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En la producción de sus integrantes, se hallarán análisis de problemas y aspectos de la realidad nacional y de
las alternativas políticas abiertas para encararlos, los cuales están destinados a alcanzar largo eco durante la
segunda mitad del siglo.
De la pretensión de constituirse en guías del nuevo país es heredera la noción de que la acción política, para
justificarse, debe ser un esfuerzo por imponer a una Argentina que en cuarenta años de revolución, no ha
podido alcanzar su forma, una estructura que debe ser, antes que el resultado de la experiencia histórica, el de
implantar un modelo previamente definido por quienes toman la tarea de conducción política. La Generación
del ’37, no dudaba que bastaba una rectificación en la inspiración ideológica para lograrlo. Tal conclusión era
dudosa [yo diría errada] ya que si el político ilustrado deseaba influir en la vida del país, debía buscar modos
de inserción en ella, en un campo de fuerzas con las que no puede establecer una relación puramente
manipulativa y unilateral, sino alianzas que reconocen a esas fuerzas como interlocutores y no como puros
instrumentos. [Grande Halperin! Se le escapó aquí su lado leninista. “a partir del momento en que se tiene
claridad sobre cuál es el enemigo último, se debe concluir en que todo el resto, son aliados tácticos”]
1) La alternativa reaccionaria:
Debido a Félix Frías, sus términos de referencia son los que proporciona la Europa convulsionada por las
revoluciones de 1848. La lección que de ella deriva es que la rebelión social que agitó a Europa es el
desenlace lógico de la tentativa de constituir un orden político al margen de los principios católicos. Frías
aspira al orden, al que concibe como aquel régimen que asegure el ejercicio incontrastado y pacífico de la
autoridad política por parte de “los mejores”. Ello será posible cuando las masas populares hayan sido
devueltas a una espontánea obediencia por el acatamiento universal a un código moral apoyado en las
creencias religiosas compartidas por esas masas y sus gobernantes.
Si el orden debe aun apoyarse en Hispanoamérica en fuertes restricciones a la libertad política, ello se debe
sólo al general atraso de la región. Este atraso sólo podrá ser superado si el progreso económico y cultural
consolida y no resquebraja esa base religiosa.
Piensa en Estados Unidos, pero sostiene que Hispanoamérica no está preparada para aplicar un sistema como
ese. La plena democracia, sólo alcanzable en el futuro, significaría la consolidación más que la superación, de
un orden oligárquico, que para Frías es el único conforme a naturaleza.
En su visión, la desigualdad se da también en la distribución de los recursos económicos e igualmente aquí es
conforme a naturaleza. [Dios lo ha querido así hijos míos... jódanse! Y no chillen!] Para él, la utilización del
poder represivo del Estado significa sólo una solución de emergencia. La solución definitiva se alcanzará
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únicamente cuando la religión haya coronado su tarea moralizadora y lo haya librado al pobre de la tentación
de codiciar las riquezas del rico. [Me juego la cabeza a que Frías no era pobre]
Para Frías, en relación al desarrollo de economía y sociedad que Hispanoamérica necesita, no se trata de traer
de Europa ideologías potencialmente disociadoras, sino hombres que enseñen con el ejemplo a practicar “los
deberes de la familia” y a cultivar.
La prédica de Frías será recusada sobre todo por irrelevante y nadie lo hará más desdeñosamente que
Sarmiento.
2) La alternativa revolucionaria:
A diferencia de Frías, Echeverría saludó en las jornadas de febrero, el nacimiento de una nueva era. [En
febrero de 1848 estalló Paris en una revolución, que será destrozada por Napoleón III... leer El 18 Brumario
de Luis Bonaparte ahhh... y acá tenés el carnet de afiliación] Fue más allá al señalar como legado de la
revolución el “fin del proletarismo, forma postrera de esclavitud del hombre por la propiedad” El programa
social de algunos sectores revolucionarios es condenado por irrelevante en el contexto hispanoamericano.
Para Sarmiento, la guerra del rico contra el pobre es una idea que lanzada a la sociedad, puede un día estallar.
Es la educación para él, quien hará ineficaz cualquier prédica disolvente.
En estos años no podrá encontrarse entre los miembros de la elite letrada del Río de la Plata, muchos que sean
capaces de conservar esa concepción del cambio social. Es comprensible entonces que la obra de mariano
Fragueiro se nos presente en un aislamiento que sus contemporáneos atribuían a su irrelevancia.
Fragueiro publicó en 1850 su Organización del Crédito. Él hallaba ese legado de concentración del poder
político, digno de ser atesorado porque ese poder debía tomar a cargo un vasto conjunto de tareas a realizar.
Toca al Estado monopolizar el crédito público. La transferencia del crédito a la esfera estatal es justificada por
una distinción entre los medios de producción sobre los cuales los derechos de propiedad privada –según él–
deben continuar ejerciéndose; y la moneda que “no es producto de la industria privada ni es capital”
[Obviamente Fragueiro no pudo haber leído de Marx esta distinción porque eso fue planteado por Marx en
El Capital, publicado después del libro de Fragueiro. Es genial, ya que hasta entonces nadie había caído en
esa diferencia crucial para la economía política. Hasta entonces se hablaba de capitales en general y de
capital financiero para referirse a la moneda, pero como se ve, ambos eran tomados por capitales, cuando la
segunda, es en realidad una mercancía, no capital] Así, moneda y crédito no integran por su naturaleza
misma la esfera privada. La estatización del crédito, debe hacer posible al Estado “la realización de empresas
y trabajos públicos” [En otros términos, lo que pensaba Fragueiro es que monopolizando el crédito el
Estado, podría desarrollar la infraestructura necesaria que el progreso argentino requiere, lo cual es de por
sí, una función del Estado. Se podría plantear que Fragueiro sí pudo haber leído la Historia de la Riqueza de
las Naciones u otros trabajos de Adam Smith, que sí eran conocidos en el Río de la Plata, por lo menos a
partir de traducciones de Mill, donde se postula la existencia de ámbitos económicos cuyo desarrollo –por su
costo y rentabilidad– no serán atrayentes para la economía privada y que no obstante son necesarios para el
desarrollo y crecimiento económico, que por tanto, deben ser tomados por el Estado]
El programa ofrecido en las Bases había sido desarrollado a partir del trabajo de Fragueiro de 1850. La
solución propugnada por Alberdi, combina rigor político y activismo económico, pero rehúsa ver en la
presión acrecida de las clases desposeídas el estímulo principal para esa modificación en el estilo de gobierno.
Por el contrario, él aparece como un instrumento necesario para mantener la disciplina de la elite, cuya
tendencia a las querellas intestinas, sigue pareciendo la más peligrosa fuente de inestabilidad política.
