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I.

UNA VISIÓN DEL CONTEXTO PARA LOS CENTROS REGIONALES DE


LA UACH

César Adrián Ramírez Miranda


Renato Zárate Baños

Introducción

El presente documento propone un marco de referencia a los trabajos del IV


Congreso Resolutivo del Sistema de Centros Regionales Universitarios, desde una
perspectiva histórica y mundial que permita comprender los significados de la
coyuntura actual y, sobre todo, las tendencias que se abren para la agricultura
mexicana. Desde luego, al tratarse de un asunto tan complejo y dinámico, lo que
aquí se exponen son hipótesis de trabajo para buscar una lectura de nuestra
realidad que nos permita establecer horizontes más o menos definidos para
nuestro trabajo de los próximos años.

Lo aquí planteado recoge ideas previas presentadas en la reunión macroregional


realizada en junio del presente año en Mérida y discutidas posteriormente con los
compañeros del Centro Regional del Anáhuac, pero sobre todo está matizado por
las reflexiones académicas en torno al centenario de la revolución mexicana que
realizamos un conjunto amplio de profesores de Centros Regionales. Ello no es
gratuito, pues además de proponer que ahora –como hace cien años- vivimos una
época de conflicto y cambio acelerado, queremos llamar la atención sobre las
responsabilidades que de esta circunstancia se derivan para la comunidad
académica del Sistema de Centros Regionales.

En consecuencia, ponemos a consideración en este escrito la siguiente tesis: al


iniciar el siglo XXI existe un proceso de fragilización de los espacios rurales que
significa un grave retroceso en las condiciones de vida que los hombres y mujeres
del campo conquistaron durante la primera mitad del siglo XX, y constituye un
obstáculo para la viabilidad de un proyecto nacional que en el presente siglo sea
capaz de, impulsar el desarrollo económico y social en el medio rural que pueda
desplegarse con soberanía, equidad, democracia y sustentabilidad.

1
En congruencia con esta tesis deberemos preguntarnos colectivamente si
tenemos la voluntad y las condiciones para contribuir a la construcción de un
nuevo proyecto de nación que incluya como uno de sus ejes fundamentales el
fortalecimiento de los espacios rurales y la revaloración de la agricultura. Damos
por sentado que existe una base de información suficiente en el personal
académico de centros regionales en torno a los hechos más recientes y relevantes
de la coyuntura política nacional: declaración de emergencia fiscal, recortes a la
educación pública, endurecimiento político del régimen, hegemonía de las
empresas transnacionales, principalmente.

Primera aproximación histórica

Una somera recapitulación sobre los rasgos más gruesos que definen al siglo XIX
mexicano, permite caracterizarlo como el traumático espacio de construcción del
Estado Nación. También podemos sostener que el siglo XX fue el de la búsqueda
de la justicia social y el desarrollo, en correspondencia con el escenario mundial
en el que se pusieron en juego las grandes utopías. En cambio, la primera década
del siglo XXI encierra en nuestro país datos y señales propios del siglo XVIII
novohispano en términos de polarización social, restitución de privilegios a
sectores oligárquicos, desarticulación del tejido social, predominio de los poderes
fácticos, exclusión de vastas capas de la población y ausencia de un proyecto
nacional, principalmente y mutatis mutandi.

El campo mexicano, cuna y escenario de las principales transformaciones sociales


y económicas de la primera mitad del siglo XX, es uno de los espacios más
dañados por las políticas neoliberales y son magros los avances logrados en todo
un siglo en términos de equidad y soberanía alimentaria en la escala regional, aún
sin considerar los costos ambientales en un siglo volcado hacia la concentración
urbana y la industrialización.

No obstante lo anterior, el campo mexicano se muestra como un espacio con


condiciones suficientes para contribuir a la construcción de un proyecto de Nación
que haga viable el tránsito de nuestro país hacia un futuro con alimentos sanos
producidos por los campesinos y empresarios agrícolas mexicanos; con un

2
mercado interno fortalecido; con equidad social y menos pobreza; con democracia
y sin ciudadanos de segunda en el campo; con sustentabilidad e intercambios más
justos entre el campo y la ciudad.

Por ello, al resaltar las grandes asignaturas que siguen pendientes para nuestro
país después de un siglo de profundas transformaciones que, pese a todo, no se
han logrado traducir en la equidad, la democracia y la soberanía, destacamos la
necesidad de un replanteamiento de las políticas públicas hacia el medio rural,
que necesariamente debe acompañarse de un viraje en el estilo de desarrollo y de
una revaloración nacional de la agricultura, como condición para pensar el
desarrollo sustentable en México. Al mismo tiempo, desde las unidades de
producción, las comunidades, las organizaciones de productores y las regiones, se
requiere impulsar el fortalecimiento y multiplicación de experiencias diversas con
los contenidos planteados, de manera que las políticas puedan irse encontrando
con los procesos construidos desde los espacios locales y regionales, y en el
entendido de que desde estos espacios se hace posible la construcción de
opciones más sustentables para los habitantes del medio rural y para la
humanidad entera.

