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1
Sobre la cuestión de una definición de la hegemonía, véase Balsa 2006a.
* Presentado en las Primeras Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea, Buenos Aires 2010.
2
Una primera diferenciación entre los planos o lógicas de la construcción de la hegemonía la hemos formulado en Balsa
2006b.
1
La idea de aceptación implica algún plano de conducta “voluntaria”, diferente de las
conductas determinadas solo por la coerción.3 Ese es el verdadero aporte que una teoría de la
hegemonía podría hacer: explicar cómo se lleva a cabo una dominación política burguesa en un
terreno democrático.4
3
Como señala Carlos Nelson Coutinho (1999), para Gramsci, la hegemonía es, sin dudas, el momento del consenso (y
no como sostiene Perry Anderson (1978) una síntesis entre coerción y consenso). Es verdad que existen pasajes de los
Cuadernos que dan lugar a esta interpretación, pero, como el propio Anderson mostró, éstas son justamente las
“antinomias” contenidas en esa obra y que creo tienen que ser resueltas para construir una teoría de la hegemonía
realmente operativa. En este sentido, debemos resaltar lo característico de una dominación hegemónica, esto es su
aspecto consensual, lo que Anderson deja pasar y que lo lleva a descartar casi por completo el aporte gramsciano y
centrar el problema de la dominación en el sistema de representación política de la democracia liberal. Cuando el
problema es justamente porqué las clases subalternas, teniendo la potencialidad de hacer prevalecer su mayor número,
terminan votando a los partidos que defienden la dominación burguesa e, inclusive, a las versiones más salvajes de
dominación burguesa, como ocurrió en los años noventa.
4
Aquí vale la pena hacer una aclaración: tal como lo señala Doménico Losurdo (2004), no existe una relación de
identidad entre dominación burguesa y democracia.
5
Eso lo comprendió muy claramente Maquiavelo y por eso en El Príncipe destacó que “conviene estar preparado de
manera que cuando [los pueblos] dejen de creer, se les pueda hacer creer por la fuerza (Maquiavelo, 1997: 50).
6
Como lo dijo explícitamente el diario de la burguesía financiera argentina después de la que hiperinflación de 1989
condujera al caos social y provocase la salida anticipada del presidente Alfonsín: “ahora para preservarnos de las
demagogias populistas estamos en la era de los golpes de mercado en lugar de los antiguos golpes de Estado que hacían
los militares”. Sobre la hiperinflación como elemento coactivo en la construcción del consenso ver Bonnet (2008) y
Balsa (2001).
2
el poder imprime al deseo utilizando coacciones más explícitas o más implícitas, realizadas en el
presente o guardadas en la memoria de las sociedades.
La cuestión del lenguaje era muy importante para Gramsci. De hecho, el estudio de la
“lingüística comparada” era uno de los cuatro temas que planificó abordar al comenzar a escribir los
Cuadernos de la Cárcel.7 El lenguaje aparece en varios fragmentos de los Cuadernos como la base
de las “concepciones del mundo”, de las “filosofías”8. Incluso es reconocida la importancia de lo
idiosincrático personal del lenguaje: “todo ser hablante tiene su propio lenguaje personal, o sea, su
propio modo de pensar y de sentir” (CC 4, 10: 44).
Por otra parte, en el cuaderno 11 encontramos una crítica a considerar sólo formalmente al
lenguaje (CC 4, 11: 45) y, finalmente, el último de los cuadernos se intitula “Notas para una
introducción al estudio de la gramática” (CC 6, 29) y contiene una sumamente interesante distinción
entre gramática “espontánea” (que son las normas a través de las cuáles hablamos sin darnos
cuenta) y “normativa” (que es la que se enseña y la que corrige el habla). Esta última opera en dos
planos: las operaciones de enseñanza oficial y las consiguientes gramáticas escritas (en este plano
operan diversos tipos de regulaciones estatales que intentan imponer una única lengua nacional,
como acto político y con distintos métodos coactivos), pero Gramsci también coloca dentro de lo
normativo a la interacción social cotidiana: el “control y la censura recíprocos”, las preguntas que
exigen una enunciación más correcta, e incluso la burla son todo un “conjunto de acciones y
reacciones” que colaboran en el establecimiento de las “normas” Y aquí destaca el diferente poder
que tienen las distintas clases sociales para imponer su gramaticalidad. Entonces, la relación entre
ambas gramáticas puede constituir una excelente metáfora de la relación entre coerción y consenso
en la construcción de la hegemonía (Ives, 2004ª y 2004b).