Para Alberdi, el bienestar que el avance de la economía hace posible, no sólo está destinado a compensar las
limitaciones impuestas a la libertad política, sino también a atenuar las tensiones sociales.
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Para Alberdi, una sociedad más compleja y una nueva economía serán forjadas bajo la férrea dirección de una
elite política y económica consolidada en su prosperidad por la paz de Rosas.
Mientras se edifica la base económica de una nueva nación, quienes no pertenecen a esas elites, no recibirían
ningún aliciente que haga menos penoso ese periodo de rápidos cambios. Su pasiva subordinación es un
aspecto esencial del legado rosista que Alberdi invita a atesorar. Crecimiento económico significa para
Alberdi, crecimiento acelerado de la producción, sin elemento redistributivo [Es decir, significaba lo mismo
que significa hoy. Hay dos conceptos importantes en economía política, que significan cosas muy distintas y
que no obstante suelen ser utilizados alegremente como sinónimos. Uno es el de crecimiento económico, que
como pensaba Alberdi, se refiere al aumento de la productividad –cantidad de producto por unidad de
recurso– y por lo tanto de la producción. El otro es el de desarrollo económico, que se refiere a la
distribución social del producto, es decir, unidad de producto apropiada per cápita, lo cual no es lo mismo
que producción per cápita. Me parece que esta distinción es importante tenerla en cuenta al momento de
comparar lo que plantea Alberdi y lo que plantea Sarmiento, ya que uno estaría fundando su programa en el
crecimiento económico –Alberdi– mientras el otro –Sarmiento– en desarrollo económico]
El autoritarismo, preservado en su nueva envoltura constitucional, es por hipótesis suficiente para afrontar el
desafío de los desfavorecidos por el proceso. Alberdi no cree siquiera necesario examinar si habría razones
económicas que hiciesen preciso alguna redistribución y su indiferencia por este aspecto es entendible, ya que
el mercado para la producción argentina, ha de encontrarse en el extranjero. [Es decir que tiene una clara
conciencia de la división internacional del trabajo y concuerda con lo que esta teoría plantea sobre los
beneficios de la especialización en función de las ventajas comparativas]
Ese proyecto de cambio económico, a la vez acelerado y unilateral, requiere un contexto político preciso, que
Alberdi describe bajo el nombre de república posible. La complicada estructura institucional que para ella se
propone en las Bases, busca impedir que el régimen autoritario sea también un régimen arbitrario. La
eliminación de la arbitrariedad, es vista por Alberdi como el requisito ineludible para lograr el ritmo de
crecimiento económico que juzga deseable.
La apelación al trabajo y capital extranjero constituye el mejor instrumento para el cambio económico
acelerado. El país necesita población, pero además, Alberdi no separa la inmigración de trabajo de la de
capital, ya que ve la inmigración como fundamentalmente de capitalistas. Para esa inmigración destinada a
traer todos los factores de la producción salvo la tierra, se prepara el aparato político que Alberdi propone.
La justificación de la república posible, es que está destinada a dejar paso a la república verdadera, la cual se
realizará sólo cuando el país haya adquirido una estructura económica y social comparable a la de las
naciones que han creado y son capaces de conservar ese sistema institucional.
De modo implícito postula una igual provisionalidad para el orden social marcado por acentuadas
desigualdades y la pasividad forzada de quienes sufren las desigualdades. Alberdi hace de los avances de la
instrucción un instrumento importante de progreso económico y social. No es necesaria una instrucción
formal muy completa para poder participar como fuerza de trabajo en la nueva economía; la mejor instrucción
la ofrece el ejemplo de destreza que aportarían los inmigrantes europeos. Por otra parte, una difusión excesiva
de la instrucción, corre el riesgo de propagar en la población, nuevas aspiraciones. Puede ser más
directamente peligrosa si al enseñarles a leer, pone a su alcance toda una literatura que trata de persuadirlos de
que tienen, también ellos derechos a participar del goce de los bienes producidos. Un Exceso de instrucción,
atenta contra la disciplina necesaria en los pobres. Encontramos la misma reticencia frente al elemento que ha
servido para justificar la pretensión de la elite letrada a la dirección de los asuntos nacionales: su comercio
exclusivo con el mundo de las ideas que la constituiría en el único sector nacional que sabe qué hacer con el
poder, es ahora recusado por Alberdi. Para él, el ideólogo renovador, no es sino el heredero del letrado
colonial, a través de transformaciones que sólo han servido para hacer aún más peligroso su influjo.
El cambio que Alberdi propone, no sólo choca con ciertas convicciones antes compartidas con su grupo; se
apoya además en una simplificación tan extrema del proceso a través del cual el cambio económico influye en
el social y político, que su utilidad para dar orientación a un proceso histórico real, puede ser puesta en duda.
Aún así las Bases resumen con nitidez cruel, el programa adecuado a un frente antirrosista. Ofrece a más de
un proyecto de país nuevo, indicaciones precisas sobre cómo recoger los frutos de su victoria a quienes han
sido convocados a decidir un conflicto definido como de intereses.
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5) Progreso sociocultural como requisito del progreso económico.
Sarmiento elaboró una imagen del nuevo camino que la Argentina debía tomar, que rivaliza con el de Alberdi,
al que además supera en riqueza de perspectivas y contenido. Mueve a Sarmiento a recusar el proyecto
alberdiano, su convicción de que conoce mejor los requisitos y consecuencias de un cambio económico–social
como el que la Argentina posrosista debe afrontar. Esa imagen del cambio posible y deseable, sarmiento la
elaboró bajo el influjo de la crisis europea de 1848.
Como Alberdi, Sarmiento deduce de ella justificaciones para la toma de distancia, no sólo frente a los
ideólogos del socialismo sino ante una entera tradición política que nunca aprendió a conciliar el orden con la
libertad. Su modelo era Estados Unidos. No le preocupa primordialmente examinar de qué modo se ha
alcanzado una solución al problema político del siglo XIX –la conciliación de la libertad y la igualdad– [Este
es un problema teórico que se planteó en términos de cómo conciliar democracia plena y capitalismo.
Teóricos de distintas corrientes concluyeron que eran incompatibles, entre ellos, hombres como Tocqueville
y muchos de la corriente liberal] sino rastrear el surgimiento de una nueva sociedad y una nueva civilización
basada en la plena integración del nuevo mercado nacional.
La importancia de la palabra escrita se le aparece a Sarmiento como decisiva. Ese mercado sólo podría
estructurarse mediante la comunicación escrita con un público potencial muy vasto y disperso.
