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Fundaepisteme

Pensamiento crítico
Capitulo Bolívar

Heinz Dieterich y el Socialismo del siglo XXI: La ideología


como fábula*

Ángel Américo Fernández

*Ensayo publicado inicialmente en Debate cultural.org. Y en analítica.com, Mayo 2008.


1. Heinz Dieterich representa algo así como la extensión de la notable
tradición política alemana en territorio latinoamericano. Sociólogo,
filósofo, profesor de la universidad Autónoma de México y estudioso de la
teoría sistémica, representa sin duda la más importante influencia
ideológica de la izquierda radical en el gobierno de Hugo Chávez. En el
presente ensayo abordaremos críticamente la exposición de sus tesis en el
libro El socialismo del siglo XXI (1).

Dietrich traza como punto de partida la afirmación según la cual


actualmente asistimos al fin de la civilización burguesa, cuestión que no
deja de sorprender, en parte porque los plurales desarrollos teóricos de
distintos intelectuales han advertido que las nuevas tecnologías han
reinventado el capitalismo, en parte porque la importancia creciente del
conocimiento y la globalización han traído el retorno muy fuerte de un
fenómeno de neo-modernidad.

El planteamiento de este pensador grosso modo es el siguiente: La


civilización burguesa está agotada, el solo avance de los conocimientos y
de la ética sobre lo que debería ser la convivencia humana y la realidad de
explotación existente en el mundo anuncia que la civilización del capital no
puede cumplir ni con la razón de la economía ni con la ética del ser
humano. El conocimiento indica que la sociedad burguesa no puede ser la
excepción de las leyes ontológicas del universo. El cambio es una legalidad
del universo y, en el caso del sistema social, el cambio sólo puede ser hacia
el socialismo. Los sistemas sociales, a diferencia de los sistemas
biológicos, tienen una propiedad singular y única que es la capacidad
individual y colectiva de razonar, por lo cual es posible planificar
racionalmente el futuro del sistema. En esta peculiaridad junto a la libertad
del sujeto reside de modo optimista el poder de aunar individual y
colectivamente hacia el reino de un nuevo tipo de sociedad y convivencia
sustentada en la democracia participativa o socialismo del siglo XXI.

Según Dieterich el agotamiento civilizatorio del capitalismo


encuentra su expresión concreta en el fracaso de la democracia burguesa, la
deslegitimación del Estado clasista y el agotamiento de la economía
nacional de mercado. Para facilitar la exposición abordaremos estos tres
aspectos por separado.

La democracia formal presenta como característica medular la lejanía


con los planteamientos originales de sus padres fundadores. Esa señalada
distancia consiste en que la llamada democracia representativa descansa en
el mito de que la soberanía reside en el pueblo, pero como las mayorías no
la pueden ejercer directamente, las delegan mediante elecciones. Este
entramado de democracia formal no es más que una ficción, un simulacro
que oculta la negociación del poder entre las élites dominantes. Citando
para no alterar el pensamiento de Dieterich:

Esta apología de la democracia parlamentaria es coherente, pero nada tiene que ver con
la realidad…los parlamentarios y senadores no representan al pueblo que les dieron el
mandato, sino que los sustituyen. Entre los partidos del parlamento moderno, el lugar
de argumento ha sido usurpado por el frío cálculo de intereses y oportunidades de
poder, mientras que en el trato de las masas domina la manipulación mediante la
manufactura del consenso. La “casa del pueblo”, el parlamento, no es el lugar de la
verdad emergente, sino el mercado donde se negocia la repartición del poder entre las
facciones de la élite…En la democracia realmente existente rige, dentro del parlamento,
la partidocracia y la corrupción y fuera, la fabricación del consenso por los oligopolios
transnacionales de la adoctrinación masiva.(2).

En este contexto de descalabro institucional se encuentra también el


Estado clasista burgués que ya no puede cumplir con las funciones
comunes que tuvo con la sociedad el aparato de poder primigenio (el
trabajo, la guerra y el orden público), pues se ha metamorfoseado y
desnaturalizado en relación con sus orígenes para convertirse en simple
guardián de los intereses de la élite económica y del sistema de explotación
existente, privilegiando a capitalistas y banqueros por encima del interés
general. De esta manera el interés particular de los amos del sistema
distorsiona todas las funciones públicas del Estado. Así se opera la
conversión de la autoridad democrática en agencia privada de seguridad y
represión al servicio de la burguesía. Este tipo de Estado desaparecerá con
la democracia participativa y el socialismo del siglo XXI.

