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LIBERALISMO POLÍTICO Y ECONÓMICO.

ESTADO, DEMOCRACIA E INSTITUCIONES EN COLOMBIA.

El liberalismo en Colombia parece exhibir una robusta e incuestionable


aceptación; una legitimidad y una base amplia de justificación histórica. Ha
tenido, para usar la clásica expresión de Samuel Beer, “una función de
movilización para el consenso”. Ya lo decía Alberto Lleras Camargo –un liberal
de tiempo completo–: “El liberalismo, las ideas liberales en Colombia, para cuyo
servicio no hay que pedirle permiso a nadie, tiene, pues, un campo abierto para
trabajar la conciencia de la nación, que siempre ha mantenido un altar a esas
convicciones, en la próspera y en la adversa fortuna.” (Lleras Camargo, 1994:
313).

Aseveración de doble filo, pues contiene una paradoja irrecusable: el


liberalismo emerge en los buenos y en los malos tiempos. Tiene arraigo y
capacidad de unificación (emotiva y racionalmente ha encontrado argumentos
en una amplia constelación de fuerzas que cubren todo el espectro político).
Pero a su vez se revela impotente y trágico. Son tres las principales tensiones
que atraviesan al liberalismo en Colombia1. A saber:

1) La primera de ellas tiene que ver con la incompatibilidad que se genera entre
ciertas formas de liberalismo político y económico –acertijo crucial que
explicaría qué modelo de desarrollo y crecimiento económico se aviene mejor
con nuestro régimen democrático–. Ambas versiones de liberalismo parecían
inextricablemente ligadas. En armonía perfecta. Apertura política y apertura
económica en convergencia plena. Pero esta relación no habría de resultar tan
armoniosa, estable y segura.

2) Una segunda encrucijada versa sobre el tipo de coalición que debería


defender la libertad y la igualdad. El propio Partido Liberal, como dijo el mismo
Carlos Lleras Restrepo, nunca fue un partido de centro izquierda o de
izquierda. Fue un partido con un centro-izquierda. “Una coalición de matices de
izquierda democrática”, en su célebre definición. Lo que es distinto en la
práctica. De esa manera el reformismo social, la democratización y la agenda
de construcción de Estado se han convertido en un accidentado proceso y una
parábola –en tanto discurso y trayectoria– de profunda agonía. Como se verá
en la sección primera de este documento de trabajo y la narrativa histórica que
contamos.

3) Una última tensión es la que se presenta entre la razón y el corazón: la


técnica o los sentimientos partidarios. Este es un tema que cobra bastante
actualidad, cuando las identidades partidistas se encuentran en su nivel más
bajo en toda la historia. Y a su turno el lenguaje de la técnica se ha fortalecido
con los cambios tecnológicos, sociales y culturales que han trasformado a la
sociedad colombiana. Es bueno en todo caso resaltar que no se trata de

1
Una propuesta colectiva y de destino, lúcidamente definida por Alfonso López Pumarejo de forma muy
precisa: “Mi liberalismo ha sido antes que todo, una actitud ante los problemas de la vida nacional, un
criterio para juzgarlos y resolverlos, más que una adhesión a determinado cuerpo de doctrinas políticas”.
Propuesta abanderada principalmente por el Partido Liberal aunque no exclusiva a su ideario.

1
“delitos contra la razón”, en virtud de una psicología de emociones violentas
que no permiten un realismo en el manejo de nuestros conflictos y
necesidades. Es más: es necesario seguir insistiendo en el liberalismo como
practica y forma de vida. Finalmente, es oportuno recalcar que el liberalismo en
Colombia ha perdido mucho de su energía, de su vitalidad, de su autoconfianza
y de la capacidad de auto-comprensión de sus logros y desaciertos. Es preciso
reconstruir aquí parte de su evolución, los desafíos que enfrentaron –y
enfrentamos– los liberales aplicados que han buscado fórmulas para dar
solución a nuestros problemas sociales, económicos, de seguridad y de orden,
en un país con un importante capital liberal y democrático.

1. Un liberalismo desde la debilidad.

1.1 Categorías y conceptos: ¿Qué es el liberalismo?

El politólogo norteamericano Alan Wolfe, en su último libro The future of


liberalism, (Wolfe, 2009) ha sintetizado muy bien cuáles son las definiciones
básicas del liberalismo como filosofía, como historia contextualizada y
temporalmente circunscrita y como visión de nuestros tiempos. Son tres las
definiciones que aborda: la primera que enfatiza lo sustancial, una segunda que
trata lo procedimental y, por último, una tercera que versa sobre el
temperamento que ha de expresarse.

El principio medular y sustantivo que se propone el liberalismo puede resumirse


de la siguiente manera: Muchos de nosotros tenemos la posibilidad de decir y
afirmar qué es factible para cada uno de nosotros y de esa forma tomar el
control sobre la dirección de nuestras vidas. Este compromiso aplicado a una
sociedad se refiere en un principio a dos valores y logros muy importantes:
libertad e igualdad; su búsqueda y su afirmación.

Con respecto a la libertad, los liberales han buscado lo que Thomas Jefferson y
Simón Bolívar querían para sus respectivas naciones: Independencia. Han sido
conscientes de que los individuos tienen mentes y cuerpos. Que muchas de las
limitaciones naturales y externas pueden ser removidas o usadas en beneficio
propio para un mejor desarrollo de todas nuestras capacidades; de nuestros
propios ideales. La dependencia nos hace presos del abuso. Por tanto han
considerado que “la vida autónoma es la mejor vida”. Si tenemos la posibilidad
de desarrollar todo nuestro potencial, somos dueños y responsables de nuestro
destino. Aunque ello no implica que hayan sido renuentes a reconocer que la
independencia pueda existir sin interdependencia. Al fin de cuentas somos
“constructos sociales”. No somos mónadas sin ventanas. Interactuamos y
crecemos en sociedad. David Hume dice muy bien: “el hombre nació para vivir
en sociedad pero las sociedades necesitan gobiernos”. Por tanto los liberales
no han sido indiferentes a la autoridad.

