Вы находитесь на странице: 1из 39

A los amigos de cerca y de lejos que han

expresado el deseo de conocerme mejor.

Un amigo verdadero es alguien que llama a la puerta de tu corazón y


se siente muy bien cuando lo invitas a entrar. Aprecia el arreglo y el
orden de todo lo que está a la vista, pero anhela compartir lo más
guardado. Respeta tu paz interior y te ayuda a conservarla. Derrama
el bálsamo de la serenidad en tu mente si te encuentra
momentáneamente perturbado.
Es alguien que nunca siente la necesidad de venir armado, ni para el
ataque ni para la defensa, porque sabe que te hallará con los brazos
libres para retribuir el abrazo.

Álef Guímel
Índice
1. Los primeros recuerdos
2. La sonrisa de Dios en nuestros ríos
3. El punto de viraje
4. Pasos decisivos
5. La primera visita de N.H. Knnorr
6. El viaje inolvidable
7. Betel y Galaad
8. La obra misional en la Argentina
9. La vuelta al “Río de los Pájaros”
10. Dos crepúsculos en una misma tarde

Una historia personal e intransferible

Álef Guímel

2006
Publicado por:
Cuentos Teocráticos Ediciones
www.cuentosteocraticos.net

Primera edición: 1990


Clasificación: Autobiografía
Contenido: 10 capítulos.
LOS PRIMEROS RECUERDOS

El siglo veinte recién había llegado a ser mayor de edad. La gente festejaba la llegada del año
25, cuando me asomé al mundo en brazos de mi madre. Juan Carlos Berrueta y María Julia Duclós me
inscribieron en su libreta de matrimonio como primer vástago. Era uno de esos días de enero, llenos
de espíritu de fiesta, en el punto culminante del verano rioplatense, cuando todavía se oía el eco del
tradicional refrán: “Año nuevo, vida nueva”. ¡Efímera ilusión que se hace humo al volver a la realidad!

Mis más lejanas y borrosas memorias guardan la imagen de una casita con un pequeño jardín.
Mi hermanita, Selva, estaba aprendiendo a caminar. Cada noche después de la cena, mientras mamá
lavaba los platos, papá leía en voz alta un libro de poemas. Yo lo escuchaba sin entender las ideas,
pero la música de las palabras, la rima y el ritmo, arrullaban mis oídos hasta que el sueño me vencía.

Cuando tenía cuatro años nació Germinal. Nuestro padre elegía nombres para ponernos entre
las obras literarias que más lo habían impresionado. El trabajo de papá consistía en pintar y
empapelar casas con un grupito de amigos. Consiguió algunos trabajos buenos, como el de pintar
todas las comisarías de Montevideo, lo cual llevó varios meses. A poco de terminar con ese
compromiso, la policía vino a nuestra casa para aprehenderlo. Se le acusaba de haber atropellado a
un hombre con su auto dejándolo abandonado, y de haberse ocultado de la justicia. El haber podido
probar que había estado en contacto directo con la policía por tanto tiempo, ayudó a aclarar que se
trataba de una confusión y el culpable era otro con el mismo apellido.

Buscando la manera de ahorrar para tener la casa propia, papá se entusiasmó con la idea de
alquilar una pequeña quinta cerca del cerro de Montevideo, de la cual podríamos obtener alimento
con poco gasto. Allí transcurrieron mis dos primeros años escolares. Ese pedazo de tierra con árboles
frutales, algunas hileras de viña, una cañada y un arroyuelo, una vieja casona, vacas y caballos,
cerdos y gallinas, es un oasis de belleza en mis recuerdos. La profunda impresión de tocar la tierra y
de ver surgir de ella la vida; el gozo de sentarnos debajo de los árboles que rodeaban la casa en
luminosas noches de verano; el deleite de llevarle comida a los animales y verlos correr a ella
ansiosamente; la presencia y el canto de los pájaros, y el gusto de chapotear los senderos lodosos
bajo la lluvia, eran nuestra porción feliz.

Aquella escuela rural y mi primera maestra, la señorita Dora, con su pelo oscuro y crespo, con
su simpática sonrisa, ensancharon mi pequeño mundo. Disfrutaba aprendiendo, y no me gustaba
perder días de clase. En cierto momento, algo indefinible me impulsó a escribir lo que sentía por mi
escuela y por aquella maestra que estaba influyendo en mi formación. El resultado fue un poema en
prosa, lleno de limitaciones y carencias. No se lo di a leer a mis padres. Me parecía que solamente la
señorita Dora podría comprenderlo. Ella quedó asombrada con tan espontánea manifestación de amor
hacia la escuela. Corrigió algunos errores y luego me llevó de la mano, aula por aula, haciendo que
cada maestra lo leyera a su clase. Me sentí apabullada. Mi corto entendimiento no me explicaba por
qué le daban tanta importancia.

Papá le dedicaba al campo y a los animales todo el tiempo posible, pero conservaba su trabajo
de pinturas y empapelados en la zona céntrica. Cuando llegó nuestro segundo verano en la quinta,
mamá esperaba su cuarto hijo.

Teníamos un perro al cual le llamábamos Trabuco y un gato negro con manchas blancas, el
Alfredito. En los atardeceres de aquel verano, después de cenar salíamos al camino que pasaba por
frente a la finca para dar largos paseos. Poco tiempo antes había nacido una ternerita que se había
hecho buena amiga del perro. Ellos, desde el otro lado del alto cerco, nos acompañaban en la larga
caminata todo a lo ancho de la propiedad. Cuando el alambrado de la propiedad vecina les impedía
seguirnos, se quedaban allí, el Trabuco ladrando y la ternera mugiendo, hasta que volvíamos a pasar
frente a ellos y podían acompañarnos hasta el otro extremo.
El invierno nos trajo en ansiado hermanito. Era pelirrojo, de ojos pardos y recibió por nombre
Líber.
Al fondo de la casa había un aljibe. Mamá no se acostaba tranquila si no se aseguraba que
estuviera bien tapado porque sabía que a los gatos les atrae la visión de la luna en el agua y tratan de
atraparla, hallando así la muerte. Una noche el aljibe quedó destapado por olvido. Hacía dos semanas
que no veíamos al Alfredito. Pensamos que quizás estaba cultivando nuevas amistades gatunas en las
fincas vecinas. Mamá tenía otros temores. Al fin, cuando el sol daba de lleno en el pozo, lo localizaron.
El también había querido alcanzar la luna y jugar con ella. Recordé siempre aquel suceso. El ansia de
atrapar lo que no está a su alcance lleva a algunos a una muerte prematura y sin sentido.

Un día, al despertarnos, vimos el campo, la casa, los árboles y los senderos cubiertos de un
polvo grisáceo que el viento continuaba trayendo durante varios días. La gente llenaba recipientes de
él, pues habían descubierto que era un buen pulidor de metales. Un volcán había entrado en erupción
en Chile y su lava se estaba esparciendo más allá de los Andes.

A mamá le llamaba la atención cómo me atraían las conversaciones serias de los mayores y
cuanta atención les prestaba. Prefería escucharlos a ellos que jugar con los niños. El hecho de que
tantas veces mencionaban que tales o cuales conversaciones no eran para chiquillos, me había hecho
suponer que la vida tenía un misterio oculto y yo debía descubrirlo cuanto antes.

Vislumbré temas cada vez más serios en esas charlas. Un vocablo nuevo para mi irrumpió en
el habla diaria y en las canciones de carnaval que andaban en boca de la gente. Era la palabra “crisis”.
Pregunté su significado, pero no lo entendí. Años más tarde supe que era un colapso financiero que
afectó a los Estados Unidos y Europa desde el año 29 hasta el 32. se hablaba con preocupación de la
guerra entre Paraguay y Bolivia por la posesión del Chaco y el Río Paraguay, y de los problemas que
habían quedado sin solución después de la guerra mundial del 14. el Uruguay no tenía volcanes, pero
teníamos pruebas de que existían y los mayores nos hablaban de la destrucción que podían causar.
Todo esto estaba dándole la evidencia a mi pequeño cerebro en expansión, de que no había nacido
en un mundo tan placentero ni seguro. El clásico comentario criollo “Hasta aquí no va a llegar”, era un
pobre lenitivo.

Al lado de nuestra quinta alquilada había una pequeña fábrica de ladrillos. El tejido de alambre
que nos separaba de ella estaba roto y caído en varias partes, pero nadie estaba interesado en
repararlo. Con mis dos hermanos, ambos menores que yo, habíamos establecido allí un reino de
fantasía. Aquellas pilas desiguales de ladrillos cambiaban de forma continuamente. Venían camiones a
cargar y las rebajaban, pero la fábrica seguía produciendo y las aumentaba. Lo que hoy parecía un
gran castillo, mañana era una simple plataforma a la cual era fácil ascender para dirigirle la palabra a
una audiencia imaginaria. Nuestra idealizada ciudad roja cambiaba de aspecto cada día y estaba
disponible en los fines de semana, cuando los obreros descansaban. Mamá nos vigilaba desde la
ventana de la cocina.

Había dos cosas que a mi madre le resultaban intolerables: las expresiones groseras, y el habla
sin pausas en que no se distingue el fin ni el principio de las palabras. Si hablábamos así, ella fingía no
entender y nos obligaba a pronunciar correctamente cada letra. Esto probó ser una ventaja más tarde
en el ministerio cristiano. Tanto mis hermanos como yo hemos recibido encomio de la gente por
hablar pausadamente y enunciar con claridad al explicar las verdades bíblicas.
Hubo una anécdota de nuestra niñez que no cayó en el olvido. La dueña de la casa era una
señora italiana que añoraba el campo y de vez en cuando aparecía con amigos y parientes a pasar
algunas horas en aquel lugar que le traía recuerdos. Un día, mamá esperaba uno de estos grupos y
limpió cuidadosamente el comedor, en que la dueña había dejado sus antiguos muebles para que
nosotros los usáramos. La mesa era muy grande; veinte personas podían sentarse cómodamente
alrededor de ella. Teníamos un fonógrafo a cuerda con una gran bocina que parecía la corola de una
flor. Y tuve la infeliz idea de poner un disco e invitar a mis hermanos a bailar sobre la mesa lustrada y
reluciente. Antes de que el disco terminara se oyó un gran estruendo. Mamá nos encontró sobre una
pila de tablas en el suelo. Su desilusión no tenía límites. La mesa desarmada fue apilada en un rincón
y las sillas colocadas en rueda, como en un salón de baile. Cuando las visitas llegaron, hubo que
explicarles que el baile había terminado en el momento de empezar.

Al cumplirse dos años de nuestra estadía allí, papá tenía encaminada la compra de una cosas y
no renovó el contrato de arriendo de la quinta. Ahora viviríamos en Montevideo, cerca del zoológico y
de la elegante playa Pocitos.

El día de la mudanza mamá puso en práctica una de sus sorprendentes ocurrencias. Nos dijo: -
“Desde mañana viviremos en una nueva casa. Quiero que, antes de salir de ésta, cada uno vaya al
baño, cierre la puerta, y diga en voz alta todas las palabras sucias que han aprendido de los
chiquilines de este barrio. Deben quedar encerradas allí. No pueden llevarlas con ustedes”. (Así lo
hicimos y la lección quedó registrada).

Atrás dejamos el escenario campestre de nuestras correrías y sus bestias domésticas, la ciudad
roja de ladrillos de cambiante forma, la escuela rural y la señorita Dora. El Trabuco y la mitad de las
gallinas se fueron con nosotros.

Han pasado más de cincuenta años. La casa en que terminamos nuestros años escolares en
Pocitos, a pocas cuadras de donde está situado el hogar Betel en la actualidad, aún está allí. De tanto
en tanto paso frente a ella con los grupos de predicación. Sus nuevos dueños no la han cambiado.
Todavía existe la gran pérgola en el jardín que en primavera se cubría de rosas. Allí está el patio en
que papá había hecho colocar antiguas rejas simulando ventanales españoles. En él mamá había
plantado jazmines, claveles y otras plantas en grandes macetones. Era el lugar predilecto de las
charlas familiares en las noches de verano. Mi adolescencia, con todas sus interrogantes y
vacilaciones, transcurrió en esa casa.

Durante esos años, persistía en mí la obsesión de escucha con profunda atención las
conversaciones de los mayores y sacar conclusiones. En horas de silencio y soledad resumía por
escrito mis meditaciones. Usé mucho papel en poemas, prosas y apuntes. En los más recónditos
rincones de mi mente vagaba un sueño que, con voz queda, hablaba de publicar un libro algún día.
Nadie leía mis escritos, pero de tanto en tanto surgía la tentación de probar si otros les asignarían
algún valor. Un día envié una pequeña prosa a un suplemento literario que publicaba un diario local,
los domingos, firmada con un seudónimo. Para sorpresa mía, fue publicada.

Papá amaba la ópera y el buen teatro. Nos enseñó a disfrutar de todas esas manifestaciones
del arte. Era también un incansable admirador de la naturaleza y frecuentemente, andando
lentamente en el auto, recorríamos las costas del Río de la Plata que rodean Montevideo. Muchos
domingos de invierno, fríos y lluviosos, nos acercábamos a la rambla para observar la magnificencia
de una tormenta eléctrica sobre el mar. A veces, el oleaje rompía con ímpetu sobre las rocas y el agua
caía sobre los vidrios del auto.
¡Cuántos bosquecillos fueron escenario de nuestros pic-nics! Hoy merendábamos cerca de un
aeropuerto, mientras los aviones levantaban vuelo, mañana estábamos tomando el tradicional mate
criollo en un rincón del puerto, descifrando los mensajes misteriosos que susurran los barcos que
llegan de lejanos puertos. Muchas noches de plenilunio solíamos disfrutar de un baño en las cálidas
playas del estuario y nos deteníamos hasta la medianoche para gozar de una cena fría sentados sobre
la arena frente al mar plateado por la luna.

LA SONRISA DE DIOS EN NUESTROS RÍOS

El Uruguay y el Plata
vivían su salvaje primavera;
la sonrisa de Dios de que nacieron,
aún palpita en las aguas y en las selvas.