Finalmente, la debacle civilizatoria del capitalismo tiene un nudo que


es crucial en la argumentación de Dieterich, el agotamiento de la economía
nacional de mercado. Ésta ya no puede ser la base de la economía global en
desarrollo, pues es incompatible con una economía global democrática
equitativa y sustentable. Es igualmente reproductora de asimetrías entre la
concentración del capital y las masas desposeídas, no se cumple la razón de
la economía de satisfacer necesidades generales. Entonces enfrentamos la
paradoja de que mientras la racionalización y la automatización aumentan
la productividad, al propio tiempo se abre el compás de los desequilibrios
entre los hombres y las naciones. Luego, concluye Dieterich, la seguridad
de vida a escala mundial no la puede garantizar la economía nacional ni el
mercado. Se requiere un nuevo sistema económico que a diferencia del
mercado que funciona sobre la base del intercambio de no-equivalentes,
establezca la economía de intercambio de equivalentes. En palabras de
Dieterich:
En la economía global, un país o un individuo no tienen el derecho a ganar a cuenta de
otro. Sin embargo, ¿existe un sistema económico que se distinga de la economía
nacional de mercado en este punto decisivo? ¿Existe una alternativa para la economía
nacional? Si analizamos la economía y su historia con respecto a los principios que
crearon su base, encontramos sólo dos tipos: la economía equivalente, bajo cuyo
régimen la humanidad ha vivido aproximadamente 6 mil años desde el inicio de su
historia económica, y la economía no-equivalente…ambos arquetipos de economía son
incompatibles de principio…la economía equivalente es la única alternativa para la
economía no-equivalente… (3).

Y finaliza diciendo que el mercado, tal como lo conocemos, hunde


sus raíces en un proceso histórico que pervirtió la satisfacción general de
las necesidades humanas, verdadero objetivo de la economía, para transitar
hacia la crematística, categoría propia del enriquecimiento. Por ello, se
requiere un antídoto contra la teología del mercado sustentada en la
postración del sujeto ante sus leyes de oferta-demanda y contra la brutal
competencia social darwinista. Ese antídoto -sostiene Dieterich- es la
economía equivalente. ¿De que se trata?

En el entendido de que el dominio de las élites es un problema


político con el que hay que bregar en otro contexto estratégico, Dieterich
centra su atención en la tecnología, el desarrollo de las fuerzas productivas
y un nuevo sistema económico diametralmente opuesto al mercado
capitalista. A su juicio ya existen las condiciones tecnológicas para la
democracia participativa y la construcción del socialismo del siglo XXI.
Las tecnologías productivas desarrolladas a raíz de las últimas revoluciones
científicas-sobre todo en la microelectrónica, donde se ha construido la
primera computadora cuántica basada en la manipulación de átomos
singulares; en la microbiología donde la cada vez mayor capacidad de
diseño molecular hace retroceder las fronteras naturales limitantes de los
sistemas biológicos y en la nanotecnología- han aumentado a tal grado la
productividad del trabajo humano que se puede a)garantizar la satisfacción
de las necesidades básicas humanas para todos los miembros de la sociedad
global y, b) reducir simultáneamente la jornada de trabajo necesario a un
nivel que hace posible que todos los ciudadanos participen el los asuntos
públicos de sus sociedades respectivas(4).

De esta manera la base tecnológica y el desarrollo alcanzado por las


fuerzas productivas en el capitalismo generan las condiciones objetivas
para el tránsito hacia el socialismo. En este punto Dieterich es fiel al
esquema de Marx cuando planteó que el socialismo sólo podía surgir en el
seno de un capitalismo maduro que hubiera desarrollado toda su
potencialidad como economía y civilización. El capitalismo tenía que
alcanzar la plenitud de su apogeo para que se crearan las condiciones del
socialismo.
Sin embargo, el capitalismo ha soportado diversos climas políticos y
formas de Estados, pero su sustancialidad continúa siendo una base
material de propiedad privada, capital y el mercado; en tanto el socialismo
realmente existente fracasó -según Dieterich- porque no estaban dadas las
condiciones tecnológicas suficientes ni se había alcanzado el nivel del
conocimiento en la ciencia de la economía, matemáticas y computación
para poder instaurar la economía equivalente. “No existieron la
computadora ni la matemática avanzada para calcular en la práctica el valor
de un producto…El teorema vital de una economía cualitativamente
diferente a la de mercado, no se pudo convertir en base operativa de la
economía real”.

