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Secci6n: Literatura Heinrich Béll: Los silencios del doctor Murke y otras sdtiras EI Libro de Bolsillo Alianza Editorial Madrid f Los silencios del doctor Murke Titulo original: Doktor Murkes Gesammelte Schweigen und andere Satren Traductora: Carmen Tuarte Primera edicién en “EI Libro de Bolsillo": 1973 Segunda edicién en “El Libro de Bolsilio: 1980 93 rina yet BIBLIOTECA CENTRAL ULNA. M. © 1958 by Kiepenheuer & Witsch, Colonia y Betlin © Alianza Editorial, S. A, Madrid, 1973, 1980 Calle Milén, 38; 200 00 45, ISBN: 84-206-1440-8 Depésito legal: M. 16:532-1980 Impreso en Hijos de E. Minuesa, S. 1. Ronda de Toledo, 24-Madria’s 218920 Printed in Spa sé Todas las mafianas, al entrar en la emiso- ra, Murke realizaba un ejercicio gimndstico de tipo existencialista: saltaba al ascensor paternoster, pero no se quedaba en el segun- do piso, donde estaba su despacho, sino que continuaba hacia arriba, pasando el tercer piso, y el cuarto y el quinto. Siempre se es- tremecia cuando la plataforma de la cabina rebasaba el descansillo del quinto piso y se introducia, rechinando, en el hueco donde las cadenas engrasadas de la quejumbrosa maquina, sostenidas por soportes embadur- nados de sebo, cambiaban la direccién as- cendente de la cabina y la situaban en la de descenso. Murke miraba angustiado las tni- 9 cas paredes sin enlucir de todo el edificio y tespiraba profundamente cuando la cabi. na se enderezaba después de pasar la com. puerta y se alineaba de nuevo, descendien. do lentamente al quinto, al cuarto, al tercer piso. Murke sabia que su temor era total. mente injustificado, Naturalmente, nunca Pasaria nada. No podfa pasar nada y en el Peor de los casos, podia ocurrir que el as- censor quedase detenido arriba y tuviera que pasarse una o dos horas encerrado den. tro; pero hacia ya tres afios que funcionaba la emisora y jamas habia fallado el ascen. .(Sor. Los dfas en que era revisado y Murke "/tenfa que renunciar a sus cuatro segundos y medio de angustia, se sentia nervioso y | disgustado, como una Persona en ayunas. | Necesitaba su angustia como otros su café, \ su papilla de avena o su zumo de frutas. Al llegar al segundo piso, donde estaba la seccién de Cultura, salia del ascensor con un aspecto placido y sereno, como solo pue- de presentarlo quien ama y esta compene- trado con su trabajo. Abria la puerta de su despacho, se dirigia despacio a su sillén, se sentaba y encendfa un cigarrillo: siempre Hegaba el primero. Era joven, inteligente y simpético y la ligera petulancia que se ad- vertia en él de cuando en cuando le era f4- ay Heinrich Boll Los silencios del doctor Murke ul cilmente perdonada, pues todo el mundo sabia que habia cursado con gran brillan- tez su doctorado de psicologia. ; Pero, debido a especiales circunstancias, Murke habia renunciado dos dias a su des- ayuno de angustia: tenfa que llegar a la emisora, correr a uno de los estudios y em- pezar a trabajar a las ocho en punto, pues el gerente le habia encargado que, siguien- do las indicaciones del autor, corrigiera las dos conferencias del gran Bur-Malottke, que versaban sobre «La esencia del arte» y que habian sido tomadas en cinta magnetofé- mpurMalottke, que se habia convertido en el entusiasmo religioso del afio 1945, se sen- tia de la noche a Ja mafiana —como él de- cfa— asaltado por dudas religiosas. Se acu- saba a s{ mismo de ser responsable del recargo religioso de la emisora y habia de- cidido sustituir la palabra «Dios», que em- pleaba frecuentemente en su conferencia de hora y media sobre «La esencia del arte», por una expresién mds conforme a su men- talidad anterior al afio 1945. Bur-Malottke habia indicado al gerente que habia que reemplazar la palabra «Dios» por la expresién «el ser supremo, que vene- ramos». Pero se negaba a repetir la graba- I 2 _ Heinrich Boll cién de las conferencias y rogaba que se recortase a Dios de la misma y que se em- palmase Ia nueva expresién. Bur-Malottke y el 8erente eran amigos, pero no fue esta amistad lo que hizo que el gerente accedie- ra: era imposible contradecir a Bur-Ma- lottke. Habfa escrito numerosos libros de ensayos filoséficos, religiosos, culturales ¢ histéricos; era redactor