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El Tamiz

(Septiembre de 2009)

Excepto donde se indique lo contrario, © 2009 Pedro Gómez-Esteban González.


pedro@eltamiz.com
http://eltamiz.com
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Índice
¿Cómo funciona una olla a presión?..................................................................5

La Paradoja de Simpson.................................................................................13
EL DERROCAMIENTO DE MIRREC LIWENNMLA......................................................................................13

Nobel de Física de 1903 - Antoine Henri Becquerel, Maria Skłodowska-Curie y


Pierre Curie...................................................................................................19

Nobel de Física de 1903 - Radiaciones alfa, beta y gamma...............................29

Génesis 2.0...................................................................................................37

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¿Cómo funciona una olla a presión?
Publicado originalmente el 08/09/2009
Versión original del artículo: http://eltamiz.com/2009/09/08/¿como-funciona-una-olla-a-presion/

Hace unos días mantuve una conversación por correo electrónico con Mª Dolores, una profesora
sevillana afincada en Buenos Aires, sobre las ideas preconcebidas de muchos alumnos sobre la
temperatura de ebullición del agua. Pensé en ampliar el artículo de Falacias sobre las nubes y el
vapor de agua, que es bastante corto, pero al final he decidido combinar el asunto de la
ebullición/evaporación con otra pregunta que recibí hace tiempo, para matar dos pájaros de un
tiro. Enlazaremos una cosa con otra para responder a la pregunta, ¿Cómo funciona una olla a
presión?, de paso desmontando esas ideas preconcebidas sobre las temperaturas de ebullición.
Vamos, un artículo de esos en los que divagamos y no llegamos a nada demasiado útil, pero si no
te gustaran estas cosas, probablemente no estarías aquí.

Es inevitable que a muchos de vosotros lo que voy a contar os resulte conocido, pero tengo que
decir lo mismo que he dicho repetidamente en la serie de Falacias: algunas cosas que a ti te
parecen evidentes, otros no las conocen, y estoy seguro de que pensabas que alguna idea falsa que
hemos desmontado aquí era verdadera (desde luego, me ha pasado a mí antes de investigar sobre
algunas)… y seguro que había alguien que ya sabía la verdad y pensaba que era evidente. De modo
que, si este artículo te resulta demasiado básico porque ya sabes todo esto, piensa que puede
servir a otros que no lo conocen igual. Además, nunca se sabe: ¡lo mismo hay algún dato curioso
que no conocías! La Línea de Armstrong, por ejemplo, no es algo que se oiga todos los días.

Esto me lleva a otro aviso (siento ser pesado). Como sabéis los viejos del lugar, el lema de El
Tamiz es “Antes simplista que incomprensible”. Si tenemos que elegir entre publicar un artículo
completo, riguroso y docto, pero que no sea accesible a un gran número de gente, y publicar un
artículo simplificado, incluso con agujeros conceptuales detectables por quien sepa del tema, pero
que sea más fácilmente comprensible por mucha gente… siempre elegimos la segunda opción. De
modo que, si sabes de Termodinámica, es posible que si sigues leyendo sientas que la mera
existencia de este artículo degrada la energía del Universo exponencialmente. Avisado estás.

La idea preconcebida de la que me hablaba Mª Dolores, y que yo también he notado entre mis
alumnos, es la de que “el agua hierve a 100 ºC”. De hecho, suele haber dos ideas falsas escondidas
en esa frase –una explícita y otra implícita–, metidas en la cabeza de mucha gente. Una es el valor
de temperatura (mentira cochina, sin especificar más), y el otro es el propio concepto de “hervir”,
que por alguna razón –no sé si las explicaciones en la escuela, lo que se oye en casa o qué
demonios– se traduce muchas veces en nuestra cabeza como “pasar de líquido a gas”. De modo
que, antes de llegar a las ollas a presión, vamos por partes.

Que el agua no necesita estar a 100 ºC para convertirse en un gas es lógico, si te paras a pensar
en ello un momento. No hace falta más que dejar un vaso de agua sobre una mesa: al cabo del
tiempo, el nivel del agua va descendiendo hasta que no queda nada del líquido, que se ha
convertido en vapor. Evidentemente, hay diferencias con el proceso que se produce cuando pones
una olla al fuego y el agua burbujea y desaparece mucho más rápido, pero en ambos casos el agua
está pasando de un estado (líquido) al otro (gas), aunque en uno de los dos casos la temperatura
sea mucho más baja que la de ebullición; dicho en términos técnicos, en ambos casos el agua se
está vaporizando. Pero, ¿qué significa eso para una molécula de agua?

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En estado líquido, las moléculas de H2O están ligadas unas a otras por fuerzas relativamente
tenues, como sucede en cualquier otro líquido. Estas fuerzas permiten que las moléculas de agua
se deslicen unas sobre otras, de modo que el agua fluye muy fácilmente, pero las mantienen
“cautivas” unas de otras. Es algo así como si cada molécula fuese, al mismo tiempo, esclava de las
que la rodean (no la dejan escapar) y dueña de las otras esclavas (porque no las deja escapar).
Pero esta “cooperativa esclavista” tiene un punto débil.

La situación es similar, en algunos aspectos, al campo gravitatorio terrestre. Los objetos que se
encuentran sobre la superficie de la Tierra (como tú o yo) están ligados al planeta por una fuerza
que los permite deslizarse sobre ella con relativa facilidad, pero no alejarse de ella fácilmente. Sin
embargo, como demuestran nuestros programas espaciales, sí es posible escapar de la atracción
gravitatoria del planeta. Simplemente hace falta adquirir la suficiente velocidad para escapar al
espacio.

Lo mismo sucede con las moléculas de H2O en el líquido, salvo que son todas las demás las que la
mantienen ahí: si una consigue alcanzar la suficiente velocidad (es decir, la suficiente energía),
puede librarse de la atracción de las demás y moverse con libertad, es decir, pasar al estado
gaseoso. Y ahí está precisamente el punto débil de la mutua esclavitud de las moléculas de
agua: es casi seguro que siempre va a haber alguna molécula con la suficiente velocidad
para escapar.

Como es posible que sepas, la temperatura de una sustancia depende de la velocidad con la que se
mueven sus moléculas: una temperatura baja se
corresponde con moléculas lentas, una alta con moléculas rápidas. Pero, puesto que hay un
número inimaginablemente alto de moléculas en cualquier cantidad macroscópica de sustancia
(como, por ejemplo, en un vaso de agua), esa velocidad que determina la temperatura no es la de
una molécula concreta, sino la velocidad media de todas las moléculas juntas. Algunas de ellas se
moverán justo a esa velocidad, otras un poco más deprisa, otras un poco más despacio, etc. El
diagrama podría ser algo así (no pretende el más mínimo rigor, sino darte una idea de la
distribución de velocidades moleculares):

© Geli Crick. Publicado bajo licencia Creative Commons Attribution-Noncommercial-Sharealike 2.5 Spain License,
http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/es/.

Además, las moléculas están cambiando de velocidad todo el tiempo porque, dado que se mueven
(más rápido cuanto más caliente esté el agua), están chocando continuamente unas con otras. Al
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chocar, se transfieren velocidad unas a otras — tal vez una de ellas, tras el choque, se mueva más
despacio que antes, y que la otra se mueva más aprisa. Evidentemente, el proceso es tan rápido,
las moléculas tan pequeñas y tan numerosas, que “desde fuera” nos parece que todo es estático,
pero no lo es en absoluto. Las moléculas ganan y pierden energía unas a costa de otras todo el
tiempo.

Ahora bien, si representamos la velocidad necesaria para escapar de la atracción de las moléculas
que rodean a una cualquiera en la gráfica de arriba, verás lo que sucede, incluso aunque la
velocidad media esté bastante por debajo de la necesaria para el cambio de estado a gas:

© Geli Crick. Publicado bajo licencia Creative Commons Attribution-Noncommercial-Sharealike 2.5 Spain License,
http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/es/.

Como ves, salvo que haya una diferencia gigantesca entre ambas temperaturas, siempre hay
alguna molécula con la suficiente velocidad para escapar. La energía necesaria para hacerlo habrá
sido “robada” a otras moléculas en alguna colisión, y la otra molécula habrá quedado moviéndose
tan lentamente que esté por la parte izquierda de la gráfica, sin esperanzas de poder alcanzar la
libertad gaseosa… hasta que ella choque con alguna otra y, al azar, reciba la suficiente energía
para escapar.

El punto débil del sistema, por lo tanto, es la propia distribución estadística de velocidades y la
continua transferencia de energía entre unas moléculas y otras en sus continuos choques. Y esto
es, por cierto, algo que no he visto explicado a menudo en los libros de texto, que simplemente
dicen que el agua se evapora y punto, y no por qué. Pero, como tal vez ya te hayas planteado, hay
una pega para este sistema aleatorio de escape: los propios choques entre moléculas después del
primero. Incluso aunque una molécula, en el interior del líquido, consiga la velocidad necesaria
para deshacerse del agarre de las que tiene cerca, ¡sigue rodeada de multitud de ellas! Sí, se
moverá muy rápido, libre como el viento durante un instante… hasta que se pegue un batacazo
con alguna molécula cercana y le transfiera parte de su energía, moviéndose ella misma más
despacio y volviendo al redil del líquido. Escapar no es tan fácil.

Sólo hay dos maneras de que esto no pase. La primera de ellas es que la molécula que ha
alcanzado, aunque sea fugazmente, la velocidad de escape, no esté en el interior del líquido,
sino sobre la superficie o muy cerca de ella. Si esto sucede, y además la dirección de movimiento
de la molécula es “hacia fuera”, entonces podrá escapar del líquido antes de chocar con ninguna
otra molécula. Dado que siempre hay moléculas en la superficie del líquido (o no habría
superficie), y que siempre hay moléculas que se mueven con la suficiente velocidad para escapar,
necesariamente siempre hay moléculas escapando del líquido si éste está “al aire”.

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El proceso que acabo de describir constituye, por lo tanto, una de las dos vías por las que el agua
se vaporiza, es decir, se convierte en gas. En este caso se trata de una vaporización lenta, que se
produce en la superficie del líquido, y que recibe el nombre de evaporación. Como puedes ver si
observas la gráfica de arriba, cuanto más cerca esté la velocidad media de todas las moléculas de
la “velocidad de escape”, más moléculas de H2O podrán escapar del líquido durante un período de
tiempo determinado, con lo que más deprisa podrá evaporarse el líquido. Hay otros factores que
influyen, y de ellos hablaremos en un momento, pero espero que el concepto básico de la
evaporación haya quedado claro.

Como también puedes estar pensando, si cada vez que una molécula consigue escapar es porque
ha “robado” la energía necesaria a sus compañeras, el resto de ellas, como conjunto, irá
perdiendo energía poco a poco, la que se han llevado las “traidoras” que escapan. Con lo que, si
nada más sucediese, cada vez irían escapando menos y menos moléculas, y el líquido se iría
enfriando poco a poco (puesto que la temperatura es precisamente la medida de la energía
cinética media de las moléculas). Pero, ¡ah!, la cosa no se queda ahí.

Ese líquido no está solo en el Universo, de modo que sí, empieza a enfriarse… lo cual significa que
está más frío que lo que lo rodea: las paredes del recipiente, el suelo, el aire, lo que sea. Y, como
consecuencia,las sustancias de alrededor, más calientes, le ceden energía en forma de calor, y al
final el líquido se queda más o menos como estaba. De ahí que, cuando el agua se va evaporando
tras una tormenta, el ambiente se refresque. Lo mismo sucede cuando sudamos (de hecho, es una
de las razones por las que lo hacemos), ya que la sustancia caliente más cercana al agua que se
está evaporando es nuestro propio cuerpo. Y, como es ya bien conocido, de ahí que el botijo
tradicional mantenga el agua más fresca que una botella de plástico.

Como hemos dicho antes, además de la temperatura existen otros factores que influyen en la
velocidad de evaporación. Evidentemente, la naturaleza del líquido influye. Si las fuerzas entre
moléculas son intensísimas, será difícil que una de ellas consiga librarse de las otras, con lo que la
velocidad necesaria será muy grande, y al revés. También influye la cantidad de vapor que haya
sobre el líquido, ya que igual que una molécula del líquido puede tener la suerte de moverse en
la dirección correcta, una del gas puede moverse hacia el líquido, caer dentro, chocar con las
moléculas de ahí abajo y quedarse “atrapada” de nuevo. Cuanto más vapor haya sobre el líquido,
más vapor se convierte todo el tiempo de nuevo en líquido por este proceso, con lo que la
evaporación neta se ralentiza.

Más interesante aún es el efecto de las impurezas en el líquido, si no es puro. Por una parte, las
sustancias disueltas en él pueden ejercer sus propias “fuerzas de amarre” sobre las moléculas del
líquido, que pueden escapar más difícilmente. Pero, incluso si esto no sucede, cualquier líquido
con cosas disueltas en él se evapora más lentamente, y la razón es bastante lógica: cuanta mayor
sea la superficie del líquido por la que escapar, más fácil la evaporación. Pero claro, si hay otras
cosas en el líquido, no toda la superficie es “campo abierto” para escapar, porque parte de ella
estará ocupada por la sustancia disuelta. De modo que –por poner un ejemplo exagerado– si una
de cada dos moléculas no es del líquido, sino de la otra sustancia, entonces la evaporación se
producirá dos veces más lentamente que cuando estaba puro.

Pero la evaporación sólo permite escapar a las moléculas cercanas a la superficie. ¿Hay alguna
esperanza para las demás? Sí la hay, y es la segunda manera de escapar del líquido. Si la
temperatura aumenta lo suficiente, la velocidad media de las moléculas será lo bastante alta como
para que muchas de ellas tengan la velocidad necesaria para escapar. Cuando eso sucede, hay un
número tan grande de “traidoras” quepueden llegar a formar regiones en las que sólo hay
moléculas no ligadas a las que las rodean: burbujas de gas dentro del líquido. Estas burbujas

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tienen menor densidad que el líquido que las rodea, con lo que eventualmente suelen subir a la
superficie y entonces, por fin, las moléculas que las forman pueden escapar al exterior y moverse
libremente.

Esta segunda vaporización, que es violenta, se produce en todas partes (no sólo en la superficie) y
requiere una temperatura más alta, es la ebullición, y es a lo que nos referimos cuando decimos
que el agua está hirviendo. La temperatura a la que esto sucede de manera masiva es
precisamente la temperatura de ebullición del líquido. De modo que la identificación
de ebullición con evaporación es la falsedad sutil e implícita en “El agua hierve a 100 ºC”, aunque
la frase en sí no la contenga explícitamente. Pero la propia cifra es incorrecta, porque queda un
factor más del que hablar en nuestra ridícula dramatización del “escape” de las “traidoras”
moléculas de agua.