7
Se proponía así retomar los estudios que en su época universitaria había realizado bajo la orientación de Matteo
Bártoli. Este profesor puede haber sido uno de los inspiradores del empleo del concepto de “hegemonía” por Gramsci
(además del uso que de él hicieran los socialdemócratas rusos). Bartoli sustentaba que en la adopción de las
innovaciones lingüísticas jugaban un papel determinante el prestigio, la fascinación y la “hegemonía” que conseguían
algunos grupos sobre otros (Ives, 2004a: 27-28).
8
“…todos los hombres son filósofos” pues participan “de una determinada concepción del mundo, aunque sea
inconscientemente, porque cada ‘lenguaje’ es una filosofía” (CC3, 8: 204) y “lenguaje significa también cultura y
filosofía (aunque sea en grado de sentido común)” (CC3, 10).
3
Toda la elaboración de Gramsci acerca del lenguaje tiene múltiples similitudes con la
producción que Voloshinov y Bajtín estaban realizando en esos años en la Unión Soviética. Sin
embargo, no existe ninguna evidencia de que Gramsci se haya puesto en contacto con Voloshinov o
Bajtín durante su estancia en Moscú en 1922 y 1923, ni tampoco que luego haya leído sus trabajos.
En El marxismo y la filosofía del lenguaje (publicado en 1929) Voloshinov (unto con Bajtin, ver
Vasilvev, 2006) afirma que todo producto ideológico representa, reproduce, sustituye algo que se
encuentra fuera de él y, en este sentido, posee una significación. Al mismo tiempo, la ideología sólo
puede aparecer a través del signo: sin signo no hay ideología. Es más, agrega que se puede poner un
signo de igualdad, ya que, a la inversa, donde hay un signo, hay ideología. Esta equivalencia se basa
en su crítica a la consideración abstracta del signo lingüistico, de forma independiente de su
contexto de enunciación (ese es para Voloshinov el error de Saussure).
Entonces, toda palabra nunca está sola, siempre está dentro de una enunciación y, por lo
tanto, todo contenido está acompañado de un acento valorativo. Más aún, el signo se convierte en la
arena de la lucha de clases, ya que, en la medida en que las distintas clases usan una misma lengua,
en cada signo se cruzan los acentos de orientaciones diversas. Para ellos la significación no se
encuentra en la palabra, sino que es el efecto de interacción del hablante con el oyente. Y todo
enunciado es un eslabón en la cadena de otros enunciados a los que está contestando.
Todo este enfoque que presenta múltiples puntos de entronque con la idea de Lacan de que
la significación es producida a través de las relaciones entre significantes, mediante la formación de
cadenas lingüísticas, cadenas que remiten a otras cadenas. Planteo que constituye el núcleo de la
teoría de la hegemonía de Laclau, en términos de intentos por fijar los significantes flotantes.
Retomando a Voloshinov-Bajtin, lo que la clase dominante hace es buscar adjudicarle al signo una
significación única, funcional a la preservación de sus intereses de clase. Pretende apagar y reducir
la lucha de valoraciones sociales que se verifica en el signo, volviéndolo monoacentual, universal y
ahistórico. Es que un discurso logra convertirse en discurso dominante cuando logra que se fijen
como válidas determinadas significaciones de los signos y no otras. Por ejemplo, que “democracia”
signifique “libertad política y respeto de la división de poderes”, y no “gobierno del pueblo” y,
menos aún, “una forma de gobierno que se basa en la igualdad”. En este sentido, tradicionalmente
los diccionarios fijan los significados, en una operación que no tiene ninguna ingenuidad
ideológica.9
9
István Mészáros (1996) lo ejemplifica claramente al realizar el simple ejercicio de pedir sinónimos en el diccionario
de su procesador de texto. Y así encuentra que “conservador” es igual a “discreto, de buen gusto, moderado, sobrio,
económico, frugal, previdente, prudente, equilibrado”, entre otros términos. Como se pregunta Mészáros, ¿no habrá
sido por descuido que se olvidaron de agregar “heroico” y “santo”? En cambio, el mismo diccionario da como
sinónimos de “revolucionario”: “enfurecido, extremista, extremo, fanático, radical, ultra”.