Si esa sociedad requiere una masa letrada es porque requiere una vasta masa de consumidores; para crearla no
basta la difusión del alfabeto, es necesaria la del bienestar y de las aspiraciones a la mejora económica a
partes cada vez más amplias de la población nacional. Para esa distribución del bienestar a sectores más
amplio, debe ofrecer una base sólida: la de la propiedad de la tierra. Sarmiento no dejará de condenar la
concentración de la propiedad. Para asegurar la expansión de las aspiraciones, sería preciso hallar una
solución intermedia entre una difusión masiva y prematura de ideologías igualitarias y ese mantenimiento de
la plebe en la feliz ignorancia de Alberdi.
Veía en la educación un instrumento de conservación social, no porque pudiese disuadir al pobre de cualquier
ambición de mejorar su lote, sino porque debía ser capaz, a la vez que de sugerirle esa ambición, de indicarle
los modos de satisfacerlas en el marco social existente.
El ejemplo de los Estados Unidos, persuadió a Sarmiento de que la pobreza del pobre no tenía nada de
necesario. Lo persuadió también de que la capacidad de distribuir bienestar a sectores cada vez más amplios
no era solamente una consecuencia positiva del orden económico, sino una condición necesaria para la
viabilidad económica de ese orden. La imagen del progreso económico que madura en Sarmiento postula un
cambio de la sociedad en su conjunto, no como resultado, sino como precondición del orden.
El ejemplo de Estados Unidos, a la vez que incita a Sarmiento a prestar atención al contexto sociocultural
dentro del cual ha de darse el progreso económico, hace para él innecesario definir los requisitos políticos
para ese progreso.
Luego, de vuelta en Chile, se dedicará a escudriñar los primeros anticipos de ese futuro que intenta planear,
rastreando los efectos de la nueva prosperidad creada por la apertura del mercado californiano a las
exportaciones chilenas. [Para esa época se había descubierto oro en California. Es la época de la “fiebre del
oro” que motiva migraciones masivas hacia el Pacífico, pero que no cuenta –dentro de Estados Unidos– con
un mercado proveedor suficiente de alimentos para esos pioneros] Él ya advertía en 1849 su impacto en los
avances del nivel de vida en Santiago y su plebe urbana. Era la ampliación del mercado, a través de la del
consumo, lo que subtendía esos avances y dotaba de un nuevo dinamismo a la economía chilena. Chile, no
obstante, creyó eterno ese mercado nuevo que pronto fue borrado por el desarrollo de un proveedor dentro de
Estados Unidos. De esa falta de cálculo y previsión, Sarmiento culpaba a los terratenientes chilenos, fruto en
definitiva de la ignorancia, y encontraba así un nuevo justificativo para la educación popular.
Otra lección que Sarmiento atesora del Chile dominado por terratenientes, es que la igualdad social no podría
allí lograrse por la difusión de la propiedad de las tierras. Como respuesta trata de esbozar una línea
alternativa de desarrollo por medio de la modernización de la agricultura chilena. Esto sólo podría hacerse en
el marco de la gran explotación capitalista. Ello exige una masa de asalariados rurales instruidos y bien
remunerados, pero poco numerosos; complemento de ese cambio debe ser el crecimiento de las ciudades,
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único desemboque a la población expulsada de la tierra. Será en la ciudad donde surja una sociedad más
compleja y móvil, y para que esto ocurra, es otra vez la difusión de la educación popular imprescindible.
Más tarde, el retornar a Buenos Aires confirma las seguridades –Estados Unidos– y perplejidades –Chile–
inspiradas en los ejemplos que había tomado.
La indefinición de los aspectos propiamente políticos de su programa se continúa en una indefinición por lo
menos igualmente marcada acerca de la articulación del grupo políticamente dirigente. Respecto a esto
Alberdi había planteado que la Argentina sería renovada por la fuerza del capitalismo en avance; había en el
país grupos dotados ya de poderío político y económico, que estaban destinados a recoger los provechos de
esa renovación y el servicio de la elite letrada sería revelarles dónde estaban sus propios intereses, para luego
prepararse a morir. Sarmiento no cree con la misma fe que las consecuencias del avance de la nueva fuerza
económica sobre las áreas marginales sean siempre benéficas. Postula un poder político con suficiente
independencia de ese grupo dominante para imponer por sí rumbos y límites a ese aluvión de energías
económicas. ¿Quiénes han de ejercer ese poderío político y en qué se apoyarán para ello? Nunca se planteó la
respuesta a la segunda pregunta; en cuanto a la primera, es desde luego la elite letrada, de la que se declara
orgulloso integrante. No descubre ningún otro sector habilitado para asumir esa tarea y desde entonces se
resigna a que su carrera política se transforme en una aventura estrictamente personal, aunque no sea esa una
solución que Sarmiento encuentre admirable.
Ya que Caseros no ha creado ese sólido centro de autoridad puesto al servicio del progreso –viene a decir
Alberdi– ha dejado en sustancia las cosas como estaban. Toda una literatura facciosa parece sugerir que el
nuevo país vive prisionero de sus viejos dilemas.
Como temía Alberdi, un periodismo formado en el clima de guerra civil que acompañó la etapa rosista, se
esfuerza por mantenerse vivo. Pero no es fácil creer que las facciones deban su inesperada vitalidad tan sólo al
influjo de unas cuantas plumas. El problema es que se adaptan mal a las nuevas líneas de clivaje político: la
tentación de tomar distancia frente a esas identificaciones facciosas está constantemente presente, aunque
esconde una exhortación alarmada a preservar una lealtad facciosa en que la sangre derramada parece excluir
la posibilidad de una solución al conflicto político, más conciliatoria que no sea la eliminación del adversario.
Hernández no tiene sino expresiones de respeto por el general Urquiza; aún así le profetiza que la muerte bajo
el puñal unitario será el desenlace de su carrera, si no abandona el camino de las concesiones frente a un
enemigo incapaz de controlar su propia tendencia asesina.
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La apelación apasionada a una tradición facciosa refleja la convicción de que esta tradición está perdiendo su
imperio. Si esas tradiciones facciosas agonizan es porque –como había declarado Alberdi– se están haciendo
irrelevantes y lo que las hace tales son los cambios que a pesar de todo trajo Caseros.
¿Qué ha cambiado? No las situaciones provinciales consolidadas en la etapa de hegemonía porteña, que ahora
se apresuran a cobijarse bajo la de su vencedor. Tampoco el equilibrio interno de las facciones políticas
uruguayas. Caseros ha puesto en entredicho la hegemonía de Buenos Aires y ha impuesto la búsqueda de un
nuevo modo de articulación entre esta provincia, el resto del país y los vecinos.