de tres revistas y dos periddicos y lector-jefe de la mds im- Portante editorial. Declaré que estaba dis- puesto a pasar el miércoles un cuarto de hora en la emisora, repitiendo «el ser su- Premo, que veneramos» tantas veces como apareciera Dios en su conferencia. El resto 0 confiaba al criterio técnico de los emplea. dos de la emisora. Habia sido dificil para el gerente encon- trar a alguien que hiciera este trabajo; in- mediatamente pens6 en Murke, pero la ra- pidez con que le vino a la memoria este nombre le hizo desconfiar —era un hombre Meno de vitalidad y salud—, y por eso re- flexioné cinco minutos, recordé a Schwen- dling, a Humkoke, a la sefiorita Broldin, pero volvié a Murke otra vez. Al gerente no Los silencios del doctor Murke 13 le gustaba Murke; a pesar de eso, lo con- trat6'en cuanto se lo presentaron; lo hizo como el director de un parque zoolégico, cuyo afecto pertenece a los gazapillos y cer- vatos, pero que adquiere naturalmente ani- males de presa, porque en un parque zool6- gico tiene que haberlos; pero el amor del gerente eran los gazapillos y los cervatos y Murke era para él una especie de fiera in- telectual. Al fin vencié su vitalidad y encar- g6 a Murke que arreglara las conferencias de Bur-Malottke. Tenfan que estar listas para los programas del jueves y del viernes y los remordimientos habian acosado a Bur- Malottke en la noche del domingo al lunes; hubiera sido lo mismo suicidarse que con- tradecir a Bur-Malottke y el gerente amaba demasiado la vida para pensar en suici- darse. En el transcurso de Ja tarde del lunes y Ja mafiana del martes, tuvo que escuchar Murke tres veces Jas dos conferencias, cada una de las cuales duraba media hora. Re- corté a Dios y durante las pequefias pausas que se producian, meditaba, fumando silen- ciosamente con el técnico, sobre la vitali- dad del gerente y sobre el despreciable ser que veneraba, Bur-Malottke. Jamas habia lefdo una linea suya, ni ofdo anteriormente 4 Heinrich Béll ninguna de sus conferencias, En la noche del Tunes al martes sofié que tenia que su- bir una escalera tan alta y empinada como la torre Eiffel. De repente se daba cuenta de que los escalones estaban embadurnados de jab6n y que abajo estaba el gerente gri- tandole: «Adelante, Murke, adelante, mués- trenos usted de lo que es capaz... Adelante». EI suefio de Ia noche del martes al miérco- les fue muy parecido: se acercaba al tobo- gén de una feria, pagaba treinta peniques a un hombre que le parecié conocido y cuan- do empezaba a deslizarse se daba cuenta de que la pista tenia por lo menos diez ki. Iémetros de longitud y que no habia posi- bilidad de volverse atras, y de que el hom- bre al que habfa dado los treinta peniques era el gerente. Después de estos suefios, no necesité procurarse aquellas mafianas su innocuo desayuno de angustia en el hueco del paternéster. _Llegé el miércoles y aquella noche no ha- bia sofiado nada referente a jabén, ni a to. boganes ni a gerentes. Entré sonriendo en la emisora, se monté en el paternéster, se dejé conducir al sexto piso —cuatro segun- \ Los silencios del doctor Murke 15 dos y medio de angustia, el chirrido de las cadenas, las paredes sin enlucir— y bajé al cuarto piso, salié del ascensor y se dirigié al estudio donde estaba citado con Bur- Malottke. Eran las diez menos dos minutos cuando se senté en el sillén verde. Saludé con la mano al técnico y encendié un pi- tillo. Respiré tranquilo, sacé una nota de Ja cartera y miré al reloj: Bur-Malottke era muy puntual. Su puntualidad era al menos proverbial; y cuando el segundero terminé de recorrer el iiltimo segundo de la hora décima y el minutero y el horario giraron hasta llegar respectivamente al doce y al diez, se abrié Ia puerta y aparecié Bur- Malottke. Murke se levanté, sonrié amable- mente, se dirigié a Bur-Malottke y se pre- senté. Bur-Malottke le estreché la mano, sonrié y dijo: —Bien, empecemos—. Mur- ke cogié Ia nota de la mesa, se Ievé el cigarrillo a los labios y dijo a Bur-Malott- ke, leyendo los datos de la nota: «En las dos conferencias se cita a Dios en total vein- tisiete veces —tengo que rogarle por tanto que repita veintisiete veces lo que tenemos que intercalar. Le agradeceriamos que hi- ciera el favor