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Cambio de poder

Jessica T. Mathews
De Foreign Affairs En Español, enero-febrero de 1997
Resumen: La revolución de las telecomunicaciones ha provocado una redistribución de poder.
El papel westfaliano de los estados se ve disminuido ante la expansión de los protagonistas no
estatales. Más allá de los intereses oficiales, las organizaciones no gubernamentales tienen
contacto directo con los pueblos, llevando consigo la esperanza de un mundo más justo y con
mayor capacidad para manejar los problemas interconectados de la humanidad.

EL ASCENSO DE LA SOCIEDAD CIVIL GLOBAL

EL FIN DE LA GUERRA FRÍA no ha traído únicamente ajustes entre los estados, sino una
novedosa redistribución del poder entre los estados, los mercados y la sociedad civil. Los
gobiernos nacionales no sólo pierden autonomía en una economía globalizante, sino que
comparten los poderes –incluidas las funciones políticas, sociales y de seguridad, que
constituyen los elementos básicos de su soberanía– con empresas, organizaciones
internacionales y una multitud de grupos ciudadanos, conocidos como organizaciones no
gubernamentales (ONG). La progresiva concentración de poder en manos de los estados,
iniciada en 1648 con la Paz de Westfalia, ha terminado, al menos por el momento. La autora
desearía reconocer las contribuciones de los autores de diez monografías realizadas para el
grupo de estudio del Consejo de Relaciones Exteriores, "Sovereignty, Nonstate Actors, and the
New World Politics", en que se basa este artículo.

Se disuelven los absolutos del sistema westfaliano: los estados con territorio fijo que abarcan
dentro de sus fronteras todo lo que tiene valor; la autoridad única, laica, que gobierna cada
territorio y lo representa fuera de sus límites; los estados sobre los cuales no pesa ninguna otra
autoridad. Cada vez más, los recursos y las amenazas de importancia, incluidos el dinero, la
información, la contaminación y la cultura popular, circulan y conforman las vidas y las
economías casi sin respetar las fronteras políticas. Las normas internacionales de conducta
comienzan a restar valor a las pretensiones de especificidad nacional o regional. Incluso los
estados más poderosos se percatan de que el mercado y la opinión pública los obligan cada vez
más frecuentemente a seguir un curso determinado.

La tarea capital del Estado (garantizar la seguridad) es la menos afectada, pero de todos modos
no se ve exenta de esta tendencia. La guerra no desaparecerá, pero con la disminución de los
arsenales nucleares estadounidenses y rusos; la transformación del Tratado de la No
Proliferación de las Armas Nucleares en un pacto permanente a partir de 1995; el Tratado de
Prohibición Total de Ensayos Nucleares de 1996, al que se aspiró durante tanto tiempo; y la
probable entrada en vigor en 1997 de la Convención sobre Armas Químicas, la amenaza a la
seguridad de los estados por otros estados se encuentra en un curso descendente. Aumentan, sin
embargo, los peligros no tradicionales, como el terrorismo, la delincuencia organizada, el tráfico
de drogas, los conflictos étnicos y la combinación del rápido crecimiento demográfico, el
deterioro del medio ambiente y la pobreza (que provoca estancamiento económico, inestabilidad
política y, en ocasiones, lleva los estados al colapso). La mayoría de los casi cien conflictos
armados surgidos luego de terminada la Guerra Fría se produjo dentro de las fronteras de los
estados. Muchos tuvieron su origen en las medidas de los gobiernos contra sus propios
ciudadanos, a causa de la extrema corrupción, la violencia, la incompetencia o el desplome
total, como en Somalia.

Estas tendencias han alimentado la sensación creciente de que la seguridad de las personas no se
deriva necesariamente de la de su país. Poco a poco, surge en los márgenes del pensamiento
oficial un criterio rival sobre la "seguridad humana", según la cual debe vérsela como algo que
emerge de las condiciones de la vida diaria –alimento, vivienda, empleo, salud y seguridad
pública– y que no fluye a partir de las relaciones exteriores y la fuerza militar de un país hacia
los estratos inferiores.

El motor de cambio más poderoso en el relativo declinar de los estados y el ascenso de los
actores no estatales es la revolución que han provocado las computadoras y las
telecomunicaciones, cuyas profundas consecuencias políticas y sociales se han pasado por alto
casi por entero. Las amplias posibilidades de acceso a la tecnología acabaron con el monopolio
de recopilación y manejo de grandes cantidades de información que los gobiernos detentaban,
privándolos de la deferencia que les otorgaba. En toda esfera de actividad, el acceso instantáneo
a la información y la posibilidad de ponerla en uso multiplican el número de protagonistas de
relieve y reducen el de quienes disponen de gran autoridad. El mayor efecto lo ha sufrido la voz
más alta, la del gobierno.

Al reducir en forma drástica la importancia de la proximidad, las nuevas tecnologías cambian la


forma en que las personas perciben la comunidad. Las máquinas de fax, los enlaces por satélite
e Internet conectan a la gente a través de las fronteras con una facilidad que crece de manera
exponente, al tiempo que la separa de sus vínculos naturales e históricos dentro de las naciones.
Esta fuerza, en estos aspectos poderosamente globalizadora, puede también tener el efecto
contrario, al aumentar la fragmentación política y social y dar lugar a que se cree y prospere en
el mundo un número cada vez mayor de identidades e intereses dispersos.

Estas tecnologías tienen la posibilidad de dividir a la sociedad en nuevos linajes, separando a las
personas comunes de las élites pudientes y educadas para controlar el poder tecnológico. Estas
élites no son sólo los ricos, sino los grupos de ciudadanos con intereses e identidades
transnacionales, que suelen tener más en común con sus homólogos de otros países,
industrializados o en desarrollo, que con sus compatriotas.