4
Laclau habla de la existencia de “significantes flotantes”, demandas que se expresan en
determinados significantes, pero cuyo significado final, precisamos nosotros, se concreta al
articularse en torno de una propuesta hegemónica que, habitualmente, tiene como centro un
“significante vacío”, o mejor aun, lo suficientemente vacío como para ser llenado con una propuesta
que contemple la articulación de las demandas.10 Sin embargo, esta hegemonía nunca podría
suturar, ya que lo real (lacaniano) siempre emergería, desbordaría toda simbolización y los sujetos
se la ingenian para conservar alguna capacidad de resistencia (Stavrakakis, 2007: 141). Esta
situación podría conceptualizarse en términos gramscianos como la irreductibilidad del “buen
sentido” que surge de la práctica, por encima de toda construcción hegemónica, por toda tentativa
de ocultar la dominación. (sobre “buen sentido”, ver Nun, 1989).
Pero el discurso dominante no puede partir del vacío, tiene que surgir de una discursividad
pre-existente. Como dice Gramsci, en el Cuaderno 6: “… en la lengua [no] hay partenogénesis”. La
lengua no puede nacer de la inmaculada concepción, sino que siempre proviene de una historia
previa, de influencias e interferencias que ocurren entre las diversas lenguas, dialectos y sociolectos.
Algo similar dirá Bajtin, en el sentido de que los enunciados siempre parten de enunciados
anteriores. No existe un primer hablante. Entonces, el lenguaje siempre está abierto a nuevas
enunciaciones que construyan nuevas significaciones. En esta cuestión queda claro el error de
Laclau al hablar de “elementos” no articulados discursivamente: todo enunciado se inscribe en una
determinada formación ideológica.
Entonces, el discurso dominante opera desde el sentido común. Sin embargo, considero que,
de un modo similar a la relación entre lo espontáneo y lo normativo, el discurso dominante también
opera sobre el sentido común. Podemos decir que ésta es la forma más profunda y eficaz de
consolidar una dominación hegemónica: modificar el sentido común, pues así se reducen
10
Así, por ejemplo, la operación contra-hegemónica de la derecha en los años ochenta y noventa fue centrarse no solo
en disputar los significantes flotantes, sino en modificar los significantes vacíos estructurantes. En la Argentina de los
años noventa, “el pueblo”, gracias al éxito del neoliberalismo, fue reemplazado en el discurso político, incluso del de
centro-izquierda, por “la gente”. Emergió entonces una exitosa hegemonía que no era populista (contradiciendo la idea
de Laclau (2005) de que toda hegemonía tiene que ser populista) y que recién en los últimos años ha entrado en crisis,
aunque sólo de manera parcial (sobre populismo y hegemonía, ver Balsa, en prensa).
5
drásticamente las posibilidades de construir una discursividad contra-hegemónica, que va perdiendo
la capacidad de buscar y activar significaciones presentes en el sentido común.
Creo que para articular la cuestión del lenguaje y la construcción de hegemonía tenemos que
introducir más explícitamente la dimensión dialógica que tiene el lenguaje para Voloshinov y
Bajtin. Existen discursividades más monológicas que otras. El discurso monológico es el que se
niega a volverse sobre sí mismo, no incluye el discurso de otros enunciadores y tampoco escucha a
los otros ni atiende a su recepción. 11 En este sentido, una dominación no hegemónica puede
pensarse como una imposición de tipo monológico. Norman Fairclough (el analista del discurso que
más ha buscado integrar el enfoque de Gramsci dentro del Análisis Crítico del Discurso) considera
que, en estos casos, una serie de reglas se impondrían de modo inflexible (Fairclough, 2001). Sería
una práctica discursiva altamente institucionalizada, que no recoge los discursos de los otros, que no
intenta articularlos dentro del discurso hegemónico, justamente porque no es un modelo de
dominación hegemónica.12 A través de múltiples mecanismos de coerción, se intenta imponer una
visión del mundo, sin establecer canales de diálogo con los subalternos.
Ahora bien, mirándolo desde el lado de la clase dominante, la ventaja del monologismo es
que no tiene que negociar, no tiene que ceder ante los sectores populares. Sin embargo, esta
dominación, además de necesitar altas dosis de coerción, entraña el riesgo para la clase dominante
de que no se perciban las demandas de los sectores populares. Y estas demandas se pueden ir
articulando hasta llegar a una impugnación de la dominación como un todo. Justamente, para
Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (1987), ésta debería ser la estrategia contrahegemónica
inteligente. Ellos formulan una crítica a la línea clasista, “corporativista” dirían ellos, “monologal”,
agregaríamos nosotros, de la izquierda que no pudo competir exitosamente con la burguesía en los
espacios democráticos que se abrieron en los países desarrollados en el siglo XX. Hoy podríamos
decir que es una crítica válida para una izquierda que no escucha, que tan sólo “baja línea”, que
monologa en su propio lenguaje, sin prestar atención ni a las reales demandas populares, ni al
lenguaje que efectivamente emplean estos sectores.
