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Las 1001 lenguas

Nuevo punto de vista

Colección dirigida por Maria Àngels Viladot


LAS 1001 LENGUAS

Josep Maria Nadal Farreras


Primera edición: noviembre 2007
Segunda edición: marzo 2008

Diseño cubierta: Marina Yxart Fàbregas


Portada: Reproducción de un original de José Luis Pascual

© 2007: Josep Maria Nadal Farreras


© 2007 de la edición:
Editorial Aresta SC
Sant Joan, 3
17141 - Bellcaire d’Empordà (Girona)
www.editorialaresta.com

ISBN: 978-84-935948-2-4
Depósito Legal: B-9.454-2008
Impreso en España por Romanyà Valls, SA
Verdaguer, 1― 08786 Capellades

Este libro se ha impreso en papel 100% Amigo de los Bosques

El logotipo del FSC identifica productos que se fabrican a partir de


madera de bosques bien gestionados y madera controlada de acuerdo
con las reglas del Forest Stewardship Council.
«Después que hemos batido
cazando los bosques y los prados de
Italia y no encontramos al exótico
animal que perseguimos [Dante habla,
expresamente, de una pantera] debemos
investigar más científicamente sobre él
para descubrirlo… para que, con
nuestro inteligente estudio… hagamos
caer más profundamente en nuestras
redes a aquel que se olfatea por todas
partes y no aparece por ninguna».
Dante Alighieri (1303-1305).
De Vulgari Eloquentia (XVI, 1, 137).
INDICE

Prólogo 9

Capítulo 1.

El lenguaje: patrimonio de nuestra especie


1.1. La necesidad de las lenguas 11
1.2. La diversidad lingüística 18

Capítulo 2.

Las lenguas en la historia de Europa 21


2.1. El nacimiento de las lenguas románicas 22
2.2. La relación entre el origen de las lenguas
y las naciones 24
2.3. El De Vulgari Eloquentia 29
2.4. La época de las monarquías absolutas 32
El caso italiano 32
El caso francés 38
Codificación lingüística 42
Catalán – Castellano 44
2.5. Las lenguas en los estados–nación modernos 48
Las lenguas después de la Revolución Francesa
2.6. Recapitulación 55
Capítulo 3.

Las lenguas en el inicio del siglo XXI 59


3.1. Análisis de la nueva complejidad lingüística 64
3.2. Factores de la diversidad lingüística 74
3.3. Mapas políticos y mapas etnolingüísticos 82
3.4. Globalización y multiglosia 86
3.5. Uniformización o fragmentación de la cultura 97
3.6. Mundo global y etnicidad 105
3.7. Gestionar la nueva diversidad interna 116
3.8. El valor de la diferencia 130

BIBLIOGRAFIA . . . . . . . . . . . . 133

NOTAS . . . . . . . . . . . . . . . 141
Prólogo

A menudo se habla del Homo loquens. Con ello se


quiere afirmar que la actividad simbolizadora del lenguaje es
una característica fundamental del ser humano. Pero el len-
guaje se manifiesta a través de lenguas y estas siempre sir-
ven, entre muchas otras cosas, para establecer solidaridades
de grupo. Quizás por ello hay tantas y son tan importantes.

Este libro pretende ser una reflexión sobre la historia


de las lenguas. Y muy especialmente sobre su futuro. El siglo
XX se fue anunciando tempestades y los primeros años del
XXI parecen confirmarlas: los hablantes de las lenguas
pequeñas, en alguna ocasión, necesitamos usar alguna
lengua grande. De vez en cuando, pues, necesitamos aban-
donar nuestra lengua. Y eso, que no tendría que representar
un problema mayor, a menudo es vivido como una muerte
anunciada, como un camino irreversible a la uniformidad.

Por eso las lenguas hacen sufrir. Hay quien considera


que este sentimiento, y en general todos, es un mal conse-
jero. Dicen que nos hace irracionales y que, en consecuencia,
impide una reflexión desapasionada, es decir, objetiva. Pero
en la historia de las lenguas no podemos olvidar los sentimi-
entos de sus hablantes porque son una parte de la propia
historia. La objetividad, pues, exige tomar en cuenta los
sentimientos de los hablantes.

9
Pienso que ya va siendo hora de decirlo. En ningún
lugar está escrito que para construir un estado sea necesario
maltratar a ninguno de los miembros de este estado. Y yo,
que quisiera ser parte de uno de estos estados, me siento
maltratado. Y tampoco está escrito en ningún lugar que
conocer y usar una lengua grande, aunque sea la del estado,
tenga que implicar necesariamente abandonar alguna de las
lenguas pequeñas, que también son lenguas del estado. O
deberían serlo. Este es hoy un problema general: ¿cómo
hacer compatibles la necesidad de lenguas globales y la per-
vivencia de lenguas pequeñas? O, lo que es lo mismo,
¿cómo construir un estado sin destruir sus naciones y sus
lenguas? Resolver este problema es fundamental porque es
la única manera de conseguir que la vida en común deje de
basarse en el sufrimiento. En el de nadie. Y, por consiguien-
te, que la convivencia sea posible.

De esas cosas quiere tratar este libro. Algunas ideas


ya se insinuaban en una recopilación de artículos en catalán:
La llengua sobre el paper (2005). Muchas otras son fruto de
las discusiones mantenidas con los compañeros de la univer-
sidad y de un seminario que unos cuantos profesores de la
Universidad de Girona dimos en la Universidad Intercultural
de Chiapas (San Cristóbal de las Casas) en diciembre de
2006. Ojala sirva para tender puentes.

10
Capítulo 1.

El lenguaje: patrimonio de nuestra


especie

1.1. La necesidad de las lenguas

¿Podemos vivir sin naciones y sin lenguas? Si formu-


lo esta pregunta es porque muchos estudiosos han pronosti-
cado que en un futuro inmediato nuestros únicos espacios
posibles serán el mundo global y el mundo estrictamente
local. Es decir, pronostican que las naciones (y especialmen-
te los estados–nación) y las lenguas no tienen cabida en el
mundo del futuro.
Estudios recientes1 se han referido a que en 100 años
las especies biológicas animales se habrán extinguido en un
20% según estimaciones pesimistas realistas y en un 2% de
acuerdo con estimaciones optimistas realistas. Mientras, en el
mismo período de tiempo un 90% de las lenguas del mundo
podría desaparecer según los autores más pesimistas o un
50% según los cálculos más optimistas. Es evidente que la
pérdida de la biodiversidad ha merecido y merece una aten-
ción masiva y que, en contraposición, sorprende la poca
gente que habla y se preocupa de la pérdida de la diversidad
lingüística.
Volvamos a la pregunta del inicio: ¿es cierto que las

11
lenguas y las naciones están destinadas irremediablemente a
su desaparición y que nos dirigimos a un cuasi monolingüis-
mo global?
Una primera respuesta negativa podría basarse en la
2
idea de que para conseguir una vida plena los hombres
necesitamos un espacio situado entre la dimensión global y la
dimensión local en el cual podamos encajar las naciones y las
lenguas. Y si eso es así, parece inevitable la tendencia hu-
mana a formar unidades de convivencia y de decisión colecti-
va de pequeña escala.3
Veamos los argumentos en los que se apoya esta ne-
cesidad humana de configurar unidades de convivencia y
cómo las lenguas han jugado y juegan un papel fundamen-
tal en la definición de estos grupos.
1) El primero se refiere a la necesidad de la coopera-
ción altruista. Ya hace tiempo que el sociólogo Émile
Durkheim señaló que la cooperación es fundamental para la
supervivencia de la sociedad humana. Al fin y al cabo, los
humanos, así como el resto de los mamíferos, han escogido
un sistema de reproducción muy complejo que exige una
muy elevada probabilidad de supervivencia para unos pocos
descendientes. En esta situación, la protección es fundamen-
tal. Y la protección implica cooperación. Pero, ¿entre quiénes
debe darse esta cooperación?
Los antropólogos y los psicólogos se han referido a un
ámbito de cooperación cuya frontera se traza por la confianza
en la reciprocidad de la ayuda voluntaria. Hace mucho tiem-
po, antes del Homo sapiens, los grupos eran muy pequeños:
entre ocho y veinte miembros;4 todos se conocían, el senti-
miento de pertenencia al grupo era elevado y la cooperación
era, pues, obligada. En cambio hoy, en la compleja sociedad

12
occidental actual es el estado, transformado en estado social,
quien asegura la unidad del grupo y quien tiene la responsa-
bilidad de la protección de sus miembros, convirtiéndose así
en la garantía forzada del altruismo.
El cambio ha sido importante. En efecto, en el caso de
las sociedades primitivas, la solidaridad era una consecuen-
cia de la similitud, de la conciencia de pertenecer al mismo
grupo social o étnico.5 Es muy probable que esta idea con-
tenga una intuición correcta: la gente se siente moralmente
obligada con aquellos con los que comparte identidad. Para
Émile Durkheim, esta identidad compartida proviene de una
actividad ritual común. Sin embargo, en el transcurso de los
siglos, las sociedades se desarrollan, aumenta el número de
sus miembros y, al mismo tiempo, aumentan su movilidad y
anonimato. En esta nueva circunstancia, rotos los lazos natu-
rales propios de los grupos más pequeños del pasado, alguna
cosa tenía que asegurar la unidad del grupo. La pertenencia
al mismo ya no puede fundamentarse en vínculos naturales
primarios y es la identidad social, basada en la presunción de
similitud, la que juega un papel crucial. Una similitud que
muchas veces viene marcada por el uso de la misma lengua.
En cierto sentido podríamos decir que la lengua ha pasado a
hacer de carné de identidad en una comunidad pretendida-
mente homogénea desde un punto de vista lingüístico,
porque es a través de su uso que establecemos relaciones y
nos hacemos conocer y, sobre todo, reconocer. Incluso hay
quien considera que si las lenguas cambian constantemente
es para evitar que los tramposos las puedan aprender para
hacerse pasar por miembros del grupo y así beneficiarse de
la ayuda de sus miembros sin estar dispuestos a devolver,
cuando sea necesaria, esta ayuda.6

13
En definitiva, estas reflexiones apuntan a que un
cierto tipo de comunidades intermedias son necesarias para
la protección de sus miembros y que la lengua ayuda a defi-
nir sus límites. El estado, sin detenernos a definir de qué
tipo, ha satisfecho esta necesidad.
2) Un segundo grupo de reflexiones sobre la necesi-
dad de las lenguas se refiere al papel que las primeras
formas de lenguaje han jugado en la cohesión y estabiliza-
ción de los grupos. Tenemos que buscar el origen del len-
guaje en la necesidad de los primates superiores de estable-
cer alianzas especiales para superar los problemas del entor-
no, incluyendo los que podían originar individuos de la propia
especie.7 El psicólogo Robin Dunbar, como sugiere el título de
una obra suya que traduzco libremente como El acicalamien-
to, el chismorreo y el origen del lenguaje,8 se basa en la idea
de que la función fundamental del lenguaje se centra en el
establecimiento de un contacto social y que, en consecuen-
cia, puede considerarse como un equivalente del acicalamien-
to mutuo que practicaban los primates superiores para crear
y asegurar los límites de los grupos.
Teniendo en cuenta la complejidad del lenguaje
humano, tenemos que admitir que es mucho más que un
simple sistema de intercambio de información. Y al mismo
tiempo tenemos que preguntarnos qué debió suceder en el
pasado para que fuera necesaria esta complejidad tan eleva-
da.
Las primeras formas del lenguaje parecen relacio-
narse con la creación y el mantenimiento de los grupos de los
primeros homínidos. Todo indica que el Homo erectus, hace
más o menos un millón de años y, por tanto, mucho antes
del Homo sapiens, ya poseía un protolenguaje que permitía

14
caracterizar con precisión los animales, los vegetales, los
materiales, los utensilios y otros elementos naturales o elabo-
rados y seguramente también evocar situaciones sociales y
sentimientos, es decir, caracterizar comportamientos psico-
lógicos. ¿Qué pudo suceder para que más tarde, hace más o
menos unos 40.000 años, fuera necesario un sistema
lingüístico como el nuestro, diferente y mucho más complejo
que el protolenguaje inicial?9 No fue ni la caza ni la transmisi-
ón de saberes relacionados con la fabricación de utensilios,
puesto que estas actividades podían desarrollarse con el
protolenguaje. Recordemos que el protolenguaje caracteriza
la primera fase de la hominización anterior a la explosión del
Homo sapiens y del lenguaje. ¿Por qué nuestros antepasados
necesitaron una nueva forma de comunicación diferente del
protolenguaje inicial?
Cuando los estudiosos de la evolución humana intentan
explicarse por qué un animal que hace mucho tiempo debía
parecerse al chimpancé y al gorila pudo adquirir un sistema
de comunicación tan elaborado como el nuestro, que le
permite tanto dictar leyes o describir la naturaleza como
explicar sus sueños, expresar sus sentimientos y plantearse
un estado de la cuestión de sus pensamientos o de sus
proyectos, llegan a la conclusión de que el protolenguaje
resultó insuficiente cuando fue necesario alejarse del «aquí»
y del «ahora». Es decir, cuando nuestros antepasados tu-
vieron que traspasar los límites temporales y espaciales del
acto comunicativo. Y esto debió de producirse cuando se hizo
necesaria la función narrativa que, de este modo, sería lo que
explica la necesidad del nuevo lenguaje. Como dice el lingüis-
ta francés Bernard Victorri10 «...los conocimientos sobre el
mundo se presentan en todas las sociedades humanas

15
precientíficas bajo la forma de una narración. En todas estas
sociedades encontramos historias de dioses, de gigantes o de
otros personajes imaginarios utilizados para explicar por qué
el Sol gira alrededor de la Tierra, por qué cada año después
del invierno regresa la primavera, por qué resuena el trueno
o soplan los vientos, etcétera». Si esto es así, debemos
preguntarnos qué presión evolutiva empujó a nuestros
antepasados a necesitar la función narrativa. Porque a priori
no es fácil comprender qué ventajas podían obtener nuestros
antepasados con una actividad tan alejada de las duras
necesidades del día a día. Todo parece indicar que si el
lenguaje actual se originó para posibilitar la función narrativa
fue porque esta podía jugar un papel decisivo en la solución
de las crisis sociales recurrentes de las sociedades arcaicas
del Homo sapiens.
Esta podría ser la explicación. El lenguaje proporcio-
naba un mecanismo que podía ayudar a evitar la aparición de
estas crisis recurrentes: narrar qué había sucedido antes
podía servir para prevenir aquello que no era deseable que
se repitiera. La función narrativa originaba además una conci-
encia colectiva capaz de neutralizar los intereses individuales
y, por lo tanto, también se originaba una nueva cohesión del
grupo: la conciencia de pertenecer a un grupo con historia.
En resumen, el lenguaje fue fundamental para la
supervivencia de la especie; y las subespecies que no supe-
raron la barrera del protolenguaje, como por ejemplo el
Homo neanderthalis, no pudieron formar grupos solidarios
con los que resistir las crisis de convivencia y acabaron
desapareciendo. Así pues, la lengua hace posible, por una
parte, vivir una historia común y, por otra, narrarla. Y
además, la lengua tiene otra característica que la convierte

16
en el mecanismo más ágil para la preservación de la historia
del grupo: cada lengua es aprendida por los jóvenes a partir
de los viejos, de manera que cada lengua viva es el encaje
de la tradición.11 Además, la lengua común de un grupo es el
mecanismo a través del cual la memoria de la historia con-
junta puede compartirse.
Estas reflexiones abundan en la idea de la inevita-
bilidad de las lenguas. Más adelante ampliaré la necesidad de
la diversidad lingüística.
3) La tercera y última perspectiva con la que se justi-
fica la necesidad de naciones y lenguas se refiere a la mane-
ra como los seres humanos adquieren su lengua.
En los inicios de la vida, los seres humanos disponen
de la capacidad para producir un número extraordinario de
articulaciones, que nunca se han encontrado en una sola
lengua. Es lo que el lingüista Roman Jakobson12 denominó
the apex of babble. En la etapa de adquisición de la lengua,
los humanos disponen de una capacidad lingüística muy
superior a la que de hecho necesitan para adquirir una única
lengua, la suya. Al pasar del estadio prelingüístico a la prime-
ra adquisición de palabras, es decir, al entrar en un estadio
que ya es genuinamente lingüístico, olvidan una buena parte
de su capacidad de producir sonidos lingüísticamente signifi-
cativos. Es en este preciso momento cuando los seres huma-
nos adquieren realmente su lengua. Por consiguiente,
podemos sospechar que es posible que necesiten olvidar la
serie infinita de sonidos, que en el inicio son capaces de
producir, para dominar después el sistema finito de sonidos
que caracteriza su lengua.13 Es decir, que necesitan despren-
derse de una capacidad global y pasar a una capacidad
limitada, a una capacidad más pequeña que es la que se

17
corresponde con lo que llamamos lengua.
En resumen, según estos estudios, la forma como los
humanos adquieren su propia lengua corrobora la necesidad
de las lenguas como factor de definición de la comunidad y
como factor de pertenencia al grupo.

1.2. La diversidad lingüística

Como hemos visto en el apartado 1.1, hay


argumentos que justifican que los seres humanos necesita-
mos vivir en grupo y que la lengua está muy relacionada con
la definición del mismo. Lo ha explicado muy bien el filósofo
Xavier Rubert de Ventós:14 el impulso de la pertenencia está
inscrito en las estructuras ecológicas y biológicas, antropoló-
gicas y lingüísticas a las que pertenecemos y que nos defi-
nen.
La diversidad lingüística sería, pues, el resultado de
una necesidad humana. Esta idea puede parecer discutible si
tenemos en cuenta los problemas que las barreras lingüísti-
cas generan. Fijémonos en ello. En primer lugar, una buena
parte de los lingüistas actuales aceptan que en el mundo hay
una cantidad enorme de lenguas, unas seis mil. Muchos de
estos lingüistas también aceptan que es probable que todas
estas lenguas provengan de una única lengua común origina-
ria. En segundo lugar, una gran mayoría piensa que hay un
antes donde era más fácil la intercomunicación gracias a esta
lengua común. ¿Cómo casan estas dos ideas? Si antes el

18
mundo era mejor con una sola lengua, ¿por qué ahora hay
tantas?
Preguntémonoslo con el crítico y escritor francés
George Steiner:15 ¿por qué el Homo sapiens, que tiene un
aparato digestivo que ha evolucionado y funciona con una
complejidad uniforme en todo el mundo, que tiene una orga-
nización bioquímica y un potencial genético esencialmente
idénticos, que tiene una corteza cerebral que presenta en
todas las circunstancias las mismas cisuras, por qué estos
mamíferos que pertenecen a una especie uniforme pero con
individuos diferenciados no utilizan una lengua común?
La respuesta que ya hemos avanzado es esta: los
seres humanos parecemos adaptados a usar y a descodificar
la lengua como un indicador de la pertenencia al grupo y este
hecho explica por qué las fronteras lingüísticas han jugado un
papel tan importante en el desarrollo de las sociedades
humanas. En un primer momento, en las sociedades más
antiguas, la densidad de la población era baja porque, de
hecho, el número total de la población también lo era y,
como todo el mundo se conocía, no era fácil hacerse pasar
por un miembro del grupo con la intención de obtener prove-
cho. Es posible que el propio lenguaje fuera, de acuerdo con
esta circunstancia, bastante uniforme. Pero más tarde,
cuando la densidad y el número de la población crecieron,
también tuvieron que crecer los grupos y empezaron a
aparecer relaciones entre personas que no se conocían. En
consecuencia, también debieron aumentar las posibilidades
de que los intrusos pudieran moverse impunemente dentro
del grupo. Entonces fue necesario recurrir a la diversidad
lingüística como una característica identificatoria. Solo enton-

19
ces las fronteras grupales y las lenguas que las definían se
hicieron imprescindibles.
Esto es lo que nos explica aquel terrible pasaje del
Antiguo Testamento (Jueces, 12,1):

«Entonces Jefté reunió a todos los hombres de Galaad y


lucharon contra los de la tribu de Efraín. Los de Galaad
derrotaron a los de Efraín porque estos les habían dicho:
«Ustedes los galaaditas son renegados de Efraín y Manasés.»
Los galaaditas ocuparon los vados del Jordán que conducen a
Efraín, y cada vez que algún sobreviviente de Efraín decía:
«Déjenme cruzar», los hombres de Galaad le preguntaban:
«¿Eres de la tribu de Efraín?» Si él contestaba: «No», ellos
decían: «Muy bien, di “Shibolet”». Si decía: “Sibolet”, porque
no podía pronunciar la palabra correctamente, lo agarraban y
allí mismo, en los vados del Jordán, lo degollaban. En aquella
ocasión murieron cuarenta y dos mil hombres de la tribu de
Efraín».16

La lengua, como ilustra este texto, sirve para dibujar


fronteras. Pero ni las fronteras ni las diferencias, y por tanto
tampoco las lenguas, no son necesariamente malas. Sola-
mente hay que saber (y querer) gestionarlas adecuadamen-
te. Nada más.

20
Capítulo 2.

Las lenguas en la historia de Europa

En este capítulo veremos cómo, entre los siglos VIII y


XX, Europa se ha construido en paralelo con sus lenguas. Sin
embargo, el espacio lingüístico creado como culminación de
este proceso de doce siglos parece hoy romperse por presio-
nes contrapuestas por arriba y por abajo. La presión por
arriba conduce a una reducción de la diversidad lingüística y
a la supervivencia de unas pocas lenguas globales; la presión
por abajo, en cambio, tiende a un aumento de la fragmenta-
ción dialectal. Por arriba, todo indica que el inglés, el castella-
no, el chino mandarín, el francés, el hindi y algunas otras
«lenguas imperiales» tienden a ser las únicas lenguas del
futuro debido a unos procesos que luego estudiaremos; por
abajo, en cambio, otras lenguas más pequeñas parece que
tengan que fragmentarse irremediablemente en diversas
lenguas tribales, unas veces de base territorial y otras de
base social. Las dudas actuales, casi siempre planificadas,
sobre la unidad de la lengua catalana serían un ejemplo de
esta tendencia.
En realidad, ocultadas por la estabilidad aparente de
las lenguas, siempre han pervivido dos fuerzas antagónicas:
una, fragmentadora, espontánea, más relacionada con la
oralidad; otra, unificadora, más relacionada con la escritura,
que depende de una planificación y, por consiguiente, de un

21
esfuerzo consciente. La oposición entre la espontaneidad y la
planificación en los dos procesos es importante porque
evidencia el papel que ha tenido (y tiene) la institucionaliza-
ción en la historia de las lenguas. Hecho este comentario,
entremos ahora en el objeto de este capítulo que pretende
dar una visión general de la construcción en paralelo de una
parte de Europa y de sus lenguas.

2.1. El nacimiento de las lenguas


románicas

Entre los siglos VIII y IX la lengua dominante —un


único latín para todo el Imperio Romano— empezó a perder
fuerza y a ser substituida por los latines hablados (lo que
suele llamarse, aunque el singular puede conducir a error, el
latín vulgar), que poco a poco dejaron de percibirse como
modalidades del latín. Este cambio paulatino se aceleró cuan-
do el consejero del emperador Carlomagno, Alcuino de York
(York, 735–Tours, 804) planteó una reforma del latín
proponiendo una única pronunciación del latín escrito que,
por definición, también era único.
Los latines hablados que existían hasta este momento
perdieron el nexo de unión con el latín escrito y empezaron a
ser percibidos como algo diferente, ya no latino. Hasta enton-
ces el conjunto de hablas que conocemos como el latín
vulgar se había asociado a una única escritura y, por ello, era
percibido como una sola lengua,17 motivo por el cual a veces
se ha afirmado18 con una cierta provocación, que lo que real-

22
mente nació a principios del siglo IX fue el nuevo latín habla-
do producido por la reforma de Alcuino. Los latines hablados
hasta ese momento, lejos de adaptarse al único latín hablado
propuesto por dicho consejero, continuaron existiendo, y en-
tonces, al oponerse al nuevo latín hablado, fueron percibidos
con mayor intensidad como algo diferente del latín.
Tenemos que insistir en dos hechos que nos impiden
afirmar, sin matices, que entre los siglos VIII y XI se produjo
el nacimiento de las lenguas románicas.
El primero. Los cambios asociados a la reforma de
Alcuino no comportaron ninguna modificación en la realidad
empíricamente observable. En la vida cotidiana todo el
mundo continuó hablando como antes. Para decirlo en
broma: no se rompió ninguna familia porque los abuelos
hablaran una lengua (latín) y los nietos otra (romance).
El segundo. El cambio tampoco implicó el nacimiento
de las lenguas románicas porque, como se ha señalado,19 los
vernáculos (las distintas variedades del antiguo latín vulgar)
en la vida ordinaria solamente funcionaban a un nivel más o
menos local en el que las lenguas, en el sentido de construc-
ción social, no eran necesarias. El latín escrito (y ahora
también hablado, pero como Alcuino prescribía) continuó
ejerciendo durante siglos una función integrativa absoluta-
mente vital en el nivel de la comunicación supralocal en el
que las lenguas son imprescindibles, pero en aquel momento
sólo tenía sentido en relación a la Iglesia.
Es decir, en aquella época todavía no puede hablarse
con propiedad de lenguas románicas independientes. Más
bien de una scripta romana rustica, una especie de conven-
ción, una simplificación funcional del latín, con la intención de

23
atenuar la distancia entre dicha lengua y la realidad habla-
da.20
En esta línea, el escritor occitano Pèire Bec21 afirma lo
siguiente para el occitano: «El antiguo occitano, para empe-
zar, se impuso oponiéndose. Es la lenga romana, apelativo
que no tiene otro sentido que el de designar a la lengua
vulgar en contraposición al latín». Lo mismo podemos afirmar
para el resto de las lenguas románicas. Por lo tanto, las
lenguas románicas todavía no nacieron como tales en aquel
momento, aunque esto sea lo que los historiadores de las
lenguas solemos proponer.
Así pues, si podemos hablar de una fractura entre el
latín y el romance entre los siglos VIII y IX pero no, todavía,
de lenguas románicas independientes, ¿dónde tenemos que
situar los primeros momentos de estas lenguas? Hay dife-
rentes teorías. Intentaré analizarlas partiendo, aunque no
esté necesariamente de acuerdo con ella, de la corriente
denominada modernista, que sitúa el origen de las lenguas
vinculado al de las naciones modernas, varios siglos más tar-
de. Después me referiré a las otras explicaciones.