Así empieza el primer canto del libro Tabaré, de Juan Zorrilla de San Martín, una de las joyas
literarias del Uruguay. Ese extenso poema que narra la vida de las tribus indígenas que habitaban
nuestras costas y su total exterminio, me fascinó en mi niñez. Me deleitaba imaginarlos levantando
sus tolderías, organizando su primitiva vida, y descubriendo en nuestros ríos la “sonrisa de Dios de
que nacieron”.

Aquellas tribus indígenas guardaban el modelo de la antigua sociedad patriarcal que señaló
una forma de vivir después del diluvio. No eran, como algunos han supuesto, brotes salvajes de la
humanidad que no se sabe cómo ni por qué estaban en América. Sin duda, eran descendientes de los
hijos de Noé como nosotros.

Algunos estudiosos creen que cruzaron el estrecho de Bering, que une Asia con América del
Norte. Según el diccionario enciclopédico de Salvat, el estrecho de Bering tienen una profundidad de
100 metros, por lo tanto esa no era una hazaña imposible para sus frágiles canoas. Así se
establecieron en nuestro continente dejando atrás el monte Ararat, en tierras de Armenia, donde
también estuvo situado el Jardín de Edén, tierras que fueron la cuna de la civilización.

Sus leyes sociales, sus consejos de ancianos para resolver problemas de la tribu, el gran
sentido de fidelidad hacia los suyos, el concepto del bien y del mal, el idioma tan dulce y preciso, tan
lógico y descriptivo, así como la capacidad para aprender técnicas agrícolas y asimilar ideas nuevas,
prueba que habían tenido el mismo origen que el resto de la humanidad.

¡Con qué placer pronunciamos el nombre poético que le dieron a los ríos! Uruguay: “Río de los
pájaros. Al que hoy es el Río de la Plata, ellos le llamaban Paraná Guazú: “Río grande como mar”. El
Hum, traducido literalmente, es el Río Negro.

Los árboles también conservan el nombre que ellos les dieron: Sarandi, Curupí, Guaviyú,
Uruguay. Fueron ellos los que le dieron nombre a nuestra flor nacional, el ceibo, que engalana los
islotes de nuestros ríos. La madera del árbol es porosa y acuosa y sus largas guías de hermosos flores
rojas, al copiarse en las aguas, las embellecen con sus reflejos. Eduardo Fabini, uno de los más
celebrados compositores uruguayos, captó y describió en lenguaje musical, esa belleza de los ríos con
el lujo de los ceibos florecidos, en su poema sinfónico “La isla de los ceibos”, que escuché
innumerables veces en mis años escolares.

En nuestros pic-nics familiares, muchas veces fuimos a buscar junto a los ríos la belleza de los
ceibos destacándose entre la vegetación enmarañada, y pasamos allí días y horas que fueron tan
reconfortantes como encontrar la sonrisa de Dios, al decir de Zorrilla en su poema. Aquellos pequeños
acontecimientos tuvieron mucho que ver con mi formación.

La poesía seguí ejerciendo su poderosa atracción sobre mi. Desde los nueve años empecé a
volcar mis inquietudes y mis interrogantes en versos que nunca fueron publicados. Me identificaba
profundamente con los escritores que hablaban elevadamente de Dios. Entre mis favoritos estaban
Amado Nervo y Gabriela Mistral. Recuerdo que hice mías las palabras del ilustre mexicano que refutan
la insensatez del ateísmo en su poema Tú:

Si la ciencia engreída no te ve, yo te veo;


si sus labios te niegan, yo te proclamaré.
Por cada hombre que duda mi alma grita “yo creo”,
¡y con cada fe muerte se agiganta mi fe!

Naturalmente, en un trecho de vida no puede haber sólo días buenos. La muerte rondaba
cerca y cada tanto se llevaba a alguien querido, como sucede en las familias grandes. Se fueron los
abuelos y algunos tíos.

Entre los hechos estremecedores que tuvimos que aceptar, se destaca en mi mente un día
trágico, el 1º de septiembre de 1939. El repartidor de diarios venía siempre muy temprano y mamá
era la primera en echarle un vistazo a los titulares antes de empezar sus tareas. Aquella mañana no
pudo contener lo que sentía y entró en el dormitorio que compartíamos mi hermana y yo para
despertarnos. La recuerdo de pie en la puerta, con el diario en la mano, diciendo con voz
entrecortada: -“¿Saben qué pasa? ¡Estalló la Segunda Guerra Mundial!”

Aquello iba a ser un tema de conversación candente en los próximos seis años. El dolor de
saber que tantas vidas jóvenes eran segadas por una guadaña que no descansaba nunca, nos hacía
sentir indignos de la paz y el sosiego que todavía se disfrutaba en estos rincones de América.

Otro día señalado, a principios de agosto de 1945, mamá volvió a entrar temprano a nuestra
pieza con el diario en la mano, diciendo con voz vibrante: “-¡Por fin terminó la guerra!” Su conclusión
fue tan brusca como su principio, al ser arrasadas dos ciudades japonesas con la bomba atómica, un
arma desconocida para el mundo hasta ese momento. Esta vez, mamá se sentó a los pies de mi
cama y nos leyó algunos comentarios del diario, reflejando el alivio de ver terminado un conflicto que
la noche antes parecía interminable. ¡Qué duro y caro precio se había pagado, deteniendo una
tragedia con otra!

EL PUNTO DE VIRAJE

Cuando tenía 18 años llegó el impacto espiritual que dio un norte definitivo a la vida de la
familia, aunque papá siguió firme en su ateísmo. Se establecieron algunas diferencias significativas
entre él y nosotros. Papá seguía hablando de la naturaleza mientras nosotros hablábamos de la
creación. Él le llamaba suerte a lo que nosotros le llamábamos bendiciones.
La tradición de la familia, tanto del lado paterno como del lado materno, consistía en reconocer
la autoridad de la Iglesia Católica para bautizar los niños y bendecir los casamientos. Esas eran las
dos ocasiones en que entraban en un templo, las mujeres, porque pensaban que se lo debían a la
comunidad y a la tradición, los hombres porque tenían que ser condescendientes con las mujeres.
Papá ni siquiera veía la necesidad de tener una apariencia religiosa en esas dos ocasiones. Jamás
entraba a un templo de ninguna denominación religiosa. Ninguno de los cuatro fuimos bautizados
como bebés. El decía que casa uno debía elegir su propia religión cuando tuviera suficiente edad para
decidir. Su voluntad fu respetada en nuestro hogar, pero ahora había llegado el momento de hacer
valer el derecho de elegir, que él mismo nos había concedido desde el nacimiento. El instinto de
adoración es una imperiosa necesidad humana, tan fuerte como el instinto de preservación y la
necesidad de alimentarse para conservar la vida. Como se ha dicho antes, Dios creó un altar para sí
mismo en el corazón humano. El hombre necesita poner a Dios en el lugar que le corresponde y
supeditar todo lo demás a ese eje estabilizador. Si Dios no está en su lugar, ninguna otra relación está
completamente centrada. Algunos maestros del psicoanálisis, han llegado a la conclusión de que
muchas personas no son felices ni están bien ubicadas porque no han encontrado la religión que
llenara sus carencias espirituales. Los que rechazan al Dios verdadero satisfacen el instinto de
adoración con ídolos caseros que pueden ser héroes políticos, banderas o partidos en los cuales
vuelcan su devoción.

Papá era un buen exponente del daño que una personan sufre al descubrir la falacia de las
religiones mundanas y quedar vacía, sin buscar con qué llenar ese lugar. El leyó escritores ateos que
ridiculizaban a Dios sin comprender la enorme distancia que hay entre el Soberano universal y la
pobre caricatura que hacen del él las religiones. Felizmente, los valores humanos se salvaron del
naufragio y mi padre conservó hasta el fin de sus días el amor a la familia y el sentido de
responsabilidad hacia el hogar que formó y los hijos que nacimos de él.

En mi adolescencia, conocí a fondo la desorientación que produce iniciarse en el camino de la


vida oyendo los razonamientos de un padre que no le encontraba razón de ser a lo sagrado, y la
confusa pero sincera fe de una madre que no hallaba en los dogmas que le habían enseñado, una
respuesta lógica a mis preguntas.

Especialmente en semana santa, cuando las revistas dedicadas al hogar y a la mujer traían
muchos artículos alusivos a Jesús y reproducían famosas obras de arte que representaban los
momentos climáticos de su vida, mamá se basaba en ese material para edificar nuestra fe. Recuerdo
haberla oído decir: “Quisiera hacer algo especial estos días, alguna obra de bien, alguna de esas cosas
que no se hacen todos los días.”

Ella recordaba que su abuela materna, que había llegado de Francia siendo adolescente para
radicarse en el Uruguay con su madre, leía la Biblia y les decía a sus hijos y nietos, que el mundo iba
a cambiar radicalmente y que Dios iba a reinar sobre la humanidad. Hoy entiendo que muchos puntos
de vista de mamá reflejaban el verdadero espíritu del cristianismo. Si nos enfrentábamos a pruebas o
dificultades y teníamos que aceptar que las desventajas tomaran el lugar de los beneficios, su clásico
comentario era: “¡Gracias a Dios por lo que nos permitió disfrutar hasta hoy!” nos hacía entender que
debíamos agradecer con la misma sinceridad lo que Dios pone en nuestras manos hoy, como lo que
ya se ah escurrido de ellas.

Una de las revistas que adquiríamos semanalmente, PARA TI, publicaba en cada número un
versículo de los Evangelios seguido por un comentario que muchas veces diluía el mensaje y oscurecía
el sentido. Empecé a recortar los textos bíblicos sin el comentario y a formar un pequeño álbum que
repasaba frecuentemente. No sabía entonces, que cualquier persona podía tener su propio ejemplar
de la Biblia.
Una tarde de verano, en casa de una de mis tías, me sentí atrapada por una sensación de
insatisfacción, de futilidad, que aparecía frecuentemente. Sobre todos los temores que se insinuaban
en mi mente, sobresalía el miedo de estar viviendo en vano. En alguna de mis lecturas había hallado
un pensamiento que dejó una gran huella. El autor decía que tenemos una sola vida y Dios espera
que no la dejemos pasar sin hacer algo que justifique nuestro paso por la tierra.

¿Qué estoy haciendo sobre la tierra? ¿Qué espera Dios de mi? Esas ya no eran preguntas, eran
taladros que casi nunca descansaban, y aquella tarde estaba calando hondo. Me dirigí a la biblioteca
de mis primos buscando algo para leer. Un pequeño folleto atrajo mi atención, se llamaba “Gobierno y
Paz”. Hablaba de la Biblia, el libro sagrado que yo esperaba tener en mis manos algún día. Allí
encontré la revelación de un nombre que jamás había oído antes, en mis 17 años de vida, ni lo había
visto escrito en los libros que pasaron por mis manos. Era el nombre sagrado, Jehová. Entró en mi
corazón para quedarse. Como un rayo de luz, se posesionó del altar vacío, del lugar que el Creador
reserva para sí en el corazón humano. La nube oscura que había ocupado ese lugar jamás volvió a
aparecer.

Alguien quizás diga que fue una conversión emocional, parecida al impulso que pueda dar una
varita mágica. Si hubiera sido así, algún día aquella sensación se hubiera disipado. Pero, es una
experiencia irrepetible para cada viviente, porque al Dios verdadero se le acepta y se le reconoce una
sola vez para siempre. Después de eso uno no podrá volver a ignorarlo ni negar la responsabilidad de
haberlo identificado. Allí se produce el encuentro de dos mentes: la del insecto aturdido que pregunta
por su Creador y la del Autor del macrocosmos y del microcosmos que escucha el reclamo y salva la
distancia.

El folleto “Gobierno y Paz” traía un sello con una dirección: “La Torre del Vigía, Paysandú 1763,
Montevideo”. Por temor de que sucediera algo que me hiciera perder la pista, escribí la dirección en
tarjetas y papeles sueltos y los puse en distintos cajones de mis muebles, antes de llevarle el folleto
de vuelta a uno de mis primos que era quien lo había guardado en su biblioteca.

Cuando quise devolvérselo, él no lo aceptó. Dijo que se lo había obsequiado un anciano


alemán que estaba distribuyéndolos a los estudiantes a medida que salían de la universidad, pero no
le había interesado. Lo que había llegado a ser el anticipo de un tesoro inagotable para mi, era un
objeto sin valor para él.

Aquella vieja casa de la calle Paysandú recibió varias visitas de mi hermano Germinal, que era
el que tenía más tiempo para hacer diligencias, porque iba casi todos los días a la zona céntrica por
sus estudios de secundaria. Por medio de él conseguí todos los libros alistados en la última página del
folleto. Pronto, las publicaciones de la Torre del Vigía estaban en diferentes piezas de la casa porque
mamá, Selva y yo las leíamos con entusiasmo.

La primera vez que mi hermano fue en busca de los libros le hice muchas preguntas acerca del
lugar y quien lo había atendido. Un señor alemán era entonces el representante de la Sociedad en el
Uruguay. Le llamó mucho la atención que un estudiante de 13 años volviera semana tras semana en
procura de un libro diferente. Quería conocer nuestra dirección para visitarnos, pero yo le había
encomendado que guardara silencio, pues temía que papá se opusiera severamente si ellos aparecían
en la casa. El único dato revelador que el hermano Voss consiguió, fue que vivíamos a cuatro cuadras
del zoológico de Villa Dolores. Envió a una publicadora a trabajar a la redonda del zoológico para
localizarnos. Una tarde llamó a nuestra puerta y Selva, al atenderla le dijo: “Ya tenemos esos libros y
estamos leyéndolos”. ¡Esos era lo que ella quería saber!
Aunque todavía no había tenido un encuentro personal con los Testigos de Jehová, mi
convicción se hacía cada día más firme. Por fin la Biblia había llegado a mis manos y la había leído
junto con seis libros explicativos: Salvación, los dos tomos del libro Luz, Creación, Riquezas y Profecía.
Con el fin de obtener la Biblia había ahorrado afanosamente hasta llegar a lo que me parecía una
suma razonable, doce pesos, ya que se trataba según había leído, de una colección de 66 libros
inspirados. Cuando al cabo de dos o tres meses de pequeñas privaciones, fui a una librería céntrica y
pregunté si era posible obtener la Biblia completa de tamaño común y me dijo: “Aquí está la Biblia
completa. Cuesta un peso”.

