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Enlace de la revista “Muy Interesante”

http://www.muyinteresante.es/index.php/todas-reportajes/56/1117-asi-nos-crearon

Así nos crearon


¿Somos los seres vivos producto de la evolución o de una
intervención divina? Las nuevas corrientes creacionistas dicen
que la Teoría de la Evolución es una patraña que debería
retirarse de las escuelas.

La cruzada contra Darwin va viento en popa. Amparadas por unos


supuestos argumentos científicos, las nuevas generaciones de
creacionistas intentan dinamitar los cimientos de la Teoría de la
Evolución para imponer lo que han bautizado como ciencia de la
creación, que explica las adaptaciones y la diversidad de los
organismos terrestres mediante una intervención de un Creador
sabio. Principalmente en Estados Unidos y Australia, aunque
también en Brasil, Italia, Turquía y otros países desarrollados, los
antievolucionistas tratan de sembrar en la opinión pública dudas
sobre la validez científica de la evolución, de hacer creer que la creación divina es una teoría
alternativa a la planteada por Darwin y que, por consiguiente, debe ser explicada en las clases de
ciencias e incluida en los libros de texto; y de pleitear en los tribunales para que el Gobierno
imponga a los maestros de ciencias de las escuelas públicas la enseñanza de los nuevos postulados
creacionistas.

El analfabetismo alcanza la universidad

En los últimos años, el movimiento creacionista ha librado campañas tan agresivas contra la
evolución que a las universidades de EE UU les preocupa el creciente analfabetismo científico que
impera en el país: cada año aumenta el número de estudiantes que cree que “la comunidad científica
está dividida sobre la evolución” y que la “evolución es una teoría sin verificar”. Desde la
comunidad científica se advierte que la ciencia de la creación es, en realidad, una pseudociencia,
que la evidencia científica de la evolución es sólida como el granito y que los antievolucionistas
desprecian y manipulan los métodos científicos y los debates entre investigadores para defender sus
principios religiosos y aspiraciones políticas. “El ascenso del creacionismo no es más que, pura y
simplemente, política; representa un punto –y no mucho menos la principal preocupación– de la
resurgente derecha evangélica”, advirtió el recientemente fallecido Stephen Jay Gould en Dientes
de gallina y dedos de caballo (1984).

Los estadounidenses están a favor del creacionismo

Pero el aviso de los científicos queda ensordecido ante la propaganda de los creacionistas que, sin
duda alguna, han logrado sembrar la confusión en quienes no tienen claro qué dice y qué representa
la teoría de la evolución. La mayoría de la gente cree en algún mito o superstición en torno a la
aparición de la vida. Así lo constata una encuesta realizada en 2001 por The Gallup, una
organización que desde hace 70 años estudia la naturaleza y el comportamiento humanos. En ella
puede leerse que casi la mitad de los estadounidenses cree en el creacionismo. El 45 por 100 de los
encuestados piensa que Dios creó el ser humano hace no más de 10.000 años, una idea muy
próxima a las tesis creacionistas. Y aunque casi la otra mitad acepta que nuestra especie es el
resultado de un proceso evolutivo que se dilató durante millones de años, el 37 por 100 de las
personas de este grupo está convencido de que el dedo divino intervino en algún momento. La
encuesta también dejó claro que hay más estadounidenses que creen en Satanás que en la evolución.
Ciertamente, diabólico. Hay una gran cantidad de pruebas que atestiguan que el planeta azul ha
tenido una dilatada existencia, y que todas las criaturas, incluidos los humanos, han aparecido de
formas más primitivas en el curso de la historia terrestre. Esto significa que todas las especies
proceden de otras especies y, por tanto, que todas ellas albergan antepasados comunes en un pasado
lejano. Para los científicos, el hilo conductor que une las formas de vida, actuales o fósiles, es la
evolución.

