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Jugar al futbol y que te den dinero por ello está muy cerca de ser el sueño perfecto para

la mayoría de la población masculina a nivel mundial. En las oficinas, cuando un


empleado se siente atrapado entre cuatro paredes, no hay mejor solución que la de tomar
cualquier cosa que pueda ser pateada y cerrar los ojos unos cuantos segundos para sentir
que se está sobre una cancha de futbol, pasando a segundo plano si el escenario es un
campo de verde pasto o un auténtico lodazal. El timbre que anuncia el receso en las
escuelas primarias y secundarias no es sino la primera llamada para el enfrentamiento
próximo a iniciar. Los parques públicos aún sin tener un calendario en toda forma saben
que en la naturaleza del ser humano se encuentra el utilizar las horas supuestamente
destinadas a la comida para disputar un cotejo apasionante y en el que los más
desfavorecidos se olvidan de sus penas para volar como el más grande de los arqueros o
para driblar al más puro estilo del más renombrado de los jugadores brasileños del
momento. Pasar largos minutos pegado a ese mágico objeto redondo, patearlo y dejarte
llevar por su seductora esencia es la ilusión de cualquiera, todavía más cuando recibes
ingresos por ello.

Se dice que una cantidad considerable de quienes vamos a un estadio lo hacemos por el
deseo de entregar, al menos por 90 minutos, nuestra responsabilidad de librar una
batalla diaria en el talento y debilidades de once seres humanos. Quizás sin entenderlo
del todo, cada futbolista carga sobre sus espaldas con la esperanza de cada uno de los
seguidores que asistió a apoyarlo, además de las de otros tantos millones que siguen las
incidencias de un cotejo a través de los diversos medios de comunicación. Y eso,
permitir que otro hiciera maravillas con la pelota, es lo que yo permití hace algunos
años, en los que me decidí a estar muy al pendiente de las andanzas de un jugador que
se salía de la norma, que amaba al deporte más popular del planeta por encima de
cualquier cosa.

El silbatazo inicial

Cuando menos me lo esperaba, y pensando que ya lo había visto todo en materia de


futbol, me topé con Juan Ramírez Bustos, hombre de baja estatura, de personalidad
agradable para sus seguidores y con un talento natural para establecer un romance con la
pelota. Ahí estaba él, sobre la cancha, dominando la redonda y disfrutando cada instante
en el que el balón se convertía en una extensión de su cuerpo. Los ojos de nosotros, los
aficionados, se negaban a parpadear con tal de no perdernos un solo detalle de lo que
ocurría frente a nosotros.

Para abajo, para arriba; hacia la izquierda, hacia la derecha, de nuevo para arriba… y se
viene el remate espectacular, la chilena letal con una dirección precisamente calculada
para que el balón no vaya más allá de las peculiares redes. Incluso si quienes lo vimos
hubiéramos tenido papel y pluma a la mano, nos hubiera costado trabajo diagramar cada
uno de los movimientos realizados por uno de esos jugadores que en cuestión de
segundos te atrapa para siempre y te obliga a volver al campo de juego.

La curiosidad hizo que, por separado, cada uno de los que observábamos su accionar
investigáramos aún más detalles sobre él, pues hasta antes del partido que libró frente a
nuestros ojos no había hecho absolutamente nada, ni siquiera existía en la inmensa masa
de habitantes de la Ciudad de México.
Minuto 45

Días más tarde, aprovechando que gozaba de un tiempo libre, volví para disfrutar del
espectáculo. No sabía si lo encontraría, pues es natural el temor a que una experiencia
se convierta en rutina a partir de la segunda ocasión. Pero no fue así: disfruté, de nueva
cuenta, sus malabares con la pelota y volví a desear sentirme tan libre como ese
individuo al que le bastaba el talento con las piernas para ganarse la vida en las
transitadas y contaminadas calles del Distrito Federal.

Ahí estaba él, con la de gajos en los pies y con un cronómetro incrustado en el cerebro
para saber con exactitud cuándo debía comenzar su número artístico-deportivo y cuándo
finalizarlo con el remate espectacular que llevaría el balón justo a la caja o a la cubeta
que él utilizaba como destino final para un balón que ya no sufría al estar en las redes
ficticias; prefería aguardar con paciencia a que el semáforo volviera a ponerse en rojo y
así reanudar la acción.