11
El discurso monológico caracteriza a las descripciones, a las narraciones épicas, al discurso científico. En estos
discursos, como dice Julia Kristeva (1981, 206), el sujeto asume el “papel de Dios”.
12
A Gramsci le preocupaba especialmente que esta lógica monológica era la que se había aplicado en los procesos de
unificación de la lengua en Italia, y los criticó en un artículo publicado en 1918, como así también la idea de imponer el
Esperanto como una lengua proletaria. Por contraposición, la propuesta de Gramsci era que la lengua nacional italiana
tenía que integrar las hablas populares de todas las regiones del país (Ives, 2004a).
6
e integraría formas y contenidos en una propuesta de carácter pretendidamente universalizante, que
declara buscar el “bien común” de toda la sociedad (o de las mayorías populares, en el caso de una
propuesta contra-hegemónica13). Retomando la oposición entre monologismo y dialogismo,
podemos decir que una dominación hegemónica se estructura en base al “diálogo”. Decimos
“diálogo” entre comillas, pues, como aclara Fairclough, es una intertextualidad cruzada con
relaciones de poder. No todos pueden decir lo que piensan en cualquier momento. Existe, como
diría Foucault (1973), un “orden del discurso”. Aquí resulta clave el control de los aparatos de
producción ideológica, pero más aún el control de los aparatos de difusión ideológica.
Entonces, para poder construir una dominación hegemónica, la clase dominante no tiene
sólo que saber enunciar, sino que también tiene que saber escuchar. Debe tomar nota, investigar la
discursividad de los sectores subalternos, y especialmente mensurar la efectividad de las
interpelaciones que ella le dirige a estos sectores. Si a través de este “diálogo”, la clase dominante
detecta que están surgiendo demandas no integradas hasta ahora en su planteo “universalista”,
deberá, si quiere continuar con una dominación hegemónica, ver la forma de integrarlas. Pero no es
una integración directa (que podría llegar a poner en crisis la dominación social), sino que las
demandas de los sectores populares son sometidas a una serie de transformaciones. En primer lugar,
la demanda es abstraída, es aislada de cualquier articulación con constelaciones contrahegemónicas.
En segundo lugar, se le borran todas sus significaciones críticas del orden existente. Y, en tercer y
último lugar, aquellas significaciones críticas que no se han podido borrar, se las intenta calificar de
irrealizables, como “meras buenas intensiones”, que, en todo caso, quedarán para un futuro muy
lejano. Recién después de ser aplicados estos procedimientos, lo que queda de estas “demandas” es
incluido dentro de la formación hegemónica, como “lo posible”. Esto, justamente, sería una
“revolución pasiva”. Un proceso de transformación “desde lo alto”, en el que se recupera una parte
de las demandas “de abajo”, pero quitándoles toda iniciativa política autónoma.
13
Sobre la cuestión de la construcción de una frontera entre una “oligarquía” y el “pueblo”, véase Laclau (2005) y
nuestras reflexiones en Balsa (en prensa).
7
Sin embargo, no se deben menospreciar los efectos que estos “meros” reconocimientos
pueden tener en la lucha política, pues siempre encierran algún nivel de legitimación de las
demandas populares y por consiguiente se abren riesgos para la dominación pre-existente. Toda
construcción hegemónica es siempre una construcción contingente, implica riesgos. El resultado de
la disputa hegemónica nunca está asegurado, por varios motivos. Porque existe una combinación de
múltiples factores, desde los más objetivos hasta los más subjetivos, muy difícil de mensurar con
antelación. Porque la hegemonía siempre se construye y especialmente se pone a prueba sobre una
arena democrática que, aunque no es neutral, por definición está abierta a la disputa. Y porque toda
situación dialogal está abierta a la contestación. El lenguaje en sí mismo nunca puede ser cerrado.14
14
Por ejemplo, frente a la crisis de 1930 la clase dominante desplegó una estrategia basada centralmente en la coerción
para retomar el control político del país y organizar su reestructuración económica. Sin embargo, hacia mediados de la
década del treinta, empezó a desarrollar políticas que buscaban consolidar una base social que pudiera darle legitimidad
al régimen que estaba muy desprestigiado. En este sentido desplegó un discurso cada vez más crítico contra el latifundio
y en favor de políticas de colonización que permitieran consolidar una clase de pequeños y medianos propietarios
rurales, como freno frente el peligro de un “avance rojo”. La mayoría de estas medidas no tuvieron casi efectos
concretos. Sin embargo, contribuyeron a legitimar las demandas de los arrendatarios, al desplegarse un discurso
agrarista desde los espacios oficiales del poder, junto con una gran cantidad de libros y artículos afines. De modo que,
cuando llegó el peronismo, no tuvo casi obstáculos cuando comenzó una intensa política de expropiación y
colonización, y tampoco cuando estableció prórrogas de los arriendos (aprobadas por unanimidad en el Congreso
Nacional) que terminaron quitándole el control efectivo de los campos a casi la totalidad de los terratenientes rentísticos
durante 25 años (Balsa, 2008).