En suma, el reto inmediato en este siglo XXI es empezar a convertir a la


agricultura, en su acepción más amplia, en un sustento para un nuevo estilo de
desarrollo, en el contexto del cambio de fase del capitalismo mundial. Y en esta
dirección deberían ubicarse nuestros modestos esfuerzos como universitarios.

Para concluir este apartado, vale destacar que el esfuerzo modernizador del
liberalismo porfirista, empeñado en aprovechar las ventajas comparativas y los
vastos recursos naturales del país, quedó finalmente obturado por una estructura
social sumamente rígida y polarizada que impedía ampliar el mercado interno, así
como por la vulnerabilidad frente a las fluctuaciones del mercado internacional de
las materias primas.

No es este el espacio para establecer una narrativa del desmantelamiento del


viejo régimen por las masas campesinas y el gobierno cardenista; preferimos en
cambio atender a la situación actual del campo mexicano, para resaltar la

3
hipótesis de que si el proyecto neoliberal logra prevalecer en nuestro siglo, los
cincuenta años durante los cuales la agricultura jugó un papel sustantivo para el
país, y la producción campesina un lugar central, constituirán, a fin de cuentas y
pese a los innegables avances productivos alcanzados, sólo un largo e infructuoso
paréntesis entre nuestra época y el porfiriato, en términos de equidad, soberanía y
democracia. Y desde esta perspectiva la existencia de Chapingo como proyecto
de educación pública emanado de la revolución también habrá sido en vano.
Considérese, en este contexto, que en pleno siglo XXI en México persisten formas
porfirianas de explotación y está incumplida la demanda del sufragio efectivo. Así,
las nuevas tiendas de raya en Guanajuato y los peones acasillados en
plantaciones cafetaleras y bananeras de Chiapas y Tabasco, además de un
sistema político con instituciones al servicio de la oligarquía, nos indican la
magnitud de las tareas que como país tenemos por delante.

La vulnerabilidad del campo mexicano y el fracaso de la ecuación neoliberal

El campo mexicano después de un cuarto de siglo de políticas neoliberales,


precedidas de cinco décadas de desarrollismo industrializador, se caracteriza
actualmente como un espacio fragilizado en sus dimensiones ambientales,
productiva, social e institucional.

Visto desde la perspectiva ambiental el espacio rural de nuestro país se distingue


por la degradación acelerada de los recursos naturales: pérdida de la masa
forestal, erosión de los suelos, contaminación de los ríos y cuerpos de agua,
alteración del ciclo hidrológico, erosión del material genético y una notoria
vulnerabilidad a los fenómenos meteorológicos derivados del cambio climático.

Desde el ángulo productivo el campo mexicano muestra su complejidad y los


saldos de las políticas que pretendieron modernizarlo. Es abrumador el predominio
del agronegocio transnacional y del capital comercial, la desestructuración de las
cadenas productivas y la pérdida de la soberanía alimentaria; frente al complejo
entorno sectorial se verifica la desagriculturización de las unidades campesinas, y
como testimonio de la fracasada modernización resurgieron el usurero y el coyote,
protagonistas de la exacción campesina en la etapa desarrollista.

4
En lo tecnológico podemos encontrar en el campo mexicano aplicaciones
biotecnológicas y hasta cibernéticas, pero el hecho más relevante es el
agotamiento del modelo insumista, la regresión tecnológica derivada de las
estrategias defensivas de las unidades de producción campesinas y la
persistencia de la llamada tecnología tradicional.

En la dimensión sociocultural se destaca el aumento de la pobreza rural, la


exclusión de amplios sectores sociales, la feminización de los espacios rurales, el
aumento del narcotráfico y la delincuencia, el surgimiento de movimientos
particularistas de resistencia, la erosión cultural y la pérdida de tradiciones, el
surgimiento de las nuevas identidades, el fortalecimiento de localismos. Pero sin
duda el elemento que articula y caracteriza al medio rural es la emigración
(Quilaqueo y Ramírez, 2006).

Finalmente en la dimensión institucional la situación puede resumirse señalando


que hay un cambio institucional inconcluso, caracterizado por una suerte de
desvanecimiento organizativo y la ausencia de gobierno en amplias franjas del
mapa rural, así como de instituciones en áreas tan relevantes como la asistencia
técnica, desmantelada durante la década de los noventa.

