Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
lágrimas
La vida de la joven que inspiró Madame Butterfly
Rei Kimura
ESPASA
Título original: Butterfly in the Wind
© Rei Kimura, 2004
© Espasa Calpe, S. A.. 2007
© De la traducción: José Miguel Pallares, 2007
Impresión: Huertas, S. A.
Editorial Espasa Calpe, S. A. Vía de las Dos Castillas, 33. Complejo Ática - Edificio 4 28224
Pozuelo de Alarcón (Madrid)
ADVERTENCIA
Queremos dejar bien claro que nuestra intención es favorecer a aquellas personas,
de entre nuestros compañeros, que por diversos motivos: económicos, de situación
geográfica o discapacidades físicas, no tienen acceso a la literatura, o a bibliotecas
públicas. Pagamos religiosamente todos los cánones impuestos por derechos de
autor de diferentes soportes. Por ello, no consideramos que nuestro acto sea de
piratería, ni la apoyamos en ningún caso. Además, realizamos la siguiente…
RECOMENDACIÓN
y la siguiente…
PETICIÓN
6
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
7
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Por supuesto, sí, Saito estaba seguro de ser el padre de la pequeña. Mako
nunca hubiera sido capaz de ocultarle algo así. Dios les había concedido una
hermosa niña y se esperaba que se alegraran por ello, pero él estaba triste
porque sabía que semejante atractivo sólo tendría un valor incalculable entre las
familias nobles y adineradas como moneda de cambio para aumentar la fortuna
y el poder familiar. ¿Qué utilidad tenía la belleza entre los pobres y humildes
pescadores de Shimoda? A una chica le convenía más ser sencilla y vulgar para
mantenerse lejos de quienes tomaban lo que querían. En Shimoda se
necesitaban más músculos que hermosura, y Saito se preguntó cómo sería la
vida de Okichi.
8
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Todo era diferente con su madre, que la amaba sin tapujos y había calmado
los gritos de tribulación y sus berrinches infantiles, además de mantenerla
alejada de su padre.
Okichi tenía unas facciones perfectas y era una muchacha de tez clara y
translúcida. No tenía los ojillos pequeños ni las mejillas hinchadas de sus
hermanas mayores, y su madre estaba sumamente orgullosa de ella, ya que
poseía el donaire y la hermosura que Mako Saito había deseado tener —en
secreto— toda su vida antes de que las duras exigencias y el arduo trabajo de
quince años de matrimonio con Ichibei Saito hubieran disipado todos sus
sueños, y que ahora podía revivir a través de su agraciada hija.
Los Kojima vivían en un nameko similar dos puertas más abajo del de la
familia de Okichi, y la hija mayor, Naoko, se convirtió en amiga inseparable y
alma gemela de la joven.
En los atardeceres del cálido verano, Okichi y Naoko ascendían la ligera
pendiente que conducía a su lugar predilecto, un saliente rocoso y plano que
bajaba hacia el mar de forma poco pronunciada, para contemplar los famosos
crepúsculos de Shimoda.
Una tarde del verano de 1853, ambas muchachas se encaramaron a su sitio
favorito. El espléndido día prometía culminar en un precioso atardecer y ellas
querían ver el sol hundiéndose en el mar.
Debía haber sido un día feliz para ambas, pero una extraña congoja
entristecía a la joven Okichi. Estaba a punto de cumplir doce años y sabía que
pronto iba a tener que encarar el problema de su porvenir. No quería abandonar
el acogedor y seguro círculo familiar, y por vez primera deseó no haber nacido
chica. Los varones no tenían que preocuparse por el futuro, que, generalmente,
venía resuelto gracias al matrimonio con una persona elegida por los padres.
Podían permanecer al amparo de sus familias tanto tiempo como quisieran.
Cuando el sol comenzó a ocultarse, apareció en el horizonte un bote de
pesca solitario, sombrío y anunciador de nefastos acontecimientos. Era una
visión desoladora que parecía echárseles encima.
De pronto, Okichi se cubrió los ojos con las manos y profirió un débil
gemido. Su amiga Naoko se apresuró a acudir a su lado y le dio unas
palmaditas en el hombro con inquietud.
—¡Okichi, Okichi! —dijo—. ¿Qué ocurre? ¿Te encuentras mal?
La interpelada salió de su momentáneo trance y sacudió la cabeza como si
se quitara de encima unas telarañas invisibles.
—No sé qué me pasó —contestó—. Vi una silueta amenazadora en
lontananza, fuera de la bahía, y parecía acercarse para atraparme. ¿No es una
tontería?
—Sí, lo es —estuvo de acuerdo la amiga—. Vaya, mira, ¡ahí fuera no hay
más que un bote de pesca!
Okichi se estremeció.
—Por un momento creí ver un barco negro, ¡y no era de los nuestros!
9
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
10
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
¿Era, pues, aquél el día en que iba a sacar a colación la temida cuestión de
su futuro?
Pero ella era una hija japonesa, consciente de sus deberes, por lo que
aguardó pacientemente a que él hablara.
—Mi querida hija —comenzó—, he tomado una decisión sobre tu porvenir,
la que considero mejor y más conveniente para ti dadas las circunstancias.
Dejarás esta familia cuando hayas cumplido doce años y entrarás en la casa de
Sen Murayama. Allí realizarás el aprendizaje necesario para convertirte en una
geisha profesional.
A Okichi se le cayó el alma a los pies. ¡Una geisha! ¿Era en eso en lo que se
iba a convertir? ¿Acaso no eran esas las chicas que bailaban y cantaban para
complacer a los hombres? ¿De verdad creía su padre que ése era el futuro más
conveniente para ella?
Pero la palabra paterna era la ley en el seno de la familia, por lo que no
discutió con él. Debía aceptar cualquier cosa que su padre decidiera, aun
cuando su corazón se rebelara a gritos con ello.
Aquella noche lloró hasta quedarse dormida. Apenas percibió los brazos
reconfortantes y la voz tranquilizadora de su madre, que le explicó:
—Ha adoptado esa decisión porque eres hermosa, y una belleza semejante
se desperdiciaría si tuvieras que permanecer aquí, en un mundo de penurias. Tu
padre cree que una vida de bailes y cánticos te va a convenir mucho más que
una existencia de trabajo duro y privaciones. Por consiguiente, has de ver la
sabiduría de su decisión, ya que él no puede darte todas las cosas bonitas que
sólo puede ofrecerte una familia rica y poderosa como la de Sen Murayama.
—Desearía no ser hermosa —gritó ella—. Lo presentí, esta belleza no va a
proporcionarme ninguna paz y al final va a arruinarme la vida. Madre, por
favor, por favor, ayúdame a hacerle cambiar de idea. Disimularé mi belleza y
trabajaré como doncella si es necesario.
Pero su madre sacudió lentamente la cabeza y Okichi supo que jamás
actuaría en contra de la decisión de su marido, sin importar qué pensara de ella.
«Es un cruel final para el verano más hermoso que he tenido», fue lo último
que pensó antes de sumirse en un sueño intranquilo.
11
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
3 Laúd tradicional japonés de tres cuerdas y cuello alto que se toca con un plectro. (N. de la A.)
12
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Seis meses después resolvieron que Okichi ya estaba preparada para que
empezara su adiestramiento como geisha totalmente cualificada.
Tenía una tez tan clara por naturaleza que apenas necesitaba emplear el
polvo blanco con el que las geishas ocultaban los semblantes y, a menudo,
también los corazones, pero debía pintarse el rostro tan marcadamente como las
demás.
Su primera asignación consistió en ayudar a una geisha más experimentada
en su cometido de entretener a un grupo de nobles samuráis de la prefectura
vecina que estaban de paso.
13
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Y llegó a ser muy buena, ya que le encantaba actuar y su vida como geisha
se había convertido en una trágica representación. Desde la timidez y la
vacilación, Okichi se fue convirtiendo en un valor en alza en el mundo de las
geishas.
Tardó poco en perderles el respeto a los hombres. Aprendió que, si era
hábil, podía manejar a su antojo incluso al más noble y poderoso de ellos, y que
cuando se disipaba la euforia del sake que les había servido repetidamente,
volvían a ser distantes y arrogantes, les hacían reverencias y se iban arrastrando
los pies. Observó el desarrollo de aquel fascinante juego de inversión de papeles
una velada tras otra.
De vez en cuando, a última hora de la noche y con más frecuencia a
primera hora de la madrugada, después de que el último de los nobles clientes
hubiera abandonado el establecimiento en mayor o menor estado de
embriaguez, Okichi se sentaba delante de un pequeño espejo y se examinaba a
sí misma. No le gustaba lo que veía.
El rostro lozano y la mirada ansiosa de la jovencita de Shimoda habían
desaparecido y en su lugar veía una joven dama muy maquillada de aspecto
frágil y frívolo... A veces se dejaba llevar por el pánico al ver en qué se había
convertido, un juguete en manos de hombres ricos y famosos que frecuentaban
su establecimiento, y se preguntaba sin cesar qué sucedería cuando el juguete se
rompiera y fuera desechado.
14
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
15
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
II
16
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
17
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
18
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
19
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
muchacha admitió que su hija sería más feliz como esposa de Tsurumatsu que
siendo la más solicitada geisha de toda Shimoda, y les dio su bendición.
Luego, un día del verano de 1856, los cimientos del aletargado y pacífico
devenir cotidiano de toda la localidad de Shimoda se vieron sacudidos cuando
se avistaron en lontananza unos extraños barcos extranjeros que avanzaban
hacia la bahía para quebrar la tranquilidad de su aislamiento.
Los asustados e indignados aldeanos se apresuraron a bajar a la orilla para
impedir el desembarco de los invasores. A medida que las oscuras manchas se
aproximaron, vieron que se trataba de una flotilla de siete enormes barcos
negros. Pronto fueron capaces de distinguir a los tripulantes en incesante
movimiento por las cubiertas de las embarcaciones. Eran extraños hombres
pelirrojos de tamaño descomunal, piel blanca y rostros rubicundos.
—¡Las mujeres y los niños que vuelvan a casa y no salgan! —gritaron los
lugareños, y éstas, obedeciendo, corrieron aterradas ante la presencia de
aquellos gigantes, que se acercaban más y más.
Okichi se unió a la muchedumbre de mujeres y niños que salieron en
desbandada en busca de la seguridad de sus respectivos hogares. El corazón le
latía con tanta fuerza que se le salía del pecho.
«¡Barcos negros! ¿No les he escuchado gritos sobre unos barcos negros?»,
pensó.
Los recuerdos se desbordaron de vuelta a las pesadillas recurrentes de
padecimiento y dolor donde su vida se malograba, en las que siempre aparecía
un barco negro al acecho como telón de fondo. La adusta imagen oscura surgió
delante de ella en aquel mismo momento. Se cubrió los ojos para ahuyentar la
maléfica influencia.
«¡Casualidad! Nada más», dijo para sí con firmeza antes de correr a la
ventana para escrutar el exterior.
Pensó en Tsurumatsu y en su padre, que estaban en compañía de los demás
hombres allí abajo, en la playa, y rezó para que no les pasara nada.
—Espero que no se produzca una batalla —dijo una de las mujeres, que
formuló en voz alta el temor no expresado de cuantos se hallaban en el pueblo
—. La mayor parte del tiempo hemos conocido la paz, por lo que nuestros
hombres no están preparados para sobrellevar las hostilidades. Habrá
derramamiento de sangre.
Un gemido recorrió la muchedumbre de mujeres y niños arracimados en
torno a las ventanas cuando los disparos resonaron uno tras otro. Al principio,
apenas eran perceptibles, pero se fueron haciendo gradualmente más fuertes.
¡Cañonazos! Tal vez estuvieran malditos.
Cuando Okichi vio entrar en la bahía la amenazadora silueta negra del
primer barco, la fuerza de años de sueños aterradores la abrumó de tal forma
que estuvo a punto de caer redonda al suelo.
20
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
21
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
22
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
23
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
24
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
25
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
III
Aquella situación sin salida se resolvió más pronto de lo que ella había
previsto. Sucedió una noche después de cenar. En circunstancias normales,
aquel momento hubiera sido el más jubiloso del día, ya que la gente se sentaba
junto a la puerta de sus casas y permanecía de cháchara cerca de una hora. Pero
en los últimos tiempos nadie se había sentido demasiado tentado a cotillear
después de la cena. En lugar de eso, la familia de Okichi se congregaba
calladamente alrededor de la mesa baja que empleaban para comer y se
limitaba a sentarse en silencio en un intento de darse consuelo unos a otros.
Aquella noche en particular habían repetido aquel ritual de meditación
junto a la mesa cuando sonó una llamada insistente en la puerta de entrada.
Okichi se quedó helada y se le demudó el semblante. Supo por instinto que la
tan temida citación había llegado, ya que aquellos golpes tan perentorios no
eran los de una visita normal.
Ichiberi Saito se levantó para salir al encuentro de quien llamaba. Movía los
pies como si estuviera en trance.
El runrún de voces pareció prolongarse de forma interminable mientras el
carpintero hablaba con los funcionarios que habían venido a por Okichi, cuyos
dedos se aferraron al borde la mesa con tanta fuerza que se hizo un corte sin
sentir dolor alguno.
—Tenemos órdenes de llevar a tu hija a las oficinas del gobernador en
calidad de invitada para hablar con ella y hacerle entrar en razón —dijo uno de
ellos—. Aparte de eso, no tenemos nada más que añadir. Entiéndelo, es una
orden.
La joven Okichi se acurrucó aún más en el rincón de la habitación contigua
y empezó a llorar a lágrima viva. Habían venido a por ella y jamás volvería a
ver a Tsurumatsu. Iban a obligarla a convertirse en la concubina de un
26
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
extranjero lo bastante viejo como para ser su abuelo. La vida había terminado
para ella con tan sólo quince años.
¿Había algo que pudiera hacer? ¿Algo como escapar corriendo por la
puerta trasera y esconderse? Aquellos pensamientos frenéticos le acecharon en
su fuero interno hasta que la puerta de la habitación se deslizó lentamente y
entraron los demás parientes. Era demasiado tarde.
—Vamos, Okichi —le dijo su padre con solemnidad—. Debes ir con ellos.
No puedo evitarlo.
—No, padre, no —susurró la joven mientras se acurrucaba más en una
esquina de la estancia—. Haz que se vayan, por favor, ¡haz que se larguen!
—No puedo —repuso éste—. Nadie va a hacer caso a alguien como yo, un
hombre sin poder ni riqueza.
La muchacha nunca había visto tan abatido y exhausto a su progenitor.
Entre tanto, su madre le secó las lágrimas con la manga de su propio kimono y
le arregló el pelo con toda ternura.
—Si tienes que ir, hazlo con dignidad —le dijo—. Ve con la cabeza bien alta
y camina erguida, ya que son ellos quienes han obrado injustamente contigo.
Pero la hija no fue capaz de comportarse como le pedía la madre porque a
sus quince años no sabía cómo ocultar el miedo y la angustia.
Mientras Okichi seguía a los dos funcionarios hasta el palanquín que los
esperaba, vio de soslayo cómo los vecinos observaban discretamente desde las
puertas de entrada y las ventanas. Nadie la despidió con la mano. Había caído
en desgracia. Se la llevaban lejos para servir a un diablo extranjero como
concubina.
Mako Saito la siguió arrastrando los pies y no se avergonzaba de las
lágrimas que le corrían por las temblorosas mejillas.
—¡Hija mía, hija mía! —gimió en voz baja—. ¿Qué va a ser de ti?
Abrumada por el dolor y la vergüenza, Okichi apenas oía a los vecinos
murmurar de ella, pero no iban a admitir que se la llevaban por la fuerza al no
estar dispuestos a aceptar el deshonor de haber sido incapaces de protegerla de
las garras de los diablos extranjeros. Puede incluso que no permitieran a Naoko
volver a dirigirle la palabra.
Se quería morir. Le habría gustado hallar en el vehículo cualquier cosa que
le hubiera permitido suicidarse, pero no fue así, y ocultó su rostro detrás de las
cortinas de bambú, lejos de las miradas curiosas de los lugareños que de pronto
habían dejado de ser sus amigos y se habían vuelto huraños y hostiles. Había
comenzado la primera fase del ostracismo de Okichi.
No existía razón alguna por la que debiera avergonzarse, ya que se la
llevaban de su hogar acatando órdenes de alguien anónimo y poderoso a quien
ella no conocía de nada, pero era una mujer que vivía en el Japón del siglo XIX,
donde se escupía y se trataba con desdén a las «mujeres perdidas», algo en lo
que se iba a convertir por conveniencia de los demás.
27
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Poco a poco, comprendió que jamás ganaría aquella pugna contra poderes
tan superiores. Estaba cansada, harta de ese pulso de voluntades carente de
sentido. ¿Adónde le iba a llevar? ¿De qué forma iban a obligarla a ceder si no se
sometía?
