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25.

Cuando la abolición del capitalismo no sea


suficiente
Monique y Roland Weyl

El capitalismo trae en sí la guerra como el nubarrón trae la tormenta.


Jean Jaurés

Para comenzar un aforismo: "¡No me diga! Todavía hay guerras y las seguirá
habiendo". Y ahora su consolidación: "Vea lo que ha ocurrido en los países socialistas".

Es verdad, siempre han existido guerras, guerras entre tribus o etnias, entre principados,
entre estados, los poderosos imponiendo por la fuerza su dominio sobre poblaciones
para conquistar sus tierras, apoderarse de sus riquezas y reducir a la esclavitud a sus
hombres y mujeres. La guerra es siempre uno de los medios de dominación de los
débiles por los poderosos.

Con el capitalismo la guerra toma otras dimensiones, otro sentido. Deja de ser local para
ser mundial, planetaria... ¿y mañana? ¿Cósmica? Toma un carácter permanente. Todo
comienza con la guerra económica, la guerra ideológica, acompañadas de medidas de
bloqueo; y asimismo se originan como conflictos de baja intensidad y serios conflictos
locales susceptibles de generalizarse a escala mundial. Una vez terminada, la guerra se
perpetúa como se ha visto y se ve con la guerra del Golfo; los Estados Unidos
victoriosos imponiendo a la población iraquí un bloqueo más mortífero que la guerra
misma. La guerra afecta permanentemente al mundo de modo que, como la temperatura
para la enfermedad, la guerra ahora se mide en grados: guerra caliente o Guerra Fría;
una nueva Guerra Fría entre países del Norte y países del Sur ha tomado el relevo de la
antigua Guerra Fría entre el Este y el Oeste.
Imágenes de la Guerra del Golfo.

Finalmente la guerra (como las guerras locales) no perdona a nadie: sus víctimas se
cuentan por millones, militares y población civil, incluidos los niños (ver informe de la
UNICEF). La utilización de armas de destrucción masiva cada vez más sofisticadas, no
afecta únicamente a las fuerzas militares, y lo mismo el bloqueo, el viejo método de
asedio que preconizaban los Estados Unidos ya el siglo anterior para Cuba, cuando
querían sustituir su dominación a la de los españoles. La orden del día dirigida en 1898
por el secretario de Estado para la Guerra Bekenbridge al general Miles, que mandaba el
cuerpo expedicionario americano en Cuba merece ser citado de nuevo por cuanto es
revelador de los métodos utilizados para asentar un dominio sobre los pueblos:
"Debemos limpiar el país, y ello, incluso si es necesario recurrir a los métodos con que
la Divina Providencia se sirvió en Sodoma y Gomorra. Debemos destruir todo lo que se
encuentre a tiro de nuestros cañones. Debemos imponer el bloqueo para que el hambre y
la peste reduzcan el número de civiles y diezmen el ejército".

Hay que ir más lejos todavía. La guerra responde a las necesidades del capitalismo. Un
floreciente comercio de armas genera inmensos beneficios, beneficios ilícitos,
criminales, que Fidel Castro, a propósito de la carrera de armamentos, denunciaba en su
discurso en la séptima cumbre de los no alineados: "Este genocidio por omisión que la
humanidad comete diariamente condenando a muerte a miles de seres humanos por el
único hecho de dedicar tantos recursos al desarrollo de medios para matarlos de otra
manera".
Para numerosos partidarios del capitalismo para quienes "es mejor la guerra que el
paro", la misma constituye un medio ideal de reabsorción del paro: sacrifica
trabajadores inútiles, y, una vez recobrada la paz, constituye la fuente de nuevos
beneficios en la reconstrucción.

Pero la guerra está también, y quizás sobre todo, en la naturaleza intrínseca del
capitalismo en la medida en que es un instrumento casi insoslayable para la solución de
las competencias conflictivas en el control de mercados, o en que la reducción constante
del poder de compra que genera la ley del beneficio reduce otro tanto las salidas
disponibles.

