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Discipulado integral

Discipulado integral, al estilo de Pablo. Parte I


El modelo de Pablo en la formación de sus discípulos nos lleva a pensar que el discipulado es,
sobre todo, un proceso imitativo.

«En Pablo, más que en cualquier otro escritor neotestamentario, encontramos la visión
misionera más sistemática y profunda elaborada en un marco cristiano y universal» Donald Sénior. El
discipulado es el proceso doloroso por medio del cual la iglesia toda contribuye a que sus
miembros sean cada vez más parecidos a Jesús. Los dolores, dice el apóstol Pablo, son
semejantes a los de una mujer parturienta: «Queridos hijos, por quienes vuelvo a sufrir dolores
de parto hasta que Cristo sea formado en ustedes» (Gá 4.19)*.

Es doloroso y complejo porque el objetivo hacia el cual apunta es «que Cristo sea formado» en
nosotros. ¡Vaya tarea! En el caso de Pablo, el costo resultó alto: desvelos, angustias, mucha
paciencia y amor sacrificial. Pero, como sucede con la mujer que da a luz, la tarea también
resulta gratificante y llena de sentido. Es esa la tarea que, según el apóstol, le da alegría a
nuestro ministerio y nos causa sano orgullo delante del Señor. Así lo expresa, por ejemplo,
cuando se refiere a sus discípulos de Tesalónica: «En resumidas cuentas ¿cuál es nuestra
esperanza, alegría o motivo de orgullo delante de nuestro Señor Jesús para cuando él venga?
¿Quién más sino ustedes? Sí, ustedes son nuestro orgullo y alegría» (1Ts 2.19–20).

La tarea de hacer discípulos es paradójica. En ella, la alegría y el dolor se encuentran en el


mismo camino. Pablo experimentó la angustia del parto y la felicidad del alumbramiento. Él fue
experto en pesares, pero también maestro en gozos desbordantes al ver que sus hijos en Cristo
crecían en la fe. A la misma comunidad de Tesalónica les escribe: «¡Ahora sí que vivimos al
saber que están firmes en el Señor! ¿Cómo podemos agradecer bastante a nuestro Dios por
ustedes y por toda la alegría que nos han proporcionado delante de él?» (1Ts 3.8–9).

Por su pericia en el difícil arte de contribuir a la formación de cristianos maduros y de crecer


juntamente con ellos, Pablo se constituye en un extraordinario punto de referencia para el
aprendizaje de lo que significa ser discípulo y hacer discípulos en el contexto de la comunidad
de fe. Él será el modelo que examinaremos en esta ocasión.

El enfoque bíblico se concentrará en las tres cartas pastorales (las dos a Timoteo y la dirigida a
Tito) y desde ellas se plantearán los interrogantes en relación con la labor de formar discípulos y
ser formados como tales. Entregaremos el desarrollo del tema en varios artículos.

Las cartas pastorales

A Paul Antón, biblista del siglo XVIII, se le atribuye haber sido el primero en denominar
«cartas pastorales» a las tres epístolas escritas por Pablo a sus íntimos colaboradores Tito y
Timoteo. Esas cartas forman un grupo homogéneo de los escritos paulinos y, al igual que la
dirigida a Filemón, sus destinatarios particulares no son las iglesias mismas, sino sus pastores.
Su contenido abunda en recomendaciones acerca del ejercicio ministerial, pero agrega también
orientaciones pastorales para el crecimiento cristiano y el fortalecimiento de la fe de los
servidores de «la casa de Dios» (1 Ti 3.15).

Estas cartas pertenecen a los llamados escritos tardíos del apóstol Pablo; quizá entre los años 62
y 67, cerca de su muerte. La ubicación de las fechas, al igual que la identificación de su autor,
ha sido objeto de extensos y numerosos debates entre los especialistas del Nuevo Testamento.
Al aceptar las fechas indicadas y la autoría de Pablo nos acogemos a la tradición de la iglesia
antigua, aunque reconocemos las serias repercusiones de esta opción.
Los escritos están dirigidos a Timoteo y a Tito. Pero bien se puede pensar que, aunque se
mencionan los nombres específicos, las recomendaciones tienen en mente a un grupo más
amplio de dirigentes de la iglesia.

