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La lectura del reciente artículo de Juan Aranzadi en estas páginas (Conmigo o contra mí,
6 de septiembre de 2000) deja, a mi juicio, un sabor agridulce, impresiones
contradictorias y la duda de si el razonamiento que presenta es parte de la solución o
parte del problema. Vayan por delante mi admiración y mi apoyo incondicionales hacia
quien ha mantenido y mantiene una actitud de coraje cívico, político e intelectual en
circunstancias especialmente difíciles y en un medio en que tal conducta no abunda.
Pero me parece necesario, si no urgente, señalar que, en mi opinión, una parte de sus
argumentos, en gran medida compartidos desde bandos muy distintos, perjudica tanto
como ayuda a la necesaria clarificación de actitudes ante el terrorismo nacionalista, sus
socios estables y sus compañeros de viaje.La primera parte del razonamiento del
profesor Aranzadi es impecable y, sin duda, tremendamente oportuna. El dilema (o
ultimátum) "con ETA o con la Constitución y el Estatuto de Gernika" esconde, dice, una
doble falacia: que para oponerse al terrorismo haya que ser demócrata y que para ser
demócrata haya que aceptar esta Constitución y este Estatuto. Efectivamente, no cabe
negar el pan y la sal, ni mucho menos el espacio político, a los no demócratas pacíficos ni
a los independentistas demócratas, por ejemplo, aunque no se compartan sus
posiciones.
Parece que incluso a los adversarios más sinceros de la violencia les costara admitir que
la convivencia pacífica entre las personas no es simplemente un medio mejor que otros
de alcanzar cual-
quier fin político, sino un fin en sí mismo, y un fin de orden superior. Se trata de una
confusión parecida -pero más grave- a la que, no hace mucho, llevó a tanta gente a
pensar que se podría y se debería sacrificar la libertad política a la igualdad económica
(la dictadura del proletariado como vía al comunismo), lo que les condenó a perder
ambas. En Una teoría de la justicia, John Rawls, el más brillante representante del
liberalismo bien entendido, define la sociedad justa por dos principios que pueden
identificarse, respectivamente, con la libertad (todos deben tener unos derechos y
libertades básicos) y la igualdad; este último, a su vez, subdividido en una especie de
máximin distributivo (las instituciones desiguales sólo son aceptables si con ellas mejora
la posición de todos y, en particular, de los peor situados) y la igualdad de oportunidades
(todas las posiciones deben estar abiertas a todos). No voy detenerme aquí en cada uno
de ellos, harto discutibles, pero sí quiero subrayar la forma en que propone relacionarlos,
lo que denomina un orden lexicográfico consecutivo: "Éste es un orden que nos exige
satisfacer el primer principio en la serie antes de que podamos pasar al segundo, el
segundo antes de que consideremos el tercero, y así sucesivamente. Ningún principio
puede intervenir a menos que los colocados previamente hayan sido satisfechos o que no
sean aplicables".
ellas (libertad, democracia) y una distribución equitativa de los recursos con que Ayuda Contacto Venta de fotos Publicidad
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satisfacer sus necesidades (igualdad, equidad, justicia distributiva) son los grados
sucesivos de la convivencia.
En todos y cada uno de estos casos, y en otros similares, el problema no está en una
elección errónea de los medios, ilegítimos, para conseguir unos fines legítimos, sino en la
reducción a medios de lo que son fines prioritarios, con la consiguiente subversión de la
escala de valores en que ha de basarse cualquier forma de sociedad, sea vasca o española,
socialista o capitalista, parlamentaria o autoritaria. Lo que cabe exigir al nacionalismo
democrático, y al pueblo vasco en general, no es que elijan entre la violencia y el
Estatuto, ya que una y otro son inconmensurables, sino que dejen de buscar y que
rechacen cualesquiera transacciones entre el plano del respeto a la vida y el plano de la
organización de la libertad, rompiendo definitivamente con quienes, en el primero, se
sitúan del lado de la violencia y la muerte. La defensa de la vida es incondicional, y, por
tanto, quien no la haga suya se sitúa en otro bando.
Quizá la mejor expresión del equívoco al que me refiero esté en otro pasaje del artículo
de Juan Aranzadi: aquel que afirma la imposibilidad de la equidistancia entre los bandos
por "la superioridad moral de un Estado que ha abolido la pena de muerte sobre una
'organización armada' que mata a quien se le antoja". En sentido estricto, no tengo nada
que objetar a lo que aquí se dice, pero sí a lo que no se dice, pues ese silencio (del que en
realidad no sé si participa o no el autor, pero lo hace otra mucha gente) es la mejor
expresión de lo que podríamos llamar la edad de la inocencia, o, si no se quiere ser tan
amable, del papanatismo de la izquierda frente a ETA (que, para ser sincero, yo también
he padecido). No sólo el Estado que ha abolido la pena capital, sino también el que la
mantiene frente al asesinato por cualesquiera motivos, y hasta el terrorismo de Estado,
son moralmente superiores al terrorismo actual de ETA. Salvo quien piense que, así
como el cristiano debe poner la otra mejilla, el demócrata o el pacifista deben dejarse
matar, se convendrá en que lo único que justifica la muerte del otro es la legítima
defensa. Los problemas de la pena de muerte son muchos (dudas sobre su efectividad
disuasoria, condicionamiento del valor absoluto de la vida como bien a proteger, carácter
de venganza, irreversibilidad en caso de error), pero, aun así, puede concebirse como
una medida de autodefensa por la que la sociedad intenta evitar que el criminal repita su
acción, disuadir de antemano a otros criminales en potencia y disuadir al propio
criminal antes de su acto al anticiparle las peores consecuencias. Por más que puedan
repetir el argumento sus detractores, la sociedad no se pone con ella a la altura del
criminal, sino que se mantiene muy por encima.
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