En cuanto a la igualdad, el segundo valor preponderante, los liberales no han


estado satisfechos, cuando solo una minoría, (la aristocracia natural, una élite
económica y plutocrática auto-designada), tiene la ocasión de escoger cómo
vivir. Por tal motivo han pensado que es necesaria y justa una expansión
sostenida de la ciudadanía, conforme a una inclusión progresiva para que más

2
personas hagan uso de sus libertades y derechos. Solo así ellas podrán tomar
el control de sus vidas, ser autónomas y velar por su realización personal.

Los liberales creen en la igualdad pero no como un fin en sí mismo. El


igualitarismo radical no ha estado entre sus pretensiones. Éste se asocia más
con la tradición socialista. Por todo esto se ha discutido ampliamente en el
seno de la tradición y del pensamiento liberal –entre socialdemócratas, y
comunitaristas de nuevo tipo, quienes han tomado la partida– si existe una
contradicción latente entre la búsqueda de la libertad y la igualdad. Si hay un
conflicto de valores. Una grieta de la modernidad. Un “choque de civilizaciones”
y escuelas: libertarios versus socialdemócratas. Una disputa irresuelta entre,
por una parte, el libre mercado; y, por otra parte, la intervención del Estado.

Esta discusión inevitablemente nos remite a la clásica distinción establecida por


Sir Isaiah Berlin entre la libertad negativa y la libertad positiva. La primera de
ellas consiste en el hecho de que nadie puede decirnos qué hacer o qué
debemos elegir. Es libertad sin interferencias, a secas. Libertad sin obstáculos.
La segunda, por el contrario, nos señala que cuando somos libres, lo somos
para tomar nuestras propias decisiones, donde el éxito es el resultado de
nuestros esfuerzos, y nuestras fallas son nuestra entera responsabilidad. Es la
libertad para hacer. Libertad para la autorrealización.

A lo largo del siglo XX hemos podido ver que el punto de partida del liberalismo
ha estado del lado de la libertad positiva y de la consecución de la equidad.
Según Wolfe las “concepciones positivas de la libertad tratan de que los seres
humanos no puedan ser reducidos a sus pasiones o a sus intereses” (Wolfe,
2009: 13). Los seres humanos vivimos por un estimable propósito de guiarnos
a satisfacción de nuestros ideales, solo realizables a través de esfuerzos
colectivos. Pero este ideal también ha tomado un rumbo equivocado: el de los
totalitarismos de izquierda y derecha, los autoritarismos de viejo y nuevo cuño,
y los sistemas teocráticos, milenaristas, dogmáticos y religiosos, que con sus
utopías, visiones idealistas o esclarecidas, nos han sometido a la coerción y al
despotismo. Dicho sometimiento, a nombre de perseguir fines nobles, ha traído
consigo un sinfín de atrocidades; ha puesto un yugo que no permite el ejercicio
pleno de la libertad.

Todo esto nos lleva a preguntarnos: ¿es posible descomponer en partes el


liberalismo en su núcleo duro de libertad e igualdad? ¿Es esta una idea
internamente contradictoria, inestable y riesgosa? La respuesta al primer
interrogante es sencilla: si bien no es lógico hacerlo, sí lo es desde el punto de
vista sociológico. Por una razón: “los compromisos sustantivos del liberalismo
deben comprenderse en su contexto histórico”. Es así como en el siglo XVIII la
dependencia económica estaba apuntalada por los legados del feudalismo, que
convertía en sirvientes a los individuos frente a sus amos, bajo categorías de
estatus fijo y jerarquías inmerecidas –herencia del antiguo régimen–. Esto llevó
a la burguesía naciente y a las clases medias a proponer un cambio social que
reconociera la autonomía y la igualdad legal, a través del libre mercado y unos
derechos de propiedad justos, pues sólo los mercados –sostenían los liberales–
proveerían las oportunidades a los individuos para escapar de esas injustas
obstrucciones que inhiben la prosperidad y el desarrollo, tanto personal como

3
colectivo. Si hemos de mencionar a un intelectual de claridad diáfana y notable
inspiración en el pensamiento económico y social, defensor de esta causa,
Adam Smith es el hombre indicado.

El contraste con el siglo XX no podía ser más notorio. Pues la dependencia


ocurre cuando la gente se ve empobrecida vergonzosamente; cuando la
envidia, la discriminación y las profundas inequidades se convierten en algo
que pone en riesgo la estabilidad social. Se viven momentos de agitación, de
aguda depresión económica, de luchas sociales obreras y campesinas. Soplan
vientos de cambio y “revolución”. Una gran transformación parece socavar
desde lo más profundo los cimientos del orden capitalista establecido. Lo social
se vuelve entonces político. Emerge el “Estado de bienestar”, y la diligente
acción del gobierno se hace presente para ayudar a aquellos que no se pueden
ayudarse a sí mismos o están desvalidos. La intervención es solo temporal,
pero necesaria.

Esta solución no está exenta de problemas. Las críticas desde la nueva


derecha y la nueva izquierda no han cesado hasta el día de hoy. Se dice que
El asistencialismo social hace a los pobres más incapaces. Que los programas
de acción afirmativa (en el caso de políticas de género, minorías étnicas, entre
otras), promueven el conformismo, la apatía y crean más dependencia. En todo
este debate aún no se ha dicho la última palabra. Si tuviéramos que mencionar
a un campeón del liberalismo social, no hay mejor candidato para ostentar el
título que el economista John Maynard Keynes, y todo lo que significa el
“keynesianismo” como política económica y redistributiva.

Finalmente, los compromisos con la libertad e igualdad como acción histórica


del liberalismo en su sentido sustantivo representan ante todo una posición
política. Puesto que los liberales, en este punto en particular, se tornan
“parcializados” y firmes partisanos de una causa: la de realizar en la práctica
unos logros sociales muy concretos, y buscar movilizar a la opinión pública
para sostenerlos, promoverlos y defenderlos con ahínco.