Las tecnologías de la información afectan sobre todo a las jerarquías, pues aumentan el número
de personas y grupos entre quienes se distribuye el poder. Por la drástica reducción de los costos
de la comunicación, consulta y coordinación que implican, favorecen las redes descentralizadas
por encima de otros modos de organización. En una red, las personas o grupos se vinculan para
actuar juntos sin constituir una presencia institucional física u oficial. Las redes no tienen centro
ni cúpula y, en cambio, sí múltiples nódulos donde las personas, como individuos o grupos,
interactúan con fines distintos. Empresas, organizaciones de ciudadanos, grupos étnicos y
cárteles de la droga adoptaron rápidamente el modelo de la red. Los gobiernos, por su parte, son
jerarquías por antonomasia, vinculadas a formas de organización incompatibles con todo lo que
las nuevas tecnologías hacen posible.

Los poderosos protagonistas no estatales de hoy no carecen de precedentes. La British East


India Company dirigió un subcontinente, y algunas ONG influyentes datan de más de un siglo
atrás. Pero son excepciones. Tanto en número como en repercusión, los protagonistas no
estatales nunca antes tuvieron una fuerza siquiera próxima a la actual. Y les espera un papel
todavía más amplio.

LLAMADA LOCAL, ACCIÓN GLOBAL

NADIE SABE cuántas organizaciones no gubernamentales hay ni con cuánta rapidez crece su
número. Las cifras publicadas son muy engañosas. Según un cálculo ampliamente mencionado,
hay 35 000 ONG en los países en desarrollo; según otro, sólo en Asia Meridional las
cooperativas de riego son 12 000. De hecho, es imposible medir un universo en rápido
crecimiento que incluye tanto agrupaciones de vecinos, profesionales y servicios como de
promoción; laicas tanto como de raíz eclesiástica, interesadas en cualquier causa concebible y
financiadas mediante donaciones, cuotas, fundaciones, gobiernos, organizaciones
internacionales o venta de productos y servicios. Sin duda, su número real alcanza millones,
desde la asociación más pequeña de pueblo hasta grupos internacionales influyentes pero de
financiamiento moderado, como Amnistía Internacional, organizaciones activistas mundiales
más amplias como Greenpeace o gigantes proveedores de servicios como CARE, cuyo
presupuesto anual es de casi 400 millones de dólares.

Salvo en China, Japón, el Medio Oriente y algunos otros lugares donde la cultura o los
gobiernos autoritarios limitan seriamente a la sociedad civil, la función e influencia de las ONG
se ha disparado en el último lustro. Sus recursos financieros y, lo que muchas veces es más
importante, sus conocimientos, se aproximan y en ocasiones son mayores que los de gobiernos
pequeños y de las organizaciones internacionales. Ibrahima Fall, jefe del Centro de Derechos
Humanos de las Naciones Unidas, indicó en 1993: "Tenemos menos dinero y recursos que
Amnistía Internacional y, en materia de derechos humanos, somos el brazo de Naciones Unidas.
Esto es claramente ridículo". Hoy las ONG brindan más asistencia oficial para el desarrollo que
todo el sistema de Naciones Unidas (si se excluye el Banco Mundial y el Fondo Monetario
Internacional). En muchos países brindan servicios –en áreas como el desarrollo comunitario
rural y urbano, la educación y la atención a la salud– a los que sus tambaleantes gobiernos ya no
pueden hacer frente.

La línea de acción de estos grupos es casi tan amplia como sus intereses: generan ideas nuevas;
protestan y promueven la movilización pública; realizan análisis jurídicos, científicos, técnicos
y políticos; brindan servicios; conciben, aplican, supervisan e imponen compromisos nacionales
e internacionales; cambian normas e instituciones.

Las ONG tienen cada vez más capacidad de imponerse incluso a los gobiernos más poderosos.
Cuando Estados Unidos y México se dispusieron a firmar un acuerdo comercial, sus respectivos
gobiernos planearon las negociaciones de rutina ya definidas concretamente a puertas cerradas.
Pero las ONG tenían una visión muy distinta: grupos de Canadá, Estados Unidos y México
querían conocer las disposiciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte
(TLCAN) en materia de salud y seguridad, contaminación transfronteriza, protección del
consumidor, inmigración, movilidad de la mano de obra, trabajo infantil, agricultura
sustentable, cartas de derechos sociales y alivio de la deuda. Se formaron coaliciones de ONG
nacionales y transfronterizas. A principios de 1991, la oposición que generaron puso en peligro
la aprobación en el Congreso estadounidense de la autoridad negociadora por la "vía rápida",
decisiva para el gobierno de Estados Unidos. Luego de meses de resistencia, el gobierno de
Bush capituló y abrió el acuerdo a los intereses ambientales y laborales. Aunque el avance en
otros aspectos del comercio será lento, el mundo herméticamente cerrado de las negociaciones
comerciales ha cambiado para siempre.