Ha sido ampliamente documentado que en nuestro país la apertura comercial y la


desregulación institucional tuvieron un carácter unilateral, drástico, violento e
indiscriminado, prácticamente sin ningún mecanismo de contención y transición.
Por ello la percepción de que a los campesinos el gobierno les habría declarado
una suerte de guerra interna.

El hecho es que lo que hemos llamado la ecuación neoliberal para la


modernización de la agricultura mexicana (Ramírez, 1997), consistió en términos
llanos en una limpia de terreno para buscar la consolidación de una agricultura
agroexportadora sustentada en la gran propiedad privada. La ecuación fue muy
simple: se abrieron las fronteras mediante la incorporación de México al GATT en
1986, con lo que los agricultores mexicanos se obligaron a vender más baratos
sus productos; al mismo tiempo, el desmantelamiento del sistema de apoyos al
campo se tradujo en el aumento de sus costos de producción, de manera que

5
ambos elementos dieron lugar a la caída de la rentabilidad en prácticamente todas
las ramas de la producción agropecuaria.

La ecuación neoliberal consideraba que una vez doblegada la viabilidad


económica de los productores, sólo era necesario reformar el marco legal para
que estos se desprendieran de sus tierras y abrieran paso a una concentración de
la propiedad rural, tecnológicamente positiva en tanto condición para generar
economías de escala y para hacer fluir las inversiones privadas al sector.

Con todo ello, la ecuación neoliberal derivó en un rotundo fracaso, en gran medida
porque la emigración y los flujos de remesas funcionaron como resguardo de la
economía rural y soporte de las estrategias campesinas de sobrevivencia.
Subjetivamente los hombres del campo se negaron a desprenderse de la tierra
que habían conquistado sus padres o abuelos, y objetivamente las familias
contaron con recursos líquidos para abortar la ecuación neoliberal. En
consecuencia, los principales objetivos de la modernización del sector quedaron
lejos de alcanzarse1.

En efecto, la esperada inyección de nuevos y mayores capitales al campo y la


estructuración de grandes unidades productivas eficientes y competitivas no se
materializó; se profundizó la polarización en el medio rural, entre un pequeño
sector empresarial “exitoso”, conectado a los circuitos exportadores y una gran
masa de productores que apenas sobrevive; la pobreza aumentó y se consolidó
estructuralmente como destino de una parte importante del gasto público; la
productividad de los cultivos básicos se estancó; la pérdida de empleos ha sido

1
En un informe del Banco Mundial de 2005 se declara que en México, cerca del 35 %, -unos 7.3
millones de personas - de la población rural no percibe lo suficiente para adquirir la canasta básica
de alimentos, cifra muy por encima del 20% del promedio nacional y el 11% en áreas urbanas. Ello
se ve reflejado tanto en las tasa de pobreza que apenas ha bajado de 57 % a 54 % desde el año
1989 a la fecha, como en la tasa de indigencia que ha aumentado en medio punto desde dicha
fecha, situándose en la actualidad en 28.5 %.

6
ostensible e irreversible2; y la creciente y explosiva migración de trabajadores y
productores rurales a Estados Unidos se profundizó.

Crisis alimentaria y perspectiva mundial histórica

El aumento de los precios de la canasta básica desde 2007 y el comportamiento


de los precios internacionales de los granos durante 2008 complejizan aún más la
situación del campo mexicano en esta primera década del siglo XXI, toda vez que
el país ha perdido la soberanía alimentaria. Se cumplen así las profecías
largamente anunciadas y vastamente documentadas sobre las consecuencias de
abandonar la agricultura a las fuerzas del mercado.

En efecto, por citar sólo un dato en esta coyuntura de precios agrícolas altos,
deben considerarse las consecuencias fiscales de que la tasa de dependencia de
las importaciones de granos básicos sea en promedio del 40%, de manera que el
31% del consumo nacional de maíz es importado. Así, aunque México ha logrado
ventajas competitivas con el TLCAN en algunos productos hortofrutícolas y
pesqueros, se estima que son sólo 100,000 los productores beneficiados por su
capacidad exportadora.