2.2. La relación entre el origen de las


lenguas y las naciones

Desde las famosas conferencias que en 1985


pronunciara el historiador Eric Hobsbawm,22 muchos histo-
riadores han aceptado que la nación no es una entidad social
primaria ni invariable. Desde el punto de vista histórico,

24
pertenecería exclusivamente a un período concreto y recien-
te. La nación sólo sería una entidad social en la medida que
hace referencia a un cierto tipo de estado territorial moderno,
el estado–nación. Según esta corriente modernista, los esta-
dos (o la voluntad de crearlos) han sido lo que ha originado
los nacionalismos y, finalmente, las naciones (con sus
lenguas). Lógicamente, estos historiadores se ven obligados
a creer que las naciones y los fenómenos que se les asocian
(las lenguas nacionales, por ejemplo) solamente pueden
explicarse teniendo en cuenta las condiciones y los requisitos
políticos, técnicos, administrativos, económicos o de otro tipo
que los hicieron posibles. Y, en consecuencia, deben situar el
origen de las naciones y de los fenómenos que se les asocian
en una época posterior a la Revolución Francesa. De esta
manera, el mapa de las lenguas, así como el de los estados–
nación, sería una teoría reciente y, por consiguiente, las
lenguas no podrían haber sido un símbolo de identidad
colectiva antes del siglo XVIII. Esta es, por ejemplo, la idea
del historiador John H. Elliott23 cuando afirma, refiriéndose al
Conde Duque de Olivares, que la unidad que él concebía era
primordialmente institucional, legal y administrativa. Por
consiguiente, no era lingüística, cultural o étnica, considera-
ciones, estas, que eran en gran parte extrañas a la sensibili-
dad del siglo XVII.24 El historiador Peter Burke25 también ha
llegado a la misma conclusión refiriéndose al caso italiano.
«¿En qué medida —se pregunta Burke— los hombres de este
período (está hablando de la Época Moderna) se considera-
ban italianos? La invasión de 1494 creó, o por lo menos
alentó, cierta clase de solidaridad contra los extranjeros, los
bárbaros, lo cual ilustra la afirmación hecha por los sociólo-
gos sobre la importancia de la identidad por reacción. En

25
suma, en los escritos de los intelectuales posteriores a 1494
hay muchos más signos de la conciencia italiana que los que
había antes de esa fecha. Sin embargo, esta conciencia pan-
italiana no debe compararse con el nacionalismo moderno
porque, generalmente, carecía de la exigencia distintivamen-
te nacionalista de que un pueblo debe organizarse en una
unidad política». Esta carencia era provocada, según Burke,
por la fragmentación ciudadana y de clases sociales. Pero en
el siglo XVI ya existían solidaridades horizontales transregio-
nales (de clase) que justifican, en cierta medida, la idea de
una identidad colectiva italiana. El lingüista Robert A. Hall26,
por ejemplo, se ha referido a la unificación lingüística de las
clases superiores a través, fundamentalmente, de la lengua
escrita. A pesar de eso, Peter Burke27 continúa negando que
la lengua pudiera ser en esta época un símbolo de identidad
colectiva: «Debemos llegar a la conclusión de que en los
siglos XVI y XVII la conciencia de ser italiano no estaba toda-
vía estrechamente vinculada con la lengua».
Según las tesis modernistas de Eric Hobsbawm a las
cuales acabamos de referirnos, al crearse el estado moderno
se eliminan las viejas formas feudales y se concibe una nueva
forma de división territorial. Las nuevas fronteras no siempre
se realizaron con base en características culturales comunes
—naciones— sino que a veces se realizaron con base en
otros conceptos diferentes del de nacionalidad, como, por
ejemplo, las fronteras naturales o de poder y, en conse-
cuencia, los nuevos estados no siempre coincidieron con las
comunidades nacionales. Unas veces, agruparon varias co-
munidades nacionales y, otras, las naciones originarias
quedaron divididas o dispersas en diversos estados–nación.

26
Los nuevos estados, que pretenden ser nación allí
donde no coinciden estado y nación, tienen que inventar
tradiciones que unifiquen y legitimen su cultura. La no coinci-
dencia de las naciones y los nuevos estados–nación explica
buena parte de las tensiones de los siglos XIX, XX y XXI.
Contra estas tesis modernistas que defienden que el
nacionalismo es un fenómeno moderno que crea naciones y
reinventa la tradición, el historiador inglés Adrian Hastings,28
nos presenta una nueva perspectiva. En su obra ha defendi-
dido el valor de la etnicidad y los particularismos culturales
en la génesis del nacionalismo y ha insistido en que las nacio-
nes no son un invento moderno, sino que, en la mayoría de
los casos, ya estaban consolidadas hacia el siglo XVI y, en
Inglaterra, desde el siglo XI.29 En su estudio sobre el origen
de la nación inglesa, subraya como factores particulares: la
unidad religiosa, centrada en el arzobispado de Canterbury,
la antigua tradición de lengua y literatura vernácula y los
límites territoriales excepcionalmente claros. Nos dice, tam-
bién, que la limitación del poder real, es decir, del Rey, y la
existencia de parlamentos contribuyeron a mantener viva la
nacionalidad inglesa, a diferencia del caso francés, donde el
absolutismo habría adormecido el nacionalismo hasta su
despertar con la Revolución Francesa.
Adrian Hastings intenta revalorizar la contribución de
la etnicidad a la formación de las naciones; poseer una etnici-
dad compartida sería una condición necesaria pero no sufici-
ente para la formación del nacionalismo. Para ello son nece-
sarios, además, otros factores como el desarrollo de una
lengua vernácula escrita y la vivencia de una guerra o de
algún otro tipo de experiencia unificadora. Para este historia-
dor, la nación es una comunidad caracterizada por lazos hori-

27
zontales que establecen sus miembros. Estos factores cierta-
mente ya habían sido reconocidos también por Eric
Hobsbawm (que él denominó protonacionalismo popular).
También han discutido las tesis de Eric Hobsbawm los
teóricos del nacionalismo que siguen la corriente etnosimbo-
lista, en especial Anthony Smith30, Montserrat Guibernau31 y
Josep R. Llobera.32 Estos autores diferencian entre el nacio-
nalismo (moderno o contemporáneo), que necesita inventar
la nación, y las naciones antiguas y no siempre «inventadas».
Defienden la existencia de identidades colectivas y territoria-
les de antes del siglo XVIII; es decir, naciones no inventadas
por el nacionalismo, que solían basarse en la identificación
con un rey o con una dinastía, con una ciudad o una región,
etcétera, y, por lo tanto, defienden la existencia en la Edad
Media de una conciencia de identidad colectiva. Estas ideas
ponen sobre la mesa aquellos viejos conceptos de Pierre
Vilar:33 las agrupaciones en potencia o el panorama de etnias
regionales subyacentes y todavía vivas. Una buena parte de
los problemas pendientes de solución en este siglo XXI son
consecuencia de estas realidades todavía vivas que existen
por debajo, y a veces en contra, de los estados–nación,
aunque algunos insistan en olvidarlas. Ello nos obliga a
buscar los factores objetivos de comunidad que podían haber
existido antes del siglo XVIII.
El historiador Xavier Torres34 ha estudiado para el
caso catalán algunos de estos factores que nos permitirían
hablar de naciones antes del nacionalismo: por ejemplo, las
libertades y los privilegios. Pero, ¿qué hacer con los territo-
rios y las lenguas? ¿Podemos considerarlos, antes del siglo
XVIII, factores objetivos de comunidad? Es decir, ¿tenían,
contrariamente a lo que afirmaron los historiadores John

28
Elliott para el catalán en 1987 y Peter Burke para el italiano
en 1996, alguna significación social? En definitiva, ¿definían
naciones? Examinémoslo.

2.3. El De Vulgari Eloquentia

A principios del siglo XIV hay un caso destacado de


reflexión sobre territorios y lenguas. Se trata del De Vulgari
Eloquentia de Dante Alighieri. Al estudiar los territorios de la
Romania afirma lo siguiente: «Pero todo lo que en Europa
queda fuera de estos límites, tuvo un tercer idioma, aunque
ahora aparezca como triforme, pues unos, para afirmar,
dicen oc, otros oil y otros si, como, por ejemplo, los hispa-
nos, los francos y los italianos».35 Explica luego que una
ilusión de estabilidad oculta la inevitable variación lingüística
a través del tiempo porque el cambio gradual de las cosas es
difícil de percibir;36 en realidad, cuanto más tiempo necesita-
mos para advertir que una cosa cambia, más tendemos a
considerarla estable. A partir de este planteamiento, Dante
explicita su propósito: superar la variación lingüística del
territorio del si a través de la elaboración de un volgare
illustre común. Los escritores tenían que ser los protagonistas
de la operación. Se trataba, pues, de hacer realidad algo que
en aquel momento era posible y necesario. La tarea no era
fácil porque la lengua, que Dante compara a una pantera, no
puede ser hallada en los bosques y en los prados de Italia, o
sea, en la realidad empíricamente observable, sino que tiene
que buscarse, con métodos racionales, en el nivel de la

29
representación. Dice Dante: «Después que hemos batido
cazando los bosques y los prados de Italia y no encontramos
al exótico animal que perseguimos [Dante habla, expresa-
mente, de una pantera] debemos investigar más científica-
mente sobre él para descubrirlo… para que, con nuestro
inteligente estudio… hagamos caer más profundamente en
nuestras redes a aquel que se olfatea por todas partes y no
aparece por ninguna».37 Al aludir a los métodos más
racionales, Dante evidencia hasta qué punto era consciente
de que la lengua es el producto de una construcción. Para
Dante, el volgare illustre tenía que surgir de una lengua
escrita construida a partir de los mismos supuestos que
habían utilizado los inventores de la gramática, del latín
escrito. En definitiva, una lengua que era percibida y, en
cierto sentido, era inalterable en el tiempo y única en el
espacio. Continúa Dante,38 refiriéndose a la gramática, «que
realmente no es otra cosa que cierta inalterable identidad de
una lengua, en distintos tiempos y lugares. Esta gramática, al
estar regulada por el consenso general de muchos pueblos,
no parece sujeta a ningún criterio individual y, en conse-
cuencia, no puede ser variable. Por ello descubrieron esta
ciencia, para que, junto a los cambios del lenguaje, fluctu-
antes según el arbitrio de cada uno, llegáramos a conocer de
algún modo, o al menos imperfectamente, las autoridades
literarias y los hechos históricos de los antiguos o de aquellos
a quienes la diferencia de lugares geográficos hace que sean
muy distintos de nosotros». Los «métodos más racionales»
también evidencian que Dante39 era muy consciente de la
significación social de la lengua escrita. Por ello, al referirse a
las cosas más nobles de los italianos, que no son exclusivas
de ninguna ciudad sino que son comunes a todas, destaca la

30
lengua común, aquella fiera que deja su huella en cualquier
ciudad, pero que, en cambio, no reside en ninguna.
¿Qué era, para el Dante de comienzos del siglo XIV, la
lengua italiana? Él mismo nos lo responde: «Encontrado así
lo que buscábamos, llamamos insigne, cardinal, áulica y
curial a la lengua común en el Lacio, la que es propia de toda
ciudad italiana y da la impresión de que no es de ninguna, y
con la que se miden, calibran y comparan todas las lenguas
comunes de los municipios de Italia».40 El volgare illustre es,
de este modo, aquel referente en torno al cual giran y
vuelven a girar, se mueven o se paran, todos los vulgares
municipales; es, por lo tanto, lo que regula el control social.
¿No es acaso una identidad colectiva lo que Dante pretende
fijar a través de la construcción de la lengua italiana común?
Estas reflexiones de Dante fueron en su momento una
excepción y, además, no tuvieron ninguna continuidad hasta
dos siglos más tarde. Pero tenemos que destacar con sor-
presa que coincidieron en el tiempo con prácticas lingüísticas
relevantes surgidas en otros territorios: por ejemplo, la
plenitud de la koiné literaria occitana o las figuras, tan impor-
tantes lingüísticamente, del Rey Alfonso X para el castellano
o de Ramon Llull para el catalán. No creo que esta coinciden-
cia sea casual. Más bien me inclino a sospechar, sin poder
asegurarlo, que el tránsito del siglo XII al XIII representó un
momento crucial en la construcción de las lenguas románicas.

31
2.4. La época de las monarquías
absolutas

Con el Renacimiento se recuperaron las preocupa-


ciones de Dante. En todos los casos se hace evidente que la
construcción de la lengua, sea cual sea, era un factor
cargado de significación social. Y, por lo tanto, era uno de los
factores objetivos de comunidad a los que se refiere Eric
Hobsbawm. Solamente me referiré a dos casos: el italiano,
que no triunfó definitivamente hasta el siglo XIX, y el fran-
cés; pero creo que las cosas sucedieron de un modo parecido
en todas partes, aunque con éxito diverso.

El caso italiano

En la Italia renacentista de 1435 tuvo lugar el famoso


debate entre los humanistas Flavio Biondo y Leonardo Bruni
sobre si la gente vulgar y los literatos de Roma habían utiliza-
do la misma lengua (an vulgus et literati eodem modo et
idiomate Romae locuti sint). Como he señalado,41 este
debate, aunque parezca una mera discusión erudita, era, de
hecho, una discusión sobre la necesidad de crear una lengua
italiana escrita; se trataba, pues, de retomar y discutir la vie-
ja propuesta de Dante. Tres cuartos de siglo después, ya en
el XVI, la cuestión estalló con fuerza en lo que se conoce
como la questione della lingua italiana, el gran debate sobre
cómo fijar la norma con la cual debía construirse y difundirse

32
un modelo lingüístico unitario en Italia. Quiero destacar que
de lo que se trataba era de la difusión o socialización del
modelo. Inicialmente se impuso un modelo arcaizante de
base toscana impulsado por escritores nacidos fuera de la
Toscana. Giovan Francesco Fortunio,42 con las Regole gra-
mmaticali della volgar lingua, y Pietro Bembo,43 con las Prose
della volgar lingua, fueron sus figuras principales. Este
modelo arcaizante se fundamentaba en cuatro tesis. Estas
son las tres primeras: 1) el vulgar debe considerarse una
lengua de dignidad equiparable a la del latín; 2) el vulgar, si
se utiliza en un nivel culto, puede servir para crear literatura;
y 3) este nivel culto puede conseguirse a través de la
imitación de los grandes autores toscanos del siglo XIV,
especialmente Bocaccio y Petrarca. La cuarta idea se refería
al acceso al volgare illustre, referente fundamental en mis
reflexiones, como ya he dicho. El historiador de la lengua
italiana Claudio Marazzini44 ha señalado que según Pietro
Bembo, que era oriundo de la región del Véneto, el hecho de
haber nacido en la Toscana no garantizaba el dominio de la
lengua literaria porque esta no se basa en la lengua hablada,
sino en la escrita, y solamente puede ser dominada y conoci-
da en profundidad con tiempo y mucho estudio. De hecho,
ser florentino era, para Bembo, un inconveniente. Por eso
reprocha a los florentinos que «cuando agarráis la pluma
muy a pesar vuestro se os pegan, a causa de la fuerza oculta
del uso popular continuado, muchas de sus maneras de
hablar...; cosa que no sucede a aquellos que han aprendido a
escribir vuestra lengua en las buenas composiciones y no en
otro lugar».45 El arcaísmo y la base escrita de la lengua litera-
ria implicaban un alejamiento de la lengua natural y, por
consiguiente, favorecían que los no florentinos pudiesen

33
apropiársela como mínimo en igualdad de condiciones res-
pecto de los naturales de Florencia. El dominio de la norma y
no el hecho de haber nacido en Florencia se convertía, así,
en el instrumento fundamental de la socialización lingüística
porque, al adquirirse conscientemente a través del estudio,
ponía la lengua literaria al alcance de todos, tanto de los
florentinos como de los no florentinos. Este es un hecho
fundamental.
Sin embargo, lo que más refuerza la idea de que la
lengua ya tenía en esta época significación social es la reac-
ción florentina de signo naturalista que se produjo durante el
gobierno de Cosimo I (duque en 1537 y gran duque en
1569), alrededor de la Academia Florentina (fundada en
1541). En relación al control del acceso al volgare illustre, el
Discorso o dialogo intorno alla nostra lingua de Niccolò
Machiavelli ya había cuestionado las ideas de Pietro Bembo a
las que hemos hecho referencia hace poco. Maquiavelli
hablando de los no florentinos, respondía a Bembo lo sigui-
ente: «Aunque con mil fatigas intentan imitar esta lengua (se
refiere al volgare illustre), si leéis sus escritos veréis en mil
lugares que la usan mal y perversamente porque es
imposible que el arte pueda más que la naturaleza».46 Pero
un poco más tarde, coincidiendo con la política expansionista
que caracterizó el gobierno de Cosimo I, el humanista Bene-
detto Varchi propuso una relectura de Pietro Bembo que
supuso un freno a las premisas del clasicismo vulgar y
permitió que el naturalismo florentino recuperase el protago-
nismo.47 Entre las ideas de Benedetto Varchi sobresale una
propuesta de clasificación de las lenguas. Entre otras distin-
ciones establece una diferencia entre lenguas.

34
Lenguas

propias extranjeras

otras diversas

iguales desiguales

La distinción entre lenguas «extranjeras otras»


(incomprensibles para un hablante que no las conozca; por
ejemplo el turco o el árabe para un toscano) y lenguas
«extranjeras diversas» (aquellas que, en cambio, pueden
entenderse parcialmente por un hablante que no las conozca)
se basa en la comprensibilidad y se relaciona con los concep-
tos de «distancia lingüística» y de diasistema de los que
tanto hablan actualmente los sociolingüistas. Las lenguas
«extranjeras diversas» pueden ser de dos tipos: «iguales»
(cuando tienen una dignidad equivalente; por ejemplo, los
cuatro dialectos de la Grecia antigua: el dórico, el jónico, el
ático y el eólico) o «desiguales» (cuando no tienen la misma
dignidad como, por ejemplo, las otras lenguas italianas, que
hoy llamamos equivocadamente dialectos, en relación al flo-
rentino). Se trata, pues, de una clasificación que ya prefigura

35
el uso interesado de la distinción entre lengua y dialecto, es
decir, que se basa en la desigualdad de las lenguas. Para
proponer la generalización de una lengua común a través de
la conversión de una determinada variedad en lengua, hace
falta convertir el resto de las variedades en meros dialectos
(de aquella).
El modelo de lengua propuesto por Benedetto Varchi
―con una base florentina y naturalista― se corresponde
plenamente con la política expansionista que intentaba desa-
rrollar Cosimo I y cambia el modelo propuesto por Pietro
Bembo. En ambos casos, sin embargo, lo que se discute inte-
resadamente es el control de la dirección del proceso de
socialización de una lengua para todos, aunque en este caso
solamente fuese, de momento, en el nivel culto. La lengua
tenía, efectivamente, significación social en estos inicios de la
Edad Moderna italiana, al margen, eso sí, de que el proyecto
no arraigara hasta el siglo XIX.
El caso italiano, el territorio del si al que se había
referido Dante, nos ofrece una situación singular. La presen-
cia de la variación lingüística era muy fuerte en la Italia de
aquella época. Tanto, que Claudio Marazzini48 ha llegado a
afirmar que en el siglo XIX, ya en plena unificación, el italiano
incluso era una lengua impopular. La lengua natural conti-
nuaba siendo el dialecto, es decir, las lenguas italianas
anteriores al italiano, y por eso el italiano solamente podía
ser percibido como un instrumento formalmente elevado, casi
como el latín. Era, en cierto sentido, una lengua muerta,
como había afirmado el gran escritor Alessandro Manzoni. De
hecho, en el año 1861, según las estimaciones más optimis-
tas, la gente capaz de utilizar el italiano no superaba el 10%
y, según las más pesimistas del lingüista Tullio de Mauro,49

36
en los años de la unificación nacional los italianófonos eran
poco más de 600.000 sobre una población que ya había
superado los 25 millones de individuos; es decir, menos de
un 2,5% del total. Indudablemente esto era debido al hecho
de que en la Edad Moderna en Italia no había habido una
administración unificada y, por consiguiente, la construcción
de la lengua se había reducido a los escritores y a una muy
pequeña parte de los sectores más elevados de la sociedad.
A comienzos del siglo XIV Dante ya era consciente de que
una lengua se basa en la escritura. Lo explicitó más tarde
Lorenzo el Magnífico: «Non si puo dire che sia veramente
lingua alcuna favela che non ha escrittore».50 Y lo mismo
pensaron más tarde todos los protagonistas de la questione
della lingua. Las letras eran, en Italia, lo único que podía
construir, y que, de hecho, construyó, la lengua italiana. Que
su imposición efectiva tuviese que esperar hasta los siglos
XIX y XX no implica que la lengua no representase ya, mucho
antes, una característica fundamental de la identidad colecti-
va: un factor objetivo de comunidad, en definitiva.

El caso francés

Cuando a finales del beau XVIè siècle francés, Enrique


IV accedió al trono de Francia, la unificación territorial estaba
casi completada y eso había permitido, entre otras cosas, que
desde hacía tiempo ya se hubiesen podido tomar decisiones
válidas para todo el territorio real.51 Una de estas decisiones,
en este caso concreto del rey Francisco I, hizo que el año

37
1539 se convirtiera en una fecha emblemática de la historia
de Francia. En los artículos 110 y 111 de las Ordonnances du
Roi François Ier sur le fait de la justice et abbréviation des
procés, que se conoce como la Ordonnance de Villers–Cotte-
rêts,52 se exigía que todos los documentos oficiales fueran
«pronunciados, registrados y tramitados a las partes en
lenguaje materno francés y no de otra manera» («prononcés,
enregistrés et delivrés aux parties en langage maternel
français et non autrement»). El profesor de la Universidad de
Montpellier Philippe Martel53 ha explicado que desde el siglo
XV la lengua del Rey, el francés, ya iba penetrando en la
administración de los territorios occitanos. Otros historiadores
de la lengua francesa también han destacado que ya desde
Luis XI, todavía en el siglo XV, la lengua francesa se había
beneficiado del soporte constante del gobierno real. Por ese
motivo, las historiadoras de la lengua francesa Jacqueline
Picoche y Christiane Marchello–Nizia54 han llegado a la
conclusión de que en muchos casos la Ordonnance no fue
más que la consagración de una situación previa, porque el
antiguo occitano ya había empezado a retroceder como
lengua literaria desde la época de la cruzada albigesa de
principios del siglo XIII y como lengua jurídica desde el siglo
XV. Pero otros no dejan de destacar que la Ordonnance
Villers–Cotterêts marcó un punto de inflexión en la sustitu-
ción del occitano por el francés. Como ha indicado Philippe
Martel55 «durante mucho tiempo la política lingüística de la
monarquía había tenido una actitud tolerante y había dejado
que fueran los propios gobiernos locales los que por su
cuenta acabasen descubriendo que para hablar con el Rey
era mejor utilizar su lengua [la del Rey, claro está]. Y en
muchos casos descubrieron rápidamente esta verdad». En

38
otras palabras: como mínimo en lo que se refiere a la lengua
escrita, nos parece que el sentimiento diglósico ya había
nacido en el siglo XVI. Solo más tarde el Rey puso las cosas
en su sitio siguiendo una evolución de amplitud europea que
promovía en todos los lugares las lenguas de estado. Este
fenómeno se relaciona con el proceso secular que llevaba al
poder real a limitar los espacios de autonomía heredados del
período feudal; y quizá también pueda relacionarse con el
aumento de la disidencia religiosa que favorecía el refuerzo
de principios unitarios. Por consiguiente, desde comienzos de
la Edad Moderna la lengua francesa ya parece acompañar,
como un factor objetivo de comunidad, la construcción del
Estado francés.
Esta lengua francesa que se imponía en todo el terri-
torio por la fuerza de las armas56, tenía que consolidarse
como una lengua estandarizada. Por eso la cuestión funda-
mental que se planteó durante los siglos XVI y XVII fue cuál
debía ser el modelo de lengua francesa. No podemos dete-
nernos mucho tiempo en esta historia centrada, básicamente,
en dos puntos: la fijación de una forma de trascripción escrita
de la oralidad (es el gran debate sobre la ortografía) y la
fijación de una manera de hablar y de escribir cultas (el bon
usage). Pero, aunque sea brevemente, nos ocuparemos de
este segundo punto siguiendo muy de cerca las ideas de la
lingüista Danielle Trudeau.57
El discurso teórico de los gramáticos y literatos de
comienzos del siglo XVI, más o menos hasta 1530, se carac-
teriza por dos rasgos fundamentales: el pluralismo, que
intenta legitimar todos los dialectos de Francia, y el rechazo a
construir una norma a partir de una justificación social y
política. Como ha puesto en evidencia Danielle Trudeau, esta

39
es la idea de Geoffroy Tory, autor de una obra fundamental,
el Champ Fleury, impresa en París en 1529.
Frente a este discurso teórico, la práctica lingüística
real iba reafirmando la lengua de la corte como la base del
bon usage.58 Francia, pues, vivía una situación contradicto-
ria: por una parte, un discurso teórico que, aunque ya había
asumido que la lengua tenía que reducirse a reglas, todavía
no había aceptado que la norma depende de cuestiones
político-sociales; y por otra parte, la práctica lingüística real
que, por la vía de los hechos consumados, iba imponiendo un
francés uniforme basado en la lengua de la corte. Estas dos
direcciones hacían imposible que se produjera una auténtica
generalización de un modelo de lengua. En un caso, porque
el pluralismo no era compatible con un único modelo de bon
usage; y en el otro, porque la norma surgía únicamente del
uso de una elite cortesana que la utilizaba para marcar clara-
mente las diferencias sociales y, por lo tanto, no podía estar
interesada en que se generalizara su dominio.
Hacía falta aceptar que las reglas de la lengua tienen
una entidad autónoma, independiente de cualquier grupo
social, especialmente de la corte, que hasta entonces se
había considerado, y era considerada, como la depositaria y,
en buena medida, la creadora de la buena lengua, del bon
usage. En definitiva, hacía falta que se pusiesen las bases de
un proyecto no excluyente basado en el valor de una norma
al alcance de todos.59 Era necesario, por lo tanto, que la
lengua, como la pantera de Dante, pudiese olerse en cualqui-
er sitio, pero que no fuera exclusiva de nadie. Esto es lo que
se produjo en la segunda mitad del siglo XVI. Pierre de la
Ramée en la Gramere, impresa en 1562, y en la Gramere de
Pierre de la Ramée, lecteur du Roy a l’Université de Paris, à la

40
Royne, mere du Roy, impresa en 1572, que es una reedición
muy modificada de la primera obra, nos define el francés
como algo que es constante y obligatorio, como algo que se
puede observar regularmente, en oposición a la variación y a
los estilos particulares. Pero, este bon usage general ¿dónde
puede hallarse? Danielle Trudeau nos ha propuesto estos
dos fragmentos de Pierre de la Ramée para responder a la
pregunta:60
1) «el pueblo es soberano y señor de su lengua; la
posee como un alodio y no debe reconocimiento alguno a
ningún señor» y
2) «la escuela de esta doctrina no reside, como
piensan estos delicados etimologistas, en los auditorios de los
profesores de hebreo, griego o latín de la Universidad de
París, sino que está en el Louvre, en los mercados, en Greve,
en la Plaza Maubert».
Es en este momento cuando se llega al punto final de
la formación de una ideología lingüística capaz de socializar
(y creo que ya podemos decir nacionalizar) el francés. A
finales del siglo XVI y a comienzos del XVII François de
Malherbe (Caen, 1555 – París, 1628), poeta, crítico y traduc-
tor francés, acabó de darle forma y, por encima de todo,
fuerza. Desde un punto de vista socio-político el discurso
lingüístico contribuyó decisivamente a cambiar la mentalidad.
A partir de este momento el valor de los hombres vendrá
determinado por la conformidad del estilo a las normas.
Estas, pues, ya no tienen su origen y fundamento, contraria-
mente a lo que sucedía hacia 1530, en un determinado grupo
social hegemónico, sino que tienen una entidad autónoma.
Cualquier persona, por lo tanto, es capaz, con esfuerzo, de
apropiárselas; así, esta concepción del bon usage facilita la

41
movilidad social. De este modo, la lengua se convirtió en un
elemento cohesionador de la nación, hecho que nos demues-
tra hasta qué punto la ideología del bon usage, de la buena
lengua, se puede relacionar en Francia con los cambios
ideológicos que acompañaron la formación del estado bajo la
monarquía absoluta;61 en definitiva, nos revela hasta qué
punto la lengua empezaba a ser, en Francia, uno de aquellos
factores objetivos de comunidad que echaba en falta
Hobsbawm para que se pueda hablar de nación antes del
siglo XVIII.