En primer lugar, hemos visto qué le sucede a la molécula de H2O cuando consigue salir del
líquido… pero no después. Sí, como en una mala película de acción, es perfectamente posible que
una molécula tenga la velocidad necesaria para escapar, y salga del líquido… para volver a él
inmediatamente. Para entender por qué, no hay más que recordar que la molécula que escapa –
salvo circunstancias bastante inusuales, de las que hablaremos luego– no lo hace en el vacío. Si
imaginas la olla con agua caliente, una molécula de H2O que salga disparada con la velocidad
necesaria hacia fuera de la superficie del líquido se encuentra con otras muchas moléculas ahí
fuera, en el aire: algunas otras “traidoras” que escaparon antes que ella, otras moléculas de O 2, de
CO2, de N2, etc.

Claro, lo que hay sobre la superficie es un gas, con lo que tiene una densidad mucho menor que la
del agua líquida que la molécula escapada va a dejar atrás: las moléculas están en el gas mucho
menos apretujadas, con lo que la “traidora” probablemente tarde más en chocar con otra molécula
que en el líquido. Pero seguro que, tarde o temprano, chocará con alguna, y se produzcan
transferencias de energía entre ellas. La consecuencia es que algunas de las moléculas que
escapan del líquido, apenas alcanzan el aire de fuera, chocan con alguna otra molécula del
exterior con tan mala suerte que vuelven a caer al líquido de nuevo, chocan allí con alguna otra
molécula del líquido, le transfieren parte de su energía y, ¡vuelta a empezar! Ya no tienen la
velocidad suficiente para escapar.

Aunque soy consciente de lo patético de mi ejemplo de “traidoras” y “cooperativa esclavista”,


continúo por si te ayuda a visualizar el asunto. Es como si las moléculas del aire que hay sobre el
líquido fueran la última barrera de protección, fuera ya de la “cooperativa esclavista”: algunas de
ellas golpean a las moléculas escapadas y las devuelven otra vez al redil. Para poder escabullirse
del líquido no sólo hace falta evadirse del resto de las moléculas del agua, sino también de esa
barrera exterior de moléculas diversas que se mueven sobre el líquido.

Creo que debería resultar lógico entonces el hecho de que, además de la temperatura del líquido
(a mayor temperatura, mayor número de moléculas con la velocidad suficiente para escapar),
influye el número de moléculas “externas” que hay sobre él: si hay muy pocas, una vez escapas del
líquido es muy fácil moverte por ahí fuera sin chocar y volver a caer. Si hay un número gigantesco
de ellas, el exterior es como una lata de sardinas en la que es muy difícil entrar sin que alguien te
dé un buen golpe y te devuelva al interior del líquido.

Pero ¿qué quiere decir, macroscópicamente hablando, que haya pocas o muchas moléculas de aire
sobre el líquido? Eso es lo que notamos, en la atmósfera, como la presión del aire. Cuando más
subimos hacia la cima de la atmósfera, “menos apretadas” están las moléculas, es decir, menos

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presión hay, y al revés. La presión que solemos tomar como referencia es la que hay al nivel del
mar, un poco más de 100 kilopascales (kPa).

Es decir, que de una manera más técnica, la presión del gas que hay fuera del líquido influye
en la temperatura de ebullición del líquido. Cuanto mayor es la presión, más difícil es que una
molécula escape del líquido y mayor es por tanto la temperatura de ebullición, y al revés. Aunque
no todo el mundo conozca la razón que hay detrás, esto es un hecho bien conocido por quienes
viven bastante por encima del nivel del mar, ya que influye en el tiempo de cocción de las comidas.
Sí, ya casi estamos llegando a las ollas a presión, ¡paciencia!

Si quieres cocinar unos macarrones sobre la cima del Monte Everest, por ejemplo, verás
inmediatamente que lo de que “el agua hierve a 100 ºC” es una mentira como un piano de cola,
porque ese valor supone la presión de referencia de 100 kPa al nivel del mar. En la cima del
Everest, la presión del aire sobre la olla de agua es tan sólo de unos 26 kPa, con lo que es
muchísimo más fácil para una molécula escapar del líquido, porque apenas tiene moléculas del
aire por encima. Como consecuencia, el agua en la cima del Everest hierve más o menos a 70
ºC. La propia idea de que el agua hirviendo está muy caliente es falsa: nuestra intuición así lo
indica porque está “entrenada” a una presión determinada pero, como veremos luego, es posible
tener un vaso de agua frío al tacto pero hirviendo a borbotones.

Y esto, naturalmente, supone un problema si quieres cocinar allí. Mientras el agua hierve, toda la
energía que le transmites (si estás cocinando en el Everest, probablemente mediante una llama) se
invierte en el cambio de estado, y no en calentar el agua. De modo que, mientras cocinas tus
macarrones allí arriba, el agua no va a sobrepasar jamás los 70 ºC. Y, como consecuencia, los
macarrones tardarán bastante más en estar listos que si estuvieras cocinando al nivel del mar.

¿Cuál es la solución entonces, si quieres cocinar pasta o cualquier otra cosa en agua hirviendo en
el Everest? ¡Apretujar las moléculas de gas que hay sobre el líquido, para que esas traidoras no
puedan escaparse fácilmente! Y, ¿cuál es la manera más fácil de conseguir esto? Pues, como te
estás imaginando… una olla a presión.

Aunque hay válvulas de seguridad y mecanismos diversos, dicho mal y pronto, una olla a presión
no es más que un recipiente hermético que puede soportar diferencias de presión considerables
entre “dentro” y “fuera”. Imaginemos que tienes una de estas ollas en el Everest, y que empiezas a
calentar el agua de los macarrones.

Cuando cierras la olla y empiezas a calentar, al principio no sucede nada inusual: el agua empieza
a aumentar de temperatura hasta que se acerca a los 70 ºC, de modo que se va convirtiendo en
vapor cada vez más rápido. Las moléculas del líquido pueden escapar sin problemas, porque hay
muy pocas moléculas del gas sobre ellas debido a la escasa presión. Pero ¿a dónde van a ir esas
moléculas libres, si están encerradas en un recipiente hermético? Como no pueden salir de la olla,
empiezan a acumularse ahí, sobre el líquido, más y más moléculas de H 2O encerradas en el
recipiente.

Y ahí está la ironía de todo el asunto: ¡son las propias moléculas “traidoras”, escapadas del
líquido, quienes ahora se convierten en “guardianas” de las que siguen dentro del agua! Poco a
poco, la presión dentro de la olla va aumentando porque se va acumulando el vapor de agua… con
lo que aumenta la temperatura de ebullición, y el agua se puede calentar más sin romper a hervir.
Además, al ser vapor de agua sobre el líquido, muchas de esas moléculas “escapadas” vuelven a
entrar en el agua líquida y dejan de ser vapor. Al calentarse, más moléculas alcanzan la velocidad
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necesaria para escapar del líquido, incluso a pesar de las nuevas moléculas de H 2O que presionan
sobre él… pero, como se unen a ellas, aumentan la presión todavía más y permiten que la
temperatura de ebullición siga subiendo. De ese modo, puedes conseguir cocinar sobre el Everest
con una presión dentro de la olla que sea un par de veces superior a la de fuera, y por lo tanto, a
una temperatura más alta, lo que supone un tiempo de cocción más corto para tus macarrones.

Pero no hay nada que impida que lo hagas si estás al nivel del mar, y de hecho lo hacemos cada
vez que empleamos una olla a presión en casa. La que tengo delante ahora mismo indica una
presión máxima de seguridad de 1,5 bares, es decir, 150 kPa, un 50% más de presión que al nivel
del mar. Por lo tanto, la temperatura de ebullición del agua dentro de mi olla, cuando está
“cargadita” de vapor de agua, es mayor que 100 ºC: en este caso es de unos 112 ºC, con lo que
puedo cocinar a doce grados más de temperatura que si no la estuviera usando, y esos doce
grados reducen mucho el tiempo de cocción. Hay otras ollas a presión que pueden soportar
presiones bastante mayores, por supuesto: yo las he visto de hasta 200 kPa, pero estoy convencido
de que las hay aún mejores, y pueden alcanzar temperaturas de 120-130 ºC.

Naturalmente, también sucede lo contrario: según hay menos presión sobre el líquido, más fácil es
que las moléculas de H2O escapen de él. De modo que, si sigues subiendo más allá de la cima del
Everest, la temperatura de ebullición del agua irá descendiendo por debajo de los 69 ºC, de los 50
ºC, de los 40 ºC… llegaría un momento, a unos 19 km de altitud sobre el nivel del mar, en el que
alcanzaría el valor de 36,7 ºC, ¡la temperatura de tu cuerpo! Ese punto se denomina Línea de
Armstrong, en honor a Harry George Armstrong, el primero en describir este fenómeno. Y
entonces, avezado y paciente lector de El Tamiz, el agua de tu cuerpo expuesta al aire empezaría a
hervir como la de los macarrones. Tu saliva, las lágrimas de tus ojos, cualquier mucosa expuesta al
aire… no me quiero imaginar la sensación. Lo que sucede con la sangre y otros fluidos dentro del
cuerpo es algo más complicado, porque la presión ahí dentro es mayor que fuera, pero los peligros
sobre la Línea de Armstrong son diversos y la situación nada agradable, salvo que dispongas de un
traje presurizado. Y más allá aún, si te fijas en el diagrama de arriba, puedes tener un vaso de
agua a 5 ºC, que notes bastante frío si metes la mano dentro y, sin embargo, que hierva
rabiosamente. Esa experiencia sí me encantaría tenerla.

Desde luego, hay mucho más que decir (y espero que algún día lo hagamos cuando empecemos,
por fin, una serie sobre Termodinámica), y estoy seguro de que, si has leído de este asunto, las
explicaciones habrán sido bastante más rigurosas que las mías. Pero mi objetivo era simplemente
darte una idea intuitiva de la diferencia entre evaporación y ebullición, y la razón lógica de la
influencia de la presión sobre ellas. Así que, la próxima vez que cocines en una olla a presión,
recuerda lo que realmente estás haciendo: ¡atrapar a esas traidoras, para que no escapen!

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La Paradoja de Simpson
Publicado originalmente el 15/09/2009
Versión original del artículo: http://eltamiz.com/2009/09/15/alienigenas-matematicos-la-paradoja-
de-simpson/

Como sabéis los más viejos del lugar, de vez en cuando El Tamiz se vuelve un lugar absurdo,
tentaculado y cthulhoide. ¡Sí, hoy es uno de esos días! Como tantas otras veces, os relataré una de
las historias de los repugnantes, crudelísimos, voraces y malévolos Alienígenas Matemáticos, a los
que visitamos por última vez cuando hablamos acerca de la Paradoja de Newcomb.

Si no conoces esta serie, un pequeño aviso: es probable que no te guste. A algunos les parece de
mal gusto; a otros, que se enrolla demasiado para decir bien poco. Hay gente que considera el
lenguaje pedante y enrevesado (¡qué razón tienen!), mientras que otros piensan que no tiene la
menor gracia y es más bien macabra. También hay que decir que hay un grupo de seres lo
suficientemente perturbados, abyectos o alejados de la realidad que disfrutan de una forma
morbosa y desasosegadora con estas historias. Si te consideras una buena persona, equilibrado y
racional, lo más recomendable es que no sigas leyendo. Luego no digas que no te hemos advertido.

Dicho esto, hoy nos dedicaremos a hablar, como casi siempre, de una paradoja matemática. En
este caso no se trata de nada relacionado –como tantas otras veces– con la probabilidad, sino con
la estadística. De hecho, estoy seguro de que, si has estudiado estadística hasta cierto nivel,
conoces bien esta paradoja. Sin embargo, dado que hay mucha gente que no la conoce, y dado que
es tan fácil utilizarla para tergiversar datos estadísticos y engañar a la gente, creo que es
conveniente tratarla en una serie sobre paradojas matemáticas. Además, ya sabéis que cualquier
excusa es buena para retratar a estos babosos seres. De modo que hablemos, alterándola de forma
abyecta, de la Paradoja de Simpson…. o, en nuestro caso, la subida al poder del malévolo
Eluyyndu en el planeta lemurino.

Es ésta una de las muchas historias que los padres Alenígenas Matemáticos cuentan a sus retoños
antes de arroparlos para que duerman (algunos de ellos, para siempre) en sus cunas comunitarias.
La cultura Alienígena se transmite, en gran parte, de forma oral, ya que los menos adaptados a
ella son deglutidos por los mejor adaptados, pero también en el sentido de que las historias son
importantes para la formación moral de los jóvenes Alienígenas en su etapa larvaria. La historia de
hoy, como tantas otras, trata de transmitir esos valores, ya que relata las hazañas de un verdadero
héroe de los Alienígenas Matemáticos, Eluyyndu, un héroe verdaderamente
ejemplar: inmisericorde, ambicioso, avaro, manipulador y de una inteligencia tan afilada como sus
dientes. Sus logros fueron muchos, pero uno de los más sonados se produjo cuando Eluyyndu
derrocó, utilizando su poderosísima materia gris y sus conocimientos sociológicos, al gobierno
legítimo de los lémures, finalizando la independencia política de esa gentil especie.

El derrocamiento de Mirrec Liwennmla

Los Lémures de Magallanes son criaturas famosas en toda la Galaxia por su enorme cobardía y su
amabilidad y bondad innatas. En su planeta –antes de que Eluyyndu se instaurase en el poder e
iniciase un reino de terror y carnicería cuyas consecuencias durarían siglos, claro– reinaban una
paz y una armonía extraordinarias: los lémures eran muy cuidadosos con no ofenderse unos a
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otros, ni individualmente ni en grupo, y se trataban con un mimo y cuidado exquisitos. Tanto es así
que, cuando Eluyyndu aterrizó en su planeta, los lémures no mencionaron su nauseabundo olor,
los daños que ocasionaba en los muebles su baba ácida ni lo repugnante de sus tentáculos y sus
docenas de ojos vidriosos, ya que no querían ofenderlo.