La tecnología es fundamental para la nueva influencia de las ONG. La Association for


Progressive Communications [Asociación para las Comunicaciones Progresivas], sin fines de
lucro, permite a 50 000 ONG en 133 países acceder a las decenas de millones de usuarios de
Internet por el precio de una llamada local. El costo extremadamente bajo de las
comunicaciones internacionales ya modificó los objetivos de las ONG y provocó una
transformación en los acontecimientos internacionales. Por ejemplo, a pocas horas de
producidos los primeros disparos de la rebelión en Chiapas, en el sur de México, en enero de
1994, el Internet se vio colmado de mensajes de activistas de los derechos humanos. Así, ellos y
sus grupos lograron enfocar sobre Chiapas la atención de la prensa mundial, lo cual, junto con la
llegada de otros activistas pro derechos humanos a la zona, condicionó bruscamente la reacción
del gobierno mexicano. Lo que en otros tiempos hubiera sido una insurrección sangrienta se
convirtió en un conflicto en gran medida no violento. José Ángel Gurría, entonces secretario de
Relaciones Exteriores de México, expresó posteriormente: "Los disparos duraron diez días y,
desde entonces, la guerra ha sido [...] una guerra en Internet".

La facilidad que tienen las ONG de traspasar fronteras obliga a los gobiernos a tomar en cuenta
a la opinión pública de los países con que negocian, incluso con respecto a asuntos que suelen
manejar estrictamente a puertas cerradas. Al mismo tiempo, las redes de ONG transfronterizas
ofrecen a los grupos ciudadanos canales de influencia sin precedentes. Grupos femeninos y de
derechos humanos de muchos países en desarrollo se han vinculado con otros grupos más
experimentados, mejor financiados y más poderosos de Europa y Estados Unidos, que trabajan
en los medios de comunicación mundiales y presionan a sus propios gobiernos para que
influyan en los dirigentes de los países en desarrollo, creando un círculo de influencia que
acelera el cambio en muchas partes del mundo.

SALIR DEL PASILLO Y SENTARSE A LA MESA

EN LAS ORGANIZCIONES internacionales, como en los gobiernos, hubo un tiempo en que


las ONG eran totalmente relegadas a los pasillos. Aun cuando estaban capacitadas para
configurar las agendas gubernamentales, como lo hicieron los grupos de derechos humanos
Helsinki Watch en la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa, en los años
ochenta, su influencia se vio determinada en gran medida por lo receptiva que resultara la
delegación de su propio gobierno. La única opción que tenían era trabajar a través de los
gobiernos.

Todo esto cambió con la negociación en torno al acuerdo sobre el clima mundial, que culminó
en la Cumbre de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro en 1992. Con la mayor base
independiente de apoyo público que los grupos ambientalistas encabezan, las ONG fijaron el
objetivo original de negociar un acuerdo para controlar los gases que producen el efecto
invernadero mucho antes de que los gobiernos estuvieran preparados a hacerlo, propusieron la
mayor parte de su estructura y contenido, e impulsaron la presión pública para obligar a que se
aprobara el acuerdo, algo que prácticamente nadie creyó posible cuando se iniciaron las
conversaciones.

Los miembros de las ONG que se desempeñaban en delegaciones gubernamentales eran más de
lo que nunca habían sido e influían intensamente en las decisiones oficiales. Se les permitía
asistir a las pequeñas reuniones de los grupos de trabajo donde se toman las decisiones
importantes en las negociaciones internacionales. La diminuta nación de Vanuatu puso su
delegación en manos de una ONG con experiencia en derecho internacional, un grupo con sede
en Londres financiado por una fundación estadounidense, con lo que se convirtió, junto con
otros estados insulares situados al nivel del mar, en protagonista importante de la lucha por
controlar el calentamiento de la Tierra. La principal fuente de información para los
negociadores sobre el avance de las conversaciones oficiales fue el diario ECO, publicado por
una ONG, el cual se convirtió en el foro donde los gobiernos ponían a prueba sus ideas para
romper estancamientos.

Las ONG, tanto del mundo desarrollado como de los países en desarrollo, estaban
estrechamente organizadas en una red mundial y media docena de redes regionales, llamadas
Climate Action Networks, que lograron zanjar las diferencias gubernamentales Norte-Sur, que
según muchos impedirían un acuerdo. Unidas en su apasionada búsqueda de un acuerdo, las
ONG discutían entre sí los temas polémicos y después transmitían a sus respectivas
delegaciones la posición acordada. Cuando no podían llegar a un acuerdo, las ONG servían de
inapreciables canales de apoyo, dando a conocer a cada parte dónde estaban los problemas de la
otra o dónde podría encontrarse un arreglo.

Como resultado, los delegados perfeccionaron el marco estructural de un acuerdo global sobre
el clima en un abrir y cerrar de ojos (16 meses), a pesar de la oposición de las tres
superpotencias energéticas (Estados Unidos, Rusia y Arabia Saudita). El tratado entró en vigor
en un tiempo récord: justo dos años después. Aunque es sólo un acuerdo básico cuyos requisitos
obligatorios están por negociarse, éste podría obligar a realizar cambios radicales en la
utilización de la energía, con enormes implicaciones potenciales para cualquier economía.
La influencia de las ONG en las conversaciones sobre el clima todavía no se ha igualado en
ningún otro campo, y de hecho ha provocado una reacción violenta por parte de algunos
gobiernos. Un puñado de regímenes autoritarios, muy especialmente el de China, ya las atacó,
pero son muchos más los que comparten su inquietud por el papel que están asumiendo. Sin
embargo, las ONG han logrado llegar al corazón de las negociaciones internacionales y a las
operaciones cotidianas de las organizaciones internacionales, llevando consigo un nuevo orden
de prioridades, demandas de procedimientos que dan voz a grupos ajenos al gobierno, así como
nuevos estándares de rendición de cuentas.

UNA EMPRESA MUNDIAL

LAS CORPORACIONES MULTINACIONALES de los años sesenta eran prácticamente todas


estadounidenses y se vanagloriaban de su aislamiento. Los extranjeros podían dirigir empresas
subsidiarias, pero nunca eran socios. Un cargo en el extranjero constituía un revés para un
ejecutivo en ascenso.