Codificación lingüística

De acuerdo con esta dimensión de la norma, entre los


siglos XV y XVI se desarrolló una gran actividad codificadora
—gramáticas y diccionarios— en la mayoría de las lenguas
románicas. La elaboración de estas herramientas, que el
investigador francés Sylvain Auroux62 ha llamado «el proceso
de gramatización», jugó un papel determinante en la unifica-
ción lingüística y, por consiguiente, también en la construcci-
ón de una representación de la lengua. Podríamos decir que
una gramática y un diccionario expresan, incluso físicamente,
la reificación más evidente de la lengua que, de esta manera,
puede percibirse como un objeto independiente de los
usuarios y de los que la han construido. En este sentido, la
magnitud de la gramatización renacentista indica que la
lengua ya se movía por entre las naciones de antes del
nacionalismo. Dicho de otro modo: las lenguas que las gra-

42
máticas y los diccionarios renacentistas construyen para
unificar lingüísticamente territorios y dar respuesta, así, a las
nuevas necesidades horizontales de comunicación deben
considerarse «factores objetivos de comunidad» y son social-
mente significativas en la medida en que posibilitan la
movilidad social y fomentan la cohesión.
Estos espacios horizontales de comunicación en el
Renacimiento todavía no podían incluir la oralidad, a excep-
ción de la predicación y de los espectáculos teatrales. Y
teniendo en cuenta el grado de alfabetización de la época,
que no era muy elevado, tampoco podían afectar a todos los
grupos sociales con la misma intensidad. Por ello, entre los
siglos XV y XVIII, las lenguas son, fundamentalmente, un
asunto de la literatura y de la administración y, por lo tanto,
un tema que afecta básicamente a las clases dirigentes. Pero
esta falta de socialización no estaba motivada por la natura-
leza de la propia lengua, sino que era una consecuencia de
una educación que todavía no llegaba a todos.

Catalán – Castellano

La situación italiana, como hemos visto anteriormen-


te, es muy peculiar y no creo que pueda servir de modelo
para explicar la historia lingüística del resto de la Europa
románica. Los territorios de la «Hispania» y de la «Gallia»
presentaban una situación bien distinta de la italiana, puesto
que ambos habían iniciado la construcción de un estado a
finales del siglo XV. Ya me he referido al papel que la lengua

43
francesa jugó en el proceso francés. Pero esta línea evoluti-
va, ¿fue también la de la Península Ibérica? La historia
general del catalán en la Edad Moderna ha sido muy bien
estudiada por el historiador de la lengua catalana August
Rafanell.63 Pero ha sido otro historiador, Joan Lluís Marfany,64
quien ha dedicado más atención a estudiar los efectos de la
inclusión del espacio catalanohablante en el estado monár-
quico español. En su estudio nos hace ver que el castellano
se convirtió a partir del siglo XVI en la lengua usada por la
monarquía, directamente o a través de sus órganos centra-
les, para dirigirse a sus súbditos catalanes y que este hecho
influyó en los hábitos lingüísticos de los catalanes e interfirió
con la lengua materna. No obstante, dicho esto, tenemos que
rechazar formalmente la idea de que la actividad político-
institucional fuese uno de los caminos principales de la
castellanización de la sociedad catalana. Al contrario: todo
indica que la persistencia del catalán en este ámbito se
convirtió en una barrera fundamental para frenar los avances
de dicha castellanización. El castellano fue, pues, la lengua
de la monarquía desde Fernando II, quien, a pesar de que
hasta 1479 usó a menudo el catalán, entre 1481 y 1510
solamente lo utilizó entre una y cuatro veces al año.65 El
emperador Carlos I usó muy pocas veces el catalán para
dirigirse a sus súbditos catalanes, con excepción del año
1533 en que lo hizo en ocho ocasiones sobre un total de
diecisiete66 y ya a partir de mediados del siglo XVI los
órganos centrales usaron siempre una misma lengua, el
castellano. Era parte de la lógica interna de la construcción
de un estado absolutista. A pesar de esto, el catalán continuó
siendo la lengua de las instituciones de la tierra y esta
fidelidad lingüística de las instituciones y de la vida política de

44
la Cataluña de la época es un hecho destacable y de una
trascendencia histórica enorme.67 Joan Lluís Marfany se pre-
gunta por qué la inclusión del espacio catalán en la monar-
quía hispánica tuvo unos efectos mucho menos negativos
para la lengua que los que tuvo la inclusión del espacio
occitano en la monarquía francesa. No fue, en primer lugar,
porque las elites catalanas, la oligarquía dirigente, no fuesen
capaces de entender e incluso usar el castellano. De hecho
sabemos que su comportamiento era claramente diglósico
desde finales del siglo XV; en eso no eran diferentes de los
occitanos. Por ejemplo, las elites catalanas a menudo usaban
el castellano en presencia de un extranjero: en realidad, son
frecuentes los casos en que dos catalanes hablan entre sí en
catalán pero cambian al castellano en presencia de un
extranjero.68 Tampoco fue, en segundo lugar, por tener una
clara voluntad de defender la lengua per se, puesto que esta
todavía no había sido investida con la condición de esencia y
símbolo de la catalanidad. Se trata, simplemente, de que en
medio de la creciente castellanización de la vida social, las
instituciones encargadas de preservar las constituciones, las
leyes y las libertades de la tierra asociaban explícitamente el
uso del catalán a dicha preservación.69 Por consiguiente, el
castellano era, a efectos oficiales, la lengua de la monarquía
fuese cual fuese la lengua del monarca y de sus ministros.
Pero, paralelamente, el catalán era la lengua de las institucio-
nes catalanas, aunque de vez en cuando sus representantes
se expresasen en castellano.70
Occitano y francés, por un lado, y catalán y castella-
no, por el otro, mantuvieron entre sí relaciones muy diferen-
tes en los inicios de la Edad Moderna. Las condiciones de
partida podían ser, en parte, parecidas, puesto que en ambos

45
casos existía una lengua oficial de la monarquía y unas elites
que ya eran capaces de usarla y que, de hecho, empezaban
a adoptarla en los usos más formales. Sin embargo, desde el
inicio existía una diferencia importante: el pasado y la imagen
del mismo eran muy diferentes en ambos territorios. Antes
de su incorporación a la monarquía francesa, los países
occitanos nunca habían compartido un territorio unificado
políticamente. En cambio, los países de habla catalana, sí. Y
este hecho es fundamental cuando de lo que se trata es de
construir una identidad colectiva que pueda compartir
factores de comunidad, es decir, que pueda imaginar, para
utilizarlo, conscientemente o no, un pasado más o menos
común. Es cierto que los reinos de Valencia y de Mallorca
habían tenido su propia historia independiente, pero compar-
tían con Cataluña y Aragón el monarca y un origen común.
Estos hechos, sin embargo, no pueden explicar que las
cuatro lenguas no tuviesen la misma significación social y, en
consecuencia, que la pervivencia del catalán y del occitano
como factor objetivo de comunidad fuese, en sus respectivos
territorios, tan diferente. Tiene que haber algo más. Y son los
historiadores quienes podrían ayudarnos a averiguarlo. Tanto
la monarquía francesa como la española eran monarquías
compuestas. No obstante, desde la entronización del empera-
dor Carlos I hasta Felipe II, la monarquía española se había
convertido en una monarquía universal. Según algún historia-
dor, este imperio debe considerarse, por definición, «un
sistema anacrónico a cuya efectividad deben oponerse no
sólo el absolutismo monárquico, sino incluso el papado».71 El
historiador Jonh H. Elliott ha llegado a afirmar que «la
lengua, como Nebrija nos recuerda, siempre fue compañera
del imperio; pero el imperio habla en muchas lenguas».72

46
Sospecho que el proyecto imperial español, tan alejado del
proyecto de estado que a comienzos del siglo XVI representa
para Francia Francisco I, explica por qué las etnias subyacen-
tes y los símbolos que las definían (también las lenguas, claro
está) han podido resistir la fuerza homogeneizadora. En todo
caso, en la misma época en la que Francisco I publicaba la
Ordonnance de Villers–Cotterêts (1539) y, de este modo,
convertía el francés en la lengua del estado, en Bolonia, en el
año 1530, durante la proclamación de Carlos I como empera-
dor, podía escucharse un discurso del poeta y humanista
Romolo Amaseo73 titulado, muy significativamente, De lingu-
ae latinae usu retinendo (Sobre el mantenimiento del uso del
latín).

2.5. Las lenguas en los estados–nación


modernos
Las lenguas después de la Revolución Francesa

La Revolución Francesa significó un cambio importan-


te en la organización de la sociedad europea del siglo XVIII
que afectó, también, la relación fragmentación—unificación
de las lenguas. Para ilustrarlo podemos referirnos a la nueva
interpretación que se dio al suceso de Babel en los escritos
inmediatamente anteriores a la Revolución: estos textos nos
muestran hasta qué punto Babel pasa a proponerse como un
milagro en lugar de como un castigo.
Como sabemos, la Biblia, en el libro del Génesis, dice
que los hombres iniciaron la construcción de la famosa torre

47
de Babel para alcanzar el cielo. Yahveh, para evitar el éxito
de la empresa (que se oponía a su propósito de que la huma-
nidad se extendiera por toda la superficie de la Tierra, se
multiplicara en ella y la sojuzgara), hizo que los constructores
comenzasen a hablar diferentes lenguas, después de lo cual
reinó la confusión y se dispersaron.

Toda la Tierra tenía una misma lengua y usaba las


mismas palabras. Los hombres, en su emigración hacia
oriente, hallaron una llanura en la región de Sennar y se
establecieron allí. Y se dijeron unos a otros: «Ea, hagamos
ladrillos y cozámoslos al fuego». Se sirvieron de los ladrillos
en lugar de piedras y de betún en lugar de argamasa. Luego
dijeron: «Ea, edifiquemos una ciudad y una torre cuya
cúspide llegue hasta el cielo. Hagámonos así famosos y no
estemos más dispersos sobre la faz de la Tierra». Mas
Yahveh descendió para ver la ciudad y la torre que los
hombres estaban levantando y dijo: «He aquí que todos
forman un solo pueblo y todos hablan una misma lengua,
siendo este el principio de sus empresas. Nada les impedirá
que lleven a cabo todo lo que se propongan. Pues bien,
descendamos y allí mismo confundamos su lenguaje de
modo que no se entiendan los unos con los otros». Así,
Yahveh los dispersó de allí sobre toda la faz de la Tierra y
cesaron en la construcción de la ciudad. Por ello se la llamó
Babel, porque allí confundió Yahveh la lengua de todos los
habitantes de la Tierra y los dispersó por toda la superficie.
(Génesis 11:1–9).

El lingüista Sylvain Auroux 74 nos cuenta que en el


siglo XVIII, Douchet, autor del artículo Langue de la Encyclo-

48
pédie, reinterpreta este castigo bíblico: «El inconveniente que
trataban de evitar con sumo cuidado era, precisamente, lo
que Dios quería y les exigía. Sabían muy bien que Dios les
pedía desde hacía un siglo o más que se dispersaran a través
de colonias por todas partes; pero ellos, en cambio, tomaban
todas las medidas necesarias para impedirlo o dejarlo en
suspenso. Dios confundió su lenguaje y pobló poco a poco
cada país con los habitantes que se habían agrupado por el
uso de una misma lengua y que, después, se habían visto
obligados a alejarse de las de otras familias a causa de los
inconvenientes de no entenderse».
Podemos observar, pues, que poco antes de la Revo-
lución Francesa el castigo bíblico de Babel fue reinterpretado
positivamente y fue convertido de castigo en milagro; de este
modo, las lenguas eran como un instrumento divino destina-
do a que los hombres fundaran las naciones. ¿O tendríamos
que decir, ya en esta época, los estados–nación? En todo
caso, las construcciones políticas que se originaban en este
momento se basaban, por primera vez, en la exigencia de
una coincidencia absoluta entre comunidad lingüística y
comunidad política y, por lo tanto, su construcción siempre
iba acompañada de políticas destinadas a la homogeneiza-
ción o, como decía el revolucionario Henri Gregoire en 1793,
a «eliminar los patois y a universalizar el uso de la lengua
francesa». Con la Revolución Francesa se habría consolidado
la idea de que la lengua tenía que universalizarse en la
nación y habría sido en este momento cuando la lengua
habría empezado a dejar de ser lengua de clase para
convertirse en lengua nacional, única e impuesta por la
fuerza a todos los ciudadanos de la nación.75 No podemos
esconder que los estados–nación surgidos después de la

49
Revolución Francesa se han basado en la homogeneidad
cultural producida a partir de la expansión de una, y solo
una, de las etnias. Por eso los estados-nación siempre han
practicado la limpieza étnica. Pero esta nacionalización de los
estados era solamente una opción. La opción que triunfó,
ciertamente. Sin embargo, ni era la única posible ni tampoco
era necesariamente la más racional y la más aceptada por
todos. Es lógico, pues, que fuera en este preciso momento
cuando, para reforzar las resistencias a la imposición del ma-
pa de los estados–nación, se elaborara un programa alterna-
tivo de percepción de las lenguas. Un mapa de lenguas alter-
nativo era, lógicamente, la opción de las naciones y de las
lenguas sin estado.
La lengua escrita jugó en este momento decisivo un
papel central en el proceso de construcción de unas «repre-
sentaciones» de la realidad lingüística con las que poder
justificar las diferentes teorías lingüísticas del mundo romá-
nico: en unos casos, intentando que una y solo una de las
lenguas escritas en cada estado se convirtiera en la lengua
nacional; en otros casos, intentando convertir las otras len-
guas escritas en el estado, o algunas de ellas, en lengua
nacional de las naciones sin estado propio. En eso se basa, al
fin y al cabo, la pugna entre los diferentes mapas de lenguas
que se proponen. Y los filólogos, con sus gramáticas y diccio-
narios o con sus historias de la lengua, han jugado un papel
fundamental que deberíamos estudiar con mayor detenimien-
to.
Que el paso de las monarquías compuestas76 a los
estados–nación modernos marque un momento determinan-
te en la historia lingüística europea no lo duda nadie. Aunque
los historiadores del francés Michel de Certeau, Dominique

50
Julia y Jacques Revel,77 entre otros, lo han estudiado en refe-
rencia únicamente al caso francés, sus conclusiones son
válidas, con diferentes intensidades y cronología, para toda la
Romania. Durante el Antiguo Régimen, dicen estos autores
en relación a Francia, es conocido el papel que jugó el estado
monárquico en la destrucción de las culturas periféricas (las
culturas alejadas o diferentes de la del monarca) por medio
de la imposición sistemática de la lengua francesa en los
actos públicos. Ya nos hemos referido a la Ordonnance de
Viller–Cotterêts. Pero en este momento (principios del siglo
XVI) todavía no se trataba de afrancesar unas masas que, de
todas maneras, en una sociedad estrictamente jerarquizada,
no tenían acceso fácil a la cultura escrita. Después de la
caída del Antiguo Régimen, con la construcción de los
estados–nación modernos, la legitimación del poder político
dejó de tener una vinculación estrictamente personal con el
Rey y adquirió un carácter territorial, colectivo y nacional que
hizo necesaria la identificación de todos los ciudadanos con el
estado–nación y, por consiguiente, exigió la construcción de
una nueva identidad colectiva, cosa que equivale a decir que
exigió compartir, aunque sea, si hace falta, a través de la
coacción, aquellas «pautas comunes, experiencias y símbo-
los» que pudiesen ayudar a generar una conciencia de
«pertenencia». Los símbolos, los valores, las normas, etcéte-
ra, sirven precisamente para marcar fronteras con los demás
y para cohesionar a todos aquellos que, diferentes de los
otros, son iguales entre sí (aunque sólo sea en la imaginaci-
ón); y para separar los que pertenecen a la misma comuni-
dad nacional de los que no pertenecen a ella. La igualdad en
que se basa la identidad colectiva se construye a partir de la
posesión objetiva o subjetiva de aquellas características que,

51
al ser exclusivas y excluyentes, se consideran cargadas de
significación social.78 En este sentido, la posesión de la
lengua oficial se convirtió en un símbolo importante de la
representación social de la nueva identidad colectiva: si eres
de la nación (=estado) X, entonces posees la lengua oficial
de X. La lógica de esta idea, que es una consecuencia inevi-
table del hecho de que una de las etnias (o naciones) se
haya apropiado del estado, conducía inevitablemente a la
limpieza étnica, es decir, a negar significación social a todas
las otras lenguas (del estado) que eventualmente podían
utilizarse para construir identidades colectivas alternativas
que podían ayudar a reclamar un estado plurilingüe o a crear
un estado–nación propio. En la construcción de la lengua,
estos dos procesos, la nacionalización del estado y las resis-
tencias que se le oponen, han seguido una trayectoria
similar. Lo que diferencia la creación de las lenguas naciona-
les oficiales de un estado de la creación de las lenguas
nacionales sin estado es únicamente el grado de éxito
conseguido; pero el proceso es esencialmente el mismo. En
ambos casos se intenta externalizar al máximo el objeto
lengua (así como el resto de los símbolos) para que sea
percibida como una realidad natural perenne y, en consecu-
encia, con una historia independiente de los propios individu-
os, porque los precede.79 Esta ocultación del proceso de
construcción e imposición de la lengua explica por qué es tan
importante encontrar (o inventar) un acta fundacional, es
decir, la necesidad de hallar un «primer documento»: las
Glosas Silenses y las Glosas Emilianenses del siglo X para el
castellano, los Serments de Strasbourg del siglo IX para el
francés; los juramentos feudales que aparecen a partir del
siglo X o las Homilies d’Organyà del siglo XII para el

52
catalán;80 los graffiti de la catacumba romana de Comodila,
de la primera mitad del siglo IX, el Indovinello veronese, de
comienzos del siglo IX, o las fórmulas Sao ke kelle terre, de
960–963, para el italiano; o el poema sobre Boeci y la
Cançon de Santa Fe d’Agèn, del siglo X, para el occitano.
Las fechas de algunos de estos documentos y, con
ello, la pretendida acta de nacimiento de la lengua, son
discutibles. La de las glosas castellanas, por ejemplo, según
el latinista y medievalista, Manuel C. Díaz y Díaz,81 tiene que
retrasarse un siglo. Incluso es discutible que estos textos
reflejen algo más que una cierta conciencia no latina; por
ejemplo, el filólogo Francisco Rico82 dice de las glosas caste-
llanas que «no es el castellano el idioma de la glosa y casi me
atrevería a decir que en algunos casos ni siquiera son lengua
de verdad». En el caso del italiano, cuando el italianista
Bruno Migliorini83 estudia el indovinello veronese llega a la
conclusión de que no se puede asegurar que quien lo escribió
se diera cuenta de que estaba escribiendo en una lengua
diferente del «latinajo» con el que acostumbraba a escribir y
concluye que en esta época las expresiones en vulgar todavía
no pueden considerarse como expresiones de una misma
lengua. Pero como de lo que se trata es de retrasar tanto
como sea posible la existencia de una lengua,84 todo vale.
Aunque sea a costa de jugar a la prestidigitación: lo ha
reconocido implícitamente el filólogo mejicano Antonio
Alatorre85 en su obra Los 1.001 años de la lengua española
cuando, en el prólogo, explica que «los primeros documentos
que muestran palabras escritas en nuestra lengua no tienen
fechas, pero los expertos dicen que se escribieron en la
segunda mitad del siglo X, es decir, entre los años 950 y
1.000. Situándonos arbitrariamente a medio camino, podría-

53
mos concluir que el acta de nacimiento de nuestra lengua se
escribió en 975. Ahora bien, un acta de nacimiento supone
una criatura viva. Puesto que esas palabras se escribieron, es
claro que vivían ya en boca de la gente. En 1975 nuestra
lengua no tenía 1.000 años de edad, sino 1.000 y pico; un
pico expresado por la unidad de la cifra 1.001…, la cual es
simbólica. Además, es difícil decir 1.001 sin pensar en Las
1.001 noches, ese producto colectivo de un pueblo que se
distinguió, entre todos los que contribuyeron a la hechura de
nuestra lengua, por su inventiva y fantasía. El ingrediente
esencial de Las 1.001 noches es la magia. Y, bien visto, ¿no
tiene algo de mágico la historia de una lengua?» Una magia,
la de las historias de las lenguas, que en algunos casos ha
conseguido que el hipotético primer texto sea concebido
«como si» realmente fuera un acta de nacimiento. Es el caso
de Francia, que ha convertido los Serments de Strasbourg en
la pieza fundamental de la historia de la lengua francesa.
Según el lingüista francés Claude Hagège,86 son el acta de
nacimiento de la lengua francesa; para la también lingüista
Renée Balibar,87 la lengua francesa es la lengua del Estado,
que es la forma constitutiva de la nación francesa después
del suceso histórico de los Juramentos de Estrasburgo; para
el historiador de la lengua francesa Bernard Cerquiglini,88
después, y solamente después, de los Juramentos de
Estrasburgo, existe el francés.

54
2.6. Recapitulación

Hasta ahora nos hemos referido a lo siguiente:


En Europa, el fin del Imperio Romano comportó la
crisis de la lengua institucional global de la época: el latín. En
este momento, los mil y un dialectos que, aunque no eran
percibidos claramente, ya coexistían localmente por debajo
del latín hegemónico, afloraron libremente y se convirtieron
en lo que el lingüista Zalco Muljačić89 ha llamado mil y una
microlenguas. Por eso, contrariamente a lo que ha afirmado
el historiador del español Juan Ramon Lodares,90 no parece
cierto que el mundo necesariamente solo pueda ir de lo más
pequeño a lo más grande. A partir de este momento, en el
antiguo mundo del latín quedó definido un nuevo espacio
lingüístico presidido por el localismo en el que las lenguas, en
el sentido moderno y estrictamente social del término,
todavía no existían:91 era el espacio de la no–lengua o de las
nuevas microlenguas, entendiendo por microlenguas los
idiomas que en este estadio todavía no podemos considerar
ni lenguas ni dialectos. Esto es así porque una lengua se
construye a partir del sometimiento dialectal planificado (es
decir, buscado conscientemente) y forzado (es decir, produ-
cido por algún tipo de aparato coactivo) y, en este momento,
que se inició en el siglo VIII, todavía no se daba ninguna de
estas dos condiciones. En este espacio de la no–lengua tam-
poco existían los dialectos porque el dialecto está sometido a
una dependencia que solamente le permite tener sentido en
relación a una lengua: solamente se puede ser «dialecto de
x», siendo «x», necesariamente, una lengua.

55
Más tarde, la modernización implicó una reorganiza-
ción de las sociedades, que pasaron a ser mayores que el
mundo local que había substituido al Imperio Romano, pero
más pequeñas que el propio imperio y, por consiguiente, se
produjo un cierto reagrupamiento del espacio lingüístico.
Creo que este último proceso es una etapa de larga duración
que se proyecta desde el siglo V hasta fines del XX. Se inició
en el siglo V con la etapa postimperial de las microlenguas
(«Microlenguas» en el diagrama de la página siguiente). En
la etapa posterior, que empezó en el siglo VIII y se ha pro-
longado hasta hoy, se dibujan claramente tres subetapas: la
primera se inició en el siglo VIII con la reforma carolingia y
con la escrituración de algunas, solo algunas, de las antiguas
microlenguas («MEscrituradas») en la que el contacto entre
el mundo germánico y el romano fue un hecho decisivo;92 la
segunda subetapa se habría iniciado entre los siglos XV y
XVI, con los inicios de las monarquías absolutas y con la apa-
rición de la imprenta, que comportó la codificación lingüística
de algunas, de nuevo solamente algunas, de las lenguas
previamente escrituradas («MECodificadas»), proceso en que
el desarrollo de la imprenta fue fundamental93 y, finalmente,
la tercera subetapa se habría iniciado en el tránsito del siglo
XVIII al XIX con los estados–nación modernos cuando, a
partir de la ecuación «un estado, una lengua», algunas,
solamente algunas, de las lenguas previamente escrituradas
y codificadas se convirtieron en lenguas estatales
(«MECEstatales»). Esta última subetapa parece finalizar,
como enseguida veremos, a principios del siglo XXI.
Tenemos que señalar que a partir del siglo XVI
algunas de las lenguas, y no únicamente las europeas, se
convirtieron en «lenguas imperiales».94 El hecho es impor-

56
tantísimo. Hoy, probablemente tan importante como la insti-
tucionalización estatal, que parecía la culminación de cual-
quier historia de una lengua. Veamos a continuación un
resumen gráfico de todo este proceso.