Por aquel entonces, los lémures no conocían aún a los Alienígenas Matemáticos (o hubieran
temblado de miedo al verlo), pero Eluyyndu sí había estudiado a las pequeñas y peludas criaturas
durante un tiempo, y había identificado perfectamente su punto débil. Para cuando el siniestro y
babeante ser aterrizó en el planeta, sonriendo amablemente a sus anfitriones –había estado
practicando la sonrisa durante meses delante de un prisionero lémur hasta conseguir que su
sonrisa no provocase automáticamente la relajación de esfínteres en su presa–, ya tenía
perfectamente trazado el plan que se proponía seguir. No hacía falta más que buscar ciertos datos
y conseguir ciertos contactos.

Durante unos cuantos meses, Eluyyndu simuló un interés altruista por la situación del planeta
lemurino: ¿eran felices los lémures? ¿había algún grupo desfavorecido o desgraciado? ¿cómo se
podían mejorar sus condiciones de vida? Poco a poco, se fue implicando en la política del planeta,
que era civilizada, cuidadosa y amable. El presidente lémur, Mirrec Liwennmla, era un individuo
amado por su electorado y entregado a su trabajo. La justicia y la igualdad en el planeta lemurino
eran intachables, ¡no había pega posible! Hasta que llegó Eluyyndu, por supuesto.

Dado que Liwennmla era un sujeto despreciable e inútil para el héroe de nuestra historia (era un
lémur generoso, sin ambición ni segundas intenciones), Eluyyndu se alió con otra de las pequeñas
criaturas, un fantoche sin la menor importancia llamado Ralk Rasonep. Utilizando a Rasonep como
fachada, el retorcido ser fundó un nuevo partido político, el Partido por la Igualdad Lemurina, y
empezó una campaña sibilina en la que se insinuaba, de maneras sutiles y poco claras, que la
sociedad lémur no era tan justa como Mirrec Liwennmla trataba de hacer creer, y que había
situaciones discriminatorias contra algunos grupos de lémures.

Desde luego, esto era absolutamente falso, y no había ninguna prueba de lo que Eluyyndu,
Rasonep y sus seguidores (algunos maliciosos, la mayor parte ignorantes) insinuaban. Sin
embargo, la velada acusación era tan grave (¡que el ínclito Mirrec Liwennmla tolerase o
promoviese la discriminación de algunos lémures!) que dejó un sabor de boca amargo en la
sociedad lémur, aunque no hubiera datos concretos de esa discriminación.

Hasta que, un terrible día, el Partido por la Igualdad Lemurina publicó los vergonzosos datos.

Existen, como cualquier estudioso de los Lémures de Magallanes conoce, colas de lémur de dos
tipos diferentes. Algunos de ellos (más o menos la mitad) tienen colas anilladas, y los otros las
tienen lisas. Hasta aquel momento, los lémures no le habían dado importancia al tipo de cola que
cada uno tenía, y desde luego, no había ley alguna que discriminase a unos u otros, pero el partido
de Eluyyndu reveló la horrible verdad: el gobierno, al contratar funcionarios para sus
diferentes Departamentos, discriminaba a los lémures de cola anillada. La noticia era tanto
más espeluznante cuando se consideraba el hecho (que Rasonep mencionó varias veces en
distintos lugares) de que el presidente Liwennmla tenía la cola lisa. ¡Qué horror!

El dato era incontestable. El año anterior, el gobierno lémur había recibido aproximadamente las
mismas solicitudes de empleo por parte de lémures de cola lisa que de cola anillada. Sin
embargo, el 70% de las contrataciones habían sido realizadas a lémures de cola lisa, y
sólo el 30% a los de cola anillada. ¡Los lémures de cola anillada sufrían una clara
14
discriminación! El gobierno de Liwennmla, al revisar ese dato, tuvo que confirmar que era cierto, y
en una rueda de prensa multitudinaria, el presidente Liwennmla, con ojos brillantes y temblorosos,
se comprometió públicamente a cambiar las cosas. Cualquiera que hubiese sido la causa de esa
discriminación desaparecería, y todo volvería a la normalidad. Los lémures, aunque consternados,
se conformaron con esperar a que su líder cumpliese su palabra, ya que la siguiente ronda anual
de contratación se había producido ya (aunque los resultados no eran públicos), y las elecciones
eran al día siguiente.

De modo que Mirrec Liwennmla, tras terminar la rueda de prensa, se puso en contacto por
holoconferencia con el director del Departamento de Asuntos Sociales y Sanidad, el primero de los
cuatro Departamentos del gobierno lémur.

“¿Ywlilinne, ha terminado usted el recuento de admisiones y rechazos?”, preguntó el tembloroso


Presidente.

“Sí, señor”, contestó su subordinada, que ya sabía por donde iban los tiros. “No tiene por qué
preocuparse, le aseguro que no hemos discriminado a nadie. De hecho, aunque no ha sido
intencionado, hasta hemos sido más benevolentes con los lémures de cola anillada. Aquí tiene los
datos: Porcentaje de solicitudes de lémures de cola lisa admitidas, 50%. Porcentaje de
solicitudes de lémures de cola anillada admitidas, 60%.”

Liwennmla suspiró, aliviado, y tras despedirse de Ywlilinne se puso en contacto con el director del
Departamento Económico y le hizo la misma pregunta.

“No hay problema, su peluda Señoría”, contestó el director. “Aunque nunca antes habíamos
computado los porcentajes de admisión por colas, lo hemos hecho para que usted se quede
tranquilo, y no hay la menor discriminación contra las colas anilladas, vea los datos: Porcentaje
de solicitudes de lémures de cola lisa admitidas, 30%. Porcentaje de solicitudes de
lémures de cola anillada admitidas, 40%.“

Algo parecido sucedió con el Departamento Forestal, que envió una comunicación por escrito en
unos minutos con los datos tras el recuento: Porcentaje de solicitudes de lémures de cola lisa
admitidas, 80%. Porcentaje de solicitudes de lémures de cola anillada admitidas, 90%.

Finalmente, el Departamento de Pelaje y Aceites tenía noticias muy similares.

“Buenas noticias, jefe”, anunció la directora de Pelaje y Aceites, que tras ver la rueda de prensa se
había apresurado a recopilar datos y se los llevaba a Liwennmla, que ya se encontraba bastante
más tranquilo, en persona. “Los datos no engañan: Porcentaje de solicitudes de lémures de
cola lisa admitidas, 10%. Porcentaje de solicitudes de lémures de cola anillada admitidas,
20%.“

Mirrec Liwennmla revisó los datos, que había ido anotando en una libreta, y respiró, pestañeando
con un ojo y luego el otro, como hacen los Lémures de Magallanes cuando reflexionan. En todos
los Departamentos, en todos, se habían aprobado un mayor porcentaje de solicitudes de lémures
de cola anillada que de cola lisa.

15
Si de algo podrían acusarme, pensó Liwennmla mientras miraba su propia y lisa cola, ¡debería ser
de discriminar a los lémures de cola lisa! Y, con ese pensamiento, se hizo un ovillo en el nido de
hojas y ramas del despacho presidencial, y se durmió.

Despertó a la noche siguiente –los Lémures de Magallanes son, como sabe cualquier estudioso de
estas criaturas, seres nocturnos–, debido a los zarandeos de su secretario, que estaba realmente
alterado.

“¡Las noticias, señor, las noticias!”, exclamó con voz de flauta el secretario. “La población está
indignada, ¡nos barren en las encuestas!”

Y, cuando Liwennmla, aún medio dormido y confuso, encendió el holovisor, no pudo dar crédito a
sus ojos. El 71% de las contrataciones del gobierno lémur había sido de lémures de cola
lisa, y sólo el 29% lo había sido de lémures de cola anillada. El locutor que relataba los datos
exclamó, furibundo, que un gobierno discriminador e injusto, además de mentiroso, no podía ser
tolerado. Las encuestas en los árboles de votación daban una victoria arrasadora del Partido por la
Igualdad Lemurina: toda la población, ya fuera de cola lisa o anillada, se había unido en una
cruzada contra el gobierno de Liwennmla y sus prácticas anti-anillas.

En un despacho más oscuro que el de Liwennmla, más escondido y lleno de olores químicos, el
maquiavélico Eluyyndu miraba su propio holovisor, en el que el mismo locutor lanzaba acusaciones
con voz de pito contra el presidente y su gobierno anti-anillas. No cabía duda: Rasonep sería el
nuevo presidente ese mismo día, y Eluyyndu, el verdadero poder en la sombra. ¡Y todo había sido
tan, tan fácil! ¿Cómo podían criaturas tan estúpidas e ignorantes haber sobrevivido tantos siglos
sin ser conquistados? La maléfica criatura empezó a sonreir, revelando docenas de hileras de
dientes afilados y babeantes. Su sonrisa fue creciendo y creciendo, y a continación, un leve
gorgoteo brotó de una de las gargantas. El húmedo sonido aumentó poco a poco, y pronto, el
gelatinoso cuerpo del Alienígena Matemático empezó a temblar con pequeñas convulsiones, hasta
que, sin poder contenerse más, el monstruo estalló en carcajadas burbujeantes, ásperas y
espantosas.

Al día siguiente, Rasonep era el Presidente de todos los lémures. Un mes después, Rasonep era la
cena de Eluyyndu (cebolletas y salsa de queso azul, por si tienes curiosidad; una elección
excelente para un Lémur de Magallanes), y el Alienígena Matemático tomaba el nombre de Sumo
Déspota de Magallanes y comenzaba un régimen de terror y excelencia culinaria como no había
conocido ese sector de la Galaxia.

Y, sin embargo, ninguno de los cuatro Departamentos había mentido a Liwennmla: los cuatro
habían aceptado un mayor porcentaje de solicitudes de lémures de cola anillada que de cola lisa, y
no existía la menor discriminación contra los anillados. Pero los datos totales también eran
correctos: había un número bastante mayor de contrataciones de lémures de cola lisa que de cola
anillada, a pesar de que el número de solicitudes de ambos grupos era prácticamente igual.

(¿Eres capaz de adivinar, a grandes rasgos, cuál había sido el plan trazado por Eluyyndu? Piensa
un rato, tal vez con papel y lápiz, y luego sigue leyendo en la siguiente página).

16
La solución era realmente simple, como le explicó el Sumo Déspota a Mirrec Liwennmla antes de
cenar (antes de cenarse a Mirrec Liwennmla, por supuesto), ya que el amable lémur, que no había
estudiado estadística jamás, aún no comprendía cómo podía haber sucedido lo que le había
arrebatado el poder.

“Pe.. pe.. pero, ¡si todos los Departamentos contrataron más proporción de solicitantes de cola
anillada!”, susurró, temeroso y confundido, el ex-presidente Liwennmla. “¡No había la menor
discriminación hacia las colas anilladas!”

“Desde luego, xuglurz”, respondió con voz ronroneante y esponjosa Eluyyndu (si no sabes lo que
significa xuglurz es que no has leído los anteriores artículos de la serie).“No había la menor
discriminación… pero parece que los lémures sois criaturas ignorantes, a la par que crédulas.” La
monstruosa criatura se relamió con fruición mientras posaba varios de sus ojos sobre el pequeño
lémur antes de continuar.

“Fue realmente fácil. Mis agentes simplemente se infiltraron entre los lémures de cola lisa y los de
cola anillada que se preparaban para las entrevistas de contratación meses antes de la
presentación de solicitudes, y los indoctrinaron subrepticiamente” , rió el babeante ser, duchando a
Liwennmla. “Sabíamos que el Departamento de Pelaje y Aceites era realmente exigente, de modo
que hicimos ver a los candidatos de cola anillada lo prestigioso de ese Departamento, y la enorme
importancia de tener un pelaje sano y aceites adecuados para la sociedad lémur.”

Liwennmla asintió: era cierto que Pelaje y Aceites era, sin duda, el Departamento más importante
de todos, y en el que era más complicado entrar por las pocas plazas disponibles cada año.

“Por el contrario”, continuó Eluyyndu agitando sus tentáculos con delectación, “a los candidatos
de cola lisa les pusimos de manifiesto el carácter esencial del Departamento Forestal, pues ¿qué
sería de los lémures sin árboles? Desde luego, ni una influencia ni la otra fueron descaradas, pero
sí constantes e insidiosas… y dieron su fruto.” La piel verrugosa y húmeda de la criatura cambiaba
ahora de color continuamente ante su excitación. Un olor a amoníaco empezó a llenar la
habitación — una sentencia de muerte para Liwennmla, aunque éste, desconocedor de los
Alienígenas Matemáticos, no lo podía sospechar.

“¿Aún no lo comprendes, subcriatura?”, preguntó Eluyyndu ante la mirada confusa de su


interlocutor. “Cuando llegó la hora de presentar solicitudes, la mayor parte de los lémures de cola
lisa lo hicieron para el Departamento Forestal, mientras que casi todos los de cola anillada lo
hicieron en el de Pelaje y Aceites… aunque el porcentaje de admisión fue mayor para las
solicitudes de colas anilladas que para las de colas lisas en todos los casos, ¡los de cola anillada
presentaron la mayor parte de ellas en el Departamento de menor porcentaje de
admisión, y al revés para los de cola lisa!“

Liwennmla –amable, generoso, pero no demasiado inteligente– seguía sin comprender. El


monstruoso Alienígena, con un rápido movimiento de uno de sus tentáculos, le pasó una hoja con
los datos desglosados, y el lémur posó sus enormes y adorables ojos sobre ella:

• Departamento de Asuntos Sociales y Sanidad. Solicitudes de cola lisa: 300. Admisiones:


150 (el 50%). Solicitudes de cola anillada: 250. Admisiones: 150 (el 60%).

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• Departamento Económico. Solicitudes de cola lisa: 20. Admisiones: 6 (el 30%).
Solicitudes de cola anillada: 70. Admisiones: 28 (el 40%).
• Departamento Forestal. Solicitudes de cola lisa: 1000. Admisiones: 800 (el 80%).
Solicitudes de cola anillada: 10. Admisiones: 9 (el 90%).
• Departamento de Pelaje y Aceites. Solicitudes de cola lisa: 10. Admisiones: 1 (el 10%).
Solicitudes de cola anillada: 1000. Admisiones: 200 (el 20%).
• Totales. Solicitudes: 1330 de cola lisa, 1330 de cola anillada. Admisiones: 957 de cola lisa
(71% del total), 387 de cola anillada (29% del total).

Los ojos del lémur se abrieron, comprendiendo lo estúpido que había sido y cómo el malicioso,
pero simple, plan de Eluyyndu había funcionado a la perfección, aprovechándose de los escasos
conocimientos estadísticos de los lémures y de su bondad y horror ante la discriminación. Y, en ese
momento, llegó una pregunta que Liwennmla no esperaba en absoluto:

“¿Barbacoa o vinagreta?”, ronroneó la voz de Eluyyndu mientras su ácida baba rezumaba entre las
múltiples hileras de dientes.