En su momento de mayor vulnerabilidad, decidieron cambiar la estrategia
de presión y la sometieron mediante amenazas. Por supuesto, no causaría buen
efecto llevar a rastras y arrojar a los pies de Townsend Harris a una joven poco
predispuesta. Por eso, decidieron enviarle a Shinjiro Isa, un funcionario de
aspecto paternal, para que pasase unos cuantos días aconsejando y asesorando
a Okichi.
Ésta se agarró a él como a un clavo al rojo vivo, ya que era el primer rostro
amable que había visto en muchos días.
28
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
29
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Actuaron con celeridad una vez que ella hubo consentido, temerosos de
que cambiara de idea. Le enviaron los mejores kimonos y accesorios y le
asignaron también a una anciana dama a fin de que la aseara y la vistiera con la
mayor elegancia. La llevarían ante el cónsul general americano al día siguiente.
Okichi se sometió a todo el proceso de embellecimiento como si fuera un
cadáver y la estuvieran vistiendo y amortajando para su funeral.
Esa noche no durmió, se sentó junto a la ventana a contemplar con la
mirada perdida el deprimente jardín que había en el exterior de las oficinas del
gobernador. No fue capaz de contener el flujo de lágrimas que resbalaba por sus
mejillas y acabó empapando la parte delantera de su yukata. Albergaba la
esperanza de que por la mañana la llantina le hubiera hinchado y afeado tanto
los ojos que Townsend Harris la rechazara y la enviaran de vuelta con su
familia, intacta.
Aquella noche, las imágenes y los recuerdos de su vida se agolparon en su
mente. Eran imágenes de las risas nerviosas y las conversaciones mantenidas en
susurros con amiga Naoko sobre la inminente noche de bodas y de los
momentos íntimos compartidos con Tsurumatsu. ¿Cómo había sido capaz de
dejarla cuando su traicionero corazón le seguía amando más que a la vida
misma?
Tardó mucho tiempo en admitir que culpabilizaba a Tsurumatsu porque
necesitaba tener a alguien a quien hacer responsable de su rendición ante
Shinjiro Isa. Siempre supo que Tsurumatsu jamás había tenido ni una sola
oportunidad de enfrentarse a los poderosos gobernantes que los controlaban a
todos, y que había utilizado a su prometido para justificar su propia debilidad.
30
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
dolor y su belleza, esa belleza que había llegado a odiar por todo lo que le había
acarreado. En la penumbra, sólo era otra criatura sin rostro ni forma a la que
nadie se le ocurriría mirar por segunda vez.
Pero su corazón palpitó desbocado. ¿Qué sería de ella aquella noche? ¿La
poseería inmediatamente? ¿Qué podía hacer para escapar?
Para empeorar las cosas, el diplomático americano había elegido como
residencia el templo Gyokusenji, un lugar sereno y tranquilo de día pero
rebosante de tristeza y sombras susurrantes durante la noche. En invierno era
frío, húmedo e inhóspito.
Okichi añoró su alegre casa cerca del mar, un lugar luminoso y con pocos
muebles, que siempre estaba lleno de ruido y vitalidad, donde nunca hacía frío
gracias a la acogedora chimenea. En ella, siempre hervía una besuguera
renegrida.
«Aquello era un hogar, pero este sitio es un mausoleo», pensó mientras
permanecía tiritando de frío en el escasamente iluminado genkan4 a la espera de
que alguien le mostrara sus aposentos.
Se oyó un frufrú de tela almidonada y una mujer muy entrada en años
surgió de las sombras para mostrarle su habitación. La anciana le hizo una
reverencia, pero no le habló.
Ambas avanzaron en silencio hasta llegar a un cuarto situado en la parte
posterior del templo. Iba a ser su dormitorio durante dos años, hasta que en
1859 Townsend Harris trasladara todo el consulado —Okichi incluida— a Edo,
como se llamaba Tokio en aquel entonces.
Como el resto del lugar, era una estancia sombría, húmeda y tan triste
como su ocupante. La ventana, que daba a un jardín sereno y hermoso,
constituía su único sosiego. Okichi iba a pasar muchas horas en aquella
ventana; mirando al exterior recordaba a su familia, se angustiaba al pensar en
Tsurumatsu y se preguntaba cómo era posible que le hubiera ido tan mal en la
vida.
31
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
32
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
33
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
IV
34
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
35
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
36
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Era una mujer de carácter bondadoso; por eso, vaciló un instante antes de
negar con la cabeza.
—No, Okichi, Naoko no está en casa.
Su esposo les había ordenado a su hija y a todos los demás que se
mantuvieran lejos de Okichi, y ella jamás iba a contradecir sus órdenes.
—Pero si hace un minuto me pareció oír su voz... —se quejó Okichi.
—No, Naoko no está —repitió con voz firme, y le cerró la puerta en la cara.
La joven se apresuró a volver al palanquín llorando a lágrima viva. Hasta
Naoko se avergonzaba y no quería hablar con ella. Sintió el impulso de girarse y
volver la vista atrás, hacia la casa que le había proporcionado recuerdos tan
gratos.
Entonces se produjo un movimiento en la ventana de la habitación que ella
sabía que su amiga compartía con sus hermanas y apareció el rostro de Naoko.
También corrían lágrimas por sus mejillas y movía los labios, como si intentara
decirle algo; Okichi se animó un poco, ya que las lágrimas de su amiga le
indicaban que su separación no era voluntaria, sino impuesta. En tal caso, todo
estaba en orden. Naoko seguía queriéndola.
Por un momento, Okichi sintió una dolorosa punzada de envidia. El
destino había respetado a su amiga. No importaba lo mucho que controlaran su
vida. Estaba segura en el seno de su familia y de su comunidad, pertenecía a
alguien y ocupaba un lugar en la sociedad. Entonces comprendió realmente lo
sola que estaba, alejada de todas las personas que habían formado parte de su
vida y eran la razón de su existencia.
Su propia familia, incapaz de soportar el injusto desprecio de la comunidad
local por la bajeza que le habían obligado a cometer, se había trasladado a otro
distrito y la había perdido casi de inmediato.
Okichi comprendió ese día que todo el pueblo de Shimoda le había vuelto
la espalda y que no tenía otro sitio adonde ir sino volver junto a Townsend
Harris.
Mientras efectuaban en silencio el viaje de vuelta, la muchacha permaneció
sentada, muy erguida y mirando fríamente al frente con unos ojos que habían
perdido todo su brillo. Sachiko se apiadó de ella, pero no estaba en su mano
hacer nada que aliviara el padecimiento de Okichi, ya que no podía controlar el
comportamiento de una comunidad que de pronto había entrado en semejante
espiral de hipocresía.
Tan pronto como llegaron al consulado, pidió una botella de sake y se la
llevó al bajar a la playa. Okichi había bebido siempre con mesura, pero esa
noche comenzó a hacerlo con una furia sólo igualada por la cólera que el dolor
y la pena habían desatado en lo más recóndito de su ser.
Había comenzado a caminar hacia su autodestrucción y con ello hacia otra
fase de su vida. Sólo castigándose podía mitigar el dolor del rechazo que iba a
sentir el resto de sus días.
37
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Uno de los sirvientes, alarmado por su aspecto salvaje, corrió tras ella
cuando se encaminó hacia la playa y gritó:
—¡¿Dónde vas, Okichi-san?! Tiene pinta de que va a diluviar. Es mejor
quedarse bajo techo.
—Déjame sola —contestó ella con una brusquedad inaudita—. Quiero ir a
dar un paseo sin compañía.
El criado retrocedió sorprendido, ya que Okichi siempre había tratado con
suma amabilidad y cortesía tanto a él como al resto del servicio del consulado.
Le molestó la desacostumbrada dureza de la réplica y resolvió dejarla ir.
Okichi continuó su descenso hacia la playa sin ser consciente de lo que
había hecho. Sabía que el suave batir de las olas contra la arena ejercería sobre
ella un efecto tranquilizador.
Se quitó las geitas de madera y dejó que el agua le cubriera los pies
desnudos. La combinación del agua helada en la arena y el calor del sake,
potente, tuvo un efecto purificador y benéfico.
—Fuego y hielo —rió al pensar en la gelidez del agua que pisaba y el licor
abrasador que bajaba por su garganta. Sonaba bien.
El efecto embriagador del alcohol empezó a hacerse notar a medida que
tomaba un trago tras otro. Sin motivo aparente, sintió cómo le insuflaba en la
sangre una oleada de felicidad, y cuando rompió a reír, disfrutó del eco de su
risa en el viento.
—Me sienta bien, muy bien... —dijo.
Las piernas comenzaron a ceder bajo el influjo de la gran cantidad de sake
que había ingerido y, totalmente ebria, se desplomó sobre la áspera arena. El
sake se había llevado toda su pena y volvía a estar en paz.
Un pescador la había visto vagabundear con paso vacilante junto al mar y
lo comentó al llegar al pueblo.
—Vi a Tojin Okichi caminar sola por la playa. Estaba totalmente bebida, el
viento le había soltado el peinado y llevaba alborotada la melena, y tenía el
kimono desaliñado. ¡Parecía desquiciada!
A partir de ese momento, la botella de sake se convirtió en la mejor aliada
de Okichi. Se la veía con frecuencia descender sola a la playa y beber hasta
perder el conocimiento. A veces, cuando el alcohol le jugaba malas pasadas,
lograba arreglárselas para convencerse de que disfrutaba de las atenciones del
diplomático americano y de la vida en el consulado. En esas ocasiones se decía
para sus adentros que los vecinos que no la aceptaban podían irse al infierno, y
que ella, Okichi, era diferente a ellos porque había buscado la forma de salirse
de la rutina de sus vulgares vidas, y que la envidiaban por eso.
Pero cuando estaba sobria y era sincera consigo misma, se veía obligada a
admitir que aún se sentía muy herida y que el dolor iba a perdurar mientras
permaneciera en Shimoda y viviera a la oscura sombra de Tojin Okichi.
38
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Por eso, nadie se alegró más que ella cuando Townsend Harris anunció en
1859 que iba a trasladar la embajada a Tokio y que se requería que ella los
acompañara.
Los primeros días del asentamiento en la nueva embajada de Edo la
distrajeron de sus problemas personales y su caos emocional. Le agradaban
tanto el nuevo entorno, situado en el medio de la exuberante vegetación del
templo de Azabu, como el edificio, que, a diferencia de la antigua legación
diplomática en Shimoda, era nuevo, luminoso y espacioso. La joven tenía la
impresión de que habían revivido ella y toda la legación diplomática
norteamericana.
En Edo, Okichi halló cierta dosis de paz y aceptación de su posición en la
embajada. El nombre de «Tojin Okichi» dejó de herirle al haber dejado atrás, en
Shimoda, a las personas que lo utilizaban para mofarse de ella.
Comenzó a acompañar a Harris a recepciones fastuosas y, embelesada,
escuchó las conversaciones que mantenían los extranjeros acerca de Japón, su
país, y de ese modo, al moverse en medio de semejante élite, Okichi llegó a
fantasear en ocasiones con que ella también era una de esas personas
inteligentes y privilegiadas, y no una postulante a la que se le había concedido
en usufructo una vida en los altos círculos al amparo del frac de Townsend
Harris.
La vida pacífica de la embajada se resquebrajó el 15 de enero de 1861.
Aquel día, Henry Heusken, asesor de confianza e intérprete de Harris, no
regresó a su puesto. Los rumores que llegaron hasta ella afirmaban que le
habían asesinado.
Aquel hombre alegre y de natural bondadoso con el que en ocasiones había
sentido cierta afinidad, ya que había poca diferencia de edad entre ellos,
siempre había sido de su agrado. Era el tipo de hombre que gustaba a las
mujeres: apuesto, galán y siempre de coqueteo. No escatimaba halagos y Okichi
sabía que eran muchas las mujeres a las que se les aceleraba el pulso y estaban
dispuestas a perdonarle incluso el no ser japonés. También le constaba que se
había fijado en ella y que se sentía atraído por su fría elegancia e insólita
belleza, pero ella era de Townsend Harris, por lo que él nunca dejó de guardar
las distancias.
Okichi se negó a creer su muerte hasta que llevaron a la embajada el cuerpo
apaleado y bañado en sangre. Entonces, lloró de pena por aquella vida que se
había apagado de forma tan injusta.
—¿Cómo es posible? Estuvimos hablando ayer mismo y lo tuve delante,
con la sonrisa en los labios y el sol reluciendo en sus ojos.
Mientras contemplaba el cuerpo inerte, supo también que sus días de paz y
sosiego en la embajada iban a terminar pronto. Como ocurría siempre en su
vida, nada duraba.
Harris se hizo más introvertido y las recaídas de su enfermedad fueron más
frecuentes después de la muerte prematura de Heusken. La embajada también
39
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
perdió buena parte de su fasto y nada volvió a ser igual sin la presencia
electrizante del gallardo holandés.
Okichi se enteró de que Harris debía volver a Estados Unidos en el verano
de 1862.
—Harris-san va a regresar a su país y yo no sé qué va a ser de mí —se había
lamentado, asustada y confusa.
Durante semanas, la servidumbre del consulado había sido un hervidero de
rumores según los cuales Harris Oji-san [el viejo Harris] estaba demasiado
enfermo para permanecer en Japón por más tiempo, y que iba a volver a su país
en el lapso de unos pocos meses.
Los rumores se habían centrado en Okichi, más por consternación que por
malicia. La compadecían porque, sin la protección del consulado, la vida de la
concubina desechada de un extranjero iba a ser casi insufrible en el implacable y
severo Japón.
La debilidad de Townsend Harris había aumentado en los últimos meses y
rara vez la reclamaba en su lecho. Esta situación era del agrado de Okichi, ya
que era un hombre amable y le había ido tomando verdadero afecto, por lo que
le hacía feliz ser su amiga y su enfermera sin los inconvenientes de una relación
carnal. Estaba disfrutando de su trabajo por primera vez desde que llegó al
consulado, y ahora todo eso iba a terminar.
Townsend Harris, el protector de Okichi, regresó a Estados Unidos en junio
de 1862. Ella recibió una bolsa de dinero por sus servicios y la dejaron
abandonada a su suerte.
Durante los días anteriores a dejar el consulado, Okichi había alternado
entre la tristeza y la rabia. No conocía a nadie. ¿Qué futuro le esperaba? Sólo
tenía veinte años y ante ella se extendían las décadas que compondrían el resto
de su vida. ¿Olvidarían y dejarían de herirla con su rechazo en algún momento
de ese período que la aguardaba? ¿Cuánto tardarían en olvidarse de ella? Y lo
más importante de todo, ¿regresaba a Shimoda o se quedaba en Edo?
Había perdido a su familia, a sus amigos, a su prometido... Estaba sola de
verdad. Le aterraba la soledad, consideraba aquello el fin de su vida, pero,
llegada a ese punto, le faltaba coraje para quitarse la vida, por lo que ahogó las
penas y preocupaciones bebiendo mucho. Al final, logró escapar de la realidad
y retirarse al mundo de los delirios del alcohol, donde no había problemas ni
recriminaciones, sólo paz.
Había días en que se enojaba con Townsend Harris por la forma en que la
había sacado de su vida prefijada y segura para introducirla en el mundo turbio
e incierto del concubinato, ya que cuando su relación hubo terminado, él
regresó tranquilamente a su país, dejándola para siempre sin bienes ni dinero y
con la perentoria necesidad de enfrentarse otra vez a su futuro.
¡Qué poco poder tenía una mujer sobre su propio destino en un mundo que
se ocupaba sólo de los hombres y sus placeres! Las mujeres parecían flores que
ellos arrancaban para luego dejarlas marchitar. Cuanto más hermosas, más
40
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
desastrosas eran sus vidas. Su padre tenía razón, habría sido mejor nacer poco
agraciada y corta de entendederas. Entonces, nadie la hubiera alejado de una
vida oscura pero satisfecha.
Luego, cuando todo parecía irremediablemente perdido, la ayuda le llegó
de la mano de Shoji Ikeda, el hombre que hacía todos los pequeños arreglos de
la embajada. La joven le había inspirado lástima desde la primera vez que la vio
y la ayudó durante los primeros días de su adaptación a la casa de Townsend
Harris. A él recurrió Okichi para descargar su corazón y confesarle la zozobra
que volvía a atormentar su vida.
A los pocos días, Shoji Ikeda se apresuró a ir en busca de la joven con una
solución para sus problemas.
—Okichi, Okichi-san —la llamó, incapaz de contener su entusiasmo—. Se
me acaba de ocurrir una idea. Mi prima dirige un salón de peluquería en
Shimoda. Quiere venderlo para volver a Ito, su ciudad natal. ¿Por qué no te
haces cargo del establecimiento y te conviertes en una respetable mujer de
negocios?