de decirlo treinta y cinco ve- ces, pues queremos tener alguna de reserva 16 Heinrich Ball . por si la necesitamos al hacer la composi- cién», —De acuerdo —dijo Bur-Malottke son- riendo—, y se senté. —Por cierto, hay una dificultad —dijo Murke—, que es la siguiente; la palabra Dios no Ieva articulo. Pero Ia nueva expre- sién «el ser supremo, que veneramos» cam- bia segun los casos. Necesitamos en total —sonrié carifiosamente a Bur-Malottke— diez nominativos y cinco acusativos, asi es que son quince 22 Heinrich Boll —Puedo, naturalmente, ponerlo asi en su conferencia, pero me permito advertirle, sefior profesor, que no va a hacer buen efecto. Bur-Malottke se volvid, se dirigié al mi- créfono y dijo con voz baja y solemne: —«Oh tt, ser supremo que veneramos.» Salié del estudio sin mirar a Murke. Eran exactamente las diez y cuarto y en la puer- ta se tropez6 con una mujer joven y guapa que llevaba unas partituras en la mano. La joven era pelirroja y exuberante. Se dirigio resueltamente al micréfono, lo volvi6, y co- locé la mesa de forma que le permitiera es- tar en pie holgadamente ante el micréfono. Murke cambio impresiones con Huglie- me, el redactor de la seccién de recitales, en la cabina de cristal. Huglieme dijo, sefialan- do la cajita de cigarrillos: —¢Necesita usted atin esto? dijo: —Si, lo necesito. Dentro cantaba la muchacha pelirroja: «Toma mis labios, tal como son y son muy bonitos». Huglieme conecté y dijo tranqui- lamente por el micréfono: —Y Murke Los silencios del doctor Murke 23 —Cierra el pico veinte segundos, atin no estoy listo— La joven se rio, fruncié los labios y dijo: —jSo cargante camello! Murke dijo al técnico: —Asi es que vendré a las once, lo corta- remos y lo intercalaremos. —éTendremos que oirlo luego otra vez? —pregunté el técnico. —No —dijo Murke— ni por un millén de marcos volveria yo a oir eso otra vez. E] técnico asinti6, colocé la cinta para la cantante pelirroja y Murke se fue. Se puso un cigarrillo en los labios, lo dejo sin encender y se dirigié a través del pasillo trasero al segundo paternéster, que estaba situado en el lado sur y conducia a la can- tina. Las alfombras, los suelos, los muebles y) los cuadros, todo le ponfa nervioso. Eran alfombras hermosas, suelos hermosos, LAY ( bles hermosos y cuadros de exquisito buen gusto, pero de pronto sintid el deseo de ver colgada en alguna pared la cursi estampita del Sagrado Coraz6n que le habia manda- do su madre. Se paré, miré a su alrededor, | escuché, sacé la estampita del bolsillo y la! pegé en la pared, cerca de la puerta del ayu- ' dante de registro del departamento de escu- 24 Heinrich Béll cha, entre el papel y el entrepatio. La estam- pita era de colores chillones y debajo de Ia imagen del Sagrado Corazén ponia: Recé por tien Santiago. Murke siguié andando, mont en el pa- ternéster y descendié. En esta parte de la emisora se habfan colocado ya los ceniceros que habian ganado el primer premio del concurso «el mejor cenicero». Estaban col- gados al lado de los mimeros rojos y lumi- nosos que indicaban el piso: un cuatro rojo, un cenicero; un tres rojo, un cenicero; un dos rojo, un cenicero. Eran unos ceniceros magnificos, de cobre repujado y en forma de concha, cuyos soportes, también de co- bre repujado, representaban una original planta marina: Algas nudosas —y cada ce- nicero habia costado 285 marcos con 67 pe- niques. Eran tan preciosos que Murke ja- més tuvo el valor de ensuciarlos con algo tan antiestético como una colilla. A los de- mas fumadores debia pasarles lo mismo, pues el suelo, bajo los estupendos cenice- ros, estaba Ieno de ceniza, cajetillas vacias y colillas. Nadie se decidié nunca a consi- derar a los ceniceros como tales y alli esta- ban, repujados, relucientes y siempre va- cios. Murke vio cémo llegaba hasta él el quinto Los silencios del doctor Murke 25, cenicero correspondiente al cero rojo y lu- minoso. El aire se volvié mas calido y olfa a comida. Murke salté del paternéster y en- tré tambaledndose en Ia cantina. En la mesa del rinc6n estaban sentados tres colabora- dores independientes. Sobre la mesa habia hueveras, platos de pan y cafeteras. Los tres hombres habfan compuesto juntos una se- rie de emisiones «Los pulmones, érgano