Hoy se está desarrollando un mercado mundial para las ventas minoristas así como para la
manufactura. El derecho, la publicidad, la asesoría comercial, los servicios financieros y de otro
tipo también se comercializan internacionalmente. Empresas de todas las nacionalidades
intentan parecer locales y actuar como tales dondequiera que operan. El conocimiento de otros
idiomas y una larga experiencia en el extranjero constituyen una ventaja y, cada vez más, un
requisito para los directivos. En ocasiones las oficinas centrales de las corporaciones ni siquiera
se encuentran en su país de origen.

En medio de las alianzas cambiantes y las empresas mixtas, hechas posibles por las
computadoras y las comunicaciones avanzadas, las nacionalidades se vuelven borrosas. La
banca extraterritorial alienta la evasión generalizada de los impuestos nacionales. Si en los años
setenta se temía que las multinacionales se convirtieran en un brazo del gobierno, la
preocupación ahora es que se están separando de los intereses de su país de origen al trasladar
empleos y evadir impuestos, en un proceso que erosiona la soberanía económica nacional.

La globalización de los mercados financieros, aún más rápida, ha superado, con mucho, a los
gobiernos. Si en una época eran éstos los que fijaban el tipo de cambio, los comerciantes
particulares de divisas, sólo importantes por sus resultados, comercian hoy día 1 300 millones
de dólares diarios, que equivalen a cien veces el volumen del comercio mundial. La suma
excede las reservas totales en divisas de todos los gobiernos, e incluso es más de lo que una
alianza de estados fuertes puede reunir.

A pesar de la enorme atención que se presta a los conflictos sobre reglas comerciales entre
gobiernos, desde hace años los flujos de capital privado crecen a una velocidad dos veces mayor
que la del comercio. Las transacciones internacionales de cartera de los inversionistas
estadounidenses, 9% del PIB de su país en 1980, se habían elevado a 135% del PIB en 1993. El
crecimiento en Alemania, Gran Bretaña y otros sitios ha sido aún más rápido. También creció la
inversión directa. En conjunto, según un cálculo realizado en 1994 por McKinsey & Co., el
mercado financiero mundial crecerá a unos asombrosos 83 billones de dólares en el año 2000, el
triple del PIB agregado de los países prósperos de la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económicos (OCDE).

Una vez más, la tecnología ha sido la fuerza impulsora, al favorecer, con su promesa de rapidez
sin precedentes en las transacciones y su difusión de la información financiera entre una amplia
gama de agentes, que se traslade la influencia financiera de los estados al mercado, ya que los
estados no pueden igualar los tiempos de reacción del mercado, medidos en segundos. Los
estados podrían elegir pertenecer a sistemas económicos basados en estándares como el patrón
oro, pero como ha señalado el ex presidente de Citicorp, Walter Wriston, no pueden retirarse del
mercado tomando como pretexto la tecnología, a menos que aspiren a la autarquía y la pobreza.
Cada vez con mayor frecuencia, los gobiernos mantienen sólo una apariencia de libre decisión
al fijar las reglas económicas. Son los mercados los que imponen las reglas de facto que su
propio poder determina. Los estados pueden pasarlas abiertamente por alto, pero las sanciones
son severas: pérdida de tecnología o capital extranjeros, así como de empleos en el país,
elementos todos vitales. Incluso la economía más poderosa debe prestarles atención. El
gobierno estadounidense decidió rescatar el peso mexicano en 1994, por ejemplo, pero tuvo que
hacerlo en términos concebidos para satisfacer a los mercados de bonos, y no a los países que
hacían el rescate.

Las fuerzas que conforman la economía mundial legítima estimulan también el crimen
organizado mundial, al que funcionarios de Naciones Unidas atribuyen la pasmosa suma de 750
000 millones de dólares anuales, de los cuales entre 400 000 y 500 000 millones corresponden a
estupefacientes, según cálculos de la Agencia para el Control de Drogas de Estados Unidos
(DEA, por sus siglas en inglés). El enorme aumento del volumen de bienes y personas que
cruzan las fronteras y las presiones competitivas para acelerar el flujo del comercio mediante la
celeridad de las inspecciones y la reducción del papeleo aduanero facilitan el contrabando. La
desregulación y privatización de las empresas estatales, las comunicaciones modernas, las
alianzas comerciales en rápido cambio y el surgimiento de sistemas financieros globales han
contribuido a la transformación de las operaciones locales de drogas en empresas mundiales.
Prácticamente libres de toda regulación, los multimillonarios capitales transnacionales con sede
en el ciberespacio, al que puede accederse durante las 24 horas desde cualquier computadora,
reducen el mayor problema que enfrenta el tráfico de drogas: transformar en inversiones
legítimas las enormes sumas de efectivo obtenido por medios ilícitos.

El crimen globalizado constituye una amenaza a la seguridad a la que no pueden hacer frente ni
la policía ni el ejército, reacciones características del Estado. Controlarlo exigirá que los estados
unan sus esfuerzos y desarrollen modos inéditos de cooperación con el sector privado,
comprometiendo en el proceso esas dos preciadas funciones de su soberanía. Si fracasan, si los
grupos delictivos continúan aprovechándose de los porosos límites y espacios financieros
transnacionales mientras los gobiernos se limitan a actuar en su propio territorio, el delito tendrá
las de ganar.