La situación del campo mexicano debe ser ahora vista y atendida desde una
perspectiva interdisciplinaria y considerando un conjunto de relaciones complejas
que involucran, entre otros, elementos como la política energética y alimentaria de
los Estados Unidos, el predomino de las grandes empresas agroalimentarias en
los mercados internacionales, el encarecimiento de los combustibles fósiles y la
búsqueda de energéticos alternativos, el crecimiento de la demanda de granos por

2
De acuerdo con varios informes nacionales (estudio de BANAMEX-CITIGROUP, INEGI, Banco de
México, Secretaria de Agricultura) durante 2004 se perdió un 36 % de los empleos en el medio
rural (respecto al año anterior). El sector agropecuario aporta no más del 5.1% del PBI nacional,
pero de estas actividades dependen a lo menos el 25 % de la población del país (alrededor de 26
millones de personas); el salario promedio en el medio rural ha permanecido los últimos 3 años un
30% por debajo del promedio mínimo nacional; los beneficios que ha generado el TLC desde su
firma a la fecha, que ha elevado el comercio exterior agrícola desde 5,500 millones de dólares a
mas de 15,200 millones, no han llegado a la gran mayoría de la población rural (La Jornada, 12
febrero de 2005).

7
el cambio de patrones de consumo en los países que tuvieron acelerado
crecimiento económico en la primera mitad de esta década, el debilitamiento de la
capacidad interna de producción de alimentos, y hasta el desplazamiento de las
inversiones especulativas al sector alimentario como producto de la baja
rentabilidad en otras esferas económicas.

Los escenarios para nuestro país son más que preocupantes: mayor reducción del
presupuesto al campo y la educación, inevitable devaluación del peso frente al
dólar, continua reducción de las remesas, aun cuando no se verifique la
repatriación masiva de los migrantes que cada vez encuentran más dificultades
para emplearse; caída de los precios del petróleo, y por si alguien dudara que la
crisis global ya está haciendo estragos en nuestro país, INEGI informó que 885
empresas cerraron tan sólo en el mes de agosto de 2008.

Consideramos fundamental señalar que la complejidad de la problemática


alimentaria y energética expresa –de diferentes maneras- el agotamiento de las
formas actuales de producir y consumir. Por ello la crisis financiera y productiva
global pone de manifiesto la necesidad de un análisis histórico y mundial para
comprender las relaciones entre todos esos elementos que se articulan con la
crisis alimentaria, energética y ambiental.

Desde esta perspectiva mundial histórica existen elementos suficientes para


establecer que la globalización financista neoliberal está llegando a su término,
incapaz de haber consolidado un modo de regulación estable capaz de sustituir de
manera sostenible al fordismo.

El ciclo abierto en 1979, año del ascenso al poder de Margaret Tatcher y en 1980
de Ronald Reagan, parece haber llegado a su fin, no sin antes haber derribado el
Muro de Berlín en 1989 y arriado la bandera de la hoz y el martillo en 1991. Pero
lo cierto es que la globalización financista nunca gozó de plena salud, si
recordamos el efecto tequila de 1995, el efecto Dragón en 1997, el efecto samba y
el efecto vodka en 1998, el efecto tango en 2002, y toda una serie de convulsiones
que en conjunto daban cuenta no sólo de la interdependencia de la economía

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global, sino principalmente de la fragilidad del capitalismo financista y la necesidad
de un marco regulatorio para el movimiento de los capitales.

Desde una perspectiva de largo aliento podríamos establecer que la fase superior
del capitalismo estudiada por los marxistas rusos a inicios del siglo XX no logró
reproducirse sobre sus bases tecnológicas, sociales, políticas y geoeconómicas,
de manera que entró en una profunda crisis, dando lugar a un largo periodo de
convulsiones que duró tres décadas, en las que a la primera guerra mundial de
1914-1918 y la revolución bolchevique de 1917, le suceden la gran depresión de
1929-1933, el ascenso del fascismo y finalmente la segunda guerra mundial de
1939-1945 que es a final de cuentas la partera de un nuevo modo de regulación,
cuyos fundamentos tecnológicos estaban sentados desde 1908, fecha de
aparición del Ford T, acompañados del salario de 5 dólares y la semana de 40
horas, que en 1914 eran acremente cuestionados por Wall Street.

Sin embargo el auge fordista –el capitalismo del siglo XX- sólo duró tres décadas,
si consideramos que en 1974 la economía mundial entró en recesión, sólo un año
después de que los Acuerdos de París determinaron la retirada del ejército
norteamericano en la guerra de Vietnam (o un poco menos si ubicamos a las
revueltas de 1968 como un parteaguas cultural y generacional). Esta fase de
expansión capitalista había sido construida sobre la base de una gran destrucción
de capitales e infraestructura e implicó desde luego nuevas reglas para el
funcionamiento de la economía mundial bajo la hegemonía de Estados Unidos,
pero también fue producto de un pacto social –a escala mundial- entre el capital y
el trabajo, garantizado por el Estado y sustentado en una base tecnológica que
permitió aumentos sostenidos de la productividad del trabajo durante tres
décadas, con un papel sobresaliente de la agricultura en la producción alimentaria
y de materias primas.