hu- mano», habian cobrado juntos, desayunado juntos, bebian ahora juntos una copa y murmuraban de los impuestos. Murke co- nocia a uno de ellos, a Wendrich; pero Wen- drich grité en aquel momento fuertemente: —jArte! jArte! —volvié a gritar: —jArte, arte! —y Murke se estremecié aterrado como la rana de la que se sirvié Galvani para descubrir la electricidad. Mur- ke habia ofdo la palabra arte demasiadas veces en los dos ultimos dias de labios de Bur-Malottke; se repetia exactamente 134 veces en las dos conferencias; y él habia es- cuchado la conferencia tres veces, por tan- to habia ofdo 402 veces la palabra arte. De- masiadas, para poder soportar una charla sobre el tema. Se escurrié por el mostrador hasta un emparrado que habia en el otro extremo de la cantina y respiré aliviado cuando vio que el emparrado estaba libre. 26 Heinrich Béll Se senté en el sillén amarillo, encendié el pitillo y cuando vino Wulla, la camarera, dijo: «Sidra, por favor», y se alegré de que Wulla desapareciera inmediatamente. Cerré los ojos, pero ofa sin querer la conversién de los colaboradores libres que estaban en el rincén y que por lo visto, discutian apa- sionadamente sobre arte; cada vez que al- guno gritaba: «Arte», Murke se estremecia. «Parece que le azotan a uno», pens6. Wulla le miré preocupada cuando le tra- jo la sidra. Era alta y fuerte, pero no gorda. Tenia una cara saludable y alegre y mien- tras escanciaba la sidra de la jarra a un vaso, dijo: —Deberfa tomarse unas vacaciones, se- fior doctor y dejar de fumar. Antes se ilamaba Wilfriede-Ulla, pero des- pués, para simplificar, redujo el nombre a Wulla. Sentfa un respeto especial por Ia gente de Ia seccién de cultura. —Déjeme en paz —dijo Murke— por fa- vor, déjeme. —Y deberia irse al cine con una chica sen- cilla y simpdtica —dijo Walla. —Esta noche lo haré —dijo Murke—, se lo prometo. —No hace falta que sea una «fulana» —dijo Wulla— sino una chica sencilla, sim- - Los silencios del doctor Murke 2 patica, tranquila y sentimental. Las hay aun. —Ya lo sé —dijo Murke—, las hay e in- cluso conozco una. «Menos mal», pensé Wulla y se acercé a los colaboradores libres, uno de los cuales habia pedido tres copas y tres cafés. «Po- bres sefiores», pensd, «el arte los va a vol- ver completamente locos», Se preocupaba cordialmente de ellos y procuraba conven- cerles de que ahorrasen. «En cuanto tienen dinero lo tiran por la ventana», pensd, y se dirigié sacudiendo la cabeza al mostrador y pidio al barman las tres copas y los tres cafés. Murke bebié un trago de sidra, aplasté el cigarrillo en el cenicero y pensé angus- tiado en las horas de once a una, durante las cuales tenfa que separar las frases de Bur-Malottke y empalmarlas en las con- ferencias, cada una en su sitio. El gerente queria que se las pasaran a las dos en su estudio. Murke se acordé del jabon, de esca- leras empinadas y toboganes, pensé en Bur- Malottke y se sobresalté cuando vio entrar en la cantina a Schwendling. Schwendling Hevaba una camisa a gran- des cuadros rojos y negros y se dirigié di- rectamente al emparrado donde se oculta- ba Murke. Schwendling tarareaba Ja can- za Heinrich Ball cién de moda: «Toma mis labios tal como son y son muy bonitos...», vacilé al ver a Murke y di —¢Eres tu? Pensaba que estabas arre- glando el tostén de Bur-Malottke. —A las once —dijo Murke— empezaré otra vez. —{Wulla, cerveza! —rugié Schwendling mirando el mostrador— medio litro. Vaya, tendrian que darte por esto un permiso es- pecial. Tiene que ser horrible. El viejo me ha contado de lo que se trata. os guardé silencio y Schwendling lijo: —Sabes la tiltima novedad de Murck- witz? Murke negé con la cabeza sin mostrar ningun interés, pero luego pregunté cortés- ment —Qué le pasa? Wulla trajo la cerveza, Schwendling tomé un sorbo que le produjo una ligera flatulen- cia y dijo lentamente: —Murckwitz protagoniza la taiga. Murke rié y pregunté: —¢Qué hace Fenn? —Ese —dijo Schwendling— protagoniza Ja tundra. —c¥ Weggucht? Los silencios del doctor Murke 29 —Weggucht hace un papel de protagonis- ta representandome y después hago yo otro representndole, segtin el proverbio: Si ti me protagonizas, yo te protagonizaré... Uno de los colaboradores libres se levan- té