LA REVITALIZACIÓN DE LAS INSTITUCIONES

HASTA HACE POCO, las organizaciones internacionales eran instituciones de, por y para los
estados. Ahora constituyen grupos de interés propio y, mediante las ONG, establecen vínculos
directos con los pueblos del mundo. El cambio les infunde nueva vida e influencia, pero
también crea tensiones.

Los estados consideran que necesitan organizaciones internacionales más competentes para
hacer frente a los desafíos transnacionales, cada vez más numerosos, pero al mismo tiempo
temen a los competidores. Así, se deciden por nuevas formas de intervención internacional y
simultáneamente reafirman el primer principio de la soberanía: la no injerencia en los asuntos
internos de otros estados. Colocan nuevas e importantes responsabilidades en manos de
organizaciones internacionales y luego las frenan con las directivas circunscritas y el escaso
financiamiento. Entre esta ambivalencia estatal con respecto a la intervención, la gran cantidad
de nuevos problemas que hay que atender y sus propias energías, ideas y ansias de desempeñar
funciones de mayor envergadura, las organizaciones internacionales avanzan a paso irregular
hacia un futuro impredecible, pero sin dudas diferente.

Las organizaciones internacionales todavía no acaban de reconciliarse con el auge sin


precedentes de los problemas internacionales. Entre 1972 y 1992, el número de tratados sobre el
medio ambiente se elevó de unas pocas docenas a más de 900. Aunque la colaboración en otras
esferas no crece a ese ritmo, se multiplican los tratados, regímenes e instituciones
intergubernamentales que tienen que ver con los derechos humanos, el comercio, las drogas, la
corrupción, el delito, los refugiados, las medidas antiterroristas, el control de armamentos y la
democracia. La "ley benévola", en forma de directivas, recomendaciones de prácticas,
resoluciones no obligatorias y otros instrumentos similares, también crece con rapidez. Detrás
de cada nuevo acuerdo hay científicos y abogados que trabajaron en él, diplomáticos que lo
negociaron y ONG que lo apoyaron, la mayoría de ellas comprometida a largo plazo. Entre los
nuevos grupos de interés común se encuentra una clase influyente, pujante, de empleados
públicos internacionales responsables de aplicar, supervisar y hacer cumplir este enorme
conjunto de leyes nuevas.

Al propio tiempo, los gobiernos, aunque contemplan de modo ambivalente la posibilidad de que
la comunidad internacional intervenga en los asuntos internos de los estados, han abierto huecos
en el muro que los separa de ella. En los meses triunfales que siguieron a la caída del Muro de
Berlín, los acuerdos internacionales, sobre todo los estipulados por la que es hoy la
Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa y por la Organización de Estados
Americanos (OEA), fijaron vínculos explícitos entre la democracia, los derechos humanos y la
seguridad internacional, sentando así nuevas bases jurídicas para la intervención internacional.
En 1991, la Asamblea General de las Naciones Unidas se declaró a favor de la intervención
humanitaria sin la solicitud o el consentimiento de un estado en particular. Un año después, el
Consejo de Seguridad dio el paso inédito de autorizar el uso de la fuerza "en beneficio de las
poblaciones civiles" de Somalia. De repente, el interés por los ciudadanos comenzó a disputar la
primacía a los intereses estatales, antes incuestionables, y en ocasiones a desplazarlos.

Desde 1990, el Consejo de Seguridad declaró 61 veces la amenaza formal a la paz y la


seguridad internacionales, mientras que en los 45 años anteriores sólo lo había hecho seis. Pero
no es que la seguridad se haya visto abrupta y terriblemente amenazada; el cambio es más bien
un reflejo del aumento en el número de situaciones donde la comunidad internacional considera
que debe meter las narices. Como sucedió en Haití en 1992, muchas de las llamadas
resoluciones del Capítulo VII mediante las que se autorizó una abierta intervención fueron una
respuesta a situaciones internas que implicaban un terrible sufrimiento humano o constituían
una afrenta a las normas internacionales, pero que en verdad representaban poco o ningún
peligro para la paz internacional.

La supervisión de elecciones, casi tan insolente como una intervención al amparo del Capítulo
VII, aunque responda siempre a una invitación, también se ha convertido en una industria en
crecimiento. Durante la Guerra Fría, Naciones Unidas supervisó elecciones únicamente en
colonias, pero no en sus estados miembros. En cambio, a partir de 1990 respondieron a un
diluvio de solicitudes de gobiernos que se sentían obligados a demostrar su legitimidad en
función de las nuevas normas. En América Latina, donde los países protegen su soberanía con el
mayor celo, la OEA supervisó once elecciones nacionales en cuatro años.

Además, supervisar no es observar pasivamente, como era hace algunas décadas. El proceso se
desarrolla mediante la acción coordinada de un conjunto de organizaciones internacionales y
ONG, e incluye una numerosa presencia extranjera que aconseja y recomienda normas para el
registro de votantes, leyes que rijan la campaña y las prácticas de campaña, además de brindar
capacitación a los empleados y al poder judicial. Los observadores llevan a cabo incluso
controles paralelos de votos, que pueden impedir los fraudes, pero también ponen en entredicho
la integridad del escrutinio nacional.

Se ha profundizado también la injerencia de las instituciones financieras internacionales en los


asuntos internos del Estado. En los años ochenta, el Banco Mundial puso condiciones a los
préstamos relacionados con políticas gubernamentales contra la pobreza o a favor del medio
ambiente y, en algunos casos, hasta con los gastos militares, esfera de prerrogativa nacional,
antaño sacrosanta. En 1991, en una declaración de política bancaria se afirmó que "el manejo
eficiente y responsable del sector público" era un punto clave para el desarrollo económico,
brindándose las bases para la supervisión internacional de todo, desde la corrupción política
hasta la competencia estatal.