Okichi sopesó la sugerencia de su amigo durante días. Se dividía entre el
deseo firme de aceptar el ofrecimiento para reafirmar su independencia y la
aterradora incertidumbre de no saber dirigir el salón, ya que, a sus veinte años,
carecía de experiencia en el mundo de los negocios. Además, le acosaba el
miedo a regresar a Shimoda. Era la concubina abandonada de un diplomático
extranjero que había doblegado a Japón con el poder de las armas. ¿Podría
surcar sin percances el turbulento mar de odio y desprecio que le estaría
esperando?
Luego recordó su éxito como geisha, en cómo había atraído a los clientes y
los había satisfecho. Quizá fuera capaz de hacer lo mismo con su propio
negocio. Ya podía ver el triunfo de su propio salón de peluquería, rebosante de
clientes. Habría tanta gente pululando alrededor que no volvería a sentirse sola.
Demostraría a los vecinos de Shimoda que Okichi Saito no era esa depravada
engatusadora que se aprovechaba de los hombres, sino una mujer normal y
corriente que intentaba ganarse el pan honradamente y continuar con su vida.
Se prometió a sí misma con férrea determinación que nunca más iba a
depender de personas que al final la traicionaran, y que si la vida le iba a
ofrecer la oportunidad de regresar discretamente a la comunidad de Shimoda,
debía aprovecharla.
Esa noche, el corazón la traicionó y transitó de nuevo por un camino que
ella misma se había vedado, el que conducía a Tsurumatsu. Ella le había amado
de forma completa e incondicional sin que a la postre él la hubiera salvado.
Había aceptado el dinero y la vida tranquila que le habían ofrecido a cambio de
marcharse de Shimoda y abandonarla.
Okichi se juró a sí misma no volver a enamorarse. No lo deseaba porque el
amor desmedido hacia una persona iba acompañado de un dolor insufrible. Al
final, Tsurumatsu no la había amado tanto como para luchar por ella.
41
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Así fue cómo la joven, con sólo veinte años, no quiso confiar en nadie más,
y fue este marcado escepticismo el que le hizo detenerse a pensar y a
formularse la turbadora pregunta que había intentado soslayar.
Un negocio de este tipo requería de un flujo continuo de público para tener
éxito. Los ciudadanos de Shimoda no la aceptaban, la habían traicionado y le
habían dejado muy claro qué pensaban de ella. ¿Qué pasaría si no querían ser
clientes de su establecimiento? En tal caso, ¿dónde conseguiría los clientes?
Shoji, ante esa preocupación de Okichi, le aconsejó:
—Bueno, ése es el riesgo que has de correr. Al final, todo depende de ti. —
Luego, sacó a colación el tema de su afición a la bebida—. Okichi, sé que has
estado bebiendo mucho, y últimamente la cosa parece haber ido a peor. Vas a
tener que centrarte y dejar de hacerlo si quieres dedicarte a un negocio. Beber
en exceso va a acabar arruinando tu salud.
Pero ella no le hizo caso y le gritó con una voz acerada por el complejo de
culpa:
—Necesito beber. Sólo entonces soy capaz de olvidar el dolor y la soledad.
¡Tú no lo entiendes porque lo tienes todo!
Shoji sacudió la cabeza. Okichi era una muchacha sincera y cariñosa y le
apenaba que su vida fuera un desastre.
Ella se sacudió todos sus temores cuando le llegó el momento de
abandonar el consulado. Adquiriría el negocio y se consagraría a él. Quizá no
necesitara beber más si hacía propósito de trabajar duro.
Le asustaba lo mucho que dependía del alcohol en los últimos tiempos. Se
sentía débil, abatida y sin las fuerzas necesarias para soportar el día entero si no
bebía. Sólo la euforia de la bebida le proporcionaba la alegría y la imprudencia
precisas para sobrellevar su vida de escándalo. Los años de estancia en el
consulado le dejarían el legado del alcoholismo, que estaría al acecho el resto de
su vida y a la postre sería la causa de su muerte prematura en trágicas
circunstancias.
Pero Okichi volvía a albergar esperanza en el verano de 1862 y no pensaba
para nada en la muerte.
Desafió la brisa marina, inusualmente fría aquella tarde, y bajó a la playa
para meditar y orar. No se llevó una botella de sake por primera vez en mucho
tiempo, ya que la bebida no iba muy bien con la oración.
—Todo lo que siempre he querido es tener la oportunidad de llevar una
vida normal y respetable —dijo al suave oleaje que susurraba al batir en la orilla
—. Lo que ahora ruego es que la gente me acepte; ya no les pido cariño, ni
siquiera amistad, sólo que me acepten y reconozcan mi intento desesperado de
ganarme la vida con honradez.
Escuchó el ulular del viento en busca de un indicio tranquilizador que no se
produjo. ¿Significaba eso que todo aquello no le iba a ir bien? Okichi se
estremeció y luego se removió enojada. Aquél era un día feliz, un momento de
42
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
43
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
44
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Okichi llamó Yume [El sueño] a su recién adquirida peluquería. Era una las
acogedoras casitas de estilo nameko típica de Shimoda que se alineaban frente a
la bulliciosa plaza del pueblo.
Al principio, la idea de instalarse desde un primer momento en una zona
tan transitada la había acobardado. Hubiera preferido un lugar más discreto
para establecerse en el pueblo hasta que los habitantes se acostumbraran a la
perspectiva de que su ciudadana más célebre vivía y trabajaba de nuevo entre
ellos.
—La gente tiene que hacerse a la idea de verme por allí antes de aceptarme
—había abogado ella frente a Shoji—. La hostilidad de tantas personas no se va
a disipar de la noche a la mañana. Cuanto mayor es la intensidad de la misma,
como en mi caso, más tiempo necesita para diluirse.
Pero Shoji se mantuvo inflexible en el planteamiento de que el buen sentido
comercial exigía hacerse cargo del negocio en su actual emplazamiento. Al final,
aun a sabiendas de que era un error, accedió porque no soportaba la idea de
herir los sentimientos de su amigo.
Había comenzado otra fase en la vida de Okichi, una existencia marcada
por cambios frecuentes y radicales, y ella imploró no tener que soportar el dolor
de otro fracaso.
Los primeros días, ocupada en montar la peluquería, fueron los más felices
que había conocido en mucho tiempo, porque estaba atareada y volvía a
sentirse útil. Se pasaba día y noche fregando los suelos de rodillas y restregando
los muebles hasta dejarlos relucientes.
Estaba orgullosa de su negocio y, llevada por el ingenuo idealismo que sus
amargas experiencias de rechazo no habían sido capaces de aniquilar, tenía la
seguridad de que iba a haber una respuesta positiva a su búsqueda de
respetabilidad y aceptación en sociedad.
45
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
46
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
en apariencia, son para cortarse el pelo. ¿Un salón de peluquería...? ¡Sí, ya...! —
finalizó su comentario con un bufido.
Naoko, que se había casado con un pescadero y tenía dos hijos, intentó
defender a su amiga de los ataques despiadados y repuso:
—Deberíamos darle una oportunidad. Un negocio es lo que los clientes
hacen de él. Si llevamos allí a los nuestros para que les corte el pelo a todos, se
convertirá en un negocio familiar. Estoy convencida de que lo que pretende
Okichi-san es que su local sea precisamente eso, una peluquería familiar y no la
impúdica trampa para los hombres de este pueblo que algunas pretendéis.
Las demás la hicieron callar a gritos y se mofaron de ella.
—¡Qué ingenua eres! ¿De verdad crees que una mujer con el pasado de
Tojin Okichi es capaz de llevar cualquier negocio para la familia? ¿Cómo va a
ser eso posible? Desconoce lo básico de una vida familiar decente.
—Pero claro, por supuesto, fuisteis amigas de niñas, y tú no serías capaz de
ver las intenciones inmorales y corruptas del negocio ni aunque te quemasen en
la hoguera.
—Quien fue una vez cortesana, lo es siempre. Lo único que sabe hacer es
engatusar a los hombres y vivir a su costa —apostilló otra—, y a ese tipo de
mujeres no les importa cuántas familias puedan destruir.
Sólo Naoko sabía cuán equivocadas estaban y la importancia que la
atormentada y rota Okichi concedía a una vida familiar respetable y con qué
desesperación deseaba ser una mujer sencilla, regordeta y normal, como las
demás.
En una ocasión, Naoko se había reído de ella porque debía de ser la única
mujer del mundo que anhelaba ser sencilla y normal para pasar inadvertida.
—Ay, la mayoría de las chicas menos guapas perdemos horas intentando
realzar nuestros rostros irremediablemente mediocres con todos los polvos de
tocador y maquillaje que te puedas imaginar. —Le había dicho en aquel
entonces a Okichi, para luego, mientras se pellizcaba de modo elocuente los
mofletes, añadir—: Y como puedes ver, es una tarea difícil.
Naoko se acordó de aquella conversación mientras permanecía allí de pie y
observaba impotente a las mujeres de Shimoda, quienes tendrían que
comprender mejor el sufrimiento de Okichi en vez de hurgar en los jirones de
su dignidad y destruirlos.
«Resulta extraño», pensó, «que nosotras seamos siempre las más severas e
intolerantes a la hora de juzgar y rechazar a otras mujeres».
Lo lógico en una sociedad orientada hacia los hombres sería que las
mujeres se mostraran más comprensivas entre ellas. De pronto, Naoko se sintió
avergonzada por el modo en que se había visto obligada a apartarse de su
amiga y a no prestar ningún tipo de apoyo social a Tojin Okichi. Aún recordaba
aquella tarde de hacía cuatro años cuando su amiga alzó los ojos para mirar
hacia su ventana y la vio llorando a lágrima viva. Había acudido junto a su
madre sin dejar de gritar:
47
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
—Madre, madre, ¿está bien que tratemos a Okichi de ese modo? A veces,
siento que lo ocurrido es culpa mía. Bastaba con que aquel día, el que fuimos al
ofuroyasan6, no le hubiera pedido que regresáramos por el pueblo. Entonces, el
diablo extranjero no la habría visto. ¿Sabes que ella no quería hacerlo, pero yo
insistí y Okichi fue demasiado débil para negarse? ¿No lo ves? ¡Es culpa mía!
Su madre la agarró por los hombros y la zarandeó hasta que le
castañetearon los dientes.
—Ni se te ocurra volver a decir eso jamás, Naoko —la reprendió—. Eso no
sucedió, y nosotros no conocemos a Okichi, ¿lo entiendes? Estarás acabada en
este pueblo si insistes en que te asocien con ella, ¿lo entiendes, verdad? Nuestro
sustento depende de la gente del pueblo; por eso actuamos con ellos, no contra
ellos.
Naoko se marchó corriendo a su habitación envuelta en un mar de
lágrimas. No importaba qué dijera su madre, ella siempre iba a cargar con la
culpa de haberle arruinado la vida a su amiga.
«Pero Dios Santo», pensaba, «lo de bajar a la plaza del pueblo fue el antojo
de una niña inocente. No podía saber que iba a arrastrar a Okichi a semejante
tragedia. ¿Por qué, oh, por qué no pudo pasar de largo y dejarnos en paz?».
Naoko se acordó de aquella tarde muchos años después, mientras
contemplaba con frialdad al grupo de mujeres con pretendida superioridad
moral y la injusta condena de una mujer que valía más que todas ellas juntas.
La cruel discriminación de alguien a quien no conocían en absoluto le
produjo náuseas y sintió la necesidad de alejarse de aquellas lenguas viperinas
y de esos ojos maliciosos.
Sin ser consciente de ello, sus pies la condujeron a la playa en la que
descansaba la gran piedra alisada por la erosión que antaño bautizaron con el
nombre de «rincón de los sueños». Era el lugar al que ella y Okichi solían
escaparse para hablar de sus anhelos.
Naoko había evitado bajar hasta allí porque las remembranzas de su amiga
le resultaban demasiado dolorosas, pero hoy quería recordarla.
Todo permanecía igual en aquel lugar, nada había cambiado. Las mismas
olas bañaban suavemente la playa, los mismos pájaros revoloteaban y trinaban
entre los árboles situados detrás de la roca. Sólo ellas habían cambiado, ella y
Okichi, por culpa de la lujuria irrefrenable de un hombre que había destrozado
las vidas de ambas y los sueños que habían tenido.
«¡No hay derecho!», pensó Naoko enojada. «Este lugar y cuanto hay en él
continúa tranquilo, con una despreocupación absoluta ajena al torbellino que
rige nuestras vidas. A Okichi le encantaba este sitio, pero a él no le interesa su
destino. ¿Cómo nos ha podido ir tan mal en la vida?».
48
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
49
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Pasó un peine de espinas de pescado por los rizos rebeldes de su hija con
ademán ausente y la chiquilla gritó por lo desconsiderado de sus tirones.
Naoko le hizo cosquillas hasta que la niña volvió a reír, y fue entonces
cuando se percató de que estaba cantando una canción largo tiempo olvidada.
Se sentía dichosa de haber hecho las paces con su conciencia y haber decidido
reconciliarse con su amiga.
Entre tanto, en el salón de peluquería, Okichi también pensaba en ella.
Sabía que su amiga de la infancia estaba casada y había dado a luz a dos niños.
La había visto un día con los pequeños y la tristeza le hizo un nudo en la
garganta.
¡Qué guapos eran los hijos de Naoko! Tanto que le hicieron suspirar. En
circunstancias más afortunadas, ella los hubiera tenido danzando en sus
rodillas. Ardía en deseos de conocerlos y abrazarlos, pero no quiso avergonzar
a su amiga ni ponerla en el aprieto de que la vincularan con ella, de manera que
se dio la vuelta y se alejó discretamente.
El negocio del salón de belleza no le había ido bien y no había logrado la
independencia y la respetabilidad esperadas. Lejos de eso, el tipo de clientela
que frecuentaba su negocio era señal de que nadie iba a pasar por alto su
pasado y de que nada había cambiado. Su vida seguía siendo un fracaso y así
iba a continuar.
Fueron las mujeres del pueblo quienes decidieron aislarla. Forzaron a no
entrar en el Yume a nadie que se considerara respetable. Cada vez que Okichi
intentaba avanzar un paso, ellas la obligaban a retroceder.
La gente aún pensaba en ella como Tojin Okichi, una cortesana como poco,
una mujer fácil, y, por consiguiente, era perfectamente natural que la chusma de
la zona y los nobles más enamoradizos, gente a la que nadie se atrevía a
imponerse, acudiera a su salón para «pegarse» a las muchachas que allí
trabajaban.
Finalmente, las empleadas se despidieron, incapaces de soportar a la
clientela que acudía el local.
Okichi contempló impotente el desmoronamiento de sus sueños y tuvo la
certeza de que los habitantes de Shimoda no iban a cejar en su misión
destructiva hasta haberla erradicado de entre ellos.
Fue entonces cuando abandonó toda esperanza de ser capaz de llevar una
vida normal y convencional.
Estuvo mirándose al espejo atentamente durante mucho tiempo. Un rostro
níveo y delgado de oscuros ojos tristes y rasgos perfectos le devolvió la mirada.
Suspiró.
Estaban en lo cierto. Ella no congeniaba con las mujeres del pueblo y a ellas
les ocurría otro tanto. Debía aprender a vivir con lo que era.
En ese momento se preguntó, como hacía a menudo, por qué era diferente,
por qué sus rasgos eran tan delicados y perfectos, por qué nunca había
50
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
simpatizado con ninguna otra mujer del lugar, por qué nadie se sentía cómoda
con ella. ¿Cuánto tiempo iba a soportar aquel muro de indiferencia?
«¿Qué quiere de mí la vida?», se quejó. «¿Por qué soy tan diferente que
nadie me acepta? ¿Qué me tiene reservado la vida? ¿Cómo va a terminar?».
Su mente atormentada necesitaba un respiro y se refugió de nuevo en el
consuelo silencioso pero letal de su sake favorito.
Aquella noche bebió hasta caer redonda. A la mañana siguiente la
encontraron fría como una piedra y con la copa de sake firmemente sujeta a una
mano. Había estado demasiado borracha para echar el cierre y la alcancía de la
tienda permanecía abierta y vacía. Alguien se había llevado la recaudación de la
tarde.
El frágil cuerpo de Okichi se había quedado helado y se desató un brote de
neumonía muy grave. Permaneció en cama con fiebre durante dos semanas,
removiéndose sin parar en el futón mientras entraba y salía continuamente de
los umbrales de la muerte.
De hecho, ella no temía a la muerte, más aún, la hubiera recibido encantada
y, con frecuencia, la había deseado, pero lo que le aterraba del suicidio era el
medio necesario para conseguir esa meta.
