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DISCURSO DE LA DOCTORA BEATRIZ MERINO, DEFENSORA DEL PUEBLO,

EN LA CEREMONIA DE ENTREGA
DE LA MEDALLA “DEFENSORÍA DEL PUEBLO” AL EMBAJADOR JAVIER
PÉREZ DE CUÉLLAR.

Lima, 27 de abril del 2010.

Señoras y señores.

Les propongo ahora dirigir nuestra mirada hacia otra personalidad, también peruano
y también universal, con una sabia manera de ser que consiste en entrelazar raíz y
destino, suelo y vuelo en su travesía por el Perú y el mundo. Me refiero a Don Javier
Pérez de Cuellar, y le antepongo el “Don” para destacar su señorío y el inmenso
respeto que nos inspira.

En la Defensoría del Pueblo no nos cabe la menor duda de que uno de esos
referentes que siempre hemos visto, de cerca y de lejos, con aprecio y con
admiración, es el embajador Javier Pérez de Cuéllar. Su nombre está asociado al
infatigable ejercicio del entendimiento mutuo, a la organización de la vida
internacional de los Estados, a las estrategias de paz basadas en el diálogo y a un
profundo sentido del cumplimiento del deber, aun en situaciones complejas y harto
difíciles.

Su vida es una continua demostración de cómo un talento y una vocación se van


labrando con esmero a lo largo de los años y de cómo es posible avanzar hacia las
grandes responsabilidades sin apartarse de principios y valores.

Nos enorgullece, en nuestra condición de peruanos, haberlo visto convertirse en


Secretario General de las Naciones Unidas, dispuesto a luchar incansablemente por
la paz durante 10 años.

Allí están, como claros ejemplos de su habilidad negociadora y su seriedad de


funcionario al servicio del mundo, las visitas a cinco países centroamericanos, junto
a los cancilleres del Grupo Contadora, para enseguida crear el denominado Grupo
de Observación de Naciones Unidas para Centroamérica (Onuca), cuya misión
consistía en observar y verificar el cumplimiento de los acuerdos de paz de
Esquipulas y la desmovilización y desarme de la resistencia nicaragüense.

Fueron precisamente estos pasos los que abrieron el camino a un acuerdo


provisional de cese del fuego entre el Gobierno y los insurgentes en marzo de 1988.
Tres años después se suscribiría un pacto de paz y se obtendría la desmovilización
de 22 mil contrarrevolucionarios que entregaron sus armas a las Naciones Unidas
para ser destruidas.

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Un esfuerzo similar se produjo en El Salvador, cuya cruenta guerra civil había
cobrado 75 mil vidas. Otro tuvo lugar en Guatemala, donde se logró, en 1994, la
reanudación del proceso de negociación entre el Gobierno y la Unión Revolucionaria
Nacional Guatemalteca.

El clarísimo interés por los países en desarrollo fue un rasgo notorio de la gestión de
Javier Pérez de Cuéllar, quien defendía la idea de resolver problemas de fondo para
garantizar la libertad de las naciones y la soberanía de los Estados por más
pequeños que fuesen.

Del mismo modo fueron muy destacadas sus actuaciones como agente de
pacificación en la dramática guerra de Las Malvinas, que enfrentó a la Argentina con
Gran Bretaña y, ciertamente, a renglón seguido, en los conflictos de Libia y
Afganistán.

Nada de esto se logra sin una férrea convicción de que es mediante el


entendimiento que la humanidad avanza, sin dejar a nadie atrás. La enorme
complejidad de las relaciones sociales y estatales de estos tiempos no deja lugar a
dudas respecto del papel que juegan los organismos multilaterales, a los que Don
Javier les asigna el objetivo de “la fraternidad de los pueblos”.

La creciente interdependencia, así como la pérdida relativa de soberanía de los


Estados nacionales, sugiere la necesidad de que el poder mundial debe ser
regulado en favor de la persona humana. La seguridad y la defensa, así como el
desarrollo de la ciencia y la tecnología, carecen de sentido si el ser humano
desaparece del horizonte como principio y fin de todos nuestros afanes.
“Entenderse” significa buscar intersecciones sobre las que se puede construir una
sociedad compartida.
Tal como nos previene el gran filósofo alemán Jurgen Habermas,
“el crecimiento de sistemas y redes multiplica las posibilidades de contactos
y comunicaciones. Sin embargo, no provoca per se el ensanchamiento de un
mundo compartido intersubjetivamente ni la concatenación de puntos de
vista y temas a partir de los cuales se forman los espacios públicos
políticos”.

Ese es el reto que enfrenta el mundo actual: ¿cómo hacemos para entender las
diferencias, ahora que podemos conocernos más, ahora que las ideas y las lenguas
se entrecruzan desafiando nuestra capacidad de comprensión?