Los dos personajes son conocidos cristianos del siglo primero, quienes mantuvieron una
relación de amistad y fraternidad con el apóstol Pablo. Timoteo fue uno de sus colaboradores
más íntimos y gozó de su plena confianza. El libro de Hechos lo menciona en seis ocasiones
(16.1; 17:14,15; 18:5; 19:2; 20:4) y dieciocho en las epístolas paulinas. Fue compañero
inseparable del apóstol en sus viajes por Galacia, Troas y Filipo, entre otros lugares; incluso
durante la prisión en Roma. Pablo le encargó el gobierno de la iglesia en Éfeso, ciudad donde
se encontraba cuando recibió la primera carta (1 Ti 1.3). Las referencias dejan ver una relación
cálida entre el maestro y el discípulo: en una ocasión lo llama «mi hijo amado y fiel hijo en el
Señor» (1Co 4.17) y en otra «mi verdadero hijo en la fe» (1Ti 1.2)

En cuanto a Tito, su nombre se menciona en doce ocasiones en las epístolas paulinas (2Co 2.13;
7.6, 13, 14; 8.6, 16, 23; 12.18; Gá 2.1, 3; 2Ti 4:18; Tit 1.4). Estaba junto a Pablo en el concilio
de Jerusalén (Gá 2.1-3). Era de origen gentil (Gá 2.3) y probablemente pertenecía a la
comunidad de Antioquía. Pablo le confió delicados encargos ministeriales y, al final de la vida
del apóstol, fue constituido pastor de Creta (Tit1.5) y colaborador en la misión hacia Dalmacia
(2Ti 4.10), territorio de la antigua Yugoslavia.

En estas epístolas encontramos algunas pautas para el camino, en cuanto a la formación


cristiana y a la mejor manera de contribuir al desarrollo de creyentes fieles a su Señor y
obedientes a la tarea del Reino. Pablo deseaba que estos dos servidores de la iglesia se
esforzaran por presentarse a Dios aprobados «... como obrero[s] que no tiene[n] de qué
avergonzarse y que interpreta[n] rectamente la palabra de verdad» (1Ti 2.15). ¡Con nada
menos se sentiría satisfecho!

Contribuir a ese propósito era una tarea primordial en la vida del apóstol. Él presentía que su
partida estaba cercana: «Yo, por mi parte, ya estoy a punto de ser ofrecido como un sacrificio, y
el tiempo de mi partida ha llegado» (2Ti 4.6). Al partir dejaría un legado de compromiso radical
con la causa de Cristo que Tito y Timoteo deberían recoger y continuar en medio de las iglesias.
Había, pues, un sentido de urgencia en este propósito.

Pero, ¿cómo realizó Pablo esa tarea? ¿Cuáles fueron las pautas que siguió para contribuir en la
formación integral de esos dos apreciados discípulos? Una lectura atenta de las cartas pastorales
iluminará las respuestas.

Proceso imitativo

«He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, me he mantenido en la fe» (2Ti 4.7)

Una de las características de estas epístolas es su exigencia moral y espiritual para los
dirigentes de las iglesias (pastores, obispos o diáconos), entre ellos Tito y Timoteo. Se requiere
que sean intachables, moderados, sensatos, temperantes, y cuidadosos de su conducta pública
(1T. 3.2-13). Pero a ese nivel de calidad moral no se podía aspirar con solo afirmar la ortodoxia
doctrinal. Quizá, es por eso que Pablo apela a su propio modelo de vida. Los lectores de sus
cartas entienden, entonces, que la primera lección de discipulado viene dada por la vida del
mismo escritor. Él es la lección encarnada.