También se ha destruido en Caseros el sistema de poder creado por Rosas. Ese sistema construido a partir de
1828-29, había sido despojado por su creador de toda capacidad de reacción espontánea que hace posible –
bajo la apariencia de una rabiosa politización– una despolitización creciente de la sociedad entera.
La caída de Rosas deja un vacío que llenan mal los sobrevivientes de la política prerrosista, como por ejemplo
Vicente López y Planes, designado por Urquiza, gobernador de Buenos Aires.
Ese vacío será llenado entre junio y diciembre de 1852; un nuevo sistema de poder será creado; habrá surgido
una nueva dirección política con una nueva base urbana y un sostén militar improvisado, pero suficiente para
jaquear la hegemonía que Entre Ríos creyó ganar en Caseros. El 11 de setiembre de 1852, marca l fecha de
una de las pocas revoluciones argentinas que marcan un punto de inflexión en su vida política.
A fines de junio de 1852, la recién elegida Legislatura de la Provincia de Buenos Aires rechaza los términos
del Acuerdo de San Nicolás, por el que las provincias otorgan a Urquiza la dirección de los asuntos nacionales
durante el periodo constituyente. El héroe de la jornada es Bartolomé Mitre. Quiere ser portavoz de una
ciudad y una provincia que no ha renunciado a defender la causa de la libertad.
Está renaciendo algo que faltaba en la ciudad desde hacía veinte años: una vida política. En el diálogo entre
un grupo dirigente político–económico y una elite letrada –que según Alberdi debía determinar el futuro
político de la Argentina– se entremezclaba otro turbulento interlocutor. Esto parecía anunciar una recaída en
el estilo político que había provocado la reacción federal y rosista. La trayectoria de Mitre no era más
tranquilizadora, pero su éxito parlamentario de junio fue contrarrestado por un golpe de estado de Urquiza,
dispuesto a volver a la obediencia a Buenos Aires.
La ocupación militar entrerriano–correntina se hace pronto insostenible y el 11 de setiembre se asiste a un
alzamiento exitoso. Esos hombres nuevos a quienes las jornadas de junio han dotado de un séquito urbano [en
la Legislatura] transforman su base política en militar.
Pero esos advenedizos no están solos; junto con ellos se levantan los titulares del aparato militar creado por
Rosas. Unos y otros reciben el inmediato apoyo de las clases propietarias de ciudad y campaña. La causa de la
libertad que Mitre evoca, no es otra que la oculta causa de Buenos Aires, la cual no es idéntica para los jefes
de frontera, para las clases propietarias o para la nueva opinión urbana movilizada en junio. Esta última
identifica la causa de Buenos Aires con la de la libertad impuesta a las demás provincias con violencia. Para
las clases propietarias significa la resistencia a incorporarse a un sistema fiscal que los intereses porteños no
manejan. Para el aparato militar ex–rosista, la negativa a aceptar la hegemonía entrerriana.
Cuando vencedor el movimiento en Buenos Aires busca expandirse al Interior, amenazando así inaugurar un
nuevo ciclo de guerras civiles, ese aparato militar se alza. No logra derrocar al gobierno de la ciudad y
Urquiza decide darle su apoyo bloqueando navalmente Buenos Aires. La provincia pasa la prueba, Urquiza se
retira una vez más y la organización militar de la campaña es cuidadosamente reestructurada para que no
pueda volver a ser un contrapeso de la Guardia Nacional de Infantería que es ahora la expresión armada de la
facción dominante en la ciudad.
La prueba atravesada ha enseñado a los dirigentes políticos urbanos los límites de su libertad de acción; su
victoria se debe en parte importante a que el arbitraje de las clases propietarias le ha sido favorable. Éstas
seguirán apoyándolos debido a sus prevenciones a la incorporación a la Confederación urquicista, pero no
tolerarían una política interprovincial de conflicto.
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El éxito de la empresa política inaugurada en junio de 1852 se da en un contexto muy diferente del previsto
por quienes pretendían predecir antes de 1852 el rumbo de la Argentina posrosista. No se mide en cambios
sociales, en un nuevo ritmo de progreso económico estimulado por la acción estatal o en avances
institucionales. Es un éxito estrechamente político que comienza a borrar las consecuencias de la derrota de
Buenos Aires en Caseros, que otorga a una tradición antirrosista una sólida base popular.
En ese contexto, tanto el pensamiento político como su expresión adquieren modalidades nuevas. Los
políticos de Buenos Aires se dirigen a un público distinto y más vasto que los grupos dominantes que Alberdi
había reconocido como únicos interlocutores. He aquí todo un mundo de problemas que Alberdi había
ignorado sistemáticamente, que Sarmiento sólo atendió episódicamente, pero cuya significación no se podía
seguir ignorando.
Ese esfuerzo de definición de una política que surge, inspira los artículos con que Mitre llena Los Debates En
ellos encontramos en el lugar de honor al personaje que Alberdi habría querido desterrar para siempre de la
política argentina: el partido. [Cuidado con esto: cuando Halperin caracteriza aquí al partido, lo hace de
manera muy similar a los partidos políticos moderno lo cual puede conducir a un anacronismo. Lo correcto
aquí, es hablar de facciones más que de partidos, porque aun no cuentan con la estructura orgánica con la
que los conocemos, y que no surgirán hasta después de 1880] El partido impone una conexión nueva entre
dirigente y séquito político. El énfasis en el partido, lleva a los políticos a un esfuerzo por buscar un pasado
para ese partido, pasado además cuidadosamente depurado.
En este marco, el retorno de los restos de Rivadavia –sobre cuya acción política la generación de 1837 había
dado un juicio muy duro– lejos de marcar una vuelta al conflicto interno, viene a coronar un largo esfuerzo
integrador en que Buenos Aires se reconcilia consigo misma. La resurrección de una tradición política que a
partir de 1837 había sido declarada muerta, renace de la identificación entre la tradición unitaria y la causa de
Buenos Aires. Esa tradición se adecua a las necesidades de una Buenos Aires que luego de su derrota en
Caseros, debe reivindicar más explícitamente que nunca, su condición de escuela y guía política de la entera
nación.
Por su parte, al mantener su identificación intransigente con la causa del progreso –viene a afirmarnos Mitre–
el Partido de la Libertad que ha nacido, no hará sino reflejar la que la sociedad porteña mantiene desde su
origen. Pero Mitre hace urgente separar la causa del liberalismo [que está resurgiendo en toda Europa] de la
de un radicalismo que se declara condenado de antemano al fracaso. Lo que Mitre quiere es tener a sus
enemigos a la izquierda y no se limita a ofrecer una alternativa preferible a la conservadora o radical, sino que
toma de ellas todos los motivos válidos en ambas posiciones extremas, y al hacerlo, las despoja de cualquier
validez. A pesar de su planteo político, menos fácil es dotar a esa orientación renovadora de un contenido
preciso, de un programa.