La manera en que opera este maravilloso proceso de cambio en el tiempo la explicó hace 146 años
Charles Darwin en su obra El origen de las especies. Según el padre de la teoría de la evolución,
en cualquier población de individuos existen variaciones entre cada uno de ellos, y algunas de estas
diferencias pueden ser heredadas. La interacción de estas variaciones personales con el ambiente
juegan un papel trascendental para determinar cuáles serán los individuos que sobrevivirán y se
reproducirán, y cuáles no lo harán. Si esto ocurre, algunas variaciones capacitan a ciertos individuos
a vivir más y a dejar mayor descendencia que otros. Darwin llamó a estas variaciones favorables y
argumentó que las variaciones hereditarias positivas tendían a ser más frecuentes de una generación
a otra. Este proceso por el que la naturaleza elige los supervivientes lo denominó selección natural.
Es el motor de la evolución. Dado un tiempo suficiente, la selección natural puede producir una
acumulación de cambios que hagan diferenciar dos organismos entre sí, hasta convertirse en
especies diferentes e incompatibles desde el plano reproductivo. Como no podía ser de otra manera,
el Origen de las especies irrumpió en el mundo teológico como un arado en un termitero, pues ponía
en solfa la historia de los orígenes de la vida que relata el Génesis de la Biblia. La obra darwinista,
al interponer la selección natural a la Mente Creadora, fue tachada de “una enorme impostura” y
“una tentativa para destronar a Dios”.

La Iglesia considera la Biblia como alegórica

La Iglesia católica no puso sus miras en la delación, sino que estableció organizaciones científico-
religiosas para combatir estas ideas. Los protestantes siguieron sus pasos y la Sociedad para la
Promoción de los Conocimientos Cristianos editó un libro en el que se declaraba la evolución
“abiertamente opuesta a la doctrina fundamental de la Creación”. Cuando Darwin publicó en 1871
su Origen del Hombre, estalló otra vez la batahola. Hasta el crítico del Times condenó el libro como
“una hipótesis completamente insostenible”.

Sin embargo, la Iglesia, desbordada por las evidencias científicas a favor de la teoría de la
evolución, empezó a admitir gradualmente que el darwinismo quizá no era incompatible con la
creencia religiosa. En la encíclica Humani Generis, publicada en 1950, Pío XII admitía de mala
gana la evolución como hipótesis legítima que consideraba tentativamente apoyada y
potencialmente incierta. Pero casi medio siglo después, en 1996, el papa Juan Pablo II emitió un
comunicado en el que invitaba a los cristianos a que consideraran el proceso evolutivo como un
hecho efectivamente probado. A pesar de que la mayor parte de la jerarquía católica considera la
Biblia como alegórica, existen diversas sectas protestantes y algunas católicas que mantienen un
creacionismo tan pretendidamente científico como literalista, esto es, admiten al pie de la letra
relatos como el de Adán y Eva, el Arca de Noé y el Diluvio Universal. Se trata de una creencia que
hoy en día es marginal entre las principales religiones occidentales, y de una doctrina que, como ya
señaló Gould en su obra de 2000 Ciencia versus religión, “sólo está bien desarrollada en el contexto
distintivamente norteamericano del pluralismo de la Iglesia protestante. Ésta se ha diversificado en
un rango de sectas único por su riqueza, que abarca toda la gama de formas concebidas de
adoración y credo”.

Con el pastel de manzana y el Tío Sam

En palabras de este eminente paleontólogo, la controversia del creacionismo es tan estadounidense


como el pastel de manzana y el Tío Sam. De hecho, ha sido en este país donde se ha atacado con
más fiereza el darwinismo. Primero lo intentaron con la Biblia y versiones de ésta, como la que
publicó en 1909 Cyrus Scofield para popularizar la idea del doctor inglés Thomas Chalmers de que
existe una gran brecha temporal entre los versículos 1 y 2 del primer capítulo del Génesis, dejando
así todo el tiempo necesario que requerían las ciencias de la Tierra entre un primer acto de creación
y destrucción, y una segunda creación. Hoy, el grupo creacionista Tierra Vieja incluye en sus
postulados esta trasnochada “solución creativa”. Otras facciones antievolucionistas optaron por
ridiculizar a Darwin con argumentos aparentemente sólidos de la geología y la paleontología. El
primero en intentarlo fue George McCreay Price, adventista del Séptimo Día, pero fue tachado de
ignorante por la comunidad científica. Aún así, el movimiento fundamentalista se movilizó con gran
éxito, sobre todo después de obtener el respaldo político del candidato presidencial y charlatán
preeminente William Jenning Bryan.