LENGUAS
IMPERIALES
antes del siglo V
LATÍN

siglos VIII–XX ME MEC M MECE siglo XXI


s.VIII- s. XV-XVIII s.XVIII-XX
s.

espacio de
las LENGUAS

siglos V-VIII LAS MICROLENGUAS

57
Capítulo 3.

Las lenguas en el inicio del siglo XXI

Los inicios del siglo XXI se caracterizan por una


dinámica acelerada de cambios. En referencia a las lenguas,
el hecho fundamental es que la mayoría de ellas han dejado
de vivir aisladas y, por consiguiente, debemos repensar la
pareja lengua-territorio. Nos lo dificulta el hecho de que
todavía estamos muy condicionados por el marco histórico
anterior y que, debido a ello, tendemos a considerar los
conflictos lingüísticos como un enfrentamiento exclusivo
entre la lengua de un estado culturicida y la lengua previa de
un territorio que en su momento fue incluido, casi siempre
con violencia, en este estado. Tenemos que admitir que esto
ha sido así a menudo hasta fines del siglo XX. La Europa
actual, sin embargo, ha experimentado un aumento extraor-
dinario de la complejidad lingüística. Hay dos motivos que lo
explican. El primero, que hoy haya más lenguas que ofrecen
resistencia a la lengua del estado y que, por tanto, cuestio-
nan el propio estado–nación reclamando un estado plural y,
cuando no hay otra salida, su propio estado. El segundo, la
llegada de muchas otras lenguas como consecuencia de los
flujos migratorios actuales. El librito Llengües ignorades, de
los lingüistas Jordi F. Fernández y Gorka Redondo,95 es una
exposición, aplicada a España, de la explosión del primer
fenómeno. Sus autores nos explican las reivindicaciones de
las lenguas Andalú, Aragonés, Asturianu, Barranquenho,

59
Benasqués, Eonaviego, Estremeñu, Fala de Xálima, Haketia,
Mirandés, Montañés, Murciano, Português raianu y Romanó–
caló. El libro Les llengües de Catalunya. Quantes llengües s’hi
parlen?, editado por el Grup d’Estudi de Llengües Amenaza-
des (GELA) de la Universitat de Barcelona,96 es una presenta-
ción del segundo fenómeno; se nos explica que en la actuali-
dad en Barcelona se hablan unas 300 lenguas distintas.
El espejismo de la igualdad, deseada pero socialmente
inexistente, nos ha hecho creer que todas las lenguas son
iguales y que, en consecuencia, su magnitud no tiene impor-
tancia. Lo hemos escuchado a menudo en boca de lingüistas.
Incluso algunos hacen un panegírico de la pequeñez: en lo
pequeño está lo bueno, dicen. Pero las cosas son diferentes y
en las conversaciones de la calle ser lengua pequeña o ser
lengua grande forma parte substancial de los argumentos. Y
no podemos negar que las lenguas son, si atendemos a su
magnitud, muy diferentes. Aunque ello no implica, claro está,
que no tengan todas sus derechos, entre ellos el de sobre-
vivir. He aquí, en la Tabla I, un resumen muy general de la
situación de las lenguas del mundo atendiendo a su magni-
tud. Ha sido realizado por el sociolingüista francés Louis–Jean
Calvet: 97

60
Tabla I. Situación de las lenguas según su magnitud

Numero de hablantes Nº de lenguas % de lenguas


más de 100 mill. 8 0,13%

entre 10 y 99,9 mill. 72 1,2%


entre 1 y 9,9 mill. 239 3,9%
entre 100.000 y 999.000 795 13,1%
entre 10.000 y 99.000 1.605 26,5%
entre 1.000 y 9.999 1.782 29,4%
entre 100 y 999 1.075 17,7%
entre 10 y 99 302 5%
De 1 a 9 181 3%

Una primera constatación. Desde una perspectiva


territorial, siempre existe alguna relación entre el número de
lenguas y el número de hablantes: cuando hay muchas
lenguas, toca a menos hablantes por lengua. La diversidad
lingüística está reñida, pues, con las lenguas grandes.
Hay otros factores que se relacionan con la magnitud.
Por ejemplo, hay lenguas que ocupan mucho espacio en la
Tierra. De hecho, solamente 5 grandes lenguas (inglés, fran-
cés, ruso, castellano y chino mandarín) ocupan el 74% del
planeta.98 Veamos el desglose en la Tabla II.

61
Tabla II. Superficie del planeta que ocupan las cinco
lenguas principales

Inglés 29,6 %
Francés 15,2 %
Ruso 13,1 %
Castellano 8,9 %
Chino mandarín 7,2 %
TOTAL 74,0 %

Hay lenguas que son oficiales en muchos estados:


entre 9 lenguas (inglés, francés, árabe, castellano, portu-
gués, indonesio, chino mandarín, ruso e hindi) suman 139
estados.99 Encontramos el desglose en la siguiente Tabla III.

Tabla III. Lenguas oficiales en más de un estado

inglés 45 Estados
francés 30 Estados
árabe 25 Estados
castellano 20 Estados
portugués 7 Estados
indonesio 4 Estados
chino mandarín 3 Estados
ruso 3 Estados
hindi 2 Estados

62
Hay lenguas habladas por un porcentaje muy alto de
la población del mundo: entre 11 lenguas (chino mandarín,
inglés, hindi, castellano, ruso, árabe, bengalí, indonesio, fran-
cés, alemán y japonés) suman el 60,72% de los hablantes de
la Tierra.100 La Tabla IV nos muestra el desglose:

Tabla IV. Lenguas mayores y porcentaje de población


mundial que las habla

chino mandarín 16,66%


inglés 8,33%
hindi 8,28%
castellano 6,53%
ruso 4,61%
árabe 4,10%
bengalí 3,18%
indonesio 2,65%
francés 2,15%
alemán 2,13%
japonés 2,10%

La conjunción de estos factores favorece a unas


pocas lenguas que, como veremos a continuación, Louis–
Jean Calvet ha clasificado por orden de magnitud en:
«hiperlenguas» y «lenguas imperiales», por un lado, y
«lenguas estatales» y «lenguas periféricas», por otro.

63
3.1. Análisis de la nueva complejidad
lingüística

¿Cómo analizar esta nueva complejidad lingüística del


siglo XXI? ¿Cuáles son sus consecuencias? ¿Cómo tenemos
que tratarla? ¿Se produce con la misma intensidad en todos
los lugares? Pensar en estos temas nos cuesta mucho porque
rompen los esquemas previos y, además, porque nos colocan
delante de un mañana incierto. Pero tenemos que hacerlo si
queremos intervenir en la construcción de nuestro futuro.
Louis–Jean Calvet101 ha propuesto un buen instrumen-
to para empezar a abordar la cuestión: el modelo gravitacio-
nal. Parte de la idea de que la diversidad lingüística postba-
bélica no es un desorden incontrolado sino que presenta
regularidades que pueden interpretarse. Las que más nos
interesan ahora son las que condicionan su sostenibilidad. La
más potente y general es la que se basa en las relaciones de
fuerza entre las lenguas: «Partiendo del principio de que las
lenguas se relacionan a través de individuos bilingües y de
que los sistemas de bilingüismo están jerarquizados, condi-
cionados por relaciones de fuerza [...], llegamos a una
representación de las relaciones que mantienen entre sí las
lenguas del mundo en términos de gravitaciones alrededor de
unas lenguas pivote escalonadas a distintos niveles [...]». Lo
explicaremos con más detalle.
Antes ya me he referido al hecho de que desde los
inicios del siglo XIX hasta fines del siglo XX la construcción
del estado–nación explica porque las relaciones de fuerza
entre lenguas siempre se han limitado a una relación bilateral

64
entre la lengua del Estado y cada una de las lenguas que el
nacionalismo estatal necesita e intenta silenciar. Esto ha sido
así porque los Estados multilingües siempre se han caracteri-
zado por la territorialidad de las lenguas históricas no
oficiales en el Estado (cada territorio ha tenido su lengua
histórica que, por lo tanto, se caracteriza por una cierta
concentración de sus hablantes) y por la tendencia de estos
estados–nación a generalizar la lengua oficial. De este modo
el conflicto solía producirse solamente entre dos lenguas
porque era una consecuencia del intento del estado–nación
de introducir la lengua estatal en cada uno de los territorios
en los que previamente ya se había consolidado otra lengua.
Pero hoy, en cada territorio hay un montón de lenguas y, al
mismo tiempo, cada territorio se relaciona con otro territorio
mayor en el que se incluye que, a su vez, también se relacio-
na con otro territorio mayor en el que se incluye que, a su
vez, también se relaciona... y así hasta cubrir, de momento,
el planeta entero. El modelo gravitacional tiene en cuenta de
este modo todas las lenguas. El Gráfico 1 refleja la idea
básica de Louis–Jean Calvet:

65
En este modelo se explicitan las relaciones de fuerza
que mantienen entre sí las lenguas con una hiperlengua, el
inglés, en torno a la cual gravitan diez o doce lenguas super-
centrales o imperiales, entre ellas el español. En torno a
estas lenguas orbitan las lenguas centrales que a su vez
tienen a su alrededor las llamadas lenguas periféricas.
Un hablante de lengua central, cuando quiera adquirir
una segunda lengua lo hará en el sentido centrípeto y esco-

66
gerá la lengua supercentral o imperial sobre la que orbita, o
la hiperlengua. Por su parte, un hablante de lengua super-
central, como el español o el francés, escogerá otra lengua
supercentral o mayoritariamente la lengua hipercentral
(inglés); por último, los que hablan inglés tenderán a no
aprender ninguna otra lengua.
Así, la adquisición de segundas lenguas se produce
mayoritariamente en sentido centrípeto hacia lenguas de
mayor magnitud. En la tabla V se especifican las lenguas que
más atracción ejercen:102

67
Tabla V. Las lenguas más aprendidas como segunda lengua

Lengua primera vehicular segunda


1 chino mandarín 900 915 15
2 inglés 343 722 379
3 hindi 400 661 262
4 castellano 344 365 21
5 árabe 234 240 5
6 indonesio 39 190 151
7 portugués 172 181 9
8 ruso 159 165 6
9 francés 70 129 58
10 swahili 3 83 80
11 hausa 30 76 46
12 persa 37 60 23
13 yuè (cantón) 56 56 0’5
14 tagalo 22 41 19
15 birmano 34 39 5
16 lingala –– 35 ?
17 ahmárico 18 34 16
18 ful 24 28 4
19 kikongo 11 18 6’5
20 mandingo 9 17 8
21 serbocroata 8 10 2
22 nyanja 7 9 2

68
Calvet103 también ha puesto de manifiesto la relación
que existe entre la situación de las lenguas en el sistema
(centro o periferia) con el fenómeno de las traducciones
estableciendo dos principios fundamentales.
Primero, la mayor parte de las traducciones del
mundo se producen a partir de originales escritos en alguna
de las lenguas del centro del sistema: 40% del inglés, que es
la lengua de la que más originales se traducen; entre el 10%
y el 12% del francés, alemán y ruso; y entre el 1% y el 3%
del italiano, castellano, danés, sueco, polaco y checo.
Segundo, las traducciones a partir de obras escritas
en las lenguas periféricas a lenguas del centro del sistema
son escasísimas: menos del 5% de las obras publicadas en
Estados Unidos y Gran Bretaña son traducciones; solamente
entre el 10% y el 12% en Alemania y Francia; del 12% al
20% en España e Italia y menos del 25% en Suecia. De este
modo, las «lenguas de las cuales se traducen obras» son casi
en su totalidad lenguas del centro del sistema. Y las «lenguas
a las cuales se traducen obras» son casi exclusivamente
lenguas de la periferia del sistema. El esquema siguiente
muestra estos dos principios.

PERIFERIA

 traducciones +

CENTRO

69
Calvet no presenta su modelo de las lenguas como
algo inamovible. Al modelo que hemos visto basado en la
funcionalidad de las lenguas y con fuerzas centrípetas que
favorecen a las lenguas de mayor envergadura hay que
contraponer otros factores, como la identidad, que se oponen
a la atracción del núcleo del sistema y limitan el poder de la
hiperlengua y de las lenguas imperiales. En ellos reside la
esperanza de supervivencia de las lenguas centrales y
periféricas. El catalán, el gallego o el vasco serían ejemplos
de la resistencia de lenguas históricas a desaparecer por la
presión de una lengua imperial, el castellano. La aparición de
variantes del francés, o del árabe, en los territorios en los
que se expandieron, serían ejemplos de nuevas variedades
lingüísticas que pueden oponerse al monolingüismo global.
Las lenguas no son, pues, objetos de arte; pertenecen
a los que las hablan y cambian cada día, adaptándose a las
necesidades del hombre. Un idioma no solo desaparece
porque otro idioma lo domina, sino también, quizás sobre
todo, porque los ciudadanos deciden abandonarlo, no
transmitiéndolo a sus hijos. Pero, de igual manera, las
lenguas se resisten a desaparecer porque sus hablantes así lo
han decidido. Y no parece justo, ni tampoco lógico, que sean
obligados, aunque sea de una manera encubierta, a compor-
tarse de otro modo.
Esta situación nos obliga a plantearnos cómo pueden
convivir las lenguas ahora que ya no viven aisladas. Nos
obliga, pues, a plantearnos las funciones de las lenguas. El
modelo origina dos preguntas fundamentales.
1) ¿Se produce un reparto funcional de las lenguas
(una especie de multiglosia)?

70
2) Si es así, la posición jerárquica de cada lengua en
el sistema, ¿determina las funciones que se le asignan?
Todo parece indicar que sí. He aquí algunos ejemplos
tomados de nuestra vida cotidiana. En nuestro mundo
universitario, el inglés se ha convertido en la lengua básica,
casi única, de la investigación. Unas pocas lenguas del siste-
ma, las que he llamado lenguas imperiales, parecen tener la
exclusiva de las relaciones internacionales. O, por poner un
ejemplo de otro tipo, algunas religiones tienen una corres-
pondencia evidente con el uso de alguna lengua determina-
da: el árabe, el latín hasta hace pocos años, el sánscrito, el
copto, el geez... Observemos que a menudo se produce un
encaje mecánico entre lenguas y funciones de acuerdo, entre
otras cosas, con la magnitud de ambas. Y estas correspon-
dencias, que la jerarquía condiciona, son más complejas en
los territorios multilingües, donde las áreas de comunicación
ponen en juego grupos diferentes y lenguas diferentes.
Podemos concluir, pues, que el monolingüismo
aumenta a medida que nos acercamos al centro de gravedad
del sistema diseñado por Calvet, donde hay unas pocas
lenguas muy grandes, entre las que el inglés ocupa la
posición central. Paralelamente, el multilingüismo se convier-
te en una característica de la periferia del sistema, que es el
lugar donde están situadas la mayoría de las lenguas del
mundo, que también son las más pequeñas. Solo escapan a
esta tendencia, los hablantes monolingües de lenguas
pequeñas que todavía viven totalmente aislados. En este
caso, el monolingüismo no es una consecuencia de la fuerza
de estas lenguas sino de su posición marginal. Y ahí el
monolingüismo terminará cuando también termine la margi-
nación de dichas lenguas. El politólogo Josep M. Colomer104

71
ha centrado muy bien la situación. Una lengua define un área
de comunicación. La mayoría de la gente vive en diversas
redes de comunicación de magnitud diversa que pueden ser
organizadas a través de distintas lenguas. Se puede hablar
de lenguas grandes y de lenguas pequeñas teniendo en
cuenta el número de personas al que se las vincula. Actual-
mente muchos individuos comparten un sistema lingüístico
dual formado por alguna lengua pequeña local y por una o
más lenguas francas. Por ello solamente una minoría de los
hablantes del mundo puede ser unilingüe. Veamos todo esto
en el Gráfico 2.

Gráfico 2. Magnitud de las lenguas

monolingüismo
+

hiperlengua
lenguas imperiales magnitud
lenguas centrales
lenguas periféricas


multilingüismo

72
La situación final es esta:

1) Un pequeño porcentaje de los hablantes del mundo


vive en territorios donde hay muchas lenguas y, por ello, se
ve obligado a practicar el multilingüismo: el 5% de la poblaci-
ón del mundo, que no es mucha, debe repartirse el 96% de
las lenguas del mundo, que son muchas. Lógicamente estas
lenguas tienen pocos hablantes.

2) Todos estos hablantes, además, se han visto


obligados, por ley o por la fuerza de las cosas, a adquirir
alguna de las lenguas grandes, que en los estados multilin-
gües siempre coincide, si solamente se adquiere una segunda
lengua, con la del estado.

3) todo el mundo supone que en la mayoría de las


situaciones utilizando alguna de estas grandes lenguas será
comprendido por sus interlocutores. En cambio, las lenguas
pequeñas, las históricas del territorio y las que acaban de
llegar con la inmigración, ya no forman parte de las cosas
que se dan por supuestas, es decir, han dejado de formar
parte de las pautas de comportamiento que regulan las
relaciones en el anonimato. Las consecuencias lingüísticas de
esta situación son fáciles de imaginar: las lenguas pequeñas
han dejado de ser seguras.

73
3.2. Factores de la diversidad
lingüística

Hasta hace muy poco tiempo, la lingüística ha vivido


obsesionada para que se le reconociera el carácter de ciencia
y, para conseguirlo, solamente se ha preocupado de las
características estructurales de las lenguas. Esta es la razón
que explica por qué para la lingüística todas las lenguas son
iguales. Incluidas las lenguas muertas. Y es cierto que, desde
un punto de vista estructural, todas las lenguas son iguales.
Pero cuando las consideramos como una construcción social
hay muchos factores que las hacen desiguales. Y de estas
desigualdades surgen las relaciones de fuerza que las sitúan
en una posición u otra, mejor o peor, dentro del sistema. Y
es también de estas desigualdades de donde surge la
tendencia, hoy más fuerte que nunca, a la reducción de la
diversidad. Y por tanto, aquello que sitúa muchas lenguas en
situación de riesgo. Veamos a continuación los principales
factores que actúan modificando la diversidad lingüística: el
crecimiento demográfico, el crecimiento de la vida urbana y
la inmigración. A la postre, el contacto entre lenguas.

Crecimiento demográfico

Una simple comparación imaginada entre el número


de las lenguas que debían hablarse en los inicios del Homo
sapiens y el número actual señala un crecimiento. En los
primeros momentos del Homo sapiens la población debía ser
muy pequeña y por lo tanto el número de lenguas debía ser

74
una o, como mucho, unas pocas. No vamos a detenernos
ahora en la difícil cuestión del hipotético origen común de las
lenguas. El psicólogo Robin Dunbar105 ya señaló que tenemos
que buscar el origen del lenguaje en la necesidad que tenían
los primates superiores de establecer alianzas sociales para
superar los problemas del entorno, incluyendo los grandes
problemas que podían originar individuos de la misma
especie. Robin Dunbar se basa en la idea de que la función
esencial del lenguaje es la de establecer un contacto social,
lo que los lingüistas llaman la función fática, y que, en
consecuencia, puede considerarse como un equivalente del
acicalamiento mutuo que practican los primates superiores
para crear los grupos y asegurar sus límites. Los inicios de la
diversidad lingüística parecen relacionarse con la creación y
el mantenimiento de los grupos de los primeros homínidos.
La diversidad lingüística, pues, viene de lejos. Pero es inne-
gable que entonces había menos lenguas que hoy. Porque
hoy todos los especialistas están de acuerdo en que se
hablan unos miles de lenguas (unas seis mil, dicen muchos
estudiosos). Tampoco nos detendremos en la cuestión polé-
mica del número exacto de las lenguas que hoy se hablan en
el mundo. Todo apunta a que existe alguna relación entre
crecimiento demográfico y crecimiento de las lenguas: como
mínimo tenemos que aceptar que el primero es una condición
necesaria para el segundo. Pero los dos crecimientos no han
sido paralelos porque el crecimiento demográfico no es una
condición suficiente para el crecimiento del número de las
lenguas que está condicionado por otras variables. Hoy, por
ejemplo, el mundo tiene una población siete veces mayor
que la de principios del siglo XIX y, en cambio, el crecimiento
de las lenguas no ha sido el mismo. Al contrario: parece que

75
entre los siglos XVI y XX el crecimiento del número de
lenguas se ha detenido y algunos investigadores incluso
creen, como ya hemos dicho antes, que hoy estamos ante
una muerte masiva de lenguas. Examinémoslo.
Lo que hemos dicho acerca de la Europa moderna y
de su influencia en el mundo explica que el crecimiento del
número de lenguas se haya detenido. Los factores clave han
sido la creación de los estados y su deriva hacia los estados–
nación, juntamente con la modernización que las ha acompa-
ñado (concentración de la población, aumento de las vías de
comunicación, homogeneización de las formas de vida, etc.).
Ya antes, con la escriturización (siglos VIII–XIV) y con la
codificación que la imprenta implicaba (del siglo XVI hasta el
XVIII), se había producido una cierta reducción de la diversi-
dad. Por eso la distribución de las lenguas del mundo convi-
erte a Europa en el continente que tiene menos lenguas.
Veámoslo en el resumen106 de la Tabla VI:

Tabla VI. Distribución de las lenguas por continente

Continente lenguas porcentaje


América 1.000 15%
África 2.011 30%
Europa 225 3%
Asia 2.165 32%
Pacífico 1.302 19%

76
Crecimiento de la vida urbana y la inmigración

En los últimos cincuenta años los cambios poblaciona-


les se han caracterizado por el crecimiento espectacular de la
vida urbana y por las migraciones selectivas hacia unos pocos
países. Hacia el año 1950 la población rural del mundo
doblaba la población urbana, poco después del 2000 se han
igualado y en el año 2030 se calcula que la población urbana
doblará la rural. Y esta evolución es más acusada aún en los
países en vías de desarrollo puesto que en 1950 en estos
países la población rural triplicaba la urbana, hacia 2015 se
igualarán los dos tipos de población y se calcula que en el
año 2030 la población urbana habrá sobrepasado claramente
a la población rural. Por eso no tenemos que pensar, como
sucede a menudo, que las ciudades y sobre todo las grandes
ciudades son un fenómeno de los países desarrollados. En la
Tabla VII se refleja el crecimiento del fenómeno migratorio
en los últimos 40 años.

Tabla VII. Crecimiento migratorio de los últimos 40 años

año población desplazada (millones)

1965 77
1990 111
1997 140
2000 175

77
De este modo llegan, tanto a las «megaciudades»
como también a las ciudades grandes y medianas de los
países receptores de inmigrantes, muchas lenguas, a veces
con una demografía muy pequeña y a menudo sin tradición
escrita, que se superponen a la o a las lenguas históricas y a
la del estado, si es diferente. La complejidad lingüística
resultante se ha convertido en un factor de reducción esen-
cial debido a que cuanto más alta es la densidad de lenguas,
más amenazadas viven.107 Y esta amenaza está causada,
entre otras cosas, por la relación existente entre la alta den-
sidad lingüística y la baja magnitud de las lenguas:108 cuando
hay muchas lenguas, todas, o casi todas, son muy pequeñas.
Esta tendencia es más acusada en los países en vías de
desarrollo.
De hecho, parafraseando a Calvet, la ciudad funciona
como una aspiradora que traga plurilingüismo y escupe
monolingüismo.109 La generalización de la vida urbana será
un factor clave para entender el futuro de las lenguas. Y
también el comportamiento lingüístico de la inmigración
porque, cuando en un territorio coexisten la lengua del
estado y la lengua histórica, los inmigrantes, como ha señala-
do el teórico político Will Kymlicka,110 tienden a integrarse en
la cultura dominante que, por lo general, ofrece una mayor
movilidad y mejores oportunidades económicas. Y algunas
veces este comportamiento es aprovechado conscientemente
por el estado para imponer «su» lengua.
Cataluña, y de un modo especial Barcelona, no han
podido escapar a estas tendencias. La Tabla VIII muestra
esta nueva complejidad; la tabla indica la procedencia de los
colectivos de inmigrantes en Cataluña, donde hoy represen-
tan más o menos el 10% de la población.

78
Tabla VIII. Distribución de la inmigración
según sus áreas de procedencia

Rumania 39.091 5,7


Otras nacionalidades europeas 51.382 7,5
Total Europa 90.473 13,2

Marruecos 170.129 24,7


Otras nacionalidades africanas 52.895 7,7
Total África 223.024 32,4

Total América Central 37.302 5,4

Argentina 35.615 5,2


Colombia 41.770 6,1
Ecuador 88.468 12,8
Otras nacionalidades suramericanas 99.778 14,5
Total Suramérica 265.631 38,6

China 27.947 4,1


Otras nacionalidades asiáticas 44.702 6,5
Total Asia 72.649 10,6

TOTAL EXTRANJEROS 689.079 100

Fuente : IDESCAT. Padrón municipal a 1 de enero de 2005.

79
El Gráfico 5 muestra la evolución demográfica de Bar-
celona, donde en los últimos años el crecimiento vegetativo
negativo ha sido compensado por el gran crecimiento deriva-
do de la inmigración.111

Gráfico 5. Evolución demográfica de la ciudad de Barcelona


entre 1901 y 2003: componente natural y migratoria

80
Finalmente, la Tabla IX explica la evolución de la po-
blación extranjera en Barcelona, Cataluña y España entre
1991 y 2004.112

Tabla IX. Evolución de la población extranjera


en Barcelona, Cataluña y España (1991–2004)

BARCELONA CATALUÑA ESPAÑA

Población % total Población % total Población % total


extranjera población extranjera población extranjera población

1991 23.720 1,4 66.334 1,1 353.367 0,9

1996 29.059 1,9 98.035 1,6 542.314 1,4

2001 95.356 6,3 310.307 4,9 1.572.017 3,8

2004 189.373 11,9 624.846 9,4 3.034.326 7,0

Fuente: Censo de 1991 y 2001. Padrón de 1996 y Padrón continuo de


2004, con datos del INE.

