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roberto arlt
Ustedes dirán que soy el globero más extraordinario
que ha pisado El Mundo por lo que voy a decirles:
Ayer fue el primer partido de fútbol que vi en mi vida,
es decir, en los veintinueve años de existencia que tengo,
si no se cuentan como partidos de fútbol esos con pelota
de mano que juegan los purretes y que todos, cuando
menores, hemos ensayado con detrimento del calzado y
la ropa.
Sí; el primer partido, de modo que no les extrañen las
macanas que puedo decir.
"Carnet" de periodista
desde un techo
Al sur de la cancha de San Lorenzo de Almagro, sobre avenida La Plata, hay una
fábrica con techo de dos aguas y varias claraboyas. Pues, de pronto, la gente empezó a
mirar para aquel lado, y era que de las claraboyas, lo mismo que hormigas, brotaban
mirones que en cuatro patas iban a instalarse en el caballete del tejado. Algo como de
cinematógrafo.
A todo esto el primer tiempo había terminado. Entonces, del alambrado que separa
las populares de las plateas, vi despegarse al lonyi que recibía las naranjas podridas en
el mate. Tenia el cogote chorreando de podredumbre, la jeta cansada de tanto estar
colgado y se dejó caer en el portland del piso con gran satisfacción de los propietarios de
las naranjas. Ahora el suelo quedó convertido en campamento gitano. Comencé a
caminar.
Había una cosa que me llamó la atención, y era el agua que continuamente caía de
lo alto de las tribunas. Le pregunté a un espectador por qué hacían ese regado, y el es-
pectador me contestó que eran ciudadanos argentinos que dentro de la Constitución
hacían sus necesidades naturales desde las alturas. También vi una cosa formidable, y
era un montón de purretes colgados de los fierros en la parte inferior de las tribunas, es
decir, del lado donde únicamente se ven los pies de los espectadores. Todos estos chicos
rivalizaban en agarrarle las piernas a una espectadora para ellos invisible.
avenida la plata
Salí del field pocos minutos antes que Evaristo hiciera el segundo goal. Todas las
puertas de avenida La Plata estaban embanderadas de magníficas pebetas. ¡La pucha si
hay lindas muchachas en esta avenida La Plata! De pronto resonó el estruendo de toda
una muchedumbre de aplausos; desde lo alto de la tribuna un brazo como un semáforo
hizo una señal misteriosa sobre el fonso celeste y la vopz rapidísimamente levantó un
grito en las gargantas de todas las pebetas:
—Ganamos los argentinos: 2 a 0.
Hacía mucho tiempo que los porteños no jugaban con trepidés. Los uruguayos
dieron la impresión de desarrollar un juego más armónico que el de los argentinos, pero
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éstos, aunque desordenadamente, trabajaron con lo único que da el éxito en la vida: El
Entusiasmo.
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carnaval caté
rodolfo walsh
corrientes : momo se moja los pies
Inútil acordarse del carnaval de los negros —hoy nostalgia de blancos— en el barrio
Cambá-Cuá, de los corsos de La Cruz, o del Monumental Salón donde se jugaba a
baldazos hasta que el agua llegaba a los tobillos. Hace diez años la fiesta estaba muerta,
, como en el resto del país.
Una cara, una frontera de Corrientes está vuelta hacia Brasil. En Libres, río por
medio con Uruguayana, sobrevivían las carrozas, las comparsas, el son de los tambores.
En 1961 los Sanabria, poderosos arroceros del lugar, los llevaron a Corrientes.
De este modo surgió Copacabana y con ella el Nuevo Carnaval. Fue de entrada un
núcleo de gente rica, despreocupada, caté.
—Somos trescientos, pero trescientos bien —dice la señora Martínez.
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El origen de Ará Berá es más incierto. Una versión que Copacabana propaga con
evidente regocijo arguye que inicialmente fueron un grupo de "chicos" rechazados de la
comparsa fundadora por su escasa edad.
—Es falso —niega indignada Ará Berá—. Tuvimos la misma idea y salimos al corso la
misma noche.
Hasta aquí la historia con su germen de revisionismo. Olga Péndola de Gallino
(Copacabana) da una versión menos ortodoxa:
—Las comparsas las hicimos las chicas, porque cuando llegaba el carnaval los
muchachos se iban a los barrios a bailar con las negritas.
En 1961 cada comparsa cabía en un camión. Hoy, necesita tres o cuatro cuadras
para desplegarse. Los treinta comparseros de Ará Berá se han convertido en 430. Los de
Copacabana, en 270. (Sin contar los grupos infantiles, que duplican esas cantidades.) El
precio de un traje ha subido de 170 pesos a 20.000.
Para 1962, la competencia estaba firmemente establecida, con tres premios en
disputa. Ará Berá ganó el de la comparsa; Copacabana, los de reina y carroza. El
esquema se repitió en años sucesivos, salvo un empate en comparsa en 1964.
Con la competencia nació la incontenible hostilidad. En 1962 un encuentro casual
de ambos grupos (que ahora todos tratan de evitar) terminó a bastonazos en el Club
Hércules. En 1964 Ará Berá, descontenta con el fallo, renunció ruidosamente al premio
compartido. En 1965, Copacabana bailó de espaldas al gobernador y al jurado en la
noche del desfile final.
Este año la lucha debía ser a muerte. Con idéntica firmeza, Copacabana y Ará Berá
anunciaban que no admitirían fallos salomónicos ni el reparto disimulado de premios.
La consigna era todo o nada y, por consiguiente, el aniquilamiento del enemigo.
¿caté o no?
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Voceros de Ará Berá aceptan estos favores casi en tono de disculpa. El único que
asume claramente el compromiso de la popularidad es el coreógrafo Godofredo San
Martín:
—Me gusta que la gente aplauda y se sienta con uno —dice—. Al fin y al cabo, el
carnaval es el único espectáculo gratis que se le da a este pueblo.
reinas voladoras
Los instrumentos de la escuela de samba hicieron una brusca parada, las luces se
apagaron y cinco mil personas alzaron la vista al cielo. Una enorme exclamación llenó el
estadio del club San Martín.
