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Acerca de los matrimonios de homosexuales

Dos proyectos de ley serán debatidos en el Congreso Nacional, de los cuales


uno prevé –además de la incorporación del llamado matrimonio homosexual- la
adopción de menores por parte de estos. Los respectivos fundamentos son básicamente
del mismo tenor, y apelan a argumentos similares. Fundamentalmente recurren a la
discriminación, como actitud injusta de quienes no reconocen, en este caso, la
posibilidad que dos personas del mismo sexo contraigan matrimonio con todos los
derechos que reconoce el ordenamiento civil argentino. Se dice que «otorgar a las
parejas heterosexuales una protección superior, es discriminatorio». Se considera que no
permitir al homosexual celebrar verdadero matrimonio, con el debido reconocimiento
jurídico, forma parte de la historia de la discriminación en general, como lo es en razón
de sexo, de religión, de color u otras semejantes. Se cita legislación internacional
(Convenciones, Pactos, Cartas, etc.) que rechaza a la discriminación en general.
Para contraer matrimonio bastaría, dicen, expresar el libre consentimiento
expresado por los contrayentes. En este sentido, habría que modificar el art. 172 del CC.
Debe quitarse todo obstáculo basado en actividades discriminatorias, como lo es la
exigencia de la diversidad de sexo. «Establecer la viabilidad jurídica entre personas del
mismo sexo, es ensanchar un espacio de libertad. Estamos hablando, sin duda, de la
libertad que se ejerce facultativa y potestativamente en la medida en que el
ordenamiento jurídico la acoge como un derecho, nunca como un deber ni como una
obligación» (Fundamento, en las consideraciones finales).
Recogemos, finalmente, que a consideración de los proponentes, la
modificación proyectada no perjudica ni minora el matrimonio heterosexual, no tiene
ninguna contraindicación porque no va contra nada ni contra nadie (cf. Fundamento, en
sus consideraciones finales).

Vamos a nuestra consideración.


¿Qué es el matrimonio? Es la alianza entre un varón y una mujer, fundada en
un vínculo libre y permanente, exclusivo entre ellos, en orden a la mutua ayuda, la
procreación y educación de los hijos. Es un verdadero bien social.
¿Es esta una construcción histórico-social? No. Decimos que la realidad
matrimonial es anterior al reconocimiento y la regulación normativa social, porque
radica en aquello que la persona es, en su misma realidad personal.
¿Qué es la persona? Dentro de la realidad constitutiva de la persona, como algo
de la verdad de sí misma, es clara la propiedad o característica social de ella. Es un
sujeto de diálogo, abierta a los demás, necesitada de salir de sí para establecer vínculos
interpersonales y sociales en general. El hombre tiene en sí la experiencia contundente
de su realidad social, que el pensamiento sistemático la ha puesto de relieve de la mano
de pensadores tan diversos como M. Buber, Levinas, Mounier, J. Maritain, etc. En este
contexto, el matrimonio como alianza estable entre el varón y la mujer, con los fines
propios, ha sido una verdad permanente no sólo del pensamiento, sino también de las
culturas de todos los tiempos. Más allá de matices culturales, esto no ha cambiado. Es
algo de la persona humana, de su humanidad permanente, de su naturaleza propia. Por
eso al matrimonio se lo llama institución, ya que por su expresión privilegiada
(normalmente el hombre y la mujer se casan y forman una familia) y su permanencia
histórica, manifiesta una específica estabilidad, solidez, inmodificabilidad.
Así lo ha recogido la legislación argentina y de todo el mundo a lo largo del
tiempo.

