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Y no sólo eso. Esa misma figura omnipresente exigía además, como expresión
novedosa de una aparente fidelidad sin límites a Cristo y a su Iglesia, un 4º voto
especial “de caridad” en el que, para salvaguardar la grandeza de su obra
dedicada a difundir el Reino de Cristo, estaba totalmente prohibido a cualquier
miembro de la Legión, expresar externamente algo que pudiera “redundar en
menoscabo de la persona particular y de la autoridad del superior” y el deber de
avisarle “...siempre que sea consciente de que cualquier otro miembro del
Instituto falta contra el voto así entendido”.
Se trata, nada más y nada menos, de la institucionalización, en una congregación
religiosa que nace en plena guerra mundial, del concepto fascista y totalitario-
dictatorial de la “obediencia debida” –se obedece siempre sin cuestionar nunca-
elevado al nivel de un nuevo “consejo evangélico” para los que se consagran en
forma radical a esa causa. Con dicho voto, el P. Maciel se protegía a sí mismo de
sus “enemigos internos” a través de un mandato explícito de las constituciones
de la congregación.
Por otro lado y al mismo tiempo que lograba agradar al Vaticano con el creciente
número de soldados de Cristo incondicionales a la Institución, con sus obras
apostólicas de educación y misioneras entre las clases más ricas de los países en
los que iba instalándose y con cuantiosas aportaciones para la misión de la Iglesia
–a cambio de reuniones privadas de personas ricas con el Papa, organizando toda
una “agencia informal de turismo espiritual romano”-, en paralelo, el P. Maciel
lograba ir neutralizando a todos aquellos que -desde los años 40’s, por denuncias
ante diferentes obispos; por mandato oficial de investigarlo; o por haber recibido
información de algunos testigos-, intentaron que se aplicaran medidas
disciplinarias severas y hasta la suspensión definitiva del fundador sin jamás
lograrlo.
En efecto, como señala González, las denuncias comenzaron desde 1940 ante el
V obispo de Cuernavaca, por abuso sexual a un joven de su incipiente institución;
entre 1948 y 1950, ante la SCR por mentiras y usos indebidos tanto de la
dirección espiritual como de la confesión; en 1954 ante el arzobispo primado de
México, Miguel Darío Miranda, por uso indebido de las cuentas de conciencia y por
adicción a la morfina; en 1956, ante la SCR, por abuso sexual y adicción a la
morfina, lo que trajo por consecuencia su primera suspensión y, en abril del 62,
por uso de la droga denominada Dolantina.
Las estrategias para neutralizar cualquier iniciativa en su contra implicaban las
mentiras sistemáticas; la falsificación de documentos; la creación de rumores
falsos en contra de personas amenazantes; así como la “utilización discrecional
de los secretos de confesión y la dirección espiritual, pasando por utilizar testigos
escribanos para ello, al manejo regulado de la información respecto a la droga y
la <<enfermedad>>, hasta la circulación e infiltración de la información de los
archivos secretos vaticanos”.
Dentro de tales estrategias, una de las más eficaces fueron las relaciones
privilegiadas que logró mantener –a través de “cultivar su amistad y cuantiosos
regalos”- con los cardenales más influyentes de la Santa Sede, en particular los
de la Secretaría de Estado, quienes, en su momento, le informaban “de las
acusaciones” que llegaban “contra la obra” y, a su vez, detenían “por motivo de
recomendaciones e intervenciones de altas personalidades” los procesos de
investigación más importantes para que no llegaran a alguna resolución que
afectara al P. Maciel.
En esta línea hay que destacar desde el primer proceso iniciado en su contra en
los años 50’ y 60’s, hasta las denuncias formales en 1998 ante la Congregación
para la Doctrina de la Fe que detuvo el entonces Cardenal Ratzinger
-argumentando que el P. Maciel era “una persona muy querida del Santo Padre y
que había hecho mucho bien a la Iglesia”, por lo que no era “prudente abrirle un
proceso”-, y las últimas declaraciones posteriores de la Secretaría de Estado,
según un vocero de la Legión, en las que se niega que se le hubiera abierto algún
proceso en su contra en el 2004 y añade, además, que “nunca lo habrá”, cuando
la Congregación responsable del asunto, la de la Doctrina de la Fe, ya lo había
anunciado públicamente.
La triple tragedia del Caso Maciel
Como podemos ver, el caso Maciel implica, hasta ahora, una auténtica triple
tragedia.
En primer lugar una tragedia en vida para el mismo Marcial Maciel, como lo
muestra González al compararlo con el caso Pinochet porque ambos, con sus
propios ojos, están viendo desde la altura a la que llegaron “cómo su imagen se
erosiona y, sobre todo, cómo sus actos violentos han sido exhibidos sin
eufemismos, y sus imposturas, desenmascaradas”.
La única diferencia entre Pinochet y Maciel está en que éste último, como no ha
reconocido nada hasta ahora y se sigue autodeclarando inocente, espera que su
tragedia sea nuevamente olvidada por el tiempo y que, como le sucedió a su tío
el obispo Rafael Guízar y Valencia, a pesar de haber sido suspendido “a divinis”,
después de algún tiempo alcance a ser beatificado y luego canonizado, de
manera que todas las acusaciones en su contra se conviertan en calumnias
infundadas y, por tanto, redunden en virtudes ligadas al seguimiento de Cristo en
la Cruz.