Si llegaste a la conclusión correcta por ti mismo, enhorabuena: no sólo la Paradoja de Simpson es


transparente para ti, sino que, si algún día riges los destinos de una raza de peludas criaturas
arborícolas, ningún monstruo baboso va a derrocarte utilizando estas argucias.

Eso sí, puede que la paradoja te parezca tan simple que pienses que nadie en su sano juicio caería
en esa trampa. ¡Nada más lejos de la realidad! Aparece de vez en cuando en casi cualquier campo
al que aplicamos la estadística, y en muchos casos ha llevado a conclusiones absurdas cuando no
se ha tenido en cuenta la manera de tratar los datos. De hecho, en 1973 la Universidad de
Berkeley fue acusada de discriminación contra la mujer: resultó que los hombres trataban de
estudiar en cátedras poco competitivas, con altos porcentajes de admisión, y las mujeres hacían lo
contrario, con lo que, aunque cada departamento no discriminaba a nadie, los números totales
parecían sugerir que se estaba favoreciendo a los hombres.

Pero la paradoja, como digo, surge continuamente en casi todo: en análisis médicos, estudios de
rendimiento escolar, estadísticas en los deportes… Y, en muchos casos, se trata de simple
ignorancia. Pero, a veces, se trata de malicia (no tan terrorífica como la de Eluyyndu, claro), y no
está de mal tener el conocimiento necesario para no dejarse engañar de esta manera y poder
exclamar:

“¡Me estás colando un Simpson, sinvergüenza!”

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Nobel de Física de 1903 - Antoine Henri Becquerel,
Maria Skłodowska-Curie y Pierre Curie
Publicado originalmente el 23/09/2009
Versión original del artículo: http://eltamiz.com/2009/09/23/premios-nobel-fisica-1903-antoine-henri-
becquerel-maria-sklodowska-curie-y-pierre-curie/

Continuamos hoy aprendiendo física según lo hicieron nuestros tatarabuelos a finales del siglo XIX
y principios del XX, en la serie de los Premios Nobel. Como sabes, si llevas siguiendo la serie
desde el principio, vamos recorriendo los Nobel de Física y de Química desde su primera entrega –
en 1901–, hablando en un primer artículo para cada Premio del contexto histórico y la relevancia
del descubrimiento en cuestión, y en una segunda parte de aspectos más generales (y desde una
perspectiva más moderna) relacionados con la Física o la Química del asunto.

Tras hablar sobre los premios de 1901 (el de Física, de Wilhelm Konrad Röntgen), y el de Química,
de Jacobus Enricus van't Hoff), los de 1902 (el de Física, de Hendrik Antoon Lorentz y Peter
Zeeman, y el de Química, de Hermann Emil Fischer), hoy empezaremos a dedicarnos a los de 1903
y, en particular, al Premio Nobel de Física de ese año, otorgado a tres científicos, Antoine Henri
Becquerel, Maria Skłodowska-Curie y Pierre Curie. En este caso, la Real Academia Sueca de las
Ciencias describió la razón del Premio separadamente para Becquerel y para los Curie. Becquerel
recibió el Nobel
En reconocimiento a los servicios extraordinarios que ha proporcionado su
descubrimiento de la radioactividad espontánea.

Y, en el caso de los Curie,


En reconocimiento a los servicios extraordinarios que han proporcionado mediante su
investigación conjunta sobre los fenómenos descubiertos por el Profesor Henri
Becquerel.

Se trataba de un premio íntimamente ligado al de tan sólo dos años antes, el otorgado a Röntgen
por su descubrimiento de los rayos X: como creo que hemos mencionado en algún artículo
anterior, a finales del XIX nos encontramos de lleno en la “era de las radiaciones”, y los nombres
“radiación”, “radioactividad” y “rayos” se lanzan a diestro y siniestro para designar multitud de
fenómenos recién descubiertos y sin una explicación clara. Fenómenos, algunos de ellos, que
harían derrumbarse en unos años los cimientos de la Física clásica y erigirían otra nueva Física en
su lugar… pero tiempo al tiempo.

Como vimos al hablar del descubrimiento de Röntgen, en 1895 el genial alemán publicó su “Über
eine neue Art von Strahlen”, donde describía la extraordinaria y extrañísima forma de radiación
que denominó rayos X. Por supuesto, aunque muchos al principio pensaron que Röntgen había
perdido el juicio (como él bien predijo antes de publicar sus datos), muchos otros científicos de
todo el mundo se apresuraron a comprobar las observaciones de Röntgen –que eran realmente
sencillas de replicar, si se disponía de los materiales adecuados– y a tratar de explicar la
naturaleza de esos misteriosos rayos, ya que planteaban muchas preguntas sin contestar.

Uno de esos científicos fue el francés Antoine Henri Becquerel, siete años más joven que Röntgen.
El galo provenía de un largo linaje de físicos y, cuando Röntgen publicó sus datos, era el tercer
Becquerel que ocupaba la Cátedra de Física del Muséum National d’Histoire Naturelle de París.
19
En cuanto leyó sobre el trabajo de Röntgen, Becquerel se puso manos a la obra para desentrañar
los misterios de la radiación X.

Como recordarás, Röntgen había producido sus rayos X utilizando tubos de rayos catódicos, y los
rayos producían fenómenos de fotoluminiscencia sobre una pantalla pintada con determinada
sustancia (de hecho, que la pantalla brillase cuando el tubo estaba tapado fue la pista que llevó al
alemán a descubrir la nueva radiación). Becquerel se preguntó entonces lo siguiente: si ese brillo
fosforescente estaba asociado a los rayos X, ¿quería eso decir que todo brillo luminiscente estaba
asociado a radiación X?

No era difícil responder a esa pregunta, porque se conocían, por ejemplo, diversas sales con
propiedades fosforescentes, y detectar la radiación X no era difícil. ¿La respuesta a la pregunta de
Becquerel? No siempre pasaba eso. Muchos fenómenos fotoluminiscentes no tenían nada que ver
con los rayos X de Röntgen. Esto hubiera podido resultar decepcionante, si no llega a ser por el
hecho de que, por pura casualidad (como tantas veces en ciencia), Becquerel observó otro
fenómeno diferente, nuevo y fascinante, al realizar los experimentos con sales fosforescentes.

Becquerel expuso sales de uranio a la luz solar durante un tiempo, y luego hizo algo parecido a los
experimentos de Röntgen: envolvió la sal de uranio en papel (e incluso láminas de metal, en
algunos casos) y puso placas fotográficas cerca, para detectar radiaciones penetrantes emitidas
por la sal. Efectivamente, tras unas horas de exposición al Sol, las placas fotográficas quedaban
veladas por alguna radiación. Becquerel se preguntó entonces si la sal estaba, de igual manera
que tantas sustancias fotoluminiscentes, absorbiendo de alguna manera la radiación Solar y luego
emitiendo de nuevo la energía que había absorbido.

De modo que, en otro experimento, Becquerel tomó la sal de uranio y realizó directamente la
segunda parte del experimento, sin exponerla antes a ninguna radiación, ni solar ni de ningún otro
tipo. Y las placas fotográficas se velaron.

Para comprobar el grado de penetración de la radiación emitida por la sal de uranio, Becquerel
colocó diversas sustancias entre ella y la placa fotográfica. Una de ellas fue una lámina de cobre
en forma de cruz, y el francés vio perfectamente la "sombra" de la cruz en la placa fotogŕafica.

No cabía la menor duda: la sal de uranio estaba emitiendo, de forma espontánea, algún tipo de
rayos que atravesaban distintas sustancias y eran capaces de velar la película fotográfica. Lo cual
llevaba a múltiples preguntas nuevas: ¿se trataba de rayos X, o de algo diferente? ¿qué
propiedades tenía esta radiación, si no se trataba de rayos X? Y una pregunta por encima de todas
las demás, la que saltó inmediatamente a la cabeza de Becquerel: si la sal hubiera absorbido la luz
solar y luego hubiera reemitido la energía absorbida, no habría problema, pero si se trataba de
algo espontáneo, ¿de dónde diablos estaba sacando la sal la energía para emitir esa
radiación?

Porque el francés, naturalmente, siguió realizando experimentos, y una cosa estaba clara: la sal
emitía esa extraña radiación todo el tiempo. El ritmo al que la emitía no variaba un ápice, ya
esperases una hora, ya esperases una semana o un mes. ¡Estaba saliendo, aparentemente, energía
de la nada, porque su fuente no mostraba el más mínimo signo de agotarse con el tiempo! Hoy en
día sabemos, claro está, que no está saliendo energía de la nada, y que el ritmo de emisión sí
disminuye con el tiempo, pero es algo tan lento y sutil que Becquerel, con sus aparatos, no podía
notarlo. Su elegancia científica se revela cuando él mismo dice,

20
Todos los experimentos posteriores han mostrado que la actividad del uranio no
disminuye apreciablemente con el tiempo.

Como verás, en esa frase Becquerel se refiere ya al uranio, no a la sal de uranio, como fuente de la
radiación. Sin embargo, no fue él quien llegó a esa conclusión, sino Maria Skłodowska Curie,
quien, junto con su marido, Pierre Curie, resolvería muchas de las dudas inevitables que surgen al
conocer el descubrimiento de Becquerel… y crearía muchas dudas nuevas, por supuesto.

Maria había nacido en Varsovia, que formaba por entonces parte del Imperio Ruso, aunque ella se
consideraba polaca. Cuando Becquerel publicó sus resultados, Maria se encontraba en París,
donde había obtenido un título de Física en la Sorbonne y se había casado con el francés Pierre
Curie, ocho años mayor que ella, con el que compartía una verdadera pasión por la física en
general y el magnetismo en particular.

La (nacionalizada) francesa se dedicó a estudiar, de una forma cuantitativa, la radiación emitida


por las sales de Becquerel y otras sales que contenían uranio. Como no se sabía aún lo que eran,
se denominaron, en general, rayos de Becquerel, de forma análoga a los rayos Röntgen. Maria
podía hacerlo gracias a un instrumento inventado unos años antes por su marido, Pierre, y el
hermano de éste: el electrómetro. Este aparato era capaz de detectar corrientes eléctricas
debilísimas, y utilizándolo, Skłodowska descubrió algo sorprendente — cuando se dejaba una
muestra de sales de uranio al aire, el aire mismo se convertía en un conductor de la corriente
eléctrica. Dicho en términos algo más modernos, la radiación emitida por la sal ionizaba el aire. No
cabía duda del origen de la ionización porque, al retirar la muestra de la sal, el aire volvía a su
estado normal (moléculas neutras y aislante de la corriente eléctrica) en poco tiempo.

Aparte de la importancia de esta observación cualitativa, el salto en la investigación fue la


capacidad de medir la intensidad de la radiación de forma cuantitativa, ya que Maria era
capaz de modificar la sal (o usar una diferente), comprobar con el electrómetro el grado de
ionización del aire circundante y, así, cuantificar la actividad de la muestra. De este modo, la física
fue capaz de determinar, para empezar, que lo que importaba en las sales de Becquerel era el
uranio. Al utilizar uranio puro, la actividad aumentaba considerablemente.

Esto significaba que los científicos no estaban observando un fenómeno químico: eran los átomos
de uranio, sin influencia externa, de forma espontánea, los que estaban sufriendo algún tipo de
cambio demasiado sutil para ser observado, que producía la radiación ionizante. El uranio era, de
algún modo desconocido, una fuente activa de radiación. El término que Maria empleó es el que
todavía utilizamos: el uranio era radioactivo (o radiactivo, que lo mismo da, pero no es mi
preferencia).

La siguiente pregunta, claro está, era: ¿era el uranio único en este aspecto, o había otras
sustancias radioactivas?

Se realizaron pruebas con absolutamente todas las sustancias empleadas en los laboratorios, pero
ninguna tenía propiedades radioactivas… hasta que se llegó a una de ellas, la única conocida por
entonces que emitía radiaciones similares a las del uranio: el torio. Fue el alemán Gerhard
Schmidt quien lo descubrió, muy poco tiempo antes de que la propia Maria hiciera lo mismo. Pero
la Skłodowska descubrió algo mucho más importante casi de inmediato. Al realizar experimentos

21
con pechblenda, un mineral compuesto casi totalmente por óxido de uranio (UO2), Maria se topó
con una sorpresa… ¡la pechblenda era aún más activa que el uranio puro!

La conclusión era clara: tenía que haber algo más aparte de óxido de uranio en la roca. Algo en
cantidades muy pequeñas, o sería evidente su presencia en la roca… pero tan radioactivo que
hacía que el mineral produjera más radiación que el uranio puro. Pero, si se trataba de una
sustancia en cantidades escasísimas capaz de hacer algo tan tremendo, no podía ser simplemente
radioactiva. Tenía que ser algo millones de veces más radioactivo que el uranio.

Se trataba de algo tan fascinante que Pierre, el marido de Maria, abandonó lo que estaba haciendo
en ese momento y se unió a la investigación de su mujer. Era necesario aislar esa sustancia súper-
radioactiva de la pechblenda. Pero la cosa era difícil, por la minúscula concentración de la
“sustancia intrusa”. Hacían falta cantidades enormes de pechblenda para tener la menor
posibilidad de aislar una cantidad razonable, y una gran sutileza en los procesos químicos para
hallarla. Sin embargo, los dos Curie trabajaban horas incontables juntos en un pequeño
laboratorio que era poco más que un cobertizo, y fueron para ambos, según algunas personas
cercanas, los años más felices de sus vidas.

El caso es que, tan difícil era encontrar la sustancia súper-radioactiva que, al realizar distintos
procesos químicos para aislarla, los Curie encontraron… una diferente. Porque resultó que no
había una sola, sino más de una (aunque con actividades distintas). En Julio de 1898, el
matrimonio consiguió aislar un elemento nuevo, desconocido hasta entonces y de gran actividad.
En honor a la patria de Maria Skłodowska, los Curie denominaron al nuevo elemento polonio. Por
fin, en Diciembre del mismo año, consiguieron su propósito y aislaron una minúscula cantidad de
la sustancia más radioactiva de todas las conocidas hasta entonces con mucha diferencia; tanto,
que nombraron al nuevo elemento radio.