Mitre definió sus posiciones programáticas sobre puntos tan variados como el impuesto al capital, la
convertibilidad del papel moneda y la creación de un sistema de asistencia pública desde la cuna hasta la
tumba. Pero no hay duda de que esas definiciones programáticas no podrían ser las de un partido que
pretendiese representar armoniosamente todas las aspiraciones que se agitan en la sociedad. [Bien Halperin...
otra vez no pudo zafar bien de expresar su pensamiento político. Esto es así, por la sencilla razón de que no
existe partido político que pueda expresar los intereses de todos los sectores sociales, ya que muchos de ellos
son contrapuestos. Lo que Halperin está diciendo, es que los partidos o facciones políticas, son
necesariamente clasistas aunque no lo digan, o al menos facciosos en términos de grupos de intereses] Esas
indefiniciones de 1852, quedarán hasta tal punto incorporadas a la tradición política argentina que seguirán
gravitando hasta nuestros días.
La movilización política urbana en Buenos Aires no tuvo efectos duraderos; sería agotada por una
desmesurada victoria: a partir de 1861 el Partido de la Libertad, intenta la conquista del país y no sólo fracasa
sino que destruye las bases mismas desde las que ha podido lanzar su ofensiva.
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Buenos Aires va a mantener dos conflictos armados con la Confederación. Derrotada en 1859 admite
integrarse a su rival, pero obtiene de éste el reconocimiento del papel director dentro de la provincia de
quienes la han mantenido disidente. Obtiene también una forma constitucional que, a más de disminuir el
predominio del Estado federal sobre los provinciales, asegura una integración financiera sólo gradual de
Buenos Aires en la nación.
Vencedora en 1861, su victoria provoca el derrumbe del gobierno de la Confederación, presidido por Derqui y
sólo tibiamente sostenido por Urquiza. Mitre, gobernador de Buenos Aires, advierte muy bien los límites de
su victoria, que pone a su cargo la reconstitución del Estado federal, pero no lo exime de reconocer a Urquiza
un lugar en la constelación política que surge. Admite que los avances del partido de la Libertad no podrían
alcanzar a las provincias mesopotámicas que quedan bajo la influencia de Urquiza y parece dispuesto a
admitir también que en algunas de las provincias interiores la base local para establecer el predominio liberal
es tan exigua, que no debe siquiera intentarse.
El vencedor de Pavón, admite en cambio la remoción de los gobiernos provinciales de signo federal en el
Interior, hecha posible por la presencia de destacamentos militares de Buenos Aires, y en el Norte, por los
ejércitos de santiago del estero y los hermanos Taboada. Esa empresa afronta la resistencia de La Rioja,
aparentemente doblegada cuando su máximo caudillo –el Chacho Peñalosa– es vencido y ejecutado. No
obstante, la escisión del liberalismo porteño, no pudo ser evitada luego de Pavón.
Mitre, sacudida ya su base provincial, busca consolidarla mediante la supresión de la autonomía de Buenos
Aires, que una ley nacional dispone colocar bajo la administración directa del gobierno federal. La Legislatura
rehusa su asentimiento; Mitre se inclina ante la decisión pero no logra evitar que la erosión de su base porteña
quede institucionalizada en la formación de una facción liberal antimitrista: la autonomista, que en pocos años
se hará del control de la provincia.
La división del liberalismo porteño va a gravitar en la ampliación de la crisis política cuya intensidad Mitre
había buscado paliar mediante su acercamiento a Urquiza. Pero lo que sobre todo va a agravarla es su
internacionalización. La victoria liberal de 1861 sólo puede consolidarse a través de conflictos externos. Es el
entrelazamiento entre las luchas facciosas argentinas y uruguayas lo que conduce a ese desenlace.
El predominio blanco asegurado en Quinteros, va a afrontar el desafío de espadas veteranas del coloradismo
que han encontrado en Buenos Aires, lugar en el ejército disidente y para la cual han organizado una
caballería. La Cruzada Libertadora que el general Flores lanza sobre su país, cuenta con el apoyo de Buenos
Aires. A su vez, el cruzado colorado contará con otro apoyo externo aún más abierto: el imperio del Brasil.
Si la pasividad de Urquiza despierta reprobación entre los federales, los liberales autonomistas hallan posible
acusar de pasividad a Mitre. Esos reproches se harán más vivos cuando el joven presidente de Paraguay,
Francisco Solano López, juzgando oportuno el momento, entre en la liza en defensa del equilibrio rioplatense
que proclama amenazado por la intervención del imperio en el Uruguay. [Cuando la Cruzada Libertadora
avanza sobre Uruguay, no tiene asegurado un dominio sobre la campaña oriental; son las tropas brasileñas
las que se lo facilitan invadiendo el territorio uruguayo por el norte] López espera contar con el apoyo de
Urquiza a más del que obviamente tiene derecho a esperar del gobierno blanco. Los autonomistas urgen a
Mitre a que lleve a Argentina a la guerra del lado del Brasil. Por su parte Mitre busca evitar que la guerra
llegue como una decisión independiente de su gobierno. Cuando López decide atacar a Corrientes luego de
que le ha sido denegado el paso con sus tropas por Misiones, logra hacer de la entrada de la Argentina en el
conflicto, la respuesta a una agresión externa. Así la participación argentina adquiere una dimensión nacional
y Urquiza se apresura a declarar su solidaridad con la nación y su gobierno.
Pero en la medida en que la guerra no ha de servir para la definitiva limpieza de los últimos reductos
federales, ella pierde buena parte del interés para la facción autonomista.
Si el proceso que conduce a la guerra marca el punto más alto del estilo político de Mitre, la guerra va a poner
fin a su eficacia. Las pruebas que impone son demasiado duras, las tensiones que introduce en el cuerpo social
demasiado poderosas en la conciencia de las limitaciones severas que afectan a un poder sólo nominalmente
supremo. Es aislamiento político del Presidente se acentúa y a él contribuye la creciente resistencia federal de
participar en el conflicto bélico. Contribuye también de modo más decisivo la toma de distancia frente a la
empresa de un autonomismo que antes que nadie, la había proclamado necesaria.
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La movilización política urbana, que ha sobrevivido mal a la escisión liberal, se hace presente por última vez
en el momento de declaración de guerra. Desde entonces, en ciudad y campaña, la vida política de Buenos
Aires será cada vez más protagonizada por dos máquinas electorales.