De tanto pensar en el talento futbolístico de ese singular jugador, no atiné a darle la


moneda que consideraba merecida para su talento. Bueno… en realidad la que podía
darle, porque si tuviera que ver con auténticos merecimientos habría cambiado la
recompensa de diez pesos por un billete de alto valor.

Curioso que de un día para otro me gustara ver el alto en el semáforo. Y varios más
pensaban como yo, pues aunque no lo dijeran expresamente, la velocidad de los
automóviles que conocían el espectáculo casi gratuito que estaban por ver disminuía
radicalmente en esa cuadra en la que se mezclaba el amor por los deportes y la nostalgia
de saber que grandes talentos deportivos se pierden entre la pobreza y la desigualdad
que a diario azota a nuestro país.

Minuto 80

Confieso que nunca antes me había inquietado la idea de establecer una relación más
estrecha con limosneros. La sociedad y el entorno nos enseñan a desconfiar de ellos, a
pensar que son personas irresponsables que prefieren abrir la palma de la mano para
exigir lo que ellos no son capaces de generar con su trabajo. Pero de muy poco me
importaron los paradigmas y decidí entablar una conversación con Juan Ramírez. En esa
primera plática, en la que él se mostraba algo apurado por seguir visitando a los
automovilistas antes de que apareciera la señal de siga en el semáforo, fue como supe su
nombre.

En los días siguientes, busqué cualquier pretexto para pasar por esa calle, ubicada al Sur
de la mal llamada “Ciudad de la Esperanza”. Estoy seguro que ustedes, como yo, saben
que dominar la pelota no siempre es garantía de ser un jugador práctico y útil para los
principios colectivos, por lo que no aguanté las ganas de preguntarle si jugaba partidos
en algún lado. Y sí: lo hacía una o dos veces por semana, al igual que los futbolistas
profesionales. Le pregunté dónde y así fue como supe cuál iba a ser mi lugar de destino
el siguiente domingo por la mañana.
Llegué al lugar de la cita no pactada y noté, a golpe de vista, que no era el único que
estaba siguiendo sus pasos. Un grupo nutrido de cerca de 50 personas se encontraba
alrededor de la cancha de tierra en la que estaba por escenificarse una nueva batalla.
Miré hacia uno y otro lado hasta encontrar a Juan Ramírez, quien había dejado de lado
sus pantalones rotos y sus tenis polvorientos, para colocarse un uniforme blanquiazul de
marca desconocida, más adelante sabría que esa indumentaria correspondía a los
Coyotes, y unos tachones de futbol que se veían desgastados y, casi con seguridad,
malolientes.

Ya el tablero y sus piezas estaban dispuestos para que se produjera el pitido inicial. Los
Coyotes y las Panteras se medían en un torneo que nunca pensé que llegaría a
importarme; es más, hasta antes de toparme con Juan Ramírez ni siquiera contemplé la
posibilidad de saber el nombre de una competencia destinada a perderse en el
aninomato, tal como sucede con la gran cantidad de justas que no cuentan con una
cobertura mediática.

A la distancia, escuché el sonido emitido por el silbato del árbitro para dar inicio a las
hostilidades. Lo que a continuación presencié me dejó extasiado y con ganas de entrar al
terreno de juego para ser uno más de los actores secundarios que engalanaban la enorme
capacidad de esa persona que a diario viajaba con un balón para intentar ganarse la vida
y lograr que los automovilistas que pasaran por su zona de trabajo se dignaran a darle
unas cuantas monedas.

Fue en el primer cuarto de hora cuando el número diez de los Coyotes tomó la pelota
desde la cintura del campo, se quitó a un par de hombres y enfiló hacia la medialuna,
donde sacó imponente disparo para estremecer las redes y generar los aplausos de los
presentes. El equipo rival tuvo más poder de respuesta que el que yo esperaba. Diez
minutos después de que se abriera el marcador, un error del arquero blanquiazul
permitió que los cartones se emparejaran.

El tiempo de la primera mitad se consumía. Ramírez había estado muy activo. Lanzaba
pases a profundidad con precisión milimétrica y lo mismo driblaba con la pierna
derecha que con la izquierda; sin embargo, el cancerbero de las Panteras aprovechaba la
poca eficacia de la delantera oponente para congelar el peligro y así perfilar que su
escuadra no se fuera perdiendo al entretiempo.

