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-01-
Dios quiso compartir nuestras limitaciones humanas, incluso la muerte. Por eso murió
verdaderamente en la cruz, en su “segunda Persona”: la Palabra encarnada, el Hijo,
Jesucristo, que no puede distinguirse ni en este trance – SOBRE TODO en este trance—
de su verdadera humanidad asumida como Jesús de Nazaret.
No podemos decir que “murió en cuanto hombre solamente”, si bien es un misterio
incomprensible para nosotros el que “murió también en cuanto Dios”.
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Pepe B.:
Es bueno procurar entender a Dios; y, si lo haces bien, siempre podrás ir entendiéndolo
mejor.
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Como sabes muy bien, las palabras que usamos se refieren a hechos de nuestra
experiencia habitual. Sabemos lo que es una “muerte” de un ser viviente, en particular
de un ser humano; pero no podemos saber lo que significa una “muerte de la Palabra
Divina”. Ni siquiera analógicamente tendría sentido esta expresión, a no ser aceptando
esa interpretación que tú le das: “a la Palabra solamente pudo matarla una Persona: la
Primera. ¿Cómo? Dejando de pensarse a Sí mísma”. Pero eso supone aceptar una
concepción aristotélica de Dios (“el Pensamiento que se piensa a Sí mismo”) y una
concepción de la Trinidad inmanente (la agustiniana/tomista), al pie de la letra. Y yo no
me siento inclinado a hacer eso. Prefiero con mucho pensar en términos de la Trinidad
económica para abordar este tema.
Este poder absurdo, de que “un puñado de legionarios romanos fueron capaces de matar
a Dios” es admitido por Dios mismo como parte de su encarnación, que hay que tomar
totalmente “en serio”, aunque nos parezca algo ingenuo e incomprensible. Dios lo quiso
así: “No tendrías poder alguno sobre mí si no se te hubiera concedido desde lo alto”,
dijo Jesús a Pilato. No podemos disociar la persona de Jesús entendiendo que ese poder
se aplica solamente a su naturaleza humana. En toda su persona, Jesús fue mortal como
nosotros, que somos –en mi opinión— enteramente mortales, pues no tenemos un “alma
inmortal” según el concepto platónico, sino que morimos por entero, para ser
resucitados luego por el poder de Dios. Fue el Señor y Dador de Vida, que procede
del Padre, quien resucitó a Jesús, haciendo posible nuestra resurrección por él con él y
en él.
-02-
El Espíritu es el Amor mutuo, que va del Padre al Hijo, y del Hijo al Padre.
Pepe B. cuestionaba: “¿qué pasó cuando el Hijo murió y ya no fue posible el diálogo?
¿Tampoco fue posible el Espíritu, y se deshizo la Trinidad? Cuando se hace imposible
el diálogo por antonomasia, todo se desmorona; el universo incluido.” (Argumento de
reducción al absurdo para probar la imposibilidad de la “muerte de la Palabra de Dios”).
Para lo que tengo que decir aquí al respecto, tendré que recurrir al hecho del cisma de la
Iglesia Ortodoxa de Oriente. Como sabéis, la diferencia principal que condujo a dicho
cisma fue el “filioque” del Credo. Según la Iglesia de Occidente, el Espíritu –en su
efusión hacia la humanidad— procede del Padre y “también del Hijo” = “filioque”; en
cambio la Iglesia de Oriente sólo le hace proceder del Padre.
Durante ese mínimo instante, la Iglesia Oriental tuvo razón. Sucedió lo que ocurre en
tantas relaciones de auténtico amor: que se produce un silencio, motivado por un exceso
de amor que se distrae, se desborda y se ausenta, una interrupción momentánea del
diálogo, que sirve para poner a prueba y hacer renacer el amor imperecedero, que queda
renovado para siempre.
A propósito de esto citaré una estrofa de Neruda, dándole una connotación teológica
que seguramente él nunca soñó:
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Estoy muy de acuerdo con Pepe B. en que no debemos “vaciar el misterio redentor de
auténtico contenido y de excepcionalidad”, intentando “salvar el absurdo”.
Lo que debemos hacer es asumir el misterio, que, por serlo, no puede dejar –por ahora
— de parecernos absurdo.
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Pepe B.,
gracias por considerar mi respuesta como “la más inteligente y la más aceptable”, pero
debo decirte que tu interpretación de ella: “Creo porque quiero creer, aunque parezca
absurdo aquello en lo que creo”, la hace aparecer como un mero voluntarismo, sin otro
fundamento que mi “real gana”. No es así. Acepto ese misterio porque es coherente con
la fe que testimoniaron los primeros cristianos, de la que soy heredero.