Para efectos del tema que nos ocupa, cabe destacar que en esta fase se
consolidó un modo de producir y de consumir altamente consumidor de energía y
depredador del ambiente. Es la época también del desarrollismo inaugurado por
Truman e identificado por los parámetros de la urbanización y la industrialización,

9
desde una matriz eurocéntrica, economicista, tecnocéntrica y antropocéntrica
(Viola, 2000) también vigente en los países del capitalismo de estado, o del bloque
socialista.

La crisis del fordismo en los setentas y el desplome del socialismo real en los
ochenta abrieron la puerta a un capitalismo rapaz, devorador de hombres y
recursos naturales. Al ajuste estructural de los años ochenta, la concentración de
capitales y el desmantelamiento de las conquistas laborales pactadas durante el
fordismo, le siguió el neocolonialismo y una nueva acumulación originaria,
mediante la guerra o la apropiación de los recursos naturales, es decir, la
acumulación por despojo (Harvey, 2006). El Estado de Competencia preocupado
por fijar –a toda costa- al capital especulativo dentro de sus fronteras, sustituyó al
Estado de Bienestar comprometido con el desarrollo y la soberanía. Nuevamente
el capitalismo chorreando sangre y lodo por todos los poros, ahora bajo el dominio
del capital financiero y las grandes empresas multinacionales, con una base
tecnológica sumamente desarrollada, pero recurriendo al despojo, al trabajo
infantil y a la guerra imperial como antes del siglo XX.

Este capitalismo depredador y excluyente, que lo mismo atenta contra los


glaciares de la Patagonia que pretende despojar de sus tierras a los campesinos
oaxaqueños y vuelve sobre los minerales zacatecanos ha encontrado desde la
década pasada una fuerte y digna resistencia en América Latina, y hoy se enfrenta
a uno de sus mayores desafíos a escala planetaria. Desde luego la derrota
estadounidense en Irak –como en su momento la de Vietnam- matiza fuertemente
el escenario; también la posibilidad de un Nuevo Trato que regule al capital
financiero está abierta con el arribo de Barak Obama a la presidencia de los
Estados Unidos.

Nos enfrentamos a una interesante paradoja: la crisis del fordismo mostró en su


momento que no es sostenible en el largo plazo un capitalismo negociado que
respete las conquistas laborales y se comprometa con el mejoramiento de las
condiciones de vida de la población. Pero la crisis de la globalización financista,
como a inicios del siglo XX la del imperialismo, señalan que tampoco es sostenible

10
un capitalismo desregulado y rapaz. Ello obliga a asumir que vivimos una época
de cambio donde los expedientes están abiertos a nuestra participación
comprometida como universitarios y como ciudadanos.

Este es el escenario para repensar al campo desde una perspectiva de


crecimiento con equidad.

Una nueva agricultura para un nuevo ciclo

Al justificar su propuesta para el campo y tratar de darle un sustento científico en


la última década del siglo XX, los ideólogos neoliberales argumentaron que el
entorno macroeconómico había cambiado drásticamente y el país había
alcanzado los límites de la frontera agrícola; que el proteccionismo comercial y la
fuerte intervención estatal, habían provocado un gran déficit fiscal, dado el fuerte
gasto que había tenido que financiarse mediante las exportaciones de
hidrocarburos y el endeudamiento externo. Además, alegaron que el deterioro en
los términos de intercambio, el aumento en las tasas internacionales de interés y
la escasez de liquidez en los mercados internacionales, conformaban un cuadro
que hacia impostergable cambiar el rumbo, concepción y estrategia de desarrollo
del país (Téllez, 1994).3

Aunque el viraje se consumó, la ecuación neoliberal, como hemos apuntado líneas


arriba, no alcanzó sus propósitos. Por ello, al concluir la primera década del siglo
XXI es evidente que debemos tomar otro punto de partida para repensar el campo
mexicano. El entorno macroeconómico ha vuelto a cambiar drásticamente, con
una crisis de mayor profundidad que las de 1982 y 1994, pero ahora enfrentamos
los saldos de la apertura comercial y la desregulación estatal, después de dilapidar
la renta petrolera y el bono demográfico.

3
Los supuestos centrales del planteamiento neoliberal y la concepción que subyace en su
propuesta para la modernización del campo fueron expresados así:”La movilidad de los factores de
la producción es fundamental para lograr una asignación eficiente de los recursos. La apertura
comercial del sector reasignará los recursos hacia aquellas actividades en las que hay ventajas
comparativas. Por otro lado, la libertad de los ejidatarios y pequeños productores de celebrar
contratos entre sí y con terceros facilitará la conjunción de esfuerzos en escalas que permitan el
incremento de la productividad y rentabilidad de la actividad agropecuaria” (Téllez, 1994: 259).