Habiendo obtenido nuestra dirección, Adolfo Voss vino una tarde con la publicadora de color
que nos había localizado. En aquella inesperada vista, los Testigos nos aclararon muchas verdades
provechosas y quedamos más decididos que nunca a aferrarnos al camino de la verdad. Las horas
volaron alrededor de una mesa en que tomamos té con ellos, mientras contemplábamos un nuevo
horizonte espiritual luminoso. Papá nos encontró así al volver a casa, en una reunión cálida y familiar,
con gente que él nunca había visto. No podía disimular su sorpresa cuando se los presentamos.
Contestó cortésmente sus saludos y se retiró a su cuarto. Los Testigos también se prepararon para
salir, lamentando ser la posible causa de un entredicho familiar. Mamá los tranquilizó: “¡No se
preocupen; él va a entender!”

Para ese tiempo, papá ya había visto nuestros libros y había estado haciendo preguntas sobre
su contenido. Intuía que si posición férrea contra toda religión estaba sufriendo una derrota. Sus
antiguos refranes aparecían más que nunca: “En todos lados se cuecen habas. Ya verán que aquí
también hay gato encerrado.” Con el paso de los años se cansó de esperar que la cabeza del gato
asomara fuera de la bolsa. Cada vez tuvo menos razones para desestimar nuestra posición o refutar
nuestra fe. Aunque nunca se puso abiertamente de parte de la verdad, fue un amigo y un aliado de
los Testigos y admiró nuestra obra bíblica.

De allí en adelante los acontecimientos se precipitaron. Selva y yo empezamos a predicar en la


zona en que vivíamos, acompañando a la publicadora de color que había llamado a nuestra puerta
aquella tarde. Nadie nos había ofrecido un estudio bíblico, porque esa obra tan edificante no se había
iniciado aún. Nuestro conocimiento era el fruto de nuestras lecturas y de las respuestas que recibían
nuestras numerosas preguntas. Aída, la publicadora a quien acompañábamos en la predicación, tuvo
que hacer reajustes en su tiempo y en su trabajo, porque al terminar la porción de territorio cada
tarde le preguntábamos: “¿Dónde nos encontramos mañana?”

Aunque a ella se le hacía difícil salir todos los días, no tenía coraje para negarnos la
oportunidad, o apagar nuestro entusiasmo. Ya estábamos concurriendo regularmente a las reuniones
en la casa de los precursores, en la calle Paysandú. Seis jóvenes alemanes, que habían huido de la
persecución que Hitler desató en 1933 contra los judíos y los Testigos de Jehová, en Alemania, eran
los que estaban dando empuje a la obra bíblica en el Uruguay. Tardamos en conocerlos a todos.
Aparte de Adolfo Voss, el matrimonió Bender y dos hermanos solteros estaban recorriendo en bicicleta
otras partes del país y haciendo una minuciosa siembra de literatura bíblica, aún en granjas y
pequeños poblados.

Habían eludido la mortífera cacería que la GESTAPO estaba realizando entre los Testigos,
huyendo a otros países de Europa sin más equipaje que lo que podían cargar en sus bicicletas,
dejando atrás sus hogares y todo lo que poseían. Hicieron saber a la Sociedad que estaban libres y
disponibles para ir a cualquier parte del mundo a predicar y recibieron como asignación el Uruguay.
Llegaron en 1939 sin ningún conocimiento del idioma. Cuando querían comprar algo tenían que
dibujarlo, o señalarlo si estaba a la vista.
Las muchas cosas nuevas que invadieron mi vida en aquellos días, causaron que mis nutridos
cuadernos de versos quedaran arrinconados y dejaran de crecer. Nada podía ahogar ese llamado
interno de una vocación insatisfecha. Jamás intenté anularla, sino solamente posponerla. Ahora sabía
que la Biblia era el más elevado exponente de la poesía verdadera y que ese era el medio elegido por
Dios para comunicarle al hombre sus pensamientos. ¿Podría Él negarle a los humanos la satisfacción
de hacer lo mismo, aunque esto fuera una nimia imitación de su manera magistral de poetizar?

Un pensamiento se destacaba claramente: La humanidad necesita el mensaje de Dios para


salvarse, no un mensaje personal de los poetas. Estamos viviendo en un tiempo especialmente
señalado. No debemos dejar que ninguna meta personal eclipse la obra de Dios en nuestra vida.

Consciente de la atracción casi tiránica que el papel y la tinta ejercían sobre mi, y no dispuesta
a tolerar nada que rivalizara con miss nuevas metas, un día fui al terreno que teníamos al fondo de
nuestra casa y quemé mi botín literario, trabajosamente logrado. Igual que Hernán Cortez, el
conquistador de México, quemé mis naves para no ceder al deseo de volver a la tierra que había
dejado atrás.

Lo extraño es que no perdí lo mejor de lo que destruí. Con el paso del tiempo, volví a tratar los
mismos temas, a purificar y adecuar mejor las ilustraciones que se habían grabado en mi mente, y a
aplicarlas a mi enfoque teocrático de los hechos y las cosas. Estuve treinta años sin escribir, pero de
vez en cuando algún retoño furtivo me daba la evidencia de que había quemado la rama, pero no la
raíz.

PASOS DECISIVOS

En enero de 1944 ocurrió el violento terremoto que destruyó la capital de la provincia de San
Juan en la Argentina. Los titulares de la tragedia ocupaban las primeras páginas de los diarios en
aquellos días. Aunque muchos acontecimientos así aparecían en las noticias mundiales, éste, por estar
tan cerca, nos conmovió especialmente, dándole un sabor muy actual a alguna de las profecías
bíblicas.

Cuando empezamos a concurrir a las reuniones en febrero de ese año, los precursores
alemanes nos hablaban de la obra del Reino en otras partes del mundo y compartían con nosotros las
noticias que recibían de otros países. Gradualmente fuimos tomando conciencia de que éramos parte
de una hermandad mundial, colaboradores del resto ungido y mensajeros de un gobierno celestial
para realizar la obra de advertencia y tenderle una mano salvavidas a los que buscaban la verdad.

En junio de 1944 mi hermana y yo entramos en las filas de los precursores regulares. En ese
tiempo se inició la obra de estudios bíblicos por medio de folletos que contenían preguntas y
respuestas. Se llamaban “Estudio Modelo”. Después de esto, llegó el hermoso libro “Hijos”
especialmente preparado para esta obra. Nosotros no habíamos tenido el beneficio de un estudio
bíblico. Habíamos leído muchos libros y simplemente preguntábamos lo que no entendíamos. Nos
esperaba el gran gozo de alimentar espiritualmente a mucha gente con el nuevo sistema didáctico de
la Sociedad.

Algunos reveses económicos convencieron a papá para que vendiera aquella casa grande cerca
del zoológico y nos mudáramos a una modesta, en otra zona de la ciudad, que resultó ser muy
receptiva a la predicación. Empezábamos tantos estudios que era imposible atenderlos. Vimos
formarse la primera congregación que tuvo Montevideo, y la cocina grande de una familia a quien yo
le llevé la verdad llegó a ser el primer lugar en que se condujeron reuniones bíblicas fuera de la casa
de los precursores.

Hasta ese tiempo el Uruguay no había tenido una sucursal de “La Torre del Vigía”; era
simplemente un territorio dependiente de la sucursal argentina. Juan Muñiz, el primer Testigo de
Jehová que llegó a la Argentina y dio comienzo a la fructífera siembra espiritual en ese país, había
sido un seminarista muy adelantado en la Iglesia Católica, pero sus frecuentes decepciones le
hicieron abandonar la carrera.. varios años más tarde, los libros del Juez Rutherford aclararon sus
dudas y le abrieron un camino nuevo como predicador del Reino de Dios. Era un orador fascinante y
un profundo conocedor de la Biblia. En Julio de 1944 pasó por Montevideo y dio dos conferencias
sobre la Ley de Moisés en el pequeño salón de la calle Paysandú, donde unas 20 personas
disfrutamos del tema. Mi hermana y yo recién comenzábamos el precursorado y Muñiz celebró una
pequeña reunión con nosotras y dos hermanas rusas que habían venido de Paysandú para escucharlo.

El estímulo y el consejo maduro que recibimos nos hicieron muy firmes. Nos habló de la
importancia de manejar bien nuestros recursos si queríamos permanecer en el precursorado. Citó
Juan 6:12, haciéndonos notar el hecho de que Jesús, aunque tenía el poder de multiplicar el pan,
mandó a sus discípulos a recoger los pedazos. ¡Una significativa lección de economía! Nos dijo algo
que nunca olvidaríamos: Ahora van a conocer el amor de madre sin haber tenido hijos.

¡Cuán cierto! El profundo interés y cariño que uno vuelca en el estudiante sincero a quien
quiere moldear espiritualmente para ser un verdadero adorador de Dios, sólo puede compararse al
amor maternal que no escatima esfuerzos.

Muñiz descubrió que varios nuevos publicadores del Reino no estábamos bautizados.
Estábamos haciendo las cosas al revés de lo que dictaba la lógica, aferrándonos a una dedicación que
no había sido simbolizada en presencia de testigos, como mandan las Escrituras. Muñiz comentó sobre
esta irregularidad. Adolfo Voss le aseguró que en cuanto llegara el verano íbamos a ir a la playa, ya
que no disponía de un lugar donde realizar un bautismo en invierno.

Con verdadera devoción, seguimos la carrera emprendida y al fin, cuando llevábamos seis
meses en el precursorado regular, llegó el ansiado día del bautismo. Las dos hermanas rusas,
volvieron a viajar desde Paysandú y una tarde calurosa y nublada, el 27 de diciembre de 1944, nos
dirigimos a una de las playas que rodean Montevideo.

Sentados en rueda sobre la arena, oímos un breve discurso del hermano Voss, destacando la
importancia del pacto personal con nuestro Creador, que cada uno íbamos a sellar esa tarde. Así,
Anita e Irma Seclenov, mamá, Selva, Líber y yo, fuimos sumergidos en el Río de la Plata. Luego,
tuvimos que apresurarnos con la merienda que habíamos llevado, bajo una creciente amenaza de
tormenta. Una lluvia torrencial se descargó en el camino de vuelta. Ya en casa, nos sentamos en el
comedor a comentar la importancia del paso dado, sin sombra de dudas en el corazón. Sostenidos por
la bondad inmerecida de Jehová, jamás traicionamos aquel pacto. Selva y Líber terminaron
prematuramente su vida sin haber cumplido medio siglo. Sus obras de fe fueron un sello distintivo de
todos sus días, desde aquel sencillo comienzo, cuando los Testigos de Jehová en el Uruguay éramos
apenas 30. Germinal tardó algunos años en dedicarse y llegar a ser parte activa de la organización,
pero al fin tuvimos la alegría de verlo en nuestras filas junto con su familia.

Cada uno de mis hermanos formó su familia y entre todos me obsequiaron once sobrinos. Yo
decidí seguir la obra misionera sin más ataduras terrenales. Estaba enamorada de miss metas y pude
probar la veracidad de las palabras de Jesús en Mateo 6:21: “Porque donde está tu tesoro, allí estará
tu corazón”. ¡Cuán cierto es que, el que se aleja de lo que más ama por causa del Reino, encuentra
en su camino padres, madres, hermanos, hijos, casas y campos que se multiplican a su paso! Mateo
19:29

Entre los más queridos recuerdos de nuestros pasos iniciales en la obra de Dios, está la
primera asamblea realizada en el Uruguay en la primavera de 1944 en Paysandú, en la quinta de los
Seclenov. Un grupo de Testigos argentinos de Concepción del Uruguay cruzó el río para participar en
ella.

Aquella histórica asamblea, tan pequeña, nos proporcionó dos días llenos de cordialidad y
estímulo. Oímos conferencias animadoras y disfrutamos de excelente comida rusa en largas mesas
improvisadas con tablones y caballetes en el comedor y los patios de la casa. De noche la casa se
convertía en un dormitorio para las hermanas, mientras los hombres dormían en los galpones sobre
paja. Entre los visitantes y los miembros de las familias de la colonia rusa, se formó un auditorio de
unos 70 oyentes, sin contar a los niños.

Vamos a mirar detenidamente esta foto de 1944. Varios de los niños de la primera fila son
abuelos ahora. El niño que está de pie con los pulgares en sus bolsillos es mi hermano menor, Líber,
que hoy también sería abuelo si viviera. Al centro de la segunda fila está el dueño de casa, Cosme
Seclenov, con camisa blanca. Junto a él, Juan Muñiz, el misionero español que inició nuestra obra en
la Argentina. Detrás del dueño de casa está mi hermana Selva, y detrás de Juan Muñiz estoy yo.
Junto a mi está Aída, la publicadora negra que nos llevaba a predicar al principio. Detrás de ella, la
señora alta con el cabello recogido es mi madre. Allí están también los seis precursores alemanes que
iniciaron la obra en el Uruguay. Cada rostro es un recuerdo y una historia.

Algunas de las familias rusas nos invitaron a visitar sus casas y esa también fue una
experiencia deleitable. Abundaban los almohadones bordados y las muñecas atractivamente vestidas,
adornando las mullidas camas, llenas de acolchados de pluma. Después de la comida, era un placer
oírlos cantar los Salmos de la Biblia en su idioma, con melodías desconocidas para nosotros. Aquellos
semblantes nobles de las mujeres, con la piel curtida por el sol, pues sembraban y cosechaban junto a
los hombres, aquellos rostros que no conocían un toque de maquillaje, asomando entre los pliegues
de sus pañuelos blancos, aquellas faldas largas y fruncidas que daban la espalda a la moda; eran una
lección de vida, de modestia y equilibrio. Todo en ellos exhalaba sinceridad y sencillez. Representaban
muy bien a la Rusia de antes del comunismo, la que León Tolstoi describe en sus libros. Eran iguales
a aquellos campesinos sufridos, sanos de corazón, a los cuales Tolstoi repartió sus tierras antes de
morir. Volvimos a casa con la impresión de haber pasado algunos días en la antigua Rusia, sin haber
salido del Uruguay.