15
Son sólo algunos ejemplos. Estamos desarrollando el análisis de las operaciones en torno a la modalidad lingüística.
8
en el terreno del discurso y, por lo tanto, para comprender su dinámica vale la pena analizar con
detenimiento las operaciones discursivas que inciden en el resultado (más allá de la existencia de
otros factores condicionantes, y su estrecha relación con la cuestión del control de los aparatos
ideológicos). Hemos distinguido las operaciones según los planos del lenguaje en los que se ubican.
El término “género”, que deriva originariamente de los géneros literarios, fue sometido por
Voloshinov y Bajtin a una ampliación conceptual muy similar a la que hiciera Gramsci con el
término “intelectuales”. Todo discurso se inscribe, con mayor o menor pureza, dentro de un género
discursivo (Bajtin, 1985). Siempre nos expresamos mediante géneros discursivos, y es más: el
propio sentido de los enunciados y la construcción discursiva del enunciador y el oyente se
terminan de construir al insertarse en determinado género discursivo.
Aquí estaría operando un primer plano de las presuposiciones. Inscribir un enunciado dentro
de un determinado género discursivo impone, para su comprensión, que el oyente utilice
determinadas suposiciones para poder hacer coherente ese texto. Y estas suposiciones se introducen
como “verdades” en la conciencia de los sujetos. Entonces, la elección de un determinado género
predispone para determinadas interpretaciones.
El problema es que los géneros discursivos son a veces difíciles de detectar por los oyentes.
Por lo general, el contexto comunicativo nos hace prever que los enunciados se van a enmarcar
dentro de un determinado género, pero se puede “contrabandear” otro género. Justamente son estos
procesos los que llamaron la atención de Fairclough. El los denomina de interdiscursividad, pues
existe una mezcla de géneros discursivos. El ejemplo que Fairclough (2001: 255-263) desarrolla es
la invasión del mundo de la educación, inclusive la universitaria, por el género discursivo del
mercado y los negocios. Y cuando lo aceptamos, ya tenemos que jugar dentro de sus reglas.
En estrecha relación con los géneros, se encuentra la cuestión de los contextos discursivos y
su incidencia en la aceptación de las enunciaciones. Van Dijk (1999) sostiene que frente a un
discurso, el receptor analiza si las expresiones se ajustan a sus creencias personales o sociales. Si así
ocurre, entonces las afirmaciones son adoptadas y archivadas en nuestra mente como
acontecimientos, como hechos que objetivamente ocurrieron (y no como las afirmaciones o las
opiniones de fulano o de mengano sobre ese hecho). En cambio, si las afirmaciones difieren
respecto de las creencias sociales, simplemente estas afirmaciones son atribuidas al enunciador y se
almacenan en la mente de modo contextual (“fulano dice tal cosa”, “mengano opina tal otra cosa”).
Sin embargo, para hacer más rápidas y automáticas estas evaluaciones, por lo general
confiamos en la credibilidad de determinados enunciadores y contextos en que se enuncia. No
9
tienen la misma credibilidad: le creemos a un científico y desconfiamos de un político. Por lo tanto,
para consolidar una hegemonía, lo más importante es lograr cambios en la percepción del medio o
del enunciador, ya que una vez logrado que se le dé credibilidad a un medio, sus enunciados pueden
pasar a ser automáticamente internalizados como “hechos”.