Entonces queda pendiente una pregunta central, donde se juega la


propuesta del socialismo de nuevo tipo: ¿De qué se trata y como funciona
la economía equivalente? ¿En qué consiste tal tipo de economía, esa que es
diferente y opuesto antagónico del mercado capitalista y que también
rebasa a la economía planificada de los socialismos colapsados?

Dieterich responde basado en los trabajos de Arno Peters: Es una


economía donde las mercancías se intercambian con base en sus valores en
tanto encarnación de trabajo abstracto y funciona como un mercado
sustentado en valores y no en precios, pues éstos junto a la oferta y
demanda son propios del mercado capitalista y, por tanto, destinados a
desaparecer en el nuevo tipo de economía de equivalentes. De esta manera
el salario se paga a su valor equivalente al tiempo de trabajo invertido, las
mercancías se pagan a sus valores expresando la cantidad de trabajo
invertido en su producción. En consecuencia, tenemos la teoría del valor-
trabajo de Marx combinada con la economía de equivalencias y se evapora
el viejo problema de cómo se transforman los valores en precios, porque
aquí los precios equivalen a sus valores. En el texto de Dietrich:

El salario equivale directa y absolutamente al tiempo laborado. Los precios equivalen a


los valores, y no contienen otra cosa que no sea la absoluta equivalencia del trabajo
incorporado en los bienes. De esta manera se cierra el circuito de la economía de
valores, que sustituye a la de precios. Se acabó la explotación de los hombres por los
prójimos, es decir, la apropiación de los productos del trabajo de otros, por encima del
valor del trabajo propio. Cada ser humano recibe el valor completo que él agregó a los
bienes o a los servicios (5).

Sin embargo Dieterich reconoce que la implantación del nuevo tipo


de economía estará sujeta a algunas condiciones. Por ejemplo habrá que
incluir dentro de la teoría del valor todas las actividades que rebasen el
mero autoabastecimiento del individuo, aquellas que en la sociedad
moderna están englobadas bajo el término de “servicios”, desde jueces y
médicos hasta oficinistas y peluqueros, por cuanto se trata de operaciones
laborales cuyos resultados no entran directamente a los bienes.

En esta perspectiva, el régimen productivo presentaría las


características de una economía en la que el mercado capitalista desaparece
junto a sus leyes de oferta y demanda, la ganancia es suprimida en cuanto
el precio pierde sentido, porque valor y precio son equivalentes, en la
medida en que el valor de cada bien lo determina el trabajo invertido en su
producción. Este proceso configura el paso a un sistema de valores
equivalentes. El comercio y la actividad empresarial se mantienen, pero
sólo como trabajos creadores de valor que deben renumerarse conforme al
tiempo laborado. Asistiríamos a un peculiar tipo económico en que se
opera la conmensurabilidad de los servicios con los trabajos de la
producción, la socialización de los bienes de producción y del trabajo
social acumulado estaría en manos del Estado en beneficio de la
comunidad, el curso de la economía se reduce a esfuerzos individuales para
satisfacer necesidades generales, allí impera la lógica del valor de uso y,
por tanto, no existe mercancía como tal sino bienes destinados a satisfacer
necesidades. Asimismo, al desaparecer la ganancia, la propiedad privada
sobre los medios de producción pierde su base y se eliminará por si sola, el
asunto de la masa monetaria no es tan importante pero se mantiene como
medio de cambio y remuneración y se hará de acuerdo a las condiciones
técnicas imperantes.

Finalmente, la economía equivalencial será activada y facilitada por


la computarización de la estructura productiva, administración y vida
privada, ya que el entrelazamiento de la producción, la distribución, el
consumo y la prestación de servicios puede garantizarse por medio de la
computadora.