Uno de aquellos hermanos, cuyos hijos y nietos siguen siendo fieles representantes de nuestra
obra, venía frecuentemente a Montevideo, y cada vez traía crema de leche, miel y otros alimentos
valiosos para los misioneros. Cuando intentaban pagarle respondía: “Déjenlo para renovar mi
suscripción a las revistas”. Siempre tenía su suscripción adelantada cerca de un siglo.

Antes de que el mensaje del Reino llegara a ellos, habían pertenecido a un grupo adventista.
Un predicador ruso que conocía superficialmente la Biblia, los dirigía y recogía sus diezmos cada mes.
No fue fácil soltar amarras para dirigirse a un puerto nuevo. Eran varios grupos de familia los que
quería liberarse porque habían reconocido el sonido genuino del mensaje de la Biblia. El pastor no se
resignaba a que su iglesia adelgazara tanto de golpe y quedara tan débil. Buscando ayuda para
vencer las objeciones de ellos, concertó una cita con la familia Seclenov y apareció en casa de ellos
con otro cuatro pastores para tener un debate con Nikifor Tkachenco, quien había leído alguna
publicaciones en el Brasil y había absorbido la verdad como tierra seca. El estaba compartiendo su
tesoro espiritual con sus coterráneos y eso causó que se mudara al Uruguay donde había tantos de
ellos. No era graduado de alguna escuela religiosa ni un predicador experto. La escena recordaba a
Jesús, el carpintero de Nazaret, rodeado de contrincantes eruditos del clero judío.

La discusión se extendió hasta altas horas de la noche en tono acalorado. En el silencio del
campo se oía desde lejos. Un vecino que era policía, al oír tantas voces exasperadas se preocupó y se
levantó de la cama para ir a ver qué pasaba. Cuando golpeó a la puerta, Kosme Seclenov el dueño de
casa, le explicó en su precario español: “Discutir Biblia”.

El policía vio que no tenían armas, sino solamente Biblias en la mano y se volvió a casa. Poco
después de eso, la claridad del día empezó a filtrarse por las ventanas. Los cinco pastores habían
agotado sus recursos. Para la familia Seclenov ese día amaneció en dos sentidos, y la luz de la verdad
nunca se apagó entre ellos. Una vez antes, habían abandonado todo huyendo del hambre que causó
estragos en Ucrania en los años treinta, dejando un saldo de cinco millones de muertos. Con la misma
determinación huían ahora del hambre espiritual que asolaba a las sectas de la Cristiandad.

Cierta anécdota ilustra el entendimiento defectuoso que aquella iglesia daba a sus feligreses
sistemáticamente diezmados. Una vez, los Seclenov tenían un nutrido plantío de repollos cerca de la
casa. Una mañana, una de las muchachas notó que algún intruso se había llevado la mayor parte de
ellos durante la noche. Lo sorprendente era que habían seguido un orden para cortarlos. Cada siete
repollos cortados, uno había escapado de la mano del ladrón. Pronto resolvieron el enigma. Tenía que
haber sido un miembro de la iglesia, porque allí aprendían de memoria los diez mandamientos y los
repetían en orden, de modo que decían: “El octavo: no hurtarás”. ¡Alguien había interpretado que era
pecado hurtar el octavo repollo, pero no los otros siete! Mientras el octavo repollo quedara en su
lugar, se podían comer o vender sin cargo de conciencia los otros siete.

LA PRIMERA VISITA DE N.H. KNORR

Hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial la Sociedad Watchtower se preparaba para una gran
expansión. En 1943, había empezado a funcionar la Escuela Bíblica de Galaad. Los integrantes de las
primeras clases, diseminados por varios países, estaban dándole empuje a una nueva etapa en la
obra de poner la marca salvadora en la frente de los que gemían por la triste condición de la
humanidad.

En 1945, después de la pequeña asamblea de Paysandú, recibimos una gran noticia. Nathan
Knorr, entonces presidente de la Sociedad y Frederic Franz, vicepresidente, emprenderían una gira
por América del Sur y visitarían el Uruguay por algunos días, celebrando reuniones bíblicas con los
pequeños grupos que se estaban congregando alrededor de los que predicaban el Reino de Dios. Con
ellos vendría Rusell Corneillus, un graduado de Galaad que iba a ser el primer superintendente de
Sucursal del Uruguay.

Tras él empezaron a llegar grupos de misioneros que, a pesar de su limitado conocimiento del
idioma, despertaron gran interés en la gente e hincaron a muchos en el camino de la verdad.

El grupo que se había formado por el trabajo diligente de los precursores alemanes se
benefició grandemente con la llegada de estos misioneros. Nuestra comprensión de la obra se
amplificó, así como el aprecio por sus requisitos.
Tiempo después comprendimos cuánta abnegación había desplegado al adaptarse aun país tan
distinto del suyo, sin las ventajas y comodidades que allá eran comunes. La gente, las costumbres, el
territorio y la respuesta de la gente a la predicación, todo presentaba un desafío.

Un día, algunas misioneras conversaban sobre las dificultades para dominar el idioma español.
Una de ellas dijo: Necesitamos otro Pentecostés para poder hablar en lenguas sin aprenderlas”.

Eso me hizo pensar en lo que dice el apóstol Pablo, cuando señala que los dones milagrosos
fueron dados como apoyo a la iglesia primitiva en su infancia, pero ahora que hemos crecido como
pueblo de Dios sólo necesitamos la fe, la esperanza y el amor, siendo el amor el mayor de todos los
dones.

¿Recordaríamos a nuestros misioneros con tanto aprecio y gratitud si no les hubiera costado
tanto esfuerzo cumplir con su misión en otras tierras? ¿Se habría manifestado tan ampliamente el
amor de ellos hacia la gente y recíprocamente, si hubieran tenido el poder milagroso de hablar en
lenguas?

Es el mismo caso con los enfermos. ¿Nos preocuparíamos por ellos, usando recursos
materiales, tiempo y energía para ayudarlos, si supiéramos que en cualquier momento va a llegar
alguien que los puede curar por un poder sobrenatural?

Evidentemente, la ausencia de dones milagrosos resultó en gran ganancia para el amor


cristiano.

Ellos venían de un país en que los niños empiezan a familiarizarse con la Biblia en sus años
escolares, para enfrentarse a multitudes que nunca la habían leído y creían que si ese libro tenía
valor, bastaba con que el clero lo leyera.

Para muchos uruguayos, el refugiarse en una religión es una señal de debilidad.


Orgullosamente le responden al que llama a su puerta para hablarles de la Biblia: “Yo sólo creo en lo
que veo. ¿Usted lo vio a Dios?”.

Un día uno de nuestros misioneros estaba tan cansado de oír la misma respuesta cada dos o
tres casas que, aguzando su ingenio, le preguntó a un hombre que acababa de decirle enfáticamente:
“Yo sólo creo en lo que veo”:

-“¿Está seguro usted de que su madre lo dio a luz?”

Y después de la respuesta afirmativa de su interlocutor: “Esa es una cosa que usted cree sin
haberla visto”.

En su primera visita al Uruguay, aparte de establecer la sucursal, el hermano Knorr, Ene


Hache, como le llamaban cariñosamente los misioneros de habla hispana, inauguró la obra de circuito
y el servicio de precursor especial. Hablándonos mediante un intérprete a mi hermana Selva y a mi,
nos instó a ensanchar nuestro ministerio ya aceptar el nombramiento de precursoras especiales. Nos
animó a estudiar el idioma inglés ya fijarnos la meta de llegar a la Escuela Bíblica de Galaad.

Nathan Knorr volvió cuatro años más tarde en marzo de 1949 y se celebró una asamblea muy
alentadora. El público de Montevideo vio a los publicadores trabajando en las esquinas céntricas con
los carteles. Muchos no entendían el propósito y nos preguntaban: “¿Sobre qué protestan?” Varios
periodistas nos fotografiaron y luego publicaron las fotos y artículos alusivos. Los carteles anunciaban
la conferencia pública “Es más tarde de lo que usted piensa”.

Días después todavía oíamos los comentarios de la gente. La publicidad no había pasado
desapercibida. Cuando fui a mi clase de inglés el profesor me dijo: “El domingo pasado ustedes me
hicieron llegar a mi casa sin aliento. En cada esquina del centro había alguien con un cartel que decía:
“Es más tarde de lo que usted piensa”. Leí tantas veces esas palabras que no tuve más remedio que
correr”.

En esa asamblea a traté de usar mi limitado inglés con Nathan Knorr para mostrarle que había
tomado en serio su exhortación.

En una reunión de precursores con unos doce asistentes, él volvió a animarnos a concurrir a
Galaad y poner nuestra mira en la obra misionera. Después, en privado, me preguntó si estaba
dispuesta a hacer el curso y si me gustaría estar en la asamblea “Aumento de la Teocracia” que se
celebraría en Nueva York en 1950. Mi corazón saltó de gozo. ¡Todo eso iba suceder en unos pocos
meses!
Papá le dio a su familia una pequeña sorpresa, grata por cierto. Nos enteramos en la
asamblea, cuando el hermano Knorr me dijo: “Déle las gracias a su padre por el ramo de flores que
nos envió a Betel con sus saludos de bienvenida”.

El tiempo se esfumó rápidamente y los días señalados llegaron. Mi hermana estaba por
casarse, por eso no fue invitada junto conmigo, pero fue a Galaad con su esposo tres años después.

Lira en 1950
EL VIAJE INOLVIDABLE

Tengo ante mis ojos un manojo de hojas amarillas que intentaron ser el principio de un diario
de viaje. La primera fecha es noviembre 25 de 1949. Ese fue el día de la partida, anunciada para las
doce de la noche. El trasatlántico “Uruguay”, de la compañía Moore Mac Comarck, llegó con un poco
de atraso, a la una de la madrugada. Mientras atracaba, la emoción de la partida crecía en mí. Un
grupo grande de hermanos había concurrido al puerto, entre ellos las misioneras. Nuestro país iba a
estar representado por primera vez en Galaad, en la clase 15 que comenzaría en febrero de 1950. Ese
acontecimiento me daría la oportunidad de convivir durante cinco meses con estudiantes que
representarían otras nacionalidades, treinta y dos en total.

El barco había zarpado de Buenos Aires en horas de la tarde y en él viajaban tres precursores,
una joven argentina y un matrimonio de checoslovacos radicados en la Argentina, con los cuales
compartí muchos buenos momentos durante los siguientes diecinueve días.

Al tercer día, despertamos al amanecer entrando en el puerto de Santos, Brasil, con su paisaje
montañoso y su tierra rojiza.

El 29 de noviembre a los dos de la tarde llegamos a Río. A lo lejos se veían los rascacielos de
Copacabana, Las Cumbres del Pan de Azúcar y el Corcovado dominaban el paisaje en la bien llamada
“la bahía más linda del mundo”. Cuando estábamos entrando en el pasaje más angosto, el buque
sede tuvo. Un capitán brasileño subió para guiarlo a su lugar de atraque, porque solamente los
marinos nativos conocen todos los escollos y saben evitarlos. Uno de los pasajeros nos hace notar,
cerca de la costa, un barco inglés naufragado dos años antes y hundido a medida, porque su capitán
no había querido ceder su lugar al capitán brasileño que podía guiar la nave con seguridad.

Junto a nuestro buque, estaba anclado su mellizo, el trasatlántico “Argentina”, que pocas
horas antes había traído desde Nueva York a un grupo de ocho graduados de Galaad, siete
muchachas que se radicarían en el Brasil y un misionero que seguiría viaje al Paraguay. Este grupo
estaba en el puerto recibiendo su equipaje, con algunos representantes de Betel, que nos dieron la
bienvenida. Con ellos fuimos a la sucursal, una casa antigua y grande que albergaba a los dieciséis
miembros de la familia de Betel. Al día siguiente, en las primeras horas de la tarde, el barco volvió a
partir.

De allí en adelante llegaron los días tropicales cada vez más intensos. Nos acercábamos a la
línea del ecuador, y el sol era insoportable en cubierta, pero el crepúsculo era un espectáculo nuevo
cada día. A cierta altura del viaje, un señor de edad madura que había hecho varias veces la misma
travesía, tuvo la bondad de avisarnos que estuviéramos atentos esa noche porque íbamos a cruzarnos
con los peces luminosos. Muchos pasajeros se reunieron en proa para verlos. Parecían linternas de
colores que viajaban en varias direcciones.

La isla Trinidad sería nuestro último puerto antes de Nueva York. Al acercarnos, la nave
empezó a rodear un conjunto de islas montañosas llenas de exuberante vegetación tropical. Según mi
diario era el día 7 de diciembre y llevábamos ya doce días de viaje.

El “Uruguay” se detuvo a la entrada del puerto porque la poca profundidad de las aguas no les
permitía avanzar. Una lancha de la compañía nos acercó al muelle. Seis misioneras nos esperaban con
La Atalaya en alto para identificarse, en respuesta a una carta que habían recibido con anticipación.
Nuestros casuales compañeros de viaje estaban sorprendidos al comprobar que en cada
puerto había gente esperándonos que no nos conocía, pero nos recibía con la cordialidad de los viejos
amigos.

Port of Spain, la capital de Trinidad, nos hacía recordar a los puertos de Brasil con su tierra
roja y sus atractivas plantas tropicales. Estaban en invierno entonces, un invierno tan caluroso como
cualquier verano rioplatense. El verano, nos decían, era abrasador, terrible, pero sus noches eran
frescas y permitían reponer fuerzas para enfrentar el día siguiente.

La población era casi totalmente negra. Visitamos un barrio hindú en que la gente se vestía y
vivía como en la India, y conservaba sus costumbres, sus supersticiones y su religión, incluso el culto
a la vaca. Cada casa tenía la suya, respetada y reverenciada como preciosa posesión familiar.

Por la noche vistamos un Salón del Reino donde se celebraba la reunión de servicio y luego un
hermano nos llevó al puerto en su auto, donde la lancha de Moore Mac Cormack nos esperaba para
trasladarnos de nuevo al barco. Las misioneras nos despidieron con amor y canciones. Fue otro día
singular para atesorar en nuestros recuerdos.