Cuando estaba lo bastante lúcida para pensar, albergaba la esperanza de
morir. ¡Qué maravilloso sería no despertar de nuevo y no tener que encarar la
realidad de la vida!
Pero no fue así. En lugar de eso, la capacidad de recuperación de su cuerpo
se sobrepuso al deseo de su mente, el de dejarse ir, y mejoraba cada día que
pasaba.
Cuando dictaminaron que estaba fuera de peligro, con desgana y de un
tirón echó hacia atrás la colcha que la cubría y maldijo a su cuerpo que se había
negado a cumplir su voluntad: morir.
Escuchó con desinterés las severas admoniciones del viejo y afable médico
para que dejara la bebida antes de que se resintiera su hígado. Todos aquellos
avisos eran vacíos y sin sentido, ya que sabía que no iba a tenerlos en cuenta.
La noche previa había tenido un sueño hermoso en el que estaba rodeada
por todas las personas a quienes había amado. Estaba Tsurumatsu y también
había niños, montones de niños, además de sus antiguas amigas y su familia, y
el suelo que pisaba era el verde y limpio prado con la hierba de la primavera.
Por un momento, estuvo segura de que había muerto y había subido al
cielo, pero cuando despertó supo que seguía en la tierra, en lo que quedaba de
su salón de peluquería, entre las cenizas de otro sueño más que se había roto.
Y supo que seguía con vida.
51
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
52
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
VI
Al día siguiente de recibir el alta y poder salir del futón había mucho trajín
fuera de su cuarto. La endeble puerta de papel se deslizó hasta abrirse y Naoko
entró cuidadosamente de puntillas en la estancia.
Okichi tuvo que pellizcarse para cerciorarse de que no se trataba de un
sueño.
—¡Naoko! ¡Naoko-san! ¿De verdad eres tú? —susurró, incapaz de dar
crédito a lo que veía.
¿Era otra trampa que alguien había colocado delante de sus ojos a la espera
de que alargara la mano para retirarla o se trataba de otra de sus alucinaciones?
Se echó atrás sin querer averiguarlo.
Su amiga se arrodilló junto a ella sobre el tatami y rodeó con sus brazos los
hombros de Okichi, tan delgados y frágiles que daban pena.
—Sí, sí, soy yo —contestó Naoko con un hilo de voz—. Tócame, pálpame.
Soy real y estoy aquí. Ay Okichi, cuánto lamento haberte desatendido durante
tanto tiempo.
El kimono le tiraba mucho a la altura del abultado vientre, por lo que
Okichi vio que su nuevo embarazo estaba muy avanzado.
¡Naoko, su amiga de los días de la infancia, cuánto había llovido desde
entonces! Naoko, ¡cuánto había cambiado! Okichi extendió la mano para
acariciarle el rostro con gesto casi reverencial.
53
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
La joven con fresca tez amelocotonada de color crema —de la que tanto se
enorgullecía— había desaparecido para dar paso a una mujer madura y seca de
brazos delgados y vientre prominente.
Okichi sintió una súbita aversión por la vida. ¿Cómo prometía tantas cosas
a la gente para luego dejarlos en la estacada sin más compañía que la de la
desilusión y la sensación de vacío?
¡Mentiras! Todas las promesas de felicidad, amor y realización no eran más
que mentiras. Tuvo un mal presentimiento mientras contemplaba a su amiga.
Era de nuevo aquella maldita presciencia suya de la que no lograba librarse.
¿Por qué tenía la impresión de que iba a perderla otra vez? ¿De veras estaba
tan maldita como para acabar destruyendo a cuantos se le acercaban? Se
estremeció y se aferró al abultado cuerpo de Naoko.
«Es de constitución frágil, no como su madre», pensó para sí. «No debería
haber tenido tantos niños seguidos».
Espiró. Fue un suspiro hondo, marcado por la resignación y la derrota.
Naoko, por supuesto, como las demás mujeres casadas de su tiempo, no tenía
alternativa en ese punto, ¿verdad? No habían sido capaces de hacer un mundo
mejor para las mujeres, no, ella y su amiga no habían podido, y ahora ellas
mismas se habían convertido en las víctimas.
En ese momento vino a su mente la familia de Naoko y cayó en la cuenta de
lo mucho que se disgustarían si llegaban a enterarse de su visita clandestina a la
persona que más sufría el ostracismo de toda la comunidad. Comprendía
perfectamente lo letal que podía llegar a ser la ira de una familia que rechaza a
alguien, y no quería que su amiga se viera atrapada por ella.
—¿Estás segura de que no te va a pasar nada por haber venido aquí? —
inquirió Okichi—. No es que me enorgullezca reconocerlo, pero, ya sabes, éste
no es precisamente el tipo de local donde deberías estar.
—Todo va a ir bien. —Naoko esbozó una sonrisa irónica—. Como puedes
ver, vuelvo a estar embarazada. Tener algún que otro antojo forma parte de las
compensaciones por el sufrimiento y los vómitos que soporto y por estar
atrapada en este cuerpo ridículo y poco envidiable. Me limitaré a decirles que
he ido a tomar uno de los dulces que vende la tienda que está a dos puertas de
aquí, y van a creerme, pero hacerte compañía me satisface mucho más que
cualquier dulce.
Okichi sacudió la cabeza con tristeza.
—No sé por qué, pero no está bien. No deberíamos encontrarnos en un
lugar como éste. ¿Te acuerdas de cómo bajábamos corriendo a la playa y nos
sentábamos frente al crepúsculo carmesí a contemplar la puesta de sol? Era tan
puro, tan saludable...
—Aún podemos hacerlo. Quizá no seamos capaces de ir corriendo. —Se
palmeó el vientre con gesto compungido—. Pero estamos a tiempo de dar un
paseo hasta nuestro rincón de los sueños, ¿lo recuerdas?
54
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
55
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
vientos azotaban sin piedad los árboles que había detrás y levantaban olas que
impactaban violentamente contra la playa.
Se aventuraba a salir en tales ocasiones cuando necesitaba liberar todas las
emociones reprimidas de su atormentada existencia. En cierto modo, la furia de
la tempestad se llevaba la suya.
Un día, Naoko acudió con la noticia de que Tsurumatsu había vuelto para
reanudar su actividad como ebanista.
El corazón de Okichi palpitó desbocado mientras una sucesión de
pensamientos confusos se agolpaban en su mente. ¡Tsurumatsu había regresado
a Shimoda! ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que le vio por última vez?
¿Qué aspecto tendría? ¿Se acordaría aún de lo que había habido entre ellos?
Entonces, el color chillón del entorno de la peluquería le devolvió a la
realidad de en qué se había convertido y se le nubló el rostro. Con aire ausente,
oyó decir a Naoko:
—Además, ya sabes, dicen que no se ha casado. Tal vez las cosas os puedan
salir bien a la segunda.
Okichi negó con la cabeza y replicó con acritud:
—¡No, nada puede ser como antes! Se nos acabó el tiempo, todo acabó
cuando me convertí en la concubina de Townsend Harris. ¿No lo ves? Han
pasado muchas cosas y algunas no pueden borrarse como si nada hubiera
sucedido. Deja de soñar, Naoko, ya no somos niñas. —Entonces, suavizó el
gesto al ver descomponerse el rostro de su amiga y añadió con voz más amable
—: ¡Eres una romántica incorregible! Debería darte vergüenza, tú, una mujer
adulta, casada y con dos hijos y un tercero en ciernes... ¿Aún no has aprendido
que nadie disfruta de una existencia feliz excepto en el mundo de fábula que
nos inventamos de jóvenes?
—Pero sigues siendo hermosa... —Naoko suspiró con nostalgia e insistió
como si no hubiera oído a Okichi—. Estoy segura de que él volverá a
enamorarse perdidamente de ti en cuanto te vea. No pretendo interferir e
imponerte mi punto de vista, pero ya has sufrido mucho y sólo quiero que seas
feliz. Lo sabes, ¿verdad?
—Tranquilízate —replicó Okichi—. He cambiado tanto que ni yo misma me
reconocería. No busco la felicidad porque es un estado de ánimo que, al menos
en mi caso, jamás parece durar mucho. Me limito a buscar la paz, y eso es algo
que jamás tendré si permito entrar en mi vida a viejos fantasmas del pasado
como Tsurumatsu. Incluso si volviéramos a estar juntos, la sombra de lo
ocurrido, él me traicionó y yo a él, actuaría entre nosotros como la manzana de
la discordia hasta sofocar los sentimientos que pudieran quedar entre nosotros,
fueran los que fueran. Conviene más dejarlo correr y así poder recordar las
cosas tal y como fueron.
Enmudeció alarmada cuando de pronto Naoko, con gesto demudado,
rompió a sollozar sofocadamente.
Acudió presurosa a su lado mientras gritaba:
56
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
57
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Al día siguiente, cuando el Yume abrió sus puertas a las escasas ovejas
descarriadas que aún lo frecuentaban, ella había decidido desterrar todos los
pensamientos sobre su antiguo prometido, aunque eso la matara. ¿Acaso no
tenía ya suficientes problemas en su intento de invertir la situación y evitar el
cierre de su salón de peluquería?
Se preguntó cómo podía haber sido tan boba para albergar la esperanza de
que él se preocupara por su persona. Tsurumatsu debía de haber tenido noticias
suyas y, en todo caso, rebosaría repulsa y aversión a raíz de la clase de vida que
había llevado.
Aquella noche, por primera vez en muchas semanas, se dio a la bebida sin
esperar siquiera a que el último cliente se hubiera marchado. No cesó de beber
hasta que la euforia provocada por el alcohol hubo eliminado hasta el último
vestigio de pena y soledad y su mente se quedó en blanco.
Fue en aquella época cuando los largos años de abuso de alcohol
comenzaron a pasarle factura y a causar estragos en su cuerpo. Aunque seguía
siendo hermosa, su tez comenzó a cobrar un matiz amarillento y había días en
que estaba demasiado cansada para salir de la cama.
Okichi bebió aún más cuando se acercaron los festejos de verano, y ni
siquiera la detenían las súplicas de Naoko. Las festividades eran el plato fuerte
del estío en Shimoda y todo el mundo las esperaba con avidez, pero a ella le
aterraban todos los años porque le recordaban las fiestas de antaño, cuando ella
y Tsurumatsu se paseaban con ostentación por el pueblo luciendo sus mejores
galas veraniegas, admirados, envidiados y rodeados de más familiares y amigos
de los que podían atender.
Las fiestas y los festejos eran para la familia y los amigos. Odiaba el
comienzo de los mismos porque no tenía ninguno de los dos.
Aquel verano iba a ser diferente para Okichi, aunque empezó sin que
ocurriera nada de particular.
El día anterior a la gran fiesta en el centro de la plaza, alguien llamó a la
puerta de la entrada. Al descorrerla, Okichi se quedó petrificada en los
escalones. Abrió la boca pero fue incapaz de articular palabra, ya que delante de
ella estaban Naoko y un fantasma del pasado, Tsurumatsu. Tenía el corazón en
un puño y era incapaz de respirar.
Se le ocurrió que tal vez podría sentarse en cuclillas y evitar la humillación
de caerse si las piernas no le respondían, pero no era capaz de hacerlo y lo
último que oyó antes de desplomarse sobre el suelo fueron las palabras de
Naoko, que decía:
—¡Mira quién está aquí, Okichi!
Rompió a reír cuando se despertó y vio a dos rostros conocidos que la
contemplaban con ojos escrutadores.
Resultaba extraño que se reencontraran de aquel modo. Se acordaba
perfectamente de la primera vez que vio a Tsurumatsu. También estaba tendida,
58
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
59
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
VII
60
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
de otro embarazo no deseado, por las mujeres como ellas, a las que no dejaban
asumir el control de su existencia.
Lloró también por las jugarretas que les había gastado el destino, que había
esparcido a los cuatro vientos sus ilusiones rotas, y sobre todo lloró por haberle
dicho a Tsurumatsu que se marchara después de que éste hubiera vuelto a su
vida.
Lloró hasta quedarse sin lágrimas y luego se sumió en un prolongado sopor
mientras en el exterior el día grande del festival estival de Shimoda llegaba a su
momento cumbre.
Mientras dormía, tuvo un sueño hermoso y confortante en el que
recuperaba aquel verano cuando se conocieron. ¡Qué orgullosa se había sentido
del apuesto y trabajador ebanista!
Ella quería estar lo más guapa posible para él, por lo que había pasado
horas enteras con Naoko para arreglar el peinado y el kimono, uno elegante y
de alegre color azul con ramos estampados de flores rojas y blancas, y se había
negado a sujetarlo con otra cosa que no fuera el ostentoso obi con su gran lazo
almidonado que había robado a su madre.
No la disuadieron ni los ruegos de Naoko cuando objetó que era demasiado
solemne y pesado, y que le iba a hacer sudar con la canícula. Las voces del
pasado fluyeron desde su subconsciente para invitarla a entrar en aquel mundo
de maravilla.
—Parece mentira que puedas estar tan guapa —dijo Naoko con voz
estridente y sin resuello de puro entusiasmo.
Se estaban preparando para el festival de aquel verano. El calor se había
vuelto agobiante y los mosquitos propios de la estación zumbaban
empecinadamente cerca de ellos sin que nadie los viera. Era un período
estupendo para estar vivo y ser joven.
El calor aminoró al fin al caer la noche, cuando sopló una suave brisa, y la
plaza de la villa se convirtió en un hervidero de linternas de todos los colores
que se balanceaban con el viento.
El repiqueteo de los sonajeros de viento dejaba oírse a la entrada de casi
todas las casas produciendo una música armónica con un tintineo suave y
modesto, como en su momento lo fue la propia Okichi. Era la música
característica del estío y ella jamás se cansaba de oírla.
Fue un verano maravilloso y Okichi hubiera deseado que no terminara
jamás, pero eso era imposible, y se despertó sobresaltada, bañada en sudor y
desorientada.
Comprendió que se había quedado traspuesta y que había dormido toda la
tarde hasta hacerse de noche. Acudió presurosa a la ventana y abrió de golpe la
pantalla de papel para mirar fuera. La alegre algarabía del gentío se había
desvanecido y la Plaza Mayor permanecía abandonada y sumida en un silencio
sólo roto por el sonido de unos enormes cuervos negros hurgando con aire
resuelto entre los restos dejados por los juerguistas.
61
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Sabía que al romper alba oiría rascar las escobas de paja sobre el enlosado
cuando los vecinos limpiaran el revoltijo causado por la jarana de la noche
anterior y que al alba todo volvería a estar limpio y ordenado.
Las linternas de papel aún flotaban alegremente al viento, pero las velas de
dentro se habían consumido después de permanecer encendidas tanto tiempo.
Nada había cambiado en Shimoda. Los festejos estivales eran exactamente
iguales todos los años, con las mismas linternas de papel que sus ahorrativos
ciudadanos reutilizaban un año tras otro y los mismos sonajeros de viento que
adornaban las entradas y ventanas de las casas.
Alguien había colgado uno incluso en el Yume. Okichi oyó entonces el casi
imperceptible sonido del solitario sonajero que tintineaba temeroso, como si
pusiera a prueba el humor de la dueña.
«Pobre sonajero de viento», dijo para sí. «¡Cuántas ganas tiene de
complacer!». Pero se alegró de oír su suave tintineo, que la seguía a cualquier
sitio que iba y le hacía compañía, haciéndola sentir menos sola.
Al día siguiente, alguien llamó con insistencia a la puerta de la entrada.
Naoko entró con paso cansino y torpe sobre el tatami.
—¡Naoko! —exclamó Okichi sorprendida—. ¿Qué haces aquí? ¿No deberías
estar en casa con tu familia?
—¡Lo sé, lo sé! —repuso ella—, pero tenía que venir y asegurarme de que te
encontrabas bien después de la gran sorpresa que te di ayer. Mirando hacia
atrás, me doy cuenta de que fue muy infantil por mi parte traerte a Tsurumatsu
de pronto y sin previo aviso, y lo siento. ¿Podemos hablar un momento si no
estás muy ocupada?
—¿Ocupada? ¿Yo? —Okichi rió con desenfado—. ¿En qué voy a estarlo? Sin
duda no en este salón de peluquería que no ha tenido un cliente decente desde
la apertura.
—He de hablarte sobre Tsurumatsu —prosiguió Naoko con seriedad—. Se
quedó desolado por tu rechazo y estaba casi inconsolable. Me sentí tan
responsable que me pregunté si había obrado correctamente al promover el
encuentro, y debía venir para preguntártelo. ¿De verdad ha terminado todo
entre vosotros dos? ¿De veras es demasiado tarde?
La interpelada vaciló durante un buen rato mientras sus ojos centelleaban
ante la intensidad de sus sentimientos.