¿No sobreentiende todo esto la fórmula de Jaurés? Incluso si su autor, víctima de la


Primera Guerra Mundial, no pudo conocer la abominable carnicería, como tampoco
podía imaginar los ciegos bombardeos de poblaciones civiles, las ciudades y pueblos
incendia-dos, las deportaciones y los campos de exterminio, y la utilización del arma
nuclear sobre la población de dos ciudades de un Japón a punto de capitular. Pero es
indudablemente extrapolar la frase de Jaurés y decir lo que él no ha dicho, concluir que
bastaría con abolir el capitalismo para poner fin a las relaciones de explotación y de
dominación y asegurar a los individuos y a los pueblos la felicidad, la libertad y la paz.
Podemos únicamente decir que la guerra es inherente al capitalismo, lo que no quiere
decir que tenga su monopolio. Esto quiere decir simplemente que en el capitalismo la
guerra no se puede erradicar, mientras que puede serlo una vez eliminado el
capitalismo.

En estos tiempos de desesperanza, para obtener individuos y pueblos que se resignen a


la perennidad del capitalismo, se les presenta como una utopía irrealizable la
construcción de un mundo libre de las relaciones de explotación entre los hombres y de
dominación entre los pueblos, y para ello nada más fácil que hacer una cruz sobre el
socialismo a partir de la derrota de una experiencia, y a partir de sus resbalones y
errores, algunos de ellos trágicos.

Ciertamente la fórmula muchas veces repetida El socialismo es la paz proviene en


primer lugar de un razona-miento a contrario demasiado simple: puesto que el
capitalismo genera la guerra, la abolición del capitalismo elimina la guerra al eliminar la
causa. Más sustancialmente, era coherente considerar que, siendo la ambición del
socialismo poner fin a las relaciones de explotación y de dominación, la guerra, medio
extremo de dominación sobre otros pueblos y sobre el suyo propio, es un fenómeno
extraño al socialismo.

De hecho, la impregnación de fraternidad humana en los ideales de todas las sucesivas


escuelas del socialismo comportaba necesariamente el corolario del pacifismo, y es esta
coherencia la que debió inspirar una de las primeras acciones de la Revolución
socialista en el poder cuando Lenin firmó el célebre Decreto de la Paz, y su
llamamiento a la intervención de los pueblos en oposición a la diplomacia secreta. Sin
duda esta solemne proclama ha sido más tarde perdida de vista con frecuencia, pero hay
que mirar con relatividad las razones de ello, pues es inadmisible renunciar a cualquier
ambición con el pretexto de una ambición frustrada.

De esto tampoco puede ser disculpado el capitalismo. Hay que remarcar en primer lugar
el papel perverso jugado por la situación de guerra con que permanentemente se ha
visto confrontada la Unión Soviética: la intervención de los antiguos enemigos de la
Primera Guerra Mundial aliándose contra el joven Estado soviético considerado como
un ejemplo peligroso (no existía la revolución espartaquista, los motines en el Ejército
francés); después el apoyo a Hitler y a los regímenes fascistas considerados como
murallas contra el comunismo; a continuación, tras la derrota de los regímenes fascistas,
gracias en gran medida a los sacrificios de la URSS, la Guerra Fría con amenazas
subversivas contra la URSS y sus aliados, la de utilizar el arma atómica de la que
Estados Unidos tenía el monopolio hasta septiembre de 1949; finalmente el loco
engranaje de la carrera armamentista.

Es por eso imposible no colocar en su contexto todo aquello en lo que la política


soviética se ha alejado del espíritu del Decreto de la Paz, para sustituir a la inversión
pacifista en el Movimiento de los Pueblos la opción de las soluciones militares y de las
negociaciones entre potencias, de ocultar la impregnación defensiva, tan mala consejera
como fue.

Es cierto, les será difícil a los historiadores arbitrar, incluso en el incontestable papel
jugado por la Unión Soviética a favor de la paz mundial, que motivó en gran medida la
solidaridad de que se benefició, lo que pertenece a la coherencia de los ideales
socialistas o a la preocupación por su seguridad.

Esto no impide tener que reconocer toda la parte positiva del balance, especialmente el
papel jugado por la URSS en la elaboración de nuevos principios del derecho
internacional, consagrados por la Carta de las Naciones Unidas, concediendo el derecho
a los pueblos a disponer de sí mismos, el de no injerencia en sus asuntos y el de la
solución negociada de los conflictos, reglas de las relaciones mundiales. Las potencias
capitalistas, comenzando por los Estados Unidos, no han aceptado estas reglas más que
cuando les convenía, y no han cesado de violarlas y de trabajar para eliminarlas para
volver al buen viejo derecho precedente, fundado exclusivamente en las relaciones de
poder.