A su amparo, los antievolucionistas lograron en los primeros años de la década de 1920 que 37
estados aprobaran decretos para prohibir la enseñanza de la evolución en las escuelas públicas. Ésto
dio lugar en 1925 al famoso Juicio del mono en Tennessee, que condenó a un profesor llamado John
Thomas Scopes por enseñar la teoría de la evolución. La condena fue revocada, pero no porque los
científicos lograran desacreditar a los antievolucionistas, sino sobre la base de un tecnicismo que
impidió, como hubiesen deseado los liberales norteamericanos, poner a prueba la
inconstitucionalidad de la Ley de Tennessee, que declaraba que era un crimen enseñar “que el
hombre descendía de un orden inferior de los animales”.

Nacen las asociaciones antievolucionistas

A pesar de todo, la derrota en el juicio de Scopes empujó a los creacionistas a cambiar de estrategia.
Su nuevo objetivo estaba ahora en difundir sus postulados en los medios de comunicación y crear
sus propios institutos bíblicos para exponer al público las tesis creacionistas. De este modo,
nacieron numerosas asociaciones antievolucionistas a lo largo y ancho del país que estudiaban las
pruebas científicas sobre los orígenes utilizando a la vez la ciencia y la revelación. En un alarde de
pirueta mental, los creacionistas empezaron a presentar la creación como una teoría científica
alternativa a la evolución. Se aferraron a ella como a una tabla de salvación, sobre todo después de
la abolición de las leyes antievolucionistas que, dicho sea de paso, violaban flagrantemente la
Primera Enmienda de la Constitución estadounidense, aprobada en 1791, que señala que “el
Congreso no deberá promulgar ninguna ley que esté encaminada a imponer una religión o que
prohíba profesar libremente una religión.”

A la cabeza del incipiente creacionismo científico se situaron el profesor de ingeniería hidráulica


Henry M. Morris y el bioquímico Duane Gish, fundadores en 1970 del Institute for Creation
Research (ICR), de San Diego. Sus miembros se hacen llamar creacionistas de Tierra Joven y son
los que han lanzado campañas para integrarse en las juntas escolares, para presionar a los tribunales
con el fin de incorporar la ciencia creacionista en las escuelas públicas de estados como Luisiana,
Arkansas y Ohio; y para difamar a los darwinistas.
Cómo hicieron el ridículo en los tribunales

En las dos décadas pasadas, los creacionistas de Tierra Joven lograron ciertos éxitos, pero también
sufrieron importantes descalabros en varios pleitos destacados, como el caso de 1982 conocido
como McLean et al vs. Arkansas Board of Education, donde premios Nobel, evolucionistas,
filósofos y teólogos prestigiosos dejaron en evidencia el sesgo acientífico de sus tesis creacionistas
y la imposibilidad de equiparar en los colegios la ciencia de la creación con la teoría de la
evolución. Los antidarwinistas también tuvieron que morderse la lengua en el caso Edwards vs.
Aguillard de Louisiana, en 1987, cuando la Corte Suprema declaró que era inconstitucional ordenar
la enseñanza de la ciencia antievolucionista en las clases de ciencia.

A pesar de los reveses, los creacionistas que creen lo que pone en la Biblia al pie de la letra no han
tirado la toalla y siguen sembrado la confusión desde sus instituciones de investigación, museos,
páginas de internet, libros y panfletos. Su eslogan favorito es insistir en que “la teoría de la
evolución es incorrecta” y que “tienen pruebas científicas para rebatirla”. Mienten descaradamente
cuando dicen que la teoría de Darwin está en crisis en la comunidad científica, pero aún así recogen
sus frutos envenenados. De hecho, el presidente Reagan se hizo eco de esta propaganda ante un
grupo de evangélicos de Dallas cuando manifestó, al referirse a la evolución que “bueno, es una
teoría. Es sólo una teoría científica y en los últimos años ha sido puesta en tela de juicio en el
mundo de la ciencia; esto es, la comunidad científica ya no piensa que sea tan infalible.” Incluso, el
reelegido presidente George W. Bush y miembros de peso del Gobierno como John Ashcroft –
secretario de Justicia– y Tom Delay –líder de los congresistas republicanos– se jactan abiertamente
de ser creacionistas.