—Me he sentido herida por dentro durante mucho tiempo y no quiero
estarlo más. Lo ves, ¿verdad, Naoko? No puedo confiar en mí misma a la hora
de volver a amar. Nuestro tiempo ha pasado y nunca volverá porque hemos
cambiado demasiado.
Naoko asintió lentamente. El gesto indicaba que ya había comprendido a su
amiga. Al fin, contestó:
—De acuerdo, no le demos vueltas a lo que pudo ser y no fue. Supongo que
era demasiado fuerte mi deseo de que hubiera un desenlace romántico para una
de las dos después de la vacuidad de mi monótono matrimonio, pero no tengo
62
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
63
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Había algo en la calma del ambiente y en los sentimientos que ella misma
reprimía que la turbaban. ¿Qué estaba demorando tanto a Shuhei? ¿No debería
estar ya de regreso? Cruzó la habitación varias veces hacia la ventana a fin de
escudriñar el camino esperando ver de regreso la figura del muchacho, pero fue
en vano.
Comenzó a alarmarse cuando el chico seguía sin regresar a última hora de
la tarde. Shuhei jamás había estado tanto tiempo alejado del Yume por temor a
que, si permanecía fuera demasiado tiempo, su hogar hubiera desaparecido a
su regreso. Tenía que haberle pasado algo.
Al caer la noche, Okichi oyó arrastrarse unos pasos lentos en el exterior,
debajo de su ventana, y luego el tintineo del sonajero de viento cuando algo
golpeó con fuerza la puerta.
Incluso a pesar de los gritos de Hiro, el hombre a quien había llamado para
que reparase los tatami de una de las habitaciones, Okichi supo que se trataba
de Shuhei.
Salió a toda prisa del local y apartó a Hiro de su paso cuando éste intentó
impedirle que saliera a la calle.
Profirió un convulso gemido de dolor mientras se dejaba caer al suelo junto
al maltratado cuerpo de Shuhei. No distinguía sus facciones, pues le habían
golpeado hasta convertirle el rostro en un amasijo sanguinolento de carne.
Tenía abierta una gran brecha en su estrecho pecho y los brazos y las piernas en
carne viva tras haber hecho, arrastrándose, todo el camino de vuelta a casa
después del brutal ataque.
—¿Quién le ha hecho esto? —chilló Okichi con incredulidad—. ¿Por qué?
Sólo es un joven inocente e inofensivo que no ha cumplido los veinte. ¿Qué
daño ha podido hacer a nadie?
—He escuchado alguna que otra conversación por ahí. —Hiro sacudió la
cabeza y habló con voz bronca a causa del impacto—. Al parecer, una pandilla
de chicos del pueblo le atacó, le apaleó y le arrojó a una cloaca para que muriera
allí.
—Pero ¿por qué? ¡Caramba, Shuhei era incapaz de matar a una mosca!
Cuando Hiro se quedó en silencio, ciñó el brazo de aquel hombre en un
apretón tan terrible como el pensamiento que acababa de tener.
—Es por mi causa, ¿verdad? Odian a Shuhei porque trabaja para mí, para
Tojin Okichi, la putilla del pueblo y el hazmerreír de todos.
Sin dejar de sollozar con amargura, se arrodilló junto al muchacho y
sostuvo sobre su regazo la cabeza ensangrentada, sin importarle que la sangre
empapara el espléndido kimono hasta confundirse en el color carmesí del
estampado de flores.
Entre Hiro y Okichi llevaron dentro a Shuhei y le acostaron sobre el futón
de la estancia que él llamaba su hogar. A ella se le hizo un nudo en la garganta
cuando se percató de las imágenes que adornaban las paredes, ya que
64
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
evidenciaban el creciente interés del muchacho por las mujeres. Pobre Shuhei,
¿viviría para conocer a alguna?
Okichi se alegró de haber aprendido a limpiar y coser heridas sin que le
temblara el pulso durante los años que había cuidado a Townsend Harris.
Intentó aminorar el dolor de Shuhei con cataplasmas frías lo mejor que pudo.
El joven había llegado a un punto en el que movía los labios sin ser capaz
de pronunciar palabras. El esfuerzo le producía tal dolor que supuraba lágrimas
allí donde habían estado los ojos y bajaban por lo que quedaba de rostro.
—Calla, calla —musitó Okichi—. No intentes hablar. Todo va bien, ahora
estás en casa y a salvo, y juntos saldremos adelante.
Entonces, se volvió a Hiro y gritó:
—Hemos de ir en busca de un médico, no importa cuál. Tenemos que
salvarle.
Pero el hombre negó con la cabeza y le contestó en susurros, como si
temiera que Shuhei pudiera oírle.
—Es inútil, Okichi-san. Le han propinado una paliza tan brutal que nadie
puede salvarle. Creo que le han reventado los órganos internos y apenas soy
capaz de tomarle el pulso. Lo siento, pero dudo de que pase de esta noche. Lo
más piadoso que podemos hacer es dejarle en este estado de inconsciencia y
procurar que no sienta dolor alguno.
—No. —Los dedos de Okichi, que habían curado con dulzura el rostro del
joven, se tensaron de forma involuntaria y Shuhei fue incapaz de soportar el
dolor—. No voy a permitir que esta muerte caiga sobre mi conciencia.
Pero conforme avanzaba la noche, sin apartarse del lado del muchacho para
aliviarle las heridas y abrasiones con cataplasmas de hierbas que las enfriaban,
supo que Hiro tenía razón, que Shuhei no iba a sobrevivir. En silencio, vertió
sus lágrimas sobre el muchacho. Era demasiado joven para morir, tenía
demasiadas cosas pendientes por hacer en la vida, tanto que aprender y
conseguir; tenía que saborear el dolor y sentir la pena. ¿Cómo podía morir
alguien que no había hecho aún nada de aquello?
Pero Okichi sabía que la muerte no tenía respeto alguno por la vida ni por
los sueños ni por los deseos de la humanidad. Se limitaba a tomar lo que quería
o a quien quería sin que nadie fuera capaz de sortearla por más tiempo.
—Jamás debí haberle enviado al pueblo. Mi acto irreflexivo le ha causado
estos dolores y padecimientos —dijo entre sollozos—. Quizá debería de haberle
dejado en su chabola, tal vez así hubiera vivido para ver más cosas de la vida,
pero, Dios santo, era tan joven, tenía tanto frío, tanta hambre y estaba tan
aterrorizado. ¿Cómo iba a dejarle allí?
»Nunca me percaté de cuánto me odia la gente de Shimoda. Ha de ser
mucho en verdad para que le hayan hecho esto a alguien joven e inocente cuyo
único delito era trabajar para mí.
Mientras Shuhei yacía agonizante, Okichi volvió a sentir aquel tirón
apremiante de su voz interior, la que llamaba su sexto sentido y que siempre
65
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
66
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
VIII
67
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Una persona no se muere así como así, lo más probable es que hubiera
dado algún tipo de señal. No, tenía que verla con sus propios ojos para poder
aceptar algo tan concluyente e irreversible como la muerte.
Se incorporó sin despegar los labios, como si estuviera en trance, para
recogerse el pelo y arreglarse el kimono. Iba a ir a casa de Naoko a echar un
vistazo a fondo. Naoko lo hubiera querido así. Okichi recordó cuánto se
enorgullecía su amiga de su elegancia y se alegró de vestir ese día el kimono de
colores rojo y azul, los favoritos de su amiga.
Sí, aquello no era más que una inocentada absurda que alguien le estaba
gastando, y las dos harían bromas sobre su excentricidad a la hora de vestir en
cuanto llegara a casa de Naoko.
Él intentó detenerla, pero ella se zafó de su presa y sólo oyó las palabras de
Tsurumatsu cuando ya se alejaba a todo correr de la puerta del Yume.
—Por favor, no acudas. Esa gente sólo va a herirte e insultarte. Naoko ha
muerto. No hay nada que puedas hacer por ella.
Okichi se negó a hacerle caso. Nadie, ni siquiera él, ni siquiera Tsurumatsu,
comprendía la gran importancia que ella le concedía a lo que ambas habían
compartido.
La casita cercana a la Plaza Mayor en la que Naoko vivía con su marido y
sus hijos resplandecía gracias a la luz de las dos enormes linternas de bambú y
papel blanco que flanqueaban la puerta de la fachada y en las que rezaba el
texto «de luto» con enérgicos trazos de color negro. El nombre de Naoko
aparecía escrito en los faroles de los muertos. En tal caso, era del todo cierto.
Naoko había fallecido al dar a luz al niño que no quería tener.
Okichi permaneció allí plantada durante unos instantes, hipnotizada por
las enormes linternas blanquinegras que se mofaban de ella al simbolizar la
muerte. Intentó dar un paso adelante, pero fue incapaz de moverse por sentirse
envuelta en aquella familiar sensación de gelidez procedente de lo alto de la
cabeza que luego se le extendía por todo el cuerpo. Sabía que iba a sufrir uno de
esos mareos que padecía a menudo cada vez que empeoraba su hígado o su
estado de salud.
—Buen Dios, no dejes que me desmaye ahora —imploró—. Permíteme sólo
traspasar esa puerta y ver el rostro de mi amiga por última vez.
Tuvo ganas de vomitar y permaneció de pie, inmóvil, a la espera de que se
le pasara, cosa que finalmente ocurrió.
A través del velo de la náusea, vio salir por la puerta frontal al padre de
Naoko, que se dirigió hacia ella. Okichi abrió la boca, pero no logró articular
palabra cuando en el rostro del hombre no vio gesto alguno de bienvenida, sino
una hostilidad y una contrariedad manifiestas.
Tojin Okichi se había atrevido a profanar con su presencia la santidad del
hogar de su hija y no era bien recibida porque no se deseaba una a mujer de
semejante reputación junto a su lecho de muerte.
68
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
69
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Aquella noche anduvo sin rumbo fijo por Shimoda histérica de pena. Al
final, exhausta, se arrastró hasta la playa en busca de refugio deseando hallar
allí la paz y la calma de una noche perfecta y sin mácula.
Se tendió sobre el saliente rocoso en el que habían estado ella y Naoko
tantos hermosos atardeceres estivales y tanteó la superficie con los dedos en
busca del lugar donde habían grabado sus nombres.
—Amigas para toda la eternidad —había dicho Naoko entre risas con el
cabello agitándose alegremente al viento.
Para su alivio y enorme júbilo, lo encontró. Con la yema de los dedos
repasó el trazo de los caracteres que habían grabado en la piedra empleando
cuchillos. Aún le quedaba algo de Naoko que nadie podría arrebatarle.
Pensó que aquellas inscripciones permanecerían allí en los años venideros,
mucho después de que todos ellos hubieran muerto. Personas de otra época las
tocarían y se quedarían maravilladas, aunque desconocerían en qué preciso
momento Naoko había sacado un cuchillo y con él en mano había proclamado
solemnemente:
—Hoy vamos a grabar nuestros nombres en esta roca, nuestra más preciada
posesión, para convertirnos en amigas y hermanas bajo juramento para toda la
eternidad.
No, aquellos seres anónimos pasarían por delante de esos caracteres
toscamente tallados sin saber que dos muchachas los habían escrito allí para
sellar una sentida y sincera promesa de amistad.
«Como si de ese modo nos resultara posible mantener a las personas vivas,
alegres e inalteradas para siempre», caviló Okichi con tristeza.
No quería regresar al salón de peluquería aquella noche. Por un segundo
pensó que alguien debería cerrar el local, hacer la caja del día y consignarla en
el gran libro de contabilidad así como estar allí para atemperar los ánimos de
los clientes descontentos, que, por desgracia, serían pocos.
Pero esa noche no le preocupaba que el negocio fuera a la deriva y
saquearan la caja registradora. Quería dormir allí, en «su» roca, cerca de la
playa, y dejar que el pasado se llevara su pena.
Se quitó el obi y lo plegó para hacer un rollo que colocó debajo de su cabeza.
La superficie dura e irregular de la roca se le clavaba en el cuerpo, pero no le
importó, al contrario, sentía cierta satisfacción malsana en infligirse cierto dolor
físico al encontrarse tan herida en el alma.
Ignoraba la razón, pero no se iba a sentir a gusto tumbada en un futón
cómodo y caliente mientras se hallaba tan devastada por dentro.
En lo alto, el cielo se convirtió en una mancha de tinta que se extendía,
interminable, espectacularmente tachonada de un millón de estrellas titilantes.
«Sería estupendo ser como ellas», pensó, «libres, sin que les afecten los
problemas terrenales».
Cayó una estrella fugaz mientras contemplaba la bóveda celeste y el efecto
óptico dio la impresión de que la estrella se estiraba para alcanzar a Okichi.
70
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
71
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
72
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
73
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Inventó una historia según la cual el bote del tío Yoshie había encallado en
una isla paradisíaca, donde él se encontraría ahora, vivo y exultante, como
había sido siempre, hasta que un día regresara a Shimoda con la princesa de la
isla.
En ocasiones, se decía para sí que un barco que pasaba había rescatado al
tío Yoshie y le había llevado a alguna tierra exótica para comenzar una nueva
vida más interesante que la que le podía ofrecer Shimoda, pero nunca aceptó el
hecho de que probablemente su tío estuviera muerto.
Por eso, mientras el resto de la familia se lamentaba de la muerte prematura
de Yoshie, la pequeña Okichi se aferraba a la certidumbre de que estaba vivo en
un mundo distante, allí donde los sueños eran ciertos.
Luego, cuando transcurrieron más y más años sin que se supiera nada de
él, llegó a la convicción de que el tío Yoshie había perdido la memoria a resultas
de un golpe en la cabeza, pero, con total obstinación, seguía creyendo que aún
vivía, aunque en otro rincón del mundo.
«Qué casualidad que haya recordado al tío Yoshie esta noche», pensó
mientras volvía a ver el titilante punto de luz del pesquero.
Estaba convencida de que no había perdido a su amiga; Naoko la esperaba
en algún lugar de aquel espléndido cielo. Ahora, todas las preocupaciones
habrían desaparecido de su rostro y volvería a ser joven y dichosa.
74
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
IX
75
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
completo su espíritu libre, y ahora yace en este lugar frío y solitario donde
nunca volverá a reír ni a gastar bromas».
El viento aulló al azotar la pequeña mata que alguien había plantado cerca
de la lápida contigua y Okichi se estremeció por ese simple movimiento.
Las imágenes de Naoko empezaron a invadir su mente y sus ojos. En una,
bajaba a la playa dando grandes zancadas. En otra, silbaba como un hombre. En
una última, se ponía en pie dentro del barco de pesca de su padre con el
kimono osadamente levantado hasta la cintura.
La memoria retrocedió aún más en el tiempo y la vio de niña, berreando y
propinando patadas a diestro y siniestro porque a ellas no les dejaban ir en el
bote de pesca con su padre y sus hermanos. La pobre y querida Naoko, que
siempre ponía a prueba la paciencia de sus padres con sus interminables
preguntas, que salía de un lío espeluznante para meterse en otro peor, que
siempre rebosaba sueños imposibles y deseos inalcanzables... ¿Dónde estaba
ahora?
Tenía tantos y tantos recuerdos de su vehemente amiga, cada uno más
vivido y valioso que el anterior, y Okichi los agradecía todos.
Resultaba duro aceptar que no iba a volver a verla ni a contemplar sus ojos
chispeantes ni a oír aquella voz que ni siquiera la mayor de las derrotas había
hecho desaparecer del todo.
Los ojos le escocieron cuando afloraron las lágrimas, pero se las enjugó casi
con violencia. No, no debía llorar. Naoko odiaba las lágrimas y había intentado
en vano poner freno a su incurable propensión a llorar durante todos los años
que habían sido amigas. Una broma continua entre ellas era que Naoko siempre
tenía un pañuelo a mano, sólo por si acaso, cuando estaban juntas.
Resonó un paso a sus espaldas y se volvió, momentáneamente sorprendida.
No podía sentirse cómoda en el pueblo a causa de la inevitable hostilidad que
allí encontraba, y a veces temía incluso que le propinaran una paliza similar a la
que había sufrido el pobre Shuhei por culpa suya.
—¡Ahí la tienes! —gritó alguien—. ¡Tojin Okichi!
Al volverse, se encontró cara a cara con un joven bajo y fornido al que
identificó como el cuñado de Naoko. Un nutrido grupo de mujeres y niños se
había detenido detrás de él, pero a cierta distancia, como si pudieran contraer
alguna infección si se acercaban a Okichi.
«¡Ay, Dios mío!», pensó consternada. Había olvidado que aquél era el
cuadragésimo noveno día después de la muerte de su amiga, y era costumbre
que la familia acudiera a orar y a efectuar sus ofrendas.
No albergaba temor alguno, consciente de que lo peor que podía pasarle
era morir, y a ella no le asustaba la muerte, pero no quería montar un escándalo
allí donde descansaba Naoko por ser un lugar sagrado que no debía mancillarse
con tanto odio.