Esta hipótesis es posible porque Maciel ya ha probado tener éxito dentro de la
institución en ocasiones anteriores y con las más altas autoridades eclesiásticas,
incluyendo al mismo Papa Juan Pablo II.
En segundo lugar se trata de una tragedia para la Congregación de los
Legionarios de Cristo, porque a partir de que se conocen estos archivos de su
fundador y de la fundación -faltan otros como el de la Secretaría de Estado; el de
la Congregación para la Doctrina de la Fe y el del mismo Papa Juan Pablo, que tal
vez no llegaremos a conocer nunca-, parafraseando el momento en que los
archivos de la KGB fueron abiertos y lo que ello significaba para la Unión
Soviética, González afirma que “el pasado de la Legión se vuelve incierto”.
Incierto también su futuro, no sólo porque “la historia de la pederastia en la
Legión de Cristo no se agota en un grupo de muchachos violentados hace 50
años, sino que se reproduce en sus núcleos pederastas sostenidos en densas
complicidades que van más allá de las autoridades de esa institución”.
Futuro incierto, sobre todo, porque la forma en la que se ejerció la paternidad
autoritaria y omnipresente de Maciel y el desdoblamiento estratégico de su
personalidad para operar simultáneamente en paralelo, junto con la formación de
sus discípulos en ese modelo para que llevaran a cabo la doble estrategia de
fidelidad-manipulación de la Institución y de sus allegados y la introducción en los
estatutos del principio fascista y totalitario de la “obediencia debida” para
justificar la supuesta virtud de la incondicionalidad absoluta a la institución y a la
autoridad eclesiástica, ponen en cuestión seriamente la débil estrategia de
prudente distanciamiento del tronco fundador para salvar las ramas y los frutos.
Si en realidad se quiere rescatar a la Legión para que lleve a cabo algún tipo de
misión en la Iglesia se requiere de una revisión a fondo del modelo legionario para
superar definitivamente la forma de dominio y control del fundador sobre sus
discípulos; erradicar el paralelismo conductual en el que formó a varias
generaciones de legionarios y de una reformulación minuciosa de los estatutos
para arrancar de raíz toda forma absurda de sometimiento fascista al superior
como supuesto voto de caridad.
En este sentido ¿Qué es lo que va a quedar del árbol si a las ramas, además de
separarles del tronco, le arrancan uno de sus dones más codiciados –el 4º voto de
“caridad”- y, por ende, necesitan reformular la misma savia que los nutre? ¿Qué
tipo de injerto estaríamos esperando como resultado de cirugía tan agresiva si es
que se decide llevarla a cabo?
Y, finalmente, una tragedia para la misma Iglesia católica en su principio
fundacional más importante que son sus autoridades, en particular, la autoridad
del Pontífice, sus reglas estructurales del juego –incluyendo el derecho canónico y
sus tribunales- y sus estructuras para llevarlas a cabo, las congregaciones y
dicasterios de la Santa Sede.
En efecto, se podría tal vez entender, no justificar porque los archivos ahí
estaban, que en 1994 el Papa Juan Pablo II reconociera a Maciel como "guía eficaz
de la juventud” por haber puesto a Cristo “como criterio, centro y modelo de toda
su vida y labor sacerdotal…”.
Pero, ¿Cómo entender que en 2004, después de todo lo que se dijo en los medios
de comunicación, de la denuncia formal ante la Congregación para la Doctrina de
la Fe por “absolución del cómplice” en 1998, de su relación tan cercana con el
Cardenal Ratzinger – prefecto de la misma quien tenía toda la información
respecto del caso y decide reabrirlo formalmente a los pocos días de la fiesta de
los 60 años de sacerdocio de Maciel- y de todos los fracasos anteriores en los que
había defendido hasta el final a amigos obispos y cardenales que le habían
resultado pederastas o encubridores de pederastas (el cardenal Hans Hermann
Gröer en Viena; Julius Paetz, su amigo arzobispo polaco; el cardenal Bernard Low
en Boston;)- lo bendijera públicamente y le dijera que “sus sesenta años de vida
sacerdotal, Reverendo Padre, han estado señalados por una significativa
fecundidad espiritual y misionera con diversas obras y actividades apostólicas”?
Algunas hipótesis posibles de explicación de esta tragedia.
Unos dicen: El Papa Juan Pablo II nunca fue informado del “Caso Maciel”, desde
que lo conoció hasta su muerte y por eso cometió esos errores sin saberlo.
Entonces ¿Quién o quienes detenían esa información y por qué motivos? ¿Qué
ganaban con mantener al margen esa información con el altísimo costo que
llegaría a tener para el carisma de gobierno del Papa Juan Pablo II y para su
mismo proceso de beatificación? Y, por ende, en los hechos ¿Quiénes gobernaban
la Iglesia durante su pontificado? ¿Marcial Maciel y su camarilla de cardenales?
