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TELEPOLIS
Javier Echeverría
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Telecomercio
Se compra con telemoneda (tarjeta); se encarga la compra por teléfono o teletexto, las
dependientas del telemercado son bellísimas. Los escaparates de las teletiendas son, por
supuesto los medios de comunicación y, por tanto, están en todas y cada una de las casas.
Como todavía quedan compradores que mantienen sus viejas costumbres, las empresas
conservan todavía locales de venta directa entre vendedor, comprador y mercancía... sin
embargo, sólo ofrecen a la venta aquellos productos que han sido previamente tele-publicitados.
La calidad de la imagen del producto es tan importante o más que la que pudiera tener luego la
mercancía real. Crear una imagen de marca es la base de una política empresarial.
Un canal como Eurosport sería como el antiguo estadio de Olimpia.
Los medios de comunicación locales serían los antiguos corrales o patios de vecindad.
Telepolítica
El voto telepolítico se estudia y presupone en encuestas y sondeos y así el telepolita se ve cada
vez más eximido del acto de votar: se limita a comprobar cómo fue emitido a distancia su propio
voto, sintiéndose representado por su muestra.
Los juicios se siguen con interés por televisión y los inculpados son absueltos o condenados por
la opinión pública que pronto se convertiré en jurado apretando un botón de culpable o inocente
desde su casa después de haber sido convencida por abogados y fiscales expertos en el arte de
la representación audiovisual desde audiencias convertidas en estudios de televisión.
El terrorismo y la lucha antiterrorista son actuaciones que se desarrollan exclusivamente en, por
y para los medios de comunicación. Nada tiene más éxito que un cadáver descuartizado... que
puede ser filmado desde todos los ángulos.
La CNN con sus guerras en directo sería la encarnación ideal del Coliseo clásico.
Las manifestaciones políticas, las luchas y reivindicaciones sindicales y sociales tienen como
término último de referencia la actuación ante las cámaras, midiéndose su repercusión por la
categoría del programa en el que hayan sido difundidas o por la audiencia lograda... La calle ya
no existe. Todavía hoy, algún teledemagogo contrapone la voz de la calle a la voz del Gobierno o
del Parlamento, pero lo hace a través de la prensa, la radio o la televisión. De hecho, la
manifestación y el lanzamiento de piedras y cócteles molotov sólo tiene lugar cuando la
presencia de los media está garantizada. La escenografía es muy importante: desde los
chavales enmascarados (tipo intifada palestina) hasta los mineros con casco y garrote (como en
Rumanía), el objetivo principal de las acciones en la calle estriba en ofrecer un buen
espectáculo, con el fin de lograr el máximo impacto en los medios de comunicación. Los
auténticos profesionales convocan manifestaciones masivas exclusivamente para que sean
filmadas por las cámaras (un ejemplo paradigmático de esto lo constituye el cómo las antiguas
manifestaciones espontáneas de gozo que se producían por parte de los partidarios de un
equipo de fútbol vencedor de alguna final, han sido sustituidas por montajes previamente
establecidos – y por lo tanto “convocados” - por los medios de comunicación que sitúan sus
cámaras en torres y unidades móviles en los lugares emblemáticos).
La negociación sindical pasa inexorablemente por el establecimiento de un acuerdo sobre los
minutos de aparición en los programas de mayor audiencia e incluso sobre el modo de aparecer
ante los micrófonos y las cámaras.
Las ONG’s se pelean por colgar sus posters en las paredes de las habitaciones de los
personajes de las series teledramáticas de amplia audiencia (Médico de Familia).
El telesegundo
Como vemos, además de divertirse, la telefamilia consume telemercancías y además, en virtud
del consumo de su tiempo de ocio ante el escaparate de la teletienda, genera una mercancía de
precio perfectamente cuantificable que es la disponibilidad de su propio tiempo.
La contribución de cada familia a crear el nuevo valor, el telesegundo, es infinitesimal y por lo
tanto despreciable. Pero integrados esos infinitésimos por la empresa productora de imágenes
televisadas, el mercado que se genera pasa a ser muy respetable. El telesegundo es
continuamente producido por una masa anónima de telecurrantes.
Los telepolitas producen materia prima a través del consumo de su tiempo de ocio. Esta materia
prima pasa a ser propiedad de las tele-empresas. La empresa televisiva, los futbolistas, los
artistas que salen en pantalla producen unos sonidos y unas imágenes manufacturados por los
servicios de producción, pero son los telepolitas los que sin cobrar, al consumir su tiempo de ocio
frente al televisor, la radio, etc... general una materia que no es física sino social. Podríamos
decir que la programación normal es el cebo para producir el auténtico valor televisual: la
audiencia, que trabaja a destajo dando valor a las mercancías. A mayor audiencia, mayor precio
del telesegundo.
para que sean pasados por los telediarios en forma de noticia o novedad, a la vez que se
aparece en un dominical con una larga entrevista concedida y publicada precisamente entonces,
se pasa repetidamente el tema musical en los principales correspondientes, se sazona todo ello
con algún suceso escandaloso que pueda ser susceptible de ser noticia...; quizá se organice un
concierto “benéfico” por una noble causa: la lucha contra el racismo, el pacifismo, el cáncer, el
SIDA o cualquier hambruna tercermundista...