Creo vislumbrar que aquí radica el impulso básico de la acción de Don Javier. Se
trata, pues, de armar el rompecabezas del mundo con el poder supremo de la
palabra, confiando en la racionalidad humana y construyendo sentidos comunes,
grandes y pequeños, todos importantes. Pero quizá podríamos preguntarnos,

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asimismo, ¿de qué están hechas las personas que buscan el entendimiento entre
culturas diferentes, proyectos distintos, futuros contrariados?
No me cabe la menor duda de que están hechas de una inquebrantable fe en el
género humano y de una enorme capacidad de escuchar, lo que implica abrirse a
los otros y sumergirse en la complejidad, aun cuando esta experiencia sea
incómoda.

Es más, yo diría que hay que buscar la incomodidad para entender el problema. Hay
que salir de esa soledad narcisista que nos encalla en un solo lugar y salir,
asimismo, de la peor de las intolerancias, que es negarle a los otros la oportunidad
de hablar, de disentir, de proponer.

Un intolerante es ante todo un sujeto que da vueltas sobre sí mismo, alimentándose


de sus propias certezas que, en la mayoría de las veces, no son otra cosa que sus
propias fantasías y temores. Un intolerante todavía no ha entendido que el otro no
es el extranjero, que el otro es uno mismo al alcance de la mano.

Don Javier nos enseña que el negociador se nutre cuando se sumerge en la


complejidad. Su ejemplo nos alerta sobre los peligros que se ciernen sobre la nación
que se deja seducir por la simplificación de la realidad, que la desdibujan y nos
precipita hacia el error, alejándonos de la alternativa mejor para todos, aquella que
salva vidas y que es siempre reconocida por las personas de buena voluntad.

Evidentemente, la palabra que signa a fuego el oficio de Javier Pérez de Cuéllar es


“negociar”. Él mismo lo señala expresamente cuando dice:
“En todo caso, cuando fui Secretario General de Naciones Unidas durante 10
años, me pasé la vida negociando. Ese era mi deber, prevenir y negociar”.

De esa habilidad negociadora hay tempranos testimonios. Siendo un jovencísimo


tercer secretario logró, junto a otros dos colegas, en la primera Asamblea General
de Naciones Unidas, un puesto para América Latina en la Comisión Económica. Eso
era negociar efectivamente, ir de un lado a otro confeccionando pacientemente
soluciones pacíficas a los problemas. Se trata de un arte de gran ingenio al que le
deben la vida millones de personas.

Se dice que la diplomacia es un juego de gestos y palabras, una escenificación


calculada, pero consciente de los valores que se protegen. Es el reverso de la
guerra, no su continuación.

Para la diplomacia hay que estar especialmente dotado de tolerancia, de vasta


información sobre los variados interlocutores y sus respectivas circunstancias, de
flexibilidad para adaptarse a las situaciones más imprevistas y sacar provecho de
ellas, y de un gran patriotismo, porque los objetivos de la patria siempre deben estar

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preservados, ante todo. Desde luego que debemos mantenernos abiertos al mundo,
pero firmes en nuestra identidad y en nuestro destino.
Así entendió su carrera Javier Pérez de Cuéllar, como el oficio de representar al
Perú y a los peruanos. Cada argumento esgrimido, cada gesto esbozado fueron
instrumentos que utilizó pensando en el país y en su suerte. No hay diplomacia sin
patria, ni negociación válida si no se representa el interés de la Nación.

“La vida en el extranjero ha sido para mí –dice Don Javier– una escuela
permanente de formación para, al final, servir al Perú y, donde he estado,
siempre la idea mía ha sido servir al Perú”.

En razón de ello, consciente de que había que retomar el Estado de Derecho, no


dudó en prestar su apoyo a la transición política del año 2001 desde la posición de
Presidente del Consejo de Ministros y Canciller de la República, como no duda
ahora en sumarse a la Comisión Consultiva sobre la delimitación marítima con
Chile.

Debemos escuchar con el máximo de atención las palabras de don Javier, quien
llega a los 90 años entero en cuerpo y alma. Sus palabras son el producto de los
infinitos meandros del río de su vida, están hechas de una esencia que solo el trajín
de los años logra depurar y, viniendo de quien vienen, son portadoras de una ética
de la trascendencia humana que está más allá de las coyunturas y los apetitos
terrenales.

En este mundo de jóvenes urgidos por el éxito, de soledades electrónicas que


pretenden reemplazar la calidez y textura del diálogo humano, la voz de Javier
Pérez de Cuellar nos devuelve a lo básico, a lo entrañablemente humano, al oficio
de hablar, escuchar y forjar acuerdos para seguir juntos.

Hace unos meses, en el llamado “Lugar de la Memoria”, donde recordaremos una


etapa dolorosa de nuestra historia para mantenerla viva y así evitar que se repita,
usted dijo, don Javier, que estaba allí “por convicción”.

Nosotros le decimos ahora que también estamos aquí por convicción. Nosotros
debemos decirle que tenemos la convicción de que su testimonio de vida nos ilustra,
nos hace fuertes, y que su ejemplar trayectoria determina que la historia de este
país lo haya incorporado ya en su legión de grandes hombres.
Solo tengo que decirle, finalmente, don Javier, que esta institución lo recibe con
respeto y con un profundo afecto y que las grandes y pequeñas causas que
emprendamos hallarán su inspiración en su fecunda huella.

Muchas gracias.
(fin)

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