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El poder y la fragilidad1

José Andrés Murillo U.*

El ser humano está constituido por las relaciones que establece con otros2. Estos otros no son
simples cosas que se ponen delante de cada uno y que puedan ser analizadas externa u
objetivamente, sino que son una especie de fuerza creadora de lo que cada uno es. Así, cada
uno de nosotros no es sino un entramado de relaciones que fluyen. Esto hace que toda
relación humana sea tremendamente compleja. En ella suceden diversos fenómenos que no
siempre manejamos advertidamente, sino que por lo general silenciosamente van construyendo
lo que somos, cómo miramos e interpretamos el mundo y a nosotros mismos. Esto es tan
evidente y cotidiano como los encuentros que tenemos con la persona que atiende en un lugar:
si la persona es amable, sube el ánimo o acoge; si es poco amable o agresiva, genera hostilidad.
La relación desde el primer instante de la vida con la madre, las amistades, los amores, las
relaciones laborales, todo constituye lo que somos. En estas relaciones he querido aislar dos
fenómenos que creo que las atraviesan en gran parte, y de los cuales me parece fundamental
hacerse cargo. Me refiero al poder y a la fragilidad.

El poder y el miedo

¿Qué es el poder? No lo podemos decir con exactitud. Sin embargo, está. Lo encontramos
tanto en las relaciones institucionales como en las personales. Es una cierta superioridad de
unos sobre otros, que obliga a obedecer, a asumir valores, claves de interpretación, verdades,
parámetros. Se manifiesta de manera muy oscura y compleja. No necesariamente lo tienen los
dirigentes, ni los más fuertes o grandes, sino que permanece silencioso, sin entrar en diálogo,
imponiendo una manera de interpretar la realidad, de juzgar a los demás, de juzgarse a sí
mismo. El poder es el que dicta los valores, los modos de ser que deben ser asumidos so pena
de no ser querido, de no pertenecer, de ser exiliado, odiado, distinto, ridículo, excluido.
El poder surge del miedo que todos tenemos a ser excluidos. Miedo a quedar a merced de las
inclemencias de la existencia solitaria: la violencia más atroz que puede sufrir un ser humano
(que esencialmente se constituye por los demás).
Entonces, el arma más efectiva del poder es la posibilidad de la exclusión. Esta exclusión a la
que nos referimos no tiene que ver sólo con quedar fuera de un grupo específico de personas,
apartado de una persona, sino sobre todo de quedar fuera de la verdad, del saber, de la opinión
correcta, de la seguridad, incluso de la moda, la cultura, la salvación.

1 Artículo publicado en revista Mensaje, Santiago de Chile, abril 2004


* Doctor (c) en filosofía. Univ. Paris
2 Desde la definición aristotélica del ser humano como zoón politikón (ser vivo que es con los demás) hasta la
caracterización existencial de Heidegger, el Dasein como Mitsein (la existencia humana siempre es un coestar, es
decir, los demás constituyen a cada ser humano), encontramos esta proposición: somos con los demás.
El que es sometido tiene miedo a la inseguridad de la existencia y asume lo que otro, el
poderoso, le ofrece como una seguridad. Mirado de otro modo, podemos decir que el que
tiene miedo necesita de un poder externo que lo tranquilice y reafirme su pertenencia
existencial mediante signos concretos.
Sin embargo, el poderoso también tiene miedo, y este miedo se ve apaciguado por la
aceptación del sometido. El que somete necesita al sometido para tranquilizar su miedo e
inseguridad. El sometido le devuelve la seguridad al que somete. Es un juego de miedos que
quieren seguridad, en el que todos pierden.
El poder puede actuar de manera muy burda, con la violencia física, el exilio, el encierro, la
condenación, pero también en forma sutil, que es justamente cuando el poder adquiere mayor
fuerza: excluyendo. El poder necesita de la exclusión para mantenerse como tal. Los locos, los
gentiles, los pernos, los rotos, los cuicos, etc., son ejemplos de la exclusión ejercida por algún
poder.