Pero lo más característico del proceso de lanzamiento es, de nuevo, la colaboración
desinteresada y gratuita de los consumidores en esa promoción: las masas de espectadores
que asisten a un concierto de rock retransmitido en directo, pagan por hacerlo y obtienen sin
duda una satisfacción por ello. Pero en cuanto las cámaras o los aparatos de grabación están
presentes para teleproducir el concierto, el esquema económico del acto cambia de inmediato. El
coro de asistentes al espectáculo en directo pasa a ser parte fundamental del producto industrial
sintetizado en el nombre propio correspondiente coreando, aplaudiendo, saltando y encendiendo
bonitas luminarias con el encendedor. Luego, además, se hacen partidarios del nombre propio
que han contribuido a crear, adornan sus cuartos y sus cuerpos con posters y camisetas de sus
ídolos, dedican tiempo a hablar de ellos y convencer a los demás de que son los mejores.
La lectura de un libro, la audición doméstica de un disco compacto o simplemente la compra de
un vídeo generan un valor añadido. De nuevo lo característico de Telépolis es la existencia de
trabajadores a distancia que, sin ser retribuidos económicamente por la empresa, al consumir el
producto correspondiente generan un valor añadido, que posteriormente se acumula en forma de
capital ligado a los nombres propios que después, además de aumentar su valoración en cada
mercado específico, podrán obtener multimillonarios contratos publicitarios, mediante los cuales
se expresa y objetiva el capital que habíann ido acumulando
El teleturismo
Por último, propone el autor otro ejemplo en el que la economía telepolitana muestra su peculiar
forma de funcionamiento: el teleturismo.
En Telépolis, el turismo se encarga de hacer productivo el descanso semanal o anual del mismo
modo que la televisión hace productivo el tiempo posterior a la jornada laboral. Para entenderlo
debemos acostumbrarnos a contemplar a los grupos de turistas como cuadrillas de currantes
que trabajan a destajo, de sol a sol, sin retribución, sin sindicatos y sin seguridad social.
Primero, los grandes tour operadores compiten por el tiempo del consumidor ofreciéndole
transporte, hotel y desayuno por un precio irrisorio. Si firma, basta con irle presentando ofertas
adicionales no incluidas en el precio a través de empresas auxiliares de su propio grupo. El
turista acaba su dura jornada de trabajo agotado y repleto de objetos, visitas y espectáculos que
jamás hubiera pensado adquirir, realizar o contemplar. Es lo que se llama “haber pasado unas
buenas vacaciones”. Como en todo, unos trabajan más que otros: también los telepolitas ejercen
su derecho a la “pereza” pasando de contemplar las maravillas que les han sido ofertadas en las
visitas guiadas, distrayéndose en los momentos culminantes o escapándose del guía-capataz.
Pero además, pensemos que cada turista contratado por una empresa tiene un valor añadido al
formar parte de la masa de usuarios que hace que los precios puedan ser más baratos y
aumentar la presión sobre las empresas subsidiarias consiguiendo el control del mercado.
En segundo lugar, el teleturista suele hacer propaganda gratuita de la empresa o de los locales o
sitios visitados ante amigos y conocidos (no queda nada bien decir que han sido unas
vacaciones horribles así que el éxito está asegurado) y además suele terminar echando una
mano a la empresa: es frecuente que los animadores profesionales de las empresas siempre
acaben encontrando cómplices entre los turistas lográndose que la tendencia a la pereza y al
dolce far niente de los miembros del grupo sea superada por la compulsión a hacer cosas, a
visitarlo todo, a apuntarse a las actividades completementarias.
En tercer lugar, véase cómo con el número de visitantes a un lugar, una atracción o un país, sus
nombres propios adquieren valor añadido. Son los propios lugares y no las empresas las que
acumulan el capital telepolista añadido. Los muertos anuales de los carnavales de Río o de los
San Fermines amplificados por la presencia de los medios de comunicación constituyen un
aliciente telepolista.
La financiación y las ayudas públicas que reciben los monumentos y los lugares visitados
dependen de la tasa de uso de los mismos y el gasto de esa financiación acaba corriendo a
cuenta de los contribuyentes que han ido o irán a visitarlos.