Del otro lado del muro y de la calle, un vasto pájaro blanco rodeado de globos y
flores avanzaba suspendido a diez metros sobre las atónitas miradas y en él se
balanceaba Graciela Ruiz (16 años, alta, rubia), vestida con un traje de raso natural
rosado y adornos de plumas y lentejuelas. Después los reflectores de las filmadoras y la
TV hicieron visible el aparejo que la llevaba desde un primer piso vecino hasta el
escenario donde iba a ser coronada como Graciela de Ará Berá.
Sobre el redoble de tambores y el estallido de las bombas de luces, el público corea
hasta la fatiga el estribillo "Ará-be-rá so-lo" mientras Graciela sonríe y saluda y "en su
corazón alocado", como dijo un emocionado cronista de El Litoral, "bulle una fiebre
demasiado preciosa, casi alada, que la embarga, y tanta beatitud que le causa su cetro,
perla sus mejillas bajo el manto del nocturno estival'.
A una semana del primer corso, el golpe resultó duro para Copacabana, que aún
debía coronar a su reina. Se rumoreó que Marta Martínez Gallino (Kalí I) descendería
sobre el estadio en un helicóptero. Se dijo que sobre las tribunas caería nieve artificial.
Pero la víspera del primer corso Kalí surgió bruscamente ante sus adictos entre
columnas de fuego y humo en lo alto de una tribuna, ante el mar de admiradores.
Otro mar golpeaba ese 19 de febrero a las puertas de la ciudad.
El Alto Paraná venía creciendo desde el 6. La onda se sintió en Corrientes el 16,
cuando el río subió a 6,11. Ahora estaba en 6,40 y creciendo. En Formosa había llovido
600 milímetros y 15.000 personas estaban ya sin techo. Junto con los carnavales, se iba
perfilando la más grande catástrofe del Litoral argentino.
El gigantesco zurdo Maracanhá y sus hermanos menores los zurdos y los bombos
marcan el ritmo de samba que colma la noche y anuncia a la comparsa. La vanguardia
de artillería instala sus morteros bajo el arco luminoso que invita al Carnaval Correntino
y dispara sus primeras bombas de estruendo, sus cascadas de luces que se abren en el
cielo, sus salvas de foguetes Caramurú: ha empezado el espectáculo que la ciudad
aguarda desde hace meses.
En trescientos palcos, doce tribunas y los espacios que dejan libres en los 1.800
metros de la avenida Costanera, 50.000 personas aplauden. Cuando el grupo de
acróbatas dirigidos por el "Gran Cacique" Godofredo San Martín hace su demostración
inicial ante la tribuna de Ará Berá, el público estruja hasta el agotamiento los lemas
partidarios. Frente a Copacabana, el grito que se oye es:
—¡Al circo! ¡Al circo!
De este modo empieza la gran batalla. Ará Berá este año es una tribu sioux en
desfile de fiesta. Astados brujos y hechiceras, rosados flamencos, bastoneras
multicolores abren camino al grueso de comparseros ataviados de indios: las muchachas
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llevan trajes bordados en lentejuelas, polleras de flecos de seda y enormes tocados de
plumas; los hombres visten de raso dorado y bailan empuñando un hacha.
En contragolpe con los grandes tambores, se oyen ahora los instrumentos menores
de la escuela de samba, colocada en el centro: la cuica de raro sonido, los chucayos y
tamboriles, el cuxé y la frigideira, los panderos y el recu-recu. Siguiendo los cambiantes
ritmos de samba lento, batucada o marcha, la comparsa baila desde que entra hasta que
sale.
Copacabana 1966 presentó una fantasía titulada "Sueño de una noche de verano"
con tema de cuento de hadas que incluía el catálogo completo de las fábulas: princesas,
cortesanos, aves mágicas, un rey imaginario. Su escuela de samba era más débil, su
coreografía más nebulosa, su vestuario más heterogéneo.
Cuando apareció la carroza, Rolando Díaz Cabral corrió a afeitarse la barba. Su
optimismo era fundado, aunque todavía faltaban dos días de corso. Cada objeto estaba
perfectamente terminado en la carroza construida por el carpintero Mario Buscaglia,
pero la línea de conjunto (importante en un artefacto de tres acoplados y cuarenta
metros de largo, tirado por dos tractores) era catastrófica; una dilatada llanura donde
vagas ensoñaciones de liras y cisnes nunca terminaban de ponerse de acuerdo con otras
ensoñaciones de hadas y aves del paraíso.
La carroza de Rolando, en cambio, crecía armónicamente: de una verídica piragua
conducida por un indio, a través de una simbólica ofrenda, hasta llegar a la embarcación
real que, aunque históricamente licenciosa, daba al todo una línea sabia y ajustada. Por
las dudas que alguien no reparase en tales menudencias, la carroza de Ará Berá superó
en ocho metros a la de sus adversarios.
un rostro en la muchedumbre
—¡Guampudo!
El grito dirigido al Gran Brujo de los Sioux colmó de carcajadas la tribuna de
Copacabana. Una hora después y cien metros más lejos Ará Berá se desquitaba con
voces de falsete al paso de un gigantesco arlequín de ceñido traje:
—¡María Pochola!
Enfrentada Costanera por medio, las tribunas 5 y 10 eran la culminación de la fiesta.
Copacabana ondulaba de banderas, de pañuelos, de brazos levantados. Ará Berá agitaba
un vasto letrero, ensordecía con una sirena de barco, tapaba a la escuela de samba
adversaria con una campana de bronce.
Sobre estos vaivenes crecían de pronto, como una marea, los encontrados nombres
partidarios. Cuando el entusiasmo alcanzaba su clímax, conatos de baile espontáneo
desbordaban la calle.