81
3.3. Mapas políticos y mapas
etnolingüísticos

Antes nos hemos referido a la importancia que la deli-


mitación de los territorios ha tenido en la creación de los
estados y, de un modo muy especial, en la creación de los
estados–nación. La cartografía y la estatalización siempre han
hecho buenas migas. Por eso los mapas no han sido ni son
irrelevantes. Algunas lenguas lo expresan muy bien: salir o
no salir en el mapa es sinónimo de ser o de no ser. Las
fronteras, pues, son fundamentales. Pero estos mapas políti-
cos construidos por los estados y las fronteras que los delimi-
tan son artificiales y, además, no son inocentes: intentan que
el territorio acabe siendo realmente un reflejo del mapa, que
es el objetivo de las fuerzas estatales hegemónicas. Por eso,
la construcción de los estados–nación intenta imponer los
mapas políticos sobre unos mapas etnolingüísticos que
reflejan la realidad previa al estado. El objetivo siempre es el
mismo: borrar del mapa aquello que no encaja con el
estado–nación; y para hacerlo el estado–nación siempre ha
utilizado prácticas violentas. Aunque algunos quisieran que
no lo recordáramos. Ya lo advirtió el historiador Ernest
Renan113 en ¿Qué es una nación?, aquella famosa conferen-
cia que pronunció en la Sorbona en 1882: «El olvido, diría
incluso el error histórico, son un factor esencial en la creación
de una nación, de ahí que el progreso de los estudios históri-
cos resulte a menudo un peligro para la nacionalidad. La
investigación histórica, en efecto, descubre los hechos violen-
tos acaecidos en el origen de todas las formaciones políticas,
incluso aquellas cuyas consecuencias han sido de lo más

82
benéficas. La unidad siempre se hace brutalmente; la reunión
de la Francia del Norte y de la Francia del Sur ha sido fruto
de un exterminio y de un terror continuado durante cerca de
un siglo...» La memoria histórica, con leyes ad hoc o sin
ellas, siempre molesta a las fuerzas hegemónicas del estado–
nación porque pone al descubierto sus prácticas violentas. Y
como ha puesto de manifiesto Will Kymlicka114 esa violencia
con la que todo el mundo sabe que se han trazado las fronte-
ras estatales es precisamente aquello que ahora hace que
sea tan difícil discutirlas. Y si uno se atreve a hacerlo, queda
fuera de la ley. Pero las fronteras se han introducido injusta-
mente y por tanto continúan siendo el origen de muchos
conflictos. ¿Acaso no es este hecho lo que explica por qué
solamente los territorios de lenguas periféricas (léase no
estatales) están atravesados por fronteras políticas que,
tanto si se trata de analizar el pasado como si se trata de
proyectar el futuro, impiden una historia común del territorio
y de su lengua? Un estudio de las contradicciones entre los
dos mapas sería muy ilustrativo115 y siempre nos mostraría el
mismo problema: el que origina la construcción del estado–
nación que siempre se ha basado en la inclusión forzada de
viejas naciones. De esta inclusión siempre resulta un dese-
quilibrio lingüístico interno: la coexistencia en un mismo terri-
torio de individuos bilingües y de individuos monolingües. Y,
por la lógica del sistema, todos los individuos monolingües
son hablantes de la lengua del estado que, así, se convierte
en la única lengua segura, porque es conocida por todos,
para hablar con desconocidos. Hoy, como ya hemos dicho,
esta situación se ha agravado a causa de la presencia de
otros grupos que tienen asimismo su propia lengua identita-
ria, que a menudo no es ni la del estado ni la histórica del

83
territorio. En Cataluña esta es una situación frecuente,
aunque es cierto que grupos importantes de inmigrantes
tienen como lengua propia el castellano y, claro está, esta
coincidencia se utiliza en el proceso de homogeneización
cultural del estado. Por eso la elección de una de las lenguas
del país receptor, la del estado, conocida por todos, o la del
territorio, conocida solo por algunos que, además, no se
pueden identificar mecánicamente, lleva irremediablemente
al uso de la lengua del estado, que es la única que forma
parte del conjunto de cosas que damos por supuestas.
Existen más razones que llevan al predominio de la lengua
del estado. Y en ningún caso son atribuibles a la inmigración.
Pero sí a la utilización que de ella puede hacer el estado en
su política nacionalizadora (y, por lo tanto, nacionalista). Por
eso Kymlicka reclama que sea posible que las minorías
nacionales, con la condición de practicar una política liberal,
puedan ejercer el control del proceso migratorio. Y es que no
podemos olvidar, como nos recuerda Kymlicka, que es
bastante frecuente que los estados animen deliberadamente
a los inmigrantes (o incluso a los emigrantes procedentes de
otra parte del propio estado) a asentarse en tierras tradicio-
nalmente ocupadas por minorías nacionales como una forma
de inundarlas demográficamente y de restarles poder, redu-
ciéndolas a una minoría incluso en el interior de su propio
territorio histórico.116 Las contradicciones de las fronteras
tienen también un reflejo en la nominación, que es un
elemento fundamental en el mantenimiento de una lengua.
Salir en el mapa es sinónimo de ser y ser implica tener un
nombre. Lo simboliza muy bien la narración bíblica sobre la
creación del mundo: «Y dijo Dios: “Sea la luz”; y fue la luz. Y
vio Dios que la luz era buena; y separó la luz de las tinieblas.

84
Llamó a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche; y fue la
tarde y la mañana del primer día». Lo mismo parece decirnos
la narración del Popol Vuh117, que recoge la tradición maya
sobre el origen del mundo: «Luego la Tierra fue creada por
ellos. Así fue en verdad como se hizo la creación de la Tierra:
“Tierra!”, dijeron, y al instante fue hecha». Decir Tierra es
darle existencia a la Tierra. Pero la fragmentación del territo-
rio histórico de las antiguas naciones producida por el mapa
político convierte la nominación de las lenguas periféricas en
un conflicto recurrente. Pregúntenselo ustedes mismos:
¿cuáles son los nombres de sus lenguas? ¿Todos las
llamamos igual? En el caso del estado español, es la diferen-
cia que hay entre pasar de castellano a español y pasar de
catalán a catalán, valenciano y balear.
La desvertebración del territorio y las incertidumbres
de la nominación son características de las lenguas periféri-
cas y dificultan su individuación, que también puede verse
perjudicada por la proximidad entre las lenguas en concu-
rrencia y por la falta de gramatización. La estandarización es,
en este sentido, fundamental. Pero también ahí, otra vez,
surgen problemas porque entre las lenguas periféricas y la
lengua del estado suele producirse un proceso de «aclimata-
ción», es decir, se produce un acercamiento estructural entre
ambas lenguas, sea en la dirección que sea, que siempre
acaba ocultando la lengua menor y, por tanto, es el paso
previo a su expulsión del mapa. Eso es lo que ha sucedido
entre las lenguas del territorio que hoy es Francia, una de las
cuales es el francés hoy hegemónico: las otras lenguas, entre
ellas el picard, al acabar siendo tan parecidas al francés, han
podido pasar, sin serlo, por meras variantes dialectales de
aquel. Y, claro está, han dejado de tener nombre y han sido

85
borradas del mapa. Sin nombre, de hecho, han dejado de
existir como lenguas.

3.4. Globalización y multiglosia

Hace muy poco tiempo nos mirábamos el fenómeno


de la diglosia con desconfianza. Eran tiempos en los que las
tensiones lingüísticas solamente se producían entre dos
lenguas: la hegemónica del estado y la histórica del territorio
(que el estado quisiera eliminar). En esta situación conflicti-
va, la diglosia parecía una capitulación de la lengua más débil
ante las embestidas de la lengua fuerte a la que se veía
obligada a ceder las funciones altas. La diglosia, así, era per-
cibida como un paso más en el retroceso incesante de las
lenguas débiles. Probablemente, la idea de que el bilingüismo
lleva inevitablemente a la sustitución lingüística fuera fruto de
una simplificación derivada de esta situación. Pero como ha
advertido el sociolingüista Albert Bastardas,118 la bilingüiza-
ción es una condición necesaria para el cambio de lengua
pero no una condición suficiente.
En la situación actual, cuando los antiguos territorios
—los de las naciones y los de los estados— ya no definen
espacios cerrados por efecto de la globalización, algún grado
de multiglosia parece inevitable. Como mínimo, momentá-
neamente. En primer lugar, porque han nacido muchas
funciones que se definen al margen y más allá de estos
territorios. Y en segundo lugar, porque difícilmente será
posible que la población recién inmigrada renuncie de un

86
modo inmediato a continuar usando sus lenguas en algunas
funciones, por ejemplo en el ámbito familiar. Estoy convenci-
do, como ha puesto de manifiesto Will Kymlicka, de que lo
que reclaman los grupos étnicos inmigrantes no es, precisa-
mente, el reconocimiento de su lengua como marcador
nacional. Aunque también me parece evidente que la
precariedad de su situación exige que sus lenguas continúen
siendo lenguas de uso normal en algunas de las áreas de
comunicación más locales: la familia, los amigos, la religión,
etc. No podemos desdeñar la protección que la lengua y el
grupo étnico pueden ofrecerles y es bueno que se la ofrez-
can, como mínimo en los momentos más difíciles posteriores
a su llegada.
Por lo tanto, más que mirarnos la multiglosia como
algo a evitar, tenemos que plantearnos cómo gestionarla
para asegurar que las lenguas históricas continúen ejerciendo
un papel fundamental en la construcción de una sociedad
cohesionada y, así, evitar que desaparezcan. Las tensiones
son de muchos tipos y probablemente las lenguas históricas
están jugando el papel más difícil. En primer lugar porque las
áreas globales de comunicación y las funciones que se les
asocian serán ocupadas, siguiendo la lógica del mercado, por
las grandes lenguas –la hiperlengua, las lenguas imperiales y
como mucho algunas de las lenguas de estado. En este nivel
cualquier intervención, incluso la de los propios estados,
parece casi imposible. Y, en segundo lugar, porque, en el
otro extremo, hay unas áreas estrictamente locales que
parecen reservadas, también mecánicamente, a todas y cada
una de las lenguas, las históricas y también las nuevas. En
estas áreas también es difícil intervenir porque su regulación
se produce al margen de cualquier planificación pública. En

87
ambos casos la correspondencia entre lenguas y áreas de
comunicación con sus funciones se produce mecánicamente
de acuerdo con las características de ambas.
Las consecuencias del mecanicismo de estas corres-
pondencias entre lenguas y funciones son enormes porque
hacen difícil cualquier planificación. Resulta especialmente
importante constatar que durante cierto tiempo todas las
lenguas, por muchas que sean, tienen asignada alguna
función. La situación, pues, aparenta ser razonablemente
satisfactoria y estable. Como mínimo, produce la impresión
de que ninguna de las lenguas pueda desaparecer rápida-
mente. En realidad, sin embargo, es extremadamente
dinámica y el indicador fundamental para conocer hacia
dónde evolucionará se encuentra en la ocupación de los
espacios de comunicación no asignados mecánicamente. El
punto de partida siempre es el mismo: el desplazamiento de
poblaciones ha originado una situación multilingüe en la que
entran en competencia lenguas de magnitudes muy distintas
que ocupan jerarquías diferentes en el sistema gravitacional.
Las lenguas pequeñas que se encuentran en una situación de
este tipo son las más amenazadas. Unas veces, esta amena-
za proviene del hecho de que estas lenguas pequeñas entran
en contacto con lenguas grandes, sea la del estado o alguna
otra, en las grandes concentraciones urbanas; otras veces,
proviene del hecho de que las grandes lenguas, sea la del
estado o alguna otra, se expanden a territorios tradicional-
mente reservados a las lenguas pequeñas. Si pensamos en
Cataluña, tenemos una situación mixta: por una parte, diver-
sas lenguas pequeñas (pequeñas en el contexto catalán,
claro está) han llegado con los movimientos migratorios y
han entrado en concurrencia con el catalán, la lengua históri-

88
ca del territorio; pero, por otra parte, lenguas imperiales han
entrado a competir con el catalán; es el caso del castellano
desde fines del siglo XVIII con la construcción del estado–
nación, o del inglés desde hace poco tiempo con la globaliza-
ción (Gráfico 6):

Gráfico 6. Lenguas imperiales y lenguas pequeñas


que compiten con el catalán

inglés
(hiperlengua)

castellano
(lengua del Estado)

catalán
(lengua histórica)

300 lenguas de inmigración

En estas situaciones de multilingüismo, que hoy son


las más frecuentes, es necesario encontrar pautas de
comportamiento para la vida cotidiana. Los sociólogos Peter

89
L. Berger y Thomas Luckman119 insistieron en ello ya en el
año 1963. Cuando salimos a la calle queremos saber de ante-
mano cómo hemos de comportarnos y poder prever cómo se
comportarán los otros. En la mente creamos expectativas
sobre lo que esperamos de los otros y sobre lo que los otros
esperan de nosotros, y estas expectativas condicionan el
comportamiento lingüístico. Cuando las comunidades son
pequeñas y todos sus miembros se conocen y reconocen
sabemos que podemos utilizar la lengua común. Esta lengua,
que se da por supuesta, solamente no podrá usarse en las
relaciones con un forastero establecido en el lugar, que es
forastero no por ser desconocido, porque en general sabe-
mos quién es, sino porque no comparte la lengua de la
comunidad. Fijémonos en la manera como nos referimos a
los otros: los griegos les llamaban bárbaros, es decir los que
no hablan sino que sólo balbucean; los rusos llaman mudos a
los alemanes, etcétera. ¿Pero qué debemos hacer ante una
persona desconocida cuando los grupos son complejos
lingüísticamente y, por su magnitud, implican a menudo re-
laciones de anonimato? ¿Qué podemos suponer que habla un
desconocido? ¿Y qué puede suponer un desconocido que
hablamos nosotros si tampoco nos conoce? Hace unos años
la nación o, si se quiere, la comunidad podía concebirse
como un todo homogéneo y, por tanto, todos podíamos
suponer, aunque no fuera cierto, que todos, conocidos y
desconocidos, compartíamos, entre muchas otras cosas, la
lengua. La concentración lingüística era suficiente para presu-
poner que sabíamos qué lengua utilizar. Pero hoy, en las
comunidades modernas, y de un modo especial en aquellas
en las que se ha producido una gran entrada de población
inmigrada, el supuesto fundamental es que no todos compar-

90
timos la misma lengua. Y en esta situación es necesario que
una lengua haga la función de lengua vehicular; es decir, que
haga la función de lengua con la que se relacionan individuos
supuestamente de lenguas diferentes. Y esta función no
viene determinada mecánicamente por las relaciones de
fuerza. O en todo caso es posible algún tipo de intervención.
El punto de partida no es el mejor, ciertamente,
puesto que la tendencia que los movimientos migratorios
están provocando es el uso de las grandes lenguas (lo que he
llamado las lenguas imperiales) en las relaciones entre inmi-
grantes y población receptora, en lugar del uso de los
idiomas del país receptor. De hecho pueden acabar siendo,
sin que sea su responsabilidad, un factor de desestabilización
de los grupos receptores.120 No obstante, creo que en esta
área de comunicación es posible intervenir. Y por eso es tan
necesaria la reflexión y la planificación.
Relacionemos estas tendencias con algunos de los
datos sobre el conocimiento (Tabla X) y los usos lingüísticos
(Tabla XI) de los inmigrantes de Barcelona, elaborados por la
Generalitat de Catalunya en junio de 2006:

91
Tabla X. Conocimiento del catalán y del castellano entre
inmigrantes de China, Rumania, Marruecos y Ecuador

catalán
China Rumania Marruecos Ecuador
% entiende 26,3 49,4 43,2 62,6
% y habla 2,9 17,2 11,2 10,7
% y escribe 4,7 2,3 6,3 5,4
% NS/NC 1,7 0,4 0,7 0,0

castellano
China Rumania Marruecos Ecuador
% entiende 34,4 20,8 20,3 8,7
% y habla 27,1 28,2 45,4 8,9
% y escribe 26,9 50,4 33,0 88,0
% NS/NC 0,8 0,2 0,0 0,0

92
Tabla XI. Usos lingüísticos

amigos
China Rumania Marruecos Ecuador
catalán 5,4 % 13,6 % 11,3 % 7,7 %
castellano 39,6 % 82,3 % 72,9 % 99,0 %
su lengua 88,5 % 77,6 % 87,5 % -
otra 3,7 % 2,9 % 10,5 % 1,5 %
NC 1’2 % - 0’2 % -

familia
China Rumania Marruecos Ecuador
catalán 1,6 % 5,3 % 1,5 % 3,2 %
castellano 9,4 % 17 % 36,7 % 99,0 %
su lengua 95,5 % 94,9 % 91,0 % 0,3 %
otra 2% 2,6 % 14,5 % 4,7 %
NC - 0,4 % 0,6 % -

trabajo
China Rumania Marruecos Ecuador
catalán 4,9 % 16,3 % 15,5 % 9,0 %
castellano 79,3 % 96,6 % 90,4 % 98,3 %
su lengua 55,6 % 11’5 % 19,6 % -
otra 3,5 % 0,7 % 2,1 % 0,9 %
NC 0,6 % - 0,6 % -

93
El desconocimiento del catalán entre la población
inmigrante evidencia que el catalán, a diferencia del caste-
llano, no puede darse por supuesto. Por eso la lengua
castellana se convierte en la lengua vehicular por excelencia.
O dicho de otro modo, por eso el catalán no puede ser, en
estas circunstancias, la lengua vehicular de Cataluña. Y, claro
está, eso afecta a todos los hablantes, sea cual sea su
lengua. A los catalanes también. Por eso descubrir que el
empleado que cada día nos atiende en la panadería comparte
el catalán con nosotros (que es un saber necesario para que
uno se decida a usar esa lengua para dirigirse al otro) puede
ser una auténtica aventura que, cuando se da, cuesta
tiempo.
Pero estos datos se han obtenido de una población
adulta y recién llegada. No es de extrañar que el conocimien-
to activo o pasivo del catalán sea tan débil. El castellano,
unas veces, ya era conocido de antes (es el caso de los
ecuatorianos y, en parte, de algunos marroquíes), y otras
veces, les era una lengua familiar percibida como una adqui-
sición útil más allá de su estancia en Catalunya, prevista
como temporal,.. Por lo tanto tenemos que esperar a ver qué
sucede cuando la perspectiva temporal haya desaparecido y,
sobre todo, cuando podamos obtener datos de la segunda
generación de inmigrantes, aquellos que hoy están escolari-
zados. Sabemos, por ejemplo, que en Québec la primera
generación de inmigrantes tenía el mismo comportamiento y
tendía a adquirir el inglés y que hoy, en cambio, la segunda
generación está aceptando el francés como lengua general.
Debe quedar claro, pues, que no estoy narrando una
historia con un final necesariamente infeliz. Porque no tene-
mos que olvidar que las lenguas periféricas tampoco son

94
iguales y que no lo son, en parte, por las diferentes políticas
lingüísticas que les acompañan. En este sentido el catalán
está en una situación más ventajosa que otras lenguas
porque:
—es de las lenguas periféricas con mayor número de
hablantes, en todo caso, suficientes;
—es una lengua escrita con una literatura, un uso
científico y un uso público reconocidos;
—ha elaborado una visión histórica que la individuali-
za claramente en el imaginario colectivo y, además, ha
seguido un proceso de gramatización importante, especial-
mente a partir de los últimos años del siglo XIX;
—y, finalmente, dispone de un soporte institucional
importante que la ha convertido en la lengua de la adminis-
tración y de la enseñanza.
En el caso catalán existen, pues, elementos que abren
posibilidades. Y la capacidad de autogobierno de que disfruta
el territorio es grande, a pesar de no ser suficiente. La
cuestión fundamental será cuál va a ser la lengua vehicular
del futuro. La lengua que ocupe esta posición será una
lengua que todos los miembros de la comunidad, sea cual
sea su lengua nativa, tendrán que dar por supuesta, aquella
que utilizarán en los contextos comunicativos no marcados, la
comunicación en el anonimato. Por eso es fundamental que
todos los ciudadanos tengan un conocimiento, aunque sea
pasivo, de la lengua histórica del territorio donde viven. El
conocimiento del catalán debe ser, pues, obligado en Catalu-
ña. El gran problema está en que los estados–nación, por
definición, no son compatibles con una lengua nacional que
no sea la única de todo el estado, ni tan siquiera son compa-
tibles con dos lenguas nacionales en determinados territorios.

95
El problema siempre es el estado–nación. El jurista Miquel
Caminal121 nos lo advirtió. Repito sus palabras: «Tenemos
que empezar a cambiar la idea de estado–nación si queremos
quitar la razón a aquellos que continúan reclamando para las
naciones sin estado el derecho a la autodeterminación. El
estado–nación en sociedades multiculturales y plurinacionales
no ha sido ni es neutral. Proclama una nación y oculta las
demás [...]. Solamente habrá neutralidad si se seculariza el
estado y se le libera de la clausura cultural–nacional». El
nacionalismo excluyente es una característica inevitable del
estado–nación y puede impedir la construcción de un estado
común en armonía. Este nacionalismo, y no otra cosa, es
aquello que empuja a todas las lenguas no estatales de
España a la desaparición y lo que frena el acomodo de los
catalanes en el estado. Creo que el estado, considerado
como un medio para asegurar el bien de los ciudadanos y no
como un fin en sí mismo, todavía es necesario. Porque la
mayoría de la gente solo puede buscar su bienestar con
instrumentos colectivos. Sin embargo, todos deberíamos
comprender que debe ser posible integrarse en este estado
sin tener que cargar con la violencia y el dolor de la
destrucción de las partes y, por tanto, sin que sea necesaria
la muerte planificada de las lenguas. Eso quiere decir pasar
del estado–nación al estado plural.
Una última cuestión para acabar. Pierre Bourdieu ha
señalado que el inconsciente de una disciplina representa su
historia. Y Louis–Jean Calvet122, aludiendo a la idea de
Bourdieu, nos ha explicado cuál puede ser el inconsciente de
la lingüística: la relación del lingüista con el poder, del lin-
güista con la norma, del lingüista con la unificación lingüística
de un país. Es cierto. Un lingüista difícilmente puede pensar

96
en su lengua sin sentirse implicado, incluso sentimental-
mente. Yo prefiero decirlo claramente desde un principio. E
incluso reivindicarlo. Siento dolor de lengua cuando intento
analizar el futuro de la lengua catalana, que es la mía. Y no
pienso que mis reflexiones sean, por ello, menos acertadas.
Ni más, claro está. Aunque este apego sentimental a la
lengua propia también forma parte de lo que tenemos que
explicar y solucionar. Y esconderlo sería engañarse y enga-
ñar. Porque no podemos olvidar que uno de los mecanismos
con los que una lengua se impone sobre otra consiste en
hacer creer al que la habla que el cambio es una cuestión
baladí. Incluso, a veces, que es un paso indoloro y alegre
hacia el progreso; algo, pues, deseable y positivo. Pero no es
cierto. La unificación lingüística se lleva a cabo a menudo sin
el consentimiento de los sujetos, sin tener en cuenta su
sufrimiento, en nombre de un pueblo entendido como una
masa compacta a la que, indudablemente, nadie puede
preguntar, y a partir de la que, por eso mismo, los partidarios
del nacionalismo estatal ejercen impunemente el totalitaris-
mo.