Además de involucrarlos en diversas decisiones económicas y sociales internas, las nuevas


políticas obligan al Banco Mundial, al Fondo Monetario Internacional y a otras instituciones
financieras internacionales a establecer alianzas con las empresas, las ONG y la sociedad civil a
fin de lograr cambios importantes en determinados países. Con esto, se han hecho vulnerables a
las mismas exigencias que plantean a sus clientes: una mayor participación pública y
transparencia en la toma de decisiones. Como resultado, se ha abierto al sector privado y a la
sociedad civil un nuevo conjunto de puertas, que antes sólo atravesaban los funcionarios.

SALTOS DE IMAGINACIÓN

DESPUéS DE TRES SIGLOS Y MEDIO, la mente tiene que dar un vuelco para concebir la
política mundial en términos que no abarquen la competencia, con ocasionales momentos de
cooperación, entre estados que se definen por sus límites y representan a todas las personas que
viven dentro de ellos. Tampoco es fácil imaginar entidades políticas capaces de competir con el
apego emotivo que despiertan un paisaje, una historia nacional, un idioma, una bandera y una
moneda comunes.

Sin embargo, la historia demuestra que hay otras opciones además de la anarquía tribal. Los
imperios, gobernados férrea o libremente, alcanzaron grandes éxitos y despertaron sentimientos
de lealtad. En la Edad Media, emperadores, reyes, duques, caballeros, papas, arzobispos,
gremios y ciudades ejercían su poder secular sobre un mismo territorio en un sistema más
semejante a la red tridimensional moderna que al orden estatal jerárquico de contornos claros
que lo sustituyó. La pregunta ahora es si hay nuevas entidades geográficas o funcionales
capaces de crecer junto al Estado y asumir algunos de sus poderes y resonancia emocional.

El núcleo de muchas entidades semejantes ya existe. La Unión Europea (UE) es el ejemplo más
evidente. La UE, ni unión de estados ni organización internacional, ha llevado a los expertos a
buscar descripciones inadecuadas tales como "sistema postsoberano" o "híbrido sin
precedentes". Para algunos propósitos, respeta las fronteras de sus miembros, sobre todo en
relación con la política exterior y de defensa, pero para otros las pasa por alto. El poder judicial
de la UE puede invalidar el derecho nacional, y su Consejo de Ministros rechazar algunas
decisiones ejecutivas internas. En sus miles de consejos, comités y grupos de trabajo, se ve cada
vez más a los ministros nacionales colaborar con sus pares de otros países en oposición a
colegas de su propio gobierno: ministros de agricultura, por ejemplo, aliados contra ministros de
finanzas. En este sentido, la unión penetra y hasta cierto punto debilita los lazos internos de sus
estados miembros. Queda por ver si franceses, daneses y griegos en algún momento van a
considerarse en primer término europeos, pero la UE ya ha avanzado mucho más de lo que
piensa la mayoría de los estadounidenses.

Mientras tanto, ciertas unidades que se encuentran debajo del nivel nacional asumen
oficialmente papeles internacionales. De los 50 estados de Estados Unidos, casi todos tienen
oficinas comerciales en el extranjero (en 1970, sólo eran cuatro) y, todos, un representante
oficial ante la Organización Mundial de Comercio (OMC). Los gobiernos locales británicos y
los Länder alemanes tienen oficinas en la sede de la UE en Bruselas. La región francesa de
Ródano-Alpes, cuyo centro es Lyon, mantiene lo que llama "embajadas" en el extranjero en
nombre de una economía regional que abarca a Ginebra, en Suiza, y a Turín, en Italia.
Las identidades políticas emergentes no vinculadas a territorios plantean un desafío más directo
al sistema estatal basado en la geografía. La OMC lucha por encontrar un método que le permita
manejar las disputas ambientales en los espacios públicos internacionales, que el Acuerdo
General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés), redactado
hace 50 años, sencillamente nunca contempló. Se han presentado propuestas para la creación de
una Asamblea Parlamentaria en las Naciones Unidas, paralela a la Asamblea General, que
represente a los pueblos del mundo y no a los estados. Se discuten ideas que darían a las
naciones étnicas una categoría política y jurídica, de modo que los kurdos, por ejemplo,
pudieran estar representados jurídicamente como pueblo, además de ser ciudadanos turcos,
iraníes o iraquíes.

Más lejana parece la propuesta de un Organismo Mundial del Medio Ambiente con poderes
independientes de reglamentación. Pero no es tan descabellada como podría parecer. La carga
de participar en varios cientos de organismos ambientales internacionales es pesada para los
gobiernos más ricos y se está haciendo prohibitiva para los demás. Al aumentar el número de
acuerdos internacionales, crecerán las presiones para hacer más eficiente el sistema (tanto en los
temas de la protección del medio ambiente como en otros).

La esfera en que el cambio es más rápido es la de los organismos híbridos estatales y no


estatales como la International Telecommunications Union [Unión Internacional de
Telecomunicaciones], la International Union for the Conservation of Nature [Unión
Internacional para la Conservación de la Naturaleza] y un centenar de organizaciones similares.
En muchas de ellas, empresas y ONG asumen funciones que antes correspondían a la esfera
pública. La International Standards Organization [Organización de Estándares Internacionales]
con sede en Ginebra, en esencia una ONG comercial, fija normas sobre todo, desde productos
hasta procedimientos corporativos internos, cuya observancia es muy alta. La International
Securities Markets Association [Asociación Internacional de Mercados de Valores], otro
regulador privado, supervisa el comercio internacional en los mercados privados de valores (el
segundo mercado de capital del mundo después de los mercados nacionales de bonos).