Ya no quedaban más escalas. Nueva York nos esperaba. Allí sí, sería verdadero invierno. Era
noche cerrada cuando el barco atracó. Un horizonte de rascacielos iluminados deslumbraba los ojos.
Un representante de la oficina del presidente nos esperaba en el puerto. Llevaba nuestras fotos para
identificarnos.

BETEL Y GALAAD

En los días que siguieron tuvimos que familiarizarnos con muchas cosas nuevas. La rutina de
aquella gran familia Betel de 380 miembros, el gozo de encontrar tantos amigos nuevos, la novedad
de palpar y pisar nieve, la sensación de entrar en enormes tiendas de varios pisos, abarrotadas de
toda clase de artículos, el concurrir a reuniones en inglés, y oír, responder y expresarnos solamente
en inglés, lo cual exigía mucho de nosotros. Disfrutamos de cualquier momento en que pudiéramos
hablar en español entre nosotros, y era un placer conocer a alguien que lo hablara, a la vez que un
descanso mental. Alguien nos dijo: “El día en que ustedes piensen en inglés y no necesiten traducir lo
que piensan, entonces estarán dominando el idioma”. Un día, una de mis compañeras de pieza me
dijo:” ¡Anoche soñabas en voz alta y hablabas en inglés!” eso me regocijó; ahora sabía que el idioma
se había arraigado en mi mente.

En los dos mece que faltaban para la iniciación del curso en Gallad, participé en diferentes
trabajos en la casa. Me causó una gran impresión visitar la imprenta, y fue una beneficiosa
experiencia trabajar allí algunos días, en el departamento de traducción.

El 30 de enero de 1950 fue uno de esos días que resaltan en un marco de oro. Desde varios
días antes los ánimos estaban exaltados. Se oía decir con deleite y expectativa: “¡El lunes tendremos
la dedicación!”

Un hermoso edificio nuevo de diez pisos había sido añadido al antiguo hogar de 124 Columbia
Heights. En su amplio Salón del Reino oímos palabras muy significativas del cuerpo gobernante.
El presidente de la Sociedad, N.H. Knorr, dijo que él deseaba que todos los que trabajaban en
Betel pudieran verlo a través de sus ojos. Algunos lo dejaban después de un tiempo para volver al
precursorado, porque no lo hallaban tan emotivo y lleno de colorido como la predicación. Sin
embargo, dijo Knorr, esa era la manera más directa de servir a sus hermanos en todo el mundo, ya
que la obra mundial no podía adelantar y moverse sin el trabajo que se hacía en Betel.

Federico Franz comparó las construcciones de la Sociedad con el arca de Noé, la única
edificación que se levantó sobre la tierra en aquellos días, que armonizaba con el propósito de Dios, lo
único que no se construyó en vano, lo único que quedó en pie después del Diluvio.

Hugo Reimer, otro anciano de Betel en aquellos días, comentó acerca de los acontecimientos
tan significativos de nuestro tiempo, como la dedicación del nuevo edificio, que no se pueden apreciar
en todo su valor hasta que han pasado. Citó del pasaje de Éxodo 33:18-23, donde Moisés le pide a
Dios que lo deje contemplar su gloria y Jehová le responde que, para no dañar su frágil naturaleza
humana, sólo le permitiría ver sus espaldas. Como en el caso de Moisés, dijo Reimer, algún día
miraremos hacia atrás para ver las espaldas de la gloria, y estaremos agradecidos a Jehová por haber
vivido en este tiempo.

Era la primera vez que yo asistía a la dedicación de un edificio. Hasta ese momento, la casa
Betel del Uruguay funcionaba en una propiedad alquilada, lo mismo que los salones de reunión de las
congregaciones.

Después de la reunión en el Salón del Reino fuimos dirigidos al comedor, donde cada uno
recibió un plato grande con helados y torta. Afuera el invierno estaba en todo su rigor. Adentro, el
ambiente caldeado nos permitía disfrutar de aquel refrigerio.

Dos meses después, una mañana lluviosa partimos en ómnibus alquilados hacia la Escuela
Bíblica de Galaad, cerca de la ciudad de Ithaca, un viaje de más o menos doce horas. La nieve caía
copiosamente y toda la región yacía bajo un manto blanco. El frío se hacía sentir y el termómetro
indicaba una temperatura de varios grados bajo cero.

La escuela estaba situada en una finca campestre que había sido donada a la Sociedad a fines
del siglo pasado. Allí estaban aún sus antiguas construcciones de madera que se usaban para
alojamiento, aparte de los dos pisos de dormitorios que proveía el nuevo edificio.

La clase 15 comenzó el 22 de febrero de 1950. el lago artificial cercano estaba congelado y


proveía una pista de patinaje para los aficionados a ese deporte, así como una pileta de natación para
el verano. Cada clase que había pasado por la escuela había edificado algo para embellecer y mejorar
el lugar. Ese estanque con sus pintorescos puentecitos de piedra, era una muestra, así como la
hermosa biblioteca llamada Siloé (el que envía), pues desde allí muchos iban a ser enviados a
distintas partes de la tierra con un mejor adiestramiento para predicar. Nuestra clase edificó un
atractivo porche para la entrada principal de la escuela, que representaba la torre que por muchos
años distinguió la tapa de “La Atalaya”.

La clase 15 se componía de 120 estudiantes procedentes de 32 naciones. Yo nunca había


tenido trato con griegos, egipcios, ciudadanos de la India, habitantes de varias islas del Pacífico y del
continente australiano, y representantes de casa país de Europa.

Muchas veces escuché estas preguntas: ¿Dónde queda el Uruguay? ¿Es lo mismo Uruguay que
Paraguay? ¿Conocen los trenes y los automóviles allá? ¿Son muy numerosos los indios?
El tiempo en Galaad se usa intensamente. Durante mi clase un grupo de profesores y alumnos
de una universidad de Ithaca, (tradicional ciudad de universidades) solicitó permiso para visitar la
escuela. Se les dio el privilegio de pasar un día completo en Galaad, asistiendo a las clases,
almorzando con los estudiantes de la escuela, así como el programa que se cubría. Al fin de la visita,
los profesores visitantes comentaron que en la universidad llevaba tres años cubrir la cantidad de
material que nosotros estudiábamos en cinco meses.

Las clases duraban cuatro horas cada día, de 8 a 12. Después del almuerzo asistíamos a una
conferencia de una hora sobre la cual era necesario tomar notas para responder a algunos puntos en
los repasos escritos. Por la noche íbamos a la biblioteca en busca del material requerido para las
clases del día siguiente, o preparábamos los pequeños discursos que teníamos que dar a fin de recibir
consejo doctrinal y oratorio.

En esos cinco meses, repasamos la Biblia casi íntegramente, como ley, como historia y como
profecía. El estudio detallado delos descubrimientos arqueológicos que confirman la Biblia, nos
equipó para refutar objeciones levantadas por gente que tiene un poco más de educación mundana
que la mayoría.
El análisis del derrotero terrenal de Jesús, y el haber participado en dramatizar momentos
culminantes de su vida, representando personajes que pudieron haber estado muy cerca de él, y
contado esa parte de la historia en primera persona, como algo visto y vivido: nos dejó la impresión
muy real de haber escapado de nuestra época y haber sido protagonistas de aquellas horas históricas.

Este fue un rasgo inolvidable del curso, que nos enseñó a leer un pasaje bíblico con todos los
sentidos, reconstruyendo el momento, el escenario, los sentimientos, temores e interrogantes del
personaje.

A nuestra clase le tocó dramatizar los Evangelios y a mi personalmente, el Sermón del Monte.
Elegí representar a una mujer del pueblo que seguía a Jesús con la muchedumbre y oyó sus
maravillosas palabras, desde una hondonada que amplifica la voz.

Momentos hermosos y significativos se representaban de continuo, en clase, en el trabajo


diario, en el escenario campestre. El invierno con su nieve, sus árboles secos y sus ramas
ocasionalmente entubadas en hielo transparente, nos brindaba un espectáculo antes desconocido. Es
una maravilla que en inglés se llama hoar frost, lo cual podría traducirse como helada gris.

A los que tenían autos, se les asignaba un grupito para llevarlo a la predicación, de modo que
todos los estudiantes pudieran participar. Debíamos recorrer tramos de caminos rurales localizando
hogares aislados. La gente de la localidad estaba acostumbrada a estas visitas de representantes de
diversas nacionalidades.

No hacía todavía cinco años que había terminado la Segunda Guerra Mundial y una nueva
amenaza presionaba las heridas que aún no habían cicatrizado: el compromiso de intervenir en la
guerra de Corea, recién desatada. Algunos nos decían con amargura cuando llegábamos a sus puertas
predicando: “¡Cómo están disfrutando ustedes de la paz y la libertad que tenemos, aunque no la
compraron con la sangre de sus hijos, como nosotros, ya que ustedes no van a la guerra, ni enseñan
a sus hijos s defender la patria!” Si nos dejaban explicarles nuestra posición, les decíamos que la paz
verdadera vendrá para la humanidad obediente, y que ninguna de las guerras humanas ha tenido una
causa aprobada por Dios, por eso El no nos autorizaba a luchar en ellas.

Aquellos inolvidables cinco meces se esfumaron. El duro invierno que nos recibió al llegar, dio
paso a una deslumbrante primavera. Vimos los alrededores de la escuela cubiertos de vegetación
fresca y flores. Algunos de los estudiantes ayudaron a recoger las frutillas, las más grande y dulces
que he visto, que frecuentemente aparecían en nuestros postres. Enormes ollas de mermelada fueron
preparadas para la clase siguiente.

El lago se descongeló y se veía a los jóvenes andando en él, en horas de descanso. Era
deleitable recorrer los caminos rurales en la obra de la predicación.

Nuestra graduación iba a ser la única hasta el momento, que no se celebraría en la escuela
misma, sino en el gran Estadio Yankee de a ciudad de Nueva York, el domingo 30 de julio, primer día
de la Asamblea “Aumento de la Teocracia”, que duró hasta el domingo 6 de agosto. Para la
graduación, los estudiantes es tuvimos divididos en dos grupos de sesenta cada uno, por orden
alfabético según los apellidos, a cada lado de la plataforma. Cada uno, llevábamos prendida en
nuestra ropa una hermosa orquídea. Dos grandes cajas de ellas habían sido enviadas a Betel dos días
antes, desde un país tropical, y conservadas en una heladera hasta el momento de distribuirlas. Eran
un obsequio de lejanos Testigos para la clase 15.

La principal conferencia dirigida a los estudiantes estaba basada en Josué 1:8 y se llamaba “El
camino del éxito”. Su introducción fue impactante: “Jehová está dirigiendo una escuela
gubernamental de éxito. No hay nada parecido a ella sobre la tierra. Ha estado funcionando desde se
graduó a su principal Instructor, Jesucristo, hace 1900 años. El maravilloso curso que ofrece es una
educación y entrenamiento para vida en la eternidad venidera. Nadie se graduará en esta escuela
hasta que no se haya probado digno del derecho a la vida eterna”.
Después de su disertación, Knorr llamó por nombre a cada uno de los estudiantes y los
presentó a la audiencia con un breve comentario respecto a su nacionalidad, antecedentes religiosos y
años que habían servido como ministros ordenados.

Todo el programa del día fue dedicado a dar una idea más clara de lo que abarcaba el curso
en Galaad y el beneficio que se obtenía. Cuarenta graduados de la clase 15 participaron en expresar
sus sentimientos y aprecio por la escuela. Dos de ellos representaron las mejores dramatizaciones de
personajes bíblicos que la clase había logrado. Un estudiante, al expresar su punto de vista sobre el
privilegio de predicar en un país extraño, hizo alusión a la actitud humilde de Jesús al aceptar una
asignación extrajera, dejando su hogar celestial junto a su Padre, para venir a predicar en un mundo
hostil.

¡Qué placer es hoy, después de cuarenta años, repasar el informe de aquella asamblea,
publicado en forma de folleto!

Acostumbrada a nuestros pequeños congresos que tenían en ese entonces poco más de 300
concurrentes, el celebrar tal fiesta de graduación se convirtió en una de las impresiones más grandes
de mi vida. El auditorio visible era de 70.000, más los 9.247 que estaban en el campamento de casas
rodantes, a 65 kilómetros de Nueva York, conectados por cable con el estadio.

Al repasar ese informe completo de los ocho días de la asamblea, muchas cosas valiosas
reviven en mi mente. Noticias de los Testigos proscriptos detrás de la cortina de hierro, que bajo
duras condiciones seguían cumpliendo su misión, informes de misioneros de todo el mundo, reuniones
celebradas en 20 idiomas, y el bautismo de 3.381 nuevos Testigos, que se llevó a cabo en Long Island
bajo una lluvia torrencial. Las fotos muestran los rostros jóvenes del cuerpo gobernante, que han
envejecido honrando su ministerio, y algunos han muerto en él. El día final, la concurrencia de
123.707 batió todos los récords anteriores.
Durante los intervalos era muy interesante observar a los delegados extranjeros vistiendo sus
ropas típicas, dándole un aspecto internacional a la asamblea. Zuecos y gorros holandeses, kimonos
japoneses, lujosos y coloridos atuendos africanos, se destacaban entre las multitudes que se movían
dentro y alrededor del estadio.

La última conferencia del presidente de la Sociedad en aquella asamblea fue una exhortación
poderosa y motivante. Estaba basada en Sofonías 3:16 y se llamaba “No dejen caer sus manos”.
Algunos de los pensamientos más relevantes fueron “El pueblo de Dios puede ser perseguido y sufrir
por muchas causas, pero nunca más volverá a sufrir el rechazo de Dios. Jamás permitan que el
nombre de Jehová sufra reproche por algo vil que ustedes personalmente cometan. Nunca dejen que
la debida alabanza a El, sea disminuida o silenciada por la pereza, el temor o la traición de parte de
ustedes. ¡No dejen caer sus manos, sino levántenlas siempre en alabanza a El y su Reino!”

Después de la asamblea se nos informó al grupo de cuatro que habíamos viajado juntos desde
el Río de la Plata, que íbamos a volver en el mismo barco, “Uruguay”, zarpando de Nueva York el
jueves 24 de agosto a las 17 horas.