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Es pertinente en esta coyuntura de crisis y desde una visión prospectiva volver los
ojos a la época de oro de la agricultura mexicana, entre 1940 y 1970, cuyas
funciones tributarias del crecimiento industrial y urbano son tan ampliamente
conocidas como poco retribuidas: (1) Aportar divisas para apoyar el desarrollo
industrial; (2) proveer a la industria con materias primas baratas; (3) producir
alimentos baratos para permitir salarios bajos; (4) transferir mano de obra barata y
disciplinada a la industria, y (5) funcionar como mercado para los nuevos
productos industriales.

Todas estas funciones son propias de lo que Blanca Rubio (2001) denominó
como el régimen articulado de la posguerra, cuyo rasgo principal fue que los
salarios estaban vinculados al precio de los alimentos. Corresponden también al
esfuerzo de industrialización sustitutiva de importaciones emprendido por los
gobiernos latinoamericanos desde inicios de la década de los treinta y que
colapsó en 1982 con la crisis de la deuda, abriendo paso a la reestructuración
neoliberal4 en la que la agricultura queda desarticulada de la producción industrial
y pierde sus funciones clásicas.

No obstante, la crisis de la propuesta neoliberal en nuestro país, encuadrada en el


cambio de fase de la agricultura mundial, significará que las funciones señaladas
cobren mayor relevancia en la medida en que se extienda el ciclo de alimentos
caros, lo que obligará a los gobiernos a destinar mayores gastos al fortalecimiento
de sus agriculturas.

Lo anterior significa que en este siglo el campo mexicano debe ser visto desde la
óptica de la multifuncionalidad, pero teniendo como elemento sustantivo y su
4
El agotamiento de la industrialización sustitutiva de importaciones que abre paso al ciclo
neoliberal se debe fundamentalmente a la incapacidad crónica de ahorro que caracteriza a las
economías latinoamericanas, expresada en un recurrente déficit de las cuentas externas, en la
medida en que no logran diversificar sus exportaciones y presentan una estructura industrial
desarticulada y dependiente de las importaciones de bienes de capital (Valenzuela, 1991). En
cambio, para Rubio (2001) la crisis de la industrialización sustitutiva de importaciones es producto
del agotamiento de las formas de explotación del trabajo obrero y campesino en las que se
sustentaba, mismo que se expresó en un lento crecimiento de la productividad en la industria y la
agricultura, con la consecuente caída de la ganancia industrial y el aumento de las importaciones
agrícolas (p. 56-88). Para Luis Llambí (1994) el agotamiento del régimen de industrialización
sustitutivo se debió a la incapacidad de los sectores exportadores, perjudicados por las políticas
cambiarias y comerciales, para aportar recursos que financiaran las etapas más avanzadas e
intensivas de la industrialización.

12
razón de ser la producción de alimentos básicos. La producción interna de
alimentos básicos debe salvaguardarse por razones económicas, que tienen que
ver con el equilibrio de las cuentas externas, con los efectos multiplicadores de la
actividad agropecuaria sobre el conjunto de la economía nacional y con el
equilibrio interno de la economía; pero también por razones sociales, que implican
los empleos de más de tres millones de familias de productores que no pueden
competir en el mercado del TLCAN. En suma, la producción de alimentos resulta
fundamental para rescatar la soberanía alimentaria y dar sustento a la soberanía
nacional.

En el siglo XXI que será el de la búsqueda de la reconstrucción ambiental y de la


transición energética a fuentes renovables, las nuevas y múltiples funciones del
campo, desde la perspectiva del discurso de la sustentabilidad, tienen que ver con
lo siguiente: (1) La protección y salvaguarda del ambiente; (2) la soberanía y la
inocuidad alimentaria; (3) la cultura y la identidad nacional; (4) la democracia; (5)
el combate a la pobreza; (6) la ocupación del territorio, y (7) la recreación. Desde
esta perspectiva es fundamental subrayar que el cumplimiento cabal de todas y
cada una de estas nuevas funciones, en las condiciones históricas y específicas
de nuestro país, supone el fortalecimiento de la economía campesina e indígena,
de manera que para México resulta socialmente inviable el espejismo de un
campo sustentable pero sin campesinos.5

Durante todo el siglo XX el campo mexicano vivió diferentes episodios de una


permanente lucha por el desarrollo. En el cambio de milenio las luchas por el
territorio se colocaron en el centro de las movilizaciones rurales, en
correspondencia con la acumulación por despojo, pero sin que ello signifique que
las luchas agrarias y en torno al proceso productivo hayan desaparecido. Lo que