Podemos ir más allá y preguntarnos: ¿Por qué el matrimonio es de un varón y


una mujer? En razón de su diferencia sexual en la igualdad de las personas. Hay una
originalidad sexual, que asume a toda la persona (psicología, biología, cultura, ejercicio
de la inteligencia y de la voluntad, modos propios de hacer las cosas, sentimientos, etc.),
y que invita a una complementaria reciprocidad entre él y ella. Esta originalidad es
constitutiva de la persona y debe ser respetada, para que en la relación recíproca quienes
se comunican lo hagan en la riqueza de su propia identidad y con todas sus
potencialidades. Diferenciar y reconocer dicha diferencia, para una mayor y más plena
reciprocidad, no es discriminar (porque el varón y la mujer, por lo dicho, no son
idénticos), sino por el contrario acoger la igualdad personal de la que forma parte la
original riqueza de cada uno.
Hay entre el varón y la mujer un afecto común, una natural atracción, que
pretende y forma un vínculo común de profunda repercusión social, tanto por ellos
mismos (que consienten en una comunión social fundamental: el matrimonio), cuanto
por las personas que serán engendradas en su relación fecunda (los hijos). Aquí radica la
base de la sociedad, por la conformación de una comunidad personal, y porque en dicha
comunidad quienes la integran adquirirán un desarrollo y una madurez personal y social
que desemboca en la capacidad de relaciones adecuadas entre todos. Quien crece en una
familia sana, será un miembro sano de la sociedad.
Por esto es imprescindible la regulación del Estado; no para crear lo que ya es,
sino para ordenar su conformación y su vigencia, que no puede quedar sólo librado a las
emociones y a los caprichos del afecto de las partes que se unen en matrimonio. Éste es
un ámbito de fuertes compromisos. Tal vez el más importante de toda institución social.
Su bondad (o no) afecta profundamente el tejido social y el bien común.
La verdad preexistente de la realidad matrimonial y de los hijos, es decir, que
no son un artificio de las convenciones sociales ni un invento de culturas específicas,
radica en las expresiones espontáneas, naturales, que brotan de la riqueza personal del
varón y la mujer:
1) su natural atracción;
2) la fecundidad natural;
3) la reciprocidad;
4) la natural necesidad de los hijos de un padre y una madre unidos sanamente en
un vínculo estable y presentes en el hogar;
5) las múltiples necesidades naturales que los hijos tienen de ellos para su
desarrollo;
6) las necesidades naturales que ambos tienen, también, el uno respecto del otro.

Sólo el varón y la mujer son capaces de comunicarse, desde sus propias


características sexuales, recíprocamente. Por eso, sólo aceptar al matrimonio (con todo
lo que significa esta categoría jurídicamente entendida) del varón y de la mujer, no
constituye una injusta o arbitraria discriminación, sino con fundamento en una real
diversidad y respetuosa de la originalidad de las personas. Por el contrario, es injusto
equiparar el matrimonio heterosexual a la unión de las personas del mismo sexo,
incapaces de la reciprocidad y del aporte que realiza aquella específica comunicación.
Las consecuencias de dicha equiparación son muy graves, no sólo para las personas
involucradas sino para toda la sociedad. Afecta el bien común.
No es, por lo tanto, un tema de libre ejercicio de los actos personales, que
carece de apoyo en la realidad de las personas. Es más bien expresión de un deseo
entendido como hacer lo que quiero, radicar su ejercicio de libertad en la satisfacción de
las propias emociones.
En el campo ético, no toda conducta es acorde con la dignidad de la persona.
Hay buenas y malas. Por lo que más allá de lo que los sujetos hagan o dejen de hacer, el
derecho no puede menos que hacer suyo el orden de las conductas valiosas, es decir,
aquellas que realmente están en el orden de lo que las personas son, respetuoso de la
verdad de las personas y de las instituciones.
Los Tratados internacionales, y otros pactos ahora recogidos por la
Constitución Nacional, de ninguna manera alientan o pretenden el reconocimiento del
matrimonio de personas de igual sexo. Su invocación a favor del matrimonio
homosexual es engañosa. Se carece, para decir que dicha normativa internacional
recepciona el matrimonio homosexual, de los criterios básicos de interpretación de la
norma jurídica (cf. J. OSCAR PERRINO, Matrimonio de homosexuales, en Diario El
Derecho del 28 de septiembre de 2009).

Finalmente, en relación con la pretendida adopción, es sabido que el interés del


niño debe prevalecer en toda acción que lo involucre. Los estudios psicológicos y de la
ciencia en general muestran la necesidad del papá y de la mamá en la educación de los
niños. La permanencia del niño, como si fuera un hijo, en un contexto de sólo varones o
mujeres, quienes además están en un contexto afectivo particular, privado de la riqueza
de la diversidad sexual, lo coloca en una situación de riesgo que no debe promoverse.
Se argumenta, en sentido contrario, que siempre la adopción será un bien porque lo
quita de una situación de desamparo. El interrogante que inmediatamente se pone es sí,
a una carencia dramática, no le estamos sumando otra, como es el contexto de personas
privadas de una verdadera comunicación de reciprocidad afectiva.
Más allá de la prudencialidad de los jueces, en la valoración de los candidatos
a la adopción, la norma jurídica debe darle al mismo las pautas y los valores desde los
cuales se decide la predicha adopción. No es una decisión para el cual él carezca de
criterios jurídicos de referencia, entre los cuales no es el más adecuado para su
desarrollo y crecimiento el de un ámbito con las características del matrimonio
homosexual.

Una observación más: la pobreza argumental de los fundamentos de sendos


proyectos manifiestan, a mi entender, la presencia prevalente de la ideología. No es que
haya razones para que la ley argentina recepcione el matrimonio homosexual; debe ser
así porque la ideología (¿) lo indica. Es de esperar que una cuestión tan delicada y de
incidencia en el bien común no se resuelva desde aquellas (siempre reductivas), sino
desde la persona, su bien y dignidad, y desde el bien común como el mejor ámbito para
el desarrollo personal.

Pbro. Dr. Luis Alfredo Anaya


Sacerdote

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