Este principio de la formación por medio del ejemplo personal es un común denominador a casi
todos los escritos paulinos. En otra carta afirma: «Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y
visteis en mí, esto haced» (Fil 4.9). Todo aquello que el apóstol demandaba de sus discípulos
cercanos ellos lo podían ver en la vida y en la práctica del apóstol: había experimentado una
genuina transformación (conversión) personal (1Ti 1.12-15); había sido valiente en los
momentos de persecución y sufrimiento (1 Ti 4.10; 2Ti 1.12); y había perseverado en la fe
cuando los demás lo habían traicionado (2Ti 1.15; 4.16-18).
Es a partir de ese modelo de madurez cristiana que exige que sus discípulos sean irreprensibles
moralmente, comprometidos en su ministerio y limpios de conciencia. No reclamaba otra
autoridad aparte de la que le concedía su testimonio de vida. Esto explica por qué Pablo le pide
a Timoteo: «no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor Jesucristo, ni de mí, preso
suyo» (2Ti 1.8). En este caso, el testimonio acerca del Jesús que estaba en los cielos se
verificaba por medio de la vida del discípulo que estaba en la tierra. Dar testimonio de Jesús
equivalía a dar testimonio de Pablo. ¡Extraña asociación que nos indica hasta dónde puede
llegar el impacto de una vida en permanente transformación! Este y no otro era el secreto
pedagógico del apóstol.

Pero el ciclo formativo no se detiene ahí. El proceso de hacer discípulos es dinámico y su efecto
es multiplicador: Primero, Pablo es un imitador de Jesús; luego Timoteo y Tito imitan a Jesús
con la ayuda del modelo de Pablo; para que, finalmente, las iglesias puedan imitar a Tito y
Timoteo: «Con tus buenas obras, dales tú mismo ejemplo en todo» (Tit 2.7).

Este modelo apostólico nos lleva a pensar que el discipulado es, sobre todo, un proceso
imitativo. Imitación, primero de Cristo, como bien lo recordó en el siglo XV el célebre Tomas
de Kempis en su obra Imitación de Cristo. Para el místico alemán la vida cristiana no consiste
en saber bien la doctrina, sino en vivir con fidelidad la verdad conforme al modelo de Jesús.
Decía él que «quien quiera entender con perfección y sabiamente las palabras de Cristo es
preciso que trate de conformar con Él toda su vida». Imitar al Maestro, afirmaba, es el secreto
de la iluminación.

Pero también imitación de quienes sirven como modelos de gracia y de virtud. Jesús lo había
dicho en sus términos: «Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las
buenas obras de ustedes y alaben al Padre que está en los cielos» (Mt 5.16).

Discipulado integral al estilo de Pablo, parte II

La propuesta de Pablo es «formación en la acción». Porque el discipulado no es un proceso


retórico a la manera de la escuela clásica griega, el discipulado es un proceso de vida que se
aprende en medio de la acción de servir a Cristo.

«Ejercita el don que recibiste mediante la profecía, cuando los ancianos te impusieron las mano
(1Ti 4.14).
¿Cuál es el interés prioritario de las cartas pastorales? ¿El crecimiento personal de Timoteo y
Tito, o la consolidación de las iglesias a su cargo? Los dos propósitos se conjugan bien y se
inciden mutuamente. Las iglesias se edificarán en la medida que sus dirigentes sean creyentes
maduros, y estos, a su vez, lograrán la madurez mientras ejercitan sus dones y se involucran en
la proclamación y defensa del evangelio.

La propuesta del apóstol es «formación en la acción». Porque el discipulado no es un proceso


retórico a la manera de la escuela clásica griega. Éstos disfrutaban el arte de preguntar y de
especular sobre la verdad por la vía del conocimiento abstracto. La filosofía nació con ellos. Por
el contrario, el discipulado es un proceso de vida que se aprende en medio de la acción de servir
a Cristo, mientras «se sube la montaña», como lo muestra esta historia:

«Desde cuándo eres monje? Pregunté.


