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Se dice que una cantidad considerable de quienes vamos a un estadio lo hacemos por el
deseo de entregar, al menos por 90 minutos, nuestra responsabilidad de librar una
batalla diaria en el talento y debilidades de once seres humanos. Quizás sin entenderlo
del todo, cada futbolista carga sobre sus espaldas con la esperanza de cada uno de los
seguidores que asistió a apoyarlo, además de las de otros tantos millones que siguen las
incidencias de un cotejo a través de los diversos medios de comunicación. Y eso,
permitir que otro hiciera maravillas con la pelota, es lo que yo permití hace algunos
años, en los que me decidí a estar muy al pendiente de las andanzas de un jugador que
se salía de la norma, que amaba al deporte más popular del planeta por encima de
cualquier cosa.
El silbatazo inicial
Para abajo, para arriba; hacia la izquierda, hacia la derecha, de nuevo para arriba… y se
viene el remate espectacular, la chilena letal con una dirección precisamente calculada
para que el balón no vaya más allá de las peculiares redes. Incluso si quienes lo vimos
hubiéramos tenido papel y pluma a la mano, nos hubiera costado trabajo diagramar cada
uno de los movimientos realizados por uno de esos jugadores que en cuestión de
segundos te atrapa para siempre y te obliga a volver al campo de juego.
La curiosidad hizo que, por separado, cada uno de los que observábamos su accionar
investigáramos aún más detalles sobre él, pues hasta antes del partido que libró frente a
nuestros ojos no había hecho absolutamente nada, ni siquiera existía en la inmensa masa
de habitantes de la Ciudad de México.
Minuto 45
Días más tarde, aprovechando que gozaba de un tiempo libre, volví para disfrutar del
espectáculo. No sabía si lo encontraría, pues es natural el temor a que una experiencia
se convierta en rutina a partir de la segunda ocasión. Pero no fue así: disfruté, de nueva
cuenta, sus malabares con la pelota y volví a desear sentirme tan libre como ese
individuo al que le bastaba el talento con las piernas para ganarse la vida en las
transitadas y contaminadas calles del Distrito Federal.
Ahí estaba él, con la de gajos en los pies y con un cronómetro incrustado en el cerebro
para saber con exactitud cuándo debía comenzar su número artístico-deportivo y cuándo
finalizarlo con el remate espectacular que llevaría el balón justo a la caja o a la cubeta
que él utilizaba como destino final para un balón que ya no sufría al estar en las redes
ficticias; prefería aguardar con paciencia a que el semáforo volviera a ponerse en rojo y
así reanudar la acción.
Curioso que de un día para otro me gustara ver el alto en el semáforo. Y varios más
pensaban como yo, pues aunque no lo dijeran expresamente, la velocidad de los
automóviles que conocían el espectáculo casi gratuito que estaban por ver disminuía
radicalmente en esa cuadra en la que se mezclaba el amor por los deportes y la nostalgia
de saber que grandes talentos deportivos se pierden entre la pobreza y la desigualdad
que a diario azota a nuestro país.
Minuto 80
Confieso que nunca antes me había inquietado la idea de establecer una relación más
estrecha con limosneros. La sociedad y el entorno nos enseñan a desconfiar de ellos, a
pensar que son personas irresponsables que prefieren abrir la palma de la mano para
exigir lo que ellos no son capaces de generar con su trabajo. Pero de muy poco me
importaron los paradigmas y decidí entablar una conversación con Juan Ramírez. En esa
primera plática, en la que él se mostraba algo apurado por seguir visitando a los
automovilistas antes de que apareciera la señal de siga en el semáforo, fue como supe su
nombre.
En los días siguientes, busqué cualquier pretexto para pasar por esa calle, ubicada al Sur
de la mal llamada “Ciudad de la Esperanza”. Estoy seguro que ustedes, como yo, saben
que dominar la pelota no siempre es garantía de ser un jugador práctico y útil para los
principios colectivos, por lo que no aguanté las ganas de preguntarle si jugaba partidos
en algún lado. Y sí: lo hacía una o dos veces por semana, al igual que los futbolistas
profesionales. Le pregunté dónde y así fue como supe cuál iba a ser mi lugar de destino
el siguiente domingo por la mañana.
Llegué al lugar de la cita no pactada y noté, a golpe de vista, que no era el único que
estaba siguiendo sus pasos. Un grupo nutrido de cerca de 50 personas se encontraba
alrededor de la cancha de tierra en la que estaba por escenificarse una nueva batalla.
Miré hacia uno y otro lado hasta encontrar a Juan Ramírez, quien había dejado de lado
sus pantalones rotos y sus tenis polvorientos, para colocarse un uniforme blanquiazul de
marca desconocida, más adelante sabría que esa indumentaria correspondía a los
Coyotes, y unos tachones de futbol que se veían desgastados y, casi con seguridad,
malolientes.
Ya el tablero y sus piezas estaban dispuestos para que se produjera el pitido inicial. Los
Coyotes y las Panteras se medían en un torneo que nunca pensé que llegaría a
importarme; es más, hasta antes de toparme con Juan Ramírez ni siquiera contemplé la
posibilidad de saber el nombre de una competencia destinada a perderse en el
aninomato, tal como sucede con la gran cantidad de justas que no cuentan con una
cobertura mediática.
A la distancia, escuché el sonido emitido por el silbato del árbitro para dar inicio a las
hostilidades. Lo que a continuación presencié me dejó extasiado y con ganas de entrar al
terreno de juego para ser uno más de los actores secundarios que engalanaban la enorme
capacidad de esa persona que a diario viajaba con un balón para intentar ganarse la vida
y lograr que los automovilistas que pasaran por su zona de trabajo se dignaran a darle
unas cuantas monedas.
Fue en el primer cuarto de hora cuando el número diez de los Coyotes tomó la pelota
desde la cintura del campo, se quitó a un par de hombres y enfiló hacia la medialuna,
donde sacó imponente disparo para estremecer las redes y generar los aplausos de los
presentes. El equipo rival tuvo más poder de respuesta que el que yo esperaba. Diez
minutos después de que se abriera el marcador, un error del arquero blanquiazul
permitió que los cartones se emparejaran.
El tiempo de la primera mitad se consumía. Ramírez había estado muy activo. Lanzaba
pases a profundidad con precisión milimétrica y lo mismo driblaba con la pierna
derecha que con la izquierda; sin embargo, el cancerbero de las Panteras aprovechaba la
poca eficacia de la delantera oponente para congelar el peligro y así perfilar que su
escuadra no se fuera perdiendo al entretiempo.
MINUTO 90