La naturaleza horizontal de la economía equivalente debe tener como


correspondencia una estructura política encarnada en un Estado no-clasista
y la democracia participativa. El autor indica que también en el ámbito
político están dadas las condiciones tecnológicas para realizar la nueva
tipología democrática. Se trata de desmontar el poder decisorio de los
grandes capitalistas transnacionales y de los funcionarios políticos de
profesión que le sirven de soporte, pues “las redes de información y
comunicación electrónica permiten ya extender la democracia participativa
a la esfera económica”. Ello implica la instauración de un sistema político
abierto a la participación, entendida como la decisión real de los asuntos
públicos trascendentales por parte de la mayoría de la sociedad, con la
debida protección de las minorías.
El concepto “democracia participativa se refiere a la capacidad real de la mayoría
ciudadana de decidir sobre los principales asuntos de la nación. En este sentido se trata
de una ampliación cualitativa de la democracia formal, en la cual el único poder de
decisión política reside en el sufragio periódico por partidos-personajes políticos. En la
democracia participativa, dicha capacidad no será coyuntural y exclusiva de la esfera
política, sino permanente y extensiva a todas las esferas de la vida social, desde las
fábricas y los cuarteles hasta las universidades y medios de comunicación. Se trata del
fin de la democracia representativa-en realidad sustitutiva- y su superación por la
democracia directa y plebiscitaria (6).

Así se llegaría a un nuevo orden caracterizado por la economía


planificada de equivalentes, una sociedad sin capitalismo ni mercado y la
democracia participativa como claves maestras del socialismo del siglo
XXI. Para ello es menester la praxis humana y su capacidad consciente de
intervenir sobre el sistema social en una articulación de lo local, regional,
nacional hasta lo mundial.

Este es pues, el relato o metarrelatos de Dieterich sobre el socialismo


del siglo XXI. Así se le da cuerpo y figura a una nueva utopía, esta vez en
el envoltorio de una palanca que da marcha atrás a la rueda de la historia
para conducirnos al edén del valor de uso.

2. Notas, discusión y comentarios críticos en torno a las tesis de H.


Dieterich a propósito del socialismo siglo XXI.

A. El Capitalismo como sistema dinámico

Una de las apreciaciones más recurrentes de Dieterich consiste en apelar


a los descubrimientos de la ciencia nueva para sostener que el cambio es
una legalidad del universo y que el capitalismo no puede ser la excepción
de esa ley. En este punto tan sólo queremos significar que precisamente por
no ser la excepción, es por lo que se ha mantenido vigente como sistema
social a lo largo del tiempo. El capitalismo es el sistema que mejor ha
realizado la idea de cambio, mutación y sobre todo reinvención
permanente. Mientras otros sistemas sociales, como por ejemplo El
Feudalismo, han sido caracterizados por los estudiosos de la historia
económica como “reacios al cambio”, el capitalismo por su parte es el
sistema que más cambios ha experimentado en la historia, tal como decía el
viejo Marx “una revolución continua en la producción, una inquietud y un
movimiento constante, una conmoción de todas las relaciones sociales,
distingue la época burguesa de todas las anteriores”. O, como apuntaba
Schumpeter, los renovados métodos de producción y las nuevas formas de
organización industrial de la empresa capitalista “revoluciona la estructura
económica desde adentro, destruyendo ininterrumpidamente lo antiguo y
creando continuamente nuevos elementos” (7). Una revisión de la historia
interna del capitalismo bastaría para constatar los variados cambios
cualitativos por los cuales ha pasado el sistema a través de su evolución.
De un capitalismo primigenio de base artesanal gestado por pequeños
productores de mercancías se pasa al capitalismo manufacturero; luego el
impacto tecnológico apalancado por la invención de las máquinas trajo
consigo el capitalismo industrial y, finalmente hoy día tenemos una
gigantesca reinvención del sistema con un capitalismo articulado a la
sociedad del conocimiento y la información que está a la base de la
revolución en microelectrónica y telemática. De modo que -estimado
Dieterich- efectivamente el capitalismo no es ninguna excepción a la
legalidad del universo, es un sistema en el que el cambio mismo es su
elemento y, por ello ha podido sobrevivir y superar las profecías del
derrumbe a la que lo condenaban los anatemas provenientes del marxismo.
En el curso de esos cambios, el capitalismo ha mostrado una diversidad de
“estados” y “entidades cualitativas”, tal vez en ello reside su capacidad
adaptativa; pero decir que el único cambio posible en el marco de los
sistemas sociales es hacia el socialismo significa navegar sobre una
nostalgia, construir un nuevo metarrelato con la sensación de los viejos que
ya han fracasado, apelar a una utopía con la estructura y el sabor de las
fábulas.