3.5. Uniformización o fragmentación de la


cultura

Como hemos visto en el capítulo anterior, Dante en


De Vulgari Eloquentia nos explicaba que «cuanto más largo
es el tiempo necesario para darnos cuenta de que una cosa
cambia, más tendemos nosotros a considerarla estable». En

97
el mundo moderno, los contactos entre culturas, que siempre
habían existido aunque para mucha gente no fuesen eviden-
tes, eran lentos y, además, tenían que pasar por el filtro de la
enormidad de la extensión de los territorios. Por eso, ni los
contactos ni los cambios que provocaban eran percibidos del
todo. Y también por eso, aunque nunca era del todo real, la
homogeneidad podía parecer incuestionable. Pero hoy todo
ha cambiado. El mundo contemporáneo ha facilitado que los
contactos culturales se produzcan muy rápidamente y que
sean, como los cambios que provocan, muy visibles.123
Producir personas, socializándolas, que es lo que hace una
cultura, implica mucho tiempo. Pero producir bienes cultura-
les para vender, que es lo que pretende la industria cultural
global, es algo muy distinto.124 Este es, aparentemente, el
gran cambio que se ha dado en el paso del siglo XX al siglo
XXI: de la producción de sujetos socializados, donde la
cultura y la lengua, por tanto, tenían un papel fundamental,
se ha pasado a la producción de bienes culturales para
vender. Las personas han pasado a ser, solamente,
compradores potenciales de cualquier cosa. Un cambio que
pondría fin a la Época Moderna, aquella que he llamado,
parafraseando a Dante, el «tiempo de la pantera». Esta
época se había iniciado cuando «los métodos más raciona-
les» que pedía Dante permitieron dar caza a la pantera, es
decir, a las lenguas nacionales; y el fin de esa época
coincidiría con la sociedad global actual, que considera que
sus miembros son fundamentalmente consumidores, y ya no
productores; una sociedad en la cual, como no se cansa de
repetir el sociólogo Zygmunt Bauman,125 la vida, organizada
alrededor del consumo tiene que apañárselas sin norma, está
guiada por la seducción y por la aparición de deseos cada vez

98
más grandes y por anhelos volátiles y no, en cambio, por
reglas normativas. ¡Y siempre con la idea de que el cielo es el
límite!.126
El mundo global y el mundo nacional se han caracteri-
zado hasta hace poco por su carácter heterogéneo y homo-
géneo respectivamente. Nos hemos referido a ello a menudo.
Y de un modo especial a la supuesta homogeneidad del
mundo más local, en el que se ha basado la concepción
habitual de las naciones. Pero hoy el mundo ha cambiado
mucho y, además, muy rápidamente. Como ha indicado el
pensador y político francés Sami Naïr127, si hasta hace poco
se hablaba de la homogeneidad nacional en el seno de una
heterogeneidad internacional, hoy se habla de la heteroge-
neidad nacional en el seno de una homogeneidad económica
internacional. Las naciones, en este sentido, han ido perdien-
do aquella homogeneidad interna que las definía y les daba
sentido en el «tiempo de la pantera» y se han convertido
rápidamente en los espacios paradigmáticos de la diversidad.
Es posible que este cambio ayude a explicar la crisis de la
cultura (de la humanística especialmente) y, en todo caso,
explica el sentimiento de inseguridad de mucha gente. Por
eso estamos obligados a repensar la nación en la que hasta
ahora nos sentíamos tan seguros.
Preguntémonoslo seriamente. ¿Es cierto que el mundo
local postmoderno es el espacio ideal de la diversidad?
Hay gente que continúa pensando que no. Y piensa
eso por dos razones bien diferentes:
Por un lado, unos continúan pensando que la homo-
geneidad social es una condición indispensable para la
estabilidad y para la supervivencia de cualquier grupo
social.128 Y, por lo tanto, se resisten a dejar de percibir el país

99
de la misma manera de siempre, es decir, caracterizado por
una fuerte homogeneidad interna. Para estas personas la
nación imaginada les impide, en el mejor de los casos incons-
cientemente, percibir la nación real.129 Por otro lado, existe
otro tipo de gente que, al contrario, cree que hoy estamos en
plena globalización y que, por consiguiente, ya se ha llegado
a aquel momento, tantas veces deseado en el siglo XVIII, en
el que Dios ha de perdonar a los hombres del pecado babéli-
co para devolverles la unidad lingüística (Tunc reddam popu-
lis labium electum). Y podríamos considerar que en este caso
la lengua simboliza toda la cultura. Es decir, hay gente que
cree que la nación ha dejado de ser necesaria. Según esta
gente en este nuevo mundo globalizado ya no tendremos
que lamentar los pretendidos inconvenientes derivados de la
multiplicidad de lenguas.
La idea de que la uniformidad total significa la culmi-
nación más lógica y positiva del progreso iniciado inmediata-
mente después del desastre de Babel es aprovechada con
insidia por las identidades culturales hegemónicas, es decir,
por los estados–nación, para demonizar aquellas identidades
fuertes pero no hegemónicas (es decir, sin el soporte político
de un estado exclusivo o de un estado plural) que son acusa-
das de favorecer una lógica de disgregación.130 Quisiera creer
que he entendido a Maalouf131 cuando se refiere a «las
identidades que matan». Pero al leer su libro me da la impre-
sión de que a menudo cae en el prejuicio cuando se refiere a
«las identidades asesinas» de los que, insertos en estas
culturas amenazadas, adoptan actitudes más y más radicales,
más y más suicidas, afirma: «Cuando colocamos a una
comunidad en el papel de cordero y a otra en el papel de
lobo, lo que hacemos es, sin saberlo, conceder impunidad

100
por anticipado a los crímenes de la primera». Nadie puede
negar que los crímenes de los corderos cometidos por
venganza son abominables; pero también lo son, y muy a
menudo ya lo han sido, los crímenes de los lobos que se
cometen o se han cometido para aniquilar al débil. De la
lectura de Maalouf podría deducirse que solamente la identi-
dad de los amenazados puede convertirse en «identidad
asesina». De hecho nos dice que «lo que llamamos por
comodidad locura asesina es esta propensión de nuestros
semejantes a transformarse en asesinos cuando sienten su
tribu amenazada». Pero cuando preguntaban al pensador
Isaiah Berlin132 qué es lo que transforma la aspiración a la
autodeterminación cultural en una agresión nacionalista
respondía con muchos matices. «He escrito en otro lugar que
un Volksgeist herido es, por decirlo de algún modo, como
una rama en tensión que cuando se la suelta golpea
furiosamente. El nacionalismo, como mínimo en Occidente,
es una creación de las heridas producidas por la coacción». Y
es que, como también indica Berlin, el nacionalismo no es
más que la respuesta a una herida hecha a una sociedad.
Volvamos a la discusión sobre la uniformización y la
fragmentación. No puede negarse que la globalización puede
poner en peligro a muchas culturas. La amenaza a las identi-
dades culturales no hegemónicas procede de la introducción
inexorable, también en el ámbito de la cultura, de la lógica
del mercado mundial. Y esta lógica es mucho más peligrosa
en el caso de aquellas identidades culturales que no disponen
de los recursos políticos para intervenir en el proceso. Esa
afirmación no significa que la globalización aniquile, sin más,
las identidades. Lo que la globalización pretende es situar la
identidad en un ámbito privado que no sea relevante para la

101
esfera pública.133 Este es el camino que lleva a la uniformidad
global. Y por eso hoy, y tenemos que lamentarlo, todos noso-
tros nos sentimos infinitamente más próximos a nuestros
contemporáneos de cualquier parte del mundo que a nues-
tros propios antepasados. No creo exagerar si digo que tengo
más cosas en común con cualquier paseante de Praga, Seúl o
Los Ángeles, que con mi bisabuelo. Y no únicamente por mi
aspecto, mi manera de vestir o mi comportamiento, no sólo
por la manera de vivir y de trabajar, por el tipo de vivienda o
por utensilios de los que me valgo, sino también por las
concepciones morales y por la manera de pensar.134
A pesar de que esta uniformización no puede
negarse, hay otros hechos que parecen decirnos lo contrario.
Y los hechos son los hechos. Fijémonos en ello. Hasta hace
poco, para referirnos a territorios multilingües solíamos citar
los casos del Brasil, con 195 lenguas, Estados Unidos, con
176 lenguas, México, que tiene entre 60 y 170 lenguas, o la
India con 407 lenguas. Si queríamos impactar, citábamos el
no va más: Papúa Nueva Guinea, con 826 lenguas. En este
multilingüismo veíamos una realidad solamente explicable
desde la lejanía de los países en cuestión, desde su historia
peculiar o desde su exotismo. Por eso también nos
alegrábamos de no estar en una situación parecida. Pero
hoy, ¿cuál es realmente nuestra situación lingüística? Nos lo
ha explicado el Grup d’Estudi de Llengües Amenaçades
(GELA), del Departament de Lingüística General de la
Universitat de Barcelona): «Uno de los equipos de
investigación del Departamento de Lingüística general de la
Universidad de Barcelona ha iniciado un proyecto para
inventariar las lenguas que se hablan en Cataluña con el
objetivo de elaborar materiales didácticos adecuados tanto

102
para el aprendizaje del catalán como para la adecuación
curricular a esta realidad. La hipótesis de partida es que en
Cataluña hay hablantes, como mínimo, de más de 300
lenguas».
A partir del trabajo de campo realizado, se puede
llegar a la conclusión de que la diversidad lingüística de
Cataluña es muy superior a la que nos llevaban todas las
estimaciones realizadas hasta hoy, y que un porcentaje muy
elevado de las personas inmigradas es políglota. Dejando de
lado otros hechos, creemos que estos dos merecen destacar-
se y ser conocidos por la población en general, sobre todo si
tenemos en cuenta los aspectos positivos que tal conocimien-
to conlleva tanto en la autoestima de la población inmigrante
como en su vinculación con el país receptor; y también,
ciertamente, en el hecho de que favorecen la reciprocidad y
el intercambio en la dinámica de las lenguas.
Está claro que no podemos negar que el mundo local
se ha llenado de diversidad. O, como mínimo, que la diversi-
dad actual, que es distinta, no se puede ocultar como la de
antes. De golpe se ha hecho visible. En este discurso no
importa que local se refiera a los estados–nación o a las
naciones sin estado.
Las consecuencias de esta fragmentación son
enormes. Peter L. Berger y Thomas Luckman135 han señalado
que el pluralismo pone en cuestión el conocimiento que los
miembros del grupo dan por supuesto y que, por consiguien-
te, destruye las bases en las que descansa y se justifica la
conciencia colectiva. Eso equivale a afirmar que en el mundo
postmoderno se destruye la cultura, que es aquello que
proporcionaba los repertorios de acción y de representación
que hasta ahora permitían actuar en conformidad con las

103
reglas del grupo. Para decirlo de una manera expresiva: sin
normas, los miembros del grupo pierden la brújula. Insista-
mos de nuevo en ello. Hasta hace poco tiempo, la conciencia
de comunidad implicaba ser muy consciente de un dentro y
un fuera, de un nosotros y un ellos, una pertenencia posesiva
y una cierta desconfianza hacia los grupos vecinos.136 La
cohesión interna, pues, se complementaba con la diferencia-
ción externa. Y a veces, ¡demasiadas veces!, los resultados
de esta diferenciación externa, que sólo veía enemigos en el
exterior, han sido horrorosos. Insisto en la importancia que
ha tenido la conciencia de un nosotros: nos ha permitido
fundamentar en el imaginario una identidad cultural de
personas que pretendidamente comparten un origen común
y se identifican como iguales, al tiempo que dibujan, lógica-
mente, una frontera a su alrededor. Hasta hace poco los
extraños eran, siempre, los de fuera. Por eso hasta hace
poco hablábamos de la fragmentación del mundo. Y también
por eso los conflictos siempre se producían entre los
fragmentos del mundo. Nunca dentro de estos fragmentos
que siempre se imaginaban como homogéneos. Por este
motivo los miedos provenían siempre del exterior.
Pero los miedos actuales se centran en el enemigo
interior. Y debido a eso, hoy, la evitación y la separación
tienden a sustituir al sentimiento de unidad y se convierten
en las principales estrategias para la supervivencia en las
«megaciudades» contemporáneas. Ya no se trata de amar u
odiar al vecino sino de mantenerlo a distancia. Al eliminar las
ocasiones ya no nos hace falta escoger.137 Esta estrategia
explicaría las tendencias actuales a la guetización que imposi-
bilita la construcción de una comunidad. Si hasta hoy
comunidad significaba igualdad identitaria, actualmente, el

104
confinamiento espacial y social (y en eso consiste la guetiza-
ción), favorece que se mantenga la homogeneidad de cada
uno de los grupos que, sin disponer de los elementos que les
ayudarían a integrarse, han penetrado en el territorio de una
comunidad que hasta ahora se autoimaginaba como homogé-
nea. De este modo, la antigua comunidad única sólo puede
aspirar a convertirse en una suma de comunidades o, si lo
prefieren, en una suma de identidades.138 Un cambio muy
significativo que se manifiesta en la consolidación de lo que
el jurista Javier de Lucas139 ha llamado «las fronteras
interiores».

3.6. Mundo global y etnicidad

La mundialización de la cultura se caracteriza por el


choque entre unas personas inscritas en culturas fragmenta-
das, locales y ancladas en la historia, y unos bienes y
servicios situados en el mercado por las nuevas industrias
globalizadas.140 En este sentido, las empresas que producen
estos bienes culturales piensan en un mercado mundial muy
distinto de aquel mercado (nacional) que, según el
historiador Benedict Anderson,141 en los inicios de la Edad
Moderna ayudó a crear las lenguas y a imaginar las naciones.
El mismo mercado que a menudo originó los conflictos entre
los estados–nación (nacionalistas, ¡claro está!) y las naciones
(¡también nacionalistas!) que no querían ser borradas del
mapa. Por eso hay mapas y mapas. Hoy el mercado global
choca con las culturas tradicionales atávicas de raíz única,

105
según la expresión del poeta y filósofo martiniqués Édouard
Glissant, que se basaban en una división del mundo, como
mínimo del mundo occidental europeo, en fragmentos total-
mente homogéneos y de una magnitud sostenible (inicial-
mente las naciones y más tarde los estados–nación, que en
sus inicios siempre han sido plurinacionales). Una homoge-
neidad deseada, no lo olvidemos, y que en el caso de los
estados–nación surgidos a finales del siglo XVIII siempre se
ha intentado conseguir con la eliminación de la diferencia y
con la práctica de la limpieza étnica: siempre se ha tratado,
cuando ha sido posible, de destruir la diferencia y, cuando no
lo ha sido, ¡se ha intentado destruir al diferente! Y el diferen-
te en este contexto siempre era la nación o las naciones que
han sido incluidas en un estado–nación(alista) concebido
como si fuera una única nación hegemónica que imponía su
homogeneidad.
Parece, pues, que actualmente el mercado mundial,
otra vez el mercado, aunque esta vez en una dirección dife-
rente, presiona para volver a condicionar las culturas y las
identidades colectivas que aquellas representan. Como
mínimo podemos comenzar a observar que tras el cambio
cultural originado por la mundialización se ha iniciado una
rápida erosión de las culturas tradicionales singulares.
Aunque es cierto que también se observa que este retroceso
se ve frenado por la solidez de algunas de estas culturas
tradicionales que continúan mostrándose productivas.142 El
panorama parece claro: todos los problemas originados por la
mundialización de los mercados culturales se sitúan en el
espacio que se ha abierto entre las culturas y la industria,
entre lo que es local y lo que es global, entre lo que se
relaciona con el pasado y la innovación industrial.143 Y aquí

106
las lenguas juegan, o dejan de jugar, un papel determinante.
No podemos evitar aludir a un prejuicio, por llamarlo de una
manera piadosa, que suele acompañar las reflexiones sobre
el choque entre la globalización y las resistencias que se le
oponen. Me refiero a la idea según la cual las comunidades
culturales pequeñas, casi siempre las naciones no hegemóni-
cas de un estado, deberían rendirse a la evidencia de que su
asimilación a comunidades culturales mayores, las que han
conseguido adueñarse del estado y pretenden convertirlo en
una única nación (¡por eso son nacionalistas!), es el camino
lógico e inevitable hacia una situación ideal. Y siempre se
afirma eso en nombre de un cosmopolitismo que no puede
esconder su carácter marcadamente particularista, por no
decir provinciano: el deseo de proyectar su identidad como si
fuese la única identidad universal.144 Por eso siempre se
defiende el camino hacia la universalidad cuando se trata de
naciones pequeñas sin estado y rápidamente deja de
defenderse cuando les tocaría aplicarse el cuento a los
estados–nación.145 Pero no estar de acuerdo con la utilización
interesada de la magnitud de las lenguas para favorecer el
desapego a las pequeñas lenguas (periféricas) no debería
hacernos olvidar las dificultades reales que lo pequeño debe
sortear en el siglo XXI.
El mercado mundial parece conducir a pensar, como
ya he dicho antes, que la nueva cultura será irremediable-
mente una cultura horizontal y, por consiguiente, sin ningún
tipo de anclaje en el pasado particular de cada grupo. Pero
también me he referido al hecho de que existe otra lógica, la
lógica de la ecología, que frena, y en algunas ocasiones
incluso hace retroceder, a la lógica del mercado. Y lo hace
con tanta fuerza que el antiguo tablero de ajedrez nacional (o

107
estatal) incluso parece estallar sin freno por debajo. Desde
esta perspectiva, las identidades colectivas, que coinciden
con las culturas nacionales pretendidamente homogéneas, no
solo han sido erosionadas por la fuerza de la globalización,
que obedece a la lógica del mercado mundial, sino que
también han sido erosionadas por la fuerza de la etnización,
relacionada con los movimientos migratorios, que ha introdu-
cido diferencias donde antes no las había; y, en este caso, ha
predominado la fuerza de la lógica ecológica. Por eso algunos
pensadores creen que el problema al cual hoy tienen que
enfrentarse las sociedades contemporáneas es sobre todo un
problema de dispersión de las referencias culturales y no
tanto un problema de homogeneización universal.146
Por consiguiente, para unos el futuro parece dirigirse
a una globalización que uniformiza culturalmente al mundo y,
para otros, hacia una etnización que lo fragmenta de manera
indefinida. Aparentemente, pues, dos visiones contrapuestas
del futuro del mundo.
No obstante, no estoy tan seguro de que la homoge-
neización global y la fragmentación interna de las culturas
nacionales sean necesariamente dos procesos contrapuestos.
Más bien me parecen complementarios. Amin Maalouf ya se
preguntaba si es imaginable que la abundancia, en lugar de
ser un factor de diversidad cultural, pueda llevar a la unifor-
midad.147 Esta sería una ley que ya había insinuado Zygmunt
Bauman al advertirnos de que el orden global necesita mucho
desorden local para no temer nada148 y también cuando nos
mostraba el peligro de un multiculturalismo que, basado en la
idea de la belleza estética de la diversidad cultural, actúa
como una fuerza conservadora que presupone que la lealtad
del individuo, y por consiguiente la pertenencia a una comu-

108
nidad ya existente, es un hecho cerrado. Este tipo de multi-
culturalismo, si entiendo bien lo que afirma Bauman, acabaría
produciendo una permanencia de las comunidades étnicas
que únicamente conduciría a una federación de identidades
pero no a una consolidación, con los cambios convenientes,
de la identidad nacional. Todo acaba siendo un juego curio-
so: los espacios máximamente opuestos —el del mundo local
y el del mundo global— parecen las dos caras de una misma
moneda, complementarias ambas, y sin las cuales la moneda
no es nada. Desde esta perspectiva, la globalización y la
etnización serían dos procesos complementarios. Ambos
ponen en cuestión la estructura intermedia, aquella que he
definido, situándola en el «tiempo de la pantera», como el
espacio de la racionalidad de la Época Moderna que parece
llegar a su fin. Lo que quiero decir se comprende bastante
bien si nos fijamos en una expresión muy simple: un montón
de arena. La arena, que representa una realidad totalmente
fragmentada, solo tiene una representación global. No hay ni
una, ni dos, ni tres arenas porque arena solo puede ser perci-
bida como un todo: un montón. Fragmentación total y unidad
van juntas. Por eso Bauman se refería a que para no tener
que temer nada el orden global necesita mucho desorden
local. Y es que, como ha señalado Régis Debray, los objetos
se mundializan y los sujetos se tribalizan.149
Vivimos ya en un mundo nuevo. Ahora, más que
nunca, tenemos que repensar el tipo de sociedad que convie-
ne construir y no continuar pensándola desde la mentalidad
del siglo XIX. En nuestras sociedades pluralistas tenemos que
convivir con hechos cotidianos que cada día se alejan más del
caso modélico de un estado nacional con una población
culturalmente homogénea. Aumenta la multiplicidad de las

109
formas de vida, de los grupos étnicos, de las confesiones
religiosas y de las representaciones del mundo.150 Y no
podemos cambiar esta nueva realidad a menos que estemos
dispuestos a pagar el precio de una limpieza étnica. Pero en
este caso ya no valdría la pena salvar este tipo de identidad.
Tanto si se refiere a un estado como si se refiere a una
nación.
Javier de Lucas ha planteado muy bien el problema
central de este mundo nuevo. Lo importante es que la
presencia de grupos no hegemónicos reclamando su diferen-
cia identitaria pone en cuestión nuestras maneras de resolver
las dinámicas de la ciudadanía, el vínculo social y las razones
de la lealtad. La legitimidad democrática se basa en la
presunta existencia de la comunidad de ciudadanos; pero
esta comunidad nunca ha sido natural. Es más: cuando se ha
presentado como una comunidad natural, es decir como el
resultado del vínculo creado por las identidades primarias,
siempre ha implicado la exclusión de los que no comparten
estas identidades y, a menudo, su eliminación o su sumisión.
El proceso de creación de los estados nacionales es el resul-
tado de esta regla,151 pero también el de los estados de inmi-
gración: el caso de los Estados Unidos de América y, todavía
hoy, el de Australia así lo reflejan. Esta dialéctica entre
identidad y ciudadanía nos revive con las reivindicaciones de
las minorías. La reflexión más frecuente para resolver la
cuestión continúa basándose en la pregunta siguiente:
¿existe alguna posibilidad, aunque sea muy remota, de que
haya alguna cosa en común entre grupos que precisamente
se definen por el hecho de no compartir ningún rasgo funda-
mental?152

110
Para responder esta pregunta en la nueva situación
estamos obligados a plantearnos la propia concepción del
estado. Como ha advertido Javier de Lucas, probablemente
estemos ante los últimos momentos de un concepto de sobe-
ranía anclado en la realidad histórica del estado nacional y
especialmente en la ontología monista como fundamento
metafísico de la política y también del estado moderno: en
definitiva en la persecución de la unidad, no de la unión. Y
este hecho se ha convertido en un lastre de la propia demo-
cracia, en la cual prevalece el objetivo de la homogeneidad.
En este sentido, si queremos saber cómo tenemos que
gestionar el mundo en el que vivimos tenemos que liberarnos
del viejo estado–nación porque es incompatible, por definici-
ón, con el pluralismo.153
Antes de seguir quisiera precisar dos cuestiones a
propósito de este pluralismo.
La primera se refiere a la defensa de la diversidad
lingüística considerada como un fenómeno del mismo orden
que la diversidad biológica. Toda mi reflexión se ha basado
en la idea de que en el mundo occidental detrás de una
lengua (en el sentido de construcción social que le hemos
dado al término lengua) se encuentra necesariamente la
ocultación de una parte de la diversidad. Y esto es así porque
una lengua se obtiene con un proceso uniformizador que
hace irreconocibles los idiomas naturales que suplanta. Este
proceso de construcción del mapa de las lenguas ha llegado
a grados distintos de consolidación. En el mundo occidental
existen pocas lenguas probablemente porque el mapa sólo
refleja las lenguas, en mayúsculas, y no permite descubrir la
diversidad que hay debajo. Podríamos decir que hemos
borrado del mapa la diversidad. Y esta ocultación explica por

111
qué en Europa existen aparentemente menos lenguas que en
el resto del mundo y que estas tengan, a causa de su magni-
tud razonable, una mayor sostenibilidad. Hay menos lenguas,
ciertamente, pero son, precisamente por eso, mayores y más
sostenibles. En el resto del mundo, en cambio, donde se han
construido estados y naciones, cuando se han construido, de
una manera muy diferente, el proceso lingüístico en general
ha sido muy distinto. Me temo que en estos casos cuando
hablamos de lenguas nos referimos a unos materiales
lingüísticos que a menudo todavía no se han proyectado en
una lengua; es decir, a unos materiales que todavía son
idiomas naturales o, en todo caso, a unos materiales lingüísti-
cos que son lenguas de un modo diferente. Por eso hay
tantas y también por eso son más pequeñas y menos
sostenibles.154 Y sospecho que estos territorios, por razones
prácticas, acabarán cayendo en el saco de alguna de las
lenguas que consideramos globales, especialmente, aunque
no exclusivamente, en el saco del inglés. Al fin y al cabo esta
es la ventaja que el orden global obtiene del desorden local
excesivo al que ya me he referido antes.
Esta referencia a una magnitud razonable se relacio-
na, ya se ve, con el alcance de la ocultación dialectal y tiene
como consecuencia una comunidad de hablantes de un peso
también razonable. Durante el Renacimiento, sólo aquellas
agrupaciones que justificaban un mercado con un número
suficiente de (co)lectores pudieron convertirse en lenguas de
imprenta. Y ya hemos comentado que esto era fundamental,
como mínimo porque es lo que justificó un proceso de
codificación y de gramatización que, a la postre, definió las
lenguas. La de la magnitud lingüística es una consideración
que los historiadores de la lengua solemos despreciar aunque

112
creo que antes de abrazar ingenuamente el ecologismo
lingüístico tendríamos que tenerla en cuenta. Y también ten-
dríamos que tenerla en cuenta cuando valoramos la unidad
de ciertas lenguas, que es lo que les da una mayor magnitud,
y los intentos de promover su fragmentación.
La segunda cuestión se refiere al multiculturalismo. La
diversidad cultural es una nueva característica de las antiguas
naciones pretendidamente homogéneas y tendremos que
aprender a gestionarla. Me ocuparé de ello más adelante.
Ahora quisiera, solamente, reflexionar sobre tres temas
relacionados con el multiculturalismo.
El primero. Me parece que tenemos que relacionar,
aunque sin confundirlos, el multiculturalismo actual con lo
que en épocas no demasiado lejanas, cuando pensábamos en
el estado–nación homogeneizador, llamábamos plurilingüismo
o plurinacionalismo. Es decir, aunque no sea lo mismo, existe
alguna relación entre la diversidad inicial de los estados–
nación y la diversidad de las naciones producida por los
movimientos migratorios. La diferencia está en que el plurilin-
güismo era un problema que se centraba en la confrontación
entre las pretensiones unificadoras de la nación hegemónica
de un estado, aquella que se lo ha apropiado y que pretende
imponerse como única nación homogénea, y las naciones de
este estado que se resistían a ser aniquiladas. En este caso el
problema, de orientación centrípeta, surgía del proceso de
reorganización del viejo mapa de naciones que tenía que
convertirse en un nuevo mapa de estados–nación. El multi-
culturalismo actual, en cambio, con una orientación centrífu-
ga, es un fenómeno originado por la llegada de nuevas etnias
a través del fenómeno migratorio y ha afectado tanto a los
estados como a las naciones. Y todo parece indicar que hay

113
diferencias substanciales entre las minorías nacionales y las
minorías inmigrantes.
El segundo. A menudo da la impresión de que el
multiculturalismo es visto, más que como un hecho que
tenemos que gestionar, como un modelo ideal al cual es
deseable tender. Hoy, ciertamente, está de moda la estética
de la diferencia, aunque ya hemos advertido anteriormente
que la multiculturalidad es el punto de partida inevitable,
pero no un estado ideal. En todo caso no podemos perder de
vista que la multiculturalidad comporta elementos de
conflicto, de división y de cambio. Y puede que estos cambios
sean dolorosos.155
El tercero. En la nueva situación no es fácil ocultar las
diferencias para hacernos de alguna manera iguales y poder
así construir una nueva identidad colectiva en el sentido
clásico. Podríamos decir que la sensación de transparencia
que producía la homogeneidad imaginaria del pasado hoy
empieza a llenarse de opacidad. Amin Maalouf se ha referido
a ello al hablar de las minorías visibles,156 unas minorías que
de antemano llevan escrito en la cara el color de su
pertenencia. Y también se había referido a ello el filósofo
Horace Kallen en el año 1924 cuando afirmó que el inmigran-
te, por mucho que cambie, no puede cambiar de abuelos.157
Todos hemos vivido situaciones en las que hemos topado
cara a cara con la visibilidad del otro, aquella que pone una
marca opaca en el colectivo que instintivamente quisiéramos
homogéneo y, por ello, transparente. Este hecho explica la
tendencia, cada vez más intensa, a creer que los inmigrantes
tienen rasgos, a menudo derivados de diferencias radicales
(como la religión, la etnia, la lengua) que les impiden
integrarse. De este modo la noción de extranjero acaba

114
convirtiéndose en un estereotipo negativo: el inmigrante
tendría, sí, un exceso de alteridad158 o, como comenta Laitin,
refiriéndose a Gellner, los inmigrantes de hoy forman un
conjunto con unas características que dificultan una percepci-
ón homogénea dentro de la sociedad de acogida.159 Cuando
relacionamos este hecho con la tendencia que he comentado
a considerar el multiculturalismo como un modelo deseable
empezamos a entender las tendencias a la guetización. Hace
poco escuché una conversación en la calle sobre la
inmigración magrebí. Dos frases reflejan el proceso que ya
he mencionado. 1) «Antes venían y se vestían como
nosotros. Ahora, en cambio, son más y ya se visten como en
su casa». 2) «Siempre están en la plaza. Ya la llaman plaza
de Tetuán».160 Estos comentarios evidencian que la fractura
de la homogeneidad se percibe a partir de un exceso de
visibilidad de sus características identitarias. Y esta percepci-
ón, es curioso, siempre se relaciona con los espacios públicos
que nosotros hemos abandonado desde hace mucho. Lo ha
puesto de manifiesto Marco Aime161 refiriéndose a un texto
de Max Frisch: «Extranjeros hay demasiados. No tanto en las
canteras o en las fábricas, ni tampoco en los establos o en
las cocinas sino sobre todo en los espacios y tiempos de ocio.
Especialmente los domingos, de golpe, hay demasiados
extranjeros».