¿Quiénes son? ¿Cómo lo lograron?
Otros dicen: sí sabía del “Caso” pero la que prevaleció fue la versión del acusado.
Entonces ¿Qué poder llegó a tener Maciel sobre el Papa de manera que neutralizó
a todos los demás –incluyendo al mismo cardenal Ratzinger- y le impuso su
versión de que todo era un complot en su contra? Si es así, con ello el P. Maciel
llegó a ser el hombre fuerte del Vaticano y el poder detrás del trono de Juan Pablo
II. ¿Qué otros asuntos manejó Maciel en coordinación con cardenales de otros
dicasterios como la Secretaría de Estado para manipular al Papa Juan Pablo II?
Pocos lo llegan a afirmar: sí lo sabía pero decidió no tomar en cuenta dichas
acusaciones como lo hizo en otros casos muy relevantes. En este caso lo que
predomina es la propia opinión del pontífice por encima de cualquier otra, pero,
definitivamente bajo la influencia del P. Maciel. ¿Por qué se empecinó en su
posición a pesar de todo? ¿Qué es lo que estaba en juego? ¿El temor de que se
cuestionara y derrumbara su autoridad, su eclesiología y su estrategia de nueva
evangelización a la que Maciel apoyó incondicionalmente?
De cualquier modo ¿Dónde quedó el carisma de gobierno y de discernimiento de
espíritus, fundamentales para el ejercicio del ministerio de Pedro llamado a
apacentar al rebaño del Señor y confirmar a sus hermanos en la fe,
especialmente a los más pequeños, a niños inocentes?
Conclusión
Con el libro de González logramos comprender mejor los porqués de esos
silencios de los exlegionarios que parecían sospechosos y con supuestas
intenciones de difamar y dañar al P. Maciel, al Papa Juan Pablo y a toda la Iglesia.
Más que silencios oscuros eran silenciamientos orquestados estratégicamente con
apoyos cupulares.
Por otro lado, lo que apenas empezamos a descubrir es el significado de los
porqués de esos otros silencios, los de la Institución, desde sus autoridades más
altas, y la no operación de sus supuestos mecanismos para investigar la verdad,
aplicar la justicia y buscar la reivindicación de las víctimas y sus derechos en
casos como el del P. Maciel.
En efecto, los análisis documentales del Dr. González comienzan a esclarecer que
lo que está en juego no es simplemente la investigación en torno a un presunto
fundador de una congregación que se le acusa de pederasta y drogadicto, sino de
un manipulador perverso que pudo operar durante tantos años y de tantas
maneras, gracias al encubrimiento y complicidad de autoridades fundamentales
de la Institución que, a su vez, se veían beneficiadas de muchas formas, como le
dijo el cardenal Ratzinger a Mons. Talavera: “el P. Maciel es una persona muy
querida del Santo Padre y ha hecho mucho bien a la Iglesia… no es prudente abrir
el caso”.
También comienza a ser explicable que en su comunicado de mayo del 2006, la
Congregación para la Doctrina de la Fe sea deliberadamente ambigua cuando -a
pesar de las gravísimas acusaciones que afectan el núcleo de la misión
sacramental de la Iglesia- “por razones de edad y de salud”-, decide “renunciar a
un proceso judicial” e “invita” al P. Maciel a “llevar una vida reservada de oración
y de penitencia, renunciando a todo ministerio público”.
Por ello el mismo Cardenal Rivera se ríe de ese comunicado, lo encuentra
redundante y afirma que “todo lo que dicen de que fue condenado, de que fue
impedido, etcétera, es puro cuento porque el documento sólo dice que lo invita a
retirarse a la vida privada”… ¿Quedó libre de sospechas?, se le cuestionó. "No se
le ha hecho el juicio. No ha entrado a un proceso de juicio -aseguró el cardenal,
quien recordó que al fundador de los legionarios ya en 1956 lo habían retirado del
ejercicio sacerdotal y del gobierno (de su congregación) y “ahora lo vuelven a
retirar, pero ya esta retirado”, respondió. Milenio, 22 de mayo 2006. ¿Un Cardenal
riéndose de un comunicado oficial de la Congregación para la Doctrina de la Fe?
Tiene razón, la autoridad que pretende ser “juez” imparcial es, en realidad
“parte” del delito y por ello es radicalmente incompetente en la adecuada
resolución del caso.
Como podemos percatarnos, el caso Maciel en la Iglesia contemporánea apunta a
que el problema va más allá del rediseño de árbol de la Legión de Cristo. Se trata
de un agudo problema estructural que compromete la misión misma de la Iglesia
en el mundo contemporáneo, esto es: el haber antepuesto, por encima de la
dignidad y los derechos de las víctimas –niños y adolescentes inocentes-, la
primacía de la imagen de la institución, el prestigio de sus ministros y sus propios
beneficios por encima de todo, al costo que sea. ¿Cuándo y cómo llegamos a
postular este principio como el más importante para la Iglesia católica? ¿Cuándo y
cómo llegamos a esta aberración histórica?
Alberto Athié