No es que no podamos reaccionar frente a este tipo de operaciones. Por el contrario, siempre
podemos estar alerta y hacer lecturas críticas y resistentes frente a la interdiscursividad solapada
(que contrabandea géneros) y a la pretendida “objetividad” de los discursos hegemónicos (el más
típico es el del noticiero que “sólo transmite hechos y no opiniones”). Sin embargo, habitualmente
no reparamos en este tipo de operaciones y podemos terminar internalizando concepciones de la
realidad que están incorporadas en algunos géneros discursivos.16
En el plano de la organización del propio texto, lo que Van Dijk (1983) denomina el plano
macroestructural, encontramos otra de serie de operaciones específicas que trabajan sobre la
significación. Una operación trabaja sobre el título. Se supone que los títulos sintetizan el contenido
de un artículo periodístico, por lo cual, ojeando los titulares creemos obtener una síntesis de lo que
ha ocurrido. Sin embargo, muchas veces el título es utilizado para transmitir otra idea, en términos
de Barthes (2003: 223-224) un determinado “mito”. De este modo, se puede reactualizar un
prejuicio, sin tener siquiera la necesidad de que existan bases fácticas que le brinden sustento, y sin
tampoco tener que mentir, en el cuerpo del texto, sobre lo que aconteció.17
Creo que ésta es una importante operación discursiva para la consolidación de la hegemonía:
se reconocen los problemas de un determinado orden social, las dificultades que genera a algunos
16
Como, por ejemplo, la imagen de que los animales están en una guerra constante, que se filtra al describir su mundo a
través del género bélico, tal como hacen muchos programas de los canales de documentales. O la idea de que la vida
natural está jerarquizada en base a criterios de éxito: todo otro programa se organiza bajo la forma de rankings, que
ubican a los animales, del décimo al primero (cuál es el más astuto, el más resistente, el más maternal, etcétera). Y así,
por dar solo un ejemplo, campos enteros de la realidad, de la propia naturaleza, quedan significados de modo que
refuerzan la visión neoliberal del mundo o su variante de guerra constante y preventiva.
17
Por ejemplo, en octubre de 2005, después del primer día de calor y de afluencia masiva de gente a las playas, el diario
O Globo tituló, con letras catástrofe “Medo de arrastrão”. Sin embargo, luego en las notas se describía que no había
ocurrido ningún fenómeno de tales características. Pero ya se había logrado instalar la reactualización del temor a la
invasión de las playas por parte de los favelados.
10
sectores de la población, se señalan sus limitaciones, pero, finalmente, se lo rescata como el mejor o
el único posible. En términos de la teoría de la argumentación, se hace uso de la concesión. Es
decir, se le otorga la razón al adversario en algunos puntos controversiales, sin que se afecten los
argumentos propios. Es una especie de “retirada táctica”. Esto tiene un doble efecto positivo, por un
lado se cuida la “imagen” del otro, su voz tiene un valor, se la considera, y, al mismo tiempo, se
construye una imagen positiva del enunciador, como alguien que escucha y que es inteligente, que
no impone arbitrariamente un modelo de realidad.18
Como dice el lingüista británico Michael Halliday: el hablante siempre tiene opciones sobre
cómo organizar sintácticamente sus enunciados, y cada una de estas opciones implica determinados
efectos ideológicos. Y el problema es que, como receptores no tenemos mucha capacidad para
distinguir estas operaciones.22
18
Sobre el ethos discursivo, ver Maingueneau (2002).
19
Sobre la teoría de los topoi, ver Bruxelles y de Chanay (1998).
20
Podría decirse que cada formación discursiva, en tanto que formación ideológica, hace uso de distintos topoi, activa
distintos topoi presentes en el sentido común. Y así, el análisis de los topoi abre un interesante campo de investigación
sobre su uso en la argumentación política y en ver cómo al construir una hegemonía se activan algunos topoi, y no
otros.
21
Chilton (2004: 63-65) analiza esta cuestión en relación con las presuposiciones en general.
22
Así por ejemplo, un informe oficial sobre las favelas porteñas de los años cincuenta lograba trasmitir la idea de que
las villas eran un caos, simplemente haciendo uso de la incoherencia gramatical al mezclar varios sujetos tácitos en una
misma oración: Miremos tan sólo el fragmento de una oración bastante más larga, todo separado sólo por comas: “Es un
rancherío miserable [...], han eludido el desalojo judicial, los ranchos son de lata, madera, con senderos, algunos viejos
árboles, queman las basuras, con sólo dos canillas de agua corriente a cierta distancia.”
11
Justamente, en relación con esta cuestión, en el ya mencionado Cuaderno 29, Gramsci
señalaba que la coherencia tenía que ser analizada en términos globales y no meramente sintácticos.
Más específicamente, analizaba la proposición “Esta mesa redonda es cuadrada”, y afirmaba que
puede ser no lógica en sí, pero que sí puede ser “coherente” en un cuadro más vasto, dentro de una
lógica de una representación global, anticipándose varias décadas a las formulaciones de una
gramática motivada.