5
Aquí radica uno de los principales motivos de crítica al enfoque de la llamada Nueva Ruralidad
que asume que los campesinos son resabios del siglo pasado, propios de una vieja ruralidad en la
que la producción de alimentos era abastecida por las cosechas internas y la agricultura estaba
articulada al conjunto de la economía. En cambio, sostenemos que lo que se ha dado en llamar la
Nueva Ruralidad en sentido estricto constituye la Ruralidad Neoliberal, en tanto conjunto de
transformaciones agrarias, demográficas, productivas y culturales que se derivan de la
reestructuración capitalista que sucede a la crisis del régimen de industrialización sustitutiva. Para
una discusión crítica sobre el enfoque de la Nueva Ruralidad véanse los artículos de Rubio, Arias y
Ramírez (2006) en la revista de la Asociación Latinoamericana de Sociología Rural (ALASRU).

13
interesa aquí destacar es que la lucha por el desarrollo continúa y tiene múltiples
y diversos escenarios, entre los que destaca el de la conceptualización del campo
y sus funciones para el desarrollo del país.

La nueva funcionalidad de la agricultura está consignada en el Acuerdo Nacional


para el Campo (ANC) y en la Ley de Desarrollo Rural Sustentable, más no así en
las políticas sectoriales, que sustentan el enfoque neoliberal y asumen a los
productores campesinos como indigentes. Por ello, los principios rectores del
ANC mantienen plena vigencia y constituyen una agenda para trabajar en la
transformación del campo mexicano en los años por venir, a saber: (1) Papel
prioritario e imprescindible de la sociedad rural a fin de asegurar su soberanía,
desarrollo y viabilidad (2) Paridad entre las políticas destinadas al campo y a la
ciudad; (3) Soberanía y seguridad alimentarias (4) Multifuncionalidad y respeto a
las formas de producción campesina e indígena (5) Presupuesto e inversión
pública multianual; (6) Federalismo y descentralización; (7) Enfoque de desarrollo
rural integral; (8) Políticas públicas diferenciadas; (9) Sustentabilidad y mercado
interno; (10) Fortalecimiento de las cadenas productivas; (11) Ordenamiento de
mercados; (12) Diversificación económica; (13) Defensa del patrimonio rural; (14)
Participación e inclusión social, y (15) Corresponsabilidad.

En este contexto debe señalarse que existe un proyecto de ley aprobado en la


Cámara de Diputados y congelado en la de senadores, que incorpora todos estos
principios y busca hacer operativa la Ley de Desarrollo Rural Sustentable ya
mencionada. Se trata de la Ley de Planeación para la Seguridad y la Soberanía
Alimentaria, que destaca por ser una ley con presupuesto multianual.

Lo anterior significa que entre los múltiples aspectos que deben resolverse a favor
del campo mexicano está la configuración de una sólida institucionalidad
expresada en verdaderas políticas de Estado en cuyo diseño la UAch puede tener
un papel destacado.

La cuestión rural en nuestro país está muy lejos de quedar resuelta a cien años
del inicio de las grandes movilizaciones campesinas que concurrieron en la gran
rebelión agraria de 1910. Visto en su conjunto, el problema rural demanda

14
grandes definiciones, entre las que se encuentra la renegociación del tratado de
libre comercio en su capítulo agropecuario. Junto con tales definiciones y más allá
de ellas, la crisis en que se encuentra el país impone un profundo viraje en la
conceptualización del campo y su lugar en la economía, la sociedad y la política
de la República. Como premisa para ello está la revaloración de la agricultura y su
aportación posible a la construcción de un proyecto de Nación para el siglo XXI.

En tanto ello sucede y la sociedad encuentra el mejor camino para asumir y


concretar dicha revaloración, existen diversas acciones que han sido puestas en
la agenda por las organizaciones de productores y que son imperativas para
iniciar un viraje económico desde el campo. En su construcción a escala regional
el SCRU podría tener una destacada participación, considerando las
características de su planta académica.

 Canalizar recursos públicos a la inversión en infraestructura rural para


recuperar el terreno perdido durante los últimos veinticinco años

 Privilegiar a los municipios de alta marginalidad para generar empleos

 Fortalecer el Programa de Empleo Temporal para generar 2.9 millones de


jornales; apoyar los proyectos de mujeres, organización comercial, abasto y
agregación de valor

 Fortalecer los programas especiales de apoyo en los sectores cañero,


cafetalero, granos básicos y oleaginosas, forestal y pecuario

 Ampliar la oferta de servicios de salud y conformar una propuesta integral


de salud, seguridad social y vivienda rural

 Ampliar y mejorar el Programa de Apoyos Directos (Procampo) como


elemento tecnológico

 Mejorar las condiciones de acceso al financiamiento y apoyo a la reducción


de costos6

6
Para este fin las organizaciones destacan la necesidad de sanear la cartera vencida, apoyo para
capital de riesgo, reducción de tarifa nocturna de energía eléctrica, rescate y reestructuración de
adeudos con la CFE, estudio sobre el gas LP y reglamento de la Ley de Energía para el campo.

