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Nancy Calvo (2005)

1822: LA REFORMA ECLESIÁSTICA PORTEÑA

La reforma del clero fue parte de un proceso general de cambios emprendidos en territorio porteño a
partir de la desaparición del poder central que dio paso al nacimiento de los estados provinciales. En tal
sentido fue una política pensada y ejecutada en Buenos Aires con el propósito de ordenar y modernizar
las instituciones heredadas por la antigua capital virreinal. La reforma militar y la eclesiástica fueron parte
de este horizonte. Ambas produjeron conmoción en la provincia, aunque la última, más que todas las
otras, trascendió el ámbito provincial. Además, la cuestión religiosa dividió aguas dentro y fuera del
clero.
Existe otra dimensión en la cual la reforma puede ser considerada un punto de partida. Recientemente
Roberto Di Stéfano ha planteado que se trató del primer paso para la creación de una iglesia argentina.
Así, paradójicamente, por iniciativa de las autoridades políticas y como resultado de la pretensión de
delimitar y subordinar la actuación del clero y el espacio de la religión comenzaría a ser superada la
indeterminación de ámbitos y esferas civiles y religiosas características de la sociedad colonial. Se trata
de los primeros momentos de un proceso que abarca gran parte del siglo XIX y es paralelo a la
construcción del estado nacional.

El por qué de la reforma

En principio, se trataba de encauzar disciplinariamente al clero que había sido afectado por diversas
circunstancias, entre ellas la politización revolucionaria. Más importante aún era la urgencia por redefinir
la misión de los ministros del culto y el lugar de las instituciones eclesiásticas en una sociedad cuyas
condiciones de existencia se transformaban precipitadamente como consecuencia de la revolución. El
marco institucional en el que se desenvolvían las instituciones eclesiásticas se vio radicalmente afectado
primero con la revolución y luego con la crisis de 1820. La ruptura del vínculo con España inauguró un
prolongado período de incomunicación formal con Roma y un persistente reclamo el gobierno criollo por
lo que consideraba su derecho a ejercer el Patronato en las iglesias. Además, la guerra de independencia
inició un proceso de fragmentación geográfica que no tendrá vuelta atrás. Este primer desmembramiento
de la geografía institucional se complicó aún más con la crisis del año 1820. A partir de este momento las
diócesis del ex virreinato del Río dela Plata con sede en Buenos Aires, Córdoba y Salta, sufrieron la
separación de los estados provinciales y su consiguiente reclamo de soberanía. La recaudación y
distribución de los diezmos, las atribuciones judiciales propias de la jurisdicción eclesiástica y el ejercicio
del Patronato local eran todos asuntos de difícil solución.
El aislamiento, tanto de Roma como del resto del territorio de las Provincias Unidas, resultaba propicio
para poner en práctica ciertas ideas en torno a la iglesia, emanadas de de las corrientes críticas del
pensamiento eclesiológico europeo. Aunque diferente en muchos sentidos, galicanismo, jansenismo y
ciertas variantes de episcopalismo, tenían en común el cuestionamiento a la creciente gravitación del
papado en la organización de la iglesia universal. De aquí surgió en sectores del clero una inclinación a la
autonomía nacional de las iglesias que coincidía en el siglo XVIII con las tendencias centralizadoras de la
monarquía absoluta. Clérigos y laicos que compartieron las aulas coloniales en plena época del
reformismo borbónico se formaron a través de experiencias, maestros y lecturas comunes, en aquellas
doctrinas que supieron combinar con los mandatos y las aspiraciones culturales de la Ilustración. Entre
ellos se encontraban Bernardino Rivadavia y Manuel José Garcia, el canónigo Valentín Gómez, el deán
Diego Estanislao Zavaleta y el párroco rector de la catedral Julián Segundo de Agüero.

La reforma en acción
Irrumpía así en escena la voluntad del gobierno de meter mano en los asuntos disciplinarios y económicos
de la iglesia porteña. Tal intervención no se justificaba no sólo como prolongación del regalismo
dieciochesco o en virtud del Patronato que los nuevos gobiernos reclamaban para sí, sino también porque
no existía un efectivo deslinde y una clara autonomía de ámbitos y jurisdicciones políticas y religiosas.
En el transcurso de este proceso se fueron manifestando distintas posiciones en un campo que tendía,
progresivamente, a polarizarse. La ley, sancionada en diciembre de 1822, disponía cuestiones de gran
trascendencia. Entre ellas, suprimía el fuero especial abriendo la puerta a la igualdad ante la ley,
eliminaba los diezmos y sentaba las bases del presupuesto oficial de culto, manteniendo sólo las primicias
y los emolumentos, con los cuales se retribuía a los párrocos. La cuestión más delicada por su resonancia
política era la del clero regular. El proyecto del ejecutivo proponía suprimir las órdenes y secularizar a

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todos los regulares. La comisión de legislación conducida por el deán Zavaleta logró imponer su parecer
suavizando aquella iniciativa, aunque las condiciones de residencia, número mínimo y edad de ingreso de
los candidatos, hacían previsible una difícil perduración del clero regular.
El año 1823 se inició con la puesta en marcha de la reforma. El nuevo provisor, doctor Mariano Zavaleta,
a cargo del gobierno de la diócesis, era la autoridad eclesiástica encargada de la ejecución, en estrecha
colaboración con el gobierno. En el mes de marzo fue conjurado un segundo intento de rebelión armada
-el primero había sido interceptado en agosto de 1822- cuya autoría fue adjudicada a Gregorio Tagle. El
movimiento se gestó en la campaña y aglutinó a los descontentos con el gobierno que encontraron en la
cuestión religiosa una amalgama potente. Aunque por el momento la oposición fracasó, el escenario
creado por el Congreso Constituyente comenzó a sesionar en diciembre de 1824, proyectó la política del
grupo reformista, pronto identificado como unitario, sobre otro telón de fondo.
Desde el interior, con la excepción de San Juan, se veía con recelo lo que sucedía en Buenos Aires y ese
recelo se transformó en alarma cuando los “rivadavianos” ganaron posiciones en el Congreso Nacional.
En Buenos Aires, durante el gobierno de Las Heras, el desplazamiento de los grupos afines a Rivadavia
sacó la cuestión de la reforma del primer plano. Luego, la derrota de los unitarios en el Congreso
Nacional, selló el destino de los reformistas. En la guerra civil que se inicia poco después, las tensiones
religiosas, gestadas desde los primeros años de la década del 20 no están ausentes. El triunfo de Rosas
abre otra etapa, aunque es bueno tener presente, a la hora de marcar continuidades y rupturas que durante
su gobierno la Ley de Reforma General del Clero no fue derogada.

[Nancy Calvo, “1822: La reforma eclesiástica porteña”, en Todo es Historia, Nº 451, Buenos Aires,
Febrero 2005.]

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