Tan minúscula era la concentración de radio en la pechblenda que, cuando se logró conseguir 0,1
gramos del elemento en 1902, hizo falta una tonelada de pechblenda. Pero el nuevo elemento,
aunque difícil de encontrar, era de una inestabilidad enorme: unos dos millones de veces más que
el uranio. Desde luego, trabajar con radio, polonio y uranio sin la más mínima protección (y
produciendo otros gases, como el radón, en el proceso) era una barbaridad… pero no se conocían
aún todos los peligros de las sustancias radioactivas. Pierre Curie moriría en pocos años en un
accidente, pero la muerte de Maria se debió, casi con total seguridad, a los enormes niveles de
radiación ionizante a los que estuvo expuesta durante tanto tiempo.

Naturalmente, el descubrimiento del radio, y de otras sustancias radioactivas, como el torio o


el actinio, aunque muy importante, no respondía a las dos preguntas esenciales acerca de todo
este embrollo: primero,¿por qué diablos estos elementos emitían radiación ionizante? y
segundo, ¿qué era exactamente esa radiación (porque decir “radiación” es decir más bien poco)?

La primera pregunta era de tan difícil respuesta que tardaría décadas en ser resuelta, y de ella
hablaremos en la segunda parte del artículo, pero la segunda pregunta no era tan difícil de
responder: no hacía falta más que realizar el mayor número de experimentos posibles con los
rayos emitidos por el uranio, el radio o cualquiera de los otros elementos radioactivos, e intentar
descubrir cuáles eran las propiedades de esas radiaciones, y si se trataba de un fenómeno similar
a otros ya conocidos o algo totalmente nuevo.

Al realizar experimentos, de lo primero que se percataron los físicos es de que casi todos estos
elementos no emitían simplemente “rayos de Becquerel”… emitían radiación de varios tipos
22
diferentes. Con lo que la palabra “radiación” perdía aún más de su significado, para denotar…
bueno, casi cualquier cosa. A la radiación X de Röntgen había que sumar otros tres tipos más (con
lo que dejaría de usarse el término “rayos de Becquerel”), con propiedades distintas. Al no tener ni
idea de qué era cada uno de estos tipos, se les asignaron nombres tan arbitrarios y poco
informativos como los de los rayos X: radiación (o rayos) alfa, beta y gamma, o utilizando los
caracteres griegos, radiación α, β y γ.

Los rayos α se desviaban ligeramente al hacerlos pasar por un campo magnético, pero hacía falta
un campo muy potente para notar la desviación. Por lo tanto, se trataba de partículas con carga
eléctrica (o no “notarían” el campo magnético), pero de carga muy pequeña o masa muy grande, o
se desviarían mucho más fácilmente. Este tipo de radiación, aunque ionizante, era absorbida por
las sustancias muy rápidamente, con lo que tenía un poder de penetración muy pequeño: una
simple hoja de papel, o incluso unos pocos centímetros de aire, la absorbían completamente.

Los rayos β también se desviaban al atravesar un campo magnético, pero lo hacían muchísimo más
fácilmente que los α y en sentido contrario. Por tanto, se trataba de partículas con mucha más
carga o con mucha menos masa que aquéllas (o ambas cosas, claro), y con carga de signo
contrario. Comprobando el sentido de la desviación de unas y otras se comprobó que la radiación
α estaba compuesta por algo con carga positiva, y la β por algo de carga negativa. Aunque también
era posible detener la radiación β, era bastante más difícil que absorber los rayos α: una hoja de
papel no lo conseguía. Hacía falta una lámina de metal (no hacía falta que fuera demasiado
gruesa) para absorberla. Al realizar medidas de la relación carga-masa de estas partículas, se llegó
a la conclusión de que eran muy similares, o idénticas, a los rayos catódicos producidos en los
tubos de descarga.

Finalmente, el tercer tipo de radiación, la denominada γ, no se desviaba en absoluto al atravesar


un campo magnético (luego se trataba de algo sin carga eléctrica), y su comportamiento era
prácticamente idéntico a los rayos X de Röntgen. De hecho, era básicamente lo mismo, salvo que
con una energía mucho mayor que la radiación X del alemán. Los rayos γ, como los X, eran
capaces de atravesar sustancias con facilidad, y tenían un poder de penetración bastante mayor
que los β.

Y, dependiendo del tipo de sustancia que observases, se producían unos tipos de radiación u otros.
El radio, por ejemplo, emitía los tres tipos de rayos, pero el uranio sólo emitía radiación β y γ, y el
polonio sólo emitía α y γ. ¿Por qué? Nadie tenía la más remota idea. Lo único que sí estaba claro
es que los elementos radioactivos que se iban encontrando eran muy pocos, y se trataba siempre
(cuando se conseguía la cantidad necesaria para pesarlas) de sustancias muy densas.

Sin embargo, aunque el conocimiento necesario para desentrañar el origen de estas radiaciones
no estaba aún disponible, no te pierdas las palabras del propio Pierre Curie al razonar sobre el
asunto. ¡Ten en cuenta el momento en el que las dice, y que no existen aún ni la relatividad ni la
cuántica, y las reacciones nucleares no son ni siquiera ciencia-ficción por entonces! (énfasis mío):

La cantidad de calor liberada por el radio durante varios años es enorme, si se compara
con el calor liberado en cualquier reacción química con una cantidad equivalente de
materia. Este calor liberado sólo representa, sin embargo, la energía involucrada en la
transformación de una cantidad de radio tan minúscula que no se aprecia incluso tras
años de actividad. Esto nos lleva a la suposición de que la transformación va mucho
más lejos que las transformaciones químicas ordinarias, que la propia existencia del

23
átomo está en cuestión, y que estamos en presencia de una transformación de
los elementos.

Esta “transformación de los elementos” venía sugerida, además de por las cantidades de calor
involucradas que requerían de transformaciones a nivel atómico, por otra razón aún más
importante. Al realizar experimentos con elementos radioactivos, como el radio, los científicos
empezaron a observar que aparecían en el laboratorio elementos nuevos que no habían
estado allí al comenzar el experimento. Por ejemplo, al trabajar con radio, se producía helio,
aparentemente de la nada.

Dicho de otro modo, se estaban violando los principios más básicos de la Química. Unos elementos
desaparecían y aparecían otros nuevos… era algo así como la transmutación que con tanto afán
buscaban los alquimistas, sólo que no hacía falta la piedra filosofal, simplemente empezar el
experimento con los elementos adecuados… y esperar a que, de algún modo, por alguna razón
desconocida, el elemento se fuera transformando a nivel atómico en otros y liberando radiaciones
diversas de una energía tremenda.

Y esa enorme energía liberada convertía a esas inestables sustancias en peligrosas. Sí, he dicho
antes que no se conocían aún todos los peligros de las sustancias radioactivas, pero algunos eran
bien evidentes. No hacía falta más que llevar un poquito de radio en el bolsillo (y, ¿por qué no iba
a hacerse, antes de saber esto?), y no se notaba nada… hasta que pasaban unos días. A las dos
semanas, en la parte de la pierna bajo el bolsillo aparecía un enrojecimiento y finalmente una
quemadura dolorosa y que se curaba bastante mal. Esto no era ninguna broma: hacía falta llevar el
radio en una caja de plomo para no sufrir estas quemaduras. Pero, ¿y si, lejos de ser una
quemadura accidental, alguien utilizase esas sustancias a propósito para producir heridas en otros
seres humanos? En palabras de Pierre Curie,

Puede darse incluso el caso de que el radio se convierta en algo muy peligroso en las
manos de criminales, y podemos plantearnos la pregunta de si la humanidad se
beneficia al conocer los secretos de la Naturaleza, si estamos listos para beneficiarnos
de ello o este conocimiento no nos perjudicará.

¿Utilizaríamos este conocimiento para beneficiarnos de él, o para matarnos unos a otros? La
respuesta, como suele suceder en estos casos, era… ambas cosas. Pero estoy seguro de que, si
Pierre Curie hubiera estado vivo cuarenta y dos años después de recibir el Nobel, hubiera llorado
como un niño ante el lanzamiento de las bombas de Hiroshima y Nagasaki.

Como siempre, aquí tienes las palabras de H.R. Törnebladh, Presidente por entonces de la Real
Academia Sueca de las Ciencias al otorgar el Premio Nobel de Física a estos tres genios.:

Su Majestad, sus Altezas Reales, Damas y Caballeros.

El desarrollo de las ciencias físicas en la última década es sobresaliente por los


descubrimientos, tan inesperados como impresionantes, que se han realizado. A la Real
Academia de las Ciencias le ha correspondido la tarea de llevar a cabo las nobles
intenciones expresadas por Alfred Nobel en su testamento durante este fructífero
período para las ciencias físicas. El gran descubrimiento al que la Academia de las
Ciencias ha decidido otorgar el Premio Nobel de Física de 1903 marca una etapa en

24
esta brillante expansión, mientras que está al mismo tiempo conectado directamente
con el descubrimiento que recibió el primer Premio Nobel de Física.

Tras el descubrimiento de los rayos Röntgen, se planteó la cuestión de si no podrían


producirse también en otras condiciones diferentes de aquellas en las que se habían
observado por primera vez. Durante el transcurso de los experimentos en este campo,
el Profesor Henri Becquerel logró resultados que no sólo respondían a esa pregunta,
sino que llevaron a un nuevo descubrimiento de primer orden.

Cuando se descarga electricidad a través de un tubo lleno de un gas enrarecido, se


produce el fenómeno de la radiación dentro del tubo. Esto se ha denominado radiación
catódica, la cual, cuando se encuentra con un objeto en su camino, produce los rayos
descritos por Röntgen. Sucede a menudo que estos rayos catódicos producen efectos
luminosos, denominados fluorescencia y fosforescencia, en los objetos contra los que
chocan. Ésta es la circunstancia que inspiró los experimentos de Becquerel.

Éste se preguntó si los cuerpos de los que emanan rayos fosforescentes, tras haber sido
expuestos durante más o menos tiempo a la acción de luz ordinaria, no emitirían
también rayos Röntgen. Para resolver el problema, Becquerel utilizó la propiedad bien
conocida de los rayos Röntgen de afectar a las placas fotográficas. Tras envolver una
placa con papel de aluminio, situó sobre ella láminas de vidrio entre las que puso los
materiales fosforescentes que estudiaba, pensando que, si la placa fotográfica se veía
afectada a través del papel de aluminio, esto sólo podría ser causado por rayos que,
como los de Röntgen, podían atravesar metales.

Llevando su experimento más allá, Becquerel descubrió que la placa fotográfica


mostraba imágenes al exponerla a ciertas sustancias, en particular, de todas las sales
del uranio. Demostró, por lo tanto, que estas sustancias emiten rayos de una naturaleza
especial, distintos de la luz ordinaria. Los experimentos continuaron, y descubrió un
hecho aún más extraordinario: que esta radiación no está relacionada directamente con
el fenómeno de la fosforescencia, que los materiales fosforescentes pero también otros
que no lo son pueden producir esta radiación, que la luz ordinaria no es necesaria para
que se produzca el fenómeno y, finalmente, que la radiación en cuestión continúa en el
tiempo con una fuerza constante a todas las apariencias, sin que pueda trazarse su
origen hasta ninguna fuente conocida de energía.

Así es como Becquerel descubrió la radioactividad espontánea y los rayos que llevan su
nombre. Este descubrimiento mostró una nueva propiedad de la materia y una nueva
forma de energía, esta última de origen misterioso. No hace falta decir que un
descubrimiento como éste despertaría necesariamente el más intenso interés en la
comunidad científica, y daría origen a gran cantidad de nuevas investigaciones que
tratarían de estudiar concienzudamente la naturaleza de los rayos de Becquerel y de
determinar su origen. Es en este momento cuando M. y Mme. Curie comenzaron el
estudio más cuidadoso y sistemático de este asunto, examinando casi todas las
sustancias simples y un gran número de minerales para determinar si había otras
sustancias con las propiedades extraordinarias del uranio. El primer descubrimiento en
este campo se realizó casi al mismo tiempo por el alemán Schmidt y por Mme. Curie, ya
que ambos descubrieron que el torio posee propiedades radioactivas en una magnitud
parecida a la del uranio.

Durante sus investigaciones, los científicos han hecho uso de una propiedad de los
rayos de Becquerel, que pueden convertir en conductores de la electricidad a cuerpos
que no lo son en circunstancias normales. Como resultado, si rayos de este tipo inciden
sobre un electroscopio cargado eléctricamente, éste se descarga más o menos rápido,
de acuerdo con la mayor o menor actividad de estos rayos que convierten al aire que
25
rodea el electroscopio en conductor. El electroscopio ha desempeñado por tanto, hasta
cierto punto, el mismo papel respecto a las sustancias radioactivas que el
espectroscopio en la búsqueda de nuevos elementos.

M. y Mme. Curie1, tras encontrar con ayuda del espectroscopio que las propiedades
radioactivas de la pechblenda eran más acentuadas que las del propio uranio, llegaron
a la conclusión de que la pechblenda debía contener una o más sustancias radioactivas.
Descomponiendo la pechblenda en sus componentes químicos y examinando, de nuevo
con ayuda del electroscopio, la radioactividad de los productos que se obtenían,
consiguieron finalmente, a través de una serie de disoluciones y precipitados, aislar los
materiales que se distinguían por su radioactividad de una intensidad notable. Puede
dar una idea de lo prodigioso del trabajo necesario para producir estos resultados el
hecho de que, para obtener unos pocos decigramos de una de estas sustancias activas,
hacen falta 1000 kg de materia bruta. De estas sustancias, el polonio fue descubierto
por M y Mme. Curie, el radio también fue descubierto por ellos en colaboración con
Bémont, y el actinio por Debierne. De todos estos materiales, el radio al menos es una
sustancia simple2

Becquerel ya había mostrado, mediante el estudio de la radiación del uranio, algunas


de las propiedades más importantes de estos rayos. Sin embargo, fue gracias al
descubrimiento de estas sustancias altamente radioactivas que hemos mencionado que
fue posible llevar a cabo una investigación más exhaustiva de los rayos de Becquerel y,
en ciertos aspectos, corregir algunos datos sobre ellos. Entre los científicos más
destacados en esta investigación está de nuevo Becquerel y también lo están M. y Mme.
Curie.