Fuera de las dos mil personas que colmaban las tribunas partidarias, la actitud del
grueso del público era ambivalente. Estaban allí desde temprano, se apiñaban en las
veredas, aplaudían, pero la fiesta se les escapaba. Eran espectadores del show, no
partícipes de una alegría colectiva, como si estuvieran presenciando un partido de fútbol
entre húngaros e italianos.
A prudente distancia, en calles vecinas, hombres vencidos, mujeres con resto de
pánico en los ojos, chicos semidesnudos miraban con asombro el paso de las comparsas.
Eran los primeros evacuados de Puerto Vilelas y Puerto Bermejo, sepultados bajo las
aguas, que acampaban entre colchones y desvencijados roperos.
Una parte del pueblo correntino desfilaba sin embargo en las comparsas menores,
donde muchachas morenas que acababan de dejar el servicio o la fábrica arrastraban
sobre el pavimento los zapatos del domingo; en las carrozas de barrio, con sus remitas
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calladas, sentadas, humildes; en las margas que a veces parodiaban ferozmente el
esplendor de los ricos; en las mascaritas sueltas que solemnizaban el disparate y en los
vergonzantes "travestis".
Una triste figura de luto, disfrazada con la ropa de todos los días, de mezclado
invierno y verano, sol y lluvia, insospechada imagen de tiempo, se paseaba
metódicamente frente a la alegría, se santiguaba ante cada tribuna, y la absolvía con
inaudible conjuro.
—¿Usted de quién es, señora?
La vieja se quita el cigarro de la boca y su cara se pliega en muchas arrugas.
—Yo soy independiente, m'hijo.
Bailar a siete metros de altura: sonreír. Bailar sobre una plataforma de sesenta
centímetros de lado: saludar. El tocado pesa ocho kilos: sonreír.
Las luces duelen enfocadas en la cara, los bichos enloquecidos en la noche tropical
se cuelan por todas partes. Hay mariposas y cascarudos invisibles desde abajo: mover
suavemente las piernas bajo la catarata de lamé, la reina impávida ondula sobre el
mundo ondulante.
Hay hileras de chicos morenos sentados en el cordón de la vereda, con sus enormes
miradas, su admiración, sus palmoteos. Algunos están descalzos: pobrecitos. Las piedras
brillan en sus ojos, las piedras verdes y rojas y cristalinas.
Hace quince años que baila, desde los cinco: español y clásico. También habla
francés y canta. Su autor preferido es Morris West. La sonrisa le sale natural, no necesita
repetir "treintaitrés", como algunas.
Detrás de la oscura masa de gente está el río, también oscuro. Lejos, del otro lado,
unas luces pálidas: Barranqueras, dicen que está inundada. Aquí mismo el agua lame el
borde de la escalinata, en la Punta San Sebastián. Pero no va a subir, el murallón es alto.
Copacabana, miles de banderas: cantar. Ará Berá, gestos burlones y aplausos
aislados: una sonrisa especial para ellas, un fulgor adicional de majestad inconmovible. Y
que rabien.
El palco: su madre que grita, gesticula. Su padre, tranquilo como siempre, casi
invisible. Su padre tiene un petrolero. Quiso llevarla al Japón, pero ella quiso estar aquí, y
no en Japón; aquí, y no en Buenos Aires; con su comparsa y no en Europa: porque es
comparsera de alma.
El palco del gobernador, el jurado del que toda la comparsa desconfía. ¿Se
atreverán? Entretanto, sonreír, bailar frente a las cámaras de TV, los fotógrafos, los
periodistas, el mar de luces blancas.
Ahora dan la vuelta, puede aflojarse un poco, espantar un bicho, sonreír con menos
apremio. Del otro lado viene Graciela, las carrozas se cruzan. El tocado es lindo, una
gran nube de plumas blancas que parecen incandescentes. Sólo que ahí se gastaron
todo. Graciela baila y sonríe, como ella. Ella o yo. Pero Kalí se siente segura, recamada
de piedras, mecida en sus cincuenta metros de tul.
Los dioses son caprichosos. A esa hora los seis jurados del corso unidos por
telepática convicción anotaban en sus tarjetas un nombre casi desconocido que no era el
de Kalí y no era el de Graciela.
final de juego
Ser jurado del corso es en Corrientes la manera más sencilla de perder reputación.
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Aquí nadie puede ser neutral —dijo a Panorama el doctor Raúl (Pino) Balbastro,
traumatólogo, presidente de Copacabana.
Sobre esta hipótesis, Copacabana había exigido un jurado "foráneo": Ará Berá se
opuso. Copacabana amenazó retirarse. A último momento, con intervención del
intendente y del gobernador, se llegó a una transacción: el municipio designaba a tres
jurados locales; el gobernador invitaba a tres "foráneos". Entre los primeros estuvo el
general Laprida, comandante de la 7a. División.
En la noche del 26 de febrero más de 6.000 personas se congregaron en el Club San
Martín para escuchar el veredicto. Las comparsas en pleno cubrían las tribunas y en el
estrado de honor aguardaban Graciela y Kalí, mientras en una reducida oficina del club
se apiñaban nerviosamente doce personas entre autoridades, jurados y delegados.
Una veintena de reinas de barrio y de comparsas menores tenían derecho a
competir por el reinado de carnaval. Todas fueron debidamente coronadas, agasajadas,
fotografiadas. Pero nadie, en la calle, les daba la menor chance.
Se abrió la urna y se extrajo el primer voto. Favorecía a Ana Rosa Farizano, reina del
barrio Cambá-Cuá. Un voto "foráneo", alcancé a pensar, mientras se abría el segundo,
también favorable a Ana Rosa. Y el tercero y el cuarto, hasta llegar a seis a cero. El
doctor Balbastro palideció apenas.
En cinco minutos estuvo consumado el desastre de Copacabana. Premio de carroza:
Ará Berá. Premio de comparsa: Ará Berá.
Al leerse el fallo, Kalí I consiguió mantener una impávida sonrisa mientras su mano
izquierda desgarraba suavemente el tul de su vestido.
