Nueva York, e hizo construir allí un nuevo
taller y una residencia para su familia. Edison se había casado a
finales de 1871 con Mary Stilwell; la nota más destacada de la boda
fue el trabajo que le costó al padrino hacer que el novio se pusiera
unos guantes blancos para la ceremonia. Ahora debía sostener un
hogar y se dedicó, con más ahínco si cabe, a trabajos productivos.
Su principal virtud era sin duda su extraordinaria capacidad de
trabajo. Cualquier detalle en el curso de sus investigaciones le hacía
vislumbrar la posibilidad de un nuevo hallazgo. Recién instalado en
Menlo Park, se hallaba sin embargo totalmente concentrado en un
nuevo aparato para grabar vibraciones sonoras. La idea ya era
antigua e incluso se había logrado registrar sonidos en un cilindro de
cera, pero nadie había logrado reproducirlos. Edison trabajó día y
noche en el proyecto y al fin, en agosto de 1877, entregó a uno de
sus técnicos un extraño boceto, diciéndole que construyese aquel
artilugio sin pérdida de tiempo. Al fin, Edison conectó la máquina.
Todos pudieron escuchar una canción que había entonado uno de los
empleados minutos antes. Edison acababa de culminar uno de sus
grandes inventos: el fonógrafo. Pero no todo eran triunfos. Muchas de
las investigaciones iniciadas por Edison terminaron en sonoros
fracasos. Cuando las pruebas no eran satisfactorias, experimentaba
con nuevos materiales, los combinaba de modo diferente y seguía
intentándolo.
En abril de 1879, Edison abordó las investigaciones sobre la luz
eléctrica. La competencia era muy enconada y varios laboratorios
habían patentado ya sus lámparas. El problema consistía en
encontrar un material capaz de mantener una bombilla encendida
largo tiempo. Después de probar diversos elementos con resultados
negativos, Edison encontró por fin el filamento de bambú
carbonizado. Inmediatamente adquirió grandes cantidades de bambú
y, haciendo gala de su pragmatismo, instaló un taller para fabricar él
mismo las bombillas. Luego, para demostrar que el alumbrado
eléctrico era más económico que el de gas, empezó a vender sus
lámparas a cuarenta centavos, aunque a él fabricarlas le costase más
de un dólar; su objetivo era hacer que aumentase la demanda para
poder producirlas en grandes cantidades y rebajar los costes por
unidad. En poco tiempo consiguió que cada bombilla le costase
treinta y siete centavos: el negocio empezó a marchar como la seda.
Su fama se propagó por el mundo a medida que la luz eléctrica se
imponía. Edison, que tras la muerte de su primera esposa había
vuelto a casarse, visitó Europa y fue recibido en olor de multitudes.
De regreso en los Estados Unidos creó diversas empresas y continuó
trabajando con el mismo ardor de siempre. Todos sus inventos eran
patentados y explotados de inmediato, y no tardaban en producir
beneficios sustanciosos. Entretanto, el trabajo parecía mantenerlo en
forma. Su única preocupación en materia de salud consistía en no
ganar peso. Era irregular en sus comidas, se acostaba tarde y se
levantaba temprano, nunca hizo deporte de ninguna clase y a
menudo mascaba tabaco. Pero lo más sorprendente de su carácter
era su invulnerabilidad ante el desaliento. Ningún contratiempo era
capaz de desanimarlo.
En los años veinte, sus conciudadanos le señalaron en las encuestas
como el hombre más grande de Estados Unidos. Incluso el Congreso
se ocupó de su fama, calculándose que Edison había añadido un
promedio de treinta millones de dólares al año a la riqueza nacional
por un periodo de medio siglo. Nunca antes se había tasado con tal
exactitud algo tan intangible como el genio. Su popularidad llegó a
ser inmensa. En 1927 fue nombrado miembro de la National Academy
of Sciences y al año siguiente el presidente Coolidge le hizo entrega
de una medalla de oro que para él había hecho grabar el Congreso.
Tenía ochenta y cuatro años cuando un ataque de uremia abatió sus
últimas energías.
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