violentamente y exclamé con énfasis para que le oyeran todos los que estaban en la cantina: —El arte, el arte es lo tinico que importa. Murke se contrajo como el soldado que oye que tiran una granada desde la trinche- ra enemiga. Bebié otro trago de sidra y vol- vié a estremecerse cuando oyé decir por el altavoz: «Doctor Murke, le esperan en el estudio 13; doctor Murke, le esperan en el estudio 13». Miré la hora y atin eran las diez y media, pero la voz continuaba dicien- do implacablemente: «Doctor Murke, le es- peran en el estudio 13». El altavoz estaba colgado sobre el mostrador, exactamente debajo de la sentencia que el gerente habia mandado pintar en la pared: «Con disci- plina se consigue todo». —Bueno —dijo Schewendling—, es imi til, vete. —Si —dijo Murke—, es inutil. Se levanté, dejé el importe de la sidra sobre Ja mesa, se incliné al pasar ante la mesa de los colaboradores libres, y, fuera 30 Heinrich Béll ya, mont6 en el paternéster y al subir vol- vié a pasar ante los cinco ceniceros. Vio que todavia estaba pegada su estampita del Sagrado Corazén en el entrepafio, cerca de la puerta del ayudante de registro y pensé: «Gracias a Dios, ahora hay al menos un cuadro cursi en la emisora.» Abrio la puerta de la cabina del estudio, vio al técnico solo y tranquilamente senta- do ante cuatro cajas de cartén y pregunté cansad —éQué pasa? —Han terminado antes de lo que pensa- ban y hemos ganado media hora —dijo el técnico— y he pensado que quiza le intere- sarfa aprovechar esa media hora. —Claro que me interesa —dijo Murke—, a la una tengo una cita. Empecemos pues. Qué pintan esas cajas aqui? —Tengo —dijo el técnico— una caja para cada caso: los acusativos estén en Ia prime- ra, en la segunda los genitivos, en la tercera los dativos y en aquélla —y sefialé la ulti- ma de la derecha, una caja pequefia que Nevaba escrito cHocoLaTe puRo— estan los dos vocativos, el bueno a la derecha y el malo a Ja izquierda. —Esto es estupendo —dijo Murke—, de Los silencios del doctor Murke 31 modo que ya ha cortado en pedazos esa por- queria. —Si —dijo el técnico —y si tiene usted anotado el orden en que deben ser coloca- dos los casos, terminaremos, como mucho, en una hora. ¢Lo tiene usted anotado? —Lo tengo —dijo Murke—. Sacé un pa pel del bolsillo, donde iban escritas las ci fras de 1 a 27; detrés de cada ntimero iba apuntado un caso. Murke se senté y ofrecié al técnico la caja de cigarrillos; fumaron, mientras el técnico colocaba en el rollo los trozos de cinta de la conferencia de Bur-Malottke. —En el primer corte —dijo Murke— te- nemos que pegar un acusativo. El técnico metié la mano en la primera caja, cogié un trocito de cinta y lo colocé en el primer hueco. —En el segundo —dijo Murke— un da- tivo. ‘Trabajaban muy de prisa:y Murke se sin- tié aliviado al ver que iba todo tan rapido. —Ahora —dijo— viene el vocativo. Natu- ralmente, pondremos el malo. El técnico se rié e intercalé el vocativo malo de Bur-Malottke en la cinta: —Adelante —dijo—, adelante. —Genitivo —dijo Murke. 32 Heinrich Béll Los silencios del doctor Murke 33 canina. {Ya te lo diria mi pequefio Lohen- grin si pudiera hablar! Ladraba el pobre- El gerente lefa atentamente todas las car- | cito durante tu desgraciada emisién, ladra- tas que le dirigian los oyentes. La que esta. | ba de forma que rompia el corazén de ver- ba leyendo en aquel momento, decia lo giienza. Yo pago todos los meses mis dos guiente: marcos como todos los dems oyentes y hago uso de mis derechos y pregunto: «Querida emisora: Seguro que no tienes Cuando volvera a ver reconocidos sus de- una oyente mas constante que yo. Soy una rechos el alma del perro en la radio? anciana, una abuelita de setenta y siete afios y te escucho diariamente desde hace »Afectuosamente —a pesar de estar muy treinta. Nunca he sido parca en alabanzas _—_enfadada contigo contigo. Quiz te acuerdes de mi carta so- »Jadwiga Herchen, sin profesi6n. bre Ia emisién: ‘Las siete almas de la vaca Kaweeida’. Era una emisién magnifica, pero »P. S. En el caso de que ninguno de los ahora tengo que enfadarme contigo. cinicos sujetos que eliges como colaborado- »La postergacién a que est4 sometida el res, sea capaz de apreciar el alma del perro alma del perro en la