Y llegó el segundo chispazo, la jugada genial. Ya con el silbante mirando su


cronómetro, apareció el limosnero mencionado para tomar la pelota en tres cuartos de
cancha, quebrarle la cintura a un marcador, enfilar hacia línea de fondo y mandar
diagonal retrasada para que uno de sus coequiperos simplemente empujara la pelota
hasta el fondo de la malgastada puerta enemiga. Hora de ir a un descanso más breve de
lo acostumbrado, pues el hombre de negro advirtió con la mano a los jugadores que
debían apurarse para que el otro cotejo programado empezara sin alteración alguna.

La tentación de ir a saludar a quien en cierta forma se estaba convirtiendo en mi


obsesión futbolística rondó mi mente. Lo medité y decidí que era mejor esperar a que
concluyera el duelo. Además, por más buen jugador que fuera, me negaba a entablar una
relación estrecha o de admiración hacia alguien que pedía dinero en la calle y que, con
toda seguridad, tendría cualquier cantidad de vicios.
En cuanto iniciaron los últimos cuarenta y cinco minutos, me quedó claro que la misión
del equipo contrario al de Juan consistía en golpearlo hasta que dejara de tener tanta
movilidad. Y lo consiguieron, pues después de un destacado regate de izquierda a
derecha, el número cinco rival le realizó una fuerte plancha al tobillo derecho. Ramírez
se incorporó, pero a partir de ese momento –minuto 60 de tiempo corrido- no volvió a
ser el mismo, aunque permaneció en el terreno de juego ante la inexistencia de
sustitutos en el banquillo. Gajes del balompié llanero…

El panorama se ensombreció aún más. A falta de cerca de diez minutos para el


desenlace, las Panteras empujaron hasta conseguir el tanto que devolvía la paridad al
marcador. Entretanto, el objetivo de mi visita cojeaba notablemente y tocaba muy
esporádicamente la pelota.

Un tanto decepcionado por el empate, reflexionaba sobre quedarme o no para charlar


con el mejor futbolista ambulante que había visto en mi vida. Y así fue, en ese preciso
parpadeo mental, en el que debió empezar a gestarse la más grande demostración de
talento y capacidad que me haya tocado ver en vivo. Cuando yo reaccioné, la de gajos
estaba en tres cuartos de cancha por la izquierda. El ocho de los Coyotes engaño a su
marcador con un pique fingido hacia el centro para de inmediato profundizar por el
mismo carril y mirar con fugaz velocidad hacia el área. A primera vista, pensé que la de
gajos iba hacia el rematador que se encontraba colocado por el área penal. Pero no… la
pelota iba más atrasada, hacia un jugador que cojeando iba hacia ella. A continuación,
Ramírez, ante lo difícil de rematar de volea, se colocó de espaldas y desafió las leyes de
la gravedad al suspenderse en el aire y conectar con pierna zurda un balón que terminó
incrustándose en el ángulo superior izquierdo de la meta enemiga. No hubo tiempo para
más. Todos, incluido el árbitro, queríamos irnos con esa épica estampa futbolera, con
esa imagen que de haber sido realizado entre equipos profesionales habría quedado
guardada para siempre como una de las más hermosas en la historia del balompié.

MINUTO 90

Esperé a que la gente se dispersara y a que la atención se centrara en el enfrentamiento


que estaba por comenzar. Seguí con la vista a Juan Ramírez, quien solamente se había
limpiado el sudor con la misma toalla con la que lo hacía en el día a día en su vida de
limosnero y tomado una bolsa de plástica en la que llevaba su balón y sus tachones, de
los cuales ya se había despojado para volver a sus polvorientos tenis. Le fui dando
alcance de a poco hasta que él mismo disminuyó la velocidad. Lo felicité por el partido
y le pregunté por qué no iba a probarse a un equipo profesional. Se limitó a esbozar una
sonrisa y a apurar el paso, como si tuviera algo de prisa. Lo dejé de ir, pero después de
que el diera dos o tres pasos, volví a llamarle al tiempo que, impulsado por el
sentimiento natural de un aficionado que tiene a un ídolo sobre el campo de juego,
sacaba los dos únicos billetes de quinientos pesos que traía en la cartera y se los ofrecía.
Sus palabras me dejaron una lección de vida, de amor al arte. “Gracias, pero no se lo
voy a aceptar. Yo no quiero ser profesional, no quiero ganar montones de dinero. Sólo
quiero jugar y tener lo elemental para vivir. Pido cinco o diez pesos a la gente, pero
nada más, porque lo demás me lo da el futbol.

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