15
Es amplio el campo en que los profesionales del SCRU pueden desplegar su
capacidad y experiencia. De manera que es posible y muy necesario contribuir
con los actores sociales en la construcción de propuestas de desarrollo regional
que garanticen a los habitantes del medio rural una perspectiva de vida que
satisfaga de forma sostenible sus necesidades alimentarias, culturales, educativas
y todas aquellas que hagan posible mejorar sus condiciones de vida y el
fortalecimiento de los espacios rurales.

Para instrumentar lo anterior es necesario, entre otras cosas, un replanteamiento


de la política de gasto y el aumento sustantivo de los recursos públicos para el
desarrollo rural. La coyuntura lo demanda y cuanto más tiempo tomemos para
revalorar al campo como palanca del desarrollo nacional los costos para el país
entero serán mayores y los recursos estarán más lejos de nuestro alcance.

A manera de conclusión

Es un hecho que las fuerzas del sistema económico mundial se orientan al


finalizar la primera década del siglo XXI hacia la construcción de un nuevo modo
de regulación centrado en un mayor activismo estatal que sea capaz de atenuar
los perjuicios de tres décadas de globalización neoliberal sobre la mayor parte de
la población mundial y el ambiente, al mismo tiempo que restituya la rentabilidad
capitalista sobre nuevas bases.

Es en este contexto que se abren nuevos horizontes para la agricultura mexicana


como elemento sustantivo de un proyecto de Nación con democracia, equidad,
soberanía y sustentabilidad, lo que implica una reorientación de nuestros
principales esfuerzos y recursos hacia el mercado interno, tan fundamental como
la reconstrucción del tejido social y comunitario para fincar iniciativas de desarrollo
basadas en la apropiación del territorio. Por ello es tan importante el conocimiento
de las principales líneas que marcan el devenir de la sociedad rural en los
espacios regionales.

Si la crisis de 1907 significó una especie de parteaguas para el régimen porfirista


y la gran depresión iniciada en 1929 obligó a la industria nacional a volcarse hacia
el mercado interno, es muy probable que nos encontremos en el umbral de un

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gran viraje en nuestro país, en el que la agricultura está llamada a jugar un papel
de primer orden. Desde luego, nada está escrito y nuestro destino se resolverá
como producto de las luchas por el territorio y las luchas por el desarrollo que se
libran a lo largo y ancho del país.

Resulta un hecho incontrovertible que la sociedad rural mexicana, hoy como hace
cien años, es un espacio fragilizado en el que campean la pobreza y la
polarización social, la inseguridad alimentaria y la orientación exportadora de un
reducido número de explotaciones que han logrado insertarse en el mercado
estadounidense, mientras que para la gran mayoría de la población rural la
principal alternativa es la emigración o el trabajo precario. También es patente,
hoy como hace una centuria, la creciente presión de las empresas extranjeras,
acompañadas por el gobierno, sobre los recursos naturales de los ejidos y
comunidades.

Pese a este negro panorama que supondría la pérdida de un siglo completo para
nuestro país, la multiplicidad de estrategias que las familias y organizaciones
campesinas despliegan en los espacios regionales, la capacidad de adaptación
de la que Shanin llamó la clase incómoda, y la densidad de los lazos comunitarios
que persisten en buena parte de la sociedad rural de nuestros días, permiten
atisbar el futuro con moderado optimismo, entendiendo que los desafíos para
nuestro país son sumamente complejos, pero sabiendo que en el pasado hemos
contado con la inspiración y la voluntad para salir adelante.

En lo que a la Universidad Autónoma Chapingo corresponde es imperativo


refrendar nuestro compromiso social y profesional con la agricultura campesina e
indígena, así como hacer valer a la educación pública mediante un desempeño de
calidad en el abordaje de los complejos problemas del campo.

Por último, los Centros Regionales tienen la oportunidad de responder a los


desafíos ya referidos y hacer historia a través del desempeño de las funciones
sustantivas de la universidad. Los retos son mayúsculos y complejos, pero
contamos con un conocimiento profundo de las dinámicas regionales que nos
permite emprender acciones de considerable impacto. La tarea es entonces

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identificar estas acciones y construir los consensos para concentrar esfuerzos y
recursos. A ello se dirige en buena medida nuestro IV Congreso Resolutivo.

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