Yo había recibido mi próxima asignación de trabajo, la Argentina, y estaba preparando mi


mente para enfrentarme a un cambio de país, de amigos y de hogar. Por primera vez viviría lejos de
mis padres y hermanos, en un hogar misional de la Sociedad. Entonces, llegaron noticias inesperadas
y preocupantes. El gobierno peronista, bajo presión clerical, acababa de proscribir nuestra obra en la
Argentina, y no se sabía qué esperar.

La casa de Betel de Brooklyn era en esos días un avispero de actividad, visitada por gente de
todo el mundo que había concurrido a la asamblea. Hubo interesantes encuentros, intercambio de
experiencias, y momentos muy gratos. Una noche, la familia Betel y los ocasionales huéspedes fuimos
invitados a asistir al Salón del Reino para un concierto de piano que sería interpretado por Erich Frost,
coordinador de la sucursal en Alemania. Fue un deleite escucharlo. Sus manos diestras hacían hablar
al piano. Melodías clásicas, favoritas de todos los tiempos, llenaban el ambiente. Parecía imposible
que este hábil músico hubiera estado ocho años prisionero de los nazis en diferentes campos de
concentración, sufriendo severos castigos. En ciertas ocasiones, lo hacían trabajar en el comedor,
para que tocara el piano cuando los oficiales se lo pedían. Esto le daba la oportunidad de sacar a
escondidas sobras de comida, que llevaba a los compañeros enfermos y a los más debilitados, para
ayudarlos a recuperarse.

Viviendo así, en condiciones de dura prueba, Erich Frost compuso un cántico emocionante
para animar a los Testigos encarcelados, que llegó a estar en boca de sus hermanos en todo el
mundo: “Adelante, Testigos!”

Cuando el concierto estaba terminando, el pianista nos dio la señal de partida de una manera
muy especial, interpretando una clásica lullaby, o canción de cuna, para indicar que era hora de ir a
dormir.

Con el corazón colmado de buenos recuerdos, el 24 de agosto nos encontramos nuevamente a


bordo del “Uruguay”, soltando amarras. El horizonte lleno de rascacielos de Nueva York, se iba
convirtiendo en una línea imperceptible a la distancia. Otra vez, el Atlántico fascinante. Otra vez
Trinidad, Río, Santos y encuentros gratos con los misioneros, comentados las impresiones de la más
grande asamblea realizada hasta entonces. Por fin, Montevideo a la vista, donde debía permanecer
por algo más de un mes, hasta la asamblea de distrito, para luego enfrentar la obra misionera en
Buenos Aires, con grandes deseos de usar lo aprendido y ver el fruto en muchas vidas cambiadas por
la palabra de Dios.
La hermosa finca de South Lansing más tarde fue vendida y la escuela de Gallad fue
trasladada a Brooklyn, donde podía ser visitada por miembros del cuerpo gobernante y atendida por
instructores de Betel que ya no necesitarían consumir el tiempo que requería el largo viaje. Para los
miles de estudiantes que tuvimos el privilegio de pasar por ella, como representantes de la mayoría de
los países del mundo, sigue siendo un recuerdo muy querido, así como una muestra y un disfrute
anticipado del Nuevo Paraíso prometido.

De vuelta de Galaad => Lira es la primera a la izquierda


LA OBRA MISIONAL EN LA ARGENTINA

Aquel año repleto de acontecimientos, 1950, estaba concluyendo cuando se abrió una nueva
etapa en mi vida que iba a estar colmada de satisfacciones y años felices y productivos en la obra del
Reino.

El hogar misionero en Villa Versailles, un barrio de la capital, ya tenía cinco habitantes, cuatro
muchachas norteamericanas y una argentina, la misma precursora que viajó conmigo a Estados
Unidos, la cual iba a ser mi compañera de pieza y de trabajo. Me alegré mucho ante la posibilidad de
vivir con personas de habla inglesa, porque al despedirse de nuestro grupito, Federico Franz, el
vicepresidente de la Sociedad, nos dijo: “No pierdan el inglés. Da mucho trabajo aprender un idioma y
es algo valioso. Algunos lo estudian para concurrir a Gallad y luego dejan de usarlo y lo olvidan”.

Debido a la proscripción, las reuniones se hacían en hogares privados y en pequeños grupos.


Algunos territorios se trabajaban apenas una vez al año.

El primer informe del país que oí era de 1016 publicadores. Ahora se nos aconsejaba ir
solamente con la Biblia de puerta en perta, y si la gente deseaba más información sobre temas
bíblicos, tratábamos de hacer un estudio regular y luego llevábamos alguna literatura para estudiarla
con ellos.

La gente casi no podía creer que íbamos a sus puertas simplemente a leerles algunos
versículos y no a venderles algo. Algunos nos querían comprar nuestros ejemplares personales de la
Biblia. Más tarde se hizo evidente que no era necesario que nos restringiéramos tanto, y la obra
continuó sin más inconvenientes que el estar privados del privilegio de realizar asambleas, ya que el
permiso policial era casi invariablemente negado. Sólo en algunas localidades, donde el comisario
manejaba la situación sin consultar a las autoridades de la capital, sea realizaban asambleas sin
dificultades.

En este período, las relaciones entre el Uruguay y la Argentina se tornaron ásperas porque las
radiodifusoras y los diarios del Uruguay hablaban a las claras de acontecimientos que el gobierno
peronista prefería ocultar. Fue prohibida la entrada de diarios uruguayos al país, y los argentinos
sintonizaban las radios del Uruguay para saber qué estaba ocurriendo en su tierra. En ese tiempo la
Argentina no concedía radicación a los uruguayos. Yo seguía figurando como turista, saliendo y
volviendo a entrar a cada pocos meses para conseguir otro permiso temporario de estadía. Al fin, en
1953, salí sin poder volver hasta la caída del gobierno peronista en 1955, porque aún al turismo se le
negó toda oportunidad. Trabajé un año aquí en Montevideo, donde se estaban formando nuevas
congregaciones y el progreso era muy visible, y un año en Treinta y Tres, esperando el ansiado
momento de volver a mi asignación. Al fin se hizo posible el regreso. Seguí deshojando calendarios en
los umbrales del Nuevo Mundo. Cada año de servicio me deparaba un manojo de rostros expresivos
para guardar entre mis recuerdos. Una vez, las congregaciones fueron comparadas a botes salvavidas
que se alejan de un barco que está a punto de hundirse. ¡Qué agradable es recordar a todos aquellos
con quienes hemos remado esforzadamente para llegar a una ansiada ribera! Algunos se debilitaron
en la fe y volvieron al mar con la ilusión de ponerse a salvo por sus propios medios. Allí están
luchando solos, a brazo partido, contra la hecatombe económica, la amargura de la incredulidad que
los rodea y la marea sucia de la degradación. De vez en cuando les hacemos señas para que se
acerquen y acepten nuestra mano tendida y un refugio seguro.
Mis experiencias fueron comunes, como las de cualquier precursor, pero me han servido para
sacar muy buenas conclusiones sobre la vida y la gente. He podido comprobar, que el mensaje de
Dios deja huellas profundas, aún en los que no están dispuestos a responder. Nosotros los olvidamos
a ellos, pero ellos nos reconocen dondequiera que nos ven.

Una anécdota que se grabó en mi mente ocurrió en Buenos Aires. Llamé a la puerta de una
señora joven con la cual había hablado otras veces sin despertar en ella ningún interés. Me
sorprendió diciéndome: “Veo que usted no me ha reconocido cuando concurro al Salón del Reino. Yo
la he rechazado antes, tanto a usted como a otros que llamaron a mi puerta, pero ahora estoy
estudiando la Biblia con Florentina y voy a las reuniones”.

Florentina era una hermana española con una pierna ortopédica, bastante entrada en años. Su
mensaje era muy simple. Tenía más sinceridad y devoción que conocimiento. Su manera de predicar
era directa y sin rodeos. Abría la Biblia y le pedía a la gente que leyera el pasaje que le señalaba,
porque a ella le costaba hacerlo.

-“¿Y cómo hizo Florentina para convencerla de estudiar la Biblia?” – le pregunté.

-“Simplemente con su presencia” – contestó. “yo siempre tenía desconfianza de los que
llegaban a mi puerta, especialmente si eran personas capacitadas y estaban bien preparadas para
responder. Me parecía que ocultaban un propósito secundario. En cambio, una persona tan sencilla,
que tiene dificultada para caminar y expresarse, no podría hacer esta obra por ninguna otra razón que
no fuera verdadera devoción”.

Indudablemente, la organización de Dios es un taller en que la herramienta más rústica y más


simple puede ser tan útil como la más pulida y complicada.

A veces se dice, un poco en broma pero bastante en serio, que la obra de Dios se hace por
medio de nosotros y a pesar de nosotros.

Una declaración apresurada puede echar a perder lo que pacientemente edificamos. Para
ilustrarlo, recuerdo que un día en Buenos Aires trabajábamos en grupo con el superintendente de
circuito y su esposa. Me tocó llegar a la puerta de un apartamento en que una joven señora, maestra
de escuela, muy alerta mentalmente, me hizo pasara para explicarle nuestra obra. Después de una
larga conversación en que tuve que responderle a muchas de sus preguntas, concertamos otra
entrevista. Pera ella estaba luchando con una duda y lo expresó claramente, diciendo algo como esto
en sustancia: “Yo sé que la Biblia habla de anticristos y falsos predicadores. ¿Cómo puedo estar
segura de que a usted la manda Dios y no estoy cometiendo un error al escucharla?”.

La tranquilicé con las mismas palabras que solía usar cuando otros expresaban tal inquietud:
“Pídale a Dios en sus oraciones que si yo no he llegado a su casa para bien, me aparte de su camino y
no me permita volver”.

Le agradó la propuesta y nos despedimos amigablemente. Pero un suceso imprevisto


desbarató mis planes. El día en que debía volver a su casa me hallaba en cama con una fuerte gripe.
Dos de mis compañeras concurrieron a la entrevista. Esa fue una sorpresa desagradable para ella, y
un motivo de sospecha. Esperaba que yo misma volviera, como una señal de que era la voluntad de
Dios que ella me escuchara. Felizmente había leído la literatura que yo le había dejado y tenía un
intenso deseo de seguir investigando. Cuando realmente volví, comprobé que estaba progresando
rápidamente. Unos meses más tarde, cuando el superintendente de circuito nos visitaba de nuevo,
ella era parte del grupo de predicadores. Hace más de treinta años ahora, y cuando nos encontramos
en alguna asamblea, nos reímos recordando el incidente. De allí en adelante, he tenido cuidado de
presentar el argumento de una manera menos personal: -Ruegue a Dios que, si no hemos venido a su
casa para bien, Él mismo aparte a los Testigos de su camino.”

Cada tanto, hemos tenido que hacer de médicos y enfermeros para llegar a tiempo con una
inyección de ánimo, con un colirio que restaure la visión espiritual, o con un bálsamo que cure heridas
profundas. En tales casos, resulta conmovedor comprobar cuánta confianza depositan los más débiles
en el poder curativo de nuestras palabras.

Otro sentimiento que el predicador experimenta, igual que el médico, es el de la impotencia.


Nunca se borró de mi mente la imagen de una señora que visité regularmente por un tiempo en
Buenos Aires, hace casi veinte años. Su esposo, un militar, había sido uno de los tantos miles de
desaparecidos durante la represión. La familia nunca supo la razón de su muerte, ya que jamás había
expresado ninguna inclinación política y no se le conocían enemigos. Por miedo a que los hijos, una
niña y un niño que estaban entrando en la adolescencia, sufrieran por llevar el nombre de su padre,
un juez de menores les había concedido permiso para cambiar de apellido. La mayor preocupación
de ella era que el rencor de aquellos niños por la muerte injustificada de su padre, los empujara un
día a convertirse en activistas que buscaran venganza. Le expliqué cuánto bien podría hacerles el
entender la justicia de Dios, que habrá un día de ajuste de cuentas en el futuro, pero no debemos
adelantarnos por propia iniciativa puesto que Dios dice: “Mía es la venganza y la retribución”.
(Deuteronomio 32:35). A pesar de mis esfuerzos y mi sincero deseo de serles útil, ella no pensaba
que era el momento oportuno para hablar con sus hijos.

Un día, cuando llegué para hace el estudio bíblico, su apartamento tenía el aspecto de una
pesadilla. Me explicó:

- “Me hicieron un allanamiento. Cortaron el tapizado de todas las sillas y sillones buscando algo
oculto. Tiraron al piso todo lo que había en el ropero y vaciaron los cajones. Fíjese cómo cortaron los
colchones. Mire la muñeca de mi hija, le sacaron la cabeza para ver si tenía algo adentro del cuerpo.
No sé si habrán quedado convencidos de que no escondemos nada, o si volverán para hacer lo mismo
cuando yo haya hecho retapizar las sillas y forrar de nuevo los colchones”.

¡Cómo hubiera deseado compartir con ellos el sosiego y el sentido de seguridad que brinda la
fe verdadera!

Poco después de eso se mudaron sin dejar ninguna dirección. ¡Quién sabe por cuántos años
más habrán seguido presintiendo acechanzas y huyendo de ellas! Es irónico que, los que con tanto
amor se han sacrificado por sus hijos, luego se interpongan para impedirles recibir lo que más
necesitan.

Mis veinticuatro años de obra misionera en Argentina incluyeron un año en Necochea, donde
había un pequeño grupo aislado de publicadores. Ese fue el año 1959, cuando falleció mi padre. En
sus últimos delirios él se veía concurriendo a asambleas y disfrutando del compañerismo de los
Testigos. Pedía que le hablaran de la Biblia. La mente inconsciente se estaba desprendiendo de la
capa de indiferencia en que había estado sofocada y aparecían las huellas que el mensaje de Dios le
había dejado. ¿Cuán profundos eran los cambios que se habían efectuado debajo de ese manto?
¿Murió como un ateo o como un creyente que no alcanzó a manifestarse abiertamente? Sólo Dios lo
sabe.

Desde enero de 1960 hasta fines de 1966 viví y prediqué en Mendoza, ante la presencia
patriarcal de los Andes, con sus cabezas nevadas. Cuando evoco esos años, vuelven a mi memoria
muchas experiencias queridas, muchos rostros que permanecen en los botes salvavidas de las
congregaciones, tendiéndoles la mano a otros para ayudarlos a lograr la supervivencia.