La radiación de Becquerel se parece a la luz en algunos aspectos. Su propagación es


rectilínea. Como la luz de ciertas longitudes de onda, tiene una capacidad de acción
fotoquímica muy grande, causa fosforescencia, etc. Sin embargo, se diferencia de la luz
en algunos aspectos esenciales, por ejemplo por su propiedad de atravesar metales y
otros objetos opacos, por la intensidad con la que descarga cuerpos cargados de
electricidad, y finalmente por la ausencia de los fenómenos de reflexión, interferencia y
refracción, característicos de la luz. En esto, los rayos de Becquerel son muy parecidos
a los rayos de Röntgen y a los rayos catódicos. Se ha observado, en cualquier caso, que
la radiación de Becquerel no es homogénea, sino que está compuesta de distintos tipos
de rayos, algunos de los cuales, como los de Röntgen, no se ven desviados por fuerzas
eléctricas ni magnéticas, mientras que otros, como los rayos catódicos o los rayos de
Goldstein3, sí se desvían. Como los rayos de Röntgen, los rayos de Becquerel tienen un
intenso efecto fisiológico; por ejemplo, atacan a la piel, afectan al ojo, etc.

Finalmente, algunas de las sustancias radioactivas tienen una propiedad especial que
no tiene relación directa con su intensidad. Este efecto consiste en convertir
temporalmente en radioactivos todos los cuerpos a su alrededor, produciendo una
emanación radioactiva que comunica la propiedad de la radioactividad a lo que las
rodea.

Es por lo tanto indudable que los rayos de Becquerel tienen una relación directa con los
rayos de Röntgen y los rayos catódicos. La teoría moderna de los electrones, que
explica esta última forma de radiación, se ha empleado con gran éxito para explicar los
rayos de Becquerel4

Podríamos terminar aquí nuestra narración de los descubrimientos de Becquerel y los


Curie en este punto, ya que lo que hemos cubierto es el resultado principal de la
investigación que realizaron durante la primera parte de 19035 y, por tanto, lo que es
relevante para decidir el Premio Nobel de 1903. No nos cabe duda de que los
26
descubrimientos que hemos descrito son lo suficientemente importantes para merecer
este premio. Estos descubrimientos nos han mostrado que hay formas especiales de
radiación que sólo se conocían antes como la consecuencia de descargas eléctricas en
gases enrarecidos, y que se trata de radiaciones naturales. Hemos conocido una
propiedad nueva de la materia, la capacidad de emitir, al parecer de forma espontánea,
estos maravillosos rayos. Hemos desarrollado nuevos métodos, infinitamente superiores
en sutileza a cualquiera de los que teníamos en este campo, para examinar en ciertas
condiciones la existencia de la materia en la naturaleza. Finalmente, hemos descubierto
una nueva forma de energía, para la que aún hace falta obtener una explicación
completa. Sin duda, estos descubrimientos darán lugar a nuevas investigaciones de la
mayor importancia en Física y en Química.

Los descubrimientos de Becquerel y los Curie son los heraldos de una nueva era en la
historia de las ciencias físicas. Sólo podemos mencionar brevemente los magníficos
experimentos realizados el año pasado por Curie en este campo, descubriendo en el
radio una producción espontánea de calor en gran cantidad, junto con los
descubrimientos de Rutherford y Ramsay sobre la liberación de helio por parte del
radio, descubrimientos que no pueden sino ser de gran importancia tanto para el físico
como para el químico. La promesa de futuro del descubrimiento de Becquerel parece
cerca de su cumplimiento.

Los descubrimientos y las investigaciones de Becquerel y de M. y Mme. Curie están


íntimamente relacionados entre sí; los dos últimos han sido, por supuesto, compañeros
de trabajo. La Real Academia de las Suecas no ha considerado justo hacer distinciones
entre estos eminentes científicos a la hora de recompensar el descubrimiento de la
radioactividad espontánea con un Premio Nobel. La Academia ha considerado como lo
más equitativo otorgar el Premio Nobel de Física de 1903 de forma conjunta, la mitad
de él al Profesor Henri Becquerel por el descubrimiento de la radioactividad
espontánea, y la otra mitad al Profesor y a Madame Curie por el gran mérito de que
han hecho gala en su trabajo con los rayos descubiertos originalmente por Henri
Becquerel.

Profesor Becquerel6. El brillante descubrimiento de la radioactividad nos muestra el


conocimiento triunfante del ser humano, explorando la Naturaleza con rayos de genio
sin desviar que atraviesan la inmensidad del espacio. Su victoria sirve de refutación al
antiguo dicho, “Ignoramus – ignorabimus”7, “No conocemos y nunca conoceremos”.
Nos trae la esperanza de que el trabajo científico tendrá exito y conquistará nuevos
territorios, y ésta es la esperanza fundamental de la humanidad.

El gran éxito del Profesor y Madame Curie es la mejor ilustración del antiguo
proverbio, “Coniuncta valent”, “La unión hace la fuerza”. Nos hace observar la palabra
de Dios con una nueva luz: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea
para él”8.

Y esto no es todo. Esta pareja de sabios representan un equipo de distintas


nacionalidades, un buen augurio de la unión de la humanidad para el desarrollo de la
ciencia.

Con sincera tristeza por la ausencia de estos dos ganadores del Premio, que no han
podido asistir por otros compromisos, tenemos la fortuna de tener en su lugar al
distinguido Ministro, M. Marchand, que representa a Francia y que ha aceptado
gentilmente recibir el premio otorgado a sus compatriotas.

27
1. Fíjate cómo, aunque Pierre no había tomado parte hasta ese momento en la investigación de su
mujer, era inconcebible para la época que una mujer sola pudiera llevar a cabo este tipo de cosas, así
que lo incluían desde el principio.
2. Es decir, un elemento químico — luego se comprobaría que los otros también lo eran.
3. Hoy en día los solemos llamar rayos canales, formados por iones de carga positiva.
4. Parte de ellos, claro: la radiación beta.
5. Probablemente se refiere a “hasta la primera parte” ya que, como hemos visto, empezaron en 1896.
6. Los Curie no estaban allí escuchando este discurso, con lo que malamente podía el Presidente
dirigirse a ellos.
7. Pesimista expresión sobre el conocimiento científico puesta de moda a finales del XIX por Emil du
Bois-Reymond.
8. Espero que te rías ante la enorme ironía de esta cita, teniendo en cuenta los papeles respectivos de
Maria y Pierre en todo el asunto.

28
Nobel de Física de 1903 - Radiaciones alfa, beta y
gamma
Publicado originalmente el 30/09/2009
Versión original del artículo: http://eltamiz.com/2009/09/30/premios-nobel-fisica-1903-radiaciones-alfa-
beta-y-gamma/

Éste es un artículo de los que me producen una satisfacción especial al escribirlos, porque se basa
en cosas que hemos discutido, en mayor o menor medida, en entradas anteriores, con lo que los
más veteranos de la página tenéis ventaja para poder entenderlo — los más espabilados seguro
que, al leer la primera parte, ya enlazásteis con artículos de hace meses o incluso años. Eso sí,
esto tiene una vuelta de hoja: no tiene sentido volver a repetir cosas de las que hemos hablado ya,
con lo que en varias ocasiones me referiré a artículos pasados, y si no los has leído ya (o no los
recuerdas), es conveniente que te dirijas a ellos antes de seguir con éste, o te resultará más difícil
comprender algunos de los conceptos de los que hablaremos.

Dicho esto, empecemos profundizando en las radiaciones de Becquerel o, como se llamaban ya


cuando nuestros tres científicos recibieron el Nobel y se habían descubierto tipos diferentes, las
radiaciones α, β y γ. Como dije en el artículo anterior, decir “radiación” o “rayos” es no decir
mucho (“Energía ondulatoria o partículas materiales que se propagan a través del espacio” según
el DRAE), porque radiaciones hay muchas y de muy diversos tipos.

Se le dio este nombre a cualquier emisión de algo, a partir de cualquier cosa, siempre que ese
“algo” se transmitiese en línea recta y transportase energía de alguna manera (y, en el caso de las
de Becquerel, se les dieron nombres arbitrarios para poder clasificarlas de alguna manera). Lo
desafortunado del asunto es que, con el tiempo, radiación ha sido identificado erróneamente
con radioactividad y con radiación ionizante, con lo que si alguien dice “hemos estado expuestos a
radiación”, la reacción suele ser de preocupación e incluso pánico… aunque la frase pueda
referirse igualmente a la radiación emitida por el radio al desintegrarse, o a la luz de color rojo de
una simple bombilla.

Las tres radiaciones de Becquerel, con el tiempo, fueron identificadas como lo que realmente son,
y en mi humilde opinión, no deberíamos seguir llamándolas por sus letras griegas, poco
informativas y que parecen englobar a estas emisiones como si fueran básicamente expresiones
del mismo proceso físico, cuando existen bastantes más diferencias entre ellas que similitudes. Y,
antes de que nadie lo diga, sí, yo sigo refiriéndome a ellas así en muchas ocasiones a lo largo del
artículo, pero es que es como se llaman en todas partes.

Los rayos α fueron así nombrados por Ernest Rutherford, y su identificación supuso para el
neozelandés (junto con la de los rayos β, de los que hablaremos en un momento) el Nobel de
Química de 1908, con lo que no voy a extenderme aquí sobre su descubrimiento, sino que lo haré
cuando corresponda. Como recordarás de la primera parte del artículo, esta radiación alfa estaba
formada por algún tipo de partículas cargadas positivamente, de gran masa o carga muy pequeña,
ya que se desviaban al encontrarse en un campo magnético, pero no era una gran desviación.

Efectivamente, la radiación α no es más que núcleos de helio-4 emitidos por una fuente (en el
caso de los experimentos de Becquerel y compañía, un elemento radioactivo). Un núcleo de helio
tiene siempre dos protones, o no sería helio, y en el caso del helio-4 tiene, además, dos neutrones.
29
Con lo que las partículas que componen la radiación α, llamadas a menudo partículas α, tienen dos
protones y dos neutrones, y ningún electrón. Como ves, cumplen las condiciones observadas por
los científicos en su descubrimiento inicial: cuatro nucleones suponen una masa realmente grande,
la ausencia de electrones implica que tienen carga positiva (+2), con lo que se desvían, pero poco,
ante un campo magnético.

Además, esta gran masa explicaba también la escasa penetración que habían observado Becquerel
y compañía. Una partícula cargada tan grande (relativamente hablando, claro, como verás dentro
de un momento cuando hablemos de la radiación β) no puede recorrer apenas espacio dentro de
cualquier sustancia, ya que se topará con un átomo muy pronto, transfiriéndole gran parte de su
energía y deteniendo o frenando bruscamente su movimiento. Por eso unos pocos centímetros de
aire bastan para detener la radiación alfa.

Estos núcleos de helio-4 se mueven relativamente despacio, a tan sólo unos 15 000 km/s. Sin
embargo, transportan una energía muy grande –unos 5 MeV– por tener tanta masa. Tal energía,
junto con la carga eléctrica, suponen que las partículas α sean altamente ionizantes: cuando se
encuentran con un átomo pueden arrancarle electrones, lanzar el núcleo despedido y, en
definitiva, convertir lo que era un átomo neutro en un ión y algunos electrones sueltos, y algo
parecido con cualquier molécula que se encuentre. De ahí que se observara cómo el aire que
rodeaba a los elementos radioactivos manipulados por los Curie y compañía se convertía en
conductor de la corriente eléctrica: la radiación emitida por la sustancia estaba
literalmente rompiendo las moléculas de N2, O2 e ionizando los átomos que las componen.

Si esto sucede, no sobre moléculas del aire, sino sobre el ADN de nuestros cromosomas, las
consecuencias pueden ser terribles. Los núcleos de helio-4 emitidos por los elementos radioactivos
son verdadera “artillería pesada”, capaz de producir daños gravísimos sobre nuestros genes, con
un potencial muy superior al de cualquier otro tipo de radiación, por su enorme masa y gran
energía cinética. Afortunadamente para nosotros, este carácter de “artillería pesada” es
precisamente el que nos protege de estos núcleos en casi todas las situaciones.

Para empezar, si estás a un metro de un elemento radioactivo que está emitiendo radiación α, los
núcleos de helio ni te llegan, porque han sido absorbidos por el aire. De este modo, por dañinos
que pudieran ser si alcanzasen el núcleo de tus células, no pueden llegar, con lo que es imposible
que “bombardeen” nada. Pero el aire es una sustancia muy tenue, comparada con un líquido o un
sólido: incluso si te acercaras a unos pocos centímetros, tu ropa evitaría que las partículas α
llegasen a tu piel en casi todo tu cuerpo… y si llegaras a tocar la sustancia, la epidermis detendría
prácticamente todas las partículas alfa, y una cantidad inapreciable alcanzaría el interior de tu
cuerpo.

¿Quiere esto decir que la radiación α nunca es peligrosa? No, ni mucho menos. El gran tamaño y la
carga eléctrica de los núcleos de helio hace muy difícil que lleguen al interior de tu cuerpo si
fueron emitidos desde fuera. Si, por ejemplo, te tragas un pedazo de esa sustancia radioactiva,
tienes un problema enorme, porque estás recibiendo los núcleos de helio desde dentro. Sí, las
paredes de tu aparato digestivo los detendrán… pero, al contrario que las células más externas de
la piel, aquéllas están vivas, con lo que puedes sufrir un cáncer en cualquier órgano del aparato
digestivo en contacto con la sustancia.

“Ah, pero nadie va ser tan tonto de tragarse un elemento radioactivo” , puedes responder. Pero,
por una parte, si fuera tan evidente y fácil distinguir un elemento radioactivo de uno que no lo es,
¿crees que hubiéramos tardado tanto en descubrirlos, o que le hubieran dado el Nobel a estos
científicos? Como bien sabes si eres tamicero añejo, al contrario de lo que se ve a menudo en la

30
televisión, las sustancias radioactivas no brillan, e incluso cuando algo a su alrededor emite
radiación visible a consecuencia de su presencia, como radiación de Cherenkov, esto sólo sucede
en condiciones muy concretas y con concentraciones muy grandes del elemento radioactivo. En
resumen, que te puedes tragar un trozo de algo que esté emitiendo núcleos de helio a mansalva y
tú, sin enterarte (al menos a corto plazo).

Pero el segundo problema es que el aparato digestivo no es el único medio por el que un elemento
emisor de partículas α puede entrar en tu cuerpo, y los fluidos pueden emitirlas tan fácilmente
como los sólidos.La mayor causa de exposición que tenemos a estos núcleos de helio es
el radón, un gas noble radioactivo del que hablaremos algún día en la serie Conoce tus elementos.
El radón es un producto de la desintegración del radio descubierto por los Curie, y dado que el
radio es un elemento radioactivo natural, existe radón en cualquier sitio en el que hay radio (y
radio lo hay en muchos sitios). Al respirar radón, la emisión de partículas alfa se produce en el
interior de nuestros pulmones, lo cual puede suponer, a largo plazo, el desarrollo de un cáncer. El
radón supone, de hecho, la fuente natural de la mayor parte de la radiación ionizante a la que
estamos expuestos a lo largo de nuestra vida, y en aquellas zonas en las que es particularmente
abundante existen detectores de este gas, para alertar de concentraciones peligrosamente altas.