Constituye la teoría más documentada de la ciencia

Es cierto que la evolución es una teoría, la más documentada de toda la ciencia. Aunque ha pasado
más de un siglo desde la publicación del Origen de las especies, el concepto original de Darwin
constituye todavía el marco global de compromiso del proceso evolutivo. Todo lo que se ha
descubierto desde entonces ha confirmado y reforzado lo correcto de la teoría darwiniana. “Los
avances de la genética y de la biología molecular han proporcionado un cuerpo sólido a las nociones
vagas de herencia y variabilidad con que él y sus contemporáneos tenían que contentarse.
Actualmente, hablamos en términos de replicación y de mutaciones del ADN, y comprendemos los
mecanismos que hay implicados. El resultado es lo que a veces se denomina la teoría de la
evolución sintética o neodarwiniana”, explica el premio Nobel de medicina Christian de Duve en
su libro La vida en evolución.

La mayoría de los científicos está en completa sintonía con los hechos y mecanismos básicos de la
evolución, como por ejemplo que la vida terrestre lleva evolucionando desde hace unos 3.500
millones de años y que sigue haciéndolo en la actualidad, que la selección natural es un mecanismo
central con que opera el cambio evolutivo a lo largo de múltiples generaciones, que todas las
especies están emparentadas porque descienden de antepasados comunes desde las primeras formas
de vida y que el hombre es una especie única descendiente de una larga serie de primates bípedos.
Como sucede en cualquier otro campo de la ciencia, los científicos debaten la teoría darwiniana
para profundizar en los mecanismos y los procesos evolutivos que han diversificado la vida
terrestre. Por ejemplo, mientras que ningún biólogo cuestiona la importancia de la selección natural,
muchos dudan de su ubicuidad. En efecto, hay evolucionistas que argumentan que existen
cantidades sustanciales de cambio genético que pueden no estar sometidas a la selección natural y
que pueden extenderse al azar a través de las poblaciones. Otros expertos dudan de la ligazón que
Darwin estableció entre la selección natural y el cambio imperceptible, a través de todos los grados
intermedios. Éstos arguyen que la mayor parte de los sucesos evolutivos pueden acontecer mucho
más deprisa de lo que suponía el padre de la evolución.

Ahora bien, ningún científico duda de que la evolución por selección natural darwiniana no sucedió
o de que no es un mecanismo clave y actual de la evolución viviente. Pero estos necesarios,
saludables y no menos apasionantes debates científicos son pervertidos y caricaturizados por los
creacionistas. Ésta es su táctica favorita, tergiversar lo que dicen y publican los científicos serios
para que parezca que la teoría de la evolución tiene los pies de barro. Sobran los ejemplos de esta
vil manipulación: hace unos años, Stephen Jay Gould y Niles Eldredge observaron que las grandes
líneas evolutivas a menudo aparecen súbitamente en el registro fósil y propusieron que el cambio
evolutivo a gran escala se desenvuelve posiblemente de forma gradual en unas épocas geológicas,
mientras que lo hace más rápidamente en otras. Este modelo, que se conoce como equilibrio
puntuado, contrastaba con la hipótesis de que la evolución era un proceso gradual y lento. Pues
bien, a pesar de que Gould y Eldredge no cuestionaron los principios básicos constatados de la
evolución darwiniana, los creacionistas no tardaron en difundir un panfleto con el siguiente titular:
“Científicos de Harvard afirman que la evolución es una patraña”.