emisora, es cada vez de manera aceptable, puede hacer uso de més indignante. A eso llamas ti humanis- mis modestos ensayos, que adjunto. Yo re- mo. Hitler tenia naturalmente muchas cosas nunciaria a mis honorarios. Podrias trans- malas: si se ha de creer todo lo que se dice ferirlos a la Sociedad Protectora de Ani- de él, era un hombre repugnante, pero algo males. bueno tenia: sensibilidad para con los pe- »Adjunto: 35 manuscritos. »,¥t08 € hizo mucho por ellos. Cudndo vol- IH» jer el perro a ver reconocidos sus dere | chos en la radio alemana? Desde luego, lo! que no se puede hacer es lo que has inten- El gerente suspiré. Buscé los manuscri- tado en la emision. ‘Como el perro y el _t0S, pero por Jo visto su secretaria los habia gato’: era una ofensa para cualquier alma hecho desaparecer. Cargé una pipa, la en- Bou, 3 me 34 Heinrich Boll cendié, se pasé“la lengua por sus vitales labios, cogié el teléfono y pidié comunica- cién con Krochy. Krochy tenia un cuarto diminuto, con un escritorio diminuto, pero de un gusto exquisito, arriba, en la seccién de cultura y Ievaba un negociado que era tan pequefio como su escritorio: «El animal en Ia cultura». —Krochy —dijo el gerente cuando éste contesté humildemente— ¢cudndo hemos transmitido algo sobre perros por ultima vez? —¢Sobre perros? —dijo Krochy—. Sefior gerente, nunca, al menos nunca desde que yo estoy aqui. —éY cuanto tiempo hace que est4 usted aqui, Krochy?— Y éste temblé alli arriba, en su cuarto, porque la voz del gerente se habia tornado tan suave; él sabia que no presagiaba nada bueno el que esa voz se tor- nase suave. —Llevo diez afios aqui, sefior gerente —dijo Krochy. —Es una cochinada —dijo el gerente— que usted no haya tratado jamés de perros y al fin y al cabo ese asunto corresponde a su departamento. {Qué titulo tenia su ulti- b } ma emisi6n? Los silencios del doctor Murke 35 —Mi ultima emisién se Hamaba... — tamudeé Krochy. —No tiene que repetir la frase —dijo el gerente— no estamos en un cuartel. —«Lechuzas en los muros» —dijo Kro- chy timidamente. —Dentro de las préximas tres semanas —dijo el gerente, suavemente otra vez— quisiera oir una emisién sobre el alma del perro. —Si —dijo Krochy. Oyé el ruido del auricular al ser colgado por el gerente, sus- piré profundamente y dijo: « ;Dios mio! » El gerente cogié Ia siguiente carta del oyente. En aquel momento entré Bur-Malottke. Podia tomarse la libertad de entrar sin ha- cerse anunciar, y se tomaba frecuentemente esta libertad. Todavia sudaba. Estaba can- sado y se senté en una silla frente al geren- te y dijo: —Ante todo, buenos dias. —Buenos dias —contest6 el gerente y aparté la carta del oyente—. ¢En qué le puedo servir? —Por favor —dijo Bur-Malottke— con- cédame un minuto. —Bur-Malottke —dijo el gerente hacien- do un gesto grandilocuente y vital—, no ne- 36 Heinrich Béll cesita pedirme un minuto. Tiene a su dis- posicién horas, dias. —No —dijo Bur-Malottke—, no se trata de un minuto de tiempo corriente, sino de un minuto de emisién. Mi conferencia se ha alargado un minuto a causa de los cambios. El gerente se puso serio como un s4trapa distribuyendo provincias. —Espero —dijo dsperamente— que no sea un minuto politico. —No —dijo Bur-Malottke—, medio mi- nuto local y medio minuto recreativo. —Gracias a Dios —dijo el gerente— ten- go disponible para la emisién recreativa setenta y nueve segundos y para la local ochenta y uno, Con mucho gusto doy a un Bur-Malottke un minuto. —Me abruma usted —dijo Bur-Malottke. —¢Puedo hacer algo mas por usted? —tLe quedarfa muy agradecido —dijo Bur-Malottke— si tuviéramos alguna vez la oportunidad de corregir todas las cintas que he grabado desde el afio 1945. Algin dia —dijo, y se pasé la mano por la frente, mi rando melancélicamente el auténtico Brit Iler colgado sobre la mesa del gerente— algun dia yo... —vacilé, pues lo que tenia que comunicar al gerente iba a ser dema- k Los silencios del doctor Murke 37 siado doloroso para la posteridad—, algtin dia yo, yo moriré —y volvid a hacer una pausa para dar al gerente la oportunidad de parecer desconcertado y hacer adema- nes de rechazar semejante idea— y me es insoportable el pensar que después de mi muerte existan grabaciones donde digo co- sas que