En adición al sentido sustantivo, dejaremos enunciado otro posible significado


del liberalismo: el de los mecanismos procedimentales. Si bien, y conforme a
su evolución histórica, el liberalismo surge como programa político en Europa
central a finales del siglo XVIII y principios del XIX, es justo cuando las
constituciones escritas con todo su linaje de reglas buscan organizar los
intereses materiales. Además buscan coordinar las divisiones sociales,
culturales y religiosas para hacer manejables los conflictos a través de la
negociación racional, el acuerdo y el compromiso entre grupos. El liberalismo
introduce así el constitucionalismo como técnica. Esa es su innovación. Los
liberales creen de ese modo que el procedimentalismo es la única alternativa
realista que tenemos frente a la violencia. “Sin adherencia a los procedimientos
en nuestra vida doméstica, la guerra civil nos amenaza”, es su conclusión.

En este punto los liberales han buscado afanosamente lo que Alexander


Hamilton, James Madison o Francisco de Paula Santander querían para sus
países: un gobierno de la ley y por la ley. Son variadas las formas de este
“gobierno de las reglas”, y no “gobierno de los hombres”. Los pensadores

4
liberales han sido muy imaginativos en esta materia. Formas que van desde el
contractualismo y el consentimiento social, hasta los famosos frenos y
contrapesos en el marco de un sistema de separación de poderes son su
horizonte mental. Tenemos que la definición procedimental del liberalismo es,
de esta forma, más un ideal moral que político. Se propone conseguir la
imparcialidad, la neutralidad y la justicia en las relaciones humanas. Su regla de
oro lo expresa así: a nadie le es dado auto-exceptuarse de las reglas que nos
gobiernan a todos y que voluntariamente a bien nos hemos dado.

Por todo ello los liberales han estado en contra de todo “absolutismo”. De todo
poder omnímodo, ilimitado e incontrolable. Todos debemos someternos a las
reglas. Sin excepción. Esto incluye, por supuesto, a quienes nos gobiernan. Y
todo ello, por mor de la cooperación, la confianza y el mismo fortalecimiento de
su legitimidad y su poder. Si las reglas se cambian por la ley y dentro de la ley,
el liberalismo es una forma de auto-contención. Que limita pero también faculta.
Nos proporciona seguridad, certidumbre y previsión. El partido en el poder o el
gobernante de turno no pueden cambiar la ley a su antojo para destruir a sus
opositores y críticos, haciendo de la ley solo una fachada. La democracia
constitucional no es un asunto superficial. Es ante todo un asunto de
responsabilidad.

En las palabras del filósofo político Stephen Holmes, el liberalismo y el


constitucionalismo son una forma de “democracia falibilista” (Holmes,
1995:274). Pues suponen que todos nosotros somos propensos a cometer
errores y al mismo tiempo reluctantes a reconocerlos y enmendarlos. De suerte
que buenas instituciones, procedimientos y reglas, nos han de poner en
capacidad de tomar decisiones inteligentes y movilizar los recursos necesarios
para procurar el bienestar general y colectivo. Ése es el aporte fundamental de
una “república procedimental” y de razones. Es la gran estrategia liberal.

Por otra parte, el procedimentalismo liberal es, de cierta forma, vulnerable.


Necesita de la crítica y la autocrítica reflexiva, para sobrevivir y perfeccionarse.
Puede ser que ocurra –como afirman muchos pensadores neoconservadores–
que ningún gobierno puede (ni debe) ser neutral entre las distintas
concepciones sobre la vida buena y la forma de organización de una sociedad.
Es entonces cuando éste, sin poder evitarlo, se torna parcializado. Sobresale
una amplia agenda de temas controversiales que tienen que ver con la moral
privada y pública de los miembros de una comunidad. Por ejemplo, la
despenalización del aborto, la penalización del consumo de drogas ilícitas, la
implantación y puesta en marcha de acciones afirmativas y reformas a la
seguridad social, etcétera. Ante estas cuestiones nos vemos en la obligación de
tomar partido.

Con todo esto, es incorrecto afirmar que el liberalismo y sus procedimientos no


son más que una “caricatura en extremo”. Éste no es un modelo vacuo incapaz
de mediar entre conflictos. La neutralidad es posible, la imparcialidad también.
“la neutralidad en un sentido plausible no debe entenderse in abstracto sino
en contextos específicos, como imparcialidad entre partidos concretos o
equidad frente a ellos”, (Holmes, 1999: 299). No hay razón que nos impida
encontrar acomodo entre las facultades humanas, ya que podemos tener un

5
árbitro general, una justicia independiente, en donde el Estado liberal –
adecuadamente comprendido– puede “prudente y acertadamente, negarse a
enredarse en una serie determinada de disputas sociales o morales”. Eso hace
que el constitucionalismo sea la única alternativa creíble a pesar de las críticas
pertinaces de filósofos y teóricos; y muy a pesar, asimismo, de las
vulnerabilidades que acechan a una sociedad pluralista. Es más: no solo es
digno de credibilidad; también gana por W.

Por último, el liberalismo, además de expresar unas convicciones sustantivas,


y propiciar una suerte de procedimiento, también encarna un temperamento y
un sentimiento distinto. En este sentido el liberalismo tiene que ver más con la
psicología que con la moralidad o la política. En su significado más básico el
liberalismo denota una actitud que busca incluir en vez de excluir. Aceptar al
contrario en lugar de censurarlo. Propiciar el respeto y una sociedad decente y
pluralista, antes que estigmatizar a grupos sociales. Busca estar abierto a los
foráneos, antes que desatar el fanatismo, la xenofobia, el chauvinismo o el
nacionalismo romántico y violento. Sobre todo es muestra del sentimiento de
generosidad, en el que no caben la instrumentalización ventajosa ni la
mezquindad. Por tanto, los liberales de todos los tiempos han sido trans-
ideológicos, tolerantes y de mente abierta. Han sido vehementes en rechazar
todos los argumentos políticos enraizados en el sentimiento del miedo y la
autoprotección. Un tema del pasado, del presente y del futuro que nos aguarda,
ante los riesgos y amenazas del terrorismo internacional, la violencia juvenil, las
pandemias y la crisis económica global.