El desastre era más completo de lo que parecía a primera vista. Cuando
encontramos a Ana Rosa (hasta ese momento no teníamos de ella una sola foto, una
declaración), nos dijo:
—Siempre he sido partidaria de Ará Berá.
En una votación de rara unanimidad el jurado había conseguido lo que parecía
imposible: dar a Ará Berá los tres premios, dos en propiedad y uno a través de una reina
alisada.
En esos tensos momentos del último sábado de carnaval los altavoces del club
llamaban con urgencia al prefecto Blanco, que era uno de los miembros del jurado. Pero
no se trataba de corregir los fallos ni de modificar su cuidadosa redacción. Como
prefecto general de la zona, era el encargado de dirigir las operaciones de salvamento,
rescate y defensa contra la inundación.
Formosa estaba tapada. En el centro de Resistencia, río por medio, se andaba en
canoa. Había 75.000 evacuados. "La economía litoraleña —dijo un sobrio despacho de
prensa— ha quedado destruida."
En el centro de ese mundo en derrumbe, Corrientes era una isla de fiesta.
lluvia y sordina
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abucheados. Cuando quiso intervenir la policía, el subsecretario Piazza la sacó con cajas
destempladas.
A esas altas horas de la noche correntina, los linotipos terminaban de componer
fatídicos titulares: "Se extiende la inundación", "Remolcador hundido en Barranqueras",
"Fiebre amarilla en Corrientes".
Copacabana sólo pensaba en vengar el agravio. El domingo no saldrían al desfile
triunfal de las comparsas. O mejor, saldrían llevando de reina en carroza a una mona,
propiedad de los Meana Colodrero.
El gobierno municipal se anticipó. Con exquisito sentido de la oportunidad, decretó
la suspensióri del desfile... por solidaridad con los inundados.
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una luna
martín caparrós
1. PARTIR
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Es curioso cómo se ha desarrollado la idea contemporánea: esta violencia —la
violencia del terror, el terror de la violencia— no tiene fin. Digo: no tiene meta. Se habla
de sus medios, pero se discute tan poco para qué lo hacen, qué tipo de sociedad
armarían si derrotaran al demonio impío, qué proyectan. Una violencia sin fin ni fin, nos
dicen —y pretenden que en general «la violencia» es así, pura maldad en acto, un medio
sin un fin o un fin en sí mismo. Y nos resulta más cómodo creerles.
No hay nada más vulgar y torpe y pasado de moda que las teorías conspirativas.
Sólo la conspiración las sobrevive.
Pero viajar sigue siendo un gesto de desesperación: rozar, por un momento o unos
días, todas esas vidas que nunca podré. No hay nada más brutal, más cruel que
entender que podría haber sido tantos otros.
Y, a veces, el alivio.
Más Le Carré en la pantallita. Cuando se le acabó la guerra fría, el mundo feliz
significante de las conspiraciones, Le Carré buscó alternativas: Panamá, el espionaje
industrial: intentos fracasados. Ahora, veo, es África: África llevada al lugar de peor
lugar, propuesta como espacio de conflicto -para el consumo biempensante. La pelea,
ahora, es por definir el espacio de conflicto: los reaccionarios occidentales y orientales,
cristianos y musulmanes, tratan de establecer el choque de civilizaciones como conflicto
principal, modernidad versus tradiciones, Euramérica versus Asia profunda. Los progres,
mientras, ofrecen África: el espacio de la pobreza, de las matanzas y las hambres y el
sida, de las desigualdades más extremas. La famosa lucha de clases -las
contradicciones, dentro de cualquier sociedad, incluidas las más prósperas, entre pobres
y ricos- ya no tienen lugar en el imaginario colectivo. Bebo un bordeaux de siete años,
bastante extraordinario, y miro en mi pantalla personal una película hollywood de la
mirada progre -donde los malos, los políticos y la gran industria farmacéutica siguen
conspirando y matan a los buenos, ecologistas antiglobalización. Hay, por supuesto,
crítica al orden establecido, el orden del dinero global; no hay -yo no la veo, hace tanto
que no consigo verla- ninguna pista de cómo sería el orden que lo reemplazaría. Salvo
que sería bueno, bien intencionado y no envenenaría ríos ni niños ni mataría pingüinos.
La degradación de la cabina del avión de largo recorrido: empieza fresca, limpia,
clara, para acabar en ese establo mal dormido. Sería una metáfora barata de la puta
vida si no fuera porque el avión sí que te lleva a alguna parte.
Pero ahora estoy en París, ese extraño lugar donde viví cuando era jovencito -«tan
joven que ni siquiera sabía que era joven»-, y me sorprende: en aquellos años pensaba
que París seria para siempre este lugar, y ahora muy claramente es aquél. O, dicho de
otro modo: una victoria más del castellano. Entonces suponía que el francés me iba a
dar indistinción del verbo être: je suis á Paris es al mismo tiempo estoy en Paris y soy en
París. Después el castellano recoper su espacio: ahora estoy en París, pero no o lgún
momento de los veinte últimos años, si -sin estar aquí- y ahora venir es sólo eso: venir,
como se va a tantos lugares, como se intenta recordar el nombre esquivo de aquella
cara que te dice algo.
No nieva: ya no nieva.
He dicho que la patria es el único lugar al que no puedo recordar haber llegado. A
París vengo, llego cada vez, otra vez llego.
Y recuerdo, sobre todo, mi primera llegada, que describí hace años: «Nevaba, la
noche en que llegué, por tren, a la Gare d'Austerlitz. Yo tenía 18 años y acababa de dejar
la Argentina; yo odiaba París.
En la Argentina, antes de irme, yo pensaba que París era un lugar un poco asquito
donde señores muy creídos peroraban de lo humano y lo divino desde lo alto de
inmarcesibles cátedras. Pensaba que los parisinos se consideraban, vaya a saber por
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qué, con el derecho de explicarle al mundo lo que el mundo era y que, además, solían
equivocarse. También pensaba que eran muy educados, un poco incultos, tan
escasamente salvajes, envidiosos de la desmesura ajena y aburridos. Eso pensaba,
antes de llegar a París. Después llegué, esa noche, y seguía nevando.