El esfuerzo que la guerra impone acelera la agonía del Partido de la Libertad. Urquiza ha visto reconocida en
el nuevo orden una influencia que espera poder ampliar apenas dejen de hacerse sentir los efectos inmediatos
de la victoria de Buenos Aires en un Interior en que el federalismo sigue siendo la facción más fuerte. Asistirá
así como espectador dispuesto sólo a comentarios ambiguos al gran alzamiento federal de 1866-67, que desde
Mendoza a Salta convulsiona todo el Interior andino, pero esta línea política que adopta se revelará suicida.
Como se ve, no es sólo la erosión de su base política porteña la que ocasiona la decadencia del mitrismo; es
también el hecho –de que en el contexto institucional adoptado por la nación– esa base no bastaría para
asegurar un predominio nacional no disputado. [Esto es así por el problema de las representaciones
provinciales; para lograrlo, debiera contar con mayoría de las representaciones provinciales y ya sabemos
que el mitrismo no está consolidado en el país]
Ante la guerra, el ejército nacional necesita ampliar su cuerpo de oficiales y esto permite el retorno a
posiciones de responsabilidad e influencia, a figuras políticamente poco seguras. Al mismo tiempo, las poco
afortunadas vicisitudes de la guerra debilitan el vínculo entre ese cuerpo de oficiales y su jefe supremo, es
decir, Mitre. Curupaytí, revela a la nación que la guerra ha de ser mucho más larga y cruenta de lo que se
esperaba, e inspira entre los oficiales dudas sobre su dirección. Ese cuerpo de oficiales es solicitado en 1867
por el coronel Lucio Mansilla para apoyar la candidatura presidencial de sarmiento.
Aun los jefes de la más vieja lealtad mitrista se sienten cada vez menos ligados a ella y así el general
Arredondo, feroz pacificador del Interior tras Pavón, entrega los electores de varias provincias a ese
candidato. Puede hacerlo, gracias a la guerra civil de 1866-67, en que el ejército nacional ha alcanzado
gravitación en el Interior.
El Partido de la Libertad ya no existe, Mitre lo ha destruido. Esto es el resultado de una acción más interesada
en los resultados que en principios. Mitre traicionó los de su partido cuando proclamó la espectabilidad del
caudillo Urquiza, cuando aceptó como sus aliados en el Interior a los Taboada, cuando favoreció en el
Uruguay la causa de ese otro traidor a sus principios Flores, la traicionó aun más cuando desencadenada la
guerra con el Paraguay pactó con el Imperio brasileño, alianza contraria al republicanismo de su partido. A
esa bancarrota moral, siguió la bancarrota política.
¿Puede el federalismo sobrevivir a ese retorno debido más que a sus victorias al agotamiento de su
adversario? Y de ser así ¿qué sobrevivirá de ese federalismo?
La caída de Rosas había significado un punto de inflexión en la trayectoria del federalismo. La solidaridad del
partido encontraba a su vez una nueva base en la identificación con la Constitución Nacional de 1853. La
secesión de Buenos Aires devolverá a primer plano motivos antiporteños a los que había puesto sordina la
hegemonía rosista. Ese federalismo constitucionalista y antiporteño es el que debe hallar modo de sobrevivir a
Pavón.
El jefe nacional del federalismo, Urquiza, no ha sido despojado por Pavón de un lugar legítimo en la vida
política argentina. La constitución que el vencedor de Pavón ha jurado, y da base jurídica al poder nacional, es
la que se proclamó en cumplimiento de los pactos que los jefes históricos del federalismo establecieron treinta
años atrás. Esa seguridad de que el federalismo no ha perdido en la derrota su función central está aun viva en
la proclama con que el Chacho Peñalosa anuncia su levantamiento.
La proclam no llama a los riojanos a imponer una nueva solución política, sino el retorno a la línea de mayo y
de Caseros; pero ese optimismo quizá forzado deberá ser abandonado por parte de los federales.
Una interpretación cada vez más popular de Pavón deriva de la última etapa de la polémica antirrosista, que
denunciaba en Buenos Aires a un poder votado al monopolio mercantil y la explotación fiscal del resto del
país.
Tras la victoria de Mitre y Buenos Aires, Alberdi prefiere insistir en el elemento fiscal. En diez años se había
hecho evidente lo que en 1852 había vaticinado el representante británico en el Río de la Plata –Parish–
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respecto de que la libre navegación era incapaz de afectar sensiblemente la hegemonía mercantil de Buenos
Aires. Más que eliminar las restricciones, se trataba de hallar un modo de que el país entero participe de
manera menos desigual en sus beneficios. Ello sólo podría lograrse, según Alberdi, mediante la creación de un
auténtico Estado nacional, dueño de las rentas nacionales. [Halperin no lo ha nombrado ni una sola vez a lo
largo de este trabajo, pero cuando habla de rentas nacionales, hay que recordar que lo más saneado del fisco
eran los ingresos de la Aduana y que Buenos Aires los tiene] La integración del motivo alberdiano y una
tradición federal depurada de cualquier memoria de la etapa rosista, encuentra expresión en la proclama con
que el coronel Felipe Varela se pone al frente del gran alzamiento del Interior andino en diciembre de 1866.
La causa que invoca es la misma de 1863.
Ante todo esto, ese federalismo que debe resurgir, desenvuelve los esfuerzos por hacer de Urquiza un
candidato a la sucesión constitucional de Mitre. Constitucionalismo y sobre todo antiporteñismo, ofrecen
entonces una renovada base al federalismo.
Sarmiento es presidente en 1868 contra los deseos de Mitre y no se limita a afrontar en estilo desgarradamente
polémico el hostigamiento de un mitrismo enconado por la pérdida del poder. Falto de apoyo partidario
propio, Sarmiento se acerca a Urquiza dándose así la posibilidad de una nueva alineación en que el
federalismo puede aspirar a ganar gravitación decisiva.
A nivel internacional, la trayectoria del segundo Imperio [la Francia de Napoleón III] subraya el agotamiento
de la solución autoritaria en la que Alberdi confiaba. Los éxitos del régimen imperial lo mismo que sus
fracasos, parecen reflejar la perduración de esas fuerzas revolucionarias que son la democracia y el
nacionalismo. El liberalismo mitrista aparece así como contrario a las tendencias de nuevo dominantes en
Europa. No sólo los voceros del federalismo comienzan a golpear ese flanco débil [su tibieza política] del
mitrismo. También desde el liberalismo se proclamará una creciente decepción hacia él.
Pocos meses después de recibir la visita de sarmiento, Urquiza es asesinado por los participantes en la
revolución provincial que ponen en el poder a Ricardo López Jordán, el más importante de sus segundones.
