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20. La muerte de la Palabra.

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Dios quiso compartir nuestras limitaciones humanas, incluso la muerte. Por eso murió
verdaderamente en la cruz, en su “segunda Persona”: la Palabra encarnada, el Hijo,
Jesucristo, que no puede distinguirse ni en este trance – SOBRE TODO en este trance—
de su verdadera humanidad asumida como Jesús de Nazaret.
No podemos decir que “murió en cuanto hombre solamente”, si bien es un misterio
incomprensible para nosotros el que “murió también en cuanto Dios”.

Pienso que este anonadamiento de Dios provocó necesariamente –con necesidad


absoluta, que es madre de toda necesidad— la restauración “inmediata” de la Vida
Eterna de Dios-Hijo, en Dios-Espíritu, junto a Dios-Padre. Entrecomillo “inmediata”
porque sé que estoy aplicando conceptos temporales a Dios, lo que no tiene sentido
hacer sino analógicamente.

En realidad, no podemos asignar válidamente una duración a este anonadamiento de


Dios (muerte humana del Hijo, compartida en compenetración absoluta con el Padre en
el Espíritu); ni asignarle “un instante”, ni “tres días”, ni “miles de millones de años”, ni
nada. Dios se anonada y se restaura conjuntamente, por Amor y en el Amor, y “existe”
siempre como Uno y Trino, en su anonadamiento y en su restauración a la vez.
Mejor dicho, no “existe” sino ES, siempre Uno y Trino, en todo trance, y SOBRE
TODO en este estremecedor y conmovedor trance de su anonadamiento por Amor a
TODOS nosotros.

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Pepe B.:
Es bueno procurar entender a Dios; y, si lo haces bien, siempre podrás ir entendiéndolo
mejor.

Pero si llegas a entenderlo del todo, entonces ése no es Dios.


El Dios verdadero solamente llegarás a entenderlo lo suficiente para no desesperar de
seguir procurando entenderlo.

Al menos, eso entiendo yo.

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Como sabes muy bien, las palabras que usamos se refieren a hechos de nuestra
experiencia habitual. Sabemos lo que es una “muerte” de un ser viviente, en particular
de un ser humano; pero no podemos saber lo que significa una “muerte de la Palabra
Divina”. Ni siquiera analógicamente tendría sentido esta expresión, a no ser aceptando
esa interpretación que tú le das: “a la Palabra solamente pudo matarla una Persona: la
Primera. ¿Cómo? Dejando de pensarse a Sí mísma”. Pero eso supone aceptar una
concepción aristotélica de Dios (“el Pensamiento que se piensa a Sí mismo”) y una
concepción de la Trinidad inmanente (la agustiniana/tomista), al pie de la letra. Y yo no
me siento inclinado a hacer eso. Prefiero con mucho pensar en términos de la Trinidad
económica para abordar este tema.

La “muerte de Dios” sólo es concebible por su encarnación (kenosis, o anonadamiento).


Dada la encarnación, no puede pensarse a la Palabra separada del hombre Jesús. Todo lo
que ocurre a Jesús ocurre a la Palabra, en virtud de la kenosis. Así como Jesús, siendo
de naturaleza divina, no es omnipotente ni omnisciente durante su vida terrena, porque
estos atributos están “suspendidos” en virtud de su anonadamiento, así pasa también con
los otros atributos divinos, incluso el de la inmortalidad. La muerte de Jesús le afecta
tanto en cuanto hombre como en cuanto Dios, en virtud de ese anonadamiento (“se hizo
en todo igual a los hombres, excepto en el pecado”). Algo que para mí está todo lo claro
que puede llegar a estarlo un misterio.

Este poder absurdo, de que “un puñado de legionarios romanos fueron capaces de matar
a Dios” es admitido por Dios mismo como parte de su encarnación, que hay que tomar
totalmente “en serio”, aunque nos parezca algo ingenuo e incomprensible. Dios lo quiso
así: “No tendrías poder alguno sobre mí si no se te hubiera concedido desde lo alto”,
dijo Jesús a Pilato. No podemos disociar la persona de Jesús entendiendo que ese poder
se aplica solamente a su naturaleza humana. En toda su persona, Jesús fue mortal como
nosotros, que somos –en mi opinión— enteramente mortales, pues no tenemos un “alma
inmortal” según el concepto platónico, sino que morimos por entero, para ser
resucitados luego por el poder de Dios. Fue el Señor y Dador de Vida, que procede
del Padre, quien resucitó a Jesús, haciendo posible nuestra resurrección por él con él y
en él.
-02-

El Espíritu es el Amor mutuo, que va del Padre al Hijo, y del Hijo al Padre.
Pepe B. cuestionaba: “¿qué pasó cuando el Hijo murió y ya no fue posible el diálogo?
¿Tampoco fue posible el Espíritu, y se deshizo la Trinidad? Cuando se hace imposible
el diálogo por antonomasia, todo se desmorona; el universo incluido.” (Argumento de
reducción al absurdo para probar la imposibilidad de la “muerte de la Palabra de Dios”).