De tanto en tanto, una nueva meta agitaba la rutina diaria y nos llenaba de entusiasmo.
Disfruté de la asamblea “Buenas Nuevas Eternas” en Nueva Cork en 1963. Misioneros que estaban
trabajando en todas las latitudes habían sido invitados. Casi todas las congregaciones del mundo
habían formados un fondo para darnos ese premio singular. A la vuelta, permanecimos más de un
mes en Buenos Aires para participar en un nuevo rasgo del programa educacional de la Sociedad: la
escuela de precursores. Cientos de estas escuelas han funcionado en todas partes del mundo con el
fin de aumentar la habilidad de los que dedican lo mejor de su tiempo y esfuerzo a la predicación, con
un curso abreviado. De allí en adelante, los precursores de los países más necesitados de ayuda
espiritual han podido volver a su trabajo con más prontitud, sin necesidad de aprender otro idioma ni
viajar tan lejos para recibir los beneficios de la Escuela de Galaad.
Después de seis años en aquel hermoso marco natural de Mendoza, con sus grandes viñedos,
su generoso sol y su imponente horizonte de montañas, la Sociedad decidió que volviera a Buenos
Aires para vivir en Betel y trabajar con una congregación cercana.

Fue interesante y algo nuevo para mi vivir en una casa Betel, donde parece que uno siente el
pulso de la obra. Por allí pasan viajeros que proceden de diferentes países y cuentan sus experiencias.
Hay oportunidad de conocer a muchos Testigos del país y del mundo. Siempre hay alguien que ha
recibido una carta que vale la pena compartir o una noticia de interés para todos. Allí estaba Juan
Muñiz, el misionero español que nos visitaba en el Uruguay cuando recién comenzamos el
precursorado mi hermana y yo. Ahora tenía más de 70 años. Sentía un profundo regocijo por la
cosecha que estaba resultando de sus 40 años de obra intensa en la Argentina. Era su costumbre
obsequiar una cena especial, típicamente española, a la familia Betel, cada vez que se alcanzaba un
nuevo millar de Testigos en el país. Tuve el privilegio de asistir a la última de estas cenas antes de su
muerte, cuando la Argentina había alcanzado trece mil publicadores del Reino. Hoy, los nuevos
millares vienen con sorprendente rapidez, y la familia Betel ya no puede reunirse en un pequeño
comedor como entonces.

La vuelta a Buenos Aires me puso de nuevo frente a la aplastante impresión que siempre me
causaron las ciudades grandes. Aparte de las atractivas plazas, que ayudan a que la ciudad respire,
mis ojos chocaban en todas partes con los enormes edificios de apartamentos. Había cada vez menos
sol en las calles. Cada vez más automóviles y más árboles enfermos. Casi inconscientemente estaba
siempre buscando el mar, que ha sido el fondo de los paisajes que más amé en mi niñez y mi
adolescencia. Las visiones que impregnaron nuestra mente en los años formativos no pueden ser
borradas ni encubiertas por otras. Es por eso que en su últimos días, los ancianos hablan tanto de sus
años juveniles y a veces hasta los viven nuevamente por regresión mental.

Disfruté trabajando con tres diferentes congregaciones en la aglomerada capital. Fueron años
fructíferos, llenos de acontecimientos interesantes. El pueblo de Dios, en libertad de acción y con
buena salud espiritual, aumentaba notablemente sus filas. Entonces vino la segunda sorpresa
amenazante, la proscripción de 1976.

Así transcurren los años en el ministerio cristiano. Hay altibajos y claroscuros, como es común
en la vida. Hay porciones de miel con gotitas de hiel, mezcladas en el mismo vaso. Hay horas
inolvidable, metas logradas y galardones cosechados, junto con una dosis de agotamiento, nostalgia
del hogar, fricción causada por personalidades incompatibles, tristeza por la gente que se aparta del
camino y defrauda nuestras expectativas, desconcierto ante los que un día se dan la vuelta y nos
dejan ver otro rostro que no conocíamos. Más tarde, el tiempo funde nuestro tesoro de recuerdos en
su gran crisol, y uno olvida las perturbaciones, porque se separa la escoria y queda el oro.
Por encima de todo lo que es inestable y confuso e el nivel humano, está la fuente de sosiego
y estabilidad, que se identifica en Malaquías 3:6 al decir: “Por que yo soy Jehová; no he cambiado”.

En Mendoza, 1960.
LA VUELTA AL “RÍO DE LOS PÁJAROS”

La proscripción de 1976 vino como punto culminante de una campaña calumniosa en que
participaron casi todos los diarios de la capital. Se nos acusaba de estar enseñándoles a los niños a
mostrar desprecio por los símbolos patrios. Se publicaron fotos de niños desconocidos para los
Testigos, dándole la espalda a la bandera.

Muchos entre el público, se dieron cuenta de que todo era parte de un plan grotesco, y
expresaron su aprobación por la solicitada de casi media página que los Testigos publicaron en
algunos de los principales diarios, aclarando su posición.

Mi mayor deseo era, en ese momento, permanecer en mi lugar y seguir trabajando junto a
ellos, viniera lo que viniera. Pero la Sociedad decidió que volviera al Uruguay. Se pensaba que todo
iba a quedar resuelto en unos pocos meses, pero no fue así.

Dios siempre ve más allá que nosotros, y muchas veces le di las gracias de todo corazón
porque su voluntad una vez más, prevaleció sobre la mía.

Comprobé que mi madre necesitaba mi ayuda y mi apoyo moral, pero ella nunca me hubiera
pedido que volviera. Eso le habría hecho pensar que estaba quitándole a Dios lo que le había dado. Le
hacía feliz la idea de que sus hijos estuvieran brindándole a la obra del Reino más de lo que ella
personalmente podía ofrecer. La muerte de mis hermanos, Líber apenas un año y tres meses después
de Selva, y la desolación que trajo la ausencia de cada uno a sus respectivas familias, hizo estragos
en la salud de mamá. Me sentí feliz por poder compensarla en parte por esos golpes tan duros y
acompañarla hasta su último aliento.

En consideración a mis frecuentes problemas bronquiales, tuve el privilegio de entrar en el


servicio de Betel y trabajar protegida contra las inclemencias de este clima tan variable. Y, como una
bendición adicional, llegó la sorpresa más grande de mi vida, algo que nunca me atreví a esperar
entre los altibajos del viejo mundo: la oportunidad de publicar libros; el gozo de dar lo que estaba en
mí, volcado en letras de molde, y la recepción tan cálida que hallaron entre los Testigos de varios
países de habla hispana.

En 1969, a causa de mis problemas de salud tuve más tiempo que de costumbre para pensar y
hacer balance sobre los años idos. Sentí una imperiosa necesidad de volcar en el papel mis
sentimientos de gratitud hacia el Todopoderoso que había respondido a mi clamor por un camino
claro y verdadero. Horas hermosas del pasado revivieron con intenso fulgor. Vivencias y sentimientos
reclamaban una forma de expresión. Surgieron espontáneamente muchos poemas que me dieron la
prueba de no haber perdido la facilidad de escribir con fluidez, a pesar de la ancha laguna de silencio
que había atravesado durante casi treinta años.

De tanto en tanto, algunos amigos habían comentado que, después de conocer la Biblia y
acostumbrarse a la exactitud de su lenguaje y a su modelo de pensamiento, la literatura seglar que
antes los había deleitado, no tenía igual poder de atracción. A mí me sucedió lo mismo. El valor
sustentador de la poesía sagrada que la Biblia pone a nuestro alcance, y la renovación espiritual que
produce, hace que los intentos humanos por explicar poéticamente lo que el hombre no entiende de
la vida, lo que lo perturba y lo preocupa, se parezcan a los tanteos del ciego en su permanente
oscuridad.
Me animé a hacerles llegar algo de mi nueva cosecha poética a varias personas que habían
mostrado idéntica inquietud, usando el seudónimo que más tarde identificó mis libros y pretendiendo
haber recibido esos poemas de alguien que no quería identificarse. Álef es la primera letra del
alfabeto hebreo, tal como aparece en los salmos acrósticos de la Biblia, y Guímel la tercera.

Hubo reacciones de sorpresa y de alegría. Fueron copiados y enviados de acá por allá, no por
sus méritos literarios, sino más bien por la novedad de hallar las amadas verdades de la Biblia
expresadas en verso. Con el pasar del tiempo, reconocieron mis expresiones y pensamientos y el
seudónimo ya no me encubrió.

Algunos me pidieron que publicara un libro y me aseguraron que tendría buena aceptación.
Otros en cambio, fruncían el ceño ante tales sugerencias y decían que éste no es el tiempo de buscar
logros personales. Yo habría concordado con ellos en esto si se hubiera tratado de algo que me
hiciera descuidar mis obligaciones en Betel y en la congregación. Pero no es así, simplemente ocupa
el lugar de la distracción y el mismo tiempo que los demás emplean en la playa, practicando algún
deporte o disfrutando de espectáculos públicos.

Traté de encontrar el equilibrio entre el estímulo y la oposición. Muchas veces recurrí a Jehová
en oración, pidiéndole que no me permitiera entusiasmarme demasiado con una idea que no contara
con su aprobación.

Todas las dudas que flotaban en el ambiente se disiparon durante la visita de un miembro del
cuerpo gobernante al Uruguay. El afirmó que todos tenemos el derecho de expresar lo que sentimos a
través de cualquier manifestación de arte, ya sea cantando, tocando instrumentos musicales,
escribiendo o pintando cuadros.

El gobierno teocrático no podía dejar de reconocer el valor de los dones naturales como dádiva
de Dios a la humanidad, para ayudarnos a embellecer la vida y a compartir con otros lo más
significativo de ella. La Biblia ha conservado para todos los emocionantes salmos que el pueblo israelí
cantaba en la antigüedad, el poema con que Moisés celebró el triunfo de Jehová en el Mar Rojo, los
maravillosos versos con que Job expresó la lucha de su carne enferma y su impotencia ante el dolor,
el gozo de Miriam guiando a las mujeres de Israel en una danza y un canto de victoria, el poema con
que Ana, la madre de Samuel, dio gracias a Dios por haberle dado un hijo varón que pudiera servirlo
en el tabernáculo sagrado, el canto que Débora compuso junto con Barac celebrando el milagro en el
torrente de Cisón, que los libró de los ejércitos de Sísara.

Mi corazón se regocijó al entender que la poesía fue el primer don artístico concedido a la
humanidad. Adán, cuando aún estaba solo en el Edén, expresó un intenso sentimiento de felicidad no
conocida hasta entonces, cuando Eva le fue entregada por Dios mismo como esposa, en un pequeño
poema registrado en Génesis 2:23, que comienza así:

“Esto por fin es hueso de mi hueso y carne de mi carne…”

La música instrumental apareció después, cuando Jubal fabricó arpas y caramillos, esas
pequeñas flautas de caña que llegaron a ser tan útiles a los pastores, como se menciona en Génesis
4:21. Quizás el hombre ya había descubierto que era capaz de producir música con su voz, pero ahora
podía darle ritmo y tiempo, pulir el canto acompañándolo por sonidos metálicos e instrumentos de
cuerda y viento. Esto también dio impulso al deleitable placer de la danza. Más tarde, el hombre
descubrió cómo fijar imágenes en tela y cómo esculpir la piedra y el barro.
Jesús también permitió que su mente e solazara en el placer de crear un poema en arameo
que aparece en Mateo 7:24-27, cuando habló del hombre discreto que edificó su casa sobre la
roca:”…Y descendió la lluvia y vinieron las inundaciones y soplaron los vientos y dieron con ímpetu
contra esa casa, pero no se hundió, porque había sido fundada sobre la mas de roca”.

Con el beneplácito de mis más comprensivos amigos y el visto bueno de algunas personas en
autoridad, mi primer libro, “Reflexiones de un Guijarro”, apareció en Junio de 1979 contiene setenta y
cinco poemas reunidos durante diez años.

Fue recibido con aprecio por muchos. Algunos enviaron ejemplares a amigos en varios países
de habla hispana. Pocos meses después, la segunda edición estaba en marcha. Algunos preguntaron
la razón del título. Les expliqué: Porque así me siento, como un guijarro, una piedrecita del camino,
ante la grandeza del universo.

Dos años, después reuní las prosas y cuentos escritos durante doce años, en el segundo libro.
Todos los personajes se esfuerzan por el mismo galardón: el salario recompensador del cielo y la
sonrisa de aprobación de Jehová. Por eso lo llamé “Una bolsa de sal y una sonrisa”.

En una de sus prosas, “Tan sólo una canción”, sostengo un diálogo con la vida para definir lo
que espero de ella. Allí le digo que es hermoso pasar por el mundo como pasa una canción,
suavizando los labios que la entonan, despertando memorias queridas y reavivando sentimientos. Una
canción hace olvidar la adversidad, acompaña aunque no tenga cuerpo ni haga sombra sobre la tierra,
ayuda aunque no pueda cambiar nada de lo que nos rodea.

Algunos padres me pidieron un libro para sus hijos, algo que les diera base para
conversaciones edificantes con ellos. Así llegó a existir “Tiempo de reunir piedras” en 1984.

De tanto en tanto me he solazado pensado en la felicidad que sentirán los que han sido ciegos
cuando vuelvan en la resurrección con la capacidad de ver. La forma, el color, la belleza armoniosa de
todo lo creado le han añadido valor y significado a mi vida, por eso siento profunda compasión por los
que sólo pueden tener una idea vaga por medio del tacto. Por eso, mis más amados personajes
fueron una maestra rural y su hijo, ciego de nacimiento. Ella, Ana Masvi, tiene mi personalidad, y el
niño, Pablo, es el destinatario de sus amorosos esfuerzos al educarlo para que pueda disfrutar más
plenamente de la vida a pesar de su ceguera. En ellos está basado mi cuarto libro, una novela
documental llamada “Cartas a un prisionero del Seol”.

Ana, que también escribe en su tiempo libre, le explica a Pablo al final del Capítulo 14, que un
libro se parece mucho a un hijo. Lo sentimos crecer en la oscuridad y nutrirse de lo más vital en
notros; por su causa es necesario fortalecerse y alimentarse, ya que uno está edificando otro
organismo que tendrá vida propia.