Lo que ni Becquerel, ni los Curie, ni ningún otro científico de finales del XIX y principios del XX
podían contestar era la pregunta fundamental: ¿por qué algunos elementos emitían esos núcleos
de helio? ¿de dónde salía la enorme cantidad de energía cinética total de todas esas partículas?
¿por qué unos elementos no emitían nada, y otros sí? El problema es que para contestar a esas
preguntas hace falta la Mecánica Cuántica, con lo que haría falta esperar unas pocas décadas para
descifrar el enigma.

Lo hizo Georgiy Antonovich Gamov en 1928. Si has leído Cuántica sin fórmulas o ¿Cómo se sabe la
edad de las rocas? ya sabes por dónde van los tiros. La clave de todo el asunto es el efecto túnel, al
que hemos dedicado un artículo entero que no voy a volver a repetir aquí. Te recomiendo que leas
tanto esa entrada como la de la edad de las rocas antes de seguir con ésta, si tienes acceso a la
red ahora mismo. Si estás leyendo en papel, cuando tengas tiempo puedes buscar el nombre de los
artículos en El Tamiz y deberías poder encontrarlos sin problemas.

Dependiendo de la configuración del núcleo, la interacción entre los nucleones (protones y


neutrones) y, en particular, de la fuerza electromagnética y la nuclear fuerte, puede dar lugar a
situaciones más o menos estables. Dicho en términos de nuestro artículo sobre el efecto túnel, el
“pozo energético” en el que las partículas se encuentran encerradas puede tener límites más o
menos anchos y profundos. Aunque la relación entre unas cosas y otras es complicada, dicho muy
mal y muy pronto, cuanto más pesado es el núcleo, más difícil es retener todos los nucleones y más
probable que, tarde o temprano, alguno escape.

Tampoco es fácil razonar, sin meternos en camisas de once varas, por qué una manera de escapar
y conseguir más estabilidad es emitir un “paquete” compuesto por dos protones y dos neutrones
en vez de simplemente lanzar protones o neutrones sueltos, de modo que créeme cuando te digo
que esa configuración es muy estable, con lo que podríamos considerar, en los núcleos más
pesados, que en vez de neutrones y protones “sueltos” hay “paquetes” formados por dos protones
y dos neutrones, y es uno de estos “paquetes” el que escapa; de ahí que lo que se emitan sean
núcleos de helio y no otra cosa –hay otras posibilidades, pero a eso llegaremos en un momento–.

Esta estabilidad relativa dependiendo del número de nucleones es la razón de que no se haya
observado nunca la emisión de núcleos de helio por parte de los átomos más ligeros: sólo se ha
verificado este fenómeno en el teluro (el elemento de 52 protones) y los más pesados que él. El

31
uranio que estudiaba Becquerel, por ejemplo, tenía 92 protones y 146 neutrones. La probabilidad
de que alguna partícula alfa escape del pozo de potencial sigue siendo minúscula, pero en
cualquier muestra macroscópica de uranio-238 hay tal cantidad de átomos que, estadísticamente,
están produciéndose emisiones todo el tiempo. Pero insisto: de esto hablamos ya al describir los
sistemas de datación de rocas, y no quiero repetirme aquí.

Pero, si el uranio de Becquerel o el radio de los Curie emitía una partícula α… ya no era uranio o
radio. El átomo original se había desintegrado, dejando en su lugar una partícula alfa y un átomo
de un elemento diferente; “desintegración” es un término desafortunado, en mi opinión, porque
sugiere una desaparición completa del átomo, cuando lo que se produce es más bien una
transmutación. Como recordarás, el hecho de que un átomo pertenezca a un elemento o a otro
depende única y exclusivamente de una cosa: del número de protones (uno para el hidrógeno, dos
para el helio, etc). De manera que cuando el uranio, que tiene 92 protones, emite un núcleo de
helio (que tiene dos protones), deja de ser uranio para convertirse en el elemento número 90, es
decir, torio. Pero claro, como recordarás de la primera entrega del artículo, el torio sigue siendo lo
suficientemente inestable como para emitir, tarde o temprano, sus propias partículas y conseguir
mayor estabilidad. De ahí las cadenas de desintegración de las que hemos hablado en el pasado.
Como bien había sospechado Pierre Curie, “la propia existencia del átomo está en cuestión, y que
estamos en presencia de una transformación de los elementos”.

El radio, por ejemplo, tiene 88 protones. Cuando sufre una desintegración alfa, es decir, emite un
núcleo de helio, pierde dos protones y dos neutrones, con lo que deja de ser radio para ser radón,
el elemento de 86 protones. Pero el radón es un gas, con lo que sus átomos abandonan el sólido
del que provenían y se mezclan con el aire circundante. Por eso el radio es terriblemente
peligroso, no sólo por las partículas que emite por sí mismo, sino porque con el tiempo va
emanando radón, un gas que, a su vez, es inestable; y, como hemos dicho antes, al respirarlo
puede producir daños celulares en nuestros pulmones muy fácilmente. Se piensa que la exposición
continuada a radón probablemente fue una de las causas últimas de la muerte de Maria.

Pero ¡la cosa no acaba aquí! Si piensas un momento, verás cómo todo puede enlazarse en una sola
cadena: El uranio de 92 protones puede desintegrarse para producir torio de 90 protones, que a
su vez puede desintegrarse para producir radio de 88 protones, que a su vez puede desintegrarse
para producir… radón. De ahí que el radón sea un problema especialmente en regiones en las que
hay depósitos de uranio bajo la superficie, y que la inhalación continuada de radón sea un peligro
considerable en las minas de uranio. Los experimentos de Becquerel con uranio, y de los Curie con
radio, no eran tan diferentes, al fin y al cabo.

Desde luego, Becquerel no pudo detectar las pequeñas cantidades de radio que indudablemente
había en el uranio que estudiaba, como tampoco detectó una emisión considerable de partículas α
por ese metal; como verás si relees la primera parte del artículo, sólo detectó emisiones β y γ, a
pesar de que también había núcleos de helio siendo emitidos por el uranio.

¡Ah, pero esos “paquetes” de dos protones y dos neutrones no son lo único que puede escapar de
los núcleos inestables! Dicho mal y pronto, una de las dos causas de inestabilidad en un núcleo, la
responsable de la desintegración α de la que acabamos de hablar, es que en el núcleo “hay
demasiados nucleones”, de modo que algunos de ellos se largan. La segunda causa es más sutil, y
tiene que ver con la fuerza nuclear débil, pero una vez más, dicho mal y pronto, la inestabilidad se
debe a que “hay un número demasiado diferente de protones y neutrones”.

Esta segunda inestabilidad no es resoluble, como lo era la primera, emitiendo una partícula
alfa. ¿Qué cambiaría de ese modo? Prácticamente nada, porque al emitir un núcleo de helio, los

32
protones se reducirían en dos, los neutrones harían lo mismo… y el desequilibrio entre ambos
seguiría siendo el mismo. Para comprender la solución más obvia no hay más que recordar que ni
el protón ni el neutrón son partículas fundamentales, sino que están compuestas de otras más
simples, los quarks.
Sí, ya sé que hace muchísimo tiempo que publicamos aquellos artículos, pero si los relees, verás
que el neutrón está compuesto por quarks u-d-d (up, down, down, o arriba, abajo, abajo), y el
protón, por quarks u-u-d (up, up, down, o arriba, arriba, abajo). Dicho de otro modo: un solo quark
los diferencia. Si “hay demasiados neutrones”, por ejemplo, y se convierte un quark down del
neutrón en uno up… ¡ya no se tiene un neutrón! Ahora, en su lugar, hay un protón, y el núcleo es
más estable que antes. Y algo parecido sucede, excepto que al revés (up → down) en el caso de un
exceso de protones.

De modo que, en este caso, la transmutación es de un grado más fundamental que en el caso de la
desintegración alfa: no es que el núcleo pierda nucleones para convertirse en otro elemento, es
que los propios protones y neutrones se transforman unos en otros . Y esto supone una diferencia
adicional con la emisión de partículas alfa de la que hemos hablado antes: al poderse dar una
conversión protón → neutrón o viceversa, existen dos tipos diferentes de esta nueva
desintegración.

En el caso de la transformación de un quark abajo en uno arriba, se emite un bosón W- que es


extraordinariamente inestable y se desintegra a su vez en un electrón y un antineutrino
electrónico. Ya hablamos de esto al estudiar el neutrino, y el diagrama de Feynman del proceso es
el siguiente:

Como dijimos entonces, el antineutrino (como cualquier neutrino) es dificilísimo de detectar. A


pesar de que Becquerel estaba siendo atravesado por miríadas de ellos, lo único que detectó
fueron los electrones:eso eran simplemente las partículas de la radiación β, electrones que
se desviaban fuertemente al atravesar campos magnéticos, tenían carga negativa y una masa muy
ligera. Ya sé que “partículas beta” suena más misterioso que “electrones”, pero de eso se trataba
al fin y al cabo.

Estos electrones no tienen tanta energía como los núcleos de helio de los que hablamos antes (la
típica es de alrededor de 1 MeV). Sin embargo, como la masa de un núcleo de helio es varios miles
de veces mayor que la de un electrón, estas partículas β, aunque tengan menor energía cinética,
se mueven muchísimo más deprisa que las α: pueden llegar a velocidades bastante próximas a la
de la luz.

Como sucedía en el caso de los núcleos de helio, la energía y el tamaño de estos electrones
suponen una ventaja y un inconveniente para nosotros. Por un lado, su energía es menor que la de
las partículas α con lo que no son tan peligrosas como aquéllas cuando impactan contra la
estructura de nuestro ADN –aunque, desde luego, siguen siendo dañinas–. Pero, por otro lado, al
ser más pequeñas es más fácil que atraviesen las sustancias que se interponen en su camino, con
lo que es más complicado protegerse de ellas, aunque no imposible. Como dijimos en la primera
parte del artículo, una lámina de metal no demasiado gruesa es suficiente.

La desintegración beta, al contrario que la alfa, apenas modifica la masa del núcleo, ya que un
neutrón y un protón tienen prácticamente la misma masa. Por ejemplo, el radio-228 tiene 88
protones y 140 neutrones. De vez en cuando (su semivida es de casi seis años) este desequilibrio
provoca que un neutrón se desintegre, mediante el proceso que acabamos de describir, en un
protón, un antineutrino electrónico y un electrón. Lo que se tiene entonces (además de las
partículas escapadas) es actinio-228, con 89 protones y 139 neutrones.
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Y, por si te lo estás preguntando, ¡no, el actinio-228 tampoco es estable! En pocas horas (siempre
estadísticamente hablando, claro) sufre el mismo proceso de nuevo, pasa a tener 90 protones y
138 neutrones… es decir, es torio-228. Y el torio, como hemos visto hace unos cuantos párrafos y
espero que recuerdes si aún no te duele la cabeza, suele convertirse a través de una
desintegración alfa en radio. Y la cosa, claro, no acaba ahí, pero te da una idea de las cascadas de
desintegraciones (a veces alternas, como en este caso) que pueden producirse. Es posible incluso,
naturalmente, que a partir de un núcleo puedan suceder varias cosas con probabilidades
diferentes, aunque una de ellas suele ser la que más estabilidad proporciona al núcleo y la que se
produce primero.

Como esta desintegración no requiere de un gran número de nucleones, sino más bien
del desequilibrio entre ellos, no hace falta irse a elementos muy pesados de la tabla periódica
como sucedía en el caso de la desintegración alfa. Uno de los casos más conocidos, y que ya
mencionamos al hablar de la datación de las rocas, es el del carbono-14, que tiene 6 protones y 8
neutrones. Con el tiempo y muchas “tiradas de la moneda” que describimos entonces, uno de los
neutrones acaba convirtiéndose en protón, y produciéndose por tanto la transmutación en
nitrógeno-14, con 7 protones y 7 neutrones que, en este caso sí, es estable.

Pero ya hemos dicho que hay dos tipos de desintegración β.Este tipo de desintegración beta, en la
que se produce un electrón y un antineutrino electrónico, se denomina desintegración beta
negativa o desintegración β-, porque hace falta diferenciarla de la contraria, en la que un protón
se convierte en neutrón (o, mejor dicho, un quark up se convierte en uno down dentro de un
protón), y que suele producirse cuando el desequilibrio favorece a los protones en vez de al revés.
En ese caso lo que se emite no es un electrón, sino un positrón, y en vez de un antineutrino se
produce un neutrino; se trata de ladesintegración beta positiva o desintegración β+. Es fácil
acordarse de cuál es cuál, porque el signo se corresponde con la de la partícula cargada emitida
(β- si es un electrón, β+ si es un positrón).

Un ejemplo de desintegración beta positiva es la de otro istótopo del carbono, el carbono-11, que
tiene 6 protones y 5 neutrones y se desintegra en boro-11, con 5 protones y 6 neutrones. Sí, ya sé
que en este caso sigue habiendo un desequilibrio, pero lo de “demasiados protones/neutrones” es
una simplificación de algo mucho más complejo, así que tampoco te lo tomes al pie de la letra.

Respecto a la radiación gamma, como ya observaron los científicos de la época, era casi
exactamente igual que la radiación X de Röntgen, excepto que más energética aún. Los rayos γ no
son más que eso: fotones emitidos por los átomos que sufren una de las otras dos
desintegraciones. Pero ¿por qué se emiten asociados a las otras?

Cuando se produce una desintegración alfa o beta es porque, como hemos dicho antes, el núcleo
es inestable, lo mismo que un lápiz apoyado sobre una mesa únicamente por su punta. Tarde o
temprano, el lápiz cae hacia el estado más estable (horizontal sobre la mesa), y el átomo “cae”
hacia una configuración más estable (un número más parecido de protones y electrones, por
ejemplo). Pero, tanto en uno como en otro caso, la energía final es menor que la inicial.