115
3.7. Gestionar la nueva diversidad interna

¿Cómo debemos gestionar esta diversidad interna? Y


las lenguas, ¿qué papel jugarán? ¿Y mi lengua, cuál va a ser
su destino? El escritor Amin Maalouf ha señalado que cada
uno de nosotros es depositario de dos tradiciones: una, verti-
cal, que proviene de nuestros antepasados, de las tradiciones
de nuestro pueblo, de nuestra comunidad religiosa; y la otra,
horizontal, que proviene de nuestra época, de nuestros
contemporáneos.162 Dos herencias que entran en conflicto a
menudo. Y hoy más que nunca porque las identidades atávi-
cas son cuestionadas desde dos puntos. Por arriba y desde
fuera por un conjunto de inclusiones (al estado, a Europa, al
mundo...) que parecen ser el camino lógico hacia la
uniformización global; por debajo y desde dentro por la
fragmentación étnica derivada de los movimientos migratori-
os. Dos fenómenos contrarios, uniformizador uno y fragmen-
tador el otro, y complementarios que siempre favorecen la
horizontalidad y, por consiguiente, cuestionan todo tipo de
anclaje histórico, también el que representa la lengua. Lo ha
explicado muy bien Ángel López García: «Las minorías
lingüísticas son hoy más minoritarias que nunca, porque el
uso de la lengua propia se ha vuelto obsceno sin remedio. Sí,
obsceno. El DRAE define obsceno sólo en términos morales
relativos a lo sexual. Pero obscenus tenía etimológicamente
otro sentido también, el de «excesivamente obvio», el de
algo que está ante los ojos de todos y provoca su disgusto
sin poderlo evitar. El término inglés obscene retiene todavía
ese valor…. Esto es exactamente lo que les sucede a los
hablantes de lenguas minoritarias en el mundo moderno».163

116
Por eso la lógica que impone la magnitud tiende a convertir
las lenguas grandes en una tentación y las pequeñas en un
engorro. El pensador y filósofo Jürgen Habermas ha hecho
notar que los estados nacionales, aunque podríamos añadir
también las naciones porque siguen la misma lógica que los
estados nacionales en su afán de conseguir un estado, se
ven desafiados por estas dos fuerzas opuestas y completen-
tarias y se pregunta si en sustitución de la homogeneidad es
posible hallar un equivalente igualmente funcional para las
relaciones existentes entre la nación de ciudadanos y la
nación étnica.164 Amin Maalouf también se ha referido al
mismo problema: en la era de la mundialización, con esta
mezcla acelerada y vertiginosa que nos envuelve, se nos
impone con urgencia una nueva concepción de la
identidad.165
La cuestión que plantean Habermas y Maalouf tiene
una relevancia especial para las identidades pequeñas y no
tiene una respuesta fácil. De entrada, si nos situamos en un
caso como el catalán, y es inevitable que yo me sitúe en
él,166 su respuesta debe tener en cuenta dos cuestiones. La
primera se relaciona con el choque entre una entidad
inclusiva como el Estado español y una entidad, Cataluña,
que ofrece serias resistencias a la inclusión: ¿cómo debe
relacionarse Cataluña con España, si es que tiene que
hacerlo, sin tener que desaparecer como comunidad? La
segunda se relaciona con la propia Cataluña, considerada
ahora como una entidad inclusiva de las minorías étnicas
acabadas de llegar con los movimientos migratorios: ¿cómo
puede cambiar la identidad catalana, sin tener que desapare-
cer como comunidad, para facilitar la integración satisfactoria
de los inmigrantes? Tres ideas.

117
Primera, a estas alturas no hace falta que diga que
cualquier lector puede cuestionar legítimamente que los
hombres necesitemos vivir en algún tipo, el que sea, de
comunidad identitaria. El cosmopolitismo siempre puede
constituir un argumento en contra. Algunas veces porque se
cree realmente que se vive mejor en el desarraigo; otras
veces porque con el cosmopolitismo se defiende malintencio-
nadamente la inclusión de la minoría en una entidad mayor.
Sin embargo, yo estoy convencido de que una vida plena
exige una cultura concentrada en un territorio, centrada
alrededor de una lengua compartida y utilizada por una
amplia gama de instituciones sociales, tanto en la vida
pública como en la vida privada (colegios, medios de
comunicación, derecho, economía, gobierno, etcétera).
Algunos le llaman «cultura societal» para destacar que
implica una lengua y unas instituciones sociales comunes y
no creencias religiosas, hábitos familiares o estilos de vida
personal. Las culturas societales son inevitablemente plura-
listas ya que se componen de individuos de todo tipo, sea
cual sea el criterio que adoptemos. Esta diversidad es el
resultado inevitable de los derechos y de las libertades que
se garantizan a los ciudadanos, especialmente cuando estos
derechos se combinan con una población étnicamente diver-
sa. Pero esta diversidad queda limitada por la cohesión
lingüística e institucional, cohesión que no ha surgido de la
nada, sino que siempre es el resultado de políticas públicas
deliberadas.167
Esta necesidad de culturas societales se produce, en
primer lugar, porque es una exigencia funcional de la vida
moderna; en segundo lugar, porque una comunidad requiere
unas solidaridades internas que se basan en unos sentimien-

118
tos de identidad y de pertenencia comunes; y, en tercer
lugar, porque la participación colectiva en una cultura común
es imprescindible para satisfacer la exigencia de igualdad de
oportunidades. En este sentido, las culturas no son valiosas
por sí mismas sino porque solamente a través del acceso a
una cultura societal podemos acceder a opciones significati-
vas.168 En eso parece haber un consenso bastante general.
Defez lo explica así: «La situación humana siempre es de
pertenencia a algún grupo o comunidad con el cual es
inevitable algún grado de identificación».
La segunda idea intenta precisar la primera. La
afirmación de que todas las personas necesitan vivir en el
seno de una cultura societal no nos dice nada sobre la
cultural societal en la que tienen que vivir. Por consiguiente,
en el caso de los estados plurinacionales, es inevitable que
nos preguntemos si los miembros de una minoría nacional
tienen que poder acceder a su propia cultura o si, en cambio,
tienen que hacerlo en la cultura societal hegemónica del
estado–nación en el que están incluidos.169
Planteando la cuestión en estos términos, estas dos
opciones expresan el choque entre la cultura del estado y la
cultura de las minorías incluidas en el estado. Este choque es
el producto inevitable de la concepción nacionalista del
estado. Cuando utilizo la palabra nacionalismo me refiero al
principio según el cual se han construido los estados–nación
actuales, entre ellos España: un único estado y una única
nación. Estoy destacando, pues, que los estados–nación son
fundamentalmente nacionalistas. Aunque eso sí, nacionalistas
con éxito y, por consiguiente, con tendencia a negar este
hecho.170 De este principio deriva la homogeneidad lingüística
del estado y el arrinconamiento de todas las lenguas distintas

119
de la oficial del estado (la lengua de la nación hegemónica);
arrinconamiento que se justifica con el pretexto de que las
lenguas que no son la oficial del estado son realidades del
pasado. En este proceso tenemos que tener en cuenta que
esta lengua, poco a poco y quizás a la fuerza, ha pasado a
ser conocida por todos los ciudadanos del estado. Por eso
cuando queremos responder a la pregunta en cuestión (¿en
qué cultura societal tienen que poder vivir los miembros de
una minoría nacional?) no podemos despreciar el hecho de
que optar por la lengua (y la cultura) mayoritaria sería menos
costoso que optar por la lengua de la minoría. Este es el
argumento, que no deja de ser racional, que expuso
reiteradamente Juan Ramón Lodares.171 Ni tampoco podemos
dejar de tener en cuenta que la renuncia a la propia cultura y
la adopción de la cultura mayor podría parecer un avance
hacia aquella cultura caleidoscópica que parece ser la utopía
de la modernidad cosmopolita.172 Antes me he referido a ello
a partir de una reflexión de Amin Maalouf: todos nosotros
estamos infinitamente más cerca de nuestros contemporáne-
os que de nuestros antepasados. El estado–nación, por lo
tanto, parece exigir que los miembros de una minoría
nacional incluida en el estado opten por la lengua societal
común, la castellana en el caso español.
Pero da la impresión de que esta mezcla caleidoscópi-
ca característica del cosmopolitismo se relaciona más con una
civilización común que con una cultura común y, en este
sentido, no ha implicado en ningún caso la desaparición de
las culturas minoritarias en favor de la cultura hegemónica.
Más bien la resistencia que las culturas minoritarias oponen a
su desaparición es enorme y sorprendente.173 Lo repito: hay
argumentos que ayudan a entender la solidez de las naciones

120
y de sus lenguas. En primer lugar, la identidad cultural que
determina los límites de lo que podemos imaginar y, por lo
tanto, ofrece opciones significativas. Una identidad que, en
segundo lugar, proporciona un anclaje para la autoafirmación
de las personas y la seguridad de una pertenencia estable sin
que tenga que realizarse un esfuerzo demasiado grande. En
tercer lugar, una identidad cultural que, al transmitirse de
padres a hijos, ayude a asegurar los vínculos intergeneracio-
nales. Y podríamos añadir, parafraseando a Benedict
Anderson, que todo parece indicar que en la ilusión de la
perennidad de nuestra comunidad y de su lengua podemos
encontrar una ayuda para superar el desconcierto con el que
miramos la muerte. Precisamente, la crisis de las culturas
societales asociada a la postmodernidad es lo que hace más
inseguro el mundo y más incierta nuestra vida.174 Algunos ya
se refieren a la sociedad de riesgo. Resumiendo. Lo que
explica la resistencia de las culturas a desaparecer es el doble
papel que juegan: por un lado, en tanto que constitutivas de
la identidad personal; y por otro, en tanto que condición para
el ejercicio de la autonomía y de la autenticidad de sus
miembros;175 es decir, para una vida plena, libre y segura.
Por todo ello, hoy se va imponiendo la idea de que el
derecho a elegir las opciones vitales en el seno de la propia
cultura debe ser considerado como uno más de los derechos
humanos: los derechos humanos individuales deben incluir la
pertenencia a una comunidad cultural porque esta es una
condición necesaria para el acceso a la identidad personal y
para la elección de valores y objetivos. Por lo tanto, la posibi-
lidad de que una cultura sea autónoma y auténtica y de que
proyecte objetivos importantes forma parte de los derechos
fundamentales del hombre, al mismo nivel que los derechos

121
individuales, ya que sin esta cultura estos derechos nunca
podrían satisfacerse.176
En todo caso, desde una perspectiva democrática y
liberal no es fácil explicar que todos los miembros de la
cultura hegemónica tengan en el derecho a vivir en su propia
cultura y que, en cambio, los miembros de una minoría no lo
tengan. La igualdad de oportunidades que deben tener todos
los miembros de un estado democrático que quiera evitar el
conflicto y a la larga su propia disolución convierte en
irrenunciable el derecho a vivir de cada una de las culturas
incluidas en el estado. Y para que esto sea posible es necesa-
rio que se cumplan dos condiciones.
La primera, que estas culturas no desaparezcan. Por
lo tanto el estado tiene la obligación de implicarse
positivamente en la defensa y el mantenimiento de todas las
culturas societales que integra. El estado, pues, no puede ser
neutral en esta cuestión. Ahí se juega ser o no ser democráti-
co porque hoy todos sabemos que la neutralidad del estado
esconde siempre la promoción de la cultura y de la lengua
hegemónicas de la mayoría.177 Esta neutralidad esconde, por
consiguiente, una concepción del estado ligada a la idea
tradicional de un estado/una nación. Y, en consecuencia,
esconde la continuación del proceso de limpieza étnica con el
que inició, hace ya tiempo, su construcción.178
La segunda, que el conocimiento de la lengua minori-
taria en su territorio sea, a diferencia de lo que es habitual,
una condición indispensable para la ciudadanía. Una obligaci-
ón para todos, en definitiva. Al utilizar lengua minoritaria me
refiero a las lenguas del estado que no son oficiales en todo
el estado sino que solo lo son en una parte. Y eso indepen-
dientemente de si son mayoritarias o no en esta parte del

122
estado, puesto que la condición actual de estas lenguas es
una consecuencia de la política de construcción del estado–
nación que se ha basado en sus inicios y a menudo todavía
hoy en su aniquilación. En esta propuesta la ciudadanía de la
nación está incluida en la ciudadanía del estado y, por tanto,
todos los ciudadanos deberían conocer, como ya sucede en
todos los casos que conozco, la lengua general del estado.
No debería ser necesario advertir esto, pero la insistencia
malintencionada de los que continúan viendo el estado–
nación como una nación en construcción que necesita aniqui-
lar todas las naciones previas nos obliga a ello: convertir la
lengua minoritaria en obligatoria para todos los ciudadanos
solo significa que todos deben conocer las dos lenguas, la
general del estado y la de la nación, solo eso. El conocimien-
to generalizado de la lengua de la minoría nacional es la
única garantía para que sus miembros puedan vivir en su
propia cultura y en su propia lengua. Claro está, los
miembros de la mayoría ya pueden hacerlo ahora y podrían
continuar haciéndolo después. El conocimiento obligado de
las dos lenguas, la propuesta que acabamos de hacer en
definitiva, no deja de poner en situación de extrema debilidad
a la lengua minoritaria. Razones de tipo práctico y razones
ligadas a la relación de fuerza que condiciona la magnitud, lo
explican. Por eso el estado, si realmente es un estado
democrático, está obligado a una política positiva de protecci-
ón y fomento de la lengua minoritaria. Que los miembros de
una minoría nacional puedan vivir en su lengua con normali-
dad es una condición necesaria para que estas puedan sobre-
vivir. La política del estado debería empezar a ser una
condición suficiente. Si no es así, las lenguas minoritarias no
podrán sobrevivir. La realidad es que actualmente en Catalu-

123
ña, y en el resto de los territorios de lengua catalana, todo el
mundo, sin excepción, conoce el castellano pero no todo el
mundo conoce el catalán y por lo tanto el castellano tiende a
predominar, en líneas generales, en el uso social.179 Al fin y al
cabo, la vida en comunidad continúa basándose en la idea
que hay unas pautas de comportamiento, en este caso
lingüístico, que sirven para ahorrarnos tener que pensar a
cada momento cómo tenemos que comportarnos. Por lo
tanto, se basan en la idea de que todos podemos compartir
unos conocimientos lingüísticos y, por consiguiente, que no
tenemos que plantearnos cada vez en qué lengua debemos
hablar para evitar una relación fallida. Por eso, el estado
tiene que adoptar una política de defensa de la lengua
minoritaria. En este sentido, o el estado considera que la
defensa de todas sus lenguas minoritarias es una cuestión de
estado y se convierte así en un estado plural, o la limpieza
étnica del estado–nación obliga a las naciones que incluye a
defender su supervivencia fuera del estado, es decir, obliga a
la secesión. Hasta hoy, que quede claro, ha sido el estado
quien ha empujado las minorías nacionales a la separación.
La tercera idea es una consecuencia lógica de las dos
primeras: si vivir en el seno de la propia cultura societal es
fundamental, ¿cuál debería ser la actitud de las minorías
inmigrantes? ¿Deberían poder desarrollar sus propias culturas
en el país de acogida?
No es fácil responder estas preguntas. Descartemos,
de entrada, la asimilación cultural de las minorías inmigran-
tes, que es lo que seguiría de acuerdo con la concepción
tradicional y europea de la nación, que se basaba en la
homogeneidad originaria. La asimilación solamente conduciría
a reacciones étnicas defensivas.180 Y con ello se originaría un

124
conflicto parecido al que han mantenido las minorías naciona-
les con los estados–nación(alistas) en los que han quedado
incluidas. Descartada, por lo tanto, la política de asimilación,
las sociedades europeas del siglo XXI tienen que afrontar el
reto de la integración de las minorías inmigrantes.
Si, como ya hemos afirmado, la pertenencia a una
cultura societal es necesaria para la libertad y la igualdad,
cualquier propuesta que impida disponer de libertad e
igualdad en el seno de culturas societales viables es incompa-
tible con las aspiraciones liberales y, por lo tanto, parece
lógico animar a los inmigrantes a integrarse en la cultura
societal de la sociedad de acogida.181 No parece lógico, en
cambio, animarles a mantenerse dentro de su cultura puesto
que, de momento, no disponen ni de la concentración
territorial ni de las instituciones necesarias para sostener su
cultura y, por consiguiente, solo conseguirían una vida
marginal. Will Kymlicka lo explica con esta contundencia:182
«La libertad y la igualdad para los inmigrantes requiere
libertad e igualdad dentro de las instituciones principales. Y
esto, según sostengo, es un doble proceso: en primer lugar,
implica la promoción de la integración lingüística e institucio-
nal para que los grupos inmigrantes tengan igualdad de
oportunidades en las instituciones educativas, políticas y
económicas básicas de la sociedad; y, en segundo lugar,
implica reformar estas instituciones comunes de modo que
acomoden las distintivas prácticas etno–culturales de los
inmigrantes con el fin de que la interacción lingüística e
institucional no exija la negación de sus identidades etno–cul-
turales».
Jürgen Habermas ha propuesto otra solución de la
que se ha hablado mucho: crear una nueva identidad común,

125
transcultural, que esté al margen de todos los signos cultura-
les identitarios y de todo lo que sea etno–cultural. Lo ha
llamado «patriotismo constitucional».183 Creo que se asemeja
a la integración pluralista propuesta por Daniel Cohn Bendit y
Thomas Schmidt en la que se reconocen los valores vinculan-
tes comunes.184 Pero las cosas no son tan sencillas. Ya he
dicho antes que en el caso de estados que incluyen diversas
minorías nacionales, y son prácticamente todos, hay que
situar el problema en el marco de una relación doble que ha
de ser especialmente sensible a las diferencias identitarias.
Por un lado, una relación entre la nación incluida y el estado–
nación inclusor; por el otro, una relación entre la nación,
ahora inclusiva, y las minorías inmigrantes. En nuestro caso,
la relación entre Cataluña y España, y entre las minorías
inmigrantes y Cataluña. Para empezar a resolver la cuestión
haría falta que las culturas hasta ahora de algún modo
hegemónicas (la castellana en España, y la catalana y la
castellana en Cataluña) dejen de confundirse con la cultura
política general compartida por todos. Habermas lo resume
así: que la parte no se presente más como la fachada de la
totalidad. Hasta ahí estamos de acuerdo. Pero en su propues-
ta Habermas considera que la pertenencia a una nación
consiste simplemente en aceptar unos principios políticos y
no en integrarse en una cultura societal.185 He discrepado
abiertamente de esta idea puesto que estoy convencido de
que no es posible una vida plena al margen de una cultura
societal.
Las preguntas del inicio, por lo tanto, siguen sin
responder.
Antes, utilizando una larga cita de Javier de Lucas, me
he referido al peligro que origina considerar las comunidades

126
como una cosa natural. Esta consideración siempre ha
comportado la exclusión de los otros, la eliminación o la
sumisión de los que no comparten nuestra identidad. Lo que
se sigue de la idea de De Lucas es lo siguiente. En primer
lugar, que es necesario repensar la idea tradicional de las
comunidades nacionales, basada en el pasado, y más especí-
ficamente en el origen común y en la consiguiente homoge-
neidad. En segundo lugar, hace falta iniciar la construcción
de una nueva sociedad en la que 1) se pueda mantener la
cultura societal originaria, 2) sin que sea a partir de la idea
de que las identidades primarias han de imponerse a todos
los miembros de la comunidad y 3) que incorpore a la nueva
cultura societal aquellos elementos de las culturas de los
inmigrantes que puedan facilitar su integración. Y esto
solamente será posible a partir de una negociación intensa
entre las partes y de la aceptación de que la sociedad de
acogida tendrá que cambiar considerablemente.
Entre los signos identitarios primarios que podrían
dejar de ser la base única de la nueva identidad colectiva y
que pasarían a ser signos identitarios de solo una parte,
mayoritaria o minoritaria, de la nueva sociedad está la
lengua. Como mínimo, durante un tiempo. Y la lengua es uno
de aquellos signos que hemos asociado con el sentimiento de
deber al que antes me he referido: el deber de mantener la
continuidad de la nación con todas sus características defini-
torias, entre las cuales la lengua juega un papel determinan-
te. Por eso hay tanta angustia detrás del modelo: es como un
dolor anticipado, un miedo a la posible muerte de la lengua y
de la identidad. Un dolor producido, unas veces, por un
sentimiento de culpa que nos puede hacer sentir traidores y,
otras veces, por un sentimiento de haber fallado. Por eso no

127
tiene que extrañarnos, aunque no estemos de acuerdo, que
miembros de estas culturas amenazadas adopten actitudes
cada vez más radicales, cada vez más suicidas.186 Ya se ve
que la lealtad a la identidad puede ser, algunas veces,
peligrosa. Puede serlo, ciertamente, pero no es inevitable.
Por eso Amin Maalouf ha hablado, refiriéndose a la identidad
y, por inclusión, a la lengua, de la necesidad de «domar la
pantera»: Estuve a punto de dar a este ensayo este título:
¿Cómo domar la pantera? 187
¿Qué significado puede tener «domar la pantera» si
para algunos, y desde luego para mí, el mantenimiento de la
identidad a través de la lengua es vitalmente fundamental?
Maalouf ha insinuado un camino. Veámoslo. Entre los
elementos que definen una cultura y una identidad he
aludido a menudo a la lengua; pero no he insistido lo
suficiente en que no se trata de un elemento cualquiera. De
todas las pertenencias que reconocemos como propias, la
lengua casi siempre es una de las más determinantes. Tanto
o más que la religión. Pero la lengua presenta características
que la hacen muy diferente de la religión: la religión es por
naturaleza exclusiva mientras que la lengua no lo es.188 Es
decir, se puede conocer y practicar más de una lengua. La
lengua, pues, tiene la particularidad de ser al mismo tiempo
un elemento de identidad y un instrumento de comunicación.
Por eso, a diferencia de lo que sucede con la religión, separar
lengua e identidad no parece ni viable ni beneficioso. La
lengua es, por vocación, el eje de la identidad cultural y la
diversidad lingüística es el fundamento de cualquier
diversidad.189
Siguiendo estas ideas, podemos afirmar que las
lenguas presentan una ambivalencia interesante. Cualquier

128
lengua puede ser lengua de identidad y, desde este punto de
vista, todas las lenguas son iguales. Y así no tendríamos que
eliminar este papel identitario de las lenguas puesto que no
hay nada tan peligroso como romper el cordón umbilical que
une un hombre a su lengua.190 En esta línea, debe estable-
cerse sin la más mínima ambigüedad el derecho de cada
hombre a conservar su lengua identitaria y a utilizarla libre-
mente.191 Pero las lenguas también son instrumentos de
comunicación y, desde esta perspectiva, no todas las lenguas
son iguales. Por eso antes hemos hablado de que determina-
das funciones correspondían mecánicamente a algunas
lenguas. El caso de las lenguas internacionales era un
ejemplo sencillo. En este sentido, y volviendo a lo que nos
ocupaba, la lengua de la sociedad de acogida puede jugar, y
debe jugar, un papel especial: el de instrumento de comuni-
cación de toda la sociedad. Y ello sin impedir, por lo que
acabamos de decir, la lengua identitaria de nadie.
Esta distinción permitiría compatibilizar la inevitable
globalización lingüística —que otorga en exclusiva funciones
a las grandes lenguas— y el mantenimiento de la diversidad
lingüística, puesto que las lenguas de las minorías nacionales
tendrían una función exclusiva fundamental: ser lengua
vehicular en sus territorios. Es evidente que el camino a
seguir no es el de la lucha abierta, perdida de entrada, contra
el inglés, o contra alguna otra lengua globalizable, en nuestro
caso el castellano.192 Se trata más bien de que la existencia
de estas lenguas sea compatible y, por lo tanto, que se dé un
reparto de funciones que permita la conservación y el
desarrollo de la lengua nacional amenazada y que, además,
consolide un cierto plurilingüismo. Este es posible porque no
basta con la lengua identitaria y la lengua global por excelen-

129
cia, el inglés, porque entre ambas hay un espacio inmenso
que tenemos que saber llenar. Ahora la cuestión fundamental
será cómo gestionar la multiplicidad de culturas y de lenguas.
Y esta gestión pasa, con toda seguridad, por el fomento de
diversas formas de poliglosia.193 Una poliglosia que también
tendrán que aceptar los hablantes de la lengua hegemónica
del estado.

