estaba allá abajo cuando la manzana, enorme, escapó de mis manos; su peso enfiló por la avenida del chorro de agua hasta estrellarse contra las copas todavía sucias de la noche.
Los cristales se transformaron;
desde la rota continuidad de sus combas crecieron filos submarinos, como corales acechando el nado imprudente de mis dedos.
Una gota de sangre sobre la piel mojada
detuvo la música de cámara de mi desayuno perfecto; fracasó la cuidada preparación de un día normal.
Como un diario con malas noticias,
una leve, delgada lámina de dudas se introdujo bajo la puerta del lunes.