B. Las instituciones y los actores políticos no son automáticamente


franquicias del imperio

Una de las erratas más comunes en las que incurre cierto marxismo
estructuralista consiste en construir un esquema teórico y acto seguido
hacer contorsiones a la realidad para hacer que encaje a rajatabla en el
modelo. En este procedimiento cae H. Dieterich cuando convierte a los
monopolios y al capital transnacional en una suerte de espíritu absoluto y a
partir de allí, toda acción, sea del parlamento, de la democracia formal o de
los actores sociales o políticos encuentra su acomodo explicativo en la
omnisciencia del imperio del capital. Al proceder de esta singular manera
estimamos que se estaría aniquilando a más de la mitad del proceso
histórico, pues una multitud de hechos quedarían en el limbo. Decir por
ejemplo que el parlamento, los parlamentarios y las instituciones de la
democracia formal son algo así como una franquicia de los oligopolios de
la adoctrinación masiva introduce una visión determinista, reduccionista y
simplificadora. No se podrían explicar las leyes antimonopolios, la
intervención del Estado en la economía para generar asistencia y beneficios
sociales, los fondos de pensiones serían en unos cuantos países un “lapsus
antiimperialista”. Se incurre en el mismo error cometido por la izquierda
oficialista venezolana cuando afirma, por ejemplo, que en Bolivia los
Santacruceños votaron por la autonomía guiados por el imperio. Como se
puede constatar se trata de explicarlo todo con base en un esquema
reduccionista y, un esquema que pretende servir para explicarlo todo,
termina por no explicar absolutamente nada. Ciertamente los monopolios
existen y operan tratando de imponer sus intereses, pero inducir la idea de
que todo actor, toda institución, todo órgano de acción política es una
marioneta del imperio, constituye una falacia de monto descomunal, hija de
una hiperideologización que responde al esquema binario de “los buenos y
los malos”, es esa extraña forma de ver la historia en blanco o negro, sin
matices, sin grises, sin claroscuro. Un esquema binario no está a la altura
del pensamiento complejo.

C. El desmontaje del mercado capitalista para establecer un régimen


económico de equivalentes es sencillamente una utopía.

Es en el terreno de la economía donde se juega de modo crucial la


viabilidad de una propuesta de cambio en un sistema social. H. Dieterich ha
tomado la ruta del retorno a un pasado muy lejano cuando ha formulado su
tesis de la instauración de una economía de equivalentes basada en el
trabajo y no en el precio como estrategia para superar la irracionalidad y las
asimetrías del mercado capitalista. Sin embargo, sostenemos que un
examen de sus puntos de vista teniendo como telón de fondo y horizonte a
la actual sociedad poscapitalista del conocimiento y la información, arroja
serias inconsistencias.

Dieterich, siguiendo la tradición de la economía política clásica,


señala que la economía equivalente está sustentada en el tiempo y
cantidades de trabajo. Una primera cosa lleva a puntualizar que en la
sociedad actual cada vez es más evidente que la mano de obra pierde su
rango de principal activo del proceso de producción. Estudios como los de
Drucker y Fukuyama indican que mientras la producción manufacturera de
países desarrollados ha experimentado progresos enormes, en cambio los
porcentajes de empleo en esa rama se han mantenido iguales y, se observa
más bien una tendencia al descenso. De acuerdo con cifras de 1970 a 1990
en EEUU “la producción manufacturera creció más de dos y media veces
en esos veinte años…pero el empleo en esa rama no aumentó en absoluto”.
Similar tendencia se encuentra en el Japón, donde el espectacular
crecimiento de la producción manufacturera total ha ido acompañado por
cifras de empleo estacionarias en ese ramo. Ello implica que la
productividad ha crecido por oficios distintos al trabajo manual, los
trabajos de conocimiento. Estas tendencias se hacen cada vez más visibles
en la medida en que las sociedades aplican más conocimientos en el
proceso de trabajo y conocimientos como plataforma para crear otros
conocimientos. El trabajo manual, el trabajo de hacer y mover cosas que
sirvió de sedimento de la economía clásica como la de David Ricardo y a la
economía política de Carlos Marx, ya no es determinante en la sociedad
actual que se está configurando, ya no es la regla de oro de la economía. La
economía actual, mucho más la del futuro que ya está aquí, es la del
conocimiento más que la del trabajo.