Cuando dejó de nevar yo seguía. Me quedé, por lo que fuese, en París algunos años
y después me fui. Desde entonces no hago más que llegar a París. He ensayado cientos
de maneras de llegar a París. He llegado escarchado después de doce horas de moto, he
llegado en camiones a dedo o colado en un tren. He llegado pensando que iba a firmar el
contrato de mi primera traducción, he llegado borracho de champaña o con una pierna
enyesada. He llegado para encontrarme a mi primera novia en el Luxemburgo, he
llegado para preparar todo para irme o para olvidarme de que me había ido alguna vez.
He llegado con un gato en brazos, he llegado con el mejor de los secretos o sufriendo el
espanto macizo de las avenidas. He llegado con la firme decisión de escribir mi gran
obra, he llegado con flores a un entierro o atravesando aduanas con el miedo de que me
descubrieran sin papeles. He llegado creyendo que volvía a mi casa, he llegado como
quien no quiere la cosa o después de tres días sin comer. He llegado, algunas veces, sin
querer.
Muchas veces he llegado creyendo que nevaba. No nieva. Ya nunca nieva, pero
recuerdo aquella vez en que llegué pensando que París era un lugar un poco asquito
donde señores muy creídos, con el derecho de explicarle al mundo, solían equivocarse,
poco salvajes, muy incultos, envidiosos de la desmesura ajena y aburridos. Ahora
sospecho que nunca dejé de pensarlo pero sé, por lo que fuere, que llegar a París, seguir
llegando, forma parte de esas pocas cosas que voy a hacer y hacer hasta el final.»
Adultarse es eso, adulterarse: empezar a saber que lo que uno ha supuesto para su
vida no va a ser su vida. Que uno se imagina que tal o cual van a durar y que no duran.
Que cualquier pena se va desdibujando, aunque parezca eterna. Que hace veinte años
uno se equivoca siempre —incluso cuando acierta.
Llueve, por supuesto.
Semanas atrás estuve en Nueva York: sigue siendo un ornitorrinco gigante
desbocado, avasallante. Hace unos años París empezó a parecerme, comparado con
Nueva York, un museo provinciano. Era cuando ya prosperaban los esfuerzos por fabricar
una ciudad limpita, sin obreros, sin pobres, una de esas ciudades donde los trabajadores
tienen otro color —vienen de lejos— y viven fuera de sus ca- lles, en dormitorios
apartados. Ése sí que fue un cambio: la ciudad de las revoluciones se volvió un coto bien
cerrado, gran shopping mall con oficinas, un disneyworld para exigentes. Ahora París se
me hace una honesta capital de provincias —la capital de aquella provincia que
enriqueció gracias a una cultura que perdió su mercado— y me gusta por eso: frente al
empuje voraz, la decadencia suave.
Y hago vulgaridades que nunca había hecho cuando era: escribo en un café, sin ir
más lejos.
Pero no vine aquí por esto. El Fondo de Población de Naciones Unidas me encargó
contar historias de jóvenes migrantes —o de jóvenes cuyas vidas han sido atravesadas
por la migración de alguna forma. Me atrajo la propuesta: me llevará a lugares a los que
no habría ido de otro modo —porque ni siquiera se me habría ocurrido. Y me atrae
también porque tengo que trabajar con un modelo muy preciso —digo, por no decir «con
órdenes muy claras»: qué tipo de persona entrevistar y, sobre todo, qué tipo de textos
escribir, claros, concisos. En principio tienen que estar en tercera persona y tener menos
de dos mil palabras. En mis crónicas, dos mil palabras es lo que suelo usar para
aclararme la garganta. Y, peor, el problema de contar sin incluirme: la tarea de
desaparecer. Un buen ejercicio, me digo: un desafío —y otra manera de viajar.
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Y encima el diario dice que la luna, anoche sobre el mar, no estaba llena: que sólo
parecía llena, dice el diario —aunque no sea así como lo dice. Por ahora supongo que
tengo que creerle, pero es un sacrificio. Yo la veía muy llena y le faltaba un par de
noches. ¿Qué diferencia entre una luna llena y una luna que parece llena?
Viajar es, por supuesto, la confesión de la impotencia: ir a buscar lo que te falta a
otros lugares. Si realmente creyera que no necesito nada más me quedaría en mi casa.
Si realmente creyera que no necesito nada más sería un necio. Si realmente creyera que
no necesito nada más sería feliz. Lo intento, desde hace mucho tiempo.
Pero la vejez —he dicho la vejez?— consiste en saber desde el principio que un viaje
siempre se termina.
Anoche cené foie gras y fue en París; esta noche, polenta con queso en Kishinau,
capital de Moldavia. Hay algo en esos saltos que me atrae más que nada.
Kishinau es mi imagen de una ciudad rusa de provincias después de la caída. Mucho
monoblock, negocios de aquellos tristes todavía, el hotel con lámparas tan tenues, unas
cuadras de centro con sofisticación barata y algún coche alemán. Las calles están
blancas por la nieve, hace catorce grados bajo cero y la luna resplende: hoy sí, dirían los
diarios, está llena. En estas cuadras las mujeres se pintan como puertas —se pintan
como puertas— y usan tacos aguja; los hombres pulóveres a rayas, de una moda que
pasó y no ha sido, o corbatas claras sobre camisas negras. Las mujeres son lindas, de
una forma en que sólo son lindas las mujeres vulgares: con una carga —muy maquillada
— de violencia.
¿Quién va a emprender, alguna vez, aquel estudio comparativo: el malgusto
capitalista frente al malgusto socialista, una lectura del Siglo de las Luces de Colores?
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El señor Siaka estaba muy golpeado, pero no quiso que su hijo lo llevara al hospital:
allí terminarían de matarlo, le dijo. También le dijo que se fuera del país: que silos
militares volvían los matarían. Su padre le dio todo lo que tenía, y un amigo le consiguió
algo más y le dijo que lo mejor sería que se fuera a Europa: España, le dijo, era lo mejor,
ahí los negros pueden arreglárselas.