3.8. El valor de la diferencia

Todo parece indicar que la tensión entre mundo


global y mundo local continúa resolviéndose en un espacio
intermedio que coincide con el de las culturas societales.
Isaiah Berlin ha insistido en ello: «Ser humano significa ser
capaz de sentirte en tu casa en algún lugar, con tu gente».194
También parece que la tensión entre la cultura del
estado–nación, construido de acuerdo con la idea de que un
estado ha de coincidir con una única nación, y la cultura de
las naciones previas al estado, solamente tiene dos salidas.
La primera salida. Si los estados continúan basándose
en el modelo de estado–nación surgido en los siglos XVIII y
XIX, entonces o bien los estados plurinacionales se dividen
en tantos estados como naciones contienen o bien el estado
se convierte inevitablemente en un destructor de naciones,195
o lo que es lo mismo, en una pantera asesina (por su
nacionalismo). En eso corregimos radicalmente a Maalouf: la
pantera asesina a menudo no son las naciones que el

130
estado–nación quiere destruir sino los estados–nación des-
tructores.
La segunda salida consistiría en que los estados se
basasen en un nuevo modelo plurinacional. Un estado que,
en palabras del jurista mexicano Luis Villoro, «tendría que
favorecer la unión a través de un proyecto común que vaya
más allá de los valores propios de cada grupo cultural, un
estado que no se presente como una comunidad histórica
cuya identidad existe desde tiempos inmemoriales sino como
una asociación voluntaria surgida de una elección
común».196Un estado en minúsculas, pues, pero necesario y
aceptado por todas las partes.
También parece que las naciones de este nuevo
estado plural que proponemos deben construirse una nueva
identidad capaz de incorporar elementos significativos de las
culturas de los inmigrantes. Y eso significa, claro está, que la
cultura identitaria de Cataluña, vehiculada desde un principio
por la lengua catalana y desde hace poco también por la
lengua castellana, tendrá que cambiar substancialmente.
López García197 ha insistido en que para resolver la utopía
legitimadora de las antiguas naciones no podremos utilizar
los mitos fundacionales. No sé si sabremos hacer y digerir
estos cambios. Tampoco sé si querremos, y especialmente
querrán, hacerlos. Pero no tenemos tiempo que perder. Nos
lo recuerda George Steiner: la rotunda frase de Shakespeare
«una casa de pueblo y un nombre» pone de manifiesto un
determinado carácter. No hay lenguas pequeñas. Cada
lengua contiene, expresa y trasmite no solo una singular
carga de memoria de las cosas vividas sino también una
energía evolutiva de su futuro, una potencialidad para
mañana. La muerte de una lengua es irreparable, limita las

131
posibilidades humanas. Para Europa, no hay una amenaza
más radical, en sus propias raíces, que la marea exponencial
del angloamericano y de los valores uniformes y la imagen
mundial que este esperanto devorador implica. El ordenador,
la cultura populista y de comercialización a gran escala
hablan angloamericano, desde los clubes nocturnos de
Portugal hasta los grandes locales de comida rápida de
Vladivostok. Europa morirá, sin duda, si no lucha a favor de
sus propias lenguas, sus tradiciones locales y sus autonomías
sociales. Si olvida que Dios está en el detalle.
Pero, ¿cómo podemos equilibrar las exigencias
contradictorias de unificación político–económica y de
singularidad creativa? ¿Cómo podemos disociar la preserva-
ción de la riqueza y la diferencia de la larga historia de odios
mutuos? No sé cual es la respuesta. Solamente puedo decir
que aquellos que son más sabios que yo tienen que encon-
trarla. Y que «se está haciendo tarde».198

132
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140
NOTAS

1
Pere Comellas (2006: 92), Skutnabb-Kangas (2000: 82–83).
2
Will Kymlicka (2003: 245).
3
Josep M. Colomer (2006) y Xavier Rubert de Ventós (2006).
4
Josep Corbella, Eudald Carbonell, Salvador Moyà & Robert Sala (2000:
102).
5
Daniel Nettle (1999: 217–218).
6
Robin Dunbar (1998).
7
No parece que Josep Corbella, Eudald Carbonell, Salvador Moyà & Robert
Sala (2000) piensen lo mismo. Eudald Carbonell (90-93), por ejemplo, cree
que entre hace 350.000 y 450.000 años, no puede haber una fecha clara,
la humanidad traspasó la frontera de la complejidad. En estas fechas
aparecieron simultáneamente las características principales que nos
definen como humanos. Entre estas características Carbonell incluye el
lenguaje. Es cierto que no distingue entre protolenguaje y lenguaje, a
diferencia de Bernard Victorri y Jean-Louis Dessalles. No obstante, en
todas las ocasiones parece considerar que desde un punto de vista
lingüístico las cosas ya estaban claras en aquel momento. Robert Sala
(119) es más explicito en esta cuestión: al hablar de los Homo
neanderthalis y de los Homo sapiens afirma que en aquella época ambos
fabricaban los mismos utensilios, tenían un cerebro similar, tenían lenguaje
y dominaban el fuego. Estaban, pues, en posición de igualdad. Eso
indicaría que si al final los neanderthalis desaparecieron no fue porque
fuesen inferiores en inteligencia…. Véase una buena síntesis del problema
en Jean-Louis Dessalles, Pascal-G Picq & Bernard Victorri (2006).
8
Robin Dunbar (1996).
9
Bernard Victorri (2005 y 2006).
10
Bernard Victorri (2005: 227–228).
11
Nicholas Ostler (2005: 7).
12
Roman Jakobson (1968).

141
NOTAS
13
Daniel Heller-Roazen (2005: 9–12).
14
Xavier Rubert de Ventós (2006: 39).
15
George Steiner (1975: 72).
16
El escritor Quim Monzó (Por la reinserción social, La Vanguardia, 21
de junio de 2006) se ha referido recientemente a este fenómeno,
aunque mostrando el caso contrario: el de utilizar el acento para
simular que no formas parte del grupo: «A propósito del alud de robos
violentos que hay en casas y chalets, Jordi Corachán escribía hace unos
días en El Periódico que la Guardia Civil sospecha que, además de las
bandas procedentes de la Europa Central y del este, hay también
bandas indígenas que simulan acentos extranjeros para despistar a la
policía…». También en el libro de memorias del periodista Carles Sentís
(ver apartado bibliografía del presente libro) se cita una anécdota
acaecida en Santo Domingo relacionada con el acento y con el suceso
bíblico al que hemos hecho referencia. Traduzco del catalán el
fragmento de Sentís: «Se hizo famosa otra muestra de la crueldad de
Trujillo: como en la República Dominicana se vivía mejor que en Haití,
muchos haitianos intentaban pasar la frontera durante la noche. El
dictador ordenó matar a todos los que lo hubiesen conseguido. Como
muchos de ellos sabían español, puesto que habían trabajado en la
zafra en Cuba, intentaban hacerse pasar por dominicanos. Para
identificarlos les obligaban a hablar y si no eran capaces de pronunciar,
sin que se notara su acento afrancesado, palabras como perejil o
mujer, les costaba la vida». Debo esta última información a Carlos
Gorini, estudiante del Máster de Periodismo Cultural en la Universidad
de Girona.
17
Al fin y al cabo no se trata de nada más que de aplicar el principio de
transitividad: todos los lectes orals (di-lectes) idénticos a una misma
lengua escrita son, lógicamente, la misma cosa.
18
Roger Wright (1982).

142
NOTAS
19
Lluís V. Aracil (1983).
20
Philippe Martel (2001: 85).
21
Pèire Bec (1977).
22
Eric Hobsbawm (1990).
23
John H. Elliott (1987).
24
Véase Francesc Espinet, Josep Lluís Gómez Mompart, Enric Marín, Eva
Serra & Joan Manuel Tresserras (1988), para una respuesta a John H.
Elliott.
25
Peter Burke (1996: 93–94).
26
Robert A. Hall (1942: 54).
27
Peter Burke (1942: 109).
28
Adrian Hastings (1977)
29
Joaquín Fernández A. Las raíces profundas del nacionalismo. Ciencias
Sociales Online, marzo 2005, vol.2, Nº 1 (75-81). Reseña de Hastings,
Adrian (2000): La construcción de las nacionalidades. Etnicidad, religión y
nacionalismo. Madrid, Cambridge University Press, 269 páginas.
30
Anthony Smith (2000).
31
Montserrat Guibernau (2000).
32
Josep R. Llobera (2003).
33
Pierre Vilar (1981: 15–16).
34
Xavier Torres (2003).
35
Dante Alighieri (1997). De Vulgari Eloquentia (VIII, 5, 87).
36
Dante Alighieri (1997). De Vulgari Eloquentia (IX, 8, 95).
37
A pesar de la traducción, Dante se refiere explícitamente a una pantera:
nec pamtheram quan seguimur adinvenimus. Dante Alighieri (1303-1305).
De Vulgari Eloquentia (XVI, 1, 137).
38
Dante Alighieri (1997). De Vulgari Eloquentia (IX, 11, 97).
39
Dante Alighieri (1997). De Vulgari Eloquentia (XVI, 4, 137).
40
Dante Alighieri (1997). De Vulgari Eloquentia (XVI, 6, 139).
41
Josep Maria Nadal (1992).

143
NOTAS
42
Giovan Francesco Fortunio (1516). Regole grammaticali della volgar
lingua.
43
Pietro Bembo (1525). Prose della volgar lingua.
44
Claudio Marazzini (1993: 149–150).
45
Pietro Bembo (1525: 35).
46
Niccolò Machiavelli (1529).
47
Claudio Marazzini (1993).
48
Claudio Marazzini (1999).
49
Tullio de Mauro (1974: 43).
50
Pietro Bembo, (1525: 31).
51
Claude Hagège (1996: 50).
52
Documento firmado en Villers-Cotterêts entre el 10 y el 15 de agosto de
1539 por el rey de Francia Francisco I.
53
Philippe Martel (2001: 200–207).
54
Jacqueline Picoche & Christiane Marchello-Nizia (1989: 29).
55
Philippe Martel (2001: 106–107).
56
Danielle Trudeau (1992: 470) no cree que la expresión en langage
maternel français et non autrement niegue la posibilidad de uso a los otros
vernáculos. Se basa en el hecho de que el
langage maternel puede referirse tanto al francés como a los otros
vernáculos. Su argumentación está bien fundamentada. Pero también es
verdad que la misma autora afirma que, de hecho, después de la
Ordonnance los vernáculos fueron sustituidos por el francés de una
manera bastante general. Nuestra argumentación, pues, no cambia
fundamentalmente. Joan Lluís Marfany (2001: nota 16, página 193) se
hace eco de la idea de Martel (1993: 126) según la cual Villers–Cotterêts
era, ciertamente, un intento de frenar el uso del latín y, por consiguiente,
no hace referencia explícita alguna a las otras lenguas; sin embargo, la
razón de que no fueran prohibidas explícitamente se explica porque, de
hecho, ya no contaban. Martel (2001) ha profundizado en esta idea y ha

144
NOTAS

demostrado de una manera convincente la línea argumental que he


seguido.
57
Danielle Trudeau (1992).
58
Danielle Trudeau, (1992: 42).
59
Es la misma idea que encontrábamos en el caso de Italia: la norma,
como solamente depende de la voluntad y el esfuerzo individual, es lo que
posibilita la socialización de la lengua.
60
Danielle Trudeau (1992: 108).
61
Danielle Trudeau (1992: 198).
62
Sylvain Auroux (1994 y 1998).
63
August Rafanell (1999 y 2000).
64
Joan Lluís Marfany (2001: 107).
65
Joan Lluís Marfany (2001: 107–108).
66
Joan Lluís Marfany (2001: 109). Marfany destaca que en este año el
vicecanciller era el catalán Miquel Mai.
67
Joan Lluís Marfany (2001: 110–111).
68
Joan Lluís Marfany (2001: 120).
69
Joan Lluís Marfany (2001: 135–136).
70
Joan Lluís Marfany (2001: 128).
71
Jordi Nadal (2001: 15).
72
Jonh H. Elliott (1994: 79).
73
Romolo Amaseo (1564: 101). Romolo Quirino Amaseo, nacido en Udine
en 1489, hijo de Gregorio, fue jurisconsulto, humanista, docente de
retórica, poesía y humanismo en Bolonia, en Padua y en Roma, donde
murió en la pobreza en 1552. Compuso elegantes oraciones, de las cuales
la más famosa es De latinae linguae usu retinendo, pronunciada en Bolonia
en 1529.
74
Sylvain Auroux (1973: 116–119)
75
Renée Balibar & Dominique Laporte (1974); Michel de Certeau,
Dominique Julia & Jacques Revel (1975); Brigitte Schlieben Lange (1996).

145
NOTAS
76
El término monarquía compuesta se refiere, sustituyendo a los de
Estado moderno, Estados nacionales de la primera Edad Moderna o
Monarquías Absolutas, a aquellos conjuntos dinásticos resultantes de la
agregación aleatoria de diversos territorios bajo el poder personal del rey.
Véase Xavier Torres (2003).
77
Michel de Certeau, Dominique Julia & Jacques Revel (1975).
78
Benjamín Tejerina Montaña (1992: 14).
79
Esta es una idea claramente durkhemiana: la lengua heredada deja de
ser vista como una lengua construida y se impone inevitablemente a los
miembros de la comunidad lingüística.
80
Josep Moran & Joan Anton Rabella (2001).
81
Manuel C. Díaz y Díaz (1978: 30, 32).
82
Francisco Rico (1978: 78).
83
Bruno Migliorini (1960: 61–64).
84
Véase, por ejemplo, Emilio Alarcos Llorach (1982: 10) que, cuando sitúa
el nacimiento del castellano en la época de las Glosas Emilianenses, precisa
«¿qué significa eso del nacimiento de la lengua castellana? En rigor,
deberíamos decir: milenario (aproximado) de la más antigua aparición
escrita (por ahora) de algo que no es latín y parece castellano». El
subrayado es mío.
85
Antonio Alatorre (1979: 9).
86
Claude Hagège (1996: 19).
87
Renée Balibar (1985: 11).
88
Bernard Cerquiglini (1991: 4).
89
Zalco Muljačić (2004).
90
Juan Ramon Lodares (2002: 10).
91
Consideramos la lengua como un objeto «secundario» que solamente es
lengua «en la medida en que se ha constituido como tal a través de
procesos sociales o sociolingüísticos».
92
Banniard, Michel (2004).

146
NOTAS
93
Anderson, Benedict (1996).
94
Nicholas Ostler (2005); Louis-Jean Calvet & Pascal Griolet (2005).
95
Jordi F. Fernández & Gorka Redondo (2006).
96
Grup d’Estudi de Llengües Amenaçades (GELA, 2005) de la Universitat
de Barcelona.
97
Louis-Jean Calvet (2004: 64).
98
Louis-Jean Calvet (2002: 143).
99
Louis-Jean Calvet (2002: 142).
100
Louis-Jean Calvet (2002: 139).
101
Louis-Jean Calvet (2002: 26–28).
102
Del Moral (2002: 21–22).
103
Louis-Jean Calvet (2003).
104
Josep M. Colomer (2006: 101).
105
Robin Dunbar (1996).
106
Louis-Jean Calvet (2002: 145).
107
Louis-Jean Calvet (2004: 70).
108
Louis-Jean Calvet (2002: 145).
109
Louis-Jean Calvet (2002: 167).
110
Will Kymlicka (2003: 323).
111
Jordi Bayona (2005: 2).
112
Jordi Bayona (2005: 3).
113
Ernest Renan (2001:38).
114
Will Kymlicka (2006: 41–42).
115
Roland J.L, Breton (2002).
116
Will Kymlicka (2003: 323).
117
Popol Vuh (2005: 24).
118
Albert Bastardas (2006: 29).
119
Peter L. Berger & Thomas Luckman (2001).
120
Albert Bastardas (2006: 48–49).
121
Miquel Caminal (2003).

147
NOTAS
122
Louis-Jean Calvet (2004: 30).
123
Jean Pierre Warnier (2002: 30); Édouard Glissant (2002: 83).
124
Jean Pierre Warnier (2002: 19).
125
Zygmunt Bauman (2000).
126
Jürgen Habermas (1999: 103) se ha referido a José M. Guéhenno
(1995: 71–73) para insistir en este cambio y definir la sociedad global
como una sociedad que ha sustituido el estado democrático por un
estado de derecho privado.
127
Sami Naïr (2003: 25).
128
Javier de Lucas (1996a: 12).
129
Utilizando estas dos expresiones (nación real/nación imaginada) no
quisiera inducir a creer que la segunda es menos real que la primera.
130
Javier de Lucas (2003: 41).
131
Amin Maalouf (1999: 37, 39, 45 y 152).
132
Isaiah Berlin (1997: 46 y 65).
133
Javier de Lucas (2003: 38).
134
Amin Maalouf (1999: 135–136) .
135
Peter L. Berger & Thomas Luckman (2002: 80).
136
Pierre Vilar (1981: 12).
137
Zygmunt Bauman (2001: 86).
138
Zygmunt Bauman (2003: 138).
139
Javier de Lucas (1996b: 27).
140
Jean-Pierre Warnier (2002: 49).
141
Benedict Anderson (1996).
142
Jean-Pierre Warnier (2002: 85).
143
Jean-Pierre Warnier (2002: 23).
144
Javier de Lucas (2002: 40).
145
Ver, también, Antoni Defez i Martín (2003: 6–15). Para Defez «el
cosmopolitismo, por un lado, tiende a ver a los seres humanos como
seres no situados, siendo toda ubicación e identificación una especie de

148
NOTAS

naturaleza secundaria e inferior (o patológica); por otro lado, y como


consecuencia, suele invocar una supuesta naturaleza humana, universal
y racional como fundamento de la acción moral y política».
146
Jean-Pierre Warnier (2002: 108).
147
Amin Maalouf (1999: 149).
148
Zygmunt Bauman (2003: 125).
149
Esta cita de Régis Debray la he obtenido de Marco Aime (2004).
150
Jürgen Habermas (1999: 94).
151
Los Estados-Nación han surgido, la mayoría de las veces, a costa de
«subpueblos» oprimidos o marginados. Jürgen Habermas (1999: 121).
152
Javier de Lucas (2003: 64).
153
Javier de Lucas (2003: 65 y 66).
154
Ver Daniel Nettle & Suzanne Romaine (2005).
155
Javier de Lucas (1996a: 10–11); Zygmunt Bauman (2003) insiste en
la misma idea: «el reconocimiento de la variedad cultural es el
principio, no el final, de la cuestión; no es más que un punto de partida
para un proceso político largo y quizás sinuoso, pero al fin y al cabo,
beneficioso».
156
Amin Maalouf (1999).
157
Horace Kallen (1924: 94).
158
Javier de Lucas (2003: 50) Fijaos que esto se relaciona con aquella
pregunta que me hacía al inicio sobre si la representación es totalmente
arbitraria o si, en cambio, está determinada por la realidad empírica
que debe representar. Existe el prejuicio debido al cual inmigrantes
demasiado distintos no pueden formar una identidad con nosotros. Es
curioso, sin embargo, que exista una selección de las diferencias: los
inmigrantes chinos, por ejemplo, no son visibles y, por tanto, sus
diferencias son irrelevantes. Ver Marco Aime (2004:86-90).
159
David D. Laitin (2000: 184).

149
NOTAS
160
La conversación tuvo lugar, concretamente entre dos arbucienses, el
9 de agosto del 2004 en la sala de espera del Hospital Josep Trueta de
Girona.
161
Marco Aime (2004: 86).
162
Amin Maalouf (1999: 137–138).
163
López García (2004: 40).
164
Jürgen Habermas (1999: 47).
165
Amin Maalouf (1999: 47).
166
Como decía Paul Valery, detrás de cualquier teoría se esconde una
autobiografía: Toute théorie suppose une autobiographie cachée.
167
Will Kymlicka (2003: 39–40). También Will Kymlicka (1996: 111–
150).
168
Will Kymlicka (1996: 121).
169
Will Kymlicka (1996: 122).
170
Antoni Defez i Martín (2003b: 287–300). La citación se ha extraído
de la nota 15 y dice lo siguiente: «En realidad, el problema de la
descalificación política y moral del nacionalismo proviene de dos
frentes: por un lado, la no distinción entre tipos diversos de
nacionalismos; por otro, de lo que podríamos llamar la naturaleza
transparente del nacionalismo cumplido. En el primer caso, el asunto
reside en percatarse de que hay nacionalismos agresivos, intolerantes y
xenófobos, mientras que también los hay pacíficos, tolerantes y
liberales. O mejor todavía: que los hay en mayor o menor medida
decantados hacia uno u otro de estos dos extremos. Por su parte, el
fenómeno de la transparencia del nacionalismo cumplido es
simplemente la idea muy extendida entre los nacionalismos
hegemónicos de que los otros sí que son nacionalistas mientras que
ellos no lo son. Y éste no sería sólo un fenómeno propio de la platea
política; también está presente entre los que investigan teóricamente el
fenómeno del nacionalismo».

150
NOTAS
171
Juan Ramón Lodares (2000). Ver los comentarios de Llorenç
Comajoan y Joan Solà (2005).
172
Esta es la idea de Jeremy Waldrom (1992) comentada por Will
Kymlicka (2003: 230–232).
173
Ver, además de las obras de Will Kymlicka y Zygmunt Bauman que
hemos citado, la de Anthony D. Smith (1999: 125–147), especialmente
el capítulo 4: Chosen Peoples: Why Ethnic Groups Survive.
174
Ver el espléndido trabajo de Zygmunt Bauman (2003).
175
León Olivé (1999: 89). La autenticidad se relaciona con «la
correspondencia entre aquello que una persona cree y valora, y la
manera como vive (León Olivé, 199: 196)». Una cultura auténtica se
opone a una cultura imitativa que Luis Villoro (1998: 75) define del
modo siguiente: «Una cultura imitativa responde a necesidades y
proyectos propios de una situación diferente de la que vive un pueblo».
La autonomía de las personas es uno de los conceptos que sustentan
las sociedades modernas y en las cuales se basaban las democracias.
La autonomía se refiere a «una voluntad que sigue las normas que ella
misma dicta y no las que ha dictado otro» (Luis Villoro (1988: 95)». La
autonomía de la cultura es una condición necesaria para el ejercicio de
la autonomía de las personas.
176
Luis Villoro (1988: 132). No todo el mundo está de acuerdo con el
reconocimiento de los derechos culturales. Albert Calsamiglia (2000:
135–150), por ejemplo, defiende que más que de «derechos» se trata
de «aspiraciones» justas que deben negociarse, en el juego
democrático, con la mayoría. Pero no creo que se pueda obviar que la
realidad lingüística, entre otras cuestiones, existía antes de la creación
del estado y que, consecuentemente, éste más que otorgar debe
reconocer derechos.
177
Ver Will Kymlicka (1996; 2003) y Charles Taylor (1992).

151
NOTAS
178
Antoni Defez i Martín (2003a: nota 14): «La neutralidad del
liberalismo se aplica a aquello que suele denominarse “concepciones
del bien o de la vida buena”, y se propone como una especie de valor
de segundo orden, ya que esta neutralidad no sería un bien sino un
instrumento para asegurar valores como la justicia, la igualdad, la
autonomía, la libertad, etcétera. En otras palabras: la neutralidad del
Estado sería lo que permite que cada ciudadano pueda escoger
autónomamente y libremente su concepción del bien o de vida buena.
Ahora bien, aceptando que haya una distinción radical entre justicia,
igualdad, etcétera y vida buena, es fácil darse cuenta de que el estado
no puede ser neutral, ya que cuando legisla e incluso cuando no legisla
–pensemos, por ejemplo, en los casos relacionados con la vida y la
muerte, o en el hecho de que el estado liberal ni se plantee la abolición
de la herencia- ya está favoreciendo alguna concepción del bien y, por
supuesto, también alguna concepción sobre qué son los seres humanos
y cómo han de vivir. En este sentido, el caso de la herencia no deja de
ser sorprendente: el liberal contempla la propiedad privada como una
ganancia personal –por esto, es necesario respetarla-, mientras que es
obvio que la propiedad heredada no puede ser presentada como una
ganancia personal, siendo además bastante determinante en relación
con las ganancias reales de los individuos. Pero es más, ni tan solo la
distinción entre lo justo y el bien es radical: cuando el liberal afirma que
la libertad individual solamente debe estar limitada por la libertad de los
otros, o cuando intenta resolver conflictos entre libertades diversas
también está abogando por alguna idea substantiva de bien.
Igualmente, la concepción del individuo como sujeto autónomo,
racional y libre es ya un ideal de la vida buena y de lo que son los seres
humanos: de hecho, una vida que no sea expresión de la
autodeterminación sería una vida de cualidad inferior. En resumen: el
liberalismo es una concepción que valora más la voluntad individual que

152
NOTAS

el valor moral que puedan tener en si mismas las distintas visiones del
bien, las cuales son contempladas solamente como preferencias, ya
que lo importante es la voluntad libre y autónoma; ahora bien, el
liberalismo puede convertirse no solamente en un discurso ciego a las
diferencias sobre la vida buena, sino también en un discurso opaco a si
mismo, ya que bajo la ilusión de la neutralidad tiende a verse como
aquello que, de hecho, no es».
179
Albert Rossich (2005: 16).
180
Daniel Cohn Bendit & Thomas Schmidt (1996: 149), Ciudadanos de
Babel. Apostando por una democracia multicultural, Madrid, 1996,
página 149.
181
Will Kymlicka (2003: 79).
182
Will Kymlicka (2003: 80). Del mismo libro, ver también el capítulo 7,
La teoría y la práctica del culturalismo de inmigración, páginas 185–
218.
183
Jürgen Habermas (1999: 13).
184
Daniel Cohn Bendit & Thomas Schmidt (1996: 150).
185
Will Kymlicka (2003: 211).
186
Amin Maalouf (1999: 152).
187
Amin Maalouf (1999: 189). Isaiah Berlin (1997: 67) explica de una
manera que me es muy próxima la agresividad de la pantera: «Pronto
o tarde, el contragolpe llega con una fuerza irrefrenable. La gente está
harta de sentirse menospreciada, de bailar al son de una nación
superior, de una clase superior, de un superior cualquiera. Pronto o
tarde, se plantean las cuestiones nacionalistas: Por qué hemos de
obedecerlos? Qué derecho tienen a...? Qué pintamos nosotros?, Por
qué no podemos ...?»
188
Amin Maalouf (1999: 174).
189
Amin Maalouf (1999: 174).
190
Amin Maalouf (1999: 175).

153
NOTAS
191
Amin Maalouf (1999: 176).
192
El añadido entre paréntesis es mío.
193
Javier de Lucas (2003: 97 nota 2) y Amin Maalouf (1999: 179–188).
194
Isaiah Berlin (1997: 63).
195
Walker Connor (1972: 319–355).
196
Luis Villoro (1988: 61).
197
Ángel López García (2004: 60)
198
George Steiner (2004: 40-41). La traducción es mía.

154

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