En este punto es preciso resaltar que los liberales no han sido utópicos, ni
timoratos u optimistas confiados. Han sido, por el contrario, distópicos,
realistas. Están seguros de que el mal puede dañar los corazones de hombres
y mujeres en muchos sistemas políticos –principalmente entre los iliberales–,
pero ello no implica que su existencia haga imposible la realización del bien. El
liberalismo se auto-diagnostica y auto-medica. Su espíritu de reforma no tiene
fin. Sus retos, desafíos, sus reclamos valederos y justos y su exhortación
perenne siguen siendo nuestra única esperanza sobre la tierra.

1.2. Parábola del liberalismo colombiano. En búsqueda de una


“narrativa analítica”.

Despejada y asimilada la teoría, veamos a la sociedad liberal colombiana en


acción. Corregidos por el contexto, intentemos construir una narrativa, que nos
provea de un sentido a la historia que queremos contar. Podemos seguir la
pista de nuestro liberalismo como sigue: a) Su cuna ilustrada; b) El
constitucionalismo fundacional, la definición moderna de ciudadanía, la
formación nacional y estatal; c) La movilización urbana y social. (Palacios,
1999: 82). A grandes rasgos muchos elementos de esta parábola son
fidedignos, pero también en la interpretación de historiadores y científicos
políticos se pone de presente cómo el problema de nuestro liberalismo estriba
en una omisión de sus postulados, en una ardua y constante (des)adaptación
dentro de una tradición extraña, (Palacios, 2002) –barroca, vernácula,
corporativa, clientelar y violenta– que ha impedido su consolidación.

6
De alguna forma el liberalismo en Colombia sí surge desde la debilidad pero no
desde el desconocimiento y la futilidad. Y esto es algo que aquí vamos a tratar
de sustentar; intentaremos darle sentido. Fallar no es lo mismo que fracasar.
La vergüenza, la autocompasión y la hagiografía tampoco son la mejor forma
de ser veraces. Lo mejor es apelar a la historia y su explicación. ¿Ahora bien,
qué podemos decir de nuestro Estado, la democratización y su impacto en el
régimen colombiano? Lo primero –y en ello confluyen varios autores–
(Palacios, 1999; Melo, 1980; Posada Carbó, 2006) es que nuestro liberalismo
ha surgido sin las bases materiales para el consenso. Su historia, según
Malcolm Deas, es tal vez una en donde la democracia llega primero que el
progreso económico y la modernidad. Y esa historia se ha movido también en
esa dirección: la del progreso y el consenso. Un “pluralismo asimétrico”, un
arraigado localismo, debilidades y fallas estatales, y pobreza crónica, destacan
su peculiaridad; pero también su norma. Le confieren sentido y nos revelan las
demandas básicas para su legitimación.

Apelando a la investigación pionera del profesor Francisco Gutiérrez Sanín,


(Gutiérrez et al., 2007), trabajo que combina explicación e historia, sigamos la
“narrativa analítica” que el autor propone. Si la debilidad histórica del
liberalismo se evidencia en sus fallas (principalmente referidas al monopolio
estatal de la violencia, la capacidad de recaudo fiscal y el control territorial);
pero también en sus aciertos2 (un crecimiento económico moderado pero
sostenido y un proceso de modernización y urbanización). ¿Cómo se explican
su duración y resistencia a pesar de la impotencia? Ése es el acertijo liberal
colombiano. ¿Por qué el liberalismo coexiste con la violencia? ¿Por qué es
intratable esa violencia? Aquí se ofrece una respuesta parcial a ese acertijo;
pues es que al parecer existe un equilibrio, una coexistencia genuina.

Es preciso subrayar que Colombia ha tenido una respetable tradición


republicana. Es una democracia competitiva y electoral de primera ola (en la
jerga académica). Es una veterana entidad política. Aquél ha sido el horizonte
mental de nuestras élites. Pero se ha mostrado incapaz de tener una
democratización pacífica y plenas libertades civiles, atender los problemas de
centralización política administrativa y avanzar en las reformas sociales más
importantes. Bipartidismo, civilismo y legalidad, han marcado el proceso político
con todos sus bemoles. Hoy en día se encuentran amenazados y atraviesan
su prueba más acida. Están en riesgo de colapsar. Enfocarse en el problema
rural, el conflicto y la dinámica política de dos partidos históricos y sus
ideologías y prácticas es la mejor forma de empezar.

1.2.1. El problema territorial y rural.

Una primera intuición que debe ser validada, viene a ser que la adopción de
una democracia liberal en el contexto de un irresuelto conflicto agrario e
inseguridad en los derechos de propiedad muy seguramente puede generar
anomalías en el tipo de instituciones, en el mismo Estado y en el régimen
político. Es lo que Gutiérrez, siguiendo el enfoque del sociólogo histórico

2
Colombia no ha seguido el patrón latinoamericano: golpe militar, salida autoritaria y alguna forma de
gobierno populista. Su marca ha sido el civilismo y el republicanismo liberal.

7
Barrington Moore, llama la “trayectoria india” para Colombia (Gutiérrez et al,
2007: 4-5). Un congelamiento de las estructuras agrarias arcaicas que impiden
la marcha a la modernización capitalista y el desarrollo, en medio de una
temprana democracia liberal, puede tener resultados funestos: debilidad del
Estado; y violencia social con ruptura como correlato. Esta afirmación merece
ser revisada y falsificada, según el autor. Necesita matizarse, evitando el
reduccionismo. Es preciso abrir un dialogo con perspectivas complementarias.
La obra de Albert Hirschman sobre la reforma agraria en Colombia es un
ejemplo de ello (Gutiérrez et al, 2007:6). Si bien las rigideces en las estructuras
agrarias son críticas porque propician serias distorsiones en la distribución y
debilidad en los derechos de propiedad, no implican necesariamente la ruptura
y la revolución social como pre-condición del cambio. Ésa es la tesis de
Hirschman. Y la experiencia colombiana es muestra de las posibilidades de
reforma, arreglos democráticos y soluciones. Aunque aquí cabe ser cautos y
prudentes, pues las especificidades históricas, las contingencias, los
mecanismos de retroalimentación y los mismos procesos de coalición política
que acompañan esta historia, nos insisten con tozudez en una tragedia genuina
que abortó una “utopía necesaria”3 para el país.