¿Un verdadero monje? Desde hace poco. Empleé cincuenta años escalando la montaña de la
decisión.
—Dime, ¿hay que comprender antes de decidir, o se decide y luego se comprende?
—Si quieres de verdad seguir mi consejo —dijo— no hagas tantas preguntas y sube la montaña»

Así sucedió con los primeros cristianos. No se hicieron muchas preguntas acerca de la oración,
o del perdón, o de la evangelización, o del amor; ellos simplemente oraban, perdonaban,
evangelizaban y amaban. No es que en el discipulado no haya lugar para los cuestionamientos
—de ellos está llena la teología—, sino que las interrogantes van en su lugar adecuado: tras el
seguimiento. Segundo Galilea lo expresa así: «Se trata de conocer al Señor que seguimos
contemplativamente, con todo nuestro ser, particularmente con el corazón. Como un discípulo y
no como un estudioso. Como un seguidor y no como un investigador... no conocemos a Jesús
sino en la medida que buscamos seguirlo»... y servirlo, agregamos nosotros, en medio de su
pueblo.

De allí que las disciplinas trazadas por el apóstol tengan que ver con el compromiso radical de
seguir a Jesús en medio de las condiciones adversas del mundo (2 Ti 3.1), de la apostasía
reinante (1 Ti 4.1), y de los falsos creyentes (2 Ti 4.14).

Por otra parte, a la acción ministerial dentro de la iglesia, se suman las buenas obras para con
los de afuera. La diaconía, expresada por medio de las buenas obras hacia los más necesitados
es uno de los temas centrales en las tres epístolas. Pablo exhorta a ocuparse en las buenas obras
para que la fe tenga fruto: «Que aprendan los nuestros a empeñarse en hacer buenas obras, a fin
de que atiendan a lo que es realmente necesario y no lleven una vida inútil» (Tit 3.14). «Vida
inútil», según la expresión del texto, equivale a «discipulado infructuoso».

La formación cristiana, desde esta perspectiva de la acción consecuente, se diferencia de las


falsas doctrinas (herejías) que proliferaban por aquel entonces y que Pablo combate en sus
cartas. Esas son fábulas que conducen al debate grandilocuente, pero que no contribuyen a la
«edificación de Dios que es por fe» (1Ti 1:4). La «fe no fingida» (1Ti 1.5; 2Ti 1.5) es aquella
que logra traducir la piedad personal e íntima, en acciones que expresan el amor de Dios al
mundo necesitado.

Jesús, en la llamada Gran Comisión según Mateo, manifiesta que los suyos deben ir a hacer
discípulos «enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes» (Mt 28.20). Al
respecto señala René Padilla que este es un «proceso de formación en la práctica y para la
práctica de la enseñanza de Jesús —la voluntad de Dios—, sin la cual no hay discipulado
genuino».

Discipulado integral al estilo de Pablo, parte III

En la iglesia, el amor es una exigencia que madura, y las imperfecciones son el reto que afirma
la confianza en la gracia del Señor. En ella, el crecimiento sucede a pesar de y gracias a la
imperfección de sus miembros.

«Aunque espero ir pronto a verte, escribo estas instrucciones para que, si me atraso, sepas cómo
hay que portarse en la casa de Dios, que es la iglesia, del Dios viviente, columna y fundamento
de la verdad»
1 Timoteo 3.14–15.

El ambiente de las epístolas pastorales es eclesial y comunitario. Es tan eclesial que algunos
biblistas opinan que no corresponde al contexto del primer siglo, sino de la primera mitad del
siglo II, cuando las comunidades habían desarrollado ciertos grados de institucionalización
jerárquica. De allí concluyen que son cartas escritas por el «movimiento sub-paulino», entre los
años 100 y 135.