Dicho en términos de nuestro pozo de potencial infinito de Cuántica sin fórmulas, cuando se
produce una desintegración α o β, muy a menudo el núcleo del átomo cae hacia un escalón más
bajo de energía, y libera la diferencia de energía en forma de un fotón. Pero, dado que la
energía liberada es enorme, ese fotón tiene una energía terrorífica –para ser un fotón, claro–. Para
que te hagas una idea, un fotón de luz visible tiene una energía típica de algo más de 1 eV. Un
fotón de radiación gamma tiene una energía típica de unos cuantos cientos de miles de eV. Es, por
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tanto, como si cogieras varios cientos de miles de fotones “normales” y los empaquetaras en uno
solo.

El primer peligro de la radiación gamma, por tanto, es el que es una onda electromagnética muy
energética: puede producir quemaduras fácilmente. Pero, además, como las otras dos radiaciones
de las que hemos hablado en el artículo, se trata de radiación ionizante que produce daños y
modificaciones sobre nuestro ADN, con lo que también puede llegar a producir cáncer.

Además, dado que los fotones no tienen carga, es más difícil pararlos que las partículas α y β.
Hacen falta materiales densos (o gruesas capas de materiales más ligeros), cuanto más opacos a la
radiación electromagnética de esas frecuencias, mejor. 6 centímetros de hormigón, por ejemplo,
absorben más o menos la mitad de los fotones de radiación gamma que inciden sobre él, pero lo
mismo se consigue con sólo 1 cm de plomo. Se trata, por tanto, de la radiación más penetrante de
las tres que hemos estudiado hoy, y nuestra piel no es protección suficiente ni de lejos contra ella.
Es mejor estar lejos de cualquier fuente de fotones gamma, salvo que no haya otro remedio.

Por otro lado, como probablemente sabes, utilizamos estos fotones ultra-energéticos y
peligrosísimos para las dos cosas que mejor hacen: atravesar sustancias y matar. La primera
propiedad los hace un excelente medio de diagnóstico médico: una gammagrafía no es más que
eso, una radiografía utilizando radiación gamma. También se emplean en las Tomografías por
Emisión de Positrones (TEP). Así mismo se usan de formas que me parecen menos aceptables
moralmente –aunque la dosis recibida no sea grande–, como para detectar inmigrantes ilegales en
camiones en algunos lugares de frontera de los EE.UU.

El segundo uso consiste precisamente en eso: en matar células quemándolas con la radiación
gamma. Esto puede hacerse como “baño de radiación” o de un modo más preciso. El baño de
radiación gamma se emplea cuando quiere eliminarse cualquier ser vivo en algún sitio, por
ejemplo, esterilizando material de cirugía o botes de conservas. Suele emplearse cobalto-60 como
fuente de la radiación γ, porque se desintegra (mediante una desintegración beta negativa) en
níquel-60, emitiendo un electrón no demasiado energético, un antineutrino electrónico y un par de
fotones gamma. Si has entendido el resto del artículo, comprendes que es fácil meter el cobalto-60
dentro de un recipiente lo suficientemente grueso como para absorber los electrones pero
lo suficientemente fino como para dejar salir la mayor parte de la radiación gamma, mucho más
penetrante que los electrones; de los antineutrinos ni hablo, porque nos atraviesan sin que nos
percatemos de ello y no acarrean ningún peligro.

En el caso del baño de radiación, no hace falta más que introducir los objetos a esterilizar dentro
de una cámara expuesta a los fotones gamma. Pero hay una forma mucho más elegante de
emplearlos, que se utiliza cuando quiere eliminarse, o reducirse, un tumor dentro de nuestro
cuerpo, quemando las células cancerosas con enorme precisión, como si de un cuchillo de luz se
tratara.

Cuando un tumor está en un lugar muy delicado, como el interior del cerebro, la cirugía
convencional es una solución generalmente muy mala: para llegar al tumor con un bisturí hace
falta cortar tejido sano y, en el caso del cerebro, el resultado puede ser desastroso. Pero la
radiación gamma tiene la ventaja inmensa de que es radiación electromagnética, como la luz: es
posible crear muchos haces de fotones gamma con poca energía cada uno, pero enfocarlos todos
en un mismo punto para que interfieran positivamente allí, de modo que casi todos los fotones
gamma liberen su energía y aumenten la temperatura en una región muy pequeña. De ese modo
es posible matar células en el interior del cerebro sin afectar apenas a las capas más externas, y

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eliminar o reducir tumores produciendo daños muchísimo menores al resto del organismo que si
se emplease un cuchillo material.

Como tantas otras veces, algo peligroso o perjudicial puede ser una herramienta excelente, si se
sabe utilizar bien. ¿Quién le hubiera dicho a Becquerel que usaríamos sus rayos de cuchillo?

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Génesis 2.0
© Alberto López González, http://www.historiasdehojalata.com/
Publicado bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5
España.

Soy un ser manufacturado. Lo he visto con mis propios ojos. Estoy vivo, soy consciente de
mi propia existencia y del entorno que me rodea. Puedo interactuar con lo que está a mi alrededor.
Necesito del aire para respirar y del agua y alimentos para sobrevivir. Soy un ser biológico pero,
en cierto modo, me siento un fraude, un ser artificial.

He exigido ver todo el proceso, y ellos, reacios al principio, han accedido finalmente.
Ahora creo que me he equivocado. ¿Es necesario saber toda la verdad para ser feliz? ¿Es la
libertad el estado ideal del hombre? Empiezo a dudarlo. Mi vida hasta ese momento era perfecta.
No sufría, no sentía tristeza... me sentía plenamente satisfecho y realizado, hasta que un día mi
cerebro se salió de la senda marcada. Se empezó a plantear cuál era mi origen, por qué era
diferente y me enfrenté a mi creador. El paraíso se acabó para mí. Ahora soy libre, sé toda la
verdad, pero no soy feliz.

Las imágenes no dejan lugar a dudas; me han ido construyendo pieza a pieza como a un
mecano. Supongo que así han conseguido el mejor resultado. Empezaron por el esqueleto. La
parte fundamental de sujeción. Y después fueron creándome hacía fuera como una cebolla. La
primera fase fue la más fácil. Dejaron crecer las células óseas alrededor de unas finas fibras de
titanio que les sirvieron de guía. Ellos han decidido mi altura, corpulencia, peso... lo han decidido
todo.

Durante el proceso de creación de la base fueron cultivando simultáneamente los órganos


principales, cada uno por separado; el bazo, el hígado, los riñones, los pulmones... todos fueron
creados uno a uno y seleccionados genéticamente para que fueran perfectos. El corazón y el
cerebro los dejaron para el final. Cuando mis huesos estuvieron terminados empezaron a crear mis
músculos, tendones... todo iba creciendo poco a poco y lo que parecía un esqueleto blanquecino
empezó a parecer un cadáver, pero el proceso se realizaba a la inversa; en vez de descomponerme
me estaban construyendo, en vez de desaparecer mi carne carcomida por insectos, se estaba
creando alrededor de los huesos y músculos. En pocos días tenía forma humana.

La segunda fase empezó con la inserción de los órganos principales incluido el corazón, en
esa base de huesos y músculos. Todo el sistema circulatorio funcionó perfectamente sincronizado
y la sangre, creada inicialmente de forma artificial, se distribuyó por todo mi cuerpo. Ese era el
momento de continuar con la piel, la nariz, los ojos... poco a poco mi cuerpo se fue cubriendo por
una fina dermis transparente sobre la que iban creciendo los capilares de forma asombrosamente
coordinada. Todo parecía estar dirigido. En pocas semanas aquella mezcla de piel y huesos tenía la
forma de un hombre adulto de unos veinticinco años, o al menos esa es la edad en la que basaron
el crecimiento de todos mis tejidos y órganos.

Lo mejor lo dejaron para el final. El cerebro. El órgano más complejo y sensible y sobre el
que debían realizar el trabajo más difícil; mi entrenamiento y adoctrinamiento. Por lo que me han
explicado, hicieron muchas pruebas; primero intentaron modificarlo actuando físicamente sobre la
estructura celular del mismo, pero los resultados no fueron buenos. Su conocimiento sobre él es
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aún deficiente como para poder controlarlo hasta ese punto, por lo que finalmente decidieron
actuar psicológicamente, sobre mi forma de aprender y de razonar. Los resultados fueron mucho
mejores aunque sin duda no lo duraderos que ellos esperaban. Antes de insertar mi cerebro en mi
cráneo lo alimentaron con unas pautas mínimas de conocimientos y comportamientos.

Una vez implantado el cerebro, comenzó la fase final de entrenamiento; debía fortalecer
mis músculos y alimentar mi mente con más información. Varios meses duró esta última etapa. El
resultado final fue excelente; un ser humano genéticamente seleccionado con las mejores
condiciones físicas y psíquicas posibles y perfectamente adoctrinado para cumplir la voluntad de
mis creadores siguiendo sus tres leyes.

Durante varios años todo fue según lo previsto. Mi adaptación al entorno fue perfecta, mis
conocimientos se ampliaban cada día, y mi relación con “ellos” era cordial. Mi vida era ideal; no
tenía que hacer nada para obtener todo lo que necesitaba de alimento o bienestar, no trabajaba ni
sufría ninguna penuria. No tenía hambre ni sed. No sentía frío ni calor, nada me dolía, ni nada
necesitaba. Todo mi tiempo lo dedicaba al aprendizaje, el entrenamiento, el descanso, las artes...

Mis días eran siempre idénticos y siempre diferentes. Daba largos paseos por los inmensos
jardines, ayudaba a recolectar los alimentos, practicaba la meditación... hasta que un día
decidieron introducir los juegos y el ocio. Ese fue su gran error. Empecé a dedicar menos tiempo a
aprender, a entrenar o a pasear y más tiempo al ocio... quería competir con ellos en más juegos,
seguir jugando contra aquella máquina en interminables partidas de ajedrez, disfrutar de los
masajes interminables de mi masajista personal y, por supuesto, seguir disfrutando del sexo. Lo
descubrí por casualidad y generó en mí sensaciones totalmente desconocidas.

Mis creadores y protectores tuvieron que intervenir y me obligaron a volver a mi anterior vida
contemplativa y ascética. Según ellos, el ocio generaba adicción y destruía al ser humano. Mi
adoctrinamiento inicial y las tres leyes que tenía marcadas en lo más profundo de mi ser surtieron
su efecto, pero se había abierto una brecha en mi domesticada mente que no se podría ya cerrar.
Había descubierto qué cosas me interesaban más y qué cosas menos. Me había dado cuenta que
había muchas más cosas de las que ellos me enseñaban. Mi cerebro quería saber, tener más
conocimientos... Quería dominar mi tiempo y decidir qué hacer y a dónde ir... hasta que un día me
enfrenté a uno de mis creadores.

–¿Por qué no puedo hacer lo que me dé la gana? Siempre tengo que estar aquí encerrado
haciendo lo que vosotros queréis que haga.

–¿Acaso no eres feliz aquí? ¿Te falta algo? Creo que no eres justo con nosotros. Te hemos
dado todo lo que un humano puede desear.

–Sí... pero no soy libre.

–¿Y qué quieres hacer?

–Para empezar, no quiero tener vuestras tres leyes en mi cabeza... me estoy volviendo
loco.
Mi interlocutor no dijo nada, se ausentó unos minutos para después volver con otros dos
de ellos. Nos sentamos todos en el salón, ellos tres juntos en sillas y yo en el borde del sofá. Aún lo
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recuerdo perfectamente; movía las piernas sin parar y sentía una opresión en el pecho, creo que
ahora puedo decir que tenía algo de miedo, la primera vez que tenía ese sentimiento.

–Por favor, vuelve a decir lo que hace un rato me has comunicado. Quiero que mis colegas
también lo oigan, y por favor, siéntete libre para decir lo que piensas.

Los miré a todos despacio, uno a uno. A todos los conocía de verles todos los días, pero a
dos de ellos les recordaba también por haberlos visto en los videos de mi creación.

–Lo he meditado mucho y no puedo ser plenamente libre y feliz si mantengo en mi cerebro
las tres leyes que férreamente me habéis marcado. ¿Acaso son necesarias?

Los tres se miraron un instante y guardaron silencio, hasta que uno de ellos, el que más
edad aparentaba, se levantó y empezó a pasearse.

–Es justo lo que nos pides... pero no estamos seguros de que sea lo mejor para ti. Piensa
que dichas leyes las hemos desarrollado para tu protección y, por supuesto, para la nuestra. No
pretenden coartar tu libertad, sino protegernos y protegerte.

“Un humano no debe dañar a un humano o a un robot, ni por inacción, dejar que un
humano o un robot sufra daños.”

–¿Acaso esto no limita mi libertad?

–Sí, pero no creo que provocar el daño a alguien sea necesario para ser libre.

Me empezaba a enfurecer... otro sentimiento nuevo. Mi cerebro había estado ajeno a


muchas sensaciones y emociones que nunca había podido experimentar durante toda mi existencia
en aquellas condiciones tan idílicas. Mi cuerpo empezó a sudar copiosamente y mis manos se
cerraron con fuerza. Tenían razón. ¿Por qué iba yo a querer hacer daño a nadie? Sin embargo yo
quería ser libre por encima de todo.

– ¿Y la segunda? Esa no tiene justificación posible....

“Un humano debe obedecer las órdenes que le son dadas por un robot, excepto si estas
órdenes entran en conflicto con la primera ley.”

–¿Cuántos años llevas con nosotros? ¿Seis años? ¿Y cuándo te hemos tenido que ordenar
algo? ¿Una vez? Nuestra finalidad es tu bienestar y felicidad con mayúsculas, por eso sólo
intervendremos cuando sepamos que lo que estás haciendo puede llevarte al dolor o al daño físico
o mental a corto o a largo plazo. Sólo queremos lo mejor para ti.

–¿Por eso me habéis “prohibido” el ocio y el sexo? ¿Por mi bienestar?

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–Sí... por lo menos mientras no podamos controlar tu tendencia adictiva. A la larga te
destruiría como persona.

–¿Y si eso es lo que quiero? Ah claro, no puedo... ni siquiera me habéis dejado eso. “Un
humano debe proteger su existencia”.

Un gran silencio llenó la habitación. De nuevo se miraron y, como si se hablaran sin emitir
sonido alguno, uno de ellos asintió con la cabeza y salió de la habitación.

–¿Y bien? ¿Podré ser libre?

–Ten paciencia... creemos que el problema no son las tres leyes sino tu soledad.

Y como si estuviera todo preparado, entró de nuevo en la sala quién se había ausentado
acompañado de alguien distinto a ellos...alguien como yo.

–Adán, te presentamos a Eva, tu compañera a partir de hoy.

En ese momento me di cuenta de que estaba completamente desnudo.

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