ya no siento. Sobre todo, en el mo- mento de fanatismo del afio cuarenta y cin- co me vi impulsado a hacer algunas decla- raciones que ahora me preocupan y que sélo se pueden justificar por la inexperiencia ju- venil que entonces caracterizaba mi obra. Ya esta en marcha la correccién de mi obra escrita, y yo quisiera pedirle que me diera la oportunidad de poder corregir también mi obra hablada. El gerente no dijo nada. Unicamente emi- tid una ligera tosecilla y en su frente apare- cieron unas pequefifsimas y transparentes gotas de sudor: se acordé de que a partir del afio 1945, Bur-Malottke habia hablado por lo menos una hora al mes y calcu- 16 rapidamente, mientras Bur-Malottke continuaba hablando: 12 por 10 resulta- ban ciento veinte horas de Bur-Malottke hablado. —La meticulosidad —dijo Bur-Malott- Ke— es considerada por los espiritus mez- 38 Heinrich Béll quinos como indigna del genio. Pero nos- otros ya sabemos —y el gerente se sintio adulado al verse incluido por el nosotros entre los espiritus generosos— que Jos au- ténticos, los grandes genios eran meticulo- sos. Himmelsheim hizo imprimir de nuevo a su costa una edicién completa de su See- lon, porque tres 0 cuatro frases, incluidas en la mitad de la obra, ya no le parecian convenientes. La idea de que cuando haya entregado el alma a Dios, puedan ser emi- tidas conferencias mias, con las cuales ya no estoy de acuerdo, me resulta insoporta- ble. Los silencios del doctor Murke 45 —¢También silencios? —pregunté Murke. Humkoke se rid y dijo: —Bueno, marchese —. Y Murke se fue. Cuando el gerente entro en su estudio, minutos después de las dos, acababa de em- pezar la audicidn de la conferencia de Bur- Malottke; «...y donde siempre, como siempre, por qué siempre cudndo siempre que comence- mos a considerar la esencia del arte, tene- mos que dirigir nuestra mirada en primer lugar al ser supremo que veneramos. Tene- mos que inclinarnos con respeto ante el ser supremo que veneramos y tenemos que re- cibir el arte con agradecimiento, como un don del ser supremo que veneramos, El arte...» ‘No’, pensé el gerente, ‘no puedo obligar a nadie a escuchar ciento veinte horas a Bur- Malottke. No’, pens6, ‘hay cosas que decidi- damente no se pueden hacer, ni siquiera a Murke’. Volvié a su despacho, conecté el al- tavoz justamente cuando Bur-Malottke de- cfa: «Oh ti ser supremo que veneramos». ‘No’ pensé el gerente, ‘no y no’. Heinrich Boll Murke estaba en su casa, fumando tum- bado en un sofa. A su lado, en una silla, ha. bia una taza de café y Murke miraba el te- cho blanco de la habitacién. Ante el escrito. rio estaba sentada una chica rubia preciosa, que miraba fijamente la calle a través de le ventana. Entre Murke y la chica, colocado sobre una mesa auxiliar, habja un magnet6. fono conectado y girando como tomando una grabacién. No se pronunciaba ni una sola palabra ni se producfa ningtin sonido, La muchacha estaba tan guapa y tan silen. ciosa que parecia la modelo de un fotdgrafo. No puedo mas —dijo la chica de pron. to—, no puedo més. Lo que tit pretendes es inhumano. Hay hombres que pretenden co sas indecorosas de una chica, Pero estoy a unto de ereer que lo que ti exijes de mi es casi mas ind i &s casi més indecoroso que lo que piden Murke suspiré, —iDios mio! —dijo—, mi querida Rina, tengo que volver a cortar todo esto. Sé ra. zonable, sé buena, Silénciame al menos cim, co minutos mas de cinta. —Silenciar —dijo la muchacha de una forma que treinta afios atras se hubiera ca, _ , Los silencios del doctor Murke 47 lificado de descortés—, silenciar, vaya in- vento que has hecho. Grabarfa una cinta con mucho gusto, pero esto de silenciarla... Murke se levanté y desconect6 el aparato. —iAy, Rina! —dijo—, si supieras cémo agradezco tu silencio. Por la noche, cuando vengo cansado y me tengo que quedar sen- tado aqui, dejo correr tu silencio. Por favor, sé simpatica y dame otros tres minutos de silencio y evitame el tener que hacer otro corte; tti ya sabes lo que supone para mi el tener que hacer cortes. —Est4 bien —dijo la chica—, pero dame al menos un cigarrillo. Murke sonris, le dio un cigarrillo y dijo: —Esto es estupendo, asi te tengo en si- lencio en Ia realidad y en la cinta. Volvié a conectar el