En especial, en 1 Timoteo, Pablo expresa cuatro preocupaciones: las doctrinas heréticas, la


presencia de los ricos en la iglesia, la creciente participación de las mujeres en el ministerio
local, y la opinión de la sociedad greco-romana para los cristianos (el «qué dirán»)1. Para cada
una de estas preocupaciones ofrece alternativas que deben ser acogidas por el discípulo y
aceptadas por la iglesia. Aunque en 2 Timoteo y Tito los énfasis varían, se mantiene el interés
por las iglesias y por su desarrollo institucional.
Pablo escribe desde la distancia; ni Tito ni Timoteo están cerca (2Ti 4.9). Por lo tanto, la
maestra inmediata es la iglesia. Ella es la tutora y en su seno crecen los discípulos.

David Bosch, eminente misiólogo del siglo XX, sostiene que Pablo se relacionaba con las
iglesias por medio de sus discípulos y colaboradores —en este caso Tito y Timoteo—, a su vez
que, por medio de ellos, las iglesias se identificaban con sus esfuerzos misioneros. Esa, según
Bosch, era la intención primaria que animaba al apóstol a mantener vínculos cercanos con ellos.
«En términos teológicos esto significa que Pablo concibe su misión siempre en función de la
Iglesia».

La iglesia, aunque imperfecta, es el medio natural para que la fe crezca y para que esta se
proyecte hacia el mundo entero. No es posible, entonces, concebir la tarea de formar discípulos
aparte de la comunidad de fe. Todo intento de formación «a distancia», separado de la iglesia
resulta inútil. La comunidad de los bautizados proporciona la relación pedagógica apropiada
para que surjan experiencias de aprendizaje significativas que incidan en la vida de los
discípulos. No es suficiente centrar la educación en la transmisión de conocimientos; se hace
necesario proporcionar ambientes adecuados (ecología cognitiva3) para el aprendizaje continuo;
y el ambiente proporcionado por Dios para ese efecto es, primordialmente, la iglesia.

En la iglesia, el amor es una exigencia que madura, y las imperfecciones son el reto que afirma
la confianza en la gracia del Señor. En ella, el crecimiento sucede a pesar de y gracias a la
imperfección de sus miembros. Pablo no es ingenuo, él sabe que en el seno de la iglesia hay
hipocresía, traición, apostasía y liviandad espiritual. Ejemplo de ello es un tal Alejandro, de
quien Pablo comenta: «Alejandro el herrero me ha hecho mucho daño. El Señor le dará su
merecido» (2Ti 4.14). Sin embargo, esa iglesia, inconsecuente y manchada por su
pecaminosidad es, por el misterio de la gracia, «columna y fundamento de la verdad» (1Ti
3.15).

Afirmar el papel irremplazable de la iglesia en el proceso formativo de los discípulos, no


equivale a decir que el fin de esa formación es la iglesia misma. Tampoco que es la instancia
única o exclusiva de la formación de los discípulos. Esto sería incurrir en una desviación
«eclesiocéntrica». Lo que sí se asevera es que la iglesia es el medio preferencial de esa
formación, pero el fin es el mundo con sus múltiples necesidades y desafíos. La fe se desarrolla
y madura dentro de la comunidad de fe —entendida esta en su forma más amplia—, pero se
proyecta y se valida afuera, en medio de las necesidades del mundo.

Cuenta una historia que una mujer devota y llena de amor solía ir a la iglesia todos los
domingos. Un buen día, tras haber recorrido el camino acostumbrado, llegó a la iglesia en el
preciso momento en que empezaba el culto. Empujó la puerta pero esta no se abrió. Volvió a
empujar, esta vez con más fuerza, y comprobó que la puerta estaba cerrada con llave. Afligida
por no haber podido asistir al culto por primera vez en muchos años, y no sabiendo qué hacer,
miró hacia arriba... y justamente allí, frente a sus ojos vio una nota clavada en la puerta. La nota
decía: «Estoy aquí afuera». La firma era de Dios.

Afuera se encuentra el Señor quien nos convoca con ojos misioneros y corazón compasivo, para
que afirmemos su Reino y anunciemos su señorío. Afuera se encuentra la razón de ser de
nuestro discipulado.