En otro ejemplo de intersección, los mercados condicionan al gobierno al adoptar las normas de
los tratados como criterio para las evaluaciones de mercado. Los estados y las ONG colaboran
en operaciones ad hoc de socorro humanitario a gran escala, en las que participan fuerzas
militares y civiles. Otras ONG se ocupan, en nombre de organizaciones internacionales, de
funciones permanentes de operación en trabajos con refugiados y asistencia al desarrollo. De
manera casi inadvertida, híbridos como éste, en que los estados suelen ser los socios
minoritarios, se han convertido en una nueva norma internacional.

¿PARA BIEN O PARA MAL?

UN MUNDO más adaptable y donde el poder esté más difundido podría significar más paz,
justicia y capacidad de manejar la creciente lista de problemas interconectados de la humanidad.
En un momento de cambio acelerado, las ONG responden con mayor rapidez que los gobiernos
a las nuevas exigencias y oportunidades. En el ámbito internacional, tanto en los países más
pobres como en los más ricos, cuando las ONG cuentan con el financiamiento adecuado pueden
funcionar mejor que el gobierno en la prestación de muchos servicios públicos. Su crecimiento,
junto con el de otros elementos de la sociedad civil, puede fortalecer el tejido de muchas
democracias todavía frágiles. Y son mejores que los gobiernos para atender problemas que
crecen lentamente y afectan a la sociedad con su efecto acumulativo sobre las personas: las
amenazas "suaves" de la degradación ambiental, la negación de los derechos humanos, el
crecimiento demográfico, la pobreza y la falta de desarrollo que pudieran ya estar provocando
más muertes en conflictos que los actos tradicionales de agresión.

A medida que continúe avanzando la revolución de la computación y las telecomunicaciones,


aumentará la capacidad de las ONG para desarrollar actividades transnacionales a gran escala.
Sus lealtades y su orientación, como las de los empleados públicos internacionales y los
ciudadanos de entidades no nacionales como la UE, se ajustan más que las de los gobiernos a
problemas que exigen soluciones transnacionales. Las ONG internacionales y las redes
transfronterizas de grupos locales han salvado las diferencias entre el Norte y el Sur, que antaño
paralizaban la cooperación entre los países.
En el frente económico, los mercados privados en expansión pueden evitar las políticas que son
atractivas desde el punto de vista político pero destructivas desde el económico, como los
préstamos excesivos o la tributación en exceso onerosa, que hacen sucumbir a los gobiernos. El
capital privado, sin los obstáculos de la ideología, fluye hacia donde lo tratan mejor y, por ende,
puede hacer mayor bien.

Las organizaciones internacionales, si los gobiernos les dan rienda suelta y se relacionan con las
bases profundizando sus lazos con las ONG, podrían, con el financiamiento adecuado, asumir
funciones más importantes en materia de mantenimiento global y servicios (transporte,
telecomunicaciones, medio ambiente, salud), seguridad (control de armamentos de destrucción
masiva, diplomacia preventiva, mantenimiento de la paz), derechos humanos y auxilio de
emergencia. Como se ha propuesto en diversos paneles internacionales, los fondos podrían
proceder de gravámenes, independientes de las asignaciones de los estados, a actividades
internacionales como la transacción de divisas o los viajes aéreos. Por último, esa nueva fuerza
del escenario mundial, la opinión pública internacional, informada por la cobertura mundial de
los medios de difusión y movilizada por las ONG, puede tener una potencia extraordinaria, y
hacer las cosas con rapidez.

Sin embargo, hay al menos un número igual de razones para creer que la disipación continua del
poder de los estados significará más conflictos y menos soluciones tanto dentro de los límites de
las fronteras como fuera de ellos.
A pesar de todas sus virtudes, las ONG representan intereses particulares, aunque no estén
motivadas por el beneficio personal. Las mejores de ellas, las más capaces y apasionadas, suelen
sufrir de miopía y juzgar cada acto público en función de la forma en que éste afecta sus
intereses particulares. En general, tienen capacidad limitada para los empeños a gran escala y, a
medida que crecen, la necesidad de sostener presupuestos cada vez mayores podría
comprometer su libertad de pensamiento y orientación, algo que constituye su mayor cualidad.

Es imposible que alcance el éxito una sociedad donde la acumulación de intereses especiales
sustituya a la voz única y fuerte, interesada en el bien común. Como muy bien saben los
estadounidenses, los votantes preocupados por un solo tema polarizan y congelan el debate
público. A la larga, una sociedad civil más fuerte podría también verse más fragmentada,
debilitar el sentido de identidad y los propósitos comunes, así como reducir la voluntad de
invertir en bienes públicos, ya se trate de salud, educación o carreteras y puertos. Un número
cada vez mayor de grupos promueve causas meritorias pero limitadas que podrían en última
instancia amenazar al sistema de gobierno democrático.

En el plano internacional, el pluralismo excesivo tendría consecuencias similares. Doscientas


naciones-estado constituyen una cifra ya difícil de concertar. Súmense a esto cientos de fuerzas
no estatales influyentes –empresas, ONG, organizaciones internacionales, grupos étnicos y
religiosos– y aunque el sistema internacional representara más voces, podría ser incapaz de
darles lugar.