Marx en su teoría del valor-trabajo expuesta en el volumen I de El


Capital (8), enfatizó en bienes o mercancía como el lienzo, la levita, el
carbón, el trigo, etc. Es decir, en productos donde era evidente el gasto de
energía física y mental por parte del obrero, la gráfica explotación del
trabajo manual. Ello es natural, pues teorizaba conforme a la creencia,
propia del siglo XIX, según la cual la única manera de que un trabajador
podía producir más era trabajando más horas o más intensamente. Estaba
lejos de imaginar una sociedad como la de hoy, donde el conocimiento
tuviera el papel central de los recursos y del capital mismo. Así, la
tecnología que sí encarna conocimiento, Marx la ubicó como parte del
capital constante o capital fijo. Dieterich, por su parte, que dedicó gran
espacio de su libro a los avances tecnológicos y al inmenso desarrollo de
las fuerzas productivas en el capitalismo, curiosamente no repara ni un
ápice en esa nueva condición del conocimiento en la sociedad posmoderna
y, sigue apegado al esquema clásico de las “cantidades de trabajo” por su
empeño fantasioso de dotar al socialismo de una “economía” que implica el
regreso de la historia a las etapas antediluvianas del valor de uso, pasando
por alto que el mercado no es sólo un mecanismo económico, no es sólo la
anatomía capilar de la sociedad moderna, sino que es una cultura toda, un
sistema-mundo que ha forjado socialidad, identidades y un cuerpo de
valores.

Es indiscutible que la productividad de hoy está ligada a procesos y a


formas nuevas e inéditas del capital que ya se han autonomizado del trabajo
como se ha entendido en términos clásicos. La productividad actual, amigo
Dieterich, está imbricada al conocimiento y éste es el principal activo, el
principal recurso y la forma representativa del capital por excelencia.

Si Dieterich insiste en tasar productos en cantidades de trabajo,


habría que preguntarle: ¿Qué hay de las calidades?... ¿cómo mide Ud. la
inversión de conocimiento?... ¿Qué pasa en su sociedad del paraíso
equivalencial con un bien como el conocimiento complejo, pletórico en
cualidades más que en cantidades? Seguramente hallará Ud. una escala
dialéctica inversa que transforma la cualidad en cantidad para equiparar el
conocimiento con una medida objetiva del valor y, por reducción especial
equipararlo a trabajo o cantidades de trabajo. Pero pronto se daría cuenta de
que estaba soñando, porque la valoración del conocimiento pasa
necesariamente por el cotejo y comparación con otros conocimientos y ello
no es tarea de una superclase especial de planificadores del bien y el saber,
sino ¡verbigracia! Es tarea de un mercado, sí -mi estimado- de un mercado
capitalista.

Un bien como el conocimiento complejo no es reducible a cantidades


de trabajo ni a la lógica del valor de uso. El conocimiento no sirve sólo
para satisfacer una necesidad cualquiera como el pan, la electricidad o,
incluso la fuerza de trabajo. El conocimiento sirve para transformar la
sociedad, para solucionar problemas, mejora nuestra interpretación del
mundo y comprensión del universo, opera como plataforma para crear
nuevos conocimientos y posibilita diseñar nuevos modos de relacionarnos
entre sí y con el entorno. Si esto es así, mucho más evidente y complejo se
hace en el campo de los descubrimientos (conocimiento científico) y en el
de los inventos o aplicaciones (tecnología). Un invento como la
computadora, el Internet, las comunicaciones en redes, la microelectrónica,
entre otros, no sólo satisfacen una necesidad sino que se expanden en
progresión infinita abriendo nuevos territorios y horizontes hacia el futuro.
Ni pensar siquiera en tasarlo en cantidades de trabajo, lo cual sería aplicarle
un reduccionismo escamoteador. Mucho me temo que el bien
conocimiento complejo representa un escollo muy serio para el sueño de
la economía equivalente de H. Dieterich. Si ex-hipótesis consideráramos
que en el edén de la economía equivalente el conocimiento se renumera a
su valor, estimando sus aportes y cualidades, se acabaría la igualdad,
porque los creadores de conocimiento acumularían valores muy por encima
del resto de la sociedad. O, a lo mejor no, pues la mayor cuantía de esos
valores irían a parar a manos del Estado para ser administrados por una
“comunión de los santos” que encarnan “el saber”, “el bien” y “la justicia”.