¿Qué podemos rescatar de esta historia y del periplo accidentado de nuestra


reforma agraria? Veamos sumariamente sus puntos más importantes:

1. El proceso político articulado (élites, partidos y política). El partido


abanderado de la reforma agraria ha sido, históricamente, el Partido Liberal.
Pero éste estaba dividido en facciones de izquierda y derecha. Algunos de
ellas indiferentes y hostiles a la reforma. Los líderes reformistas liberales
estaban enfrentados a un doble desafío: a) La coalición política debería
estar soportada en las masas movilizables y garantizarse genuina; b) De
otra parte, conseguir el apoyo en el congreso. Pero los problemas eran
colosales. En primer lugar, los reformistas, en su amplio espectro, no
estaban todos dispuestos a poner en riesgo el sistema político con la
movilización social. El cambio social corría el riesgo de ser traumático y
abrupto. Esto ocasionó que los liberales reformistas incitaran a las masas
pero nunca las dirigieran. En segundo lugar, los líderes necesitaban
conseguir sus objetivos políticos y aumentar su reputación. Pero esa misma
movilización sin dirección los amenazaba. Entonces los sectores populares,
embriagados por el discurso de cambio y nivelación, buscaron alguna clase
de dirección orgánica en otros interlocutores.

Las consecuencias fueron desastrosas. La coalición política “desde arriba”


falló rotundamente y dilató el curso de la reforma, y la coalición social
“desde abajo” se salió de madre. En últimas este tipo de movilización creó
un “sistema de notificación”4 ambiguo, atomizado y que precipitó la
violencia. Los conflictos sociales degeneraron en grandes feudos en pleito y
pequeñas rencillas.

3
El término es usado por el economista Alejandro Gaviria.
4
Un sistema de notificación en la teoría de Hirschman consiste en un conjunto de señales económicas, a
través de las cuales los agentes escogen la mejor forma de expresar su insatisfacción política a los
tomadores de decisiones, acorde a la probabilidad de transformar su malestar en cambios observables en
la dirección deseada. (Gutiérrez et al, 2007: 33-35).

8
2. La economía y la ocupación territorial. El problema principal del campo
colombiano entre 1930-1970 fue la subutilización de la tierra. La tierra más
fértil fue usada por hacendados ganaderos, un grupo muy hostil e
interesado en evitar cualquier cambio en el aparato rural productivo y, por
ende, su modernización. Después de los setentas una economía basada ya
fundamentalmente en el café favoreció dos claros patrones de ocupación
territorial: concentración geográfica y desigual distribución de la tierra. Si el
sistema de grandes haciendas dominó el temprano periodo (1870-1930),
éste fue perdiendo peso en la producción y esquema campesinos, cuando
empezó aquélla a incrementarse después de 1900 con la expansión de la
frontera agraria. Todos estos cambios ocurrieron con pasmosa velocidad en
la década del treinta, cambiando rotundamente la estructura de la
propiedad, propiciando su fragmentación, colonización y la ocupación de
terrenos baldíos.

Así se inició una concentración geográfica principalmente en la región


andina. La industria del café despegó notablemente, favoreciendo el
surgimiento de una pequeña burguesía basada en este sector exportador
que fue adquiriendo una notable influencia en el gobierno nacional5. Es
relevante anotar que el crecimiento en la producción de café tuvo su origen
en el aumento de las áreas cultivadas, y no en un aumento de la
productividad. Este patrón de desigual distribución se profundizó durante
los setentas; acorde al censo cafetero para la época, las propiedades
cultivadas con café con menos de 4 hectáreas representaban cerca del 77%
del gran total y 26% de la producción, pero sólo representaban el 29% de la
superficie de la tierra. A su turno, 1,908 cultivadores (0,7 % del total de los
productores), quienes reunían más de 40 hectáreas, y tenían cada uno una
apropiación del 12,5% de la tierra, producían 15,5 % del gran total.
Problema que se yuxtapone hasta el día de hoy, en la Colombia más
urbana, ya no cafetera, pero sí minera y cocalera, con otro patrón de
ocupación geográfico y demográfico.

3. Las fallas del Estado y su relación con el problema rural. Entre las
principales fallas del Estado y de política se destacan: a) Los límites
fiscales. Es evidente que una reforma tan importante necesitaba de un
componente técnico (el registro catastral es un ejemplo de ello. Su atraso y
desfase aún son patentes) y económico, que un Estado pobre estaba en
incapacidad de atender. Aunque el tamaño del Estado crecía, no era lo
suficientemente grande, y su músculo fiscal se veía empequeñecido; James
Robinson, refiriéndose con ironía a la “revolución en marcha” de López
Pumarejo, la llamó “la revolución barata”. He ahí una muestra del problema.
b) La debilidad de la reforma evidenció una falla de integración territorial
horizontal y vertical, en la medida en que el Estado no consiguió una plena
ocupación del territorio, y ejercer de ese modo el monopolio de la violencia y
de la recaudación. c) Los problemas rurales cambiaron todo el panorama y
trasformaron las preferencias de los actores políticos. El hecho
sobresaliente fue la desurbanización del Partido Liberal. Su inmovilismo e

5
Para más detalles: (Gutiérrez et al, 2007: 38).

9
incapacidad consecuentes con la reforma fallida trasformaron al partido
hasta el día de hoy, de manera insidiosa. Aupando el auge de los baronatos
y la “criminalización” de la política. d) Los problemas rurales se difuminaron
hasta las principales ciudades, afectando a las élites industriales que se
hicieron indistinguibles de los intereses rurales. Consecuencias naturales de
ello fueron la abdicación y privatización de la seguridad, propiciando así el
fenómeno paramilitar. e) Por último, la debilidad de la reforma nos hizo
vulnerables a los choques externos de la economía internacional, la guerra
contra las drogas y los dominios reservados de política desde EEUU.