aparato y los dos con- tinuaron callados, sentados uno frente a otro, hasta que empezé a sonar el teléfono. Murke se levanté, se encogié de hombros con un gesto de impotencia y cogié el au- ricular. —Bueno —dijo Humkoke—, las audicio- nes han terminado sin complicaciones y el jefe no ha puesto ninguna pega... Se puede ir al cine. Y piense en la nieve. —En qué nieve? —pregunté Murke y 48 Heinrich Boll miré Ia calle bafiada por el deslumbrante sol del verano. —jPor Dios! —dijo Humkoke—, ya sabe que tenemos que empezar a pensar en los programas de invierno. Necesito canciones y cuentos cuyo tema sea la nieve. No pode- mos limitarnos constantemente a Schubert y Stifter. Nadie parece darse cuenta de la necesidad que tenemos de canciones y cuen- tos que traten de la nieve. Imaginese que tenemos un invierno duro y largo, con mu- cho frio y mucha nieve: gde donde sacare- mos entonces nuestras emisiones sobre la nieve? A ver si se le ocurre algo. —Si —repuso Murke—, ya se me ocurri- ra algo. Humkoke colgé el teléfono. —Anda —dijo a la muchacha—, ya pode- mos irnos al cine. —zYa puedo hablar? —dijo la chica. —Si —dijo Murke—, habla. A esa misma hora, el ayudante de direc- cién de la seccién radio-teatro escuchaba de nuevo la obra que se iba a transmitir por la noche. Le parecia buena, pero el final no le convencia. Estaba sentado en la cabina Los silencios del doctor Murke 49 de cristal del estudio 13. Mordisqueaba el extremo de una cerilla y repasaba el manus- crito. (Efectos actisticos de una gran iglesia va- cia.) ArEo.—(Con voz sonora y clara.) ¢Quién se acordaré ain de mi, cuando me convier- ta en presa de los gusanos? (Silencio.) Ateo.—(En un tono mds alto.) ¢Quién se acordard de mi, cuando me convierta otra vez en polvo? (Silencio.) Areo.—(Mds alto todavia.) ¢¥ quién se acordara de mi, cuando me haya convertido de nuevo en hojarasca? (Silencio.) Haba doce de estas frases, gritadas por el ateo dentro de la iglesia y después de cada una de ellas ponfa: silencio. El ayudante de direccién se sacé de la boca la cerilla mordisqueada, se metié una nueva y miré interrogativamente al técnico. —Si —dijo el técnico—, si quiere saber mi opinién: encuentro que hay un pequefio exceso de silencio. —Eso me parece a mi también —repuso . 3 ol, « 50 Heinrich Béll el ayudante de direccién—. El autor tam- bién opina lo mismo y me ha rogado que lo cambie. Deberia sonar una voz diciendo «Dios», pero tendria que ser una voz que se oyera sin los efectos sonoros de la iglesia y que pareciera salir de otro sitio. Pero, diga- me, gde dénde saco ahora esa voz? El técnico sonrié y cogié una cajita de ci- garrillos que aun estaba en el estante. * —De aqui —dijo—. Aqui hay una voz di- ciendo «Dios» en un espacio sin efectos so- noros. Con la sorpresa, el ayudante de direccién se tragé la cerilla. Le dio una arcada y le vol- vid a la boca. —Es, sencillamente —dijo el técnico son- riendo—, que la hemos tenido que cortar veintisiete veces de una conferencia. —No necesito mas que doce —dijo el ayudante de direccion. —Es muy facil —afiadié el técnico—, qui- tar el silencio y empalmar doce veces «Dios», si usted se hace responsable de ello. —Usted es un angel —repuso el ayudante de direccién—, y yo acepto esta responsa- bilidad. Vamos a empezar. Contemplé feliz los trocitos de cinta, pequefios y mates, de la cajita de cigarrillos de Murke. Es usted Los silencios del doctor Murke 51 realmente un angel —repitié—. Manos a la obra. E] técnico sonrefa, pues le alegraba mu: ) cho poder regalar tantos recortes de silen-igf cio a Murke: era mucho silencio, casi un minuto; nunca habia podido dar tanto si- lencio a Murke y él sentfa por el muchacho un gran afecto. —Bien —dijo sonriendo—, empecemos. El ayudante de direccién metié la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacé su ca- jetilla de pitillos; pero al mismo tiempo co- gid un papel arrugado. Lo estiré y se lo en- sefié al técnico: — No le parece raro que se puedan en- contrar en la emisora estas cosas tan cur- sis? Esto estaba en mi puerta. El técnico cogié la estampa, la miré y dijo: —Si, es raro —y leyé en voz alta lo que estaba alli abajo escrito: Recé por ti en Santiago.

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