El drama es que la URSS se haya dejado llevar a este terreno poniendo la paz en
dependencia de las negociaciones de las cancillerías y de los compromisos entre
superpotencias. A esto se añaden las dañinas consecuencias de la ideología de la
fortaleza que, al igual que la ideología de la seguridad producía en el plano interno
fenómenos de nacionalización desmesurada, debía engendrar una psicosis defensiva en
cuya responsabilidad no se puede hacer confortablemente abstracción del papel que han
podido jugar el estado de sitio y las incesantes provocaciones del capitalismo.
Desfile en la Plaza Roja de Moscú (1985)

Curiosamente, paradójicamente, el vuelco parece haberse producido con Krutchov,


cuando la lógica del llamamiento de Estocolmo, dio paso a la estrategia del zapato en la
tribuna de la ONU, y luego al teléfono rojo y a la lógica de la carrera armamentista y a
la ideología de la fortaleza que ella generaba, con los diversos acuerdos SALT, hasta la
trampa fatal de la ilusión de Chevernadze de que la suerte del mundo se basaba en la
buena amistad entre las dos superpotencias.

Queda añadir que la historia ha demostrado que puede haber conflictos armados entre
países socialistas cuya explicación por el contexto de un entorno capitalista no es
necesariamente convincente. No estuvo lejos entre la URSS y China, y ha sido necesaria
la toma de dolorosas decisiones de conciencia tras la agresión china contra Vietnam. Se
descubrió, con desgarro, que podían darse guerras entre países socialistas. Había que
revisarlo todo, y también aprender a no idealizar: el socialismo también podía traer la
guerra dentro de sí. ¿Era esto un desmentido a la antítesis fundamental?

Significaba simplemente que el socialismo no elimina ipso facto la guerra, como


habíamos (dolorosamente) aprendido que no erradicaba ipso facto la delincuencia, la
corrupción, el arribismo.

¿Entonces? ¿Jaurés nos la había jugado

¿El que hubiera Chernobil, accidentes de trabajo, alcoholismo, ladrones en los países
socialistas, disculpa al capitalismo de su culpabilidad intrínseca en el carácter masivo de
los vertidos que segrega?

Uno de los errores principales de los ideólogos de los países socialistas, y más
concretamente de los aduladores del Estado, será sin duda omitir el carácter transitorio
del sistema que regían, perder de vista la distinción clásica entre una etapa de la
sociedad regida por una rivalidad conflictiva en el reparto de lo disponible y otra etapa
en que sea liberada de la misma.
El socialismo no pone fin de la noche a la mañana a la insatisfacción de todas las
necesidades de los hombres, y es forzoso deducir que mientras exista rivalidad
conflictiva en el reparto de lo disponible, no podrá existir rivalidad de maestría sino de
dominación.

¿Por qué no volver entonces a la bien simple idea de que la guerra es el último medio de
dominación?

Es en esto en lo que se puede decir horno homini lupus, pero en esto solamente, y
puesto que la guerra no queda eliminada ipso facto con la abolición del capitalismo,
sino que lo será cuando esta abolición haya permitido al hombre despojar al lobo para
alcanzar su plenitud como hombre.

El humanismo más elemental ordena pues rechazar el abominable aforismo de la


fatalidad de la guerra. Si la lucidez pide tener en cuenta que la abolición del capitalismo
no basta para eliminarla, mientras no sean expurgadas su herencia y sus secuelas, la
verdad pide también admitir que la guerra es intrínseca en el capitalismo, y sólo en el
capitalismo, en razón de su naturaleza basada en la explotación.

Efectivamente, ella le es intrínseca porque el capitalismo reposa en la competencia, en


la apropiación de los recursos humanos, porque su naturaleza y su razón de ser es
confiscárselos a la humanidad y para ello dominarla, si es preciso con las nuevas formas
de dominación que conocemos en la actualidad. El ataque generalizado contra los
pueblos y contra su irrupción en los asuntos internacionales trabaja para forzarlos a
abandonar su soberanía en manos de instituciones internacionales o supranacionales
(FMI-UE-ALENA) en espera de que la competencia exacerbada por los mercados
desemboque en la guerra armada, que no está nunca muy lejos de la guerra económica.

Sí, intrínseco al capitalismo, porque su irremisible tara original es que en su mismo seno
se enfrenten las competencias de dominación y los dominios de mercado, los dominios
de espacios, y de bienes humanos, en un proceso agudizado por la reducción creciente
de las capacidades de consumo.

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