¿Qué sabías de España?
—Había visto partidos de fútbol, el Madrid, el Barca. Y me habían dicho que en
España se podía estar sin papeles, no como en Francia, que no te dejan vivir.
Koné no tenía pasaporte ni podía pedirlo. Días más tarde se subió al camión de un
transportista que salía para Mali y, a cambio de cien euros, aceptó esconderlo:
—Yo entonces era como droga, me llevó como si fuera droga.
Tardaron una semana. En Bamako consiguió un traficante que lo metió, con 15
personas más, en una 4x4 que entró a Argelia a través del desierto. Viajaban por las
noches, para esquivar las patrullas, hasta que llegaron a un oasis —junto a la frontera
con Marruecos— lleno de migrantes: había malianos, nigerianos, ghaneses, senegaleses.
Allí, los migrantes contrataban guías locales que los cruzaban, de noche y a pie, hasta el
punto marroquí donde los recogía un camión. Koné caminó con muchos más en fila india
por la oscuridad del desierto.
—Los que se caían se quedaban. Ahí no hay hermanos, padres, madres, nada. Nadie
podía ayudar a nadie, porque si te parabas te dejaban.
Tras la caminata, Koné se metió en la caja cerrada de un camión de diez toneladas
junto con otros cien. La mayoría de sus compañeros de ruta huían de la pobreza. Koné
huía de la pobreza y de la guerra.
—El camión estaba repleto, si te sentabas te morías, alguno te pisaba la cabeza.
Apenas había lugar para respirar, así, parados, pegados uno al otro.
Cada madrugada el camión paraba y los migrantes se refugiaban en grandes pozos
al costado de la ruta, donde esperaban el ocaso para seguir viaje. Después de varios
días, el camión dejó a Koné en una casa en los alrededores de Casablanca. Allí lo
encerraron, junto con otros treinta, en una habitación: debían esperar el camión que los
llevaría hasta la costa. No debían salir, porque no podían arriesgarse a que la policía los
encontrara. En esa casa alguien le prestó un celular: Koné llamó a su amigo en Abiyán
para contarle cómo estaba y pedirle noticias de su padre:
—Se murió. Se murió hace unos días, por los golpes. Pero tenés que ser fuerte y
seguir adelante.
Koné y sus compañeros esperaron tres meses en esa habitación. Los mantenían
encerrados; una vez por día les daban una pasta de harina y agua —y Koné se enfermó
de malaria. Uno de los traficantes le dio una inyección en el muslo: la pierna se le hinchó
desmesuradamente. Koné desesperaba.
No entendían. Después sabrían que los mantenían encerrados porque habían tenido
problemas con la policía, y estaban esperando que el oficial que habían sobornado
estuviera de turnó para sacarlos y llevarlos a la costa. Una tarde vinieron a buscarlos.
Los metieron en un camión y los llevaron de vuelta al desierto; allí volvieron a
esconderse en una cueva, callados durante todo el día para que los pastores no los
oyeran, comiendo un poco de pan y de sal y dos dedos de agua por las noches. Hasta
que los subieron en una camioneta y los llevaron, por fin, al puerto de El Aaiún. El
capitán del bote les dijo que tenían que tirar todos sus documentos de identidad: que si
querían quedarse en España tenían que ser inidentifcables. Era una metáfora mala: si
querés entrar a Europa, tenés que convertirte en un don nadie. La travesía les costaría
mil euros.
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—Ahí había unos policías marroquíes de civil que nos revisaron y nos sacaron todo
lo que teníamos: la plata, los relojes, todo.
Treinta y ocho personas se amontonaron en un bote de doce metros de madera
ordinaria, muy mal terminado, con un motor atrás. Eran las dos de la mañana; el capitán
les dijo que a las cinco de la tarde atracarían en Fuerteventura, una de las isla Canarias,
a unas setenta millas náuticas. Koné estaba asustado: nunca había navegado y ahora se
encontraba, de pronto, en el medio de un mar muy azul: «tan azul, tan azul». Pero
también estaba ilusionado: después de meses de trayecto, estaba por llegara su destino.
Las primeras horas fueron calmas. El agua entraba al bote y todos tenían que
ayudar a achicarla, pero avanzaban —y el capitán les decía que iban bien. Hasta que
tres mujeres empezaron a quejarse: que no les daban lugar, que querían más agua.
—Esas mujeres nos insultaron. En África las mujeres no les pueden hablar así a los
hombres, y se armó la pelea. Ahí fue que se rompió la brújula.
Al cabo de unas horas, el capitán les dijo que estaba perdido; alguien llamó con un
celular a la policía española para pedir auxilio. Poco después, un barco de la Marina los
detuvo y los llevó a Fuerteventura. No era lo que Koné había imaginado, pero estaba
feliz de que la odisea terminara. Su viaje había sido una sucesión de pesadillas —o una
sola, larga pesadilla que duró varios meses.
En Fuerteventura, un policía le dijo que no se le ocurriera pedir el asilo político, que
lo iban a tratar mucho peor, que estaba lleno de africanos que decían que eran
marfileños perseguidos políticos. Koné estuvo cuarenta días en un centro de inmigrantes
ilegales en Canarias; en esos centros la policía española interroga a los inmigrantes
ilegales, y la justicia les expide órdenes de expulsión —que no se pueden cumplir,
porque los migrantes no tienen una identidad determinable, o porque sus países no
aceptan recibirlos. Por eso deben deshacerse de su documentación: esa renuncia a la
identidad es la paradoja legal que permite que miles de africanos se queden en España,
con una orden de expulsión que no se cumple.
Al final de la cuarentena los españoles lo subieron a un avión y lo llevaron a Madrid.
Le dolía mucho la pierna, todavía, y no sabía qué iba a ser de él.