1.2.2. Recapitulando política y orden en Colombia.

Los problemas de construcción estatal y liberalismo violento constituyen un


gran acertijo social. Hemos dejado de lado la cronología política, por lo cual
remitimos al documento del profesor Gutiérrez para su comprensión (Gutiérrez
et al., 2007:8-29). Aquí sólo describimos, de manera oblicua, algunos sucesos
como los que expondremos a continuación. Una breve parábola puede ser la
que sigue: la política desde la “república liberal” (1930-1946), con el
consecuente “convivialismo”, herencia de las guerras civiles del S. XIX; la
posterior movilización social; los conflictos agrarios; la violencia política; la
“dictablanda” (1953-1957); y, finalmente, el Frente Nacional (1959-1974), no ha
sido nada pacífica. Se han vivido apenas unos cuantos oasis de paz en toda
esta historia. Pero en el trayecto dos partidos históricos enfrentados
convergieron al centro con el reformismo frentenacionalista, y en la constitución
del 91 –que hizo tábula rasa–, y echó por la borda los seguros del bipartidismo,
en la búsqueda de la democratización y la paz. Los procesos fueron
turbulentos, llenos de lecciones, amarguras y contrasentidos. Estos explican,
en parte, el desorden en Colombia, el populismo imposible, y la cancelación de
la salida autoritaria. El trasfondo de base: dos partidos históricos (liberal y
conservador), protagonistas de nuestra narrativa liberal. Ellos desarrollaron
estrategias, ideologías de movilización para la práctica y el encuadramiento de
masas, que se movían en los discursos modernos y las experiencias
internacionales.

Pero se trataba de colectividades ancladas en laxas y policlasistas coaliciones


sociales y fracturas regionales, lo que explica el pluralismo asimétrico de
nuestro sistema. Estas fuerzas cayeron en el inmovilismo y la alienación, y no
supieron combinar equilibrios y concesiones. Pero los pactos y los arreglos
institucionales de gobierno compartido fueron su tecnología política por
excelencia, un modo que muestra a las claras que andaban en la dirección
correcta: la pacificación y la reforma social. Pero al fallar en la trama de la
reforma, alienaron a otros (guerrillas extremistas, paramilitares), y fueron
incapaces de dirigir orgánicamente el cambio. Así que los conflictos sociales se
disolvieron en macro-feudos, venganzas y miedos ancestrales que élites
rurales aprovecharon y que hasta el día de hoy han cerrado la ventana de
oportunidad de un cambio con esperanza, ahora con el agravante de la guerra
contra las drogas, en un contexto económico, social y geográfico distinto. Aun
con los cambios y diseños constitucionales después del 91, la soberanía de un
Estado bajo el imperio de la ley sigue estando en entredicho y el escenario
evoca más un “liberalismo del miedo” y de la tragedia genuina.

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2. Un modus vivendi liberal.

Colombia como nación independiente es un país de notable experimentación


política en materia de reformas institucionales. En palabras del historiador
Malcolm Deas: “Los períodos de autoritarismo o de militarismo han sido muy
escasos; […] el número de experimentos constitucionales ha sido muy grande,
y esta república ha sido escenario de más elecciones, bajo más sistemas,
central y federal, directo e indirecto, hegemónico y proporcional, y con mayores
consecuencias, que ninguno de los países americanos o europeos que
pretendiesen disputarle el título. Dentro del país, las diferencias de clima,
economía y cultura de una región a otra han tenido también repercusiones
políticas” (Deas, 2006: 209).

Visto así el panorama, las “fórmulas de gobierno” ensayadas han sido diversas.
Pero han faltado los recursos políticos y económicos, necesarios para su
puesta en vigor. Ha estado ausente también una fórmula única: un gobierno de
las masas con un caudillo a la cabeza, una preponderancia de una región sobre
otra, un gobierno de junta militar, un federalismo fiscal, o un autoritarismo de
corte populista, entre otras opciones. Por eso es preciso tener en cuenta lo
complejo de importar instituciones, en el sentido de lo que Bolívar llamó en su
tiempo “repúblicas aéreas”.

Por eso, aunque se insiste mucho en el estudio de instituciones comparadas, la


prudencia debe aconsejarnos cómo ver también las diferencias, las
especificidades, y el contexto histórico. En Colombia necesitamos lo que el
filosofo inglés John Gray ha llamado “la búsqueda de un modus vivendi” (Gray
2001: 123).

El liberalismo tiene un componente básico: la construcción de Estado y la


consecución de una forma de coexistencia y tolerancia. Ésa ha sido su
empresa política en las sociedades modernas. El modus vivendi es ante todo
una suerte de arreglo pluralista pensado para sociedades hechas a retazos,
“pueblos divididos y sociedades fragmentadas”, por medio de pactos re-
localizables adaptados a circunstancias apremiantes. Desde este enfoque la
legitimidad es ante todo un “accidente histórico”, como sentenció David Hume.
Y el modus vivendi es la forma de manejar conflictos irresolubles entre bienes
incompatibles y valores inconmensurables.

Las reformas políticas y económicas (entre ellas la descentralización


administrativa y territorial, la apertura económica, y liberalización comercial y
financiera) que empezaron en la década de los ochenta parecían ser toda una
panacea. Un cambio de fondo en las competencias. Una modernización
económica. Un vuelco en las costumbres políticas y un acercamiento al
ciudadano de a pie. Pero los hechos han desmentido esta ilusión. Los
incentivos políticos pesan más que los modelos de científicos sociales y las
prédicas de “misioneros sociales”.

Un Estado desintegrado, decaído, asediado por todas las formas de


criminalidad y violencia, debe pensar muy bien qué instituciones debe fortalecer

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y cuáles son las formas de intervención y diseño constitucional en medio del
marasmo y la violencia. El constitucionalismo liberal ha sido pensado para
prevenir la tiranía pero también la anarquía; y en el país las mafias del
narcotráfico, las guerrillas y el paramilitarismo son un factor de
desestabilización social y desorden. En este marco la descentralización ha sido
aprovechada por los actores armados, para su expansión y su cometido de
“deconstrucción estatal” y penetración ilegal.