Para lo que tengo que decir aquí al respecto, tendré que recurrir al hecho del cisma de la
Iglesia Ortodoxa de Oriente. Como sabéis, la diferencia principal que condujo a dicho
cisma fue el “filioque” del Credo. Según la Iglesia de Occidente, el Espíritu –en su
efusión hacia la humanidad— procede del Padre y “también del Hijo” = “filioque”; en
cambio la Iglesia de Oriente sólo le hace proceder del Padre.

Como miembro de la Iglesia de Occidente, tengo que aceptar –y lo hago gustoso— el


“filioque”: que el Espíritu que recibimos procede de ambos, Padre e Hijo. Y para ello
pienso en el Paráclito, el Espíritu de la Verdad, que Jesús prometió enviar a los
hombres, desde el Padre, después de su muerte/resurrección. Con Jesús ya resucitado,
su Espíritu, el de su Amor mutuo con el Padre, se derrama hacia la humanidad; no tan
sólo hacia la humanidad posterior al momento histórico de su muerte/resurrección, sino
también hacia la humanidad anterior, puesto que es un efecto que trasciende a lo
temporal.

Así, la objeción de la Iglesia de Oriente: que antes de la Resurrección el Espíritu tenía


que provenir sólo del Padre -por ejemplo en la Creación—, queda superada.
¿Totalmente superada? (Estoy seguro de que Pepe B., con su sagacidad acostumbrada,
me plantearía lo que sigue) ¿Y en el instante de la muerte del Hijo, de la muerte de la
Palabra? En ese instante, hay una discontinuidad real por mínima que sea, en que queda
suspendido el diálogo trinitario. Sólo subsiste el monólogo del Padre, enviando su
Espíritu desde Sí únicamente, amando a Su Palabra enmudecida. Pero el Espíritu que
procede del Padre tiene el poder creador de la necesidad absoluta para restablecer el
diálogo re-suscitando al Hijo, re-suscitando la Vida Trinitaria que es la necesidad
misma, y madre y fuente de toda necesidad.

Durante ese mínimo instante, la Iglesia Oriental tuvo razón. Sucedió lo que ocurre en
tantas relaciones de auténtico amor: que se produce un silencio, motivado por un exceso
de amor que se distrae, se desborda y se ausenta, una interrupción momentánea del
diálogo, que sirve para poner a prueba y hacer renacer el amor imperecedero, que queda
renovado para siempre.

A propósito de esto citaré una estrofa de Neruda, dándole una connotación teológica
que seguramente él nunca soñó:

“Me gustas cuando callas porque estás como ausente.


Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.”

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Estoy muy de acuerdo con Pepe B. en que no debemos “vaciar el misterio redentor de
auténtico contenido y de excepcionalidad”, intentando “salvar el absurdo”.

Lo que debemos hacer es asumir el misterio, que, por serlo, no puede dejar –por ahora
— de parecernos absurdo.

En realidad, si lo pensamos bien, tratándose de un tema así, lo verdaderamente absurdo


es pretender que la mente de un ser humano del siglo XXI sea capaz de entenderlo y
explicarlo en términos de su cultura.

Un hecho absolutamente singular, como lo es éste por antonomasia, no puede


expresarse en ideas y palabras que han brotado de la experiencia habitual.

Lo auténticamente sospechoso sería tener explicaciones para todo, puesto que


“lo esencial es invisible para los ojos; sólo puede verse bien con el corazón”,
sobre todo tratándose de Dios.

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Pepe B.,
gracias por considerar mi respuesta como “la más inteligente y la más aceptable”, pero
debo decirte que tu interpretación de ella: “Creo porque quiero creer, aunque parezca
absurdo aquello en lo que creo”, la hace aparecer como un mero voluntarismo, sin otro
fundamento que mi “real gana”. No es así. Acepto ese misterio porque es coherente con
la fe que testimoniaron los primeros cristianos, de la que soy heredero.

Además, no te olvides de lo que he puesto a continuación, porque si has entendido todo


sobre Dios… es que ése no es Dios.
Así que “creo… aunque parece absurdo”. Pues si no lo pareciera, no se trataría de la
singularidad y sobrecogedora profundidad de Dios.

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