Días más tarde, Koné quedó libre, con unos euros en el bolsillo y la recomendación
de un amigo: que se fuera a Almería, que allí había muchos negros y podría conseguir
algo. Pero estuvo meses en Almería sin trabajo, comiendo salteado, durmiendo donde
podía. Conoció a unos compatriotas que le propusieron ir con ellos a Francia; Koné no
quiso: le habían dicho que la policía francesa trataba muy mal a los inmigrantes como él.
Otro le dijo que, en su situación, lo mejor era ira Cataluña y pedir el asilo.
—Yo pensé que Cataluña era otro país y le dije que no, que me quería quedar en
España. Después él me explicó, me dijo no, Cataluña es Barcelona, tú conoces al Barca,
es la región del Barca.
Koné se contactó con la Comisión Española de Ayuda al Refugiado, que le ayudó a
pedir el asilo y lo ubicó en un albergue para solicitantes en Sabadell, cerca de Barcelona.
Ahora estudia español en una escuela —y, de paso, le enseñan sus primeras letras. De
lunes a viernes también aprende tornería, pero sigue teniendo mucho tiempo libre.
Entonces se va con un compatriota a visitar a un maliano que atiende un centro
telefónico y ahí se pasan las horas, charlando. O ven partidos de fútbol en la tele.
—Yo era del Madrid, pero ahora soy del Barca.
¿Cómo, traicionaste?
—Bueno, en el corazón sigo siendo del Madrid, pero en la boca soy del Barca,
porque si no acá te gritan y te miran mal.
Los fines de semana va a Barcelona, pasea por la plaza de Cataluña, mira, se
impresiona con lo grande y próspero que parece todo.
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—Qué raro que dios les dé tanto a unos y tan poco a otros.
Koné está muy solo: dice que está muy solo. Koné está muy flaco, ojeras negras,
una leve renquera. Parece más viejo que su edad —aunque su edad tampoco está muy
clara.
l Y no querrías tener una mujer?
Con esta ropa? Si esto es lo único que tengo...
Claro que le gustaría estar con una mujer, dice, y que alguna vez querría casarse,
pero para eso hace falta mucha plata, y no es fácil encontrar una buena mujer. Koné no
tiene nada: la ropa que lleva puesta, dos camisas, un pantalón, un reloj de diez euros y
un teléfono móvil. Y no es que no tenga nada más acá, dice: tampoco tiene nada más en
ningún otro lado. Tien e unos parientes lejanos en Abiyán, dice, pero no le hacen caso —
y dice que si le llega a ir bien acá van a quererlo mucho, que siempre es así. Su futuro es
absolutamente incierto: depende de un empleado de ministerio, el que tiene que
concederle —o no— el asilo. Koné dice que piensa demasiado en eso, que no puede
parar de pensar en sus papeles, en su futuro.
—Lo peor es que pienso demasiado. Pienso que estoy acá,
que mi padre murió, que no tengo documentos, no tengo plata, no tengo nada, no
sé qué va a pasar conmigo. Lo que más quiero es tener los documentos. Sin documentos
no tienes ningún derecho; los documentos son todo en este mundo.
Su situación actual le impide trabajar —y Koné dice que tampoco quiere trabajar sin
papeles, que no le gusta que lo exploten. En España, el noventa y cinco por ciento de las
demandas de asilo son rechazadas, pero los marfileños suelen conseguirlo porque la
situación de su país lo justifica. Por eso hay tantos africanos sin documentos que
mienten que son marfileños. Ahora Koné tiene que demostrar que viene del país de
donde viene: para entrar a España tuvo que dejar de ser el que era; para conseguir su
asilo tiene que convencer a las autoridades de que es el que es. Tiene documentos, tiene
incluso el carnet de su partido: es probable que termine por conseguirlo. Entonces va a
poder vivir en un país donde no siempre lo tratan bien. Koné es musulmán y cree que si
está acá es porque dios lo trajo —pero dice que los españoles imaginan que los
musulmanes sólo piensan en la guerra, y que él en realidad vino buscando paz.
—El país es lindo pero son muy racistas. Si yo me subo a un bus todos me miran,
por la calle la gente me mira, a veces no entro en sus bares, aunque tenga hambre,
porque sé que me van a mirar. El gobierno es bueno, el gobierno quiere a los
extranjeros, sobre todo a los negros, pero la gente es muy racista.
¿Y aun así quieres quedarte?
—Bueno, a mí me gustaría quizás ir a Inglaterra, porque ahí hay negros ingleses y la
gente los trata bien...
Para Koné, para tantos, siempre hay un lugar un poco más allá: un modo de
mantener las ilusiones.
La historia me impresiona, voy a tomarme un trago para tratar de digerirla. Pero
después de pensar en ella unos minutos me doy cuenta de que seguramente no voy a
poder publicarla. Koné estaba ilusionado con que la publicación podía ayudarlo a
conseguir el asilo —y yo también lo creía. Creo que incluso se lo dije, antes de que me la
contara, cuando estaba dudando: le dije que contarme su vida podría servirle para algo.
Es cierto que entonces yo no sabía qué me iba a contar, pero ahora veo que no encaja: si
este informe debe trazar un mapa más o menos mundial, y cada continente tiene no
más que dos o tres «representantes», no tiene sentido incluir a dos ciudadanos de países
vecinos como Liberia y Costa de Marfil. La razón es perfectamente atendible; a Koné, por
supuesto, le importaría tres carajos. Es tan curioso cómo se trazan los caminos.
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Pero Koné nunca va a poder reprochármelo. Es probable que nunca más lo vea. Es
probable, también, que en unos días él ya ni me recuerde. También en ese sentido la
relación entre un entrevistador y un entrevistado es brutalmente asimétrica: el
entrevistador ocupa al entrevistado durante una hora o dos; el entrevistado al
entrevistador durante mucho tiempo. Yo ahora escribo sobre él y corregiré lo que escribí
y seguiré pensando en él dentro de años, quizás, cuando lo vea en estas notas; él, en
cambio, pronto me habrá olvidado. Es probable, digo, que Koné nunca más piense en
esto pero, si pensara, si conociera alguna vez las razones por las cuales su historia
nunca se publicó en el informe del Fondo de Población de Naciones Unidas, supongo que
hablaría de suerte, de su —mala— suerte. O de destino. ¿Cómo llamamos si no al hecho
de que justo unos días antes yo hubiera entrevistado a Richard en Liberia? No tenemos,
creo, una palabra inteligente para eso.