76
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
77
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
con suavidad los pies desnudos, sumiéndolos aún más en la magia que habían
experimentado una década atrás.
¡Qué diferente era todo en aquel entonces! Su amor era tan nuevo, tan puro,
y ellos estaban seguros de que superaría a la mismísima muerte.
Ahora, se aferraban el uno al otro a causa de su incapacidad para dejar
atrás el pasado y por el hecho irrefutable de que Okichi necesitaba la protección
de un hombre para sobrevivir en la implacable comunidad de Shimoda.
—Ven a vivir conmigo y cierra el salón de peluquería —le instó Tsurumatsu
—. Podemos comenzar de cero.
Pero ella negó con la cabeza y se mantuvo inflexible respecto a la
continuidad del Yume. No estaba dispuesta a dejarlo todo para vincularse a otra
persona, ni siquiera aun cuando se tratara de Tsurumatsu. El Yume era su sueño
y no iba a renunciar a él.
—Has cambiado, te has vuelto más dura, menos confiada —contestó
Tsurumatsu al fin mientras cedía a regañadientes.
—He tenido que hacerlo para sobrevivir —le replicó ella— y sobreponerme
al rechazo cruel de mi propia gente que sé que va a continuar porque nadie va a
olvidar ni perdonar el pasado. Día a día, conforme me he ido endureciendo, el
dolor se ha hecho más soportable.
Okichi no deseaba romper el encanto especial de su encuentro, pero había
una pregunta que sabía que iba a tener que formular para despejar la nube de la
duda que seguía pendiendo sobre ellos, por lo que se volvió hacia él,
determinada a saber la verdad, y fue directa al meollo del asunto:
—Aquella vez, cuando te fuiste de Shimoda y me dejaste, y yo tuve que
presentarme ante Harris-san, ¿por qué lo hiciste? Es algo que me ha
atormentado durante todos los años que hemos estado separados. Durante
mucho tiempo, mientras permanecí en el consulado, no dejé de preguntarme la
razón todos los días.
«Intenté odiarte en vano, y al fin me odié a mí misma por ser incapaz de
olvidarte.
Ella observó el movimiento de la nuez de la garganta de Tsurumatsu
mientras éste luchaba por controlar sus emociones para después, ante la
consternación de Okichi, romper a llorar. Ella jamás había visto llorar a un
hombre y se asustó al oír sus roncos sollozos de pena. ¿Qué había hecho? ¿Le
había presionado demasiado?
Intentó calmarle con sus finos brazos, mas él no consiguió dominarse hasta
haber dejado salir todo el dolor que había acumulado dentro de sí durante años.
Entonces, se incorporó y anduvo hasta llegar al otro extremo de la playa,
donde intentó recobrar la compostura.
Okichi le dejó ir al comprender que un hombre debía contener sus
emociones, pasara lo que pasara, y Tsurumatsu había perdido la batalla por
mantener la calma, por lo que necesitaba tiempo para recuperar su dignidad,
incluso ante ella.
78
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
79
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Hizo una pausa al sentirse superado por la terrible carga de aquella noche
inolvidable.
—Me dijeron que debía abandonar Shimoda o de lo contrario le
arrebatarían a mi familia todas sus propiedades. Se limitarían a incrementar el
arrendamiento y los impuestos hasta que no les quedara nada y no pudieran
pagarlos, pero eso no bastó para convencerme. —La voz se le quebró—. Me
dijeron que no podíamos enfrentarnos a ellos porque si yo no acataba sus
órdenes, acabarían llevándote a la fuerza. Permanecí sentado toda la noche
sufriendo un dolor terrible mientras los imaginaba arrastrándote al consulado
para que aquel viejo te tomara contra tu voluntad, te violara, te hiciera sufrir...
No pude soportarlo.
»Por un momento pensé en acudir a las oficinas del gobernador, entrar y
rescatarte. Podríamos huir juntos a algún lugar, lejos de Shimoda, donde nadie
pudiera encontrarnos, pero al final supe que era totalmente imposible. No
teníamos armas capaces de combatir contra la pólvora y los cañones de los
poderosos Barcos Negros ante cuyas demandas cedía incluso el shogun. Si él no
podía luchar contra los extranjeros, ¿cuáles eran mis oportunidades? ¿Cómo
íbamos a escapar? ¿Dónde nos esconderíamos?
»Me odié por estar tan inerme y no poder protegerte como era mi deber.
Decidí que no era digno de ti y que no tenía derecho a hacerte sufrir la
humillación y el dolor de que te llevaran obligada. Así que permití que creyeras
que te había dejado y me fui de Shimoda. Recé para que me odiaras y
accedieras a acudir voluntariamente al consulado para evitarte un mayor dolor
físico. Debía hacer lo más duro. Me faltó coraje para suicidarme, por lo que
todos estos años he llevado una vida sin razón de ser ni sentido... hasta ahora. A
menudo me he preguntado si al menos no debía haber intentado entrar en el
despacho del gobernador y sacarte de allí.
»Después de todos estos años, estoy contento de poder deshacerme de esta
carga de culpa e impotencia. Espero que no me odies por lo que no fui capaz de
hacer por ti.
Permanecieron sentados durante mucho tiempo en silencio porque ninguno
de los dos estaba muy seguro de poder articular palabra. Okichi presentía que
la pena se apoderaría de ella si decía algo y entonces le daría un ataque de
histeria. Por eso, permaneció sentada durante un largo rato reprimiendo
convincentemente sus sentimientos y conteniendo las lágrimas.
En lo más recóndito de su ser comenzó a arder una llama de esperanza.
Aquello la convencía. Tsurumatsu-san no la había abandonado a los lobos.
Ahora entendía todo lo sucedido. ¿Cómo se le ocurrió pensar alguna vez que un
hombre sin armas ni poder ni medios podía haber luchado contra los
todopoderosos oficiales del Estado, los shogunes y los diablos extranjeros, que
tenían cañones y los formidables Barcos Negros? Se alegraba de que a pesar de
toda la pena y la humillación de ser Tojin Okichi, fuera incapaz de odiarle.
80
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Los años de duda y dolor desaparecieron y esa noche los dos volvieron a
sentir una fusión de almas que estaba más allá de la pasión y los deseos de los
mortales. Era una unión extraña y sobrenatural que no volverían a sentir nunca
más.
Parecía que estuvieran muertos y que hubieran acudido juntos a algún otro
cielo en el que ella jamás hubiese sido Tojin Okichi, y donde su trágico pasado,
que tanto le había marcado, no existiera.
Comprendió que no era necesario preocuparse tanto por las cosas, ya que,
al final, la muerte los llevaba a todos a un mundo más allá de la pena donde no
había dolor ni padecimiento ni oscuridad, pero debían tomar lo que pudieran y
esperar lo mejor hasta que eso ocurriera.
Okichi volvió hacia el ebanista su rostro iluminado con un brillo irisado.
Tsurumatsu jamás la había visto tan hermosa, ni siquiera cuando tenía quince
años, a pesar de que obviamente las penalidades se habían llevado parte de los
atributos físicos que le complacían.
Con el paso de los años, las facciones de la mujer se habían vuelto
inescrutables, pero ahora poseía una belleza interior que sobreviviría a los
estragos del tiempo. Tsurumatsu nunca la amó más que en ese momento.
Así fue como se adentraron en otra fase de sus vidas, decididos a dejar
atrás el pasado, a separar el grano de la paja y quedarse sólo con lo bueno.
No tenían manera de saber que no era tan fácil liberarse de los lazos del
pasado en un mundo donde antes o después todos se veían atrapados por las
redes del ayer, y cuanto más traumático era el pasado, más intrincada era la red.
81
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Tsurumatsu se había construido una elegante casa no muy lejos del salón
de peluquería de Okichi. Tenía una preciosa fachada nameko blanca y negra y un
porche que rodeaba todo el edificio.
Aquel extravagante porche era toda una invitación para que los gélidos
vientos del invierno azotaran la casa, pero no le importaba. Estaba dispuesto a
pagar el precio por tal lujo.
Le encantaba el tacto de la balaustrada de madera nudosa; su superficie le
relajaba cuando apoyaba los brazos fatigados por el trabajo para escuchar el
gorjeo de los pájaros en la arboleda que había dejado en pie alrededor de la
casa. Los árboles eran otro lujo cuyo precio tampoco le importaba pagar. Le
habían aconsejado que los cortara por si los arrancaba de raíz para estrellarlos
contra el tejado de su casa alguno de los célebres tifones que asolaban Shimoda,
pero él había hecho caso omiso de las precauciones, porque la imagen de
82
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
83
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Tsurumatsu, dando vueltas sin parar en su intento por exorcizar los demonios
de la depresión?
84
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
desahogar con nadie más. Por alguna razón, esa idea le hizo sentirse menos
atrapado, menos solo.
Los baños públicos, oportunamente ubicados cerca del burdel, ya estaban
abiertos, así que entró en uno de ellos para refregarse a conciencia los excesos
de la noche anterior.
Estaba deprimido; en cierto modo se sentía como si hubiese traicionado a
Okichi, su prometida. Se dijo que era un sentimiento ridículo, debido más a la
fuerza de la costumbre que a la razón o al compromiso. Sin embargo, por más
que se frotó la piel en los baños no logró quitarse de encima la culpa y la mala
conciencia que le angustiaron el resto del día.
En cuanto estuvo de vuelta en la tienda de muebles se sumergió en su
trabajo y se dedicó a cortar, tallar y lijar como un poseso hasta altas horas de la
madrugada. Aquella noche se quedó hasta mucho después que el resto de los
trabajadores, que habían dejado sus puestos para ir a casa con sus familias, y ni
siquiera cenó.
Dejó para otro día las tareas más delicadas de tallar, pintar y diseñar. Hoy
estaba furioso consigo mismo y necesitaba una ocupación más dura y exigente.
No era un buen día para realizar trabajos creativos que requerían una mente
despejada y alegre.
La hora del almuerzo llegó y pasó sin que él dejara de trabajar. Horas
después levantó la cabeza y vio que el rostro ancho y bondadoso de Taiyo-san,
el dueño de la tienda, le contemplaba con el ceño fruncido.
Tsurumatsu era el empleado al que más estimaba Taiyo-san. A diferencia de
otros, no tenía una familia con la que volver a casa a toda prisa, y estaba
dispuesto a trabajar tantas horas como le aguantara el cuerpo. Irónicamente, era
el propio Taiyo-san quien a menudo le pedía que soltara las herramientas para
tomarse un descanso, pues le inquietaba la salud de aquel joven demacrado que
no parecía preocuparse de sí mismo.
Pero la cualidad más preciada de Tsurumatsu era que amaba su trabajo, y
lo demostraba con su exquisita destreza y sus imaginativos diseños. Los clientes
empezaban a reconocer sus habilidades y preguntaban por él, pero lo más
asombroso era que al joven ebanista no parecía importarle aquel
reconocimiento. Para ser alguien con tanto talento, no mostraba ninguna
ambición en particular ni parecía perseguir objetivo alguno. Tampoco se
esforzaba por exigir mayor remuneración o mejores condiciones laborales a
cambio de aquella popularidad en auge, por lo que tenía al jefe completamente
desconcertado.
Taiyo no sabía nada sobre el pasado de Tsurumatsu, pero sin embargo
percibía en él una soledad y una tristeza profundas.
Cuando llegó el oshogatsu11 compadecido de su excéntrico empleado, le
invitó a celebrar en su casa aquella noche con su familia, alegre y numerosa,
85
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
que estaba compuesta por una esposa de buen carácter y seis niños bulliciosos.
Entre todos, tenían ánimo festivo de sobra como para compartirlo con
Tsurumatsu.
Pero el joven no necesitaba que le recordaran cómo podría haber sido su
vida celebrando el oshogatsu con Okichi y los niños que nunca tendrían.
Rechazó la invitación con toda cortesía, alegando con un hilo de voz que tenía
que pasar el Año Nuevo con sus propios parientes, que habían venido a
visitarle desde Shimoda.
Sin embargo, cuando los empleados colgaron los adornos que ayudarían a
que el nuevo año fuera propicio y cerraron la tienda para una semana entera de
vacaciones, Tsurumatsu se fue a su habitación y se encerró en ella.
Allí pasó la Nochevieja en compañía de una botella de sake, a la espera de
que el último de los ciento ocho repiques del gigantesco gong del templo
cercano marcara la medianoche y el inicio de un nuevo año.
Tsurumatsu había decidido unirse a la muchedumbre que acudía al templo
a celebrar el ritual de medianoche en que se daba la bienvenida al Año Nuevo y
también a rezar para librarse de los problemas personales y la mala suerte.
86
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
87
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
88
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
89
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
90
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
91
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Tsurumatsu, con el corazón a punto de estallar por el peso del orgullo, las
emociones y las expectativas.
92
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
XI
93
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
94
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
preguntó por qué en su dulce rostro se veían aquellas arrugas que siempre se le
marcaban cuando se sentía insegura o preocupada por algo.
—Oh, no —repuso Okichi, confiada—. No tienes por qué preocuparte,
Naoko. Nada va a interponerse entre nosotros, esta vez no. Creo que ya hemos
sufrido bastante y que nos merecemos un poco de paz y alegría en nuestras
vidas.
Intentó borrar el gesto de preocupación del semblante de su amiga, pero
nada hacía sonreír a Naoko. Pasado un rato, Okichi se alejó de ella, resoplando
enfadada.
Se despertó una hora después y por un momento no pudo recordar dónde
estaba. El encuentro con Naoko le había parecido tan real que le llevó un rato
darse cuenta de que todo había sido un sueño y de que su amiga estaba muerta.
Se puso en pie y se sacudió las hierbas secas del kimono, pero tenía la
inquietante sensación de que Naoko se le había aparecido en sueños para tratar
de decirle algo.
Sintió un escalofrío al pensar en su amiga intentando hablarle desde el
mundo de los espíritus; tal vez quería protegerla de una nueva desgracia, pero
no, Okichi no podía salvar la brecha entre el mundo de los vivos y el de los
muertos, así que nunca sabría lo que Naoko había intentado decirle.
—Éste es un día feliz —pensó al fin—. Así que no pensaré en finales tristes
y trágicos.
Durante los siguientes meses todo fue perfecto para Okichi y Tsurumatsu;
parecía como si los años de trauma y separación jamás hubiesen existido.
Por primera vez Okichi tenía a alguien por quien cuidar la casa y preparar
(y envolver) elaborados platos de obento. Y como su satisfacción era tan
profunda, incluso conseguía controlar su adicción a la bebida.
Pero a veces, cuando los fantasmas del pasado regresaban para golpearla,
se iba a la playa a beberse una botella de sake. Después de hacerlo volvía a casa
achispada y con los demonios enterrados por un tiempo.
Si Tsurumatsu sospechaba algo, se calló de momento, pues la reconciliación
era aún demasiado reciente y frágil como para ponerla en peligro con
recriminaciones y reproches a la cara.
Pero aquello no podía durar: los años de miedos e incertidumbre habían
dejado huella en Okichi, que era incapaz de relajarse y entregarse por completo
a la apacible vida hogareña de sus primeros meses juntos.
En su interior acechaba un miedo profundamente arraigado: el temor a que
volvieran a arrebatarle todo y la sensación de que cuanto tenía no era sino un
préstamo que a la larga tendría que devolver. Nada de lo que Tsurumatsu dijera
o hiciese podía apaciguar aquellos temores.
Por fin, cuando la euforia de las tardes cálidas y entrañables del verano se
fue desvaneciendo con la llegada del otoño y, después, del crudo y frío invierno,
empezaron a aparecer las primeras grietas.
95
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
96
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
97
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
98
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
lado será lo más difícil que he hecho en toda mi vida, pero no hay otro camino.
Lo entiendes, ¿verdad?
—No. —Tsurumatsu negó con la cabeza—. No lo entiendo. No puedes
dejarme porque mi vida no es nada sin ti.
Él se negó a seguir discutiendo el asunto. Okichi supo que era inútil hacerle
comprender que no estaban destinados a vivir juntos y que debido a eso, por
mucho que se opusieran, al final no podían ganar.
Aquella noche prepararon una suculenta cena de sashimi, tempura y los
soba favoritos de Tsurumatsu, y comieron en el salón del tatami, reclinados
13
junto al calor del fuego. Estaban tan bien juntos que los ojos de Okichi se
llenaron de lágrimas al pensar en las nubes de tormenta que se formaban una
vez más sobre el horizonte de sus vidas. ¿Cómo podía estropearse algo tan
maravilloso, tan perfecto?