Otra forma de operar sobre el sentido de un texto en el plano sintáctico es trabajando sobre
el orden de los componentes de las oraciones. Según la teoría de la distribución de la información,
los elementos que se ubican en la primera posición, al comenzar la oración, tienden a definirse
como su tema y, por consiguiente, se la considera información “vieja”, ya conocida, cuya existencia
es presupuesta y no abierta a la discusión. En la oración canónica, luego vendría el verbo (que
tiende a funcionar de modo transicional), y por último, encontraríamos en la tercera posición a la
información “nueva”, o el “rema”, lo que se predica, y, por lo tanto, lo que está más habilitado a ser
discutido. Así, por ejemplo, si yo afirmo: “Los villeros no quieren trabajar”, es más fácil rebatir que
discutir si efectivamente quieren o no trabajar, que poner en cuestión el hecho de sea correcta la
calificación de “villeros”. Más difícil aun resulta tomar conciencia de que esta operación construye
como homogéneos a todos los habitantes de la villa al emplear un único término para describirlos y,
así, oponerlos a nosotros, los no-villeros. Entonces, si queremos dar por presupuesto algo y evitar su
discusión, es mejor que lo pasemos a la primera posición en nuestras oraciones. En el caso de que
no sean sustantivos, se puede realizar esta operación nominalizando los verbos o los adjetivos.
Dentro de las operaciones sintácticas podemos también incluir el empleo de la voz pasiva,
utilizada para invisibilizar a los agentes que podrían ser culpables de una acción negativa. O
también para reducir la capacidad de agencia de los sectores populares o directamente lograr que
desaparezcan del relato (Trew, 1983). Una sistematización de estas “transformaciones” y sus
efectos de sentido se encuentra en Kress y Hodge (1979).
También podemos incluir dentro de las operaciones sintácticas el uso de los modos y los
tiempos verbales, para por ejemplo, quitar certezas a una afirmación por medio del uso del
potencial, o formular mandatos de modo disimulado a través del futuro del indicativo.
12
Finalmente llegamos al último nivel, el nivel de la palabra. Como ya dijimos, el sentido de
un término recién se completa inserto en un enunciado realmente emitido. 23 En particular, el
significado se fija especialmente en frases cristalizadas en el discurso social de una época.24 Pero no
siempre estas frases típicas son funcionales a las clases dominantes. Puede ocurrir que las frases
sedimenten en el sentido común y perduren más allá de la vigencia del discurso social en el cual se
originaron, y sigan siendo muy difíciles de impugnar.25 Por cuestiones de espacio no podemos
desarrollar más estas operaciones.
En fin, hemos hecho tan sólo un breve recorrido por algunas de las principales operaciones
discursivas que permiten ir construyendo una hegemonía. Pero sería un error pensar que estas
operaciones tienen una efectividad directa. Los sujetos siempre tienen herramientas para resistirlas.
Por lo tanto, para estudiar la construcción de la hegemonía no alcanza con la simple identificación
de estas operaciones discursivas: tenemos que prestar atención a las cuestiones de su recepción y de
la dinámica comunicativa: analizar la eficacia interpelativa del discurso dominante. Esta eficacia
puede analizarse en términos de los tres planos en que se estructura la dominación social
(existencial, valorativo y posibilidades de cambio, ver Therborn, 1991 y Balsa, 2006b), pero
también en términos de la construcción de identidades sociales. Es posible observar el éxito de las
operaciones discursivas en la construcción de una dominación hegemónica a través de su capacidad
para descentrar a los actores sociales subalternos. Es completo si los integrantes de las clases
subalternas terminan describiendo la realidad y su propia identidad en los términos del discurso
23
Así, la palabra “tierra” puede tener muchos significados. No es lo mismo el significado de tierra en “esta es una tierra
muy fértil”, que en “comprar tierra es un excelente negocio”, o en “hay que honrar a la madre-tierra”.
24
Existe un muy interesante estudio de Louisse Philips acerca de cómo algunas frases típicas del discurso thatcherista
ayudaron a consolidar la hegemonía neoconservadora en la Inglaterra de los años noventa, y de qué manera continuaron
en el discurso del Nuevo Laborismo. Por ejemplo, el thatcherismo tuvo éxito en imponer el término “Choice” dentro del
discurso político británico, y lo ubicó dentro de frases típicas como “Freedom of choice” o “the power to choose and the
right to own”, frases que refuerzan la idea de la política como asimilable a una situación de consumo, y que
sobrevaloran la capacidad agentiva del ciudadano-consumidor. El “nuevo laborismo” de Tony Blair adoptó buena parte
de las palabras claves y de las frases típicas del thatcherismo (Phillips, 1996 y 1998).