José Hernández, político federal, quiere creer que aun es posible salvar el frágil entendimiento entre el
gobierno nacional y el federalismo entrerriano y se declara seguro de que López Jordán condenará ese crimen.
No obstante, Jordán ni quiere ni puede hacerlo. Sarmiento se dispone a lanzar todo el ejército sobre la
provincia y Hernández pasa a apoyar la causa de la rebelión entrerriana, pero advierte mejor que el jefe de
ésta, hasta qué punto el nuevo contexto político nacional condena de antemano cualquier movimiento que no
supere el ámbito provincial. Las alternativas que quedan abiertas son: trasformar el alzamiento entrerriano en
punto de partida de uno nacional capaz de abatir al gobierno federal; ganar para él el apoyo armado del
imperio brasileño que le permita reconstruir en su provecho la confederación urquicista; y ninguna de estas
dos opciones son fáciles; y una tercera, lograr el avenimiento con el gobierno nacional que no suponga una
derrota total de la causa rebelde. Ese avenimiento sólo será posible si el gobierno debe afrontar una crisis más
urgente que la de Entre Ríos. Se comprende entonces con qué alborozo festeja Hernández desterrado en
Montevideo luego de la derrota del jordanismo, a la crisis abierta con la candidatura de Avellaneda para
suceder a Sarmiento, y su culminación en la infortunada rebelión militar encabezada por Mitre en 1874.
Hernández intenta de nuevo hacerse vocero de un consenso destinada a abarcar fuerzas más vastas que esa
fracción del federalismo que ha venido sobreviviendo. Tiene confianza en la progresiva afirmación de ese
Estado nacional que Mitre organizó como agente de una facción, Sarmiento quiso independiente de las
facciones y Avellaneda se apresta a redefinir como árbitro entre ellas. [Recordemos que la mayor aspiración
política de Avellaneda fue declarada por él mismo cuando expresó que deseaba que no hubiese en la nación,
nada más grande que la nación misma]
Los testimonios de la época no muestran ningún deseo por revisar de modo sistemático los distintos proyectos
de creación de una nación formulados a mediados de siglo. Con ello se corre el riesgo de perder de vista que
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ese legado renovador al que se rinde constante homenaje no propone un rumbo único sino varias alternativas.
Lo que había separado a Alberdi de Sarmiento o de Frías no era una diferencia de opinión sobre la necesidad
de acudir a la inmigración o la inversión extranjera o la de fomentar el desarrollo del transporte sino el modo
en que esos factores debían ser integrados en proyectos de transformación global, cada vez más perdidos de
vista a medida que esa transformación avanza.
De esos elementos por ejemplo, la educación popular no será nunca uno en torno al cual la controversia
arrecie; tampoco recibirá mucho más que el homenaje ya que ni el propio Sarmiento le concederá en los años
que van de 1862 a 1880 la atención que le otorgó en etapas anteriores y volverá a consagrarle en sus años
finales. [Cuidado con esto, primero porque Norma Simetría y Brillo, si alguna vez se masturba, lo hace
pensando en Sarmiento; segundo porque es cierto que durante la presidencia de Sarmiento, el presupuesto
para educación fue tan alto que nunca más se repitió en la historia argentina. Después de todo, como
Halperin presentía con quien íbamos a rendir, continúa diciendo:] Su gobierno impone sin duda una
reorientación seria a la educación primaria y popular.
La inmigración despierta reacciones más matizadas que sin embargo tampoco alcanzan a poner en duda la
validez de esa meta. La confrontación entre las propuestas renovadoras y los resultados de su aplicación, es
menos fácil de esquivar en el área económica.
Sólo ocasional y tardíamente se discutirá la apertura sistemática al capital y la iniciativa económica
extranjeros; con mayor frecuencia se oirán protestas contra la supuesta timidez con que se las implementa. En
Buenos Aires el hecho de que el primer ferrocarril, creado por iniciativa de capitalistas locales, pase luego a
propiedad de la provincia, es visto por muchos como una anomalía. En 1857 Sarmiento ha subrayado que el
único modo de acelerar la creación de la red ferroviaria es dejarla a cargo de la iniciativa extranjera que debe
ser atraída mediante generosas concesiones en tierras, condenadas éstas a ser insuficientemente explotadas
mientras falten medios de comunicación. [una cosa que Halperin parece no tener en cuenta aquí es
justamente el modelo de Sarmiento basado en Estados Unidos, donde la construcción de ferrocarriles se
hacía justamente por la concesión de determinada cantidad de tierras por el lugar donde pasaban las vías,
que sirvieron para capitalización de las empresas constructoras mediante el usufructo de las mismas como
tierra privada por la cual debían pasar las carretas que quisieran cargar algo en el tren, algo así como un
peaje que al productor costaba más caro pasar esa legua de ancho que transportar su producto desde 100
kilómetros de distancia a las vías, aunque tuviese que pagar por ello]
En la década siguiente El Nacional propondrá directamente la transferencia del Ferrocarril Oeste a manos
británicas; es ésta una de las propuestas oficiosas del gobierno de Sarmiento. El papel del capital extranjero en
la expansión argentina, no es entonces objeto de controversia, y aún menos la despierta la apelación ilimitada
al crédito externo. Hernández es uno de los entusiastas partidarios del endeudamiento.
El consenso se hará mucho más reticente en torno a la liberalización del comercio exterior. Por una larga
etapa el librecambismo va a ser reconocido como un principio doctrinario irrecusable, sin embargo la
necesidad de proteger ciertos sectores, va a ser vigorosamente subrayada. Un sólido consenso va a afirmarse
en torno a los principios básicos de la renovación económica. Sólo en la década del setenta, algo parecido a un
debate sobre principios económicos, comienza a desarrollarse en torno al proteccionismo, que adquiere una
nueva respetabilidad al ser presentado como alternativa válida a un librecambismo a veces recusado en los
hechos.
Pero las tomas de posición a favor del proteccionismo alcanzan eco reducido y están lejos de suponer una
recusación global de los supuestos a partir de los cuales fue emprendida la construcción de un nuevo país.
Otra razón para que la disidencia que el proteccionismo implica permanezca en límites estrechos, es que en su
versión más extrema, el proteccionismo, recusa la teoría de división internacional del trabajo, sobre lo cual
hay general consenso en aprobar. Lo que no se examina, es si, al margen de la política económica del
gobierno argentino, la nueva inclusión en la economía mundial no está consolidando un lazo de desigualdad
de intercambio difícil de modificar. Lo que ocurre es que hay una fe en que está abierto a la Argentina el
camino que la colocará en un nivel de civilización, poderío económico y político, comparable al alcanzado
por las potencias europeas.