Así verdaderamente siente el autor el nacimiento de cada libro, y uno lo entrega a los demás
como algo muy suyo. Produce felicidad verlo caminar en distintas direcciones y ser recibido en
muchos hogares. Es recompensador comprobar que esos hijos no nos han representado mal, y que
sostienen en alto y sin ambigüedades los mismos elevados principios que han distinguido al autor a lo
largo de la vida, porque como dijo Jesús, “…de la abundancia del corazón habla la boca”. (Lucas 6:45)

El quinto libro se llama “Pan sobre las Aguas”. En él he tratado de describir la inspiración,
cómo se siente y qué papel tan vívido tiene en la vida del escritor. Aparece personificada en un colibrí,
ese pequeño pájaro cuyo peso es casi ingrávido, que puede extraer el néctar de las flores con su pico
alargado, como la inspiración lo extrae de los hechos, de los recuerdos, del corazón de las personas
que pasan sin ser notadas, ocultado lo que sucede en su interior. El colibrí es el único pájaro que
puede volar hacia atrás, como la inspiración, que suele volver al pasado y extraer la esencia y el valor
de todo lo que se ha esfumado. Algunos me han dicho que ése es el libro más personal, más íntimo
entre todos.

Guardo muchas cartas de aprecio, algunas de personas desconocidas en otros países, a


quienes mis libros las han acompañado en momentos de soledad y les han hablados al corazón
cuando echaban de menos el compañerismo de personas queridas que estaban lejos o que ya habían
transpuesto los umbrales de la muerte.

Expresiones de aprecio sincero, verbales y escritas, me dieron la pauta de que logré mi


propósito. Mejor que yo, ya lo dijo el insigne prosista uruguayo José Enrique Rodó: “Dar a sentir lo
hermoso es obra de misericordia”.

Es una gran responsabilidad acercarse a otros con palabras para aliviarlos de las cargas que
soportan, para fortalecer la actitud positiva que deben tener hacia el papel que Dios les ha asignado
en la vida y para afirmarlos en su decisión de no vivir en vano.
A lo largo de los años, muchas veces han vuelto a mi memoria los versos de Amado Nervo que
señalan ese ineludible deber en “Dios te libre, poeta”:

Dios te libre, poeta,


de verter en el cáliz de tu hermano
la más pequeña gota de amargura.
Dios te libre, poeta,
de interceptar siquiera con tu mano,
la luz que el sol regale a una criatura.
Dios te libre, poeta,
de escribir una estrofa que contriste;
de turbar con tu ceño
y tu lógica triste,
la lógica divina de un ensueño…

En estas horas quietas del ocaso, doy gracias a Dios por la felicidad que me han brindado
aquellos hijos espirituales en mi ministerio cristiano que han permanecido fieles en su nuevo curso de
vida después del bautismo, en ambas márgenes del Río de la Plata.

Aparte de ésos, que constituyen mi principal cosecha, estos cinco hijos literarios, que han
salido por el mundo y han llegado mucho más lejos que yo, me han proporcionado una felicidad
genuina, sólida, y han ensanchado mi atesorada rueda de amigos.
En Betel de Montevideo, Lira es la primera desde la derecha
DOS CREPÚSCULOS EN UNA MISMA TARDE

Más de medio siglo se ha esfumado desde aquél pequeño comienzo de la obra de Dios junto al
Río de los Pájaros. Fue algo que al principio pasó inadvertido, como sería el encender una antorcha.
Pero no dejamos morir esa luz, y quedó establecida a lo largo y a lo ancho del país, en todas sus
zonas pobladas, en sus rutas y en sus campos.

¡Cuánta arena lentamente escurrida en el reloj del tiempo! ¡Cuántas huellas marcadas por los
pies de los primeros precursores! Algunos terminaron su carrera en las puertas del Seol, pero sus
nombres y sus obras viven en la mente de los que los conocieron, y mejor aún, en la mente de Dios.

Gracias por haberme acompañado en esta excursión retrospectiva. Gracias por haber entrado
conmigo a la ciudad de los recuerdos, escuchando la canción nostálgica de las cosas idas.

El tiempo sazona y pule todo lo que arrastra en su cauce y aumenta el valor de todo lo que es
genuino. Así sucedió con la Biblia, que recibió un sello indeleble de autenticidad cuando el tiempo
cumplió sus profecías. Así sucede también en nuestra vida cuando aparecen los frutos que prueban
que no hemos vivido en vano.

Algunos dicen: “Si pudiera comenzar de nuevo mi vida haría muchas cosas de manera
diferente”. Yo, en cambio, haría lo mismo pero, quisiera hacerlo mejor y sentirlo en todo su valor e
intensidad.

Con la devoción de un coleccionista de antigüedades, lustro y repaso mis memorias,


defendiéndolas del deterioro. En ocasionales momentos de abatimiento, me han alimentado y
sostenido como la raíz al árbol. Por eso, hago mías las palabras del poeta argentino Francisco Luis
Bernárdez:

Porque después de todo he comprendido


que lo que el árbol tiene de florido,
vive de lo que tiene sepultado.

Ustedes ya lo han comprobado. Lo que yo tenía que decir de mí, o de mis logros personales,
se podría resumir en unas pocas páginas. Pero lo que realmente quería compartir con ustedes es la
esencia de muchas palabras y exhortaciones que oí a lo largo del camino, y que se apegaron a mis
oídos como melodías inolvidables. Siguen llamándome desde la profundidad de mi mente, son música
de fondo en la rutina diaria y luz de lumbre en las horas quietas del ocaso, que coincide con el
dramático ocaso de un sistema de cosas.

Un recuerdo en el que me he refugiado mentalmente con frecuencia, se originó en una


asamblea celebrada en el verano de 1967 en la localidad de Lomas de Zamora, provincia de Buenos
Aires. Cuatrocientos Testigos de Jehová de los Estados Unidos, acompañaron al presidente de la
Sociedad y varios miembros del cuerpo gobernante, en una gira por América del Sur. Mientras los
Testigos de habla hispana seguían con su asamblea en español, se celebró una reunión en inglés en el
salón de actos del estadio, para beneficio de los visitantes. A todos los graduados de Galaad,
residentes en la Argentina, se nos asignó una parte del programa. Se contaron excelentes
experiencias respecto a Testigos maduros del presente que habían emprendido el camino de Dios
desde niños, cuando sus padres estudiaban con los misioneros. Al finalizar la reunión, Nathan Knorr
resumió sus impresiones señalando que, las misioneras que habían sacrificado el gozo de criar una
familia propia para dar su tiempo y energía a la obra de Dios, habían recibido una gran recompensa al
llegar a ser madres espirituales de ancianos que dirigen congregaciones, superintendentes de circuito,
precursores y publicadores fieles del Reino de Dios.

¡Qué significativas palabras! ¡Un gozo maternal llena el corazón al saber que alguien a quien
ayudamos a dar los primeros pasos en la verdad, es hoy una columna firme dentro del pueblo de
Dios!

Frecuentemente he evocado el fin del curso en Galaad, que fue una de las horas cumbres de
mi entusiasmo y determinación.

Las palabras de Nathan Knorr dirigidas a toda la clase en su última visita a la escuela antes de
la graduación, resuenan aún en mis oídos:

-“¡Vayan a su nuevo territorio y trabajen, trabajen, trabajen! No se preocupen por nada. No


piensen mucho en el pasado, porque no lo pueden cambiar; no se preocupen por el futuro porque no
lo pueden controlar. Dejen todo en las manos de Jehová y trabajen”.

Ciertamente esa es otra manera de expresar las palabras de Jesús a su Padre:


-“No se haga mi voluntad si no la tuya”.

El esforzarme por recobrar el estado de ánimo de aquellos días, me ha ayudado en momentos


críticos a reactivar resortes amortiguados, a renovar el gozo de estar cumpliendo con lo que
voluntariamente le había ofrecido al Soberano Universal, aunque los mejores años de vitalidad se
hubieran esfumado.

Hoy como ayer, sigo edificando mi felicidad con los elementos que surgen a mi paso cada día,
sin esperar milagros ni reclamar imposibles. El que esculpe, hace maravillas de una roca que nosotros
miramos al pasar y no nos sugiere nada. El artista no necesita materiales exclusivos. Piedra y arcilla
son suficientes. De la misma manera, todos podemos hacer algo hermoso y significativo de nuestra
vida tomando lo que ella nos da. Un pensador anónimo lo expresó acertadamente:

-“El verdadero artista es el que toma la vida como a él le llega y entre sus manos la transforma
hasta hacerle revelar su oculto esplendor”.

Multitudes pasan a nuestro lado sin siquiera pensar en tomar las mismas sendas que nosotros
hemos hallado tan gratificantes. Es nuestra capacidad de reaccionar ante los hechos y las
oportunidades lo que hace que un suceso cotidiano se transforme en algo maravilloso. Esto está muy
bien expresado en un pensamiento atribuido a Alberto Einstein:

“El misterio de la vida me causa la más fuerte emoción, y el sentimiento que suscitan la belleza y la
verdad recrea el arte y la ciencia. Aquel que no conoce esta sensación, o no pude experimentar
espanto o sorpresa, es un muerto en vida y sus ojos están cegados”.

Como ven, hoy estoy con el ánimo de practicar mi deporte favorito, pescar frases famosas y
rumiarlas junto al río del tiempo. Algunas han viajado durante siglos en la corriente, sin desintegrase
ni perder sus propiedades nutritivas.

Para el gusto actual, una historia sin violencia, intriga, suspenso y erotismo, es por lo menos
desabrida o cursi. Yo me he atrevido a entretenerlos con una historia que no tiene ninguno de estos
elementos. Nunca he conocido los dolores del hambre, el vértigo del peligro, la incertidumbre del que
huye, ni el desamparo del paria. Pienso que así serán las biografías del futuro, cuando todos los
vivientes tendrán el ojo sencillo de que habló Jesús, sin propósitos de doble fondo ni ambiciones de
doble faz.

Después de andar un camino llano por largo tiempo, en ésta, que para tantos de nosotros es
una tarde de dos crepúsculos, hago un alto como Moisés, para mirar las espaldas de la gloria y
entender el valor de muchos hechos después que han pasado. Igual que las abejas, sigo elaborando
miel cuando las flores ya se han deshojado.
Hoy digo, como solía decir mi abuela materna: -“Me gustaban más los espejos de antes,
porque no tenían arrugas”. Pero la lozanía del corazón da mejor testimonio que el espejo.

Muchos jóvenes andan por la tierra atribulados y sin esperanza, como los que escribieron con
grandes letras rojas sobre una pared de Montevideo: “¡Paren el mundo, quiero bajarme!”. Y en otro
muro: “Yo no elegí este mundo. Me metieron en él”.

Otros pierden prematuramente la vida queriendo cambiar el sistema a su manera y corriendo


tras algún espejismo, como nuestro gato cuando quiso atrapar la luna reflejada en el agua del aljibe.

Algunos hablan de tener un texto predilecto en la Biblia, otros hablan de un testo “mascota” al
cual recurren como punto de partida o trampolín para saltar de allí a cualquier conversación. Yo
pienso frecuentemente en el que más me ha consolado cuando mis motivos han sido puestos en
duda. Está en el Salmo 7:9: “Dios como justo está poniendo a prueba corazón y riñones”. Me
tranquiliza el hecho de que El pueda mirar hacia lo más recóndito de nosotros, como si examinara
nuestros riñones, y nos conozca mejor que cualquier humano que nos juzgue.

También quiero decirles cuál es el texto que más me hace temblar. Es el que contiene aquellas
palabras dirigidas a los israelitas desobedientes en Números 14:34;…”tienen que conocer lo que
significa mi desapego”. Esa es una sanción de parte de Dios que no quiero jamás provocar ni merecer.

En esto días confusos del mundo, cuando la vida de tantos ha llegado a ser una canción de
protesta, o un eco sin mensaje, o una tonadilla sin sentido, es muy gratificante comprobar que la vida
de uno haya sido y pueda seguir siendo, simplemente una oración de gracias al Autor de todo lo
creado.
Lira en su cuarto de trabajo en Betel.
“Fallece el Lunes 27 de Diciembre de 2004, a las 19:30 hrs. A pesar de padecer una
enfermedad cruel, cáncer de colon, se duerme en la muerte sin dolor y con dignidad, nunca
dejándose vencer por la simple idea de dejar de existir.

Una de sus últimas frases fueron a pocos días antes del desenlace, refiriéndose a los médicos:
“Ellos me trajeron a casa a morir, pero se van a llevar un gran chasco, yo no me pienso morir”…

Amaba la vida, cada pequeña cosa, el sol, las flores, todo lo bello. Amaba al Creador Jehová,
hasta el grado de haber entregado su vida en forma abnegada a su servicio.

Amaba su “colibrí” que la llenaba de inspiración y de riqueza interior, la cual volcaba en todos
aquellos que quisieran disfrutarla.

Sus ojos dulces y mirada serena, su sonrisa bondadosa y sus palabras llenas de sabiduría, no
mundana, sabiduría auténtica, la que sólo puede dar el conocimiento de Jehová y la experiencia de
servirle, todo eso y mucho más hicieron de ella un ser especial, un ser que al igual que mis padres
jamás olvidaré”

Ruth*

* Ruth Bosso de Camilo, hija de Selva, hermana de Lira, acompañó a su querida tía con amor hasta el
final.

“¡Cuánto deseo ser para mis amigos genuinos, lo que persiste cuando lo material se desvanece!
Después que el piano calla, su melodía sigue llamando a las puertas del corazón. Después que el arpa
duerme, su mensaje sigue balbuceando ecos en nuestra mente. Si algún día tengo que partir
inexorablemente, y despedirme hasta la resurrección de ese amado grupo que me comprende y me
acepta como soy, espero que lo mejor de mí aún siga acompañándolos. Más allá de todo lo vulgar y lo
grotesco que aturde al mundo con su insolencia, quisiera estar junto a ustedes como un perfume, o
como una melodía vigorizante, que no pide permiso para entrar, ni tolera que la detengan.”

Álef Guímel

Вам также может понравиться