25
Así por ejemplo, la frase del discurso agrarista “la tierra para quien la trabaja” se consolidó de tal modo en la
Argentina de mediados del siglo XX, que aún hoy continúa teniendo alguna vigencia, aunque el discurso agrarista ya no
sea, de ningún modo, el dominante. Hace dos años realizamos una encuesta a productores rurales de la provincia de
Buenos Aires sobre cuestiones ideológicas. En líneas generales, encontramos una gran eficacia interpelativa del
discurso “tecnologizante”. Un discurso celebratorio de las innovaciones tecnológicas y que niega la existencia de
problemas sociales en el agro. Sin embargo, cuando preguntamos, ¿qué le parece que quiere decir? la frase “la tierra
para el que la trabaje” y les pedimos que nos digan qué opinaban de la misma, sólo un 20% pudo ser explícitamente
crítico de la misma. Aunque, al mismo tiempo, sólo un 10% estaba de acuerdo con su sentido original, expropiatorio de
los latifundios. Casi la mitad de los entrevistados, a pesar de no adherir al discurso agrarista, dijo que estaba de acuerdo
con una frase que, al parecer, es muy difícil de refutar. Resolvieron esa tensión a través de su resignificación: le
quitaron su fuerza contestataria, diciendo que quería decir que a la tierra no había que dejarla improductiva, que "hay
que sacarle provecho". Por último, el 20% restante comprendió la frase en su sentido expropiatorio, pero neutralizó su
aparente adhesión manifestando que es impracticable hoy en día (Balsa, 2007ª).
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dominante. No logran tener una voz propia sino una voz ajena, la voz del dominante que ha sido
internalizada.
La tarea se facilita para la clase dominante, ya que todos los individuos necesitan de una
identificación (por ello buscan permanentemente una identidad siempre fallida) y sólo puede
construirse en el plano simbólico. En la medida en que el discurso dominante bloquea la
construcción discursiva de otras identificaciones, a los sectores subalternos les resulta muy difícil
adquirir identificaciones afines a sus intereses de clase.
Por ello, el centro discursivo de una discursividad hegemónica incluye a la propia clase
dominante y desde allí apela a un segundo “nosotros” que engloba a todos los hegemonizables (pero
que no están en el centro). Podrían distinguirse círculos: primero la “gente como uno” (que podría
incluir a las clases auxiliares), luego, los otros disciplinados, que son “casi” tan nosotros como
nosotros (los miembros de las clases subalternas que pueden ser integrados), y finalmente, ya fuera
del “nosotros”, se encuentran los otros, los marginales. El discurso hegemónico ni siquiera es
universalista en este plano. Siempre existe un afuera. Pero incluso a ellos el discurso dominante los
interpela, para que acepten esta situación de exterioridad.26
En este sentido, la hegemonía es plena cuando cada uno acepta su lugar en el mundo
capitalista, y los integrantes de las clases subalternas piensan que son incapaces de alterar la
situación en la que viven.27 Por contraposición, en Gramsci encontramos una fuerte revalorización
de la toma de conciencia de la capacidad de incidir sobre la realidad. El utiliza el término catarsis
para hacer referencia al “….paso del momento meramente económico al momento ético-político…
y …. Esto significa también el paso de lo ‘objetivo a lo subjetivo’ y de la ‘necesidad a la libertad’.”
(CC, 10 II (6), p. 142). Según Coutinho, toda forma de praxis, incluso aquella no vinculada
directamente con el plano político, implica para Gramsci la potencialidad de un “momento
catártico”. Es decir, el pasaje de la esfera de la recepción pasiva del mundo, a la esfera de la
modificación de lo real.
Para salir del discurso dominante solo nos queda construir una combinación entre sentido
común (en particular de su núcleo de “buen sentido”) y de una discursividad científica, que enseñe a
conocer y explicar la realidad social, que incluya una toma de conciencia del papel del lenguaje y
26
Por ejemplo, a los pequeños productores agrarios los interpela como “inviables” y, en muchos casos, el discurso
dominante logra que alquilen sus lotes a grandes pools de siembra y se muden a vivir a las ciudades como meros
rentistas. El colmo es que hemos visto la planilla de registro de un extensionista rural que debía auxiliar a los pequeños
productores que tenía una fila dedicada a los productores con menos de 300 hectáreas a los que denominaba “inviables”.
27
En el caso del capitalismo, la clave parece ubicarse en la difusión de la ideología de mercado. Los sujetos son
hegemonizados porque internalizan la percepción de que ellos no pueden hacer nada frente a la dinámica del mercado
(Jameson, 2003).
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que, al mismo tiempo, sea conciente de las limitaciones de toda simbolización para dar cuenta de lo
real. Pero esta es una cuestión que excede a estas páginas.
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