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laurel y hardy: el error de hacer reir
osvaldo soriano
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expresar una sociedad despiadada.
Cuando la demanda del mercado y sus contratos con la Metro los obligaron a filmar
largometrajes, comenzó la decadencia de Laurel y Hardy. Pero no sólo la obligación de
dosificar los gags en una hora y media de celuloide los llevó al fracaso. El paso de
comedia amable, picaresca, no era el fuerte de Stan. El creciente éxito de los hermanos
Marx terminó por apabullarlos. Al comenzar la guerra, Laurel y Hardy estaban
terminados.
Stan se recluyó. Hardy marchó al frente. Como un Mambrú insólito, se unió a las
tropas que asaltaron el peñón de Gibraltar. Empezó como oficial, terminó como
oficinista.
Cuando Ollie retornó a Estados Unidos, se reunió con Stan y firmaron un contrato
para rodar algunas películas. Fueron, sin excepción, absolutos fracasos. Toda la
grandeza de la pareja había quedado atrás. El desconcierto ante una realidad que los
alejaba de su propia historia, desencadenó la tragedia. Ningún productor quería ya a
esos viejos comediantes vacíos.
La decadencia del Gordo y el Flaco se acentuaba a medida que los historiadores
iniciaban el descubrimiento de su genio pasado. Laurel y Hardy eran tan sólo espectros
de una época esplendorosa. Sin un dólar en sus bolsillos (nunca reservaron derechos
sobre sus filmes), comenzaron a vagar otra vez por los teatros del interior. Quienes los
vieron en los escenarios recuerdan sus gags como burdas parodias, como parábolas
perfectas de un círculo que se cierra. Hacia 1949 hicieron su primera gira por Europa y
trabajaron en París, donde el público los adoraba. Por fin, filmaron Atoll K, una
experiencia horrible. "Cada vez que caían al suelo parecía que no podrían levantarse
jamás. Se imitaban a sí mismos, pero con un infinito cansancio'; escribió un crítico
francés.
A su regreso a Estados Unidos, la pareja no tenía otra posibilidad que la vuelta al
vodevil.
El hijo de Hal Roach —también productor—, en un intento por recuperar la grandeza
de la pareja creada por su padre, les ofreció filmar una serie para la televisión. Parecía,
por fin, que la vida les daba otra chance. Entonces Stan, que era diabético, sufrió un
ataque y estuvo al borde de la muerte. El plan se frustró y tuvieron que vivir, junto a sus
mujeres, en pensiones de segundo orden.
Desesperado, Ollie recordó que John Wayne había sido uno de sus amigos. "Él nos
ayudará'; le dijo a Stan. "Nadie te ayudará ahora'; le contestó el Flaco.
Ollie concertó una cita con la secretaria de Wayne, uno de los más influyentes
hombres de Hollywood, y
mm larde se fue a verlo a su residencia. Ese día recibió la que sería tal vez sería su
última humillación: el cowboy le dio un papel en una película del Oeste como actor de
reparto
Esea acto de villanía, ese gesto de despreciable beneficencia ensayado por Wayne,
hizo exclamar a Buster Keaton (quien también estaba casi en la miseria): "Ellos
cmetieron el error de hacer reír a un país violento y sin alma, que íntimamente los
amaba pero terminó despreciándolos." John Wayne fue tan sólo el ejecutor de esa
reacción.
En 1953, Laurel y Hardy emprendieron viaje a Gran Bretaña, en un intento por
olvidar sus penurias. Darían algunas funciones en teatros rurales y el Flaco volvería a ver
a su padre, un viejo comediante del teatro de Lancashire. Un periodista inglés, que
entrevistó a Laurel, escribió que aquellos hombres eran los espectros de una historia que
podía volver a verse cada día en un cine cualquiera del mundo.
Se sabe que Stan vio a su padre. Los viejos actores cenaron juntos y no hablaron.
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Un apretón de manos fue la despedida: Stan partía otra vez hacia Estados Unidos, pero
ya no buscaba nada.
Un año más tarde, Ollie tuvo un par de ataques al corazón y quedó semiparalítico.
Su mujer lo internó en un hospital de Burbank y allí se quedó en un sillón de ruedas,
empujando su cuerpo que había perdido sesenta kilos, hasta su muerte, el 7 de agosto
de 1957.
Stan, que sufría otro ataque, no pudo ir al entierro. "Tuve suerte —diría más tarde—,
porque Ollie murió en la miseria más absoluta. Yo aún puedo pagar mi habitación." En
esa pieza de una pensión cercana a Los Ángeles pasó sus últimos años, recibiendo
apenas la visita de sus tres alumnos, Dick van Dyke, Jerry Lewis y a veces, Danny Kaye.
"Dick es el más talentoso —escribió—, me gustaría que si alguien se interesa alguna vez
por filmar mi vida, sea él quien lo haga."
El 23 de febrero de 1965, cuando Stan murió, Van Dyke leyó la oración fúnebre en
el cementerio de Forest Lawn. "Stan nunca fue aplaudido por su arte porque él se cuidó
muy bien de esconderlo. Él sólo quería que la gente riera'; dijo el actor.
Más de trescientas películas han quedado archivadas en las cinematecas de todo el
mundo. La Metro produjo siete antologías de sus obras. Blake Edwards, Pierre Etaix,
Jean-Luc Godard, han intentado, a partir de la técnica del gag de Laurel y Hardy abrir
nuevos caminos para la comicidad. No lo han conseguido. Tal vez la decadencia de Stan
y Ollie, su tragedia, hayan señalado el fin de una época en el cine norteamericano: la de
los antihéroes absurdos.
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