La ilusión de pertenencia

¿De dónde surge el poder? ¿qué hace que algunos necesiten someter y otros ser sometidos? En
gran medida es el miedo y la inseguridad esencial a la vida misma.
Nos sentimos solos e inseguros en la existencia y, de algún modo, lo estamos. Creemos que al
pertenecer a alguien, a una comunidad, a un grupo determinado, a una ideología, tendremos un
refugio seguro, podremos dejar de buscar. Es aquí donde aparece el poder, detrás de una
ideología, un dirigente, un movimiento, una religión, lleno de respuestas, con las que al parecer,
ya casi no necesitamos preguntas. No importa que las respuestas del poder no respondan las
verdaderas preguntas, o que no sepamos cuáles son las preguntas. Lo importante es aferrarse a
una respuesta, como a una ilusión de seguridad, de pertenencia.
Esta ilusión de pertenencia la encontramos en todas las relaciones humanas, desde las más
simples hasta las más complejas. En niños y adolescentes hallamos de manera clara esa
necesidad de pertenencia y seguridad y la manera en que opera el poder que genera esta
necesidad. Un grupo de barrio, una pandilla, los líderes del curso, constituyen una comunidad a
la cual es necesario pertenecer. Se pertenece por medio de una vestimenta particular, un
lenguaje, una banda de música de culto, un ídolo, etc. Valores que establecen la frontera de
quién está dentro y quién está fuera.
El poder se instala justamente en el miedo de una persona a no pertenecer a ese grupo. El
miedo mueve a la persona a creer no sólo que pertenece sino que es cómplice de un grupo, una
ideología, una estructura que no presenta las condiciones reales de complicidad, sino de
sometimiento, pues no está abierto al diálogo.

Imposibilidad del diálogo

El poder no admite el diálogo, pues el diálogo siembra la duda y cuestiona el poder. El poder
cuestionado deja de ser poder. Su fuerza radica en la seguridad que se impone en silencio.
La imposibilidad del diálogo daña la dignidad de aquel que se ve en la necesidad de asumir
valores como dogmas para poder pertenecer.
Lo más dañino del poder es que impone una manera de interpretar la realidad y de
interpretarse a sí mismo, que se transforma en una manera de juzgar a otros y de juzgarse a sí
mismo. El que es diferente, el que no asume ni sigue los valores impuestos por el poder, no
sólo cae en el peligro de ser juzgado por los demás, por aquellos que pertenecen, sino también
de juzgarse a sí mismo, rechazarse, considerarse indigno, fuera de la sociedad, malo,
despreciable, leproso, etc. El joven que va a una fiesta donde se sabe distinto (por clase social,
identidad sexual, cultura, club deportivo, tipo de trabajo, pandilla específica, barrio, lenguaje)
no sólo será rechazado como interlocutor válido de aquel grupo, sino que poco a poco puede
comenzar a despreciarse a sí mismo, a renunciar a su propia individualidad y opciones, hasta
quedar totalmente fuera o hasta renunciar a lo propio para pertenecer, someterse al poder.
Renunciará a su propia diferencia, ocultará su verdadero querer hasta olvidarlo. Su voluntad, su
querer, su individualidad se verán doblegados por un poder que amenaza constantemente con
dejarlo fuera, en medio del peligro, del ridículo, de la soledad.
El poder conserva las verdades como dogmas, y la veracidad se ve garantizada por la fuerza del
miedo, del peligro que significa cuestionarlas. Verdades religiosas, políticas, económicas,
ideológicas, que prestan una seguridad que, si se mira con honestidad, no existe. Esa seguridad
no existe, pero el poder, a través del sometimiento, calma.

La fragilidad

Una relación basada en el poder es indigna tanto para quien somete como para quien es
sometido, pues deja fuera lo más propio de la humanidad, el diálogo, el encuentro verdadero,
el amor respetuoso, la libertad.
Ahora bien, el poder no es la única posibilidad en las relaciones humanas. También está el
respeto, la dignidad, la libertad, el amor. He querido utilizar la palabra fragilidad para mostrar
una dinámica distinta del miedo y el poder. Justamente porque el poder y el miedo niegan la
fragilidad, la ridiculizan, a pesar de que el ser humano está hecho de fragilidad. Una relación
potencia la propia humanidad cuando se hace cargo de la fragilidad propia y la del otro. Es el
encuentro humano, el encuentro amoroso, en el que se renuncia al poder para potenciar la
libertad del otro, y así, y sólo así, la propia libertad.

Jesús y la ruptura del poder

Creo encontrar en los relatos acerca de Jesús de Nazaret un paradigma de encuentro que se
hace cargo de la fragilidad. Para esto daré sólo algunas notas para una interpretación.
El nazareno viene a romper el poder de la religión que somete y atemoriza en lugar de salvar y
liberar3. Jesús no está dispuesto a tratar a los suyos como esclavos, sino como amigos (Jn. 15,
15); abre el diálogo, la verdad es la que libera (Jn. 8,32); no hay ocultismo sino transparencia en
la relación, encuentro. La única gran prohibición es la de juzgar a los demás4 (Mt. 7,1), es decir,
la exclusión, la negación de la libertad, atribuirse el poder de dejar a otro fuera.
Lo que Jesús parece buscar es el encuentro honesto con otros, y para ello, siempre se presenta
a sí mismo frágil, necesitado, humano5 (quizá, por esto mismo, tan divino). Presentarse a sí
mismo frágil, humano, abre la posibilidad de un encuentro verdadero que no somete sino que
dignifica la propia fragilidad y humanidad. Genera una dinámica que no necesita someter, pero