En la sociedad actual, de acuerdo a los estudios de Peter Drucker, el


conocimiento ha alcanzado una condición especial y específica en cuanto a
su significado que lo distingue de épocas anteriores de la historia. En una
primera fase hacia 1750, el conocimiento se aplicó a herramientas,
procesos y productos. En su segunda fase hacia 1880 y extendiéndose más
o menos hasta la segunda guerra mundial, el conocimiento comenzó a
aplicarse al trabajo. La última fase, después de la segunda guerra mundial,
es a la que asistimos actualmente, donde el conocimiento se aplica al
conocimiento mismo (9).

El conocimiento como plataforma para crear nuevos conocimientos,


apalancar procesos productivos y mejorar las condiciones de vida es lo que
le da especificidad como recurso y como capital a la vez que imprime el
signo particular que juega en la sociedad posmoderna. “El verdadero
recurso dominante y factor de producción absolutamente decisivo no es ya
ni el capital, ni la tierra ni el trabajo. Es el conocimiento. En lugar de
capitalistas y proletarios, las clases de la sociedad postcapitalista son
trabajadores de conocimientos y trabajadores de servicios” (10).

Desde esta perspectiva, asistimos a la configuración de una sociedad


de nuevo tipo, pero que en el terreno de la economía es ya postcapitalista,
porque el principal recurso y medio de producción “el conocimiento” no
está en manos de los dueños del capital, sino en manos de una nueva clase
de gerentes, ejecutivos, profesionales y trabajadores instruidos que portan
sus conocimientos como el caracol a su concha, una sociedad en la que la
oferta y distribución de dinero estará cada vez más controlada por los
fondos o cajas de pensiones, una sociedad de organizaciones que redefine
el papel del capital y del trabajo, una sociedad de productividad resultante
de aplicar conocimiento al conocimiento, una sociedad cada vez más
compleja y global.

En este contexto, parece claro que una sociedad rizomática no puede


darse el lujo de execrar al mercado por un trauma psicológico de “exceso
crematístico”. El mercado capitalista es el mecanismo económico de
integración y funcionamiento de una sociedad compleja. El mercado no
surgió por el amor a la ganancia (aunque es obvio que ella está implicada),
sino por la complejización de la sociedad cuando se produce la división del
trabajo, cuando las sociedades se impusieron en vista a su progreso “saltar”
de la prisión de sus necesidades concretas ligadas al valor de uso, hacia la
posibilidad de satisfacer cualquier necesidad con cualquier bien mediante el
valor de cambio utilizando al dinero como equivalente universal. Y es que
el reino del valor de uso no ofrecía un mecanismo potencialmente eficiente
para satisfacer las necesidades en crecimiento, una vez que la división y
especialización del trabajo hizo más numerosos y variados los bienes a
intercambiar y se hicieron múltiples y más exquisitos los deseos de los
hombres. Ante la abigarrada cantidad y variedad de bienes, distintos,
disímiles, hacía falta una herramienta o equivalente universal para el
intercambio y es cuando surge el dinero. Por ello el valor de uso es
sinónimo de atraso, de estancamiento, signo de una economía donde se
intercambia un exiguo excedente y donde el hombre aparece atado a las
necesidades concretas, las cuales debía satisfacer con los meros bienes que
producía. De modo que el rebasamiento de esa condición es clave para
comprender el verdadero origen del mercado, del valor de cambio, la
complejización de una sociedad apalancada por la división del trabajo y no
meramente el surgimiento de la crematística.
El mercado con sus leyes de oferta y la demanda, con el sistema de
precios, considerando el trabajo, la escasez, el tiempo, las preferencias y
expectativas de los consumidores, seguirá siendo el motor económico de la
sociedad compleja poscapitalista. Hay que puntualizar que cuando una
mercancía sale al mercado no sólo porta trabajo, sino cierta calidad, será
objeto de cierto “clima” de preferencia bajo condiciones específicas, estará
sujeta a evaluaciones subjetivas por parte de los consumidores y entrará en
competencia con otras mercancías de su tipo. La teoría del valor-trabajo
sólo tendría aliento en un régimen de competencia perfecta, pero esto no es
lo que pretende mostrar Marx, ya que dicho esquema se basa en muy
fuertes supuestos que al debilitarse hacen intervenir otros factores distintos
al trabajo en la fijación del valor. Y Marx lo que quiere es demostrar que el
trabajo es la única fuente del valor “Basta con que la reproducibilidad de un
bien no sea perfecta para que tengamos que aceptar que su valor, en alguna
medida, tiene un origen distinto del trabajo” (11). De allí que Marx llega a
sostener -no en un esquema lógico- sino en la sociedad capitalista
empíricamente considerada, que lo que no tiene trabajo no tiene valor. Y
este dogma fue causa de muchos tropiezos como el déficit para explicar la
transformación de los valores en precios y las serias limitaciones para
determinar el valor de las mercancías individuales.