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¿Significa esto que no es advertido el hecho obvio de que la Argentina es un área marginal del mercado
mundial? Es evidente que existe conciencia de los peligros que esa marginalidad implica, pero ella se da sobre
todo en el plano político, por lo cual la soberanía política es la que va a ser defendida.
Al sugerir remedios a la situación de atraso argentino, que es comparable con el del resto de naciones de
Hispanoamérica, no se busca la causa principal de ese atraso en la condición marginal del continente. Además
quienes están atentos a esos riesgos, están sostenidos por la seguridad de que las naciones hispanoamericanas
cuentan con los medios de superarlos, si se deciden a usar de ellos. Si Alberdi juzga que la inmigración de
hombres y capitales, en un marco de autoritarismo político e inmovilismo social, hará de la Argentina una
réplica y no un satélite de Europa, Sarmiento por su parte no duda de que una política diferente, permitirá
repetir el milagro norteamericano. Mitre incluso era más optimista: “en menos de doscientos años la
Argentina habrá alcanzado y quizá sobrepasado a Inglaterra”
Ni una disidencia política, ni un proyecto alternativo de cambio económico–social, vienen a debilitar la segura
fe en que la edad de oro de la Argentina, como creía Alberdi, estaba en el futuro, y que desde mediados de
siglo había quedado abierto el camino para ello. Pero esa seguridad era vulnerable al testimonio que la
realidad inmediata ofrecía.
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ganadera se ven afectados. Los testimonios más conocidos entonces, no son otra cosa que un alegato contra
un estilo de gobierno que frena las perspectivas de ganancia de la clase terrateniente.
¿Por qué una clase que cuenta con los recursos de los terratenientes porteños no es capaz de defender más
eficazmente sus intereses? El problema no lo encararon ni Barros, ni Estrada ni Hernández, sino Sarmiento.
Para él la clave se encuentra en que la clase terrateniente porteña está formada por propietarios ausentistas,
que hacen sentir su gravitación sobre las masas rurales a través de agentes económicos, que han establecido
vínculos directos con el personal que controla la administración provincial; como consecuencia la clase
terrateniente ha abdicado de antemano cualquier influjo sobre la vida política de la campaña. Pero esa
abdicación no se ha traducido en una auténtica emancipación política de las masas ya que el arcaísmo que
sigue caracterizando a la campaña lo hace imposible. No obstante, de esta imagen, no deduce ningún
programa de cambios drásticos.
Durante la etapa de separación de Buenos Aires, una coyuntura especialísima hizo posible una formulación
del proyecto de transformación social que Sarmiento había declarado esencial para la creación de una nueva
nación.
En nombre del gaucho errante, estigmatiza un sistema que expulsa a los hombres para dar más ancho lugar a
los ganados y Chivilcoy se le presenta como la perspectiva de trasformación. Pero esa perspectiva se revela
ilusoria y a falta de un sector suficientemente amplio de las clases populares resuelto a identificarse con los
cambios que Sarmiento propone, éste vuelve a un público más habitual: las clases ilustradas.
Su propuesta se plasmó en el proyecto de reforma agraria que presentó en 1860 como ministro de Mitre, que
propone para el área destinada a ser servida por la continuación del Ferrocarril Oeste –justificada por la
necesidad de asegurar rentabilidad a la línea– y que permite a los terratenientes conservar sólo la mitad de la
tierra que poseen. Una perspectiva como esta ya dominaba en economistas ilustrados como Vieytes. La idea
que lo domina es que la eliminación del primitivismo socio–cultural de la campaña, exige la eliminación del
predominio ganadero.
El tránsito de una economía ganadera a una agrícola es visto como el elemento básico del ascenso de una
entera civilización una etapa superior, idea que es compartida también por los federales. En esa noción se
apoya también el vasto consenso que propone la colonización agrícola de la campaña como solución para el
atraso y los problemas socio–políticos de la entera nación.
El programa de cambio rural mediante la colonización agraria está representado por la propuesta de formación
de colonias con hijos del país, incluida por José Hernández en sus Instrucciones de Estanciero, de 1881. Se
trata de un programa de renovación rural definido en diálogo exclusivo con los grupos dominantes, por lo cual
no puede sino aceptar de antemano la necesidad de adecuar sus alcances a las perspectivas de esos grupos.
Sería absurdo reprochar a Hernández su aceptación de un contexto sociopolítico que ni podía, ni deseaba
cuestionar.
El programa de sarmiento, por su parte, es claro: desea hacer cien Chivilcoy en seis años de gobierno, con
tierra para cada padre de familia, con escuela para sus hijos.
Mitre a su vez, va a ofrecer un entero cuadro de la evolución histórica rioplatense y a proclamar la total
racionalidad del proceso. Desde la conquista española hasta 1868, la “barbarie” pastora hizo posible la
ocupación del territorio; los ganados lo conquistaron más seguramente que los escasos hombres. Es erróneo
creer sin embargo que el único mérito de la etapa pastoril es haber creado las condiciones para su futura
superación. Cuatrocientos mil habitantes en la pastoril Buenos Aires “producen casi tanto y consumen más”
que cuatro veces esa población en un Chile agrícola y minero. Era cierto, la rápida conquista del territorio
hecha posible por la actividad ganadera, ofreció la mejor solución para un equilibrio de recursos en que la
tierra era superabundante y el hombre escaso. Es la justeza de la teoría de la división internacional del trabajo
la que es confirmada por el éxito que la Argentina ha alcanzado. Ésta es también, aunque en un contexto
ideológico distinto, la conclusión de José Hernández.
Se ha completado aquí la redefinición del problema de la campaña; no ha de ser definido como político o
como socio–cultural, sino como económico. Su solución ha de provenir, como había querido Alberdi, de la
apertura sin reticencias de ese campo a las fuerzas económicas desencadenadas por el rápido desarrollo de
Europa y los Estados Unidos. El énfasis alberdiano no incitaba a planear ningún futuro en este aspecto. Al
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proclamar la racionalidad económica de la realidad presente, hace más fácil aceptarla tal como es: y esa
lección de conformidad con el statu quo, va también a integrar el consenso.
La creciente distancia con ese momento inaugural que es Caseros y la percepción cada vez más viva de que a
partir de ese instante se vienen acumulando trasformaciones irreversibles e irreductibles a las que se habían
propuesto en cualquiera de los modelos entonces definidos, no van a estimular la formulación de ningún otro.
[Tulio Halperin Donghi, Una nación para el desierto argentino, Centro Editor de América Latina,
Buenos Aires, 1982]
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