Discipulado Integral, parte IV: «Ante todo el carácter»


El discipulado cristiano es la forma de ser de una persona ajustada al modelo único de Cristo
como Señor de la vida.
«Tú, en cambio, hombre de Dios, esmérate en seguir
la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia y
la humildad.» 1 Timoteo 6.11 - NVI
¿Cuál es el fin de la formación cristiana? ¿Cuál es la evidencia palpable del discipulado? A
decir verdad la respuesta es diversa porque abarca tanto la solidez doctrinal (Tit 2.1; 1 Ti 1.4),
como el desarrollo de la piedad personal (1 Ti 2.2, 19; 4.7; 6.6, 11; 2 Ti 3.5), el compromiso
ministerial de entrega a la iglesia y por medio de ella a los necesitados de este mundo (1 Ti 5; 2
Ti 2; Tit 2), pero de manera especial, el desarrollo de un carácter integral que refleje la gloria de
Cristo. Ese carácter se evidencia por medio de la práctica de la justicia, la fe, el amor, la
paciencia, la mansedumbre (1 Ti 6.11), la paz, la amabilidad (2 Ti 2.22–24), la sobriedad (2 Ti
4.5), la integridad, la seriedad, y el uso de la palabra sana e irreprochable (Tit 2.8), entre otras.

La diferencia entre los falsos maestros, tanto los que engañaban con «fábulas y genealogías
interminables» (1 Ti1.4), como los que vendrán en los últimos tiempos (2 Ti 3), no es sólo su
doctrina diferente, sino su carácter. Estos son contumaces, avaros, vanagloriosos, soberbios,
blasfemos, desobedientes, ingratos, impíos, implacables, intemperantes, crueles y mucho más
(2Ti 3.1–9).
El discípulo que cree en Jesucristo como redentor, da evidencias tangibles, con su vida y su
carácter, de la redención operada en su propia vida.

En los últimos años se observa un interés especial por la investigación histórica acerca de las
métodos empleados por las iglesias del Nuevo Testamento para la iniciación cristiana de los
nuevos discípulos (1). Estos estudios han aportado elementos para una lectura renovada del
material bíblico. «Hoy nos damos cuenta de que en el proceso de formación de discípulos
practicado por los apóstoles había tres elementos claves... creencia, conducta y pertenencia» (2).

La creencia se refiere a la vida arraigada en el mismo ser de Jesucristo quien nos introduce en su
cuerpo que es la iglesia por el poder del Espíritu Santo. La pertenencia señala la experiencia de
formar parte de una comunidad donde la fe se fortalece y la vida en Dios se celebra en
fraternidad. Pero a estos dos componentes se agrega uno más que resulta fundamental en la
formación cristiana, la conducta. El discípulo cree en Jesucristo como redentor, forma parte de
la comunidad de los redimidos, pero además da evidencias tangibles, con su vida y su carácter,
de la redención operada en su propia vida.

Cuando la verdad de Dios opera en nuestras vidas «nos transforma a semejanza de Cristo, de
manera que adquirimos una conducta personal y social que sigue normas nuevas, que
pertenecen al reino de Dios. Así, la vida cristiana no es sólo nueva información que se
acumula en nuestra memoria, sino un imperativo que nos lleva a vivir de otra manera» (3).Así,
el discipulado cristiano es la forma de ser de una persona ajustada al modelo único de Cristo
como Señor de la vida. Eso es lo que significa el término discípulo empleado en los escritos del
Nuevo testamento: Mathetes, «significa mucho más que alumno; significa seguidor, el que
guarda la instrucción que se le ha dado y la convierte en regla de su conducta» (4).
Notas a pie
(1) Ver: Escobar, Samuel. La naturaleza comunitaria de la iglesia. En: La iglesia local como agente de trasformación. p.89-91.
(2) Ibid., p. 89.
(3) Ibid., p. 89-90.
(4) Cremer, Hermán. Citado por: Savage, Pedro. En: Conversión y discipulado. San José: Visión Mundial, 1993. p.92

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