El economista venezolano Emeterio Gómez tiene textos de


insustituible consulta para encarar las tesis socialistas remozadas. Desde
sus viejos trabajos hasta los más recientes ha revisado la teoría del valor de
Marx y ofrece una cantera teórica para contestar las utopías económicas.
En sus textos encontramos un nudo que constituye un golpe demoledor al
planteamiento de Dieterich, a saber: que el trabajo concreto es irreductible
a trabajo abstracto en la esfera de la producción y que sólo en la esfera de
la circulación mercantil, esto es, en el mercado, el trabajo es abstractificado
en forma absoluta al quedar cuantificado y expresado como valor (12).
Dieterich recicla el error de Marx: creer que el trabajo es ya abstracto antes
de ir al mercado.

En resumen, el trabajo abstracto, concepto muy bien ponderado por


Dieterich para mostrar la posibilidad de la economía equivalente, no es un
a priori, es un a posteriori que sólo se muestra y cristaliza en el mercado.
Es el mecanismo del mercado el que puede verdaderamente establecer la
relación entre dos tiempos de trabajo y entre dos tipos distintos de trabajo.
Es la biografía del mercado, la historia de la estructura mercantil, la que
posibilita la lectura del trabajo como creador de valor y la que privilegia el
papel esencial de un sistema de necesidades. Éste es el que explica por qué
en un determinado momentum una foto de Carla Bruni tiene más valor que
hace un año. Asimismo, determina por qué en un determinado momentum
el trabajo invertido en producir equipos de maquillaje femenino podría
generar más valor que el ramo de alimentos.

A esto hay que agregarle el trabajo del conocimiento que sólo un


mercado de competencia capitalista puede en su dinámica valorar en
términos de utilidad, productividad, eficacia e impacto social. Dieterich
quiere reducir la complejidad con una receta utópica: la vuelta a la lógica
del valor de uso para hacer realidad la economía equivalente basada en el
trabajo, tal vez arrullado por cantos de sirena inducidos por la nostalgia de
aquellas narraciones de Aristóteles, donde describía el intercambio de
bienes a valores iguales en algunas comunidades de Grecia y Asia Menor.

D. En el tema del Estado H. Dieterich se reencuentra con la


utopía

A diferencia de Marx que atisbó la “desaparición del Estado”, H,


Dieterich postula que el Estado no desaparece en la sociedad socialista,
sino que se pasa hacia un Estado no-clasista. Aquí hay un problema de
envergadura expresado en el poder y que a mi juicio ofrece la forma de
una aporía, porque por una parte el Estado controla medios de producción,
valores socialmente acumulados, lo cual implica ejercicio del poder, pero
por otra, el manejo no-clasista del Estado supone orientar acciones hacia la
horizontalidad absoluta y, ello –querámoslo o no- abriga la idea de suprimir
el poder mismo. Esto comporta una paradoja, pero además supone que el
Estado está en manos de un segmento social de iluminados (no una clase)
que encarnan el saber (planificadores de la economía equivalente), el bien
(garantizar el beneficio de la comunidad) y la justicia (velar por la
igualdad). Sin duda una utopía posmoderna.
Notas

1. Heinz Dieterich, El Socialismo del siglo XXI, Libro en versión electrónica, (Internet)
con prólogo a la edición mexicana. 2008.
2. Heinz Dietrich, Ibíd; p.22
3. Ibíd; p.20
4. Ibíd; p.30
5. Ibíd; p.40
6. Ibíd p.49
7. Joseph Schumpeter, Capitalismo, Socialismo y Democracia. Aguilar, Madrid,1963,
pp.120-121
8. Carlos Marx, El Capital, Fondo de Cultura Económica, México, 1975, pp.3-26, Vol. I
9. Peter Drucker, La sociedad PostCapitalista, Grupo Editorial Norma, Bogotá, 1994,p.22
10. Peter Drucker, Ibíd; p.6
11. Emeterio Gómez, Socialismo y Mercado, Editorial Metas, Maracaibo, Venezuela, p.209
12. Emeterio Gómez, Ibíd; pp.214-218

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