Un Estado de capacidad media e históricamente débil como el colombiano ha


tenido serios problemas con los procesos de democratización, consulta,
protección, negociación, igualdad legal y expropiación de los poderes de facto.
La ley orgánica de ordenamiento territorial sigue engavetada, trascurridos ya
casi 20 años de la expedición de la constitución del 91. Tomar en cuenta las
mismas restricciones de política, los problemas de soberanías en disputa, la
fragmentación regional y el liberalismo desde la debilidad ya tratado, resulta ser
una aproximación más realista a la hora de hacer diagnósticos, evaluaciones y
propuestas de política pública.

Gobierno fuerte, democracia y reformas: justo eso es lo que necesita el país. La


descentralización como diseño institucional, que buscaba promover las
autonomías locales, la democracia participativa, la expansión de la ciudadanía
y un mayor capital social, se ha quedado en el papel. El camino al infierno está
empedrado de buenas intenciones. Las plegarias atendidas en estas dos
últimas décadas nos han hecho ver una faceta negativa de la política en el
departamento y en el municipio: el clientelismo armado y el populismo
presidencial.

Quisiéramos terminar señalando los retos de un modus vivendi liberal en un


Estado desintegrado y plagado de inequidades, abusos de poder, explotación y
carencia de monopolio de las armas como el colombiano. Trazaremos una
pequeña nota comparativa con la Rusia poscomunista. Ya lo dijimos, los
problemas de construcción estatal y nacional anteceden a la implantación de
derechos y el nacimiento de la sociedad civil. Antes de ello lo que tenemos es
una “sociedad incivil”, impotente, presa del miedo y la apatía, pero también
incontrolable. La democracia colombiana, como diría Carlos Lleras Restrepo,
es perfeccionable y perfectible. Y seguramente también imperfecta. Ahí esta su
potencial también.

Sin embargo, una democracia necesita una teoría del Estado para poder
funcionar; es decir, una definición de la soberanía territorial y las fronteras, que
nos aclare quiénes son ciudadanos de esa nación con derechos y deberes. Y la
democratización paulatina necesita una forma concreta de construcción de
Estado vigorosa, que implique gobierno e instituciones políticas y económicas
principalmente. El constitucionalismo liberal debe suplir esas dos funciones. La
desintegración de la Unión soviética nos ha mostrado la faceta de la anarquía,
la criminalidad, el abuso de poder por parte de mafias enquistadas y los
problemas weberianos del orden, evidenciando una cara distinta al totalitarismo
otrora reinante. El liberalismo en su versión positiva, es decir, en su forma
creadora de poder y canalización de derechos, resulta más apremiante que su

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contraparte negativa: la prevención de la tiranía, la separación de poderes y
balanceos.

Nuestra tradición republicana hace gala de un constitucionalismo liberal


negativo (lo problemático es que, para nuestra sorpresa, funciona en medio de
todas las formas de desorden y caos social). La autoridad es un problema
central del Estado colombiano, en donde más que autoritarismo o tiranía
abunda la anarquía, como en la Rusia poscomunista. En el sentido positivo lo
primero sería crear poder, definir los roles políticos y sociales de líderes y
mandatarios, y fijar las reglas claras para la resolución de conflictos sin
violencia. Dicha tarea es más ardua y casi imposible.

El “pluralismo asimétrico” –en donde, como en la expresión de Isaiah Berlin, los


“lobos devoran a los corderos”–, ostensiblemente hace más débil al Estado y lo
convierte en corrupto y maleable. La sociedad liberal abierta no es tal, es más
bien una “cloaca abierta” de sobornos, prevaricato e intimidación rampantes,
que lo penetran todo hasta hacer al Estado incapaz de regular las relaciones
entre la sociedad y sus agentes políticos, burocráticos y civiles. Los derechos
pasan a ser una mascarada, inexistentes en muchos casos. Los principales
bienes públicos tardan en ser provistos (la seguridad pública, un sistema de
derechos de propiedad notarial y público, los principales servicios públicos, una
recta y eficaz administración de justicia, entre otros), y además se corre la línea
de legalidad en un ambiente ya de incertidumbre, aprovechamiento y colusión.

Todo eso nos suena familiar naturalmente. El autogobierno, el orden y la


protección son asignatura pendiente del Estado colombiano. ¿Cómo encaja en
todo esto el problema de competencias administrativas, la definición de roles de
autoridad y el desempeño gubernamental? Es ahí donde el poscomunismo y la
Europa del Este nos pueden brindar lecciones importantes. En primer lugar, las
constituciones democráticas son dispositivos que capacitan al gobierno y no lo
limitan solamente; “tienen como fin organizar el gobierno de forma tal que
mejore la seriedad y el realismo en la deliberación pública” (Holmes, 2004:
151). No se busca la parálisis sino la coordinación mancomunada para resolver
los problemas. En Rusia las normas de sucesión, los roles de autoridad y
responsabilidad, así como la obligatoriedad vinculante de las asambleas,
resultan nulos o quedan en el vacío en muchos casos.

En segundo lugar, las constituciones derivan su legitimidad, no desde sus


fuentes, sino desde sus consecuencias prácticas. En Rusia la constitución ha
pasado por un proceso de aculturación –que no existía previamente–, pero
también su ratificación y puesta en vigor se ha estrellado con una nota
melancólica y de descrédito por parte de la ciudadanía, pues por muy
bienintencionado y legítimo que haya sido el proceso de redacción, la práctica
evidencia problemas agudos. Además parece que el derecho como institución
es sólo un gancho ciego de un vagón que va para donde lo dirigen los
poderosos.