Además, hay funciones que sólo el Estado puede desempeñar, al menos con los sistemas de
gobierno actuales. Los estados son la única unidad política no voluntaria, capaz de imponer
orden, y ésta tiene la potestad de exigir impuestos. Los estados muy debilitados pueden incitar
al conflicto, como ha ocurrido, por ejemplo, en África o América Central. Además, la nación-
estado podría ser la única entidad capaz de atender las delicadas necesidades sociales que los
mercados no valoran. Brindar un mínimo de seguridad laboral, evitando el crecimiento del
desempleo; preservar un entorno donde se pueda vivir y un clima estable; así como proteger la
salud y seguridad de los consumidores constituyen algunas de las tareas cuyo destino sería
incierto en un mundo de mercados en expansión y estados en proceso de retirada.

Dar un carácter más internacional a la toma de decisiones exacerbará también el llamado déficit
democrático, a medida que las decisiones que alguna vez tomaban los representantes electos se
transfieran ahora a organismos internacionales no electos; éste es ya un punto delicado para los
miembros de la UE. Se presenta también cuando las legislaturas se ven obligadas a emitir un
fallo tajante sobre acuerdos internacionales enormes, como el acuerdo comercial de la Ronda
Uruguay, que abarca varios miles de páginas. Si los ciudadanos piensan que los gobiernos
nacionales ya no escuchan sus voces, la tendencia podría muy bien conducir a una alienación
más profunda y peligrosa, lo que a su vez podría desencadenar nuevos separatismos étnicos e
incluso religiosos. El resultado final sería una proliferación de estados demasiado débiles como
para alcanzar el éxito económico individual o conseguir una cooperación internacional eficaz.

Por último, algunos trastornos temibles tendrían que acompañar necesariamente al


debilitamiento de la institución central de la sociedad moderna. Los profetas del mundo
internetizado, en que las identidades nacionales se desvanecen gradualmente, proclaman su
naturaleza revolucionaria y consideran que los cambios serán completamente benignos. Pero no
será así. El cambio de la lealtad nacional a alguna otra lealtad política, de producirse, será un
sismo emocional, cultural y político.

DISOLUCIÓN Y EVOLUCIÓN

¿SERÁ TRANSITORIO ACASO el declinar del poder del Estado? El desencanto actual con los
gobiernos nacionales podría disiparse con la misma rapidez con que surgió. La globalización
sostenida podría abrir paso a una reafirmación enérgica del nacionalismo económico o cultural.
Al colaborar con problemas que los gobiernos no pueden manejar, las empresas, las ONG y las
organizaciones internacionales podrían estar, en realidad, fortaleciendo al sistema de la nación-
estado.

Existen todas las posibilidades, pero el choque entre la geografía fija de los estados y la
naturaleza no territorial de los problemas y soluciones de hoy, que tiende únicamente a crecer,
indica que el poder relativo de los estados continuará disminuyendo. Las naciones-estado
podrían simplemente dejar de ser la unidad natural para la solución de los problemas. Los
gobiernos locales prestan oídos al deseo creciente de los ciudadanos de participar en la toma de
decisiones, mientras que las entidades transnacionales, regionales e incluso mundiales se
adaptarían mejor a las dimensiones de las tendencias económicas, de los recursos y de la
seguridad.

Es probable que la evolución de las tecnologías de información y comunicaciones, que apenas


comienza, privilegie a las entidades no estatales (incluidas algunas que todavía no concebimos)
por encima de los estados. Las nuevas tecnologías fomentan el desarrollo de las cambiantes
redes no institucionales que, por encima de las rígidas jerarquías burocráticas que constituyen el
sello distintivo del Estado soberano, disuelven los vínculos de asuntos e instituciones con un
lugar determinado. Y al dar enorme poder efectivo a las personas, debilitan su apego a la
comunidad, que en la sociedad moderna es preeminentemente la nación-estado.
De continuar las tendencias actuales, el sistema internacional será muy distinto dentro de
cincuenta años. Durante la transición, el sistema westfaliano coexistirá con el que se encuentra
en proceso de evolución. Los estados fijarán reglas en virtud de las cuales operen todos los
demás protagonistas, pero serán las fuerzas exteriores las que, cada vez más, tomarán las
decisiones. Al servirse de las empresas, de las ONG y de las organizaciones internacionales para
lidiar con problemas que no pueden o no quieren asumir, los estados, la mayoría de las veces, se
debilitarán aún más sin advertirlo. No fue de otro modo que la mala disposición de los
gobiernos a financiar organizaciones internacionales ayudó a las ONG a pasar de un papel
periférico a uno central en la concepción de los acuerdos multilaterales, ya que contaban con los
conocimientos técnicos de que carecían las organizaciones internacionales. Al menos por el
momento, es probable que la transición, en lugar de reforzar, debilite la capacidad mundial para
solucionar sus problemas. Si los estados, con todo su poder avasallador, riqueza y capacidad,
pueden hacer menos, menos se hará.
Que el ascenso de los protagonistas no estatales resulte bueno o malo dependerá, en última
instancia, de si la humanidad puede lanzarse a una carrera de innovación social rápida, tal como
hizo después de la Segunda Guerra Mundial. Entre las innovaciones indispensables están un
sector empresarial capaz de desempeñar un papel político de mayor alcance, unas ONG menos
localistas y capaces de operar mejor a gran escala, instituciones internacionales que puedan
trabajar con eficiencia para el doble amo de los estados y la ciudadanía y, sobre todo,
instituciones y entidades políticas nuevas con alcance transnacional acorde con los desafíos de
hoy, y capaces de atender la exigencia ciudadana de un buen gobierno democrático,
responsable.

http://www.foreignaffairs-esp.org/19970101faenespessay4752-p70/jessica-t-mathews/cambio-
de-poder.html

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