Tsurumatsu planteó la posibilidad de marcharse juntos de Shimoda y
empezar una nueva vida en algún otro lugar de Japón, pero Okichi no quiso
escucharlo. Él pertenecía a Shimoda; aquel lugar era su vida y ella no quería
arrebatárselo.
Más tarde, cuando todo acabó y las cenizas de Tsurumatsu reposaban en
una tumba mortecina y fría, Okichi se daría cuenta de que al rechazar aquella
opción había cometido otro error fatal, y de que por eso había muerto
Tsurumatsu y ella se había quedado sola, demasiado enferma en cuerpo y alma
para soportar la pesada losa de seguir viva.
Aquella noche Okichi rellenó su copa de sake una y otra vez, y Tsurumatsu
no hizo amago de detenerla. Aceptó que ella necesitaba ahogar su dolor con el
efecto adormecedor del alcohol, y como su necesidad era tan acuciante como la
de Okichi, se encogió de hombros, abandonó todo freno y la imitó.
Pasaron toda la noche bebiendo, sin sentirse ya limitados ni coartados por
la promesa de vivir felices juntos. Ése fue el inicio de otra fase en sus vidas, un
período desastroso por culpa de la bebida, un viaje imparable por el camino
que les llevaba a la autodestrucción.
Su relación parecía viajar en una sinuosa montaña rusa de discusiones
agrias y violentas provocadas por el alcohol, seguidas por momentos de
profundo arrepentimiento y lacrimógenas reconciliaciones. Okichi sabía que esa
montaña rusa no podía seguir rodando eternamente y que, tarde o temprano, se
quedaría sin vapor y acabaría derrumbándose en un montón de sueños rotos y
malos recuerdos.
El final se desencadenó el día en que Tsurumatsu bajó al centro de la
ciudad en busca de materiales para sus muebles y su amigo Saijo aprovechó
para pasar por su casa y hablar a solas con Okichi.
Okichi le preparó una infusión del preciado té de jazmín que aún
conservaba de sus días en el consulado americano, y esperó a que él hablara.
13 Sashimi: pescados crudos variados; tempura: pescado frito rebozado en harina; soba:
tallarines. (N. de la A.)
99
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
100
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
101
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
102
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
«Oh, Dios mío», pensó. «¿Y si la han atacado mientras paseaba por el
pueblo?».
Decidió salir a buscarla por los lugares que Okichi frecuentaba.
Primero bajó a la playa y la recorrió gritando su nombre, con el temor de
encontrarla tendida en el suelo, inconsciente o herida. Pero no había rastro de
ella.
Luego fue al cementerio y buscó la tumba de Naoko, donde iba a menudo
con flores, sobre todo cuando estaba nerviosa. Y los últimos días la había visto
muy alterada.
Pero tampoco encontró señal de ella, solo pájaros que volaban y se posaban
con cantos fantasmales sobre las lápidas negras y austeras. Tsurumatsu sintió
un escalofrío; gracias a Dios, no la habían herido y abandonado allí, en el lugar
de los muertos.
La buscó toda la noche, en la plaza de la ciudad y en el Yume sin hallar
rastro alguno de su amada. Quizá se habían cruzado y ella ya estaba de vuelta,
preparando una de sus excelentes cenas, con las mangas del kimono enrolladas
y las manos blancas de harina de la tempura.
Consolado por este pensamiento, Tsurumatsu regresó corriendo a casa
aguzando la vista con la esperanza de vislumbrar una esperanzadora luz
brillando a través del biombo de papel del salón del tatami. Pero no fue así; la
casa estaba tan oscura como la había dejado y, abatido, supo que ella no había
vuelto.
Siguió esperando durante toda la noche, y al llegar la mañana sin que
Okichi hubiese regresado, Tsurumatsu tuvo que afrontar el hecho de que ella le
había abandonado. Descubrió que faltaban la mayor parte de sus cosas y que el
resto estaba empaquetado y cuidadosamente apilado en el fondo de un oshire
sin usar. Okichi le había dejado, y no sabía dónde había ido ni por qué.
Pasó el resto del día repasando los acontecimientos de la jornada anterior,
tratando de averiguar qué había hecho para que ella se marchara. De pronto,
todo lo que ayer era tan importante, el hecho de haber conseguido encargos
para fabricar más muebles y, con ello, la oportunidad de salir adelante, ya no
importaba. Una vez más había perdido a Okichi y la vida se extendía vacía ante
él, sin una meta por la que esforzarse. Había llegado al final del camino y no era
capaz de seguir avanzando.
Cuando Okichi le dejó y se marchó a Mishima, Tsurumatsu sufrió un
cambio. Dejó de preocuparse de su negocio y apenas pasaba tiempo en el taller
del que se había sentido tan orgulloso. Empezó a beber más de la cuenta y
algunos días ni siquiera se molestaba en levantarse al salir el sol, pues no
encontraba motivos para despertarse.
Saijo estaba horrorizado al ver cómo Tsurumatsu se deterioraba física y
mentalmente, y se dio cuenta demasiado tarde de que había hecho lo peor para
su amigo al animar a Okichi a marcharse.
103
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
El ebanista bebía cada vez más, y nada de lo que Saijo dijera o hiciese sirvió
para detenerle, ni siquiera cuando su amigo se ofreció para buscar a Okichi y
convencerla de que volviera.
—No lo intentes —le replicó Tsurumatsu con amargura—. Se ha ido
libremente y por propia decisión. ¿Cómo fue capaz de coger sus cosas y
marcharse sin decir siquiera sayonara? Jamás imaginé que la mujer a la que
amaba no sólo carecía de honor y lealtad, sino que además era una cobarde.
Como dice el refrán, «la que se convierte en una geisha barata, siempre será una
geisha barata».
Saijo estaba muy asustado, pues nunca había visto al gentil y amable
Tsurumatsu tan hostil y amargado. Era como si ahora odiara a Okichi tanto
como antes la había amado, y el que hubiese salido una vez más de su
traumática vida lo consideraba la traición definitiva. Saijo decidió que era el
momento de contar a su amigo las verdaderas circunstancias por las que Okichi
se había ido de Shimoda con tanta precipitación.
—Tsurumatsu, no debes hablar tan mal de Okichi-san —dijo—. En
realidad, toda la culpa es mía. Yo la veía como una amenaza para tu carrera y tu
posición entre los vecinos de Shimoda, porque mientras siguieras con Okichi,
ellos continuarían evitándote. Me preocupaba mucho hasta qué punto afectaría
eso a un hombre tan trabajador y ambicioso como tú. Comprendí que la única
forma de que te liberaras del estigma de estar con Okichi y empezaras una
nueva vida era que ella te abandonase.
»Así que un día esperé a que te marcharas de casa y vine a sincerarme con
Okichi. Le dije que te estaba arruinando la vida y que, si te quería, tenía que
dejarte. Ahora veo lo equivocado que estaba, Tsurumatsu. Hasta ahora no me
he dado cuenta de que mientras tuvieras a Okichi nada te importaba: ni el éxito,
ni el reconocimiento, ni siquiera el honor. No os importaba sobrellevar una vida
humilde mientras estuvierais juntos. Nunca imaginé que pudieran existir un
compromiso y unos sentimientos tan profundos. Perdóname, Tsurumatsu-san.
Échame la culpa a mí, no a Okichi.
Por un momento, Tsurumatsu vaciló; quería creer las reconfortantes
palabras de su amigo. Luego, meneó la cabeza y soltó una carcajada sin alegría.
Le habían hecho daño demasiadas veces y ya no confiaba en nadie, ni siquiera
en Saijo.
—Sé que pretendes ayudarme, Saijo, pero no tienes por qué mentir para
amortiguar el golpe que he recibido. Nunca he significado tanto para Okichi
como ella para mí, y por eso ha sido capaz de abandonarme por segunda vez de
esa manera. Aunque logres convencerla de que regrese, nunca será lo mismo,
porque cada vez que vuelva a casa me preguntaré si se ha marchado de nuevo.
No, Saijo-san, me han herido demasiadas veces para intentarlo de nuevo.
Nada de lo que dijo Saijo logró convencer a Tsurumatsu de que decía la
verdad. Al final, lleno de remordimientos por lo que había hecho, se marchó de
aquella casa que tenía todos los postigos cerrados.
104
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
105
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
XII
Okichi viajó durante tres días y tres noches hasta llegar a Mishima sin
reparar en los baches del camino ni en la negrura amenazante de las noches, ya
que se había dejado la mente, el alma y el corazón en Shimoda. Sólo era el
caparazón vacío de su cuerpo lo que viajaba despacio sobre el carruaje que
traqueteaba alejándola cada vez más de Tsurumatsu.
Varias veces estuvo a punto de detener el carro y correr de vuelta a
Shimoda, con Tsurumatsu. Únicamente el recuerdo de las palabras de Saijo,
dolorosas pero ciertas, se lo impidió.
Durante el largo y oscuro viaje tuvo que convencerse a sí misma una y otra
vez de que estaba haciendo lo correcto. Tsurumatsu se sentiría destrozado una
temporada, pero después levantaría cabeza, como ya había hecho antes, y
continuaría su vida sin ella. Con el tiempo entendería que su decisión había
sido juiciosa y se lo agradecería.
Hasta podía casarse y tener los hijos que ella no había podido darle, hijos
que llevarían el apellido del que tan orgulloso se sentía. Al pensar en ello una
lágrima le cayó en el kimono y Okichi se quedó mirando cómo se extendía la
mancha de humedad, como si aquello le pasara a otra persona.
La propia naturaleza se había negado a concederle la maternidad que ella
tanto había deseado y que podía haber cambiado sus vidas.
Sopesó la posibilidad de saltar al suelo y dejar que las ruedas la aplastaran,
pero, una vez más, le faltó coraje. Así pues, siguió sentada en el carro y llegó a
Mishima tres días después, exhausta, llena de polvo y resignada a vivir el resto
de sus días triste y sola.
Buscando desesperadamente una razón aceptable de por qué no podía
conocer la paz en su vida, llegó a pensar que tal vez había sido tan malvada en
una existencia anterior que había renacido sólo para sufrir calamidades sin
límite.
106
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
107
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
cuerpos de hombre que necesitan a alguien que les cuide como una madre y les
diga mentiras tontas para halagar su vanidad».
Okichi era una maestra en el arte de decir a sus clientes las frivolidades y
banalidades que querían oír sobre ellos mismos. Al final de cada sesión, los
mandaba de vuelta a casa con sus maltrechos egos recuperados mientras ella
regresaba a su minúsculo cuarto desprovista de vida y dignidad, convertida en
un caparazón vacío que andaba y respiraba por obligación.
A veces, cuando no podía dormir, sacaba la caja lacada en negro que
contenía sus posesiones más preciadas y contemplaba los recuerdos de
Tsurumatsu que había traído consigo. Tenía una vieja fotografía suya, un
mechón de pelo negro y áspero que ella misma le había cortado y las dos copas
de dedal que habían usado para beber sake junto al kotatsu durante el invierno
anterior.
Tan sólo habían transcurrido unos meses desde su separación, pero a
Okichi se le antojaban años. En ocasiones, pensaba que todo el episodio de su
breve vida con Tsurumatsu en la idílica casa de Shimoda no había sido más que
un sueño, uno de los cientos de sueños que había creado para mantener vivo y
sagrado su amor por él.
Todos los días se repetía a sí misma que los recuerdos de Shimoda irían
desvaneciéndose poco a poco y que pronto podría alcanzar la paz interior que
durante tanto tiempo la había esquivado.
«Mañana será un día mejor», se decía cada noche cuando se disponía a
dormir.
Su vida podría haber sido más tranquila de no ser porque de cuando en
cuando llegaba algún cliente contando historias de Shimoda. Incluso una vez
oyó a alguien hablar de la «deshonra» de Shimoda, Tojin Okichi, la mujer que se
había vendido a los demonios extranjeros. Por lo visto, había traicionado a su
pueblo al liarse con el mismo hombre que había impuesto un tratado injusto a
Japón apoyado en la poderosa amenaza de los cañones.
El tono despectivo y ponzoñoso de aquel hombre hizo que ella se encogiera
y se marchara en silencio, rezando para que no la reconocieran.
Cuando eso pasaba, los fantasmas del pasado volvían a acosarla y Okichi se
refugiaba de nuevo en el mundo cómodo y poco exigente del sake.
Furiosa, enterraba su rostro avergonzado en la fría almohada de cáscaras
de arroz y granos crujientes. No entendía por qué la gente era tan cruel con ella.
¿Es que nadie se acordaba de que, cuando estaba felizmente prometida a
Tsurumatsu, la habían obligado a separarse de él y prácticamente la habían
encerrado en el despacho del gobernador hasta que accedió a irse con
Townsend Harris?
¿Acaso existía alguna mujer dispuesta a abandonar por propia voluntad la
felicidad y la satisfacción de un amor tan grande como el suyo a cambio de la
incertidumbre de una relación ilícita con un hombre que le triplicaba la edad?
¡Ah, cómo rechinaba Okichi los dientes cada vez que Harris la tocaba!
108
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
109
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
llevar una vida tan tranquila en Mishima, cómo no se le había pasado por la
cabeza que Tsurumatsu se derrumbaría tras su marcha de Shimoda.
Al final tuvo que reconocer que no había llegado a creer que el amor de
Tsurumatsu fuera tan fuerte como para llegar a ese extremo. Después de todo,
había pasado la adolescencia marcada por el recuerdo de las palabras de su
madre: «Ninguna mujer es imprescindible para un hombre».
Así que sabía que él la olvidaría pasado el tiempo y que encontraría la
felicidad con otra mujer.
¡Pobre Tsurumatsu! Nadie, ni siquiera la propia Okichi, había creído en la
pureza y la lealtad de su amor. ¡Y ahora estaba muerto!
—Okichi, Tsurumatsu ha muerto —fueron las primeras palabras de Saijo—.
Fue hace pocos días.
Okichi cayó al suelo. De pronto, sus piernas se habían vuelto demasiado
débiles para soportar siquiera su frágil cuerpo. Por un momento pareció que el
tiempo se detenía, aquel silencio paralizante roto tan sólo por el chirrido de sus
uñas arañando el tatami.
Después, Okichi dejó escapar un gemido, tan inhumano y escalofriante que
a Saijo se le erizó el vello de la nuca.
—¿Tsurumatsu muerto? No, no, Saijo, ¡dime que no es verdad! —gritó
golpeándose el pecho—. Me prometiste que las cosas le irían mejor si yo me
marchaba de Shimoda. ¿Cómo pueden haberle ido mejor si está muerto?
—Lo sé, lo sé, Okichi —susurró Saijo—. Pero me equivoqué. ¿Cómo puedo
expresarte lo mucho que lamento mi error?
—Entonces es cierto. Tsurumatsu está muerto —dijo por fin Okichi. Su voz
sonaba con una calma innatural y su rostro se veía blanco, sin rastro alguno de
color.
Saijo asintió.
—Cuando te marchaste, se vino abajo. Creyó que le habías dejado porque
no le amabas lo suficiente para soportar la clase de vida que él podía ofrecerte.
Intentó odiarte, pero no pudo, así que dirigió su necesidad de odio contra él
mismo. Usó el alcohol para flagelar su cuerpo y eso le llevó a la tumba antes de
tiempo. Al principio me dije a mí mismo que era una fase temporal para
superar su pérdida, y que, una vez pasada, Tsurumatsu sería un hombre más
feliz. Pero las cosas fueron a peor, como si hubiese perdido las ganas de vivir.
»Fue entonces cuando me di cuenta de lo equivocado que estaba. Pensé en
venir aquí a suplicarte que volvieras con él, pero no tenía valor para confesarle
a mi amigo lo que había hecho. Todos los días me decía a mí mismo que se lo
diría al día siguiente, y luego al otro... Pero no lo hice hasta que fue demasiado
tarde. Tienes razones de sobra para odiarme, Okichi-san, pues os juzgué mal a
ti y a Tsurumatsu, y además fui demasiado cobarde para salvar a mi propio
amigo cuando tuve la ocasión.
Se detuvo un momento, embargado por la emoción.
110
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Aquella noche soñó con Tsurumatsu por primera vez en varias semanas.
Nunca le había visto así, con la cara surcada de arrugas y un amargo gesto de
odio. Al verla, sin embargo, sus arrugas desaparecieron y volvió a ser el joven,
apuesto y tierno Tsurumatsu. Pero le decía cosas que ella no quería oír, así que
se tapó los oídos para acallar sus palabras. Mas, como Tsurumatsu siempre
había tenido una voz fuerte y clara, le fue imposible no escucharlas:
—Okichi, no vuelvas a Shimoda. Allí ya no puedes hacer nada por mí. En
Shimoda te despreciarán por culpa de la maldición de Tojin Okichi. Quédate en
111
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
112
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
113
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
resguardada del azote de la brisa del mar por el armazón de madera del
cobertizo.