3 Ver en La más bella historia de Dios, (varios autores), Ed. Andrés Bello, 1998, “El Dios de los Cristianos”. Se trata
de una entrevista al jesuita francés Joseph Moingt donde propone que el que mató verdaderamente a Jesús no
fueron ni los judíos ni los romanos, sino la religión como poder.
4 Ver Tresmontant, Claude, L’enseignement de Ieschoua de Nazareth, Éditions du Seuil, Paris, 1970, capítulo 14: “Ne

jugez pas”.
5 Las citas serían interminables. Desde el nacimiento en un establo, tentaciones en el desierto, dolor por la muerte

del amigo, el miedo a ser abandonado por sus amigos, la rabia contra los vendedores del templo, la cercanía con
los niños, el incansable perdón, el lavado de los pies a sus apóstoles, la angustia, la agonía y la muerte en la cruz, la
resurrección con las llagas abiertas de las manos y el costado, etc.
sí renunciar al poder de unos sobre otros. Jesús saca a luz aquello que está oculto en la
dinámica del poder, y con ello desarticula el mismo poder.

El poder y la religión

La religión ha sido entendida demasiadas veces como una seguridad para la vida; la ética o la
moral religiosa, como la disciplina encargada de dictar lo que es bueno y lo que es malo. Al
parecer no es lo que Jesús propone, sino todo lo contrario. Él no quiere asegurarle la vida a
nadie, sino que invita a asumir la esencial inseguridad de la existencia, la fragilidad humana para
abrirse a la presencia verdadera de otros, de sí mismo y, quizá en el mismo movimiento, a la
presencia libre y gratuita de Dios. Jesús invita incansablemente a morir, a dejar las seguridades,
a partir, a amar más allá de lo razonable. Es decir, la propuesta de Jesús (al menos del de los
Evangelios) consiste en una dinámica absolutamente contraria al poder, de modo tan radical,
me atrevería a decir, que cualquier ideología, sea religiosa o política, que intente imponer a
otros lo que debe hacer para estar en la verdad es una manifestación del poder inconciliable
con su espíritu. Así, la moral, las leyes, los mandamientos, los dogmas, las buenas costumbres,
generalmente están en el límite del poder, y así, en el límite de lo que podría ser auténticamente
cristiano.
Las relaciones que establece Jesús en los Evangelios parecen constituir una prevención al
hombre acerca del poder, del miedo, del sometimiento. No así de la inseguridad ni de la
fragilidad. Las relaciones que Jesús establece potencian al otro, a través del mismo encuentro, a
desplegar su propia humanidad, siempre frágil. La única condición, el único mandamiento
posible es la renuncia al poder. El amor podemos entenderlo justamente como una renuncia al
propio poder ante otro, el desnudamiento humano que deja en evidencia la fragilidad, no para
someterla, humillarla ni herirla, sino para acogerla, liberarla, “perdonarla”6.
Puede ser interesante hoy fijarse en la fragilidad de Jesús, en las relaciones libres, verdaderas,
que establece con los que están en su camino, con aquellos que también se presentan libres,
frágiles, francos. Hoy puede ser iluminador, digo, porque estamos viviendo tiempos en los que
las instituciones en general han perdido esa credibilidad que se basaba en el poder. La apertura
de los medios de comunicación hace insostenible el secreto que el poder requiere para
mantenerse como tal. Entonces, es necesario volver a mirar a Jesús en su total fragilidad, libre
del poder que la historia le ha adjudicado y leer desde ahí nuestras propias relaciones humanas
e institucionales. ¿En qué se basan? ¿en el miedo, la exclusión, el compromiso verdadero con el
otro como otro, el interés, la adulación, la búsqueda de seguridad?
Viernes Santo es el momento de total desnudamiento del poder por parte de la divinidad
cristiana y apertura total a la fragilidad de todos nosotros. Esta apertura a los miedos,
inseguridades, vulnerabilidad, no son motivo de vergüenza o de exclusión, sino de encuentro,
amparo y sanación.

6La fragilidad puede ser vivida con mucha culpa, hasta que se abre a otro, también frágil, que no lo condena sino
que acogiéndolo, lo sana. No creo que sea casualidad que siempre que Jesús sana, lo haga cara a cara a partir de su
propia fragilidad y la del otro. Jamás mediante el poder ni ante quien oculta su fragilidad. En el encuentro de Jesús
con el “buen ladrón” podemos ver esta dinámica de manera casi escandalosa.

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