El experimento constitucional de 1991 en Colombia fue más importante por su


proceso que por su resultado. Los partidos tradicionales implosionaron, el
pluralismo asimétrico debilitó más al Estado, y la “sociedad incivil” siguió sin

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gobierno y no logró conseguir formas de autocontrol y regulación conforme a
normas generales. La ilegalidad siguió haciendo estragos en un escenario
imprevisible en medio de la rigidez de las formas. La descentralización no
resolvió los problemas de la democracia. La expuso a la penetración ilegal y la
volvió una democracia asediada por las mafias, guerrillas y paramilitares. La
llamada democracia participativa trajo consigo la antipolítica y el pánico moral.
De otro lado el híper-presidencialismo carismático movilizó a una porción
significativa de la ciudadanía pero atrapó a la sociedad colombiana en la inercia
de los “hábitos del corazón”: apatía, miedo e indignación; emociones que
atrofian aún más el precario liberalismo y nos hacen transitar por una semi-
democracia, en donde los discursos antiparlamentarios emergen y la
licuefacción de todos los seguros institucionales, frenos y contrapesos al poder
de una ya centenaria tradición republicana se empiezan a desvanecer.

Pensar en un modus vivendi se volvió todo un desafío a la imaginación. La


geografía del conflicto y los problemas con los vecinos arrinconan más a
nuestro liberalismo violento. Decidir entre lo correcto y lo erróneo se ha vuelto
toda una elección trágica. Una elección que aguarda un modus vivendi de
tolerancia que ya no se basará, muy seguramente, en el consenso y la
negociación. Esa sí es una lección para pensar la soberanía nacional en un
país de regiones, poderes de facto y fronteras cada vez más porosas.

3. Liberalismo del miedo: política y esperanza. (Una conclusión).

Recabando un poco en la narrativa contada, hemos buscado construir un


sentido de la realidad, y darle sentido a nuestras acciones. Este punto lo hemos
enfocado desde la filosofía y la historia, conservando unos límites y un
conocimiento empírico y descriptivo. Tratamos de ser sinceros y precisos.
Enfocar cuáles son nuestras necesidades y la justificación de nuestro
liberalismo fue nuestra prioridad. Los problemas del liberalismo violento en
Colombia antes que técnicos y administrativos, tienen que ver con el concepto
de lo político. Por eso queremos terminar invocando algunas de nuestras
practicas ideológicas e ideologías para la práctica (Freeden, 2005), más caras
al pensamiento liberal colombiano, en el marco de lo que Bernard Williams ha
llamado el “liberalismo del miedo”, siguiendo a la profesora de gobierno de
Harvard Judith Shklar (Williams, 2005).

El liberalismo del miedo es ante todo una suerte de liberalismo “no utópico”. Es
realista. Busca unificar de una vez por todas las tensiones entre lo económico y
lo político. Pero no se hace ilusiones. Por encima de todo busca mitigar la
crueldad. Reconoce que el “universalismo de los derechos”, la justicia social y
la defensa de principios morales, no siempre están garantizados, pues la
democracia liberal no es obra de Cicerones sino de Sísifos. El liberalismo del
miedo busca empoderar a los ciudadanos frente a los poderosos, pero sabe de
antemano que ésta es una empresa frágil, inconsistente y muchas veces
trágica. En una genealogía histórica Williams nos dice que el liberalismo del
miedo busca hablarle a una audiencia cuyos oyentes en su orden cronológico
han sido: los príncipes, los ciudadanos y los padres fundadores de una nación
(Williams, 2005:60). En último término el liberalismo del miedo es un liberalismo
que aboga por recuperar el partido de la memoria en una sociedad. Sus héroes

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no son los mártires, ni los soldados victoriosos, ni los poderosos, sino los
débiles y las victimas.

Pero éste no es victimista. Sabe por experiencia que garantizar un orden es


una tarea más política e histórica y menos filosófica o moral. Sabe que en los
buenos tiempos, cuando el miedo, la desesperación, la crueldad y la tortura han
cesado o se han limitado, se impone una política de la esperanza. Volviendo a
nuestro liberalismo violento, los años de la seguridad democrática han
significado una esperanza frente a la desesperación y el miedo. Pero la
esperanza se desvanece, pues lo que para algunos representa una esperanza,
para nosotros puede ser un predicamento desesperado (Williams, 2006: 254).
Un Estado decaído y desintegrado sigue siendo nuestro gran problema. Los
centros de poder gravitan cada vez más en una órbita internacional y regional,
las fronteras se difuminan y somos más propensos a los choques externos.
Recordando a Alfonso López Pumarejo, en una de sus últimas piezas de
oratoria, de hace cincuenta años –su testamento político al recibir el doctorado
honoris causa en la Universidad Nacional- es preciso reivindicar desde ya tres
opciones pertinaces: 1) La restauración republicana. 2) La paz social. 3) La
organización económica. Allí radica la esperanza liberal de los años venideros.

Una esperanza que encarna en un pesimismo de ojos abiertos. Una esperanza


con un “propósito nacional”, como preconizara el liberal Alberto Lleras
Camargo. Un propósito colectivo que encarna en la justicia y la libertad, como
única guía de gobierno. Una esperanza en la historia y en nuestro destino. En
nuestras ideas y sentimientos más perennes. Una esperanza que no se agota.
Como señalara ya al final de sus días el Presidente López haciendo un
recuento de nuestras gestas y henchido de orgullo: “Se que hay en la historia
del partido una vasta población de próceres cuyo espíritu flota, inquieto por
nuestras incertidumbres, inclinando nuestro ánimo a decisiones atrevidas y
patrióticas. Sé que el pueblo colombiano rodea con ansiosa expectativa
todos nuestros actos, y que esta dispuesto a perdonar, como siempre,
nuestros errores, pero no a soportar nuestra indiferencia. Sé que la
formidable tradición liberal que corre al través de la vida republicana, sin una
sola interrupción no se ha roto, y que al contrario, su ancho caudal apenas
comienza a cumplir la fecunda tarea de irrigar las instituciones, libertar las
conciencias, amparar a los débiles, alimentar la democracia con el limo
formado por siglo y medio de sacrificios, de martirios, de jornadas gloriosas y
de honrosos desastres”.

Continuar la obra y la marcha inconclusa sin perder la fe en nuestro sempiterno


liberalismo, es la forma más segura de recuperar de una vez y para siempre el
partido de la memoria y la esperanza para la sociedad colombiana.

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