Al día siguiente volvió a la casa de Tsurumatsu, pues sabía que Saijo no
tardaría en acudir para llevarla al lugar donde se encontraba la tumba.
Desesperada, intentó sacar agua del pozo, que ahora estaba cubierto de
maleza. No podía presentarse ante Tsurumatsu con aspecto de mendiga, pues él
siempre había sido muy exigente en la higiene personal, uno de esos pequeños
detalles que a ella tanto le gustaban de él, que siempre olía muy bien, como la
hierba fresca de los bosques que tanto amaba y la madera que trabajaba en su
ebanistería. De repente, la invadió un doloroso anhelo de volver a sentir el
aroma y el tacto de Tsurumatsu.
Okichi encontró en el oshire un viejo kimono, el del alegre estampado azul y
blanco que se había puesto para el último festival de verano, antes de que la
enviaran con Townsend Harris. Tsurumatsu lo había guardado planchado y
doblado con gran pulcritud, y Okichi hundió la cara entre sus perfumados
pliegues recordando la última vez que lo había usado.
Se lo pondría una vez más para ir a la tumba de Tsurumatsu, pues de todos
los kimonos de verano de Okichi, aquél era su favorito. Sin duda, se alegraría
de verla con él.
Entonces recordó que Tsurumatsu solía comparar sus mejillas con el brillo
rosado de su fruta favorita, el melocotón.
—Tengo que ir al pueblo a comprar melocotones —le dijo a Saijo—. Era la
fruta preferida de Tsurumatsu.
Pero Saijo le suplicó:
—No, no, quédate aquí, Okichi. Deja que vaya yo a comprarlos.
En Shimoda había amigos y parientes de Tsurumatsu que echaban la culpa
de su muerte a Okichi y sus costumbres libertinas, y Saijo estaba convencido de
que si iba al pueblo la vapulearían sin piedad.
Tsurumatsu había sido incinerado y, al haber muerto soltero, sus cenizas se
hallaban en el sepulcro familiar, en el cementerio del templo de Todenji.
Okichi se quedó largo rato ante aquella lápida nueva de color gris,
susurrando:
—Yo te he hecho esto, ¿verdad? No importa lo que digas, sé que tengo la
culpa de que estés aquí sin esposa ni hijos que te lloren.
Entonces se desplomó. Sus lágrimas dejaban manchas oscuras sobre la
piedra áspera de la tumba, y su cuerpo se agitaba y temblaba con violencia por
la intensidad de su pena.
Saijo escuchaba sus gemidos y lamentos, pero sabía que no podía hacer
nada por ayudarla. Tendría que soportar por sí sola aquel sufrimiento.
Entonces, desde el otro lado de la sima que separa la vida de la muerte,
Okichi sintió que Tsurumatsu la alcanzaba, ofreciéndole consuelo y
prometiéndole que un día se tendería un puente sobre el abismo que había
114
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
entre ellos y que volverían a encontrarse. Y ella pudo aceptar al fin que, hasta
que llegara ese día, la vida tenía que continuar.
115
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
XIII
116
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
117
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
118
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Saijo, por su parte, sabía que jamás se iba a recuperar de aquel revés, pues
tenía la certeza de haber destruido sin darse cuenta las vidas de Tsurumasu y
Okichi por un juicio erróneo que no había tenido el valor de reconocer mientras
hubo tiempo. En el fondo, dejó de frecuentar a Okichi porque no era capaz de
enfrentarse a la evidencia del daño ocasionado.
A partir de ese instante ya no hubo nada que pudiera frenar la espiral de
autodestrucción en que cayó la vida de Okichi, que estaba totalmente fuera de
control.
En el otoño de 1890, el Anchoku-Ro se había venido abajo porque su
propietaria, Tojin Okichi, solía estar demasiado borracha para ocuparse de él.
Le atemorizaba lo que ocurría y prefería fingir ignorancia a fin de poder creer
que todo iba bien en el local.
Echó a cajas destempladas a Miki, uno de sus colaboradores más fieles,
cuando le advirtió con suma sutileza de los repetidos hurtos en la caja
registradora que habían cometido otros empleados.
Al final, Miki se encogió de hombros y pensó: «Teniendo en cuenta que ella
no se preocupa por el Anchoku-Ro, más me vale entonces unirme a los
ladrones».
Okichi no tardó mucho en darse cuenta de que tenía que enfrentarse al
hecho de que la taberna estaba en una situación tan precaria que no se podía
hacer nada para salvarla. El deterioro del servicio y el número en aumento de
reyertas de borrachos en el local había espantado a casi todos los buenos
clientes, incluso a los juerguistas más acérrimos. Noche tras noche, sólo se
percibía la monotonía de una taberna que había conocido días mejores.
A Okichi le entró el pánico cuando vio que el negocio se venía abajo.
Entonces, decidió acudir enseguida en busca del consejo y la ayuda de Saijo.
Rezó porque estuviera en Shimoda mientras recorría presurosa el kilómetro
escaso que había hasta su casa.
«Saijo sabrá qué conviene hacer; ha de saberlo porque no tengo a nadie más
a quien recurrir», decía para sí mientras el frío de la primera helada del otoño se
le metía dentro del cuerpo.
Se había vuelto a olvidar el chal, y estaba segura de que terminaría
pagando el precio de ese despiste más tarde, como así ocurrió, cuando otro tipo
de frío muy distinto traspasó su cuerpo.
Okichi jadeó. ¿Por qué se había sentido últimamente tan débil, tanto de
cuerpo como de ánimo? ¿Por qué le costaba tanto dar cada paso, incluso
respirar? ¿Por qué le dolía el cuerpo de tantas formas extrañas?
Okichi suspiró aliviada al ver a lo lejos la casa de Saijo. Había un tenue
resplandor en las ventanas, lo que significaba que él estaba allí y la ayudaría a
encontrar una solución.
Estaba tan cansada que necesitaba un hombro fuerte sobre el que apoyarse.
Saijo no la rechazaría porque había sido el amigo de Tsurumasu, su hermano de
119
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
sangre. Su cerebro torturado sintió un cierto alivio por primera vez en semanas
al pensar que la ayuda se encontraba ya cerca.
Acarició tiernamente el pesado llamador de madera antes de golpearlo
contra la puerta principal. Tsurumasu lo había hecho para Saijo y Okichi
recordaba las horas que él había pasado tallando aquella magnífica pieza de
arte a partir de un amorfo trozo de madera. Recordó el día en que se lo había
mostrado.
—No es vulgar, ¿a que no? —le había preguntado con ansiedad—. El
llamador de la puerta principal es muy importante porque es la primera
impresión que un visitante tiene de la casa. ¿Crees que le gustará a Saijo-kun?
Había temido que el extravagante Saijo considerara su regalo demasiado
simple y falto de imaginación.
Okichi se había reído, se lo había quitado y lo sostuvo en alto sobre su
cabeza. Luego, le tranquilizó:
—No te preocupes tanto, Tsurumatsu. A Saijo le encantará, te lo aseguro.
Además, aparte de todo, es un don del corazón, y eso es lo que cuenta.
Ella lo acarició de nuevo mientras esperaba a oír los pesados pasos de Saijo
y a que apareciera su gruesa figura, digna de confianza. No vino, y en su lugar
escuchó los ligeros pasos deslizantes de una mujer.
Okichi se estremeció. ¿Estaba casado? Sintió un pánico familiar. Las
mujeres de Shimoda la habían ridiculizado durante años y no sabía cómo
manejarlas. Quiso huir, pero se había quedado petrificada y no era capaz de
moverse.
Y entonces fue demasiado tarde porque la puerta se abrió suavemente y
asomó una esbelta joven.
Se llevó las manos a la boca en cuanto vio a Okichi y palideció como si
hubiese visto una aparición.
—¡Tojin Okichi! —contestó la muchacha con un hilo de voz—. Vete, no
vengas a alterar nuestra paz, no eres bienvenida aquí.
—Por favor, debo hablar con Saijo-san —suplicó Okichi—. No pretendo
causar daño alguno a ti ni a tu familia. He venido a verle sólo por asuntos de
negocios.
—No. —La joven frunció los labios y su semblante inflexible adquirió una
extraña dureza fuera de lugar en un rostro tan joven y tierno—. Soy su esposa, y
no voy a permitir que hables con mi marido. Está de viaje, así que por favor,
vete y déjanos en paz, Tojin Okichi.
En el interior de la casa sonó una voz que Okichi reconoció como la de
Saijo:
—¿Quién es, Keiko? ¿Hay alguien que quiera verme?
—No —le respondió su esposa—. Nadie que tú conozcas. Sólo es un
vendedor ambulante que intenta colocarnos algo que no necesitamos.
120
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Dicho esto, la mujer de Saijo cerró la puerta tan violentamente que Okichi,
que se había apoyado en ella para sujetarse, salió despedida y cayó de espaldas
sobre el camino de tierra entre una nube de polvo y suciedad.
El viejo y conocido sentimiento de ira reprimida por este injusto rechazo la
invadió y empezó a sollozar. Sus lágrimas cayeron al suelo y dejaron a su
alrededor un rastro sucio e insignificante.
«No soy mejor que este fango donde me encuentro y al que pertenezco, así
que estoy donde debo, humillada en el barro», sollozó. Pero nadie la escuchó y
tuvo que enfrentarse a la dura situación de que incluso había perdido a Saijo.
De allí en adelante, estaba sola de verdad.
Las palabras de la mujer de Saijo volvieron flotando hacia ella: «... sólo es
un vendedor que intenta colocarnos algo que no necesitamos...».
Aquellos términos tan cortantes querían clasificarla en la categoría de esos
bienes de baja calidad que a nadie le hacen falta, y le hirió tanto que no podía
parar de llorar.
Bastante más tarde, cuando el flujo de las lágrimas se detuvo un poco, se
levantó y trastabilló hacia el templo Todenji, donde permaneció arrodillada ante
la tumba de Tsurumatsu durante horas, hablándole.
—¿Debería terminar ahora con todo? —le preguntaba una y otra vez—.
Porque no sé cómo voy a poder seguir.
Pero como ya había ocurrido con anterioridad, una vez que se enfrentaba al
hecho de quitarse la vida, le fallaba el valor y se sentía incapaz de hacerlo.
Sintiendo repulsión por su propia debilidad y falta de coraje, se arrastró de
vuelta al Anchoku-Ro y se tambaleó hasta la habitación del tatami, sin soltar la
botella de sake. No paró de beber hasta que sus manos estuvieron demasiado
débiles y torpes para llevarse la copa a los labios.
Cuando recuperó el sentido al día siguiente, Okichi supo lo que debía
hacer. Tenía que recortar sus pérdidas, cerrar la taberna y mudarse.
Pero precisamente porque no tenía a dónde ir, permaneció en la pequeña
habitación contigua al genkan del Anchoku-Ro mucho después de que hubieron
pasado sus días como próspera casa de bebidas.
Los habitantes de Shimoda se habituaron a verla sentada en las escaleras de
la entrada del Anchoku-Ro, donde bebía y tocaba sin ton ni son el samisen,
llenando el aire con sus leves y encantadoras melodías. Algunas veces se la veía
vagabundear por las calles de Shimoda, con el pelo flotando en una nube
espectral sobre sus hombros. Entonces, todos sabían que se encaminaba al
templo Todenji para visitar la tumba de su amante.
Rara vez volvió Okichi a mirarse al espejo, porque no quería saber qué
aspecto tenía. Los años de abusos habían hecho estragos en ella y habían vuelto
su pelo, que una vez fue una adorable nube negra y reluciente, en una maraña
grisácea y mate. La bebida, el dolor continuo y una existencia sin sentido fueron
apagando el brillo de sus ojos, que antaño habían sido dos gemas
deslumbrantes.
121
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
122
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
trajo el pavoroso mensaje de que necesitaba una cuantiosa suma de dinero para
las hierbas y las medicinas, además del sustento necesario para continuar
viviendo, dinero que ya no tenía.
«Prefiero morir que mendigar a la gente de Shimoda», se dijo a sí misma
con fiereza.
Lo había perdido todo, excepto su orgullo y su dignidad, y necesitaba
aferrarse a ellos a toda costa, incluso si eso significaba que debía morir por
conservarlos. Habría querido terminar antes con su vida, pero siempre había
encontrado un motivo para no hacerlo. Primero había sido el Yume, después
Naoko, Tsurumatsu y, finalmente, el Anchoku-Ro. Ahora ya no quedaba nada, y
su vida había alcanzado ese punto en que tenía más razones para morir que
para continuar adelante.
Okichi comprendió que la enfermedad, una existencia sumida en la
pobreza y una enorme soledad para la que jamás encontraría alivio le habían
permitido superar el miedo a quitarse la vida y a la incertidumbre sobre dónde
iría a parar después de que todo acabara.
Conforme pasaban los días, se obsesionó con la muerte y los planes para
lograrla. El modo «honorable» de suicidio para los japoneses, el seppuku,
consistente en destriparse con una espada, era demasiado violento, y Okichi,
que nunca había sido capaz de herir a un ser vivo, se echaba a temblar sólo de
pensarlo. También le quedaba la alternativa de ahorcarse, pero ella quería morir
en paz y con el rostro indemne.
Fue entonces, mientras sopesaba las diferentes opciones, cuando volvieron
a acosarla aquellos sueños en los que ingentes cantidades de agua la engullían y
la arrastraban hacia su vacío negro, huero y en paz. El sueño regresaba una
noche tras otra como si le enviara un mensaje, hasta que ella dijo:
—Claro, así moriría con el sonido del agua en mis oídos.
Entonces, los recuerdos de su dilatada relación con el mar volvieron a ella
como una marea.
«¡Qué felices éramos Naoko y yo cuando jugábamos con las olas en la
playa! Las olas nos cubrían los pies y las gaviotas chillaban sobre nuestras
cabezas», rememoró con nostalgia.
De niña, el mar y la playa habían sido para ella su refugio particular
cuando necesitaba escapar de aquellas casas atestadas de familiares, delgadas
paredes de papel y de puertas sin cerraduras.
Y en la primavera y el verano de 1855, cuando Tsurumatsu la había
cortejado, la orilla del mar y sus hermosos sonidos le habían aportado el telón
de fondo perfecto para sus citas románticas.
Después de todo, incluso cuando sólo había habido oscuridad en su vida, la
playa fue siempre el lugar adonde ella corría en busca de consuelo ante su
vergonzosa posición cuando vivía en el consulado americano como Tojin
Okichi.
123
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
124
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
125
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Vio también a Tsurumatsu, cuyo amor había sido grande y trágico. La pena
de la separación, el reencuentro y la pérdida final fueron tan vividos que se
estremeció debido a su intensidad. Tsurumatsu, que había permanecido joven
para siempre ya que nunca tuvo la oportunidad de envejecer. Cuántos planes
habían hecho y cuántos sueños habían tenido sobre su vida en común y los
hermosos hijos que iban a engendrar, y con qué crueldad habían sido
aplastados esos sueños. Y todo debido a que alguien investido de un gran poder
la había visto saliendo de un ofuroyasan.
Había ido asumiendo la realidad de su enorme belleza conforme crecía.
Primero se sintió poco merecedora de ella, incluso turbada, y no dejaba de
preguntarse por qué se le había concedido a ella y qué precio iba a tener que
pagar.
Y al final, esa hermosura había causado estragos en su vida hasta terminar
destrozándola, y después la había dejado como estaba ahora, enferma, con el
cuerpo y la mente quebrantados, y despreciada. ¿Para qué le había servido?
Su padre había tenido mucha razón cuando le dijo que si uno era pobre, sin
la protección de una familia rica y poderosa que pudiera negociar las alianzas
apropiadas, convenía más nacer simple y común, con un destino poco
importante, que nacer hermoso.
Ella había perdido a todos los que había amado y al final se había quedado
sola y abandonada, para lamentar su desaparición. Pero ahora todo se iba a
arreglar porque iba a reunirse con ellos, que la esperaban, y al fin iba a
encontrar el calor y la protección en sus brazos. Podía ver los espíritus de todos
ellos a su alrededor, le hacían señas para que acudiera a su mundo, donde no
había dolor ni rechazo, ni ira ni amargura, sólo paz y amor.
Okichi se levantó lentamente y comenzó a caminar hacia el mar. Sonreía
mientras el agua la rodeaba y se alzaba sobre ella, abrazándola en su nido.
Podía ver de cerca los rostros de todos sus seres queridos: Naoko, sus padres,
Tsurumatsu... Todos le tendían las manos y se estiraban hacia ella...
—Unos pasos más y estaré en casa —suspiró mientras el agua inundaba
hasta el último rincón de su cuerpo y se llevaba el hálito de vida que le
quedaba.
126
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
127
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
Epílogo
128
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
129
Rei Kimura El pabellón de las lágrimas
130