Unas biomoléculas que juegan a crear vida

Y hace poco, los antievolucionistas pusieron el grito en el cielo porque en la serie de televisión
Evolution no se hacía mención de la investigación de Stuart Kauffman, bioquímico de la
Universidad de Pennsylvania que investiga cómo los sistemas biológicos complejos se pueden
autoorganizar a partir de componentes sencillos. Algunos creacionistas sugieren que este don
molecular representa una alternativa a la selección natural, con lo que dan a entender que Kauffman
cree que la selección natural no es válida y que, por ende, probablemente está en sintonía con los
antievolucionistas. Nada más lejos de la realidad, puesto que el trabajo de este investigador muestra
que es altamente probable que las primeras formas de vida –organismos autorreplicantes– surgieran
por cuenta propia de la que se conoce como sopa primordial. Pero este dato anticreacionista no
tienen ningún interés en divulgarlo los conspiradores de Darwin.

Al frente de los críticos a Evolution se halla Michael J. Behe, bioquímico de la Universidad de


Pennsylvania y uno de los principales ideólogos de una nueva e influyente estirpe creacionista
bautizada como diseño inteligente (DI). La vanguardia de este movimiento se atrinchera en el
Centro para la Renovación de la Ciencia y la Cultura del Instituto Discovery, en Seattle. El núcleo
ideológico de esta corriente neocreacionista está integrado por biólogos, bioquímicos, químicos,
físicos, filósofos e historiadores de diferentes creencias religiosas: católicos, protestantes, judíos,
ortodoxos, agnósticos... No les gusta que les llamen creacionistas, nunca ponen la Biblia como
respuesta y a su Diseñador divino no le llaman Dios. La novedad en su estrategia antievolucionista
está en argumentar en lenguaje científico por qué los procesos de la naturaleza no pueden explicarse
en términos evolutivos y sí, si se introduce la figura de un diseñador inteligente que, dicho de paso,
podría ser incluso de origen extraterrestre. Para ello, no escatiman medios económicos y se
desenvuelven en el mundo mediático con una soltura inquietante. Sus elaboradas argumentaciones
científicas, que en realidad no lo son, difícilmente pueden ser rebatidas por los no duchos en
evolución, bilogía y matemáticas. De hecho, el pasado mes de septiembre, los científicos no daban
crédito al comprobar que uno de los miembros de ID, Stephen Meyer, había colado uno de sus
artículos antievolucionistas en la revista Proceedings of the Biological Society of Washington. Los
biólogos serios advierten que el diseño inteligente no es más que un movimiento sociopolítico de
cristianos conservadores cuyos representantes ignoran o malinterpretan, a veces intencionadamente,
la ciencia de la evolución.
La prueba concluyente está en la coagulación

Sus argumentaciones antievolucionistas han sido sistemáticamente rebatidas, pero los ID hacen
oídos sordos y denuncian la intransigencia de la ciencia oficial. Por ejemplo, uno de sus pilares
antievolucionistas se centra en la idea de la complejidad irreductible de los sistemas naturales
propuesta por Behe. Según éste, existen sistemas altamente complejos a nivel molecular, como el
flagelo de las bacterias y el mecanismo de coagulación sanguínea, que es imposible que hayan
evolucionado por su cuenta, lo que en sí son evidencia de diseño. Y William A. Dembski,
matemático de la Universidad de Baylor y defensor del diseño inteligente, invoca que la
biodiversidad no se explica por el azar evolutivo –la evolución, para empezar, no es un proceso
enteramente aleatorio, según los científicos– y sostiene que “la acción de la inteligencia creadora
deja tras de sí una seña o evidencia característica que se puede filtrar y detectar”. Estas ideas están
siendo escuchadas en varios círculos políticos y educativos de al menos 37 estados de EE UU. El
panorama no resulta nada alentador.

Enrique M. Coperías

QUIEREN DESUNIR NUESTRA FAMILIA

En su libro El triunfo de la evolución y el fallo del


creacionismo, Niles Eldredge califica de patética la
postura de los creacionistas ante la evidencia fósil
de la evolución humana. Los antievolucionistas
sostienen que los fósiles de los primeros homínidos,
como los de los australopitecos, que vivieron hace
unos 4 millones de años, pertenecen a meros monos
extinguidos. Tampoco aceptan las formas
intermedias entre estos homínidos y el hombre
actual, como el Homo habilis, el Homo ergaster y el
Homo erectus; y dicen que los fósiles que se
parecen al